Primera Parte
1
He abandonado el mundo real. ¿O el mundo real me ha abandonado a mí? Nací, prematuramente, con el canto de la luna. Mi mundo son estas imágenes. Vivo rodeado de una fuerza oscura. Más bien, he perdido la vida entre las sombras del crepúsculo. Las ratas y los mosquitos y la podredumbre del recuerdo han sumergido mi vida en un torbellino de imágenes. Siempre reincido en el pecado, en el pecado de la imaginación. Contar la historia de mi infancia es adentrarme en un mundo de texturas en blanco y negro. Las palabras son redes que te atrapan, que comprimen tu cuerpo, que te asfixian. La figura de Irene me inmoviliza. Sus ojos negros, su cabello oscuro. Me trepo a una silla. Observo los fotogramas de mi vida. Las imágenes son borrosas. Tuve una infancia extraña. Matizada de colores inexistentes. Atiborrada de árboles y de ríos desbordándose, en la textura de las sombras. Mi madre trabajaba de costurera. Largas horas hilando redes que atraparían palabras. Mi madre abandonaba el hogar para convertirse en pez o en pescadora de sueños. Doce horas diarias en la fábrica. Seis horas de vigilia. Mi padre zozobraba en el mar de alcohol de la provincia. Tejiendo redes que atraparían monstruos marinos. Irene nos cuidaba. Era una mujer animosa. Jovial en extremo. Me gustaba contemplar su cuerpo de mujer. Ella era mi madrina. Hermana de mi madre. Irene me arropaba como a un bebé. Me cantaba canciones de cuna.
Con un paño húmedo lavaba los pliegues de mi carne. Yo temblaba de miedo, ¿o de frío? ¿Tal vez era la pobreza o la vergüenza de la desnudez? ¿Quizá eran los ecos de la memoria rebotando como una pelota de trapo?
-Lávate… -murmuraba tía Irene -Hombrecitos como tú, no pueden oler a perro mojado.
Con una esponja quitaba mi vergüenza. Con un tazón pacientemente exprimía cada poro de mi cuerpo. El líquido era tibio a veces.
Una tetera, tan horrible como el recuerdo, obraba el milagro. Irene impulsaba el tazón. Yo tiritaba de frío. Irene me pellizcaba; se sonrojaba. Yo, involuntariamente, gemía:
-No, mamita, no me lave el pelo.
Irene tan impávida como un cadáver, como si nada hubiera cambiado en estos años, como si el tazón de agua no hubiera exprimido mis poros, como si la imagen proyectada en blanco y negro de los pechos de Irene sólo fuera el pobre efecto de una máquina de fotogramas, curvándose en el vacío, asimilando destellos de luz y de sombra, como si recordara, como abriendo los ojos hacia dentro.
Intuyo que Irene me comprende. He preparado la escena con anticipación. Acurrucado, las sábanas y las frazadas cubriendo la mitad de mi nariz. Mis padres de fiesta duermen allá afuera. Tengo seis años. Escarbo con mis manos el cálido caracol de Irene. Suavemente para no despertarla.
Aquella noche tuve un sueño en colores.
Irene vestida de púrpura, contemplando las paredes derruidas de un cine de provincia. Yo, mirándola con desgana, bebiendo café para quitarme el sopor de los asfixiantes días de verano. El sueño era calmo, casi estúpido. Irene limpiando los muebles. Con un paño mugriento fregaba la lente de proyección de la máquina de fotogramas. Todo sucedía en una aparente tranquilidad. Cada objeto bien aseado. Nada de carreras locas ni de sobresaltos. Era una verdadera película de la vida familiar de un destartalado cine de provincia. Cuando desperté, volvieron a mi mente los destellos en blanco y negro. La pesadilla del cine mudo. Con ganas de orinar. Asfixiado. La baba de Irene en la almohada. Yo, mirando su rostro. Los dientes albos como de perla. El cabello ocultando sus pechos. Abrazada a un osito de peluche. Irene contemplando su mundo interior. ¿Qué era su (hablando patológicamente) mundo interior? ¿La costumbre perturbante de dormir desnuda con el sobrino? Ella era una mujer atractiva para un niño como yo. La sexualidad desde siempre estuvo presente en mi vida. No de manera evidente sino aplastándome desde dentro, desde la periferia, carcomiendo mis entrañas, atosigándome, hasta provocarme hemorragias nasales.
Irene con un paño lavaba mi rostro. Me obligaba a mirarla. Escupía sangre.
Con un tazón de agua iba quitando de mis poros la desagradable sensación de desdoblamiento, de hemorragia. Ya no era yo. Era Irene, que me excitaba con el diminuto sexo de Javier. Eran sus dedos traviesos. También era la esponja y el jabón y las imágenes en blanco y negro y los periódicos en desuso que taponaban los orificios de las ventanas y la mímica de la heroína y del villano del cortometraje y los diálogos escritos en una vieja máquina Rémington.
-Cuidado -murmuraba un tanto asustada la puntillosa madrina-. Puedes perder todos tus sueños si continúas desangrándote.
Irene, atónita, contemplándome, con ojos de albóndiga.
