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Ciudadanos de la fe: práctica religiosa y conducta cívica en comunidades pentecostales

Enviado por Paula Biglieri

     Sobre el escenario religioso de fines de siglo se ha producido una espectacular diversificación y auge de creencias religiosas. El tan pregonado fin de las religiones, al compás del implacable avance del modelo socio-cultural de la modernidad y su racionalidad instrumental, se encuentra muy lejos de lograr su finalidad.

    El nuevo ímpetu religioso ha adquirido variadas formas a lo largo y ancho del planeta. En el caso específico de América Latina, la cuestión parece volcarse hacia una pluralización del ámbito religioso, antaño hegemonizado por la Iglesia católica. En efecto, nuestro continente considerado históricamente católico, ha comenzado a experimentar un cambio en las características de su composición y cultura religiosa donde la modificación ha tenido eminentemente un carácter pentecostal.

    Ahora bien, frente a esta situación surgen un sinnúmero de preguntas, la que guía la siguiente exposición es: ¿la conversión a alguna comunidad pentecostal afecta el modelo moderno de conducta cívica en sus feligreses?

    Antes de contestar esta pregunta, vale recordar brevemente (aunque son bien conocidos) algunos de los supuestos que subyacen al modelo socio-cultural de la modernidad. Este modelo levantó sus pilares sobre la base de la creciente diferenciación y especialización de esferas, que implicaban, entre otras cuestiones, una separación (diferenciación) de los campos "secular" y "religioso". El proyecto que la modernidad puso en marcha significó, la construcción de un modelo socio-cultural apoyado en la ruptura y el desencantamiento con el orden religioso que gobernaba el mundo. Escisión que provocó un quiebre con el fundamento trascendental que concebía al poder divino como sustento y garante del orden establecido, fuera del alcance y operacionalidad de los hombres.

    En este contexto, la utopía del modelo socio-cultural moderno significó la imposición de una visión naturalista del hombre como supuesto básico para fundamentar la negación de toda recurrencia a una ley divina. La naturaleza se imponía, de esta forma, como el origen y la argumentación de las verdades existentes y la razón como la fuente por excelencia para descubrirlas. El proyecto de la modernidad suponía un creciente avance de la secularidad en detrimento de lo sacro. Así, la modernidad intentaba reemplazar, del centro de la sociedad, a Dios por la ciencia y, en el mejor de los casos, dejar las creencias religiosas relegadas al seno de la vida privada.

    Resultó así, que el proyecto socio-cultural de la modernidad supuso el desarrollo de la secularización, que significaba, en términos generales, el proceso a través del cual los individuos se reconocerían como sujetos autónomos y protagonistas en la construcción y organización de un orden social cuyo fin último se encontraba en el mundo. Es decir, la sociedad ubicada frente al desafío de autodeterminarse, generar su propia identidad, producir su propia normatividad y organizarse según sus propios fundamentos. (1)

    Frente a las circunstancias de emergencia de este escenario, la concepción del modelo de ciudadanía también se vio afectado por el proceso de secularización. Ligada a los avatares del modelo socio-cultural moderno y con el desarrollo del Estadonación, la ciudadanía también vivió su propia escisión. Ahora, ésta dejó de lado también toda fundamentación trascendente y quedó anclada en una base puramente secular. Por lo tanto, a partir de la modernidad el concepto de ciudadanía trajo consigo un nuevo problema a resolver: la búsqueda de una identidad puramente secular. Es decir, la identidad ya no podía sustentarse en un fundamento extra-mundano, debía ser definida en relación al Estado-nación. En este sentido, la ciudadanía produjo a partir de la modernidad un cambio de vínculo de los individuos con el poder, dando paso de una relación de sujeción del individuo a la persona del rey, a otra de "libre adhesión" a la sujeción al poder. (2)

    El término ciudadanía, entonces, hizo referencia directa al Estado-nación, es decir, a un espacio político claramente unificado, en tanto identidad universal que se impuso a la multiplicidad de identidades existentes a nivel social. La ciudadanía, en el nuevo modelo socio-cultural, pasó a estandarizar e igualar, en definitiva, dejó de calificar y por ende pretendió subordinar la diversidad de identidades existentes bajo la égida universalizadora del Estado-nación.

