Esta distinción merece algún comentario especial al menos por dos motivos: en primer lugar, por cuanto a través de ella Aristóteles viene a considerar "la ira o las demás pasiones" como determinantes del acto injusto y, por ello, como eximentes de culpabilidad por parte del sujeto.
Conviene hacer hincapié en el hecho de que esta diferenciación aristotélica implica la aceptación del determinismo de las pasiones, ya que la existencia de tales pasiones es considerada como una base suficiente para eximir al sujeto del calificativo de injusto, y ello sólo es congruente con la consideración de que las pasiones se convierten en el motor de la conducta hasta el punto de que la voluntad es incapaz de dominarlas. Pero, en segundo lugar, hay que decir que la distinción aristotélica es discutible porque la atribución de calificativos morales a las acciones no parece tener sentido desde el punto de vista de una ética suficientemente evolucionada. Es decir, en sentido estricto, las acciones, consideradas en sí mismas, podrán ser beneficiosas o perjudiciales, mientras que los calificativos de justo o injusto podrá tener cierto sentido que se le apliquen al agente de tales acciones, teniendo en cuenta la intención que le guía, en cuanto ésta se adapte o no al cumplimiento de la normativa moral asumida, en principio, por dicho agente. En este sentido, ya Nietzsche, en sus reflexiones sobre la evolución de los sentimientos morales, expresaba este punto de vista sobre el carácter evolutivo de la moral, señalando la existencia de un progreso de la moral cuando se deja de juzgar los actos aisladamente, para pasar a juzgar la intención de su agente:
"primero se designan acciones aisladas, buenas o malas sin consideración ninguna a sus motivos, sino por las consecuencias útiles o enojosas que engendran para la colectividad. Pero bien pronto se olvida el origen de estas designaciones, y llegamos a creer que las acciones en sí, sin consideración a sus consecuencias, encierran la cualidad de "buenas" o "malas" […] Luego referimos el hecho de ser buenas o malas a los motivos, y consideramos los actos en sí como indiferentes moralmente. Se va más allá, y se da el atributo de bueno o malo no ya al motivo aislado, sino al ser entero de un hombre, que produce el motivo como el terreno produce la planta"[3].
1.
Por lo que se refiere a la segunda clase de actos voluntarios objeto de elección, es decir, a los actos de , Aristóteles (EN III) rechaza que podamos asimilarlos a un apetito, a un impulso, a un deseo o a una opinión: No consisten en un apetito ni en un impulso porque ambos son comunes a los animales irracionales, mientras que la no lo es; no puede ser un impulso, puesto que "lo que se hace impulsivamente en modo alguno parece hecho por elección" (EN 1111b 18-19); tampoco es un deseo, ya que podemos desear lo imposible -por ejemplo, la inmortalidad-, mientras que "no hay elección de lo imposible" (EN 1111b 20-21); finalmente no es una opinión, puesto que ésta se distingue por ser verdadera o falsa, mientras que la se distingue por ser buena o mala.
1.1. y
Una vez eliminadas estas posibilidades, Aristóteles pasa a considerar la relación de la con la deliberación o "". Comienza señalando que la no se ejerce sobre aquellas cosas que, por ser eternas, necesarias o azarosas, o totalmente alejadas de nuestras posibilidades, nos impiden intervenir sobre ellas, y que "deliberamos sobre lo que está a nuestro alcance y es realizable" (EN 1112a 30-31). La deliberación [] se realiza además respecto a aquellas cuestiones sobre las que no tenemos una comprensión exacta. "La délibération -comenta P.Aubenque- est une espéce de la recherche, zétesis, celle qui porte sur les choses humaines. Elle consiste á rechercher les moyens de réaliser une fin préalablement posée. Elle est alors l'analyse régresive des moyens á partir de la fin"[4].
Respecto al origen político de este concepto, H. H. Joachim compara la relación entre la y la con las relaciones existentes en los tiempos homéricos entre los reyes y el pueblo, indicando que el rey era el encargado de deliberar una cierta política, mientras que el pueblo era quien decidía su adopción:
"Thus we may compare the parts played by boúleusis and órexis in deliberate decision to the roles of the kings and the people in the Homeric constitution: the kings select by deliberation a policy which they set before the people: and the latter adopt it"[5].
Por su parte, Aubenque da una interpretación similar y relaciona estos conceptos con la institución de la ""[6], encargada de deliberar antes de que el pueblo finalmente decidiese : "Aristote voulait simplement rappeler qu'il n'y a pas de décision (proaíresis) sans délibération préalable"[7]. Además, "el deseo se refiere más bien al fin"(EN 1111b 26-27), mientras que la -y, por lo tanto, también la - se refiere a los medios que conducen a dicho fin: el médico no delibera sobre si curará, sino acerca de los medios que conducen a la curación.
Por ello, Gauthier-Jolif definen certeramente la proaíresis como "ce jugement de l'intellect pratique qui opére la fusion de la lumiére de la raison et de la force du désir"[8]. La interpretación que Joachim hace de la proaíresis en líneas generales se asemeja a la de Gauthier-Jolif, pero se diferencia especialmente en que mientras los primeros críticos consideran que la es obra del entendimiento, por su parte Joachim la relaciona especialmente con la :
"An action or course of action is said to be proairetón when the agent decides to do it after, and as the result of, a process of deliberation […] [proaíresis] is not órexis bare, but órexis assenting to the result of deliberation"[9].
Entre estas dos interpretaciones considero más acorde con los planteamientos aristotélicos la presentada por Gauthier-Jolif en cuanto del mismo modo que en un silogismo no sólo es asunto del entendimiento el establecimiento de las premisas sino también el descubrimiento de su relación a través de la conclusión, el asentimiento al resultado de la deliberación equivaldría a esa acción de establecer la conclusión. Existen, además y como veremos más adelante, otros motivos que justifican como más acertado el punto de vista de Gauthier-Jolif, aunque desde una perspectiva voluntarista no aristotélica- sería más correcto el punto de vista de Joachim.
La consideración del fin es igualmente el motivo que lleva a Aristóteles a distinguir entre el deseo [], la deliberación [] y la elección [][10]. Señala, en efecto, que "no deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios que conducen a los fines" (Ibid.), de manera que mientras el deseo se relaciona con el fin, la deliberación [] y la elección [] se relacionan con los medios.
Esta consideración del fin como una realidad relacionada con la y no con la ni con la tiene su proyección en la tradición filosófica posterior, y, de manera muy especial, en Tomás de Aquino y en el tomismo. Pero resulta especialmente interesante constatar la existencia de cierto paralelismo con planteamientos como el de Hume, quien por su parte consideraba que la razón sólo interviene como instrumento de la pasión: sirve para indicarnos los medios para conseguir un determinado fin, pero no para establecer dicho fin. Señala Hume en este mismo sentido que la razón "tampoco es capaz de impedir la volición o de disputar la preferencia a cualquier pasión o emoción, lo cual es una consecuencia necesaria"[11].
La terminología utilizada por Hume es ciertamente distinta de la aristotélica, pero en relación con esta problemática parece clara la existencia de cierta semejanza en sus respectivos puntos de vista, viendo en la razón -o en la boúleusis, según la terminología aristotélica- una realidad de carácter instrumental, relacionada con los medios para conseguir determinado fin, pero no con la creación del propio fin. Recordemos que, en este sentido, Aristóteles afirmaba ya que "la razón por sí sola nada mueve, sino orientada a un fin y haciéndose práctica" (1139a 35 – 1139b 1), y esa orientación a un fin era algo que en todo ser vendría dado por su propia naturaleza, en cuanto el fin se identifica con el bien y "el bien es aquello a que todas las cosas tienden" (EN 1094a 3).
