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El relativismo – por David Wong


  1. Introducción
  2. El relativismo metaético
  3. El relativismo normativo

Introducción

El relativismo moral es una respuesta común a los conflictos más profundos a que nos enfrentamos en nuestra vida ética. Algunos de estos conflictos son bastante públicos y políticos, como el aparentemente insuperable- desacuerdo en los Estados Unidos sobre la permisibilidad moral y legal del aborto. Otros conflictos que propician la respuesta relativista son de naturaleza menos dramática pero más recurrente. La experiencia del autor como chino-norteamericano de primera generación ilustra una suerte de conflicto que han tenido otros: el existente entre los valores heredados y los valores del país adoptado. En mi infancia tuve que luchar con las diferencias entre lo que se esperaba de mí como buen chino y lo que se esperaba de mis amigos no chinos. Estos no sólo parecían estar limitados por obligaciones mucho menos rigurosas en cuestión de honrar a los padres y defender el nombre familiar, sino que supuestamente yo debía sentirme superior a ellos por tal motivo. Mi confusión aumentó por el hecho de que en ocasiones yo sentía envidia de su libertad.

El relativismo moral, como respuesta común a semejantes conflictos, asume a menudo la forma de negación de que exista un único código moral con validez universal, y se expresa como la tesis de que la verdad moral y la justificabilidad -si existen cosas semejantes- son en cierto modo relativas a factores cultural e históricamente contingentes. Esta doctrina es el relativismo metaético, porque versa sobre la relatividad de la verdad moral y de la justificabilidad. Otra especie de relativismo moral, también una respuesta común a conflictos morales profundos, es una doctrina sobre cómo debemos actuar hacia quienes aceptan valores muy diferentes de los propios.

Este relativismo moral normativo afirma que es erróneo juzgar a otras personas que tienen valores sustancialmente diferentes, o intentar que se adecuen a los nuestros, en razón de que sus valores son tan válidos como los nuestros. Sin embargo, otra respuesta común al conflicto moral profundo contradice las dos formas principales del relativismo moral. Se trata de la posición universalista o absolutista de que ambas partes de un conflicto moral no pueden tener razón por igual, de que sólo puede existir una verdad sobre la cuestión de que se trata. De hecho, esta posición es tan común que William James se decidió a llamarnos [a sus partidarios] «absolutistas instintivos» James, 1948). A partir de aquí utilizaremos el término «universalismo» porque «absolutismo» se utiliza no sólo para aludir a la negación del relativismo moral sino también a la concepción de que algunas normas o deberes morales carecen de excepción alguna.

El relativismo metaético

El debate entre el relativismo moral y el universalismo cubre una parte considerable de la reflexión filosófica en ética. En la Grecia antigua, al menos algunos de los «sofistas» defendieron una versión del relativismo moral que Platón intentó refutar. Platón atribuye al primer gran sofista, Protágoras, el argumento de que la costumbre humana determina lo hermoso y lo feo, lo justo y lo injusto. Según este argumento, en realidad es válido aquello que colectivamente se considera válido (Teeteto, 172 A.B.; sin embargo, no está claro si el verdadero Protágoras argumentó realmente de este modo). Los griegos, mediante el comercio, los viajes y la guerra conocían perfectamente una gran variedad de costumbres, y el argumento concluye así con la relatividad de la moralidad. Sin embargo, el problema que plantea este argumento es el de si podemos aceptar que la costumbre determina en sentido fuerte lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto. La costumbre puede influir en lo que la gente piensa es bello y justo. Pero otra cosa es que la costumbre determine lo que es bello y justo. En ocasiones las costumbres cambian bajo la presión de la crítica moral, y el argumento parece basarse en una premisa que contradice a este fenómeno.