De pie, tan alto como Irene. Arriba de una silla o de la cama. Embelesado en la juntura de sus pechos. Ella, inocente, o jugando como yo, al inocente, salvándome de morir ahogado por la pérdida de mis sueños.
-¡Pobre niño! Otra vez estás afiebrado. Desvístete.
2
Mis ojos estaban siempre muy abiertos captando cada capullo de verano. Los cerezos en flor, los duraznos, los manzanos, la polvorienta pero bucólica Plaza de Armas. Me dominaba una furiosa pulsación por conocer los secretos de las muchachas. Como apenas era un niño de seis años podía solazarme a mis anchas. Irene me perfumaba. Vestido espléndidamente para la ocasión.
-Qué maravilla de hombrecito. Mira qué ojos tan tiernos -gemían lacónicamente las doncellas-. Me encantaría casarme con un muchacho como él… ¿Quieres casarte conmigo, Javiercito?
Los mocetones clavaban, con sus ojos de cuchillo, miradas furiosas. Podía intuir sus tríceps. Podía imaginar la tensión muscular acumulándose con rencor asesino.
-No hables obscenidades -aconsejaba tía Irene-. El niño es lorito. Repite todo lo que escucha.
Los bárbaros mirándome burlonamente. Algunos mofándose. Otros pellizcando mis narices.
-Quédense callados -les reprendía María-. Si fueran tan elegantes como este niño… otro gallo cantaría.
-¿Para qué? -replicaba a veces Pedro o José- Para que nos gusten las patitas de chancho.
Cuando los aprendices de Tenorio se marchaban Irene me acariciaba las mejillas. María me obsequiaba caramelos. A veces también me besaba, furtivamente eso sí. A mí me quedaba una sensación de disgusto, de insalubridad. Casi siempre María me dejaba la juntura de los labios perfumada a cebolla. No importaban los besos furtivos de María. Eran otros los dulzores los que compensaban las burlas de los muchachos o los besuqueos de las niñas de mal aliento. Yo me acurrucaba debajo de la sombra de un cerezo en flor. Las muchachas vestían largos trajes apolillados. Yo espiaba las formas femeninas intentando descubrir la fuente de mis pasiones nocturnas. ¿Qué deseos inefables, que impúdicos sueños, qué innombrables circunstancias me llevaban a tales posturas casi mímicas? ¿Ansiaba observar el follaje de la piel de María o las curvas silvestres de Juana o las pavorosas protuberancias de Helena? Ellas, entregadas a su procaz conversación, no prestaban oídos a mis súplicas. Seis años era, seguramente, una edad absurda para conducta tan impropia. Tal vez las hirientes carcajadas de Marcos, o las burlas de Antonio o las palabras insultantes de Ricardo llamándome señorita mermaban mi hombría de pirata delirante. Una hombría bastante precoz, eso sí.
Las muchachas invariablemente descubrían mis ojos de lechuza. Unos ojos arrobados de orgullo, impúdicos, gustosos, anhelantes. Surcaban entonces los pliegues de sus faldas. A veces, sin embargo, mientras Irene se besuqueaba con Aníbal, las doncellas de sobacos sudorosos, entreabrían sus piernas como tentándome, como llamándome a la desesperación, como si de pronto descubriera la imagen de una babosa trepando por las pantorrillas de María, baboseando su carne, succionando sus rodillas, trepando más y más hasta provocarme sangramiento de narices.
-¡Auxilio! -gritaba la muchacha-, una babosa asquerosa.
-Cálmate -replicaba Irene totalmente despeinada-. No es para tanto. Sólo es una hemorragia.
A veces nos íbamos al río. Como yo era citadino, desconocía los aspectos prosaicos de una buena tarde de verano.
-Es imprescindible estar desnudos -sermoneaba Irene con boca melodramática-. Para refrescar nuestro espíritu tal como Dios nos hizo al principio del mundo.
-¡Cómo se te ocurre! -siempre replicaba Raquel- Los muchachos pueden estar espiándonos.
Los mocetones reiteradamente como hormigas o abejas asesinas se escabullían entre los matorrales, silenciosos como serpientes, delirando entre sí. Yo, los intuía, agazapados, como fieras salvajes, escrutando los cuerpos virginales; cuerpos escamosos; jugueteando en un charco de pueblo fantasmal.
La ondulante corriente del río abrasaba los glúteos de Irene: las prendas íntimas tejidas a mano. María y Raquel, ocultas, en la corriente del río. El sauce llorón era mi árbol favorito, estallando como la corriente del río, desbordándose a sí mismo. Yo me escabullía entre sus hojas. Tratando de agudizar mi vista, tratando de intrincarme entre los puntos a crochet de las ropas íntimas de María.
A veces lograba esfumarme como la sombra de un pez. Confundirme con la materia del sueño. Trepar hasta la copa de los árboles.
-¡Javiercito! -gritaban las muchachas- Quítate la ropa. Aquí, entre nosotras, vas a estar a salvo.
Entonces me convertía en pez o en la corteza de un sauce llorón. Trepando por sus ramas, espiaba el crepúsculo. Declinaba la tarde. Irene chapoteando en las aguas del río. María exprimiendo los últimos rayos del sol. Los poros de su piel eran tábanos revoloteando desde su carne hasta la copa del sauce llorón. Yo intentaba esquivar su mordida; el insoportable murmullo del insecto. Ocultaba los ojos con la palma de mis manos para sesgar la horripilante visión. Eran unos poros insufribles, deformaciones (supongo) de alguna enfermedad congénita o mortal.
