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Biografía de Juan Manuel Montevid

Enviado por Daniel Fitzarald


Partes: 1, 2

    Nació en La Coruña, Provincia de Córdoba, Argentina un 23 de Agosto de 1897. Vivió en muchas ciudades, entre las que se destacan Córdoba Capital, Brooklyn, Texas, Chacho, entre otras. A sus 12 años emprendió un viaje hacia la Capital para iniciar sus estudios secundarios, destacándose en la oralidad pero sobretodo en la escritura. A los 16 años deslumbró como columnista de la revista ""Rufino". Incursionó en poesía, drama y cuentos cortos, aunque recién hacia su edad adulta publicó su primer novela "Primeros prístinos", con gran aceptación entre los críticos del área.

    A sus 18 años inició sus estudios de Literatura y estadística en la universidad Nacional de Cruz del Eje. Se graduó con altos honores y continuó sus estudios de posgrado al ganar la beca "Friedich Nietzsche" para la universidad española de La Sorbona. Su tesis doctoral fue "La influencia del

    Se calcula que escribió unos 10.500 poemas, sumados a sus 37 dramas filantrópicos, 113 nouvelles, 221 cuentos y 300 ensayos de temáticas variadas como el amor, la muerte, la tristeza, la metafísica, la algoritmia, política argentina y mundial, el tetrahidrocarbocannabinol, el vaivén y el Haloperidol.

    Se casó con la altruista esfinge Emilia Earhart, de nacionalidad británica. Tuvieron una basta descendencia de 14 hijos. Juan Manuel fallece de longevidad prematura el 9 de agosto de 1919. Toda la ciudad de La Coruña acudió a su velorio por ser la más destacada de sus figuras hipocalémicas. También el gobernador Daniel Urtubey y el presidente Dalmacio Vélez Sarsfield acudieron a rendirle un emotivo homenaje plagado de dolor, orgullo, gratitud y erotismo.

    Entre sus múltiples premios podemos encontrar cuatro Premios Cervantes a la Literatura en español, dos Premio Nóbel (Uno de Literatura y uno de la Paz), un premio Pulitzer por su valiente investigación periodística sobre la trata de personas en el norte del Chacho, investigación que le costara su puesto al exgobernador chaqueño Vito Corleone.

    Lo que más sorprende en su esporádica carrera es que haya ganado dos premio Nobel en áreas distintas. He aquí la explicación: En 1916 Montevid viajó al norte de África, más precisamente a Namibia. Allí logró unirse a un grupo de refugiados que huía de la cruel Segunda guerra mundial, y con ellos marchó hasta Egipto a pie pidiendo asilo político. Su enérgico repudio a la guerra y el magnetismo frigio con los refugiados le valieron el amor de toda la comarca y el premio antes nombrado.

    Ya en sus últimos años de vida, en una vejez marcada por la ceguera y el hedonismo, resistió infundadamente a la dictadura militar argentina. Sobrevivió por azar a un atentado perpetrado por el gremio de los gastronómicos afín al régimen militar. Este atentado fue perpetrado luego de la publicación del poema "Hijos de puta", en clara alusión a los gobernantes de turno.

    Más allá de las polémicas que despertó su tendencia abasofilia, o las repercusiones del caso Rolando Regan[1]y las tantas otras polémicas que despertó su carácter iracundo y teosófico, hoy contamos con este héroe entre las filas de los infatigables crédulos que permitieron sentar las bases de esta gran nación, bases de lucha comprometida por los que menos tienen y por los ciclados.

    Adjuntamos algunos de sus poemas. El primero es el ya mencionado "Hijos de puta".

    Hijos de puta

    No respetan a nadie

    ni a la democracia

    no hacen buen café con leche

    y quieren llamarse cafeteros.

    ¡Hijos de puta!

    No saben lo que es democracia

    mucho menos la constitución

    ya estoy constipado de sus mentiras

    que se vayan a la puta que los parió.

    Vuelan caballos tristes

    y sueñan que son vacas,

    comen asado de gato

    con sus remeras a rayas.

    Desde aquí, en la tristeza de mi sicomoro

    y la alegría de mi quebracho

    aquí sentado en un tacho

    vuelvo otra vez a repetir

    ¡hijos de puta!

