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El Verbo, la Palabra (página 2)

Enviado por Antonio Justel


Partes: 1, 2

 

Por tanto, cada uno de nosotros, para evolucionar, como espíritus que forman parte de otro espíritu colectivo mayor, nos necesitamos unos a otros, precisamos de las experiencias de los demás y de su sabiduría y de sus fracasos y de sus aciertos, para ir avanzando, aparentemente solos. Es interesante darnos cuenta de que en la naturaleza todo está organizado para la evolución de todos como grupo: nos resulta imposible pensar o decir o hacer algo sin que ello repercuta, de un modo u otro sobre los demás. Y otro tanto ocurre a cada hombre. La silla en que nos sentamos, el papel sobre el que escribimos, el trabajo que realizamos cada día, la carretera sobre al que viajamos, la ropa que vestimos, el alimento que ingerimos, los muebles que usamos, en fin, todo, absolutamente todo lo que nos rodea y en lo que nos basamos para vivir, es obra del hombre, lo ha hecho alguien. Por supuesto, sin ser consciente de que iba a repercutir de modo inevitable en la vida de sus hermanos, pero cumpliendo esa ley que nos hace evolucionar juntos y ayudarnos en la labor común. Por eso el "ama a tu prójimo como a ti mismo" y por eso el "perdonar hasta setenta veces siete", y por eso "cuando diste de comer o de beber al hambriento o al sediento, mitigaste mi hambre y mi sed." Y por eso la necesidad de que vivamos "a tenor de las leyes naturales" y del servicio inegoísta y del amor sin condiciones y de la tolerancia y del perdón. Porque, ¿puede una célula del dedo meñique de la mano derecha pretender ser más parte de nuestro cuerpo que otra célula de la oreja izquierda o del estómago o del corazón? Pues,del mismo modo, cada hombre no es sino una célula en el cuerpo de Dios y, por tanto, con un origen común y un destino común y una labor común. De ahí, de esa indisoluble unidad de todos, la previsión del plan divino de dotarnos, llegado el momento, por un lado, de un cerebro, capaz de interpretar los estímulos de los sentidos para manejarnos mejor en el mundo físico y, luego, para traducirlos a la lengua del espíritu y, más tarde aún, para trasladar al cuerpo las órdenes y enseñanzas del Espíritu. Y, por otro lado, de una laringe, un órgano llamado, en primera instancia, a hacer posible el intercambio de experiencias y de pensamientos, de ideas, de sentimientos, de emociones, y de ilusiones entre los hombres, con el fin de ayudarse mutuamente en la evolución común. Y luego, para pronunciar, en su día, la palabra creadora, es decir, el sonido apropiado para obtener el efecto deseado. O sea, para hacer lo que todo ser creador hace: crear. Con la finalidad, pues, de desarrollar esos dos órganos necesarios, el cerebro y la laringe, el plan divino previó la desviación de la mitad de la fuerza creadora sexual, dedicada hasta entonces, en su cien por cien, a la procreación, hacia la parte superior del cuerpo, para dar lugar, a lo largo de las eras, a su formación y perfeccionamiento. Primero nació la laringe – rudimentaria, por supuesto – y el hombre empezó a emitir sonidos, más o menos inteligibles para sus congéneres. Ocurrió en la Época Lemúrica, cuando alcanzamos el estadio animal. Pero nuestras primeras palabras no fueron articuladas. Fueron meras onomatopeyas de los sonidos de la naturaleza: el silbido del viento, el bramar de la tempestad, el soplo de la brisa, el canturreo del arroyo, el rugido del trueno, el crepitar de las llamas…Pero eran palabras creadoras, puesto que provenían de la fuera creadora sexual. Necesitamos llegar a la Época Atlante para recibir la mente y, con ella, la capacidad de pensar, de convertirnos en seres autoconscientes, es decir, conocedores de nuestra propia existencia, y situarnos conscientemente en el mundo, frente a nuestros congéneres y frente al entorno. Entonces ya nos hizo falta inventar las palabras que, por supuesto, conservaban mucho de onomatopéyicas, pero contenían ya un elemento distinto: una intencionalidad racional, un fin, un contenido específico, aportación de quien la pronunciaba. Porque el cerebro, como hermano de la laringe, nació también gracias a la fuerza creadora sexual y, por tanto, posee su capacidad creadora. La palabra, pues, y el pensamiento, fueron y son, decididamente, armas de reacción en poder del hombre.

4.- ¿Y qué contenía entonces una palabra? Lo mismo que ahora. Por supuesto, sonido, es decir, vibración. Pero también mucho más. Porque una palabra, pronunciada por un hombre contiene, aunque él no lo pretenda, y hasta lo ignore, su experiencia, su memoria, sus conocimientos y sus emociones y pensamientos sobre el objeto que esa palabra pretende significar. Dado que aún somos incapaces de comunicarnos directamente mediante la telepatía, nos resulta necesario comunicarnos con palabras. Palabras que han de representar lo mismo que los correspondientes pensamientos contendrían si nos comunicásemos telepáticamente. Y ahí está la dificultad: en que cada hombre tiene tras de sí una serie inmensa de vidas y, por tanto, de experiencias y vivencias, relativas a la idea que cada palabra representa y, sin pretenderlo, impregna esa palabra con todas sus vibraciones citadas. Por eso, la misma palabra tiene, necesariamente, distinto significado para cada hombre. Porque, al traducir el símbolo que es, cada cual le añade su propio bagaje vital, enmascarando su sentido original. Ésa es la explicación de que la misma idea se exprese en distintos países con distinta palabra: porque no es la misma idea. Si lo fuera, la palabra sería también la misma. Si yo pronuncio la palabra "asiento", seguramente un rey pensará en su trono, un mendigo en el suelo, un oficinista en su silla, un inválido en su silla de ruedas, un ama de casa en su asiento preferido en el hogar, un jinete en su silla de montar, un colegial en su pupitre, etc. La palabra será la misma para todos, pero lo que cada cual le añadirá al mensaje inicial que contiene, será distinto. De lo cual se derivará que cada uno de ellos, si ha de responder a la frase en que esa palabra se contiene, lo hará influenciado necesariamente por todo lo que su memoria le ha aportado sobre el tema "asiento". Porque, ¿qué es realmente una palabra? Simplemente, el símbolo de una idea. Imaginemos, por un instante, que se nos traslada, con los ojos vendados, a un país desconocido e imaginemos que, una vez allí, se nos abandona a nuestra suerte. Nosotros, lo primero que haremos será quitarnos la venda de los ojos. Y, con gran sorpresa, descubriremos que ese país carece de luz. Todo es oscuridad. Y no tendremos más remedio, para poder orientarnos en él, que utilizar nuestro oído, por si nos llega algún sonido que nos oriente, nuestro tacto, para saber en qué terreno nos encontramos y cómo es nuestro entorno en cuanto a su densidad y composición se refiere.