Sin embargo, la similitud del planteamiento aristotélico con el de Hume hay que entenderla en sus justos límites: conviene no olvidar, en primer lugar, que para Aristóteles, como indica Joachim, "el fin es primariamente el objeto de la inteligencia –noetón– y es deseable […] porque es revelado a nuestra inteligencia"[12], y , en segundo lugar, que, como indican Gauthier-Jolif, para Aristóteles es la razón la que decide, de manera que hay que tener presente que la decisión es obra del entendimiento -y no de la voluntad-, aunque se trate de una decisión del entendimiento estimulado por el deseo:
"La décision est donc sans aucun doute pour Aristote l'oeuvre de l'intellect […], mais de l'intellect mis en branle par le désir de la fin qu'est le souhait et animé par ce désir"[13].
Por lo que se refiere a esta relación entre la decisión y el entendimiento, Gauthier-Jolif llegan a considerar incluso que en cierto modo habría una identificación entre ambas realidades:
"la décision est intellect désirant, en d'autres termes, elle est l'intellect nous ordonnant sous la motion du désir de faire qu'il juge être le moyen d'atteindre la fin désirée"[14].
También será propiamente la razón la que descubra las acciones más convenientes que el hombre deba realizar para alcanzar la como fin último al que todos aspiran; y, en cuanto la más alta del hombre se relaciona con su racionalidad, Aristóteles establecerá que la más plena realización y felicidad de la vida humana se encuentra en esa misma actividad racional de carácter puramente contemplativo, si bien es verdad que también el desarrollo de las demás virtudes o excelencias del hombre contribuyen igualmente -aunque en menor grado- a este mismo fin.
Por otra parte, en relación a esta cuestión, tiene interés destacar igualmente que, a la larga y en cierto modo de forma paradójica, estos puntos de vista darían paso a la progresiva introducción de las tesis del voluntarismo, cuyo máximo exponente podemos encontrarlo en la figura de Schopenhauer, frente a las tradicionales tesis del intelectualismo, que tuvieron a Aristóteles como uno de sus principales defensores.
Entre estas dos corrientes parece más convincente la voluntarista que la intelectualista, por cuanto, efectivamente, es ese conjunto de factores relacionados con los deseos y necesidades o con la voluntad -entendida en un sentido amplio- el motor que aguza nuestros sentidos y nuestro entendimiento con miras a encontrar los medios para alcanzar los fines que puedan satisfacerlos. Y es justo, por ello, reconocer que el propio Aristóteles, a pesar de su intelectualismo, que anteponía el conocimiento a cualquier deseo ("nihil volitum nisi praecognitum" es la sentencia escolástica que recoge este mismo punto de vista), supo ver ya esta subordinación de la razón, a lo largo del proceso de y de , a los fines previamente existentes a nivel de los deseos.
Por otra parte, por lo que se refiere a la cuestión de la relación entre medios y fines, conviene matizar el punto de vista de D. Wiggins, según el cual "no necesariamente es cierto que quien quiere el fin debe querer los medios"[15]. Pues, efectivamente, aunque, considerado aisladamente, el fin es, por definición, lo que es objeto del deseo, en cuanto los medios para alcanzar dicho fin puedan ser más aversivos que atractivo el deseo, en tal caso dichos medios neutralizarán la posibilidad de una elección que lleve a la consecución del fin. Y, por ello, la afirmación de que "quien quiere el fin quiere los medios" habría que completarla con el añadido "siempre que la dificultad de los medios a emplear no neutralice el atractivo del fin". Sin embargo, el planteamiento aristotélico podría seguir aceptándose sin la corrección de Wiggins siempre que entendiésemos que el deseo del fin no es un deseo del fin considerado aisladamente, sino del fin junto con o a pesar de los condicionantes, más o menos adversos, que estuviesen relacionados con su consecución, de manera que la afirmación de que "quien quiere el fin quiere los medios" seguiría siendo válida en cuanto ya en ese deseo del fin estuviera incluida la aceptación de unos medios cuyo posible carácter negativo no alcanzaría a neutralizar el atractivo del fin en su sentido más restringido.
Por otra parte y en relación a esta cuestión, tanto H.H.Joachim como Gauthier-Jolif consideran que, para Aristóteles, el deseo del fin va ligado al deseo de los medios. En efecto, Gauthier-Jolif afirman en este sentido lo siguiente:
"Le désir du souhait ne se transforme en décision qu'á l'instant oú l'intellect, á l'issue de la délibération, juge que ceci, qu'il est immmédiatement á ma portée de faire, est le moyen de parvenir á la fin souhaitée; á ce moment, le désir inefficace de la fin qu'est le souhait se transforme en désir efficace d'obtenir la-fin-par-ce-moyen ou d'employer ce-moyen-pour-la-fin. A ce stade, l'objet un et identique que la pensée énonce et que le désir poursuit, ce n'est le moyen isolé de la fin, ni la fin séparée du moyen, c'est le moyen-pour-la-fin ou la fin-par-le-moyen, et c'est á l'égard de cet objet tout entier (fin et moyen) que la pensée doit être vraie et le désir droit"[16].
Por su parte, Joachim entiende igualmente que
"los medios […] son por sí mismos partes constituyentes del fin, o que tienen valor intrínseco, siendo no meramente medios sino fines ellos mismos"[17],
y, basándose en un texto de la Metafísica, insiste de nuevo en que para Aristóteles los medios son elementos constituyentes del fin: "Aristotle insists that these steps or means are constituents parts of the end"[18].
1.2. "PROAIRESIS" Y "HOMBRE BUENO". PLACER Y BIEN
Por lo que se refiere a la , en cuanto el fin y el bien se identifican, ésta tampoco puede referirse en principio a si elegiremos el bien o no. Aristóteles considera, ciertamente, que el bien en sentido absoluto es objeto del deseo [] (EN 1113a 22-23) y que, en consecuencia, lo que realmente importa es llegar a conocer cuál pueda ser el bien más propio del hombre[19]. Al igual que en muchas otras cuestiones, Tomás de Aquino seguirá a Aristóteles en esta doctrina ("voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni…"), la cual, por otra parte y vista desde otro ángulo, representa un punto de vista semejante al del intelectualismo socrático -también llamado "paradoja socrática"-.
Al mismo tiempo, Aristóteles es consciente de que no siempre se elige el bien más adecuado, sino que en muchas ocasiones sólo se elige el "bien aparente". Precisamente la diferencia entre los conceptos de hombre bueno y hombre malo se encuentra en que el primero elige el bien auténtico, mientras que el segundo elige cualquier cosa:
"El bueno, efectivamente juzga bien todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad […] En cambio, en la mayoría el engaño parece originarse por el placer, pues sin ser un bien lo parece" (EN 1113a 28 – 1113b 1).