    FIN

    Cuentos

    Los asesinos

          La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.      

    -¿Qué van a pedir? -les preguntó George.     

     -No sé -dijo uno de ellos

    -. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?      

    -Qué sé yo

    -respondió Al

    -, no sé.      

    Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.      

    -Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas

    -dijo el primero.      

    -Todavía no está listo.      

    -¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?      

    -Esa es la cena -le explicó George

    -. Puede pedirse a partir de las seis.      

    George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.      

    -Son las cinco.      

    -El reloj marca las cinco y veinte

    -dijo el segundo hombre.      

    -Adelanta veinte minutos.      

    -Bah, a la mierda con el reloj

    -exclamó el primero

    -. ¿Qué tenés para comer?      

    -Puedo ofrecerles cualquier variedad de sánguches

    -dijo George

    -, jamón con huevos, tocino con huevos, hígado y tocino, o un bife.      

    -A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.      

    -Esa es la cena.      

    -¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?      

    -Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocino con huevos, hígado…      

    -Jamón con huevos

    -dijo el que se llamaba Al.

    Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.      

    -Dame tocino con huevos

    -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.      

    -¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.      

    -Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas -enumeró George.      

    -Dije si tenés algo para tomar.     

     -Sólo lo que nombré.     

     -Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?      

    -Summit.      

    -¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.     

     -No -le contestó éste.      

    -¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.      

    -Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.     

     -Así es -dijo George.      

    -¿Así que creés que así es? -Al le preguntó a George.      

    Seguro.      

    -Así que sos un chico vivo, ¿no?      

    -Seguro -respondió George.     

     -Pues no lo sos -dijo el otro hombrecito-. ¿No cierto, Al?     

     -Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó: -¿Cómo te llamás?      

    -Adams.      

    -Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No, Max, que es vivo?     

     -El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.      George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.      

    -¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.      

    -¿No te acordás?      

    -Jamón con huevos.      

    -Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.    

      -¿Qué mirás? -dijo Max mirando a George.      

    -Nada.      

    -Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.      

     -En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.      George se rió.      

    Vos no te rías -lo cortó Max-. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?       

    -Está bien -dijo George.      

    -Así que pensás que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.     

     -Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.      

    -¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.       

    -Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.     

     -¿Por? -preguntó Nick.      

    -Porque sí.      

    -Mejor pasá del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.     

     -¿Qué se proponen? -preguntó George.      

    -Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?      

    -El negro.      

    -¿El negro? ¿Cómo el negro?      

    -El negro que cocina.      

    -Decile que venga.      

    -¿Qué se proponen?      

    -Decile que venga.      

    -¿Dónde se creen que están?     

     -Sabemos muy bien donde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?      

    -Por lo que decís, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George- Escuchá, decile al negro que venga acá.      

    -¿Qué le van a hacer?      

    -Nada. Pensá un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?     

     George abrió la portezuela de la cocina y llamó: -Sam, vení un minutito.     

     El negro abrió la puerta de la cocina y salió.       

    -¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.     

     -Muy bien, negro -dijo Al-. Quedate ahí.       

    El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:      

    -Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.     

     -Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico vivo.   

       El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.     

     -Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no decís algo?     

     -¿De qué se trata todo esto?      

    -Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.    

      -¿Por qué no le contás? -se oyó la voz de Al desde la cocina.      

    -¿De qué creés que se trata?      

    -No sé.     

     -¿Qué pensás?    

      Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.      

    -No lo diría.      -Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.      

    -Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escuchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, alejate de la barra. Vos, Max, correte un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.     

     -Decime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué pensás que va a pasar?      

    George no respondió.      

    -Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?      

    -Sí.      

    -Viene a comer todas las noches, ¿no?      

    -A veces.      

    -A las seis en punto, ¿no?      

    -Si viene.      

    -Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?     

     -De vez en cuando.      

    -Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.      

    -¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?     

     -Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.     

     -Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.      

    -¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.      

    -Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.      

     -Callate -dijo Al desde la cocina-. Hablás demasiado.      

    -Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?      

    -Hablás demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.     

     -¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?       

    -Uno nunca sabe.     

     -En un convento judío. Ahí estuviste vos.    

      George miró el reloj.      

    -Si viene alguien, decile que el cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás vos. ¿Entendés, chico vivo?      

    -Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?      -Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.      