    En otras palabras, el resultado del proceso histórico moderno fue la emergencia de un ideal ciudadano basado en el individuo. Un ideal de individuo escindido de todo fundamento trascendente que quebraba con las jerarquías que ordenaban su mundo holísticamente. Es decir, lo que implicó fue la aparición del individuo como protagonista de su propia historia; hecho que a su vez tuvo su correlato con el desarrollo del mercado y los Estados nacionales y, por lo tanto, con la construcción de una diferenciación particular: la del espacio público y del espacio privado. Fue así como lo público pasó a ser considerado un conjunto de mecanismos para tratar problemas colectivos, en otras palabras, lo público fue entendido como una solución para los problemas que supone la coexistencia pacífica. El Estado pasó entonces, en tanto espacio de lo público por antonomasia, a constituirse como ordenador y arbitro de los miembros individuales que lo constituían, porque el modelo socio-cultural de la modernidad se levantó sobre el ideal de valores individuales; donde los miembros del Estado se presentaban como individuos en el ámbito de lo privado para transformarse en ciudadanos en el ámbito de lo público. (3) Por otra parte, la emergencia de la figura del ciudadano moderno supuso, al implicar tanto derechos como obligaciones, el disciplinamiento de un orden político y social al estructurar la modalidad de la relación entre gobernantes y gobernados y entre conciudadanos. En definitiva, se trató de una construcción de clara raigambre y estructura individualista donde se necesitaba de la formulación de un modelo de ciudadano que operara en relación a ciertos criterios en el ámbito de lo público.

    Claro está, que este ciudadano debía poseer ciertos atributos necesarios para la operación efectiva del modelo socio-cultural moderno. El ideal de ciudadano era el de aquel individuo que en el ámbito de lo público actuase según una determinada conducta cívica. Esta conducta, según el ideal del modelo socio-cultural moderno, debía caracterizarse por la capacidad de los ciudadanos de actuar individual y racionalmente, de hacer valer sus derechos y cumplir con sus obligaciones, de definir y perseguir sus propios intereses (individuales), de respetar y vincularse solidariamente con sus conciudadanos mediante una legislación, de responder con lealtad (individual) hacia el Estado y hacia todas sus formas de instituciones políticas, dado que éste se instituía como agente regulador y su fin era entonces el logro del bien común. En pocas palabras, se requería de un individuo para el ámbito privado y un ciudadano para el ámbito de lo público. (4)

    Ahora bien, teniendo en cuenta estas características básica y mínimas del modelo socio-cultural de la modernidad, al retomar la pregunta guía: ¿la conversión a alguna comunidad pentecostal afecta el modelo moderno de conducta cívica en sus feligreses? Encontramos que la respuesta es sí.

    Entre las características de la práctica socio-religiosa de las comunidades pentecostales encontramos: creen que todo individuo puede acceder al don de hablar en lenguas (glossolalia) y de sanación, si se prepara y se entrega verdaderamente a Dios; realizan celebraciones de extrema emotividad; enfatizan la importancia del bautismo y el proceso de "renovación" que experimentan sus feligreses al convertirse; alientan la participación de todos sus miembros en trabajos misioneros; entre otras.

    Pero fundamentalmente consideramos en este trabajo, en primer lugar la forma en que ligan la creencia religiosa a todos los aspectos de la vida cotidiana, en segundo lugar y a consecuencia del primero, el aliento que los fieles reciben para llevar adelante sacramente la práctica de los actos diarios de su vida; y en tercer y último lugar los vínculos que establecen entre la Iglesia y la comunidad exceden la mera concurrencia a la celebración propiamente religiosa. Es decir, ofrecen una red de apoyo social para sus miembros basada en las obligaciones cristianas que adquieren sus feligreses de ayuda mutua que al mismo tiempo refuerza el estilo de vida religioso adquirido.