Resulta especialmente significativo y coherente con el núcleo de sus planteamientos respecto a esta cuestión el hecho de que, a la hora de dar una definición del "hombre bueno", Aristóteles, más que atender al hecho de cómo sea el comportamiento efectivo de tal hombre, haga hincapié en el hecho de que el hombre bueno es aquel que "juzga bien todas las cosas". Esta afirmación, aparentemente extraña por relacionar una cualidad moral como la bondad con el conocimiento en lugar de hacerlo con la acción, tiene su justificación en la consideración latente de que quien juzga bien obrará bien[20], lo cual, como ya sabemos, es una nueva manera de mostrar su acuerdo con la doctrina socrática de que nadie obra el mal voluntariamente sino por ignorancia. Más adelante podremos ver cómo, efectivamente, aunque en ciertos momentos Aristóteles parece oponerse a esta doctrina socrática, finalmente termina aceptándola, realizando todo un conjunto de análisis psicológicos especialmente interesantes para tratar de explicar aquellas formas de conducta en las que parece existir un desacuerdo entre lo que teóricamente juzgamos como bueno y lo que en realidad hacemos.
Por otra parte, en relación con la última parte de la cita anterior, me parece conveniente hacer una aclaración por lo que se refiere a la valoración aristotélica del placer; el texto griego correspondiente dice " ", y las traducciones consultadas coinciden con la que he dado -quizá porque "" no viene precedido por el artículo-. Gauthier-Jolif no comentan esta frase, pero al referirse a la siguiente -" " (EN 1113b 1), en la que consideran más acertado incluir el término "" en lugar de el de "", que es el que aceptan M.Araujo-J.Marías, la traducen del siguiente modo: "ce qu'il y a de sûr en tout cas, c'est qu'elle poursuit le plaisir comme s'il était toujours un bien"[21]. Ahora bien, aunque se trate de otra frase, podemos reconocer que, desde el momento en que Gauthier-Jolif dicen que "[la masa] persigue el placer como si siempre fuera un bien" están afirmando de manera implícita que, si nosiempre, al menos en determinadas ocasiones lo es; y, por ello, esta frase resultaría contradictoria con la frase anterior si aceptásemos la traducción de M.Araujo-J.Marías en la que se dice que el placer "sin ser un bien lo parece". Además, al final de su comentario, Gauthier-Jolif indican que aquí Aristóteles sólo está hablando del placer sensible desordenado[22], pues considera que hay placeres sensibles que representan un auténtico bien[23].
Por este motivo y teniendo en cuenta las ocasiones en que Aristóteles habla acerca del placer y el modo en que lo hace, parece más coherente con sus planteamientos traducir -o entender al menos- "pues sin ser el bien lo parece". Respecto a esta misma cuestión, en EN X 2 1172b 29, Aristóteles hace referencia a la doctrina platónica según la cual "el bien no es el placer (""), y en EN 1174a 9 refleja su opinión personal de que "ni el placer es el bien, ni todo placer es apetecible". Este planteamiento concuerda perfectamente con el sentido que doy a este pasaje, pues no es lo mismo negar que el placer sea un bien que negar que el placer sea el bien. Y Aristóteles reconoce explícitamente que en verdad el placer es un bien, aunque no sea el bien.
En esta consideración de la relación entre el placer y el hombre bueno Aristóteles considera a éste último como la persona mejor cualificada para determinar la diferencia entre placeres nobles y placeres vergonzosos, y, al propio tiempo, relaciona y a la vez diferencia placer y felicidad. En efecto, en EN X 5 1176a 16-30, afirma lo siguiente:
"Pero se considera que […] la impresión verdadera es la del hombre bueno [agathós]; y si esto es cierto, como parece, y la virtud y el hombre bueno en tanto que bueno son la medida de cada cosa, serán placeres los que se lo parezcan a él, y agradable aquello en lo que él se deleite".
En relación con este párrafo y entre otras críticas posibles, tal vez convenga recordar que ya los sofistas -y especialmente Protágoras- habían defendido el carácter subjetivo de las distintas valoraciones humanas, de manera que, de acuerdo con estos planteamientos, no tendría sentido hablar de lo placentero y de lo agradable en un sentido absoluto, sino de lo placentero y de lo agradable para cada persona o para cada colectivo social.
Con la afirmación de la idea de que el hombre bueno sea la medida de todas las cosas Aristóteles pretende destacar, entre otros hechos, que tanto por lo que se refiere al género de vida como igualmente por lo que se refiere a los placeres que de éste puedan derivar, los del hombre bueno, en cuanto dotado de las mejores facultades para escoger el máximo bien, serán, en consecuencia, máximamente placenteros y máximamente agradables, a diferencia de los placeres de los hombres vulgares, que, al elegir una vida mediocre, ésta sólo podrá venir acompañada de placeres mediocres.
En relación con este planteamiento conviene señalar que en él subyace la doctrina aristotélica sobre la esencia, y, en este caso concreto, sobre la esencia humana, doctrina que implica que toda actividad que se corresponda con dicha esencia irá acompañada de placer, mientras que aquella que se aleje, no; o, si acaso, de "placeres antinaturales":
"Por consiguiente, de los placeres que, a juicio de todos, son vergonzosos no se ha de decir que son placeres, excepto para los hombres corrompidos. Pero de los considerados como buenos, ¿cuál, o de qué índole hemos de decir que es el propio del hombre? ¿No resulta esto evidente de sus actividades? A éstas, en efecto, siguen los placeres. Por consiguiente, ya sea una o ya sean muchas las actividades del hombre perfecto y feliz, se dirá que los placeres que las perfeccionan son eminentemente placeres propios del hombre, y los demás, secundariamente y de lejos…" (EN X 5 1176a 23-30).
Por otra parte, Aristóteles está en desacuerdo con quienes critican los placeres corporales y consideran que sólo los "placeres nobles" son apetecibles. Su crítica se basa en la consideración de que, puesto que se está de acuerdo en que los dolores contrarios a los placeres corporales son malos y se piensa que lo contrario de lo malo es bueno, en tal caso los placeres corporales serán evidentemente buenos:
"Respecto de los placeres corporales, los que dicen que algunos placeres son, sin duda, apetecibles en gran manera, como los placeres nobles, pero que no lo son los placeres corporales en que se interesa el licencioso, tendrán que considerar por qué, entonces, son malos los dolores contrarios, ya que lo contrario de lo malo es bueno" (EN VII 14 1154a 8-12).
En este mismo sentido pero de forma más directa y general se pronuncia cuando dice:
"Que el dolor es un mal, todos lo reconocen, y que debemos rehuirlo… Y lo que se opone a lo que debe rehuirse en cuanto debe rehuirse y es malo, es un bien. Necesariamente, por tanto, el placer será un bien" (EN VII 13 1153a 37 – 1153b 3).
Respecto a la valoración del placer por parte de Aristóteles, conviene insistir en que su punto de vista es altamente positivo. En alguna ocasión distingue entre placeres buenos y placeres malos (EN 1152b 20-22). Más adelante llega a afirmar que
"el hecho de que todos los animales y hombres persigan el placer es una señal de que, en cierto modo, el placer es el bien supremo" (EN VII 1153b 26-27);
y en EN 1172b 20-22 indica que
"es preferible en el más alto grado lo que no se prefiere por causa de otra cosa, ni por amor de otra cosa, y todos reconocen que el placer es de esta naturaleza".
Por lo tanto, la cita que ha sido objeto de crítica hay que entenderla en el sentido de que el malo se equivoca al dejarse guiar por la búsqueda del placer, pues, aunque éste es un bien -como Aristóteles reconoce inequívocamente-, no representa el mejor criterio que la razón puede utilizar a la hora de intentar encontrar el mayor bien -aunque éste, sin duda, vaya acompañado de placer y del placer más puro-.