-¡Bájate del árbol! -gritaba Irene- ¡Ten cuidado con las arañas!
Yo me tambaleaba histéricamente. Abajo, las muchachas queriéndome desnudar. Arriba, tal vez la excoriación.
Evitaba la imagen en sepia de la carne de María. Auscultaba el horizonte al otro lado del río donde los muchachos espiaban los contornos de las muchachas. Podía distinguir las formas abultadas, sus bocas sebosas, sus manos ásperas. Algo de espanto o de amor era lo que me inducía a prolongar la vigilia. Algo que crecía y crecía en mí. Abajo, las niñas. Entre los matorrales, los albatros escupiendo veneno. Las manos nervudas, crispadas a la textura del pez, álgido, cobrizo, tórrido, latiendo con la fuerza de la tempestad.
Incomprensiblemente perdía la vergüenza. Descendía torpemente. Irene descompuesta, sorprendida, cubriendo su rostro con un velo mugriento. Era un pez, me decía, un pez tostado descendiendo desde el sauce llorón. Inmemorial, erecto, desnudo, chapoteando en la corriente del río. La patética imagen de la deformidad de María culminaba en la figura de Ricardo friccionando su animal acuático.
De pronto mis narices sangraban. Irene presionaba el tabique nasal. El torrente sanguíneo corrompiendo el paisaje, las briznas salvajes de verano, la tierra virginal de la provincia, las piedras mudas acurrucándome entre sus brazos. María se sentía culpable. Raquel y Margarita disimulaban una dolencia estomacal. Regresábamos al pueblo con una sensación de abandono, ¿o de pecado?
¿Era la inmutable inocencia juvenil deslizándose impávida? ¿O eran las proyecciones del recuerdo y la terrible imagen de la desnudez de los muchachos acariciándose mutuamente las que definitivamente habían causado el estallido de mi sangre?
Las respuestas vendrían con el tiempo y con la estación lluviosa.
3
Tuve como primera impresión de crecimiento la imagen de mi brazo extendiéndose impotente. Los dedos electrizados en busca de su destino. La luz apagada, el interruptor alejado de mí. ¡Qué frustración! ¡Qué impotencia! Tuve que arrimarme a una silla y treparla. Feliz con mi nueva estatura intenté accionar el switch. Irene me sorprendió balanceándome a punto de estrellarme contra el suelo.
-Mijito, cuidado, yo le enciendo la luz.
¿Fue el aroma de su piel como un despertar desde la textura de las sombras hasta convertir las cosas en la dureza de los colores, en los recovecos de los misterios de la vida?
Irene subyugó mi infancia llenándola de materias indefinibles, materias etéreas.
Busqué un libro de cuentos, que mi padre me había obsequiado en Navidad. Los signos gráficos eran para mí, como gárgolas de espuma, como pigmeos asesinos, como dragones esfumándose en los cielos, escupiendo pájaros imaginarios en un atardecer de fuego. Era mudo y sordo. Me habían excluido del aprendizaje de la lectura. A los siete años entraría al colegio. Irene me sorprendió trazando culebras en las hojas del libro de cuentos. Intentaba zaherir la garganta del dragón.
-Qué haces, Javiercito. No maltrates los libros. Yo te puedo leer el cuento, si quieres.
-Sí, tía, hágalo usted.
Las historias de fantasmas y de forajidos me llenaron de felicidad.
La voz de Irene era cálida. Acunado en sus brazos comenzó la lectura. Imaginé los cascos de un caballo a todo galope; el jinete, un forastero distraído escapando o intentado escapar del diablo. Podía presentir el desenlace fatal; la guadaña de lucifer cercenando la cabeza del citadino.
Cuando rodó en un charco de sangre el sombrero de copa del furtivo amante, sentí una pena enorme. De seguro el diablo también cortaría mi cabeza. No por seducir a una rubicunda campesina sino por embelesarme en la esponjosa suavidad de los pechos de Irene.
Imaginaba la intemperancia morbosa descrita por el cuentista. El forastero besando a la pecaminosa mujer del panadero del rey. El populacho enfurecido. El diablo cobrando su precio; embuchándose la cabeza del citadino.
En fin, la historia era una mezcla de coitos y de venganzas afines. El cuento acababa con una frase rimbombante. A manera de epílogo moralizador.
Algo así como…
–Niños, ahora que sois pequeñitos, escuchadme. Nunca os fijéis cuando grandes en la mujer de un panadero, pues podéis perder la cabeza en vuestro intento.
Irene mirándome sonriente, comprensiva, tiernosa, me preguntó con voz azucara mientras entrecerraba los ojos:
-¿Te gustó?
-Sí, mucho. Léeme otro.
La verdad era otra, sin embargo. Un cosquilleo, que no lograba controlar ni comprender su significado, punzaba mi barriga. Era como si mil bichitos hurgaran mi ombligo. Aquella sensación de incomodidad me causaba pánico y vergüenza.