Esos dos sentidos, puesto que la vista no nos servirá, al estar todo en tinieblas, serán nuestros guías. Auxiliados, más tarde, cuando hayamos de comer y beber, por el olfato y el gusto. E iremos almacenando en nuestra memoria todas las experiencias, todos los estímulos que esos cuatro sentidos nos vayan proporcionando, y haciéndonos una composición del lugar, imaginando cómo es ese mundo nuevo y cómo podremos sobrevivir en él. Y trataremos de descubrir alimentos y bebidas y cobijo y de construir herramientas y de utilizarlas para hacer nuestra vida más segura y confortable y llevadera. (Valdría la pena hacer aquí un inciso para referirse a la obra del portugués universal Saramago, titulada "Ensayo sobre la ceguera" en la que, sin pretender estudiar el problema desde nuestro punto de vista de hoy, sí plantea el que se produce en una sociedad cuyos miembros se van quedando ciegos súbitamente). Y, si además de nosotros, descubrimos que hay allí otros hombres en nuestra misma situación, rataremos de comunicar a los demás nuestros hallazgos y de asimilar los suyos, siempre con el fin dominar el medio, de saber más, de manejarnos mejor y de hacer que los demás también lo hagan y nos permitan participar de sus descubrimientos. Pero, para poder comunicarnos con los demás, no tendremos más remedio que inventar algo que nos permita hacernos entender por ellos y comprender lo que ellos intenten comunicarnos. Y entonces recurriremos a uno de los sentidos, el más desarrollado, el oído. Y comenzaremos a inventar palabras para designar las sustancias, los sucesos, las vivencias y las ideas, palabras que, una vez aceptadas por los demás, cobrarán vida propia y cada cual les irá añadiendo acepciones y significados, de acuerdo con sus sucesivas y propias experiencias. Eso es exactamente lo que le ocurre a nuestro espíritu al verse encerrado en un mundo de materia. Tiene que percibir los estímulos de los sentidos, llevarlos, a través del cerebro, al propio espíritu, interpretarlos y hacer regresar la orden, de nuevo, pasando por el cerebro, para reaccionar a ellos, a la vez que crea una idea de lo que es nuevo y un registro de lo sucedido. La primera será expresada por una palabra. Lo segundo, se almacenará como memoria. Esa idea, pues, es y será siempre estrictamente personal y nunca podrá ese espíritu transmitir mediante la palabra que la representa, todo lo que para él significa. Ni podrá captar, a través de la palabra de otro, lo que para éste contiene en realidad. De ahí la insalvable dificultad de la traducción que, por necesidad, se ve convertida en una re-creación. Porque, si la traducción es literal, es decir, palabra por palabra, no dice nada. Y, si es conceptual, se deja siempre fuera algo que estaba en el idioma original y añade algo del idioma de destino. Y por eso la triste pero real afirmación italiana de "traduttore, traditore". 5.- A esa adición inevitable que todos hacemos a la idea inicial que representa cada palabra se debe la enorme incomunicación en que nos encontramos. La convivencia, como consecuencia de esa adición y a que cada cual considera que lo suyo es lo verdadero, lo exacto y lo procedente, porque, como suyo que es, lo ve así, resulta muy difícil, porque cada cual hablamos de una cosa distinta y todos pretendemos tener razón, sin darnos cuenta de que los demás tienen el mismo derecho a considerar acertada su visión particular.

7 Se dice, estudiando el tema de la incomunicación, que, cuando dos personas dialogan, en realidad hay doce dialogantes, todos distintos y pretendiendo distintas cosas. A primera vista, parece una exageración. Pero, cuando se examina el asunto con detalle, pronto se cae en la cuenta de que es cierto, de que son doce los interlocutores en cada conversación entre dos. Y son éstos: – El que yo realmente soy. – El que yo creo que soy. – El que me gustaría ser. – El que el otro cree que soy. – El que pienso que el otro cree que soy. – El que me gustaría que el otro creyese que soy. A estos seis interlocutores, lógicamente, hay que añadir los seis de la otra parte, componiendo los doce intervinientes en cualquier conversación. Claro que tal cantidad de interlocutores hacen muy difícil el entendimiento. Pero, para eliminar los diez sobrantes hace falta lograr un escalón evolutivo que aún no está al alcance todos: conocerse a sí mismo. De ese modo, cuando ambos interlocutores se conocen a sí mismos, no han de fingir ni de disimular ni de suponer nada, por lo que los demás interlocutores desaparecen por innecesarios. 6.- El hombre, pues, va creando palabras para responder a sus necesidades de expresión. Y busca los términos más exactos, desde su punto de vista, para expresar su concepto de las cosas. Pero "su" concepto, "su" visión, "su" idea, "sus" conocimientos, "su" ser interno. Porque, queramos o no, volcamos nuestro ser interno en nuestras palabras. A un hombre iletrado le resulta imposible fingir cultura y elevación al hablar, de la misma forma que al hombre culto le es dificilísimo disimular sus conocimientos cuando habla. Cada uno, pues, lo quiera o no, estará haciendo público su nivel cultural, emocional e intelectual con sólo pronunciar un par de frases en una conversación intrascendente. Situación que se agravará a medida que el tema sea más elevado o más sutil o más complejo. Cada cual hará lo que pueda, pero no más. Dará de sí lo que tenga dentro, pero no más. Será todo lo exacto y expresivo y contundente de que sea capaz, pero no más. Podrá o no, como se dice de los dictadores, "vencer", pero no "convencer".

8 Y es que, si cada palabra tiene para cada uno un significado, si cada palabra es el símbolo de una idea, cada frase lo es de un juicio. Y un juicio, que gramaticalmente supone una afirmación o una negación, un sujeto y un verbo y un predicado, supone también la utilización de varias o de muchas palabras, cada una de ellas con su significado íntimo y su significado añadido o atribuido por quien las emplea y, luego, por quien las escucha e interpreta. Así, del mismo modo que cada hombre va configurando su propio léxico, adaptado a su nivel, como él no es más que un miembro de la sociedad en que vive, va configurando al mismo tiempo, sin pretenderlo, el léxico de esa sociedad. Por eso cada grupo, pueblo, o raza acaba teniendo una lengua propia y distinta de las demás. Ni que decir tieneque en ese proceso desarrolla un papel fundamental el espíritu de raza de cada pueblo, que trata siempre de efundir, de hacer crecer y destacar determinadas características y de omitir o mitigar otras; de poner la atención en determinados fenómenos y no en otros; de valorar determinadas ideas o comportamiento y no otros. Se dice que el español, el portugués, el italiano, el francés y el rumano descienden del latín, que un día se habló en todo el imperio romano. Y que el alemán, el holandés, el inglés, el sueco, el noruego y el danés, descienden del antiguo germano. Pero, ¿hasta qué punto esa afirmación es cierta? Las lenguas citadas no "descienden" de ninguna otra. Simplemente "son" esa lengua. Porque el español no es sino el latín que hoy se habla en España; y el italiano, el latín que hoy se habla en Italia; y el inglés, el germano que hoy se habla en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Ya que el latín no desapareció en ningún momento, sino que fue cambiando, evolucionando, hasta llegar a todas las variedades citadas. Porque las lenguas no reflejan sino el ser interno de quienes las hablan y quienes las crean, sus modos de pensar y de sentir y de ver las cosas y de reaccionar ante los acontecimientos y de tratar de vencer las adversidades y de inventar y de sobrevivir. Y van naciendo una serie de refranes, verdaderas píldoras de sabiduría popular, acreditados por siglos de vigencia y de comprobación; y surgen los modismos, que responden a situaciones específicas y muy repetidas y familiares; y aparecen los neologismos, para atender necesidades de expresión nuevas que la lengua existente no puede satisfacer con propiedad. Y los idiomas, como quienes los van creando y modificando, acaban, como ellos, siendo algo vivo, que refleja en todo momento el sentir y el pensar del pueblo que los habla. La siguiente manifestación del emperador Carlos I de España y V de Alemania, que nació en Flandes y no llegó a España hasta los quince años, sin saber español y hablando sólo alemán, demuestra que cada pueblo crea su propia lengua y que cada individuo se siente más cómodo con una expresión que con otras. Afirmó este personaje: "Se debe hablar a Dios en castellano; a los hombres, en francés; a las mujeres, en italiano; y, a los caballos, en alemán. 