Otro tipo de argumento ofrecido en favor del relativismo tiene por premisa la tesis de que las creencias éticas consuetudinarias de cualquier sociedad son funcionalmente necesarias para esa sociedad. Por ello, concluye el argumento, las creencias son verdaderas para esa sociedad, pero no necesariamente para otra. El ensayista del siglo XVI, Michel de Montaigne, propone en ocasiones este argumento («De la costumbre, y de la dificultad de cambiar una ley aceptada», en Montaigne, 1595). Pero donde he encontrado su mayor aceptación es entre los antropólogos del siglo XX que subrayan la importancia de estudiar las sociedades como todos orgánicos cuyas partes dependen funcionalmente entre sí (véase el artículo 2, «La ética de las sociedades pequeñas»). Sin embargo, el problema del argumento funcional es que no se justifican meramente las creencias morales en razón de que son necesarias para la existencia de una sociedad en su forma actual. Incluso si las instituciones y prácticas de una sociedad dependiesen decisivamente de aceptar determinadas creencias, la justificabilidad de aquellas creencias depende de la aceptabilidad moral de las instituciones y prácticas. Por ejemplo, mostrar que determinadas creencias son necesarias para mantener una sociedad fascista no equivale a justificar aquellas creencias.

A pesar de la debilidad de estos argumentos en favor del relativismo moral, esta doctrina siempre ha tenido sus partidarios. Su fuerza continuada siempre se ha basado en la sorprendente variación de las creencias éticas conocidas a lo largo de la historia y las culturas. En un texto antiguo (Dissoi Logoi o Los argumentos contrapuestos; Robinson, 1979) asociado a los sofistas, se señala que para los lacedemonios era correcto que las muchachas hiciesen ejercicio sin túnica, y que los niños no aprendiesen música y letras, mientras que para los jonios semejantes cosas eran insensatas. Montaigne elaboró un catálogo de costumbres exóticas, como la prostitución masculina, el canibalismo, las mujeres soldado, el sacrificar al padre a una determinada edad por piedad, y cita del historiador griego Herodoto el experimento de Darío. Darío preguntó a los griegos cuánto tendría que pagarles para comerse el cuerpo del cadáver de su padre. Estos respondieron que ninguna suma de dinero les movería a ello. A continuación preguntó a algunos indios que por costumbre se comían el cadáver de sus padres difuntos que cuánto tendría que pagarles para quemar el cuerpo de sus padres. Entre fuertes exclamaciones le pidieron que no mencionara siquiera semejante cosa («De la costumbre» de Montaigne, 1595, y Herodoto, Guerras Persas, libro III, 38).

Pero si semejantes ejemplos han animado a muchos a suscribir el relativismo moral, el argumento de la diversidad no avala el relativismo de manera simple o directa. Como observó el Sócrates de los diálogos de Platón, tenemos razón para escuchar únicamente a los sabios de entre nosotros (Critón, 44 cd). El hecho simple de la diversidad de creencias no refuta la posibilidad de que existan algunas creencias mejores que otras por ser más verdaderas o más justificadas que las demás. Si medio mundo creyese aún que el sol, la luna y los planetas giran en torno a la tierra, ello no refutaría la posibilidad de una única verdad sobre la estructura del universo. Después de todo, la diversidad de creencias puede resultar de los diferentes grados de saber. O bien puede suceder que diferentes personas tengan sus propias perspectivas limitadas de la verdad, cada una distorsionada a su manera.

En ocasiones se piensa que la magnitud y la profundidad del desacuerdo en ética indica simplemente que los juicios morales no son juicios sobre hechos, que no enuncian nada verdadero o falso sobre el mundo sino que expresan directamente nuestra propia reacción subjetiva a determinados hechos y acontecimientos, bien sean reacciones colectivas o individuales (por ejemplo véase C. L. Stevenson, Ethics and language, 1944; para una exposición posterior véase el artículo 38, «El subjetivismo»). Una noción más compleja es la de que los juicios morales pretenden informar de hechos objetivos, pero que no existen semejantes hechos (véase J. L. Mackie, Ethics: inventing right and wrong, 1977). Probablemente el éxito de la ciencia moderna en conseguir un notable grado de convergencia de opiniones sobre la estructura básica del mundo físico refuerza estas variedades de escepticismo sobre la objetividad de los juicios morales. Es difícil negar que existe una considerable diferencia en el grado de convergencia en la ética y la ciencia. Sin embargo, existen explicaciones posibles de esa diferencia compatibles con la afirmación de que los juicios morales versan en última instancia acerca de hechos del mundo. Estas explicaciones pueden subrayar, por ejemplo, la dificultad especial de obtener el conocimiento de las cuestiones relativas al conocimiento moral.