Igualmente, en la Retórica, defiende Aristóteles de forma inequívoca la doctrina de que
"el placer es un bien, pues todos los vivientes lo desean por naturaleza, de manera que las cosas placenteras y las hermosas por fuerza han de ser buenas"[24].
Parece evidente que el conjunto de estas citas constituye por sí mismo un contrapeso suficiente que sirve para eliminar cualquier posible duda que pudiera quedar respecto a la valoración aristotélica del placer, y, en especial, la que pudiera derivar del texto que J. Marías-María Araujo han traducido en el sentido de que "el placer no es un bien", enunciado que estaría en contradicción con todos los que acabamos de señalar y de muchos otros más[25].
Ahora bien, si Aristóteles no está de acuerdo con la valoración negativa de los placeres corporales, en lo que sí está de acuerdo es en rechazar el exceso con que en ocasiones se los busca, pues ello implica haber trastocado la escala de valores que debe regir la actividad del hombre, de acuerdo con su naturaleza, y, por ello, haber situado en lugar preferente aquellas actividades y placeres corporales correspondientes que, si considerados en sí mismos son buenos en cuanto se corresponden hasta cierto punto con la propia realidad humana en general, sin embargo encuentran su verdadero lugar en un punto más bajo de esa escala de valores, en cuanto lo humano, en su esencia más profunda, se identifica más con la racionalidad. Y será, pues, esa actividad racional correspondiente la que ocupe el primer lugar en la escala de valores de las diversas actividades posibles, y en ella será donde radique la máxima plenitud y felicidad del hombre. Esa actividad deberá ir acompañada de un placer puro, el más noble de todos, que ni sucede a una previa situación de necesidad, ni va acompañado de dolor:
"Ahora bien, en los bienes corporales puede darse el exceso, y el hombre malo () en este sentido es porque persigue el exceso, y no lo necesario, ya que todos los hombres disfrutan, en cierto modo, con los manjares delicados, los vinos y los placeres sexuales, pero no todos como es debido" (EN VII 14 1154a 15-19).
Por otra parte, resulta de especial interés observar cómo en algunos pasajes Aristóteles, al tratar del concepto de "bueno", adopta un punto de vista que guarda cierta semejanza con el que posteriormente defendería Spinoza. Así, por ejemplo, en la Retórica, da una definición de "bueno" como "lo que es deseable en sí y por causa de sí mismo y no de otra cosa, y aquello que todo ser desea"[26]; y un poco más adelante complementa estas palabras con la afirmación de que "lo que todos prefieren es mejor que lo que no todos" ["kai ho pantes hairountai tou me ho pantes"][27].
Existe, sin embargo, una diferencia que conviene señalar y que consiste en que así como para Spinoza el deseo individual es el criterio del bien, en cuanto no deseamos algo por considerarlo bueno sino que lo consideramos bueno porque lo deseamos, en Aristóteles se defiende un criterio que relaciona lo bueno con lo deseable, aunque lo deseable parece en Aristóteles más bien una pista para reconocer lo bueno que un criterio para su identificación; y será una pista más segura para reconocer como bueno un cierto objetivo el hecho de que el número de personas que así lo juzgan sea mayor. Ahora bien, cuando Aristóteles afirma que "el bien es aquello a que todas las cosas tienden" (EN 1094a 3), aunque no parezca interpretar que el bien lo sea por ser apetecido sino que, por el contrario, es apetecido por ser el bien, me pregunto si en verdad existe algún otro criterio para reconocer el bien que aquel que lo identifica con la realidad deseada. Las críticas de Moore por lo que se refiere a esta identificación –falacia naturalista– han sido especialmente valoradas, pero también tiene interés tener en cuenta que, cuando Moore conoció el emotivismo de Stevenson, llegó a dudar del valor de sus propias teorías y a conceder que quizá términos como "justo", "deber" y "bueno" tuvieran sólo un significado emotivo [28] , que es el que tanto Stevenson como Ayer les concedieron.
Por su parte, Anscombe criticó también el valor del punto de vista de Moore refiriéndose a la costumbre de "refutar el utilitarismo acusándolo de falacia naturalista, una acusación cuya fuerza pongo en duda"[29]. Anscombe -coincidiendo con diversos filósofos, como Spinoza- considera que el concepto de bueno y el concepto de querer están unidos, de manera que "la conexión conceptual entre querer […] y el bien puede compararse con la conexión conceptual entre juicio y verdad. La verdad es el objetivo del juicio y el bien es el objetivo del acto de querer"[30]. Un poco más adelante, a fin de clarificar mejor su punto de vista, incidiendo sobre la inevitable subjetividad de la valoración del bien, añade Anscombe que "la noción de bien que debe ser introducida en una explicación del acto de querer no se refiere a lo que es realmente bueno, sino a lo que el agente concibe como bueno; lo que éste quiere tendría que ser caracterizado como bueno por él"[31].
Por otra parte, Aristóteles compara al hombre bueno con el hombre sano en el sentido de que, de la misma manera que el hombre sano sabe apreciar adecuadamente los sabores, el hombre bueno es quien está realmente capacitado para encontrar el bien auténtico, mientras que los demás hombres son fácilmente engañados por los bienes aparentes.
Sin embargo, por lo que se refiere a la relación entre los conceptos de hombre bueno y bien auténtico parece presentarse, a primera vista por lo menos, un círculo vicioso por cuanto Aristóteles utiliza como criterio para reconocer el bien auténtico "aquello que elige el hombre bueno", mientras que a la vez considera que el hombre bueno es "aquel que elige el bien auténtico". Probablemente Aristóteles no debió tener en cuenta esta dificultad, y el motivo de ello pudo consistir en el hecho de que implícitamente contaba con otro criterio para el reconocimiento del hombre bueno, de manera que así se evitaba el aparente círculo vicioso. Dicho criterio consistía en el prestigio y consideración social que determinados hombres tenían a causa de su forma de comportarse en medio de la sociedad griega, en cuanto encarnaban los ideales de dicha sociedad.
En este sentido y en apoyo de este punto de vista, conviene recordar especialmente la lista de virtudes éticas tratadas por Aristóteles, por cuanto en su mayoría se trata de virtudes relacionadas con la actitud del hombre hacia la sociedad y, en algunos casos incluso, de "virtudes" que, desde planteamientos más modernos, difícilmente podrían recibir ese nombre, ya que más bien se relacionan con formas de comportamiento encaminadas simplemente a obtener prestigio y admiración; así ocurre, por ejemplo, con el tratamiento aristotélico de la esplendidez, la magnanimidad y el ingenio. También resultan muy significativos a este respecto los calificativos morales empleados por Aristóteles para referirse al comportamiento humano, tales como los de (noble), (laudable), (censurable) o (vergonzoso), aunque también emplea otros de signo menos claramente social. Tales calificativos remiten, aunque no siempre, a criterios y consideraciones sociales que sirven, pues, como fundamento para diferenciar a los hombres, considerándolos como buenos o como malos en cuanto su conducta se amolde o no a las exigencias sociales.
Por otra parte y en relación con el concepto de hombre bueno existe un problema más profundo que se entronca plenamente con la metafísica aristotélica, y, de manera más concreta, con sus doctrinas en torno al concepto de esencia.