Todo gravitaba (lo confieso) en el hemisferio irracional de mi cerebro. Aún no había adquirido la conciencia moral.
Mi vida era, un sin fin de preguntas y de luces en degradé.
Formas que adquirían consistencia mientras Irene dormitaba acurrucada en la esponjosa suavidad de mi infancia.
-Léeme otra historia. Ésta me dio miedo.
A veces Irene accedía a mis súplicas. Otras, sólo se limitaba a desnudarse para luego dormirse a mi lado. Su cuerpo me quitaba el miedo. La pobre Irene se sentía culpable.
-Estos cuentos de mierda -mascullaba-. Tan sangrientos.
-Tengo miedo, abrázame.
¿Era un miedo irreal, provocado por la angustia de los mil bichitos que devoraban la corteza de mi cuerpo? ¿Era la muerte? ¿O la vida? ¿O el estallido del mar?
Aquella noche tuve un sueño en colores. Vi al jinete descabezado descolgarse de las vigas, como una araña. Gesticulando en el vacío. Oscilando como una lámpara. Las paredes de mi habitación curvándose como en un remolino, como si las ventanas fueran nubes o llamaradas de lenguas de fuego. El jinete descabezado intentando degollarme. Su cabeza cercenada mirándome. Sus ojos azules, tan nítidos, tan varoniles.
Entonces yo gritaba desesperado, sin poder zafarme de sus manos. El jinete bramando improperios; palabrotas que había escuchado en el río.
-Javiercito, por Dios, cálmate.
La voz de Irene era extraña, como de cuento de hadas.
-¿Por qué gritas?
Todo nuevamente transcurría en blanco y negro.
De pronto agonizaba en un túnel, oscuro, tan oscuro. El cuerpo de Irene, absurdamente, con muecas en el rostro tentándome con la desnudez de sus pechos.
Me abrazaba a tía Irene, llorando como una Madona.
-Cuando tu padre vuelva del sanatorio -murmuraba con sentimientos de culpa, la pobre Irene- no podré seguir durmiendo contigo. Roberto es muy mal pensado.
-Qué se muera, entonces -maldecía con boca de niño malo-. Qué le corte la cabeza el diablo.
Tía Irene me miraba en actitud tragicómica, de opereta China. El hueco de su piel olía a sudor, a carne húmeda. Mis manos resbalaban por la comisura de sus pectorales, palpaban el atosigamiento de la grasa. La yema de los dedos instintivamente rozó mis labios. Era un sabor marino. Irene había apagado la luz. Roncaba. Me quedé espiando los rayos del sol mientras imaginaba el sobaco sudoroso de Irene. Su respirar era pausado. Yo no podía conciliar el sueño. Tenía miedo a los colores.
Después de un rato, Irene giró su cuerpo. Tuve miedo de no escuchar el latido de su corazón. Me acerqué a ella. El canto del gallo inundaba la atmósfera de un nuevo día. Mis manos cruzaron su cintura. Me quedé contemplando su espalda, hasta que el sueño me dominó.
Más tarde desperté con un intenso dolor en la vejiga. Me había orinado. Tía Irene todavía dormía.
-Mamita -susurré-, mamita Irene. Me hice pipí.
Ella no despertó. Me quedé con los ojos cerrados, recordando los destellos de un sueño aún más intenso que el anterior.
María era la heroína de mi película en color sepia. Sus ojos giraban como remolino: las aguas eran la sangre que brotaba de sus poros excoriados. La martirizaba un pequeño demonio de rostro seráfico. Clavaba sus garras de amorfo monstruo en las aberturas de su carne. Iba destrozando su piel con un torniquete conectado a un generador eléctrico. La descarga era tremenda. El nauseabundo vómito del pequeño demonio era tan asqueante, como la carne chamuscada de María. Ella, indefensa, intentaba besarme. Yo, desesperado, aplicaba más poder al generador eléctrico. El estallido de los poros era algo, ciertamente, inaudito. El diminuto belcebú tamborileaba una melodía celestial: los acordes del piano inundaban mis sentidos. Las paredes de la habitación palpitaban, como si cada intersticio y cada recoveco contuvieran las arterias de un órgano maléfico bombeando sangre. De pronto desde la vena coronaria un inmenso diario de vida escrito en papel sepia -extendiéndose indefinidamente- abría sus fauces de inanimado ensueño.
-¿Quién eres tú? -era la traducción onírica- ¿Qué haces? ¿Dónde están escondidos los miembros del comité terrorista?
La muchacha (atormentada hasta el cansancio) permanecía muda. Inmóvil como el tiempo. ¿Era posible una yuxtaposición de elementos políticos y metafísicos? ¿Era imperecedera la horrorosa deformidad que cubría la piel de María, con un manto que vulneraba su carne?
Cada tenaza que inmovilizaba su cuerpo en la cámara de tortura me provocaba una sensación de infinitud, de permanencia, como si el tiempo pudiera condensarse en un pliegue de sus muslos incitándome a contemplar el principio del mundo. Enterraba entonces el pequeño demonio un cuchillo en la vejiga de la condenada. Con súbita perfección seccionaba trozos de cuero cabelludo. Con las pústulas sangrientas construía las contratapas de su diario de vida.