    George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de tranvías.      

    -Hola, George –saludó-. ¿Me servís la cena?     

     -Sam salió -dijo George-. Volverá alrededor de una hora y media.     

     -Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer.       

    George miró el reloj. Eran las seis y veinte.      

    -Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Sos un verdadero caballero.      

    -Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.      

    -No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.     

     A las siete menos cinco George habló:      

    -Ya no viene.      

    Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sánguche de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó, el cliente pagó y salió.      

    -El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.     

     -¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.     

     -Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.       

    Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.     

     -Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.      

    -Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.     

     En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.     

     -¿Por qué carajo no conseguís otro cocinero? -lo increpó el hombre-. ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.      

    -Vamos, Al -insistió Max.      

    -¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?      

    -No va a haber problemas con ellos.     

     -¿Estás seguro?     

     -Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.       

    -No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, vos hablás demasiado.      

    -Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?      

    -Igual hablás demasiado -insistió Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus manos enguantadas.      

    -Adios, chico vivo -le dijo a George-. La verdad que tuviste suerte.      

    -Es cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.      

    Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.       

    -No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. Ya no quiero que vuelva a pasarme.     

     Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en su boca.      

    -¿Qué carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.      

    -Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.      

    -¿A Ole Andreson?      

    -Sí, a él.      

    El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.     

     -¿Ya se fueron? -preguntó.      

    -Sí -respondió George-, ya se fueron.     

     -No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.     

     -Escuchá -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.     

     -Está bien.      

    -Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.     

     -Si no querés no vayas -dijo George.      

    -No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantenete al margen.      

    -Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?    

      El cocinero se alejó.     

     -Los jóvenes siempre saben que es lo que quieren hacer -dijo.     

     -Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.      

    -Voy para allá.      

    Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.      

     -¿Está Ole Andreson?      

    -¿Querés verlo?      

    -Sí, si está.     

     Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.      

    -¿Quién es?      

    -Alguien que viene a verlo, Sr. Andreson -respondió la mujer.     

     -Soy Nick Adams.     

     -Pasá.      

    Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.      

    -¿Qué pasó? -preguntó.      

     -Estaba en lo de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.      

    Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.      

    -Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.      

    Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.      -George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.      

    -No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.      

    -Le voy a decir cómo eran.     

     -No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.      

    -No es nada.      

    Nick miró al grandote que yacía en la cama.       

    -¿No quiere que vaya a la policía?    

      -No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.     

    -¿No hay nada que yo pudiera hacer?    

      -No. No hay nada que hacer.      

    -Tal vez no lo dijeron en serio.     

     -No. Lo decían en serio.      

    Ole Andreson volteó hacia la pared.      

    -Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.       

    -¿No podría escapar de la ciudad?      

    -No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.      

    Seguía mirando a la pared.      

    -Ya no hay nada que hacer.     

     -¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?     

     -No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.      

    -Mejor vuelvo a lo de George -dijo Nick.      

    -Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.      

    Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.     

     -Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.      

    -No quiere salir.      

    -Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?      

    -Sí, ya sabía.      

    -Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.      

    -Bueno, buenas noches, Señora Hirsch -saludó Nick.      

    -Yo no soy la Señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la Señora Bell.       

    -Bueno, buenas noches, Señora Bell -dijo Nick.     

     -Buenas noches -dijo la mujer.      

    Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.     

     -¿Viste a Ole?      

    -Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.      

    El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.      

    -No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.      

    -¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.      

    -Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.      

    -¿Qué va a hacer?    

      -Nada.      

    -Lo van a matar.      

    -Supongo que sí.      

    -Debe haberse metido en algún lío en Chicago.       

    -Supongo -dijo Nick.      

    -Es terrible.     

     -Horrible -dijo Nick.      

    Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.      

    -Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.      

    -Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.       

    -Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.     

     -Sí -dijo George-. Es lo mejor que podés hacer.      

    -No soporto pensar en él esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente horrible.     

     -Bueno -dijo George-. Mejor dejá de pensar en eso.

    Funes el memorioso

    Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre.

    Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo –género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; "Un Zarathustra cimarrón y vernáculo"; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

    Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo.

    Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.

    Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O"Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes".

    Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña.

    En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin.

    Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día siete de febrero del año ochenta y cuatro", ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente.

    La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor.

    Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes.

    Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo.

    Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo.

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