Tal concepto procede de la doctrina platónica acerca de las ideas como modelos perfectos e inmutables a los que, más o menos, se asemejan las realidades imperfectas del mundo material. En este sentido, Aristóteles considera igualmente que existe una esencia ideal del hombre, aunque no separada en un mundo trascendente, sino intrínsecamente unida a su componente material. Ahora bien, la forma o esencia no tiene un carácter estático sino dinámico, y, en este sentido, alcanza su máxima perfección a lo largo de un proceso que viene guiado por esa misma forma en cuanto a la vez es physis, esto es, principio de movimiento por el que cada sustancia tiende a alcanzar su propia perfección y plenitud. En el caso del hombre y de los seres vivos en general su recibe el nombre de . Ella es la que dirige los cambios y movimientos de todos los seres vivos conduciéndolos a la plena perfección de su esencia.
En el caso concreto del hombre bueno hay que decir que está dotado de una mediante la cual ha sabido alcanzar el pleno desarrollo de sus diversas capacidades positivas, virtudes o excelencias, tanto del carácter -a través de la adquisición de los hábitos correspondientes- como del entendimiento -a través de los diversos aprendizajes a los que éste debe aplicarse, tanto teóricos como prácticos y productivos-, para alcanzar el objetivo de la felicidad como fin último y máximo bien. En este sentido, pues, Aristóteles considera que el hombre bueno representa el criterio absoluto para el reconocimiento del auténtico bien.
Esta doctrina, sin embargo, es susceptible en lo fundamental de dos posibles objeciones: en primer lugar, la que viene unida a la misma crítica general que puede realizarse al esencialismo aristotélico -al igual que al idealismo platónico-. Pues una cosa es postular un mundo de esencias fijas y modélicas que deban servir de criterio para juzgar acerca de la perfección del mundo de los objetos materiales, según su mayor o menor adecuación a tales supuestos modelos, y otra muy distinta demostrar que, en efecto, la estructura de lo real esté conformada de acuerdo con ese supuesto mundo de esencias y que además dichas esencias tengan que constituir el modelo al que deban tratar de aproximarse los individuos concretos correspondientes.
Desde múltiples puntos de vista -y, entre otros, sirva como ejemplo el del evolucionismo de Darwin– este dualismo, a mi entender, ha sido ya definitivamente superado, y, por ello, considero innecesario extenderme en su crítica.
Ahora bien, la primera consecuencia que deriva de la inexistencia de tales modelos es la de que deja de tener sentido la suposición de que exista un paradigma de hombre a partir de cuyo conocimiento pueda reconocerse complementariamente cuál sea el bien de todo hombre. El bien humano queda relativizado en el sentido de significar una multiplicidad de posibilidades cuya realización puede repercutir positivamente en la consecución de la felicidad y la auto-realización vital más completa de cada persona, posibilidades que no tienen por qué coincidir necesariamente con las de otra.
Por ello, el ejemplo utilizado por Aristóteles, al considerar al hombre sano como criterio de lo bueno en lo referente a los sabores y al rechazar el punto de vista del hombre enfermo, es criticable en el sentido de que, aunque sea preferible estar sano a estar enfermo, ello no implica que el enfermo deba comportarse como el sano, y, en consecuencia, tratar de obtener y disfrutar de los mismos alimentos.
Del mismo modo y generalizando este ejemplo, hay que decir que cada persona tiene sus propias peculiaridades y, como consecuencia, su bien respectivo vendrá condicionado por ellas. No existe, pues, un bien absoluto en el que todos los hombres coincidan, aunque las semejanzas existentes entre los humanos permiten coincidencias mayores que las existentes con especies distintas a la nuestra. Y, en consecuencia, no existe tampoco ese hombre bueno que pudiera servir de guía para llevarnos al descubrimiento de tal bien, sino, todo lo más, un "hombre bueno" en el sentido de hombre admirado por determinado grupo social por juzgar que dicho hombre se halla en posesión de aquellos valores que, para esa sociedad, resultan generalmente más elogiables porque considera que pueden quizá contribuir mejor a la estabilidad, a la seguridad, al progreso y al bienestar de dicha sociedad, o porque considera que las cualidades de dicho hombre son las más adecuadas para alcanzar la propia felicidad o una vida más satisfactoria.
Un último aspecto que conviene destacar de manera especial en relación a la idea del hombre bueno es -como ya he anticipado- su carácter esencialmente intelectualista en el sentido socrático. Y eso a pesar de las críticas que inicialmente pareció dirigir Aristóteles en contra del intelectualismo socrático, que equiparaba la sabiduría con la virtud y la ignorancia con la conducta defectuosa.
En efecto, si observamos algunas de las frases mediante las que Aristóteles hace referencia al hombre bueno podremos constatar que éste, si lo es, en último término lo es porque sabe qué acciones conviene realizar. Así lo indica cuando afirma que "en lo que más se distingue el hombre bueno es en ver la verdad en todas las cosas" (EN III 4 1113a 30-31), y, por otra parte y como una consecuencia semejante a la de los planteamientos socráticos, que para el hombre bueno es objeto de la voluntad lo que en verdad es un bien (EN III 4 1113a 23-24).
Así pues, del mismo modo que el buen arquero lo es por gozar de una serie de cualidades previas -buena vista, buen pulso…- que le permiten disparar certeramente, Aristóteles considera, de acuerdo con Sócrates, que el hombre bueno -el - es el que sabe, por la sencilla razón de que ese conocimiento le orientará en su conducta a la hora de de elegir con acierto los bienes más auténticos.
Esta consideración parece implicar una contradicción con la afirmación según la cual pueden darse actos de que sean malos, pues si tales actos de son propios del prudente - y éste a su vez coincide con el hombre bueno, el cual sabe distinguir siempre el bien en todo y además actúa consecuentemente, en tal caso toda debería ser buena. Por ello, una cuestión a dilucidar más adelante será la referente a los motivos que determinan los errores de elección a pesar de tener conciencia de cuál sea la elección () más valiosa.
Este planteamiento intelectualista respecto al es claramente determinista al igual que el correspondiente planteamiento socrático por cuanto establece una relación necesaria entre el conocimiento del bien y la conducta subsiguiente. Ahora bien, en el capítulo siguiente al que acabo de referirme Aristóteles plantea una serie de consideraciones que, en principio, sugieren un claro rechazo del determinismo y, en consecuencia, una defensa de la libertad en un sentido contrario al determinismo.
Estas afirmaciones podrían significar, en principio, una dificultad insuperable para encontrarles coherencia con el planteamiento anterior. Sin embargo, Aristóteles plantea a continuación la hipótesis contraria, es decir, la de que tal vez la elección acertada o desacertada de la conducta dependa en último término de un don de la naturaleza que cada uno recibe o no, sin que esto dependa de su voluntad.
Finalmente y como conclusión de estas reflexiones, viene a considerar que en cualquiera de ambos casos las acciones serán voluntarias, tanto las que corresponden al hombre bueno como las que corresponden al malo, "porque el hombre bueno hace el resto voluntariamente" y "porque estará igualmente en poder del malo la parte que él pone en las acciones, si no en el fin" (EN III 5 1114b18-21).