-¿Quién eres tú? -chillaban las palabras impresas de manera indescifrable- ¿Cuándo desembarcarán las figuras de papel?
No había respuesta en la boca de María. Que ya no era María sino una mujer incierta de caderas esponjosas abortando retazos de un pequeño monstruo con pezuñas capaces de interpretar un concierto para piano de Schumann o de Liszt.
La música era evocadora, imperial; desataba una vertiginosa incursión de miles de millones de soldados que embestían furiosos el confín de la provincia.
Las arenas de la playa eran los pliegues de la vejiga de María. Sus poros, millares de trincheras donde mataban o morían los actores secundarios. Un carnaval de furia, de sangre, de impiedad. Las vísceras y el horrendo destrozamiento de los animalitos que habitaban aquel páramo eran obviados. Una límpida valentía cubría el campo de batalla. De una u otra manera la realidad se superponía. Ya no eran los fusiles de los nazis o de los ingleses o de los africanos o de los canadienses los que descuartizaban el paisaje entre bellos poemas idílicos, más bien era una nota disonante que capturaba la mente del espectador haciéndolo rodar de impotencia; golpeando su orgullo de personaje ficticio.
Entonces, mientras las bombas destrozaban las arrugas de la piel de María, el pequeño lucifer con pezuñas cantoras escupía palabras con su boca de marfil. Las fauces del tiempo eran fétidas. El hedor era casi palpable, como si reconociéramos los despojos de nuestros padres o de nuestros hijos o de nuestros hermanos.
-¿Quién eres tú? -aullaban las mil lenguas del demonio- ¿En qué idiomas sueñas?
-En castellano, Dios mío, en castellano…
4
El barullo de timbales inundó la atmósfera de mis sueños. Los pitos orgiásticos, los panderos libidinosos, los faldones plegados impúdicamente, las voces africanas, los músculos tensados. Más que cantar, Irene bailaba. Su cuerpo era la curva del tiempo abrasándose en la tórrida extensión sensitiva. Caos, ritmo, cadencia, sangre, hormonas. Fibras intramusculares alabando la germinación de la vida. Los pechos de Irene, pequeños, firmes como peras, dibujando signos, que, irrevocablemente, me atemorizaban. ¿Era tal vez algún tipo de regresión ovárica? ¿Un intento de borrar los angustiosos fotogramas en sepia? Irene abrochaba su sostén. Yo, acurrucado, entre las sombras, acechando sus formas femeninas.
-Javiercito -murmuraba con cuerpo sudoroso, con elásticos tobillos de caoba-, Javiercito, es hora de levantarse.
Recordaba retazos del sueño de una regordeta campesina enamorada de un señor decapitado por el diablo. También venían a mi mente los tambores de guerra, descuartizando el cuerpo ebrio de amor de María. Los poros de tía Irene enhebrados por el vaho eléctrico de Occidente estimulaban cierto insano furor de sentirme atrapado por las curvas transparentes de unas figuras caricaturescas que cubrían parcialmente su piel. La respuesta lógica de aquel enigma era el sangramiento de narices. Escupía coágulos indecibles. Tía Irene apretaba mis cornetes. Desde abajo sus pechos eran aún más inquietantes. Ella me recostaba en su vientre. Su corazón palpitando era asombrosamente similar al sonido de los tambores africanos.
A veces eran muchas horas intentando aplacar la sed de sangre. Otras, en minutos, recuperaba la normalidad, preparándome nuevamente para espiar las formas redondas de tía Irene. Su respiración siempre era pausada. Nunca se agitaba. ¿O tal vez era un engaño producto de los efectos sombríos de los recuerdos en degradé? Las texturas opacas, frías, cortantes, como un cuchillo fantasmal arrebatándonos la vida desde los acantilados.
¿Era el páramo o las formas de las hojas en la textura del corsé? ¿O sencillamente era la demencia o la vigilia o la regresión animal lo que me provocaba un cosquilleo agradable, aquí, entre la pelvis y el ombligo?
Acurrucado en el regazo de tía Irene manchaba su barriga.
-Javiercito, Dios mío, te vas a morir.
Al poco rato la ambulancia tronaba su armónica disonancia.
Los enfermeros me recostaban en una camilla.
Una posta rural con toda su hipertrofia de caos era la basílica donde me taponaban los cornetes hasta hacerme sentir las córneas como si fueran lágrimas buscando rodar por mis mejillas.
-Nada serio -decía el doctor-. Con una infusión de vinagre y harto ajo, la anemia en un dos por tres al tacho de los recuerdos.
El doctor era verdaderamente un practicante.
-Doctor, dígame la verdad, ¿qué sucede con Javiercito?
-A mí, que me registren. Tendremos que consultar con los pillanes.
-Ni muerta. Su padre es acérrimo enemigo de los indios.
-Bueno, mijita, yo puedo encostrarle las narices, si usted quiere. Con estos tapones solucionamos la hemorragia. Pero su sobrino, según me cuenta, pierde litros y litros de sangre. Si sigue por este camino, de seguro vivo no regresa a la capital.
-Calle la boca -murmuraba tía Irene-. Mire que Javier es lorito.