Es precisa una comprensión de la naturaleza y los asuntos humanos para formular un código moral válido. La tarea enormemente difícil y compleja de llegar a semejante comprensión podría ser una de las principales razones de las diferencias en las creencias morales. Además, el objeto de la ética es tal que las personas tienen el mayor interés práctico por las verdades probadas en esta materia, y sin duda este interés suscita pasiones que obnubilan el juicio (para una respuesta de este carácter, véase Nagel, 1986, págs. 185-88). Los universalistas podrían señalar que muchas creencias morales aparentemente exóticas presuponen determinadas creencias religiosas y metafísicas, y que son estas creencias, más que cualquier diferencia de valores fundamentales, las que explican la extrañeza aparente. Pensemos por ejemplo en la forma en que cambiaría nuestra percepción de los indios de Darío siles atribuyésemos la creencia de que comer el cuerpo del padre fallecido es una forma de conservar su sustancia espiritual. Por último, algunas de las diferencias más chocantes de creencias morales entre las sociedades puede no estar arraigada en diferencias de valores fundamentales sino en el hecho de que estos valores pueden tener que aplicarse de diferentes maneras en razón de las diferentes condiciones que se dan entre las sociedades. Si una sociedad tiene más mujeres que hombres (por ejemplo, porque los hombres se matan en la guerra) no sería sorprendente que en ella se aceptase la poligamia, mientras que en otra sociedad, en la que es igual la proporción de mujeres a hombres, se exija la monogamia. La diferencia de las prácticas de matrimonio aceptadas puede equivaler a la diferencia de la proporción de mujeres a hombres, y no a una diferencia de ideales morales básicos del matrimonio o de las relaciones correctas entre mujeres y hombres.

Por ello, la mera existencia de desacuerdos profundos y generalizados en ética no refuta la posibilidad de que los juicios morales puedan ser juicios objetivamente correctos o incorrectos sobre determinados hechos. Los relativistas morales deben trazar otra senda más compleja desde la constatación de la diversidad a la conclusión de que no existe una única moralidad o una moralidad más justificada. Yo creo (como he argumentado en mi obra Moral relativity, 1984) que el argumento relativista puede estructurarse mejor señalando los tipos de diferencias particulares de creencias morales, y afirmando entonces que estas diferencias particulares pueden explicarse con una teoría que niegue la existencia de una única moralidad verdadera. Esto supondría negar que las diversas formas que tienen los universalistas para explicar el desacuerdo ético bastan para explicar las diferencias particulares en cuestión (para otro tipo de argumento más basado en el análisis del significado de los juicios morales véase Harman, 1975).

Una diferencia ética obvia y chocante que seria un buen candidato para este tipo de argumento es la relativa al énfasis en los derechos individuales propio de la cultura ética del Occidente moderno y que parece ausente de las culturas tradicionales de Africa, China, Japón y la India. En estas culturas tradicionales el contenido de los deberes parece organizarse en torno al valor central de un bien común consistente en cierto tipo de vida comunitaria ideal, una red de relaciones, parcialmente definida por roles sociales, también ideal pero encarnada de manera imperfecta en la práctica vigente. El ideal para sus miembros consiste en las diversas virtudes que les permiten, dado su lugar en la red de relaciones, fomentar y mantener el bien común.

Por ejemplo, el confucianismo hace de la familia y de los grupos de parentesco el modelo del bien común, y en este ámbito las unidades sociales y políticas más amplias asumen ciertos de sus rasgos, como los líderes benévolos que gobiernan con el objeto de cultivar la virtud y la armonía entre sus súbditos (véase el artículo 6, «La ética china clásica»). Puede parecer que una moralidad centrada en valores semejantes tiene que diferir considerablemente de otra centrada en los derechos individuales a la libertad y a otros bienes, ya que la base para asignar semejantes derechos a las personas no parece radicar en que conduzcan al bien común de una vida común sino en un valor moral otorgado de manera independiente a cada individuo. En cambio, un tema frecuente en la ética del bien común es que los individuos encuentran su realización como seres humanos en el fomento y mantenimiento del bien común. A partir de este supuesto de la armonía fundamental entre el bien supremo del individuo y el bien común, podría esperarse que las limitaciones a la libertad fuesen de mayor alcance y profundidad por comparación a una tradición en la que no se supone semejante armonía fundamental entre bienes individuales y comunes.