7.- Las palabras, sin embargo, no se van creando arbitrariamente. Aunque no nos percatemos de ello, para crearlas obedecemos ciertas leyes naturales, lo mismo que cuando pensamos, observamos las leyes naturales que rigen el pensamiento y cuando digerimos, respetamos o, mejor, cumplimos, ciertas leyes de la química. Y ello porque, no lo olvidemos, el hombre forma parte de la naturaleza y, por ello, está sometido a las leyes que la rigen. Fijémonos en los nombres. En nuestros nombres. A cada uno se nos da uno determinado cuando niños. Ese nombre siempre creemos, estamos convencidos, de que es de libre elección de los padres. Sin embargo, en el mundo oculto, no es así. Os voy a contar algo que, con relación a este tema he vivido personalmente. Cuando mi mujer y yo esperábamos nuestro primer retoño, allá por el año 65, y sin saber, ya que entonces no se sabía, si sería niño o niña, decidimos buscarle un nombre. Para ello, acordamos varias cosas ineludibles: que no hubiese ningún miembro de la familia ni ningún conocido con ese nombre; que no admitiese diminutivo; y que nos gustase a los dos. Con ese fin, cada noche íbamos repasando el santoral completo y anotando los nombres que reunían esos requisitos. Tras varios meses de ilusionada búsqueda, dimos con los dos nombres que más nos gustaron. Mónica si era niña y Germán si era varón. No conocíamos ninguna Mónica ni ningún Germán y en España eran nombres prácticamente desconocidos. Nació, pues, nuestra hija y se llamó Mónica. Dos años y medio después nació nuestro hijo y se llamó Germán. Pues bien, cuando llegó la escolarización nos encontramos con la sorpresa de que en la clase de mi hija había nada menos que tres Mónicas y en la de mi hijo, un Germán, además de él. Y luego, descubrimos, con estupor, que España entera estaba llena de Mónicas y de Germanes cuyos padres estaban seguros de haber sido originales al elegir sus nombres. ¿Qué había ocurrido? ¿no fuimos realmente libres al escogerlos? ¿no era cierto que cuando los elegimos eran prácticamente desconocidos? Sí. Era cierto, Pero también lo era que, en aquellos momentos, durante aquellos años, multitud de padres estaban buscando nombre para sus hijos y fueron a elegir esos mismos nombres. Pero, ¿por qué? Simplemente, obedeciendo una ley natural cuya existencia desconocíamos y que se llama la Ley del Ritmo, que hace que todo se repita cíclicamente, si bien, en escala cada vez mayor o más perfecta. ¿No nos ha ocurrido a todos el que nos presenten a alguien y pensemos que el nombre que lleva "no le va", que no tiene cara de llamarse así, que le iría mejor llamarse de otro modo y hasta nos atrevemos a decir qué nombre es el que le cuadraría mejor? ¿A qué obedece eso? A que percibimos una disonancia entre la persona y el nombre que pretende representarla. ¿Y qué sucede cuando nuestros parientes o amigos, prescindiendo de nuestro nombre, nos lo cambian y nos llaman de otra manera, con un diminutivo o incluso con un apodo? Pues que, para ellos, esa nueva denominación armoniza más con nuestro modo de ser, por lo menos con el modo de ser que ellos perciben. ¿Por qué a los iniciados se les cambiaba antiguamente el nombre tras la iniciación? Por el mismo motivo: el antiguo nombre ya no armonizaba con las nuevas vibraciones. ¿Y por qué se cambian de nombre los religiosos cuando hacen sus votos? Por la misma razón. Siempre es cuestión de vibración, de armonización, de sonido. De la Palabra. Del Verbo. Siempre. Porque el Verbo está en la raíz de todo. 8.- Hasta tal punto es importante el lenguaje, el empleo de las palabras que desde Platón, en su Cratilo, ha sido objeto de estudio por la filosofía. En este campo, ha surgido durante el siglo veinte dos escuelas, denominadas el Neopositivismo y la Filosofía Analítica, representadas, respectivamente, por Schick y por Wittgenstein, que han puesto el acento, precisamente, en el lenguaje como vehículo del conocimiento. Y, basadas en esa inevitable incomunicación lingüística entre los hombres, han llegado a negar la validez de la metafísica y a afirmar que "las palabras no pueden entenderse fuera de un contexto de actividades humanas con las que el lenguaje está entretejido, es decir que, para entender cabalmente el significado de una palabra hay que estudiarlo dentro del "juego de lenguaje" al que la palabra pertenece, dentro de un contexto determinado". Y que "el significado de una palabra no es algo objetivo, dado siempre, sino que depende de su contexto". De todos modos, habiendo llamado la atención sobre esa incomunicación y, consecuentemente, sobre la cortedad de las palabras para representar dignamente los pensamientos, no han solucionado el problema, por otra parte, insoluble. 9.- Se habla en las Escrituras de "la Palabra perdida". Pero, ¿qué es la Palabra Perdida? En la Época Lemúrica, cuando el hombre emitía los sonidos de la naturaleza a que nos hemos referido, conocía de modo instintivo la manera de crear, de producir el sonido apropiado, la orden precisa, para que los elementales constructores, obedeciendo el mandato inexorable que contenía, combinasen la materia obedientemente para darle la forma deseada. El hombre, sin embargo, cuando recibió la mente y se convirtió en ser pensante y esa mente recién nacida y por tanto débil, fue dominada por el cuerpo de deseos, ya en funcionamiento todo un Período y, consecuentemente, robusto, surgió la astucia, es decir, la utilización del intelecto para la satisfacción de los propios deseos. Y fue tal el desaguisado producido, tratando cada cual de utilizar sus poderes creadores, los mantrams de poder que estaban en sus manos, y tal la serie de crueldades y de abusos producidos por el egoísmo, que la Jerarquía que dirige la evolución de la Humanidad consideró necesario eliminar, por un lado, de la Tierra a quienes, de modo incorregible, hacían mal uso del poder creador y que son los actualmente llamados magos negros y, por otro, borrar de la memoria de todos los hombres, hasta que llegara el momento oportuno, esa palabra creadora, esos mantrams heredados de las antiguas edades y que el hombre hasta entonces había utilizado obedeciendo las leyes de la naturaleza, de modo inconsciente, como las primeras subrazas atlantes. Y esa fue a causa del Diluvio. Y del tener que comenzar de nuevo a luchar por recuperar esa apalabra creadora, entonces ya "perdida". Y en eso estamos. Pero ahora sólo se puede recuperar mediante la Iniciación. Los Auxiliares Invisibles pueden usarla para crear tejidos y materializar órganos y hacer curaciones y operaciones, por ejemplo. Pero sólo se les confía a quienes se han hecho acreedores a ello, mediante vidas de servicio desinteresado y altruista al prójimo, y de quienes se está completamente seguro de que no harán de ella el uso que en la antigüedad se hizo. 10.