Para una mayor clarificación de esta cuestión parece conveniente comenzar por la exposición de las propias reflexiones aristotélicas; de este modo podremos comprobar cómo, a lo largo de su exposición, Aristóteles se plantea alternativamente dos posibilidades interpretativas de la conducta, la primera de las cuales podría parecer que se aleja claramente de una concepción determinista, mientras que la segunda significaría su total aceptación. Aristóteles, en principio, no parece pronunciarse de manera inequívoca en favor de ninguna de ellas; las expone sucesivamente sin que exista en el texto griego correspondiente (EN III 5, 1114a 30 – 1114b 12) ninguna otra partícula que sugiera que se trata de simples hipótesis mas que la conjunción adversativa "" (1114a 31: "…"), partícula que, a mi entender, ha sido mal traducida o dejada de lado en la traducción de Julián Marías-María Araujo, puesto que a continuación del texto anterior, introducen, como buscando una especie de nexo ilativo con respecto a la frase posterior, la expresión "por tanto", a pesar de que lo que sigue no es ni mucho menos una consecuencia de lo anterior y a pesar de que Aristóteles sólo había utilizado una conjunción de carácter claramente adversativo, que, si acaso, refleja la oposición existente entre las dos teorías expuestas. Me parece, por ello, más adecuada la traducción de Julio Pallí, en la que no aparece esa gratuita conexión ilativa que hace que el texto resulte ininteligible.
La propia exposición aristotélica induce a considerar que la única forma aceptable de llegar a comprender esa yuxtaposición de textos contradictorios es la de verlos como dos posibles hipótesis iniciales de trabajo, de las cuales la segunda se presenta como una alternativa a la primera. De hecho, su análisis del placer efectuado en el libro VII se presenta de un modo semejante, es decir, mostrando sucesivamente dos teorías contrarias entre sí. Pero, además, en este caso concreto resulta evidente que la perspectiva aristotélica se identifica plenamente con la segunda teoría, a pesar de que cuando comienza a exponer la primera no nos advierte de que se trata de una simple hipótesis ajena a sus propios pensamientos[32].
Aristóteles culmina su explicación señalando que, en cualesquiera de ambos casos, las acciones de las que ahí trata serán voluntarias en cuanto que su realización depende siempre del agente, tanto si se inclina por la acción objetivamente mejor como si lo hace por otra distinta. En cualquier caso, sin embargo, conviene no olvidar que, como ya he dicho antes, el carácter voluntario de las acciones no excluye, en principio, su carácter a la vez determinista.
1.3. HOMBRE BUENO. "QUERER" Y "PODER"
El texto al que me refiero es el que corresponde al capítulo 5 del libro III de la ética Nicomáquea. La parte de dicho texto que con mayor claridad "parece" oponerse al determinismo psicológico es la que va desde EN 1113b 3 hasta 1114a 31. Entre las afirmaciones más representativas que, en este sentido, realiza Aristóteles tenemos las siguientes:
"…siempre que está en nuestro poder el hacer, lo está también el no hacer, y siempre que está en nuestro poder el no, lo está el sí; de modo que si está en nuestro poder el obrar cuando es bueno, estará también en nuestro poder el no obrar cuando es malo, y si está en nuestro poder el no obrar cuando es bueno, también estará en nuestro poder el obrar cuando es malo. Y si está en nuestro poder hacer lo bueno y lo malo, e igualmente el no hacerlo, y en esto consistía el ser buenos o malos, estará en nuestro poder el ser virtuosos o viciosos […]
En otro caso debería discutirse lo que ahora acabamos de decir y afirmarse que el hombre no es generador de sus acciones como de sus hijos. Pero si esto es evidente y no nos es posible referirnos a otros principios que los que están en nosotros mismos, las acciones cuyos principios están en nosotros dependerán también de nosotros y serán voluntarias […] Pero acaso alguno es de tal índole que no presta atención. Pero los hombres mismos han sido causantes de su modo de ser por la dejadez con que han vivido, y lo mismo da ser injustos o licenciosos, los primeros obrando mal, los segundos pasando el tiempo en beber y en cosas semejantes, pues son las respectivas conductas las que hacen a los hombres de tal o cual índole […] Si alguien comete a sabiendas acciones a consecuencia de las cuales se hará injusto, será injusto voluntariamente […]
Y no son sólo los vicios del alma los que son voluntarios, sino en algunas personas también los del cuerpo, y por eso los censuramos" (EN 1113b 7 – 1114a 24).
A lo largo de este texto y a pesar de que la primera impresión que puede producir su lectura es la de encontrarnos ante una indudable defensa del libre albedrío y ante un indudable rechazo del determinismo, conviene observar lo siguiente: en primer lugar, que en aquello en lo que Aristóteles insiste es en el hecho de que, en último término, las decisiones de las que emanan nuestras acciones, dirigidas hacia el bien o hacia el mal, proceden de nosotros, o, lo que es lo mismo, que "generamos nuestras acciones del mismo modo que engendramos a nuestros hijos" y que, por ello, nuestras acciones son voluntarias.
Pues bien, esta perspectiva no es para nada incompatible con el determinismo, del mismo modo que tampoco lo es la forma de libertad a la que Aristóteles se refiere implícitamente al hablar del carácter voluntario () de las acciones. Es cierto, por otra parte, que hablar de "poder" sugiere quizás una situación según la cual la voluntad sería tan absolutamente soberana que todo objetivo que de antemano la razón le presentase "podría" abandonarlo caprichosamente –libremente, en sentido no determinista- y sustituirlo por cualquier otro. Por ello me parece conveniente profundizar un poco más en el análisis del concepto de poder.
Reparemos, en este sentido, en el hecho de que una expresión como "puedo hacer X" admite al menos una doble interpretación: a) que poseo la capacidad física necesaria para realizar tal acción; por ejemplo, levantar un peso de cincuenta kilos -capacidad que sin duda no tendría si en lugar de esos cincuenta kilos se tratase de cincuenta toneladas-; y b) que, además de poseer la capacidad física suficiente, poseo también la capacidad de autodeterminarme a querer realizar o no dicha acción, ya que si el propio querer no es algo sobre lo cual tenga ningún poder para hacerlo aparecer o no, en tal caso, por muy preparado que me encuentre físicamente, será desde luego muy discutible la afirmación de que "pueda" levantar aquellos cincuenta kilos, no sólo si me encuentro actualmente inconsciente sino también si una extraña aversión patológica o cualquier otro motivo me impiden desear realizar tal acción, aunque "pudiera" realizarla gracias a mi preparación física.
Así pues, aun en el caso a), en el que hablamos de levantar sólo un peso de cincuenta kilos y en el que afirmamos que, efectivamente, tiene sentido afirmar que físicamente nos resulta posible, se nos presenta una dificultad que es la que consiste en que ese poder sólo lo será de verdad si, además de poseer la capacidad física adecuada, quiero levantar dicho peso. Pues, si nunca se da en mí el deseo de hacerlo, en realidad no podré hacerlo por el sencillo hecho de que la capacidad física no será suficiente mientras no exista un impulso nervioso motor que, a su vez, venga generado por la existencia de tal deseo y de la decisión subsiguiente de realizar tal acción, en cuanto el deseo y la decisión se corresponden con determinados procesos neurológicos cerebrales a partir de los cuales se generan los impulsos nerviosos que, a su vez, determinarán la actividad muscular correspondiente.
En consecuencia, la afirmación "puedo" presupone la condicional "si quiero", y, en este sentido, ese poder ya no es tan autónomo como podría parecer a simple vista, sino que queda subordinado al hecho de que realmente quiera realizar o no tal acción; de manera que si poseo las condiciones físicas musculares y óseas adecuadas para realizar aquella acción y además deseo realizarla, en dicho caso la afirmación de que puedo hacerla tiene pleno sentido, mientras que si poseo las condiciones físicas (musculares y óseas) adecuadas pero no deseo realizarla ahora ni nunca, en tal caso la afirmación de que puedo realizarla, para hablar con mayor precisión tendría que ser matizada haciendo referencia al sentido restringido de poder, es decir, al hecho exclusivo de que mi capacidad física (muscular y ósea)es suficiente para realizar tal acción.