-Tendremos que preguntarle a los pillanes. Algo hay es su metabolismo. Tal vez cierto calentamiento excesivo del aponeurosis del perineo. Quién sabe. Sólo practicando un rito de exorcismo comprenderemos científicamente lo que a este chico le sucede. De lo contrario podríamos perderlo para siempre.
-No me asuste, doctor.
-Usted sabe señorita, los winkas han matado a mucho indio. Ellos tienen sus poderes ocultos. Sus machis. Con una yerbita y con ciertos signos cabalísticos pueden desangrar a un toro en minutos.
-¿Pero quién podría querer dañar a Javiercito?
-Preguntémosle a mi abuelo paterno. Él era experto en yanquis mequetrefe.
-Bueno, pero para callado. Que no se entere su padre.
-Usted diga cuándo.
-El sábado, ¿le parece bien?
-No, el sábado no, un viernes a media noche es la fórmula adecuada. Cuando los muertos impajaritablemente abandonan las trincheras para inundar la tierra con sus lamentos.
-Pero, doctorcito, no se ponga lelo, no ve que me asusta.
-No tiene por qué asustarse. Yo estoy aquí para cuidarla.
5
El viernes a media noche llegaron a nuestra casa infinidad de lugareños. Mi madre había preparado un cocimiento adecuado: papitas doradas, pollo, choritos, almejas, choclos, zanahorias, cebolla en escabeche, ajo molido, patitas de conejo y pezuñas de rata. El fuego sazonaba el cuero de los animales sacrificados. Para alimentar el cuerpo de los vivos habían faenado un escuálido quiltro. Una gringa deslenguada y su marido japonés engullían trozos de la supuesta carne de cerdo. La textura grisácea de los matices era espantosa, algo del color sepia verdadero de la sangre del perro, ciertos vasos capilares integrando redes indefinidamente extrañas a la carne que, comúnmente en Occidente se consume, atrapaban insólitos moscardones picoteando las entrañas perrunas. Nosotros éramos afuerinos. La capital de Chile era nuestra cuna. Por razones obvias de salud, el milenario desmembrado archipiélago, nos obsequiaba su más espantoso y sorprendente sincretismo religioso.
-El Trauco malo -murmuraba María-, el Trauco malo nos sorprendió en plena noche de San Juan.
-Qué lástima. Yo pude escapar -argumentaba Filomena-, pero a las otras no les fue tan bien como a mí.
-Así supe -decía María-. La pobre Raquelita está esperando guagua.
-Sí, pero ésa no andaba con nosotras en la higuera. Andaba agarrándose a besuqueos con Ricardo.
-Dicen que su papá lo quiere matar.
-¿Al Arauco?
-No, tonta…
-Mira cómo comen los gringos -interrumpía Filomena-. De seguro que se indigestan con la Cabezona.
-¡Pobre perra! Aquí está su cuero amarillo.
-No te metas ahí… ¡Qué bodegón tan adiablado! ¿Cuántos cueros de perro habrá?
-Uf. No sé contar hasta tanto.
-Cierra la puerta. Que ya traen a Javiercito. Qué lindo. Estoy enamorada de él. Cuando le quiten el sangramiento, me lo voy a cazar. Una abuela del norte me contó un secreto. Dice que con saliva de angelito, mezclado con orina de caballo las excoriaciones se las lleva el diablo. El problema es que, como tengo todo el cuerpo con esta peste, tendría que, primero, bañarme en pichí de caballo y después dejar que Javiercito me chupara desde la punta del pie hasta las orejas. ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?
-No hablaría tantas tonterías, y con un balde, de los que venden en Puerto Montt, andaría como loca recogiendo la baba del cabro.
-Es que no sirve el remedio con saliva vinagre. La abuela del norte que te cuento, me dijo que la saliva tenía que ser prístina, de infante o de engendro celeste. Como tú, comprenderás, por estos lados los engendros son negros como la noche, y el único que cumple con la condición de infante, es Javiercito. ¿Qué hago? Tal vez Irene me lo preste para que me chupe los callos.
-No son callos. Son furúnculos.
-Córtenla de una vez por todas. Que don Fidel está recitando los menjunjes cabalísticos. Mira cómo sacan fotografías los gringos. Estos creen que la cosa es de mentira. Que todo está planeado como novedad turística. Siempre tan incrédulos estos extranjeros.
El color sepia de la saturación orgánica, esculpiendo figuras, que las lenguas de fuego salpicaban en la noche de todas las supersticiones humanas, era tan intensamente real, tan imponente, tan extrañamente inhumano.
Las conversaciones habían cesado. Sólo el rumor del mar encrespándose en la barba del curandero y los destellos impertinentes de la cámara fotográfica de la gringa oxigenada interrumpían de vez en cuando el fantástico silencio de la provincia. Un espesor, como de tragicomedia, estimulaba los secretos atavismos ancestrales. La incredulidad de los extranjeros, lentamente cómo funciona la memoria, fue dando tumbos hasta convertirse en extrañeza, en verdadero pasmo, diría yo. El cocimiento emanaba vapores insanos, lúgubres. La noche primitiva crepitando partículas de perro callejero saturaba nuestras sensaciones, convirtiéndonos en un montón de huesos sin savia; máquinas inverosímiles mascando el vaho nocturno.