- ¿No os ha llamado la atención que tengamos en la cara dos oídos, dos fosas nasales, dos ojos pero una sola lengua? ¿Qué nos sugiere? Lógicamente, que ella sola se basta para alimentar los dos oídos de cada uno de nuestros semejantes. ¿Imagináis lo que sería el mundo si cada uno de nosotros tuviésemos dos lenguas que pudiesen hablar a la vez de cosas distintas o de una misma cosa con distintas visiones? El apóstol Santiago, en su maravillosa y profunda Epístola dice. "La lengua, siendo uno de nuestros órganos, contamina, sin embargo,el cuerpo entero… De la misma boca salen bendición y maldición. Y eso no puede ser… ¿Es que una fuente puede echar por el mismo caño agua dulce y agua salobre…? ¿De dónde esas guerras y de dónde esas luchas entre vosotros? ¿no será precisamente de esos apetitos agresivos que lleváis en el cuerpo? Deseáis y no obtenéis, sentís envidia y despecho y no conseguís nada; lucháis y os hacéis la guerra y no obtenéis, porque no pedís o, si pedís, no recibís porque pedís mal, para satisfacer vuestros apetitos… Dejad de denigraros unos a otros. Quien denigra a su hermano o juzga a su hermano, denigra y juzga a la Ley; y si juzgas a la Ley, ya no la estás cumpliendo; eres su juez". Muchos de vosotros habréis visto esa representación consistente en tres monos sentados, uno de los cuales se tapa los ojos, otro los oídos y el tercero, la boca, y que son característicos del antiguo hinduismo. ¿Qué significan? Pues que, para evolucionar debidamente, es un gran consejo "no ver, no oír y no hablar", es decir, no ver lo que no nos importa, no oír lo que no nos hace bien y no hablar lo que pude perjudicar a alguien. Resulta curioso observar que ninguno de los fundadores de las grandes religiones ha dejado escritas sus enseñanzas. Todos han preferido transmitirlas a sus discípulos, de boca a oído, para evitar su deformación y cristalización, y ello porque la palabra hablada contiene muchos matices e interpretaciones imposibles de plasmar en la palabra escrita. Pero todos han visto frustradas sus esperanzas porque sus seguidores las han escrito, según su propia interpretación, como no podía por menos de ser y, luego, se han quedado aferrados a la letra y nunca al espíritu de esas enseñanzas, lo cual ha conducido siempre a la cristalización de las iglesias y al fanatismo, con todas sus secuelas de crueldad, persecuciones, injusticias, intolerancias, etc. Todo ello derivado del problema de la interpretación, necesariamente personal, de las palabras como símbolos de ideas. 11.- ¿Y qué uso hacemos nosotros ahora de las palabras? Sabiendo que son creadoras y que, por tanto, producen siempre un efecto sobre el entorno, y sabiendo que llevan consigo ideas, que han de influir necesariamente a los demás, hemos de reconocer que no hacemos de ellas el mejor uso posible. ¿Qué efecto produce una conversación intrascendente, de esas tan frecuentes en las que se pasan horas diciendo nada? De momento, suponen un enorme desgaste de energía. Y es lógico porque, para hablar, han de intervenir todos nuestros vehículos: la mente, el cuerpo de deseos, el cuerpo vital y el cuerpo físico. Y ello exige un desgaste muy considerable. Hasta el punto de que, aunque así no se considere, el hablar es una de las actividades humanas que más desgasta y, por tanto, que más cansa. ¿Qué finalidad tiene sino el silencio absoluto de los cartujos o el relativo de las órdenes contemplativas? Precisamente ése, el de ahorrar energía creadora para, unida a la fuerza sexual que también ahorran, mediante la oración y la devoción y los actos altruistas, alquimizarla y transformarla en pensamientos y en obras positivas. Por eso en todos los idiomas, sin excepción, existe un término, una palabra, un verbo, que expresa de modo peyorativo o despectivo ese "hablar por hablar, sin decir nada, para pasar el tiempo". En español decimos "charlar"; en francés, "bavarder"; en alemán, "schwatzen"; en ruso, "baltatch"; y siempre con un sentido de desprecio, como demostrando que el pueblo, creador, al fin y al cabo, del idioma, – sin olvidar que, en última instancia, el idioma es obra del Espíritu de Raza propio de cada pueblo – sabe que no es una actividad sana ni aconsejable, aunque frecuente. Eso, sin embargo, de hablar por pasar el rato, nos ocurre sólo de vez en cuando. El resto del tiempo, mientras nos relacionamos con nuestros semejantes, querámoslo o no, estamos también empleando palabras. Y ahí está el problema, el meollo de la conferencia de hoy. Porque hemos dicho que la palabra es símbolo de la idea y que una frase lo es de un juicio, de una opinión, de una afirmación. Por tanto, si sabemos que nuestros pensamientos, vibraciones al fin, son creadores, es decir, que la energía sigue al pensamiento, hemos de saber también que la idea, como fruto de la misma fuerza creadora, tiene idéntico poder y puede, además suscitar en los demás ideas análogas y puede perjudicar a sus destinatarios y puede ayudarles, todo según la intención con que se use y el número de personas que la empleen. 12.- La palabra, por tanto, lo mismo que el pensamiento, nos puede hacer evolucionar, si la empleamos ajustándonos a las leyes naturales, o nos puede hacer retroceder en la evolución, si la usamos de modo inadecuado. ¿Y cuáles son esos dos modos de empleo? ¿Y dónde está el criterio para distinguirlos? ¿Y qué ocurre en cada uno de los dos casos? El criterio para distinguir si estamos haciendo un buen o un mal uso de nuestra capacidad de hablar está muy claro en la Escritura: "compórtate con los demás como a ti te gustaría que los demás se comportasen contigo", "ama a tu prójimo como a ti mismo", "un solo mandamiento os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado", "no prestarás falso testimonio ni mentirás". ¿Está claro? ¿Y cuáles son los casos, las actividades oratorias que empleamos en cada ocasión? En el aspecto negativo, son varias las tentaciones: la mentira, la murmuración, la calumnia, la injuria, la crítica, el falso testimonio, el perjurio, la promesa incumplida, la imprecación, la blasfemia, etc. En el aspecto positivo: la oración, la alabanza, la consolación, el consejo, la veracidad, etc. Y en un aspecto neutro, que, según la intención, puede ser negativo o positivo, están la enseñanza, los mantrams y la invocación. 13.- Vamos, pues, a desentrañar qué se esconde tras cada una de estas manifestaciones y, para ello, empezaremos por las que se caracterizan por su aspecto negativo: a.- La mentira. Es una afirmación contraria a la verdad, hecha conscientemente. Hay que saber distinguirla del error, que también es una afirmación contraria a la verdad, pero inconscientemente hecha. Si yo afirmo que está lloviendo, aunque sé que no es verdad, estoy mintiendo. Pero si lo digo creyendo que es verdad, entonces, simplemente, estaré en un error y, por tanto, libre de culpa. ¿Y qué efectos produce la mentira? El ocultismo asegura que la mentira es, a la vez, asesina y suicida. ¿Y por qué una afirmación tan tajante? Por la razón siguiente: Todos sabemos que los distintos mundos se interpenetran, que el mundo del pensamiento interpenetra al mundo del deseo y éste al físico. Y eso quiere decir que, cualquier cosa que ocurra en este mundo, se produce también en los demás mundos, ya que su sustancia está compenetrando a la materia física. De ese modo, cuando alguien narra un hecho de modo distinto a como ha sucedido en realidad, inevitablemente se produce una disonancia entre las vibraciones de la memoria de la naturaleza, que conserva una imagen fiel de lo sucedido, y la mentira, que la deforma. Y, como esas dos imágenes se refieren al mismo asunto, se atraerán en el mundo del deseo. Pero como discrepan, se combatirán y debilitarán mutuamente. Por lo que la mentira, además de asesinar a la verdad, se suicida al hacer que aquélla la desgaste y acabe con ella. Pero como ese mismo proceso se da en el interior del hombre, del mentiroso, en sus cuerpos de deseos y vital, que conservan la mentira y la realidad respectivamente, esa desarmonía entre ambas vibraciones se reflejará en todos los vehículos del mentiroso, produciéndole un desequilibrio interior, fomentado por el temor a ser descubierto, que se traducirá en nerviosismo, alteración del carácter, etc. Y, si el mentiroso persiste en su vicio, cuando, tras la muerte y su pasaje por el purgatorio y los cielos, trate de crear los arquetipos de sus vehículos para su próxima encarnación, como estará acostumbrado a distorsionar la realidad, construirá arquetipos distorsionados que darán lugar a vehículos imperfectos e inarmónicos que le producirán gran quebranto en su próxima vida. Con lo cual el espíritu podrá aprender la lección de la verdad. Es de notar, además que, dado que la verdad y la mentira luchan inevitablemente, como hemos dicho, si la mentira se repite, puede alcanzar tal vigor, que acaba por disolver la verdad y suplantarla. Hecho éste al que recurren con frecuencia la mayor parte de los políticos para que "su verdad", es decir, la mentira que pretenden hacer prevalecer, predomine sobre "la verdad" y la suplante convirtiéndose en verdad oficial.