Por otra parte, si la afirmación "puedo" la complemento y la subordino a la condición "si quiero", esta situación nos plantea, a su vez, el problema de averiguar cuál pueda ser la causa de que quiera o de que deje de querer. ¿Se trata de una alternativa cuya solución depende de uno mismo en el sentido de que el hecho de querer o no querer pueda ser considerado como una simple consecuencia de un omnímodo poder de la voluntad gracias al cual no sólo podamos tratar de hacer aquello que queramos sino también de querer aquello que decidamos querer?
Si esto fuera así y quisiéramos explicitar ese omnímodo poder de la voluntad, la expresión "si quiero, puedo" tendría que ser complementada para hacer patente su supuesto contenido latente, de manera que, más o menos, quedaría transformada en la expresión "si quiero, puedo, y el mismo hecho de que quiera o no está sometido al poder de mi voluntad". Es decir, el propio hecho de que quiera o no quiera será consecuencia de que quiera querer o no, pues absolutamente nada sería capaz de determinar mi propio querer sino yo mismo a través de un acto de libertad absoluta, aunque, a la vez, irracional, por cuanto el querer no podría estar fundamentado mas que en sí mismo y no en una determinada motivación racional. Esa forma de entender la libertad implica, pues, la aceptación de la idea de que no sólo se es libre para tratar de hacer aquello que se desea, sino que también se es libre para modificar caprichosamente el propio querer. Ciertamente, la posesión de esa fantástica facultad podría representar la solución de todos nuestros problemas, pues, por ejemplo, cuando uno "quisiera" comer y no tuviera comida, bastaría una decisión de la voluntad para querer no querer comer, pero, además, para librarnos de todos los sinsabores inherentes a las carencias relacionadas con el querer, nos bastaría con una suprema y definitiva decisión de la voluntad por la que todo querer quedase suprimido y sumido en un eterno nirvana.
Por otra parte, parece que Moore llegó a tomar conciencia de este problema en Ethics, por cuanto, al parecer, expresiones como la que he señalado, implicaban la existencia de una "dificultad", ya que -según interpreta Austin las palabras de Moore- implicarían un regreso al infinito al subordinar el poder a un querer anterior, y éste a otro, y así sucesivamente[33]. Pero Moore no profundizó más en su clarificación, aunque consideraba que los conceptos de determinismo y libertad eran perfectamente compatibles: las cosas están determinadas en cuanto cada una es el efecto de otra realidad anterior, pero son libres en cuanto sus propios efectos dependen de su particular naturaleza:
"…en esta concepción del curso de la naturaleza se contiene la unión, en su forma más simple, del determinismo con la libertad. Toda cosa caracterizada por una única naturaleza cualitativa está sin duda determinada en que es el efecto de alguna otra cosa, y dada esta otra cosa, está forzada a aparecer. Pero también ésta es de igual manera la causa de alguna otra cosa, y es libre en la medida en que su efecto depende de su propia naturaleza. No está en contra de esto el que su propia naturaleza dependa a su vez de alguna otra cosa; puesto que alguna otra cosa no hubiera podido en sí misma haber producido el efecto que ésta produce. Es un enlace esencial en la cadena, y aunque el efecto no se deba únicamente a ella, alguna parte de dicho efecto se debe a ella y sólo a ella.
Así, desde la opinión común que considera el mundo de la experiencia como la realidad última, en la cual cada parte de este mundo es a la vez libre y a la vez determinada, es el único sentido de libertad que puede hacer frente a las críticas, puesto que no se basa en ninguna diferencia arbitraria"[34].
Por otra parte, ya anteriormente -como más adelante veremos- tanto Hobbes, como Spinoza, Leibniz, Hume, Schopenhauer y el propio Einstein afirmaron esta limitación para el sentido tradicional de libertad, indicando que no somos libres para elegir nuestro propio querer: el hombre se encuentra con que, de hecho, quiere determinados objetivos, pero en ningún caso ha elegido quererlos. De manera que, volviendo al ejemplo anterior, un hombre puede encontrarse con que, de hecho, quiere levantar aquel peso de cincuenta kilos, pero el hecho de que quiera hacerlo no es el resultado de una decisión anterior por la cual haya elegido querer realizar tal acción, y, por lo tanto, en cuanto que su propio querer no es la consecuencia de una libre elección, aunque sí la causa de la acción, ésta será voluntaria, pero, a la vez, tan determinada como el querer.
Ahora bien, centrándonos nuevamente en el planteamiento aristotélico, conviene tener presente que el mismo Aristóteles señala en diversos lugares que el fin y el bien no son objeto de elección, sino sólo los medios, en cuanto comprendemos que son los que mejor nos aproximan al fin. Así pues, la concepción aristotélica de la libertad no tiene esta exagerada extensión que acabo de presentar, de manera que cuando Aristóteles se refiere a la capacidad humana para realizar una acción o no, en lo que quiere insistir, como en repetidas ocasiones indica, es en el carácter voluntario de los actos espontáneos y especialmente de los actos de proaíresis, por cuanto, sean cuales sean las motivaciones que nos determinen a actuar, en cualquier caso nadie nos empuja desde fuera y somos nosotros los protagonistas de tales actos.
Una segunda cuestión a considerar es la que se relaciona con la afirmación de que
"los hombres mismos han sido causantes de su modo de ser por la dejadez con que han vivido, y lo mismo de ser injustos o licenciosos […] pues son las respectivas conductas las que hacen a los hombres de tal o cual índole" (EN 1114a 4-7).
Aristóteles tiene razón, al menos en parte, al señalar que el carácter de cada persona viene causado por la sucesiva repetición de actos que lo van perfilando; pero deja sin plantearse -y, por lo tanto, sin resolver- la cuestión de cuál sea la causa inicial que propicie esa primera forma de conducta anterior a la formación del carácter. Veremos cómo, más adelante, cuando plantea la alternativa determinista, presenta al mismo tiempo una solución a este problema, considerando -aunque sólo sea como hipótesis- que "la aspiración al fin no es de propia elección, sino que es menester nacer con vista para juzgar rectamente y elegir el bien verdadero, y está bien dotado aquel a quien la naturaleza ha provisto generosamente de ello" (EN 1114b 6-9). Desde este planteamiento es la "naturaleza" la que determina que seamos más o menos capaces de elegir ese fin que atrae a nuestra voluntad, y, en este sentido, podría decirse que el determinismo psicológico puede contemplarse desde una doble perspectiva: en primer lugar, por esa necesaria sujeción al fin o al bien; y, en segundo lugar, por el hecho de que nuestra peculiar forma de acertar o de equivocarnos en nuestra manera de actuar para conseguir el bien viene determinada por la capacidad con que la naturaleza nos haya dotado.