Presentía la sangre a punto de reventar. Las manos cálidas de mi madre acurrucándome. El pecho materno a contraluz, el gélido estallido del flash ahuecando las figuras de los contertulios. Formas infames nacían y morían en la crepitación de las maderas humeantes. Qué terrible espectáculo. Qué armónica saturación vibrando con el ritmo de tambores invisibles. El sonido, como estallidos de una costa lejana, era producto de la mímica de los cuerpos desnudos de doncellas aspirantes a hechicera. Manos alargadas, pies diminutos, cabelleras al viento, vientres soporíficos. Cada textura en sepia golpeaba mis tabiques nasales incitándome a hemorragias interminables. La voz tronadora del practicante explicaba con palabras precisas los adecuados procedimientos rituales de la excoriación del priapismo.
-Como ustedes, me imagino, sabrán -pontificaba don Fidel con elegante impostura intelectual-, en Europa, durante los siglos XVIII y XIX se utilizaron tinturas basadas en polvo de ciertos insectos coleópteros, que eran recolectados en el vapor del vinagre entre junio y julio. Este chico sufre de una erección precoz, que ya dura varios días. Su madre está preocupadísima. Los textos sagrados hablan de anemia aguda. Yo, con este procedimiento, más bien ortodoxo, pienso extraer de los poros de Javier, todo aquello de afrodisiaco que haya absorbido por equivocación.
El hombrecito de ojos rasgados miraba con curiosidad a don Fidel. De manera equívoca pronunciaba palabras en castellano.
-Sí, señor, entiendo. ¿Cuánto costar infusión para pene duro?
La figura ahuesada de la exótica extranjera contrastaba con la pequeñez de su marido. Abría la boca, suspiraba, mirándome con ojos atigrados, seguramente convencida de la falsedad de todo el aparataje del supuesto rito de sanación. Era una mujer rígida, bastante fea. Algo, sin embargo, en el substrato de su mirada, me colmaba de un clamor como de fruto madurando prodigiosamente, como de sombra que muere en contraposición al sol.
-Pero, caballero -replicaba la rubia antropóloga-, el niño es un infante. Conozco el tratado de infusiones cardiovasculares eróticas escrito por Malinowski. Podría concordar en los males del priapismo. Todos los casos estudiados por el sabio Guatemalteco están referidos a individuos que sobrepasan los quince años.
-Bueno, mi distinguida dama, por sus ojos ahora mismo danzarán los fragmentos inevitables de la certeza.
Destellos de luces en degradé eran signos ininteligibles que emanaban de la rubicunda mujer. Sonidos marítimos, engarzados, metálicamente, como si aquella lengua materna, cosificada hasta el cansancio, tronara, o escupiera más bien, como ferrocarril descompuesto o como máquina tejedora.
El contenido semántico era absolutamente desconocido para mí. Las palabras eran traducidas por la textura inaudita de la noche ancestral. Cámaras fotográficas, infinidad de teléfonos, aparatos inadmisibles, inciertas prótesis sobresaliendo desde los más recónditos bolsillos del grisáceo hombrecito vestido de negro riguroso, escupían estrambóticamente huecos satíricos de espanto. Mil sentidos impregnados en la fantasmagórica cuadratura de microchips, interpretando el caótico desangramiento de formas telequinésicas que infundían cierta mística reducida a los contertulios de una noche de viernes de cábala.
Todo sucedía, sin embargo, en la inoportuna mezcolanza sepia.
Bocas absurdas implorando la videncia de pillanes alados que surcaban el infierno hasta agolpar sus plumas en la ortodoxia católica.
Fidel Castro interpretaba los códices altiplánicos; los guerreros reunidos en torno a la quemadura de leña; la mixtura del sur infinito otorgaba a las ciegas palabras de la rubia antropóloga cierta desazón nipona, tan interna, tan básica, tan extrañamente ingenua.
Todo aquel caos de maderas ardiendo, de seres fantasmales, pero, apoderándose terriblemente de cada círculo, de cada estadía infernal, como si los dibujos animados que, constantemente, había inoculado en la cuenca de mis ojos -de vengativa manera- prepararan la certeza de precipitarse, aquí, entre los contertulios, esperando el momento adecuado para desnudarme y sacrificarme en nombre del dios priapo.
Sudaba sangre.
Gotas intermitentes cubrían la oscuridad.
Vi rodar la cabeza del pobre quiltro; la crepitación estalló como si toda la vida estuviera contenida en un millar de mariposas nocturnas. El estruendo de los vasos capilares cegaba la textura de las alitas de cartón piedra. Ensartada, la cabeza del quiltro, en un báculo de dimensiones infinitas, los colores parecían adquirir consistencia. Mis dedos giraban como ampolletas. Buscaba conformar un lenguaje que pudiera ser interpretativo de los morfemas que la rubia Margaret Hindenburg intercambiaba con su hombrecillo de ojos rasgados.
-Es cierto -murmuraba el triste y célebre Mago de Os-. La potencia de su marido podría fortificarse mediante la absorción de los insectos coleópteros. La prueba salta a la vista. ¿Están de acuerdo?
La voz del curandero era melodramática, de altoparlante, de farándula.
-Sí, estamos de acuerdo -respondieron los contertulios.