    De esta forma, podemos observar cómo la identidad colectiva de las comunidades pentecostales pasa a constituirse en el aspecto sustancial de la identidad individual de los fieles, de lo que se desprende que a partir de las características de la identidad colectiva y de su práctica religiosa las comunidades pentecostales constituyen una conducta cívica a partir de la sacralidad.

    En términos generales, uno de los rasgos más sobresalientes que adquieren las comunidades pentecostales es que el logro de la salvación para los creyentes se presenta como un desafío cotidiano por no caer en el pecado. Esta lucha se presenta como una constante tensión entre la dualidad "cuerpo y alma", "carne y espíritu" o "cielo e infierno". De esta lucha incesante solamente se puede salir triunfador a través de una vida sujeta a la "normatividad cristiana" que defina la agrupación pentecostal a la que pertenezcan. En este sentido, sobre esta base constituyen una religiosidad que se presenta, en gran medida, como un anclaje de identidad unitario. Es decir, como un esquema de referencia central que tiende a subordinar la multilateralidad de posibilidades que ofrecen las sociedades contemporáneas (a raíz de la creciente diferenciación y complejidad social, elementos claves en la constitución de identidades en la subjetividad moderna) y a ordenar, en consecuencia, prácticamente la totalidad de la vida de sus feligreses a partir de su creencia religiosa y de la normatividad cristiana que ésta implica.

    Pero el hecho que los creyentes pentecostales experimenten un contagio de todas las esferas de sus vidas por la cuestión sacra a partir de la introyección de toda una "normatividad cristiana", se sustenta y se refuerza a partir de los estrechísimos lazos comunitarios que establecen entre los "hermanos", factor que junto a su práctica religiosa re-cimienta cotidianamente la identidad colectiva de los feligreses como grupo cristiano. En efecto, el contacto tan cercano con otros "hermanos", la asiduidad con que reciben una explicación e interpretación de la Biblia, los espacios de participación que tienden a ofrecer constantemente estas agrupaciones, la incentivación a participar en distintas actividades de la comunidad (espacialmente las misioneras), etc. facilita el desarrollo de una identidad colectiva que, en los casos más extremos, implica un acotamiento de los espacios de los espacios de autonomía individual. Todo esto se manifiesta en una rutinización de prácticas y una fuerte internalización de valores (que en el caso de los conversos implica una re-socialización) por parte de los miembros que expresan el desvanecimiento de las fronteras, que como señalamos, mejor caracterizan el modelo socio-cultural moderno: la distinción entre lo sacro y lo secular y entre lo público y lo privado. Es decir, las comunidades pentecostales se erigen como estructuras de sentido objetivado que procesan, reglamentan, donan sentido, ofrecen máximas morales y normas a sus feligreses, otorgándoles seguridad y contención, señalando como actuar en cada situación. En otras palabras, reducen la incertidumbre de sus fieles a partir de la oferta de un proyecto de vida cuyo fin último es la salvación. Claro está, todo esta articulación de lazos comunitarios implica la constitución de un orden (comunitario) que disciplina la actividad cotidiana de los "hermanos", erigiéndose también, en consecuencia, como un espacio de circulación de información, de satisfacción de demandas y fundamentalmente de control.

    Así es, la identidad colectiva que desarrollan (con sus prácticas de apego a una "normatividad cristiana" determinada), su sentido unificador y su proyecto de vida adquieren una racionalidad a valores (en términos weberianos) -que otorga una explicación para cada cosa y que le da importancia, justificación y razón de ser a los actos cotidianos de los feligreses- en relación con el objetivo buscado: el acceso al reino de los cielos.