Un último comentario respecto a esta primera parte de la alternativa presentada por Aristóteles es la que hace referencia a la "censura social", pretendiendo que el hecho de que se produzca implica la aceptación del supuesto de que el hombre sea libre para elegir la virtud en lugar del vicio. Pero tanto los castigos como la censura social son mecanismos cuya función es la de tratar de "condicionar" al hombre para que se aleje de determinadas formas de conducta y para que adopte las que de él espera quien le inflige el castigo o le censura. Por ello, este argumento podría esgrimirse precisamente contra los que niegan el determinismo psicológico, ya que si, como dice Aristóteles, mediante los castigos pretenden los gobernantes modificar la conducta de quienes se alejan del comportamiento virtuoso, ello presupone la convicción de que efectivamente los castigos sirven para determinar ese cambio de comportamiento, lo cual no ocurriría si el determinismo psicológico no fuera una tesis objetivamente fundamentada.
1.4. DETERMINISMO NATURAL Y DETERMINISMO SOCIAL
Por lo que se refiere a la segunda parte de la alternativa que se está considerando, en ella aparece un planteamiento claramente determinista. Esta "hipótesis" parece representar la auténtica doctrina aristotélica, sobre todo si tenemos en cuenta el conjunto de sus diversas manifestaciones. En cualquier caso, un ejemplo de lo que digo se puede encontrar en EN X 9 1179b 20-31, en el que se dice lo siguiente:
"El llegar a ser buenos piensan algunos que es obra de la naturaleza, otros que del hábito, otros que de la instrucción. En cuanto a la naturaleza, es evidente que no está en nuestra mano, sino que por alguna causa divina sólo la poseen los verdaderamente afortunados; el razonamiento y la instrucción quizá no tienen fuerza en todos los casos, sino que requieren que el alma del discípulo haya sido trabajada de antemano por los hábitos… para deleitarse y aborrecer debidamente, pues el que vive según sus pasiones no prestará oídos a la razón que intente disuadirle, ni aun la comprenderá… En general, la pasión no parece ceder ante el razonamiento, sino ante la fuerza. Es preciso, por tanto, que el carácter sea de antemano apropiado de alguna manera para la virtud, y ame lo noble y rehúya lo vergonzoso"[35].
Este texto resulta muy esclarecedor en relación con el tema que ahora nos ocupa por los siguientes motivos: en primer lugar, Aristóteles acepta que la bondad procedente de la naturaleza "sólo la poseen los verdaderamente afortunados". Esta afirmación no excluye -sino todo lo contrario- que sea la naturaleza la causa de que en el resto de las personas falle la bondad o, como dice a continuación, haya que adquirirla por otro procedimiento, consistente en "el razonamiento y la instrucción" que, en cuanto por sí mismos "quizá no tienen fuerza en todos los casos", requieren a su vez de la forja de unos hábitos previos para adquirir la capacidad de amar lo noble y de aborrecer lo vergonzoso[36]. A su vez, el fomento de estos hábitos y la educación correspondiente conviene que esté regulado por leyes, "porque la mayor parte de los hombres obedecen más bien a la necesidad que a la razón, y a los castigos que a la bondad" (EN X 9 1180a 4-5). En este mismo sentido, en EN II 1 1103b 3-4, afirma que "los legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir buenas costumbres".
El resumen de estas consideraciones es que o bien los hombres llegan a ser buenos por obra de la naturaleza, o bien por un proceso más o menos largo en el que la condición primera es la de la existencia de leyes adecuadas, que, a su vez, fomenten la buena educación y las buenas costumbres, de forma tal que todo ello determine la formación de un carácter virtuoso a partir del cual el llegar a ser bueno y la elección del bien surjan como algo natural, espontáneo y agradable.
Estos dos planteamientos, presentados esquemáticamente, pueden servir para mostrar de forma más patente no sólo el acuerdo aristotélico con la segunda alternativa que de inmediato presentaré, sino también que el determinismo que ella implica Aristóteles lo acaba de presentar aquí desde dos perspectivas, una de carácter genético o natural -correspondiente al primer planteamiento- y la otra de carácter social -la que se corresponde con el segundo.
Los esquemas correspondientes de estos dos planteamientos son, pues, los siguientes:
a) Planteamiento genético o "natural":
Divinidad ® Naturaleza buena ® Hombre bueno
Este planteamiento implica un determinismo natural de origen divino -aunque, por otra parte, no resulta especialmente claro el papel que pueda jugar aquí la divinidad aristotélica, si no es recurriendo a otros textos que ayuden a clarificar esta cuestión-.
b) Planteamiento social:
Leyes ® Educación y costumbres ® Carácter amante de la virtud ® Hombre bueno
Este planteamiento es una forma de determinismo social.
Dejando ya a un lado estas consideraciones introductorias, paso a continuación a exponer el texto aristotélico correspondiente a la segunda alternativa a la que me he referido antes:
"[Por otra parte][37], si se dice que todos aspiran a lo que les parece bueno, pero no está en su mano ese parecer, sino que según la índole de cada uno así le parece el fin; [frente a esta suposición se podría replicar que][38] si cada uno es en cierto modo causante de su propio carácter, también será en cierto modo causante de su parecer; de no ser así, nadie es causante del mal que él mismo hace, sino que lo hace por ignorancia del fin, pensando que por esos medios conseguirá lo mejor, pero la aspiración al fin no es de propia elección, sino que es menester, por decirlo así, nacer con vista para juzgar rectamente y elegir el bien verdadero, y está bien dotado aquel a quien la naturaleza ha provisto generosamente de ello, porque es lo más grande y hermoso y algo que no se puede adquirir ni aprender de otro, sino que tal como se recibió al nacer, así se conservará y el estar bien y espléndidamente dotado en este sentido constituirá la índole perfecta y verdaderamente buena" (EN III 5 1114a 31 – 1114b 12).
En esta segunda alternativa Aristóteles comienza señalando una primera objeción posible que hace hincapié en el hecho de que, aunque todos aspiran al bien, es la índole de cada uno lo que explica la diversidad de pareceres y, en consecuencia, la diversidad de conductas. A dicha objeción responde señalando que, en cuanto uno es causante de su propio carácter, lo es también de su forma particular de entender el bien. Pero esta respuesta no la plantea como una solución tajante de manera que no ofrezca ningún resquicio de duda. La prueba más clara de ello la tenemos en la reflexión que sigue de forma inmediata, reflexión que tiene especial importancia porque supone la abierta introducción de la hipótesis determinista desde la perspectiva del intelectualismo socrático, complementada con una especie de determinismo genético.
En efecto, la hipótesis de un determinismo intelectualista se presenta con suma claridad cuando señala que, si lo anteriormente dicho no es correcto, en tal caso "nadie es causante del mal que él mismo hace, sino que lo hace por ignorancia del fin, pensando que por esos medios conseguirá lo mejor" (1114b 4-6), mientras que la hipótesis de un determinismo genético aparece a continuación cuando afirma que "la aspiración al fin no es de propia elección, sino que es menester […] nacer con vista para juzgar rectamente y elegir el bien verdadero" (1114b 6-8).
Por otra parte, teniendo en cuenta en su conjunto su tratamiento del intelectualismo socrático -en el que, a pesar de su aparente rechazo inicial, termina aceptándolo, con las aclaraciones y correcciones pertinentes- no resulta aventurado pensar que, aunque en estos momentos no llega a pronunciarse de manera clara por ninguna de las dos alternativas señaladas, está de acuerdo con la segunda, pero sin que ello implique aceptar, junto con el determinismo que el bien impone sobre el deseo y que la naturaleza impone sobre la capacidad de elegir, que las acciones dejen de ser voluntarias, por cuanto ni se hacen por ignorancia ni por violencia, que son las dos modalidades de actos involuntarios. En consecuencia, afirma Aristóteles,
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