Si el contraste entre ambos tipos de moralidad es real, plantea la cuestión de si uno u otro tipo es más verdadero y está más justificado que el otro. El argumento en favor de una respuesta relativista puede partir de la tesis de que cada tipo se centra en un bien que puede ocupar razonablemente el centro de un ideal ético para la vida humana. Por una parte se encuentra el bien de pertenecer a la comunidad y contribuir a ella; por otra, el bien de respetar al individuo independientemente de cualquier aportación potencial a la comunidad. Según este argumento, sería sorprendente que existiese sólo una manera justificable de establecer una prioridad con respecto a los dos bienes. Después de todo no debe sorprender que la gama de bienes humanos sea sencillamente demasiado rica y diversa para reconciliarse en sólo un único ideal moral.

Semejante argumento podría suplirse con una explicación de por qué los seres humanos tienen algo como una moralidad. La moralidad sirve a dos necesidades humanas universales. Regula los conflictos de interés entre personas, y regula los conflictos de interés de una persona derivados de diferentes deseos e impulsos que no pueden satisfacerse todos al mismo tiempo. Las maneras de afrontar estos dos tipos de conflictos se desarrollan en algo identificable como la sociedad humana. En la medida en que estas maneras cristalizan en la forma de reglas de conducta e ideales para las personas, tenemos el núcleo de una moralidad. Ahora bien, para realizar adecuadamente sus funciones prácticas, una moralidad tendrá que poseer determinados rasgos generales. Un sistema relativamente duradero y estable para la resolución de conflictos entre las personas, por ejemplo, no permitirá la tortura de personas por antojo.

Pero a partir de esta imagen del origen y funciones de la moralidad, no sería sorprendente que moralidades considerablemente diferentes desempeñasen igualmente bien las funciones prácticas, al menos según estándares de rendimiento comunes a estas moralidades. Según esta imagen, la moralidad es una creación social que evoluciona para satisfacer determinadas necesidades. Las necesidades imponen condiciones a la definición de moralidad válida, y si la naturaleza humana tiene una estructura definida sería de esperar que de nuestra naturaleza derivasen nuevas condiciones limitadoras de una moralidad válida. Pero la complejidad de nuestra naturaleza nos permite valorar una diversidad de bienes y ordenarlos de diferentes maneras, lo cual permite confirmar un considerable relativismo.

La imagen antes esbozada tiene la ventaja de dejar sin decidir cuán fuerte es la versión del relativismo verdadera. Es decir, establece que no existe una única moralidad verdadera, pero no niega que algunas moralidades puedan ser falsas e inadecuadas para las funciones que todas ellas deben desempeñar. Casi toda la polémica contra el relativismo moral va dirigida a sus versiones mas extremas: a las que afirman que todas las moralidades son verdaderas por igual (o igualmente falsas, o igualmente carentes de contenido cognitivo). Pero un considerable relativismo no tiene que ser tan radicalmente igualitario. Además de descartar las moralidades que acentúen el conflicto interpersonal, como la antes descrita, los relativistas podrían reconocer también que las moralidades válidas deben fomentar la formación de personas capaces de considerar los intereses de los demás. Estas personas tendrían que haber recibido un cierto tipo de asistencia y atención por parte de las demás. Así pues, una moralidad válida, sea cual sea su contenido tendría que prescribir y fomentar el tipo de educación y de relaciones interpersonales continuadas que dan lugar a semejantes personas.

Un relativismo moral que contemplase este tipo de limitación a lo que puede considerarse una moralidad verdadera o más justificada puede no encajar en el estereotipo del relativismo. Pero sería una posición razonable. De hecho, una de las razones por las que no se ha avanzado mucho en el debate entre relativistas y universalistas es que cada lado ha tendido a definir al oponente como defensor de la versión más extrema posible. Si bien esto facilita el debate, no arroja luz sobre el amplio terreno intermedio en el que en realidad puede estar la verdad. Podrían alcanzarse muchas conclusiones semejantes sobre el debate en torno al relativismo moral normativo: mucho acaloramiento, y frecuente identificación del oponente con la posición mas extrema posible.