    En términos generales, a partir de esta fuerte integración que experimentan los fieles a través del desarrollo de una identidad colectiva y de las relaciones comunitarias que establecen por su práctica religiosa, se constituye una lógica de operación grupal y colectiva para la consecución de objetivos.

    Evidentemente, todos estos fenómenos repercuten en la conformación de una modalidad de conducta cívica. Es decir, podemos interpretar que las comunidades pentecostales tienden a ofrecer un orden sacro integral que encuentra un preciso lugar y una explicación (justificación) para cada cosa, que vuelve a ligar la concepción de la ciudadanía con la religión. Efectivamente, si la etimología del término religión, como nos ilustra Derrida (1997) es religare, volver a ligar, lo que se relaciona con ob-ligar y, en consecuencia, con el "deber" y la "deuda", las agrupaciones pentecostales tienden a amarrar dos ámbitos claramente diferenciados por el modelo socio-cultural de la modernidad y otorgar un marco integral de ordenación. Es decir, vuelven a "re-encantar" el fundamento del orden que gobierna el mundo. Así, los feligreses pentecostales encuentran un fundamento trascendental que concibe al poder divino como sustento y garante del orden político-social establecido. Lo que implica que, por mandamiento cristiano justifiquen a las autoridades y al orden político-social secularmente establecido y que, por lo tanto, los feligreses estén obligados a acatar las leyes seculares vigentes y a no cuestionar las autoridades estatuidas, a comportarse como buenos ciudadanos y a respetar los símbolos patrios oficiales. Es decir, re-establecen un tipo de ligazón justificada sacralmente para el vínculo gobernantes-gobernados.

    Entonces, al ligar la ciudadanía con la religión, los feligreses pentecostales adquieren a través de su creencia una determinada conducta cívica que implica el deber de comportarse como buenos ciudadanos, porque, en definitiva, el deber de todo buen cristiano es ser un buen ciudadano. Factor que imprime en cada feligrés una normatividad cívica constituida a partir de lo sacro, que les otorga un marco de referencia de acción y vinculación con el mundo secular exterior a la agrupación y, por lo tanto, con el resto de sus conciudadanos, con los gobernantes y las instituciones del Estado.

    Pero esta conducta cívica, además, alienta a los feligreses a buscar ejercer efectivamente y activamente sus derechos y a cumplir con sus obligaciones. Esto también, que por otro, lado los moviliza a perseguir con una lógica grupal (antes que individual) los objetivos definidos por la comunidad, en tanto racionaldidad a valores. Lo que los lleva a articularse, en muchos casos, claramente como actores político-sociales según los intereses definidos de la comunidad. Ejemplos los encontramos en la Iglesia metodista pentecostal de Chile (recordemos su apoyo al régimen de Pinochet), en la Iglesia La Luz del Mundo de México (afiliada a la CNOP rama urbana y popular del PRI), en el denominado Camino Cristiano para Nicaragua (que logró salir tercero en las últimas elecciones presidenciales en aquel país), en el apoyo recibido dado a Fujimori, en el Perú, por los campesinos pentecostales de la sierra al ubicar como tercer vicepresidente a un pastor (pentecostal) en las elecciones del año 90, etc.

    En pocas palabras, constituyen un orden holísticamente integrado que implica, en consecuencia, la conciliación de dos ordenes claramente separados por el modelo socio-cultural de la modernidad: la práctica ciudadana y la creencia religiosa. Es decir, desarrollan un tipo particular de ciudadano a partir de una creencia, una identidad y una práctica socio-religiosa, lo que parece indicar que en las agrupaciones pentecostales la religión y la ciudadanía vuelven a ser parte de una misma cuestión.