Sobre la mentira me gustaría hacer una afirmación muy interesante y es la de que, sin ninguna duda, el hombre fue programado para decir la verdad. ¿En qué me baso? En una máquina muy interesante que se llama el detector de mentiras. Porque, ¿cómo actúa esa máquina? De un modo muy sencillo: detecta los cambios en el ritmo cardíaco, la sudoración, los tics involuntarios, la alteración del ritmo respiratorio y su profundidad, etc. ¿Y por qué? Porque se ha descubierto que, cuando mentimos, es decir, cuando afirmamos algo que nos consta que es falso, nosotros podremos decir lo que queramos, pero nuestro cuerpo reacciona contra la mentira acelerando los latidos cardíacos y el ritmo respiratorio y produciendo sudoración y nerviosismo. Y eso es lo que detecta la máquina en cuestión: la mentira. O, por mejor decir, las consecuencias de la mentira. De lo que se deduce que el cuerpo humano no fue diseñado para mentir sino para ser veraz, ya que todas las alteraciones que la mentira produce son negativas y producen desgastes innecesarios de energía. No es casual, sabiendo esto, el desgaste y el envejecimiento que experimentan la mayor parte de los políticos a poco de ostentar el poder. Y no es difícil imaginar el origen de ese aspecto cansado que les caracteriza cuando, si de veras deseasen servir al prójimo, y lo hiciesen por la vía de la veracidad, deberían estar radiantes de felicidad y con aspecto alegre y optimista. b.- La murmuración. El diccionario la define como "hablar entre dientes manifestando queja o disgusto por alguna cosa" o "conversar en perjuicio de un ausente, censurando sus acciones". La murmuración es uno de los mayores enemigos del amor. Es peor aún que la mentira, porque se goza en hacer daño, en concentrar la atención de varios sobre lo negativo de uno para resaltarlo a la vista de los demás, para que éstos participen, y porque diluye la responsabilidad entre los murmuradores, ya que se trata de una labor colectiva, a diferencia de la mentira, que es algo individual. Tan negativa y perjudicial se ha considerado la murmuración en todos los sentidos y en todas las épocas que, en la antigua Babilonia, nada menos que en el siglo trece antes de Cristo, el rey Naram-Sin la castigó explícitamente con la pena de muerte. c.- La calumnia. Es "una acusación falsa, hecha maliciosamente, para causar daño". Participa, por tanto, de la mentira, puesto que es falso lo que se afirma y se hace conscientemente. Pero, además, añade el elemento de la intencionalidad decidida y concreta, de hacer daño, de perjudicar. La calumnia es algo muy difícil de combatir. Una vez lanzada resulta imposible controlarla y averiguar hasta qué extremo perjudicará al calumniado y, menos aún, calcular sus posibles efectos. Recuerdo que, en el colegio en que me eduqué, nos ponían un ejemplo muy gráfico para ilustrarnos sobre la calumnia y sus alcances. Nos decían: "Imaginad que tomáis un pollo en vuestras manos y subís con él un monte muy alto. Que, una vez en la cima, lo peláis y vais lanzando sus plumas al viento. Y que, cuando hayáis terminado de pelarlo, intentéis recoger todas las plumas. Eso es la calumnia. Y así de imposible es reparar el daño con ella causado". Un ejemplo análogo es el de arrugar un papel y, luego, desarrugarlo y pretender que quede como antes. Es tan imposible como borrar los efectos de la calumnia. Abundando en la misma idea, al filósofo francés Voltaire decía: "Calumnia, que algo queda". Se cuenta del político español Cánovas del Castillo que alguien le preguntó si la calumnia se podía combatir de algún modo, a lo que él respondió rápidamente: "Si, haciendo lo que dicen que hacemos". d.- La injuria.- Definida en el diccionario como "Ultraje, de obra o de palabra", supone el ánimo de ofender, al margen de lo que se afirme del ofendido. Y, además, exige la relación directa, próxima o, mejor, inmediata, entre el ultrajador y el ultrajado. Es una actitud menos frecuente que la mentira, la murmuración y la calumnia porque aquí queda el autor al descubierto en el mismo momento de injuriar. La mayor parte de los duelos que jalonaron el siglo diecinueve y los principios del veinte se debieron precisamente a la injuria. Y supusieron una serie de muertes estúpidas e inútiles que nunca debieron ocurrir. Sobre la injuria y sobre todo aquello que, dicho o hecho por los demás y que nos duele o molesta u ofende, es preciso que nosotros, estudiantes de lo oculto, reflexionemos seriamente. Porque siempre que nos sentimos ofendidos estamos siendo víctimas de un espejismo. Imaginemos sino que alguien nos insulta o nos injuria y nosotros reaccionamos con una bofetada o con otra injuria, pero en todo caso, excitándonos como consecuencia del ataque de que hemos sido víctimas. Imaginemos ahora, sin embargo, que esa persona, que nos ha insultado u ofendido, hubiera hecho o dicho lo mismo, pero nosotros no lo hubiéramos oído. Su actuación, sus palabras y hasta su intención hubieran sido exactamente las del caso anterior, en los mismos términos y con la misma malicia e idéntica intención. Pero nosotros no hubiéramos reaccionado. No nos hubiéramos sentido ofendidos. ¿Qué nos está diciendo eso? Sencillamente, nos está haciendo ver que todo el enfado, los nervios y la reacción a la ofensa es cosa exclusivamente nuestra. Que no hay relación de causa a efecto entre el insulto proferido por el otro y nuestra reacción. Es algo que nos conviene reflexionar y aún meditar. Porque, cuando se ve con claridad, se comprende qué equivocados estamos en casi todas nuestras actitudes con relación a los demás. Y ello se debe a que nuestras auras están tintadas con nuestros defectos y tendencias y no podemos ver el exterior si no es a través de ellas que, necesariamente, tintan lo que vemos o percibimos. Y es a ese defecto o a esa intención o a esa inclinación nuestra a lo que reaccionamos y no a lo que el otro ha dicho o hecho. O, en el mejor de los casos, reaccionamos a lo que le otro ha dicho o hecho, pero tintado siempre con nuestros errores y vicios y tendencias y defectos. Cuando esto se comprende, una gran paz nos invade y nos sentimos predispuestos a pasar sobre cuantos insultos e injurias se nos infieran, con el fin de vencer nuestros propios defectos, dispuestos siempre a actuar en perjuicio de nuestra evolución espiritual. e.- La crítica. Es la censura de las acciones o de la conducta de alguien. Estamos, pues, en el célebre y bíblico "no juzguéis y no seréis juzgados". Es éste otro de los defectos más perniciosos que emplea la lengua para su manifestación. Trata de destruir, de socavar prestigios, de contrarrestar éxitos o triunfos o hallazgos o inventos o creaciones. Y está siempre basada en la envidia. Se dice, y con razón, que los críticos literarios son escritores frustrados, a los que guía, generalmente el despecho, la envidia, el sentimiento de haber sido tratados injustamente y el deseo de aprovechar la ocasión para vengarse de ello en el inocente escritor, que no ha intervenido en esa supuesta injusticia. Es, pues, además de fruto de la envidia, una venganza mal dirigida. Y más aún cuando, gracias a nuestros conocimientos, sabemos que cada uno somos y podemos y sabemos lo que nuestro propio esfuerzo en vidas anteriores ha dado de sí, por lo que no podemos echar a nadie la culpa de nuestros defectos o carencias. ¡Y qué frecuentes son las críticas, precisamente en los Centros ocultistas! ¡Cuán pocos miembros de los mismos saben resistir la tentación de criticar a algún compañero que destaca por algo de lo que ellos carecen! Y es que, cuando alguien experimenta ampliaciones de conciencia y comienza a ver claras cosas que antes no veía y a transmitir sus hallazgos a los demás, sin saberlo, está canalizando una gran energía que desciende desde lo alto. Pero esa energía tiene la particularidad de que, una vez alcanza a los demás, destaca en ellos lo que en ellos predomina. Y si lo predominante es el amor o el ansia de conocimiento o la piedad o la fraternidad o el altruismo, verán incrementadas esas virtudes. Pero si son la envidia o el despecho o el odio o la falta de comprensión y de tolerancia, esos defectos se les exacerbarán y se manifestarán de modo anormal, con el fin de que recojan la cosecha apropiada a tales posturas, y aprendan la lección de la tolerancia, la comprensión y el compañerismo. Por eso se nos recomienda la retrospección diaria, para que nos acostumbremos a no mirar los defectos de los demás, sino los propios, y tratar de corregirlos. Viene a cuento aquí la leyenda de aquel joven que pretendía cambiar el mundo. Cuando llegó a la madurez, sólo confiaba ya en cambiar su entorno. Y, en plena la vejez, suplicaba a Dios que le diese la fuerza suficiente para cambiarse a sí mismo. f.