-Entonces, si los televidentes no oponen resistencia, mostraremos las imágenes, en vivo, de los efectos colaterales de la absorción del magma de los insectos coleópteros.
-Sí, no opondremos resistencia -repetían las voces de los, infinitamente, estúpidos anfitriones.
-Pero sí sólo es un niño de pecho -recriminaba miss Margaret Hindenburg.
-Mire usted, gringa incrédula, aquí está el rábano de este dios ancestral… Toque; no es de goma; es de carne…
Desperté con los espasmos de la fiebre. Tía Irene lloriqueaba amargamente.
-Es mi culpa -decía-. Es mi culpa. No debí llevarlo al río.
6
De continuos sangramientos y de amigdalitis purulenta sufrí en mi escandalosa niñez. Las visiones provocadas por la apocalíptica acumulación de imágenes en sepia permearon mi mente, no sólo de irreales extranjeros y de chamanes enloquecidos, sino que, de una u otra manera, incentivaron el desmesurado -y tal vez- insano deseo de postrarme en cama. Con la evidente intención de sentirme acosado por los mimos de mi madre y por los besos inescrupulosos de Irene. ¿Razones suficientes? ¿Razones acumulativas que, de ningún modo, cumplían la tan edificante propensión sensitiva de las impalpables formas? A veces las insufribles y despiadadas divinas formas adquirían cierto roce, cierto influjo concreto: un beso en la mejilla, una palabra amistosa, un deseo suspirado al azar, una prenda íntima, un escondrijo luminoso, un particular perfume de hembra. Inevitablemente durante el transcurso de las interminables tardes de verano, azorado de la desnudez de las bañistas mientras mi madre preparaba tortas y chocolate caliente, sin darme cuenta, lentamente, como sobreviene el tiempo de la niñez, las insufribles y despiadadas formas adquirían cierto goce, cierta consistencia, que, azarosamente o tal vez acuciosamente permitían el rasgamiento de los velos, que, de manera taxativa, impedían las transformación de los rayos del sol en colores reales. No eran los pigmentos sepias que durante la adolescencia me invadieron con súbita violencia. Eran más bien, fragmentos casi palpables, cuerpos que agotaban sus ansias en el ingenuo despertar entre primos, los que, merodeaban, acosándonos hasta exprimir los roperos y las trastiendas de los lugares húmedos donde abrazaba a Tita o acariciaba las pantorrillas de Inés.
Jugábamos al papá. Nuestros besos eran labio contra labio. Cerradas las bocas. Anestesiados los sentidos; con vergüenza; pero imponiéndonos sus reglas (dictatoriales) los pliegues de la carne; cobijados, como si fuéramos gusanos o mariposas con cabezas de alfiler.
Tita era la prima mayor. Inés, la menor. Yo hacía de padre. Tita a veces de madre. Inés era más fogosa. Me abrazaba, me obligaba a abrir la boca. Sus dientes golpeaban mis dientes. Yo apretaba su esquelética cintura, con todas mis fuerzas, tratando de impedir que mi paladar rozara su lengua gustadora. Inés me desagradaba; su sabor todavía era materno; tenía cinco años; yo nueve; Tita ocho. Después de un rato soltaba las caderas de la delgaducha Inés; el turno ahora era de Tita. Ella era más gorda, bastante más vaporosa. Sus ojos verdes y su cabellera rubia descansaban en mi hombro. Nos abrazábamos. Era el contacto de su cuerpo lo que me causaba tanta felicidad; pero siempre estaba allí, la otra, la apasionada, obligándonos a invertir los roles, presionando desde dentro, amenazándonos con denunciar nuestros juegos amorosos. Entonces otra vez su boca mordiendo mi boca; sus dientes rasgando mi carne; insaciable, ávida, glotona, impúdica.
Era repugnante; realmente repugnante su sabor materno.
-Juguemos al doctor -dijo en cierta oportunidad la abrasiva Inés-. Es más divertido.
-¿Qué querí, cabra cochina? Si la mamá nos pilla, nos va a sacar la cresta.
-Si las mamás no están. Se fueron a la cancha. Hoy juegan la final del campeonato.
Inés era dominante. Su criterio prevaleció.
Con una cuchara la hermana menor registraba el ritmo cardiaco. Nos medicamentaba. Sus palabras eran imperiosas. Me obligaba a escribir las recetas. Tita sufría, según ella, de cáncer ovárico. Impedida de jugar al papá.
-Cierto -decía ella-, ahora yo seré la mamá y tú la hija del paciente.
Tita intentaba replicar. Pero Inés con un grito imperativo me obligaba a asistir a su consulta con el pretexto de revisar mi posible cáncer a la próstata.
Yo me rehusaba. Negaba tal posibilidad.
-Cómo se te ocurre, cabra loca -refunfuñaba con boca de títere-. No me voy a bajar los pantalones, aunque me lo pidas mil veces.
Dando unos gritos tremendos, Inés golpeaba sus manos como un sargento.
-¡Si no me haces caso, te acuso con tu mamá!
Inés era astuta. Nos obligaba a secundarla en todos sus berrinches. Tita tenía que esperar su turno al otro lado de la puerta. Presuntamente, ella ya estaba contagiada con el terrible cáncer ovárico.
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