    Como consideración final, debemos tener presente que esta problemática nos abre una gran cantidad de interrogantes que nos obliga a reflexionar y a re-pensar una serie de cuestiones que parecían encontrarse resueltas. Por ejemplo: ¿qué sucede en la actualidad con el proceso de secularización? ¿debemos re-pensar la cuestión de la ciudadanía a la luz de este proceso? ¿qué consecuencias puede traer esta incipiente "re-ligazón" entre la ciudadanía y la religión? ¿estamos ante un proceso de sacralización de lo político o ante una politización de lo religioso?

    Notas

    1. El concepto de secularización, según K. Dobbelaere, es un concepto multidimensional. Significa lacización, es decir, un proeso de diferenciación donde se desarrollan instituciones que realizan diferentes funciones y que además son estructuralmente diferentes. Así, la religión se convirtió una institución junto con otras y perdió su pretensión totalizante. Por otra parte implica participación religiosa, que hace referencia al comportamiento individual y mide el grado de integración en corporaciones religiosas y, cambio religioso que expresa el cambio que ocurre en la postura de organizaciones religiosas –iglesia, denominaciones y sectas- en materia de creencias, moralidades y rituales. Karel, Dobbelaere, Secularización: un concepto multidimensional. 1994, p. 8.

    2. En términos tanto discursivos como prácticos l relación de los individuos con el poder ya no fue la misma que en el Antiguo Régimen, el ciudadano pasó a ser un hombre que se asumía y podía interpelar al poder a partir de determinados derechos, deberes y garantías.

    3. El espacio de lo público es ahora ocupado por individuos libres e iguales que, en tanto ciudadanos, tienen derechos y obligaciones, en donde el papel del Estado pasa a ser el de rector y protector de tales derechos, desapareciendo de este ámbito los estamentos y corporaciones del Antiguo Régimen.

    4. Según Escalante Gonzalbo, la idea de ciudadano representa un "modelo cívico" que contiene tres aspectos de tres tradiciones muy diferentes que ha dominado el modelo de moral pública y las formas de organización política de los últimos dos siglos. Estas tradiciones son: la republicana, la liberal y la democrática. La tradición republicana tiene como modelo a la Roma clásica, y adquiere su forma moderna en Maquiavelo. En sus términos, la vida política tiene un valor propio, su moralidad y sus normas. De ella queda el énfasis en la virtud de los ciudadanos, y la convicción de que hay un bien público más allá de los intereses particulares. La tradición liberal se concentra en las garantías individuales, en la tolerancia y en la necesidad de respetar el orden jurídico. Supone en términos prácticos una inversión de los valores republicanos. Sus representantes clásicos son John Stuart Mill y John Locke. La tradición democrática tiene un vínculo importante con el republicanismo porque en el encuentro con la Voluntad General, los intereses y derechos de los individuos en cuanto tales desaparecen para fundirse en el interés colectivo. Su representante clásico es Rousseau. Fernando, Escalante Gonzalbo, Ciudadanos Imaginarios, 1995, p.33.

    Bibliografía consultada

    • Ponencia presentada en las Primeras Jornadas de Teoría y Filosofía Política. Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales, Cátedra: Atilio Borón.
    • Bastian, Jean-Pierre, La mutación religiosa de América Latina. Para una sociología del cambio social en la modernidad periférica. México: FCE, 1997.
    • Berger, Peter; Berger, Brigitte; Kellner, Hansfried, Un mundo sin hogar. Modernización y consciencia. Santander: Editorial Sal Terrae, 1979.
    • Derrida, Jacques; Vattimo, Gianni (editores), La religión. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1997.
    • Dobbelaere, Karel, Secularización: un concepto multidimensional. Materiales de Cultura y Religión. México: Universidad Iberoamericana, 1994.
    • Escalante Gonzalbo, Fernando, Ciudadanos imaginarios. México: El Colegio de México, 1995.
    • Lechner, Norbert, "Un desencanto llamado post-moderno". Imágenes desconocidas. La modernidad en la encrucijada postmoderna. Buenos Aires: CLACSO, 1988.

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    Paula Biglieri