- El falso testimonio. Consiste en atestiguar cualquier cosa en juicio, sabiendo que es falso y en perjuicio de alguien, aunque con ello se pretenda beneficiar a la otra parte. Es recuentísimo en los juicios ante los tribunales de justicia. Hasta tal punto que en España, la prueba testifical carece prácticamente de valor y los jueces no la valoran como la ley pretende, precisamente por eso. Casi podría afirmarse que la mayor parte de los testigos son testigos falsos. En otros países se ha recurrido a castigar el falso testimonio con severas penas de privación de libertad, sin gran éxito. g.- El perjurio. Consiste en prestar juramento de decir verdad y, luego, no decirla. Va siempre unido al falso testimonio, puesto que, antes de declarar, todos los testigos han de prestar juramento de decir verdad. Y, tan extendido está el mentir en juicio que la propia ley distingue dos clases de juramento que cada una de las partes en litigio puede solicitar que la otra preste: el decisorio y el indecisorio. Si alguien solicita del oponente el juramento decisorio, quiere decir que aceptará como verdad lo que éste diga. Y si solicita el indecisorio, que no lo aceptará como verdad. Pues bien, todo el mundo en todos los juicios solicita de la otra parte el juramento indecisorio. Porque, sencillamente, en los juicios nadie dice la verdad. Es triste, ¿no? Cabe recordar aquí la recomendación del Apóstol Santiago en su Epístola antes citada: "Sobre todo, hermanos míos, no juréis, ni por el cielo, ni por la tierra ni por ninguna otra cosa; vuestro sí sea un sí y vuestro no, un no". Valdría la pena ilustrar esto con una experiencia personal que demuestra cuán frecuente es esta clase de conducta. Yo ejercí la abogacía durante veinte años pero sólo conocí un solo caso en el que se solicitase por una de las partes litigantes la confesión de la otra bajo juramento decisorio. Se atrevió a ello un ilustre compañero, ferviente católico, en un pleito sobre bienes suyos – de modo que no arriesgaba intereses de ningún cliente -, que le tenía enfrentado a un sacerdote. Él estaba seguro de su razón – el asunto estaba clarísimo – y por eso quiso probar a ver qué ocurría con una persona que se decía representante de Dios. Así que solicitó que el sacerdote confesase bajo juramento decisorio. Y perdió el pleito. h.- El incumplimiento de promesa. La promesa es la expresión de la voluntad de dar a uno o hacer por él alguna cosa. ¡Cuántos incumplimientos, cuántas informalidades, cuántas esperanzas que quedan en el aire, dejándolo impregnado de desilusión, frustración, falta de confianza, tristeza, dolor… Uno de los casos más frecuentes de promesa incumplida, en la vida moderna, es el de la falta de puntualidad, que muchos consideran como algo normal y, algunos retrasados, hasta como elegante. Pero que supone siempre una falta de educación, de consideración, de respeto y de amor, y el impuntual será responsable de todos los sinsabores que se deriven para el otro, como consecuencia del tiempo perdido, los nervios alterados y las expectativas frustradas. Porque el tiempo es oro, dice el refrán. Pero también lo es el tiempo del otro, que los impuntuales desprecian olímpicamente. La impuntualidad, pues, no es más que una muestra flagrante de egoísmo y, por tanto, inaceptable en un estudiante de la Sabiduría Occidental. i.- La imprecación. Es proferir palabras que expresan el vivo deseo de que alguien sufra mal o daño. Es el sinónimo de la maldición. Y entran ambas de lleno en el campo de la magia negra. Porque desear mal a alguien es siempre, sin excepciones, negativo, desde que se nos enseñó a "amar a nuestros enemigos y a orar por quienes nos persiguen y perjudican". Supone un sustrato de odio o de deseo del mal por el mal y, como suele ir cargada de una gran dosis de voluntad y de una imagen mental bastante concreta, puede producir mucho daño, del que luego tendrá que responder su autor. j.- La blasfemia. Es, según el diccionario una palabra injuriosa contra Dios. Desgraciadamente, a medida que la sociedad se laiciza, esdecir, se va emancipando de la influencia religiosa, surgen más personas que, confundiendo la gimnasia con la magnesia, es decir, las religiones con Dios, creen oportuno manifestar su oposición a las primeras ofendiendo al Creador. Por supuesto, ellos no saben que a Dios no lo ofende nadie, entre otras cosas porque el propio blasfemo forma parte de Él. Pero también ignoran que las palabras Dios y Señor contienen, en todos los idiomas, una vibración especial, muy elevada, por lo que han de pronunciarse con el máximo respeto. De otro modo, esa misma energía que descargan sobre quien las pronuncia, si encuentra vibraciones de odio o de desprecio, como es el caso del blasfemo, en el cuerpo de deseos, las disuelve y produce en él un grave desequilibrio que, de repetirse, como suele ser el caso, acaba dando lugar a trastornos nerviosos o mentales. 14.- Estudiaremos ahora las manifestaciones positivas a través de las palabras: a.- Orar. Es, según el diccionario, la elevación de la mente a Dios para alabarlo o pedirle mercedes. Éste es el sentido normal de la palabra. Porque, a fuerza de hacer lo que no debíamos, hemos llegado a identificar "oración" con "petición". Y no es cierto. La oración, la verdadera oración es sólo la elevación hasta lo alto, para admirar, para alabar, para extasiarse en la contemplación de la maravilla que supone la creación, para unificarse con el Padre, para sentir la caricia del amor divino en nuestro corazón. La petición ya es otra cosa. Ya supone un deseo egoísta y exclusivo. Realmente, lo único que nos es lícito pedir es discernimiento para comportarnos debidamente en la vida. Es lo que pidió Salomón cuando Jehová le dijo que le pidiese lo que quisiera y se lo concedería. ¿Y qué ocurrió? Que Salomón le pidió sólo discernimiento para gobernar con justicia. Y Jehová le dijo: "por haberme pedido discernimiento y no riquezas ni honores ni larga vida, todo eso lo tendrás por añadidura". Y es lógico, porque si actuamos con discernimiento, cumpliremos las leyes naturales y éstas nos proporcionarán todo lo que necesitemos. La oración posee una característica muy particular y es la de que, como supone una elevación a planos superiores, pone en funcionamiento una ley según la cual, toda perforación de un plano para ascender a otro, produce un derramamiento de energía del plano más elevado sobre el inferior. Es decir, que es imposible que oremos sin recibir inmediatamente la correspondiente y proporcionada descarga de energía superior. Lo notaremos o no, porque dependerá de nuestra sensibilidad espiritual y, de la intensidad y elevación de nuestra devoción. Pero esa energía de lo alto ingresará en nuestros vehículos y los beneficiará y los armonizará y los preparará para nuevos intercambios. Cuando desarrollemos la suficiente sensibilidad, ese derramamiento de energía lo sentiremos, de modo instantáneo, apenas nos elevemos., Y unas veces se dirigirá al corazón, otras a la garganta, otras a la frente y aún otras a la coronilla. Pero sentiremos su llegada y su maravillosa sacudida que da vida a todos nuestros vehículos. Si formamos parte de Dios, si somos simples células de Su cuerpo, es claro que Él sabe qué es lo que necesitamos. Por eso Cristo, cuando le preguntaron cómo debíamos orar, respondió, más o menos eso. Y añadió, pero si queréis orar, hacedlo así. Y pronunció el Padrenuestro, que estudiaremos luego entre los mantrams. En el Padrenuestro se nos puso el límite para nuestras peticiones en este mundo: "El pan nuestro de cada día". Se nos dice, por otra parte, que debemos orar sin descanso o que debemos orar y trabajar – ora et labora – o que debemos "pedir y recibiremos". Pero esas frases se han interpretado mal. Orar sin descanso quiere decir que nuestra vida entera, cada minuto de nuestra existencia y, por tanto, cuanto hagamos y digamos y pensemos, debe estar dirigido al cumplimiento del plan divino, cosa que sólo podemos hacer observando las leyes naturales, cumpliendo con nuestros deberes, sirviendo inegoístamente a los demás, luchando con nuestros defectos, ayudando y disculpando al prójimo, etc. Que debemos orar y trabajar significa lo mismo, porque en realidad, no debemos distinguir ambas cosas, ya que el trabajo es para Dios y la oración también. Pedid y recibiréis quiere decir que hemos de saber pedir y pedir con discernimiento y nunca para nosotros. No hace falta decir aquí que la oración es uno de los mejores medios para evolucionar, ya que produce la separación entre los éteres superiores y los inferiores y, por tanto, el nacimiento del cuerpo alma, condición sine qua non para llegar a ser Auxiliar Invisible. Recordemos que se nos dice que Max Heindel, cuando asistía a los Servicios devocionales, musitaba entre dientes el texto de los mismos. La explicación estriba en que, emitiendo la vibración que las palabras del servicio contienen, se refuerza la capacidad de éstos para evocar de lo alto la energía necesaria. Es una prueba más del efecto creador de la vibración en forma de palabra. Recordemos también que se nos recomienda que, cuando pidamos algo para otro, terminemos nuestro ruego con las palabras de Cristo: "No obstante, Padre, que no se haga mi voluntad sino la Tuya". ¿Y eso por qué? Sencillamente, porque nuestro pensamiento es creador y nuestras palabras también y cuando pedimos algo para alguien, estamos dando a los elementales constructores de la naturaleza una orden de necesario cumplimiento – dependiendo su obligatoriedad y rapidez de cumplimiento de nuestra voluntad, de nuestra fe, nuestra concentración y la claridad y definición de la imagen mental creada – y, aunque estemos convencidos de que lo que pedimos es lo mejor para esa persona, pudiera ocurrir que no fuese lo que más le conviene y entonces, al crearlo con nuestra mente y nuestras palabras, resultaríamos responsables kármicamente del daño producido. Por eso, esa frase, ese sometimiento al plan divino, nos protege de todo error y de sus posibles consecuencias. La oración corriente, esa de "Señor concédeme esto o aquello" o "yo haré esto a cambio de que tú, Señor, hagas aquello", entran de lleno en la magia negra. Porque la diferencia entre el mago blanco y el negro estriba solamente en que el primero actúa siempre en favor de los demás y nunca de sí mismo, y el segundo actúa siempre en favor de sí mismo y nunca de los demás. Y la consecuencia de utilizar la capacidad creadora egoístamente es una regresión, una separación de los demás, un desgajamiento del conjunto, puesto que la nota clave de la creación toda es el amor y el mago negro, al actuar sólo por egoísmo, se opone a la corriente evolutiva y va quedando rezagado hasta que se rompe el contacto entre el espíritu y sus vehículos y pierde sus átomos simiente y, por tanto, su conciencia individual, y ese espíritu inmortal que es, será relegado al caos donde esperará otro día de manifestación. b.- La alabanza. Es elogiar, celebrar con palabras. Si alabamos a nuestros semejantes por sus virtudes, sus aciertos, sus éxitos, sus realizaciones, estaremos llenándolos de energía y de alegría y de deseos de continuar en la línea seguida hasta entonces. Debemos acostumbrarnos en ver en los demás sólo lo bueno, lo positivo, lo digno de admirar, que todo el mundo lo tiene. Y debemos adquirir el hábito de contraponer alguna buena cualidad al defecto o crítica que cualquiera manifieste sobre cualquier persona. El sol tiene manchas, es cierto, pero ¿no resultaría estúpido fijarnos sólo en las manchas del sol pudiendo admirar su luz esplendente que nos da la vida a todos? Pero ojo, no debemos confundir la alabanza con la lisonja ni la adulación. La alabanza proclama lo bueno, lo positivo, lo correcto en el otro, sin más finalidad que la de fomentar todo eso en él. La lisonja y la adulación, por el contrario, mienten en esa alabanza, aumentan artificialmente las virtudes o los aciertos con el fin de, a cambio, obtener algo, bien sea la amistad del otro bien un favor o bien cualquier otra forma de recompensa, por el engaño que la lisonja o la adulación suponen. c.- El consuelo. Consiste en aliviar la pena o aflicción de alguien. ¡Cuánta gente está necesitada de consuelo, está hundida y las desgracias le impiden ver claro y percibir la luz que lo llena todo? Nuestras palabras de consuelo deben ser como un bálsamo, que la haga armonizarse de nuevo, ilusionarse con la vida y hacer frente a los avatares de la misma. Todos tenemos muy cerca a alguien que está esperando nuestras palabras de consuelo. Son ocasiones de servir que se nos ponen cerca para ayudarnos a avanzar. No las desaprovechemos. Recordemos que una de las Obras de Misericordia, precisamente, nos ordena "consolar al triste". d.- El consejo. Es la sugerencia a otro del modo, camino o medio para lograr algo. ¡Cuántas ocasiones hay de aconsejar al que no sabe qué hacer, y orientarle honestamente hacia el buen camino! Es otra de las Obras de Misericordia "Dar buen consejo al que lo ha de menester". Es preciso tener claro que el consejo no debe darse si no es solicitado. Es el que lo necesita quien debe pedirlo a la persona que él cree preparada para dárselo. Así que no debemos excedernos y meternos indebidamente a organizar la vida de los demás, sin su previo consentimiento. Es ése un terreno estrictamente personal y no tenemos ningún derecho a violarlo con nuestra intromisión, aunque sea bienintencionada. Otra cosa a tener clara: un consejo no es, en modo alguno, una orden. Por tanto, nadie debe sentirse ofendido si el aconsejado no sigue el consejo. Él es un ser libre y como tal debe actuar. Y el consejo no tiene más misión que tratar de aclararle las ideas para tomar una decisión que sólo a él afecta. Pero no la de imponerse coactivamente frente a otras opciones posibles. e.- La veracidad. Consiste en decir, usar o profesar siempre la verdad. Por eso es veraz el que dice lo que sabe y sabe lo que dice. ¿Y qué significa esa especie de trabalenguas? Pues que el que es veraz, no sólo dice la verdad tal y como la conoce, sino que sabe que lo que dice es verdad. El concepto de la veracidad lo recoge la fórmula del juramento ante los tribunales que aparece en el cine americano: ¿jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? El veraz, pues, no añade nada de su cosecha, no adorna la verdad, pero tampoco oculta nada ni disimula nada. Dice, simplemente, lo que conoce y tal y como lo conoce. Hay quien opina que ser veraz no es conveniente, porque en la vida, a veces, no se debe decir toda la verdad. Eso no es cierto. Es sólo una excusa para mentir o hablar del modo más conveniente a los propios intereses. Porque ser veraz no es decirle a la mujer fea que lo es. Eso es poca educación. En ese caso esa persona no sabe decir la verdad, porque ha podido omitir su juicio y no lo ha hecho. Siempre hay una respuesta correcta que no falte a la verdad y no haga daño a nadie. Y el veraz es el que sabe encontrarla. El veraz, por tanto, es una persona en la que se puede confiar, que nunca nos fallará, que nos dará la seguridad de que sus afirmaciones se ajustan siempre a la verdad. La veracidad está muy próxima a la sinceridad, refiriéndose ésta a un círculo más reducido, generalmente a dos personas. 15.- Estudiemos ahora las actividades que, mediante al apalabra pueden producir bien o mal: a.- La enseñanza. Enseñar es mostrar o exponer una cosa para que sea vista y apreciada. Enseñar es un privilegio difícil de desarrollar con dignidad. Supone una gran responsabilidad, puesto que puede inculcar al enseñando conocimientos erróneos o perjudiciales, de cuyas consecuencias será responsable el enseñante. Enseñar exige dos condiciones ineludibles, que son: saber y saber enseñar. Porque si se sabe mucho, pero no se es capaz de transmitirlo, bien por falta de léxico o de estructura mental o de hábito o por cualquier otra razón, de nada servirá, a efectos docentes, toda esa sabiduría. Y si, por el contrario, se sabe hablar y exponer y explicar, pero no se tienen conocimientos que transmitir, se estará también perdiendo el tiempo propio y el de los alumnos. La enseñanza, en el fondo no es lo que parece. En buena ley, no consiste en meter en la cabeza de los alumnos conocimientos nuevos. No. Si los alumnos no experimentan la oportuna ampliación de conciencia que convierte lo expuesto en parte de sus vidas y de sus experiencias íntimas, la enseñanza no servirá de nada. Por la sencilla razón de que lo que llamamos enseñar es en realidad extraer, educir, sacar de la memoria del espíritu unos conocimientos que son suyos, como parte de Dios que es, pero que no tenía actualizados. Por eso el buen maestro ha de saber, antes que nada, sembrar la curiosidad por el saber entre sus alumnos. Porque esa curiosidad, ese interés les irá obligando a exigirse a sí mismos y a ir extrayendo de su almacén interior, todo lo que los estímulos que representan las enseñanzas que se les están impartiendo, evoquen en el mismo. No cabe, pues, aprender, sino descubrir. Y, cuando uno ha descubierto algo por sí mismo – con o sin ayuda del maestro – eso ya no lo olvidará nunca y pasará a formar parte de su vida y estará a su disposición en su memoria. Es preciso también distinguir entre "conocimiento" y "sabiduría". El primero abarca todo lo práctico, lo externo, lo utilizable, lo comprobable, lo comprable y vendible. Y da nacimiento al erudito. La sabiduría, en cambio, es lo que subyace a todo, la esencia de todo, lo que lo explica todo, aquello en que todo se basa y de lo que es consecuencia. Y da lugar al sabio. También es una de las Obras de Misericordia: Enseñar al que no sabe. Y es una obligación de todo estudiante de la Sabiduría Occidental. Cuenta Max Heindel que, cuando se encontraba sin esperanza porque nadie podía darle respuesta al cúmulo de preguntas que se agolpaban en su pecho, relativas a la vida y a la muerte y al mundo y al tiempo y a la eternidad, apareció en la habitación de su hotel un hombre de agradable aspecto y le propuso responderle todas sus preguntas de modo satisfactorio, pero con una sola condición: que no divulgase esos conocimientos maravillosos y celosamente guardados a lo largo de los tiempos. Le añadió que se lo pensase. Que dentro de unos días volvería y entonces ya le comunicaría qué había decidido. Y, a los pocos días regresó el personaje y preguntó a Max Heindel cuál era su decisión. Max Heindel, con gran angustia, respondió que deseaba más que nada en el mundo esas respuestas que le sosegasen el espíritu, pero que no podía aceptar el no divulgarlas porque estaba seguro de que habría miles de hombres en sus mismas circunstancias y no era justo privarles de esos conocimientos. Así que prefirió no recibirlos. Entonces el personaje le explicó que era un Hermano Mayor y que aquélla había sido la prueba definitiva para comprobar si era digno de que en él se depositaran esos conocimientos para que los divulgase a toda la Humanidad. La enseñanza, pues, es algo sagrado, algo que hay que transmitir apenas se ha asimilado, pues la evolución individual depende de la evolución del conjunto. b.- Los mantrams.- Son palabras de poder, que producen determinada vibración, que suponen una orden a determinados elementales, y que éstos se apresuran a cumplir, o que relaciona a determinados seres o determinadas partes de un ser. Existen muchas clases de mantrams, conocidos por los iniciados. Con cada Iniciación se tiene acceso al conocimiento de nuevos mantrams, que permitirán al recién iniciado manejar fuerzas y energías que antes no le estaban sujetas. Los mantrams más antiguos y poderosos, que utilizan sólo los Maestros, los trajeron los Señores de la Llama en los albores de los tiempos. Los mantrams se pueden pronunciar individual o colectivamente y su pronunciación exige determinado tono y determinada nota y hasta determinado ritmo y movimiento. A veces se aprovecha para su pronunciación la llegada de determinadas corrientes de energía para reconducirla donde se desea. El mantram más conocido en Oriente es la palabra "Om" o "Aum" que, pronunciado correctamente, tiene la virtualidad de acelerar el contacto del espíritu con la personalidad, dadas determinadas características evolutivas previas. El más conocido en Occidente es el Padrenuestro, cuya pronunciación, en debida forma, produce la purificación y alineación o armonización de los tres espíritus, los tres cuerpos y los tres aspectos de la Deidad. De él trataremos detalladamente en una próxima conferencia. c.- La Invocación. Supone la utilización simultánea de un mantram y un deseo u oración. Es una petición a lo alto en demanda de ayuda urgente y definitiva o una orden perentoria a lo inferior para obtener determinado resultado en beneficio o perjuicio de alguien. Cristo, para calmar la tempestad, utilizó una invocación. Y también lo hizo cuando , dirigiéndose al Padre, dijo: "Si es posible, aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la Tuya". Y cuando consagró el pan y en vino, convirtiéndolos en Su cuerpo y Su sangre durante la Última Cena. Hemos con esto dado un somero repaso a las muchas posibilidades que tenemos, mediante el uso de la palabra, de hacer el bien o hacer el mal. Y hemos expuesto el por qué. Ahora ya es cosa vuestra el reflexionar sobre el tema, experimentar la oportuna ampliación de conciencia para hacer propios esos conocimientos y esforzaros en adelante por hacer el bien cada vez que habléis o, en caso contrario, callar. Podríamos concluir esta conferencia afirmando que la lengua es el altavoz del alma. Normalmente, no podemos saber lo que los demás sienten ni piensan. Para eso, para darlo a conocer a los demás, se nos dotó de la laringe. Pero ésta de nada serviría sin la lengua. Es ésta, pues, el órgano clave, pasivo pero definitivo. Y, precisamente por ser pasivo, por no intervenir ni en el sentido ni en el contenido ni en la intención de las palabras que pronuncia, puede adaptarse a todos los sonidos, a todos los contenidos y a todas las intenciones, exactamente igual que los altavoces. Pero, fijémonos: si el mensaje a transmitir es constructivo, positivo, elevadamente emocionante, la intervención del altavoz hará posible la elevación de los oyentes y la creación de una vibración ambiental positiva. Pero, si el altavoz no interviene, por muy bueno que sea el mensaje, nadie lo percibirá. Y lo mismo sucederá si el mensaje es negativo. Por tanto, recordando esto, no permitamos funcionar a nuestro altavoz congénito, la lengua, cuando el mensaje a transmitir sea negativo. Callemos. Porque en boca cerrada no entran moscas.

 

Antonio Justel

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