El relativismo normativo

La oposición más extrema posible del relativista normativo es que nadie debería juzgar nunca a otras personas con valores sustancialmente diferentes ni intentar que se adecuen a los propios valores. Semejante definición del relativismo normativo suelen ofrecerla sus adversarios, porque es una posición indefendible. Exige la autocondena de aquellos que obran de acuerdo con ella. Si yo emito un juicio sobre quienes emiten un juicio, debo condenarme a mí mismo. Estoy intentado imponer a todos el valor de la tolerancia, cuando no todo el mundo tiene ese valor, pero no es esto lo que se supone que estoy haciendo de acuerdo con la versión más extrema de relativismo normativo. Los filósofos suelen limitarse a descartar fácilmente la versión más extrema de relativismo normativo, pero hay razones para considerar si las versiones más moderadas pueden ser más sostenibles. La razón es que el relativismo normativo no es sólo una doctrina filosófica sino una actitud adoptada hacia situaciones moralmente trastornantes.

En ocasiones se identifica con esta actitud a los antropólogos, y es instructivo comprender cómo surgió esta identificación a partir de un contexto histórico y sociológico. El nacimiento de la antropología cultural a finales del siglo XIX estuvo subvencionado en parte por los gobiernos colonizadores que precisaban conocer más sobre la naturaleza y estatus de los «pueblos primitivos». La teoría antropológica temprana, influida por la teoría darwiniana, tendió a ordenar a las poblaciones e instituciones sociales del mundo en una serie evolutiva, desde el hombre primitivo al hombre civilizado de la Europa del siglo XIX. En un momento dado, muchos antropólogos reaccionaron contra el imperialismo de sus gobiernos y contra su racionalización ofrecida por sus antecesores. Y, lo que es más importante, llegaron a ver a los pueblos estudiados como hombres y mujeres inteligentes cuya vida tenía sentido e integridad. Y esto llevó a cuestionar la base de los juicios implícitos acerca de la inferioridad de su forma de vida, especialmente tras el espectáculo de las naciones civilizadas en recíproca lucha brutal durante la 1 guerra mundial (véase por ejemplo Ruth Benedict, Patterns of culture, 1934, y más recientemente, Melville Herskovits, Cultural relativzsm: perspectives in cultural pluralism, 1972).

El relativismo normativo de algunos de los antropólogos de ese período fue así una respuesta a los problemas morales reales relativos a la justificación de la colonización y más en general relativos a la intervención en otra sociedad, causando importantes cambios de los valores anteriormente aceptados o de la capacidad de las personas para seguir esos valores. Ninguna versión simple de relativismo normativo puede responder a estos problemas, como ilustra el hecho de que una ética de tolerancia no valorativa se autodestruiría si se utiliza para condenar al intolerante. La insuficiencia de las versiones simples también se ilustra por la oscilación en antropología sobre la cuestión del relativismo normativo después de la II guerra mundial. Para muchos, esa guerra era una batalla contra un enorme mal. Esta constatación trajo a un primer plano la necesidad de formular juicios al menos en ocasiones y de seguir el propio juicio. En consecuencia, en la antropología cultural se registró una nueva tendencia a encontrar una base para formular juicios que dependiesen de criterios aplicables a todos los códigos morales.

Una versión más razonable del relativismo normativo tendría que permitirnos formular juicios sobre otras personas con valores considerablemente diferentes. Incluso si estos valores diferentes están tan justificados como los nuestros desde una perspectiva neutral, aún tenemos derecho a llamar malo o monstruoso a lo que va en contra de nuestros valores más importantes. Sin embargo, otra cuestión es la de qué tenemos derecho a hacer a la luz de semejantes juicios. Muchos de quienes probablemente leerán este libro serán reacios a intervenir en los asuntos de otros que tienen valores considerablemente diferentes de los nuestros, cuando la razón para intervenir es la imposición de nuestros propios valores, y cuando pensamos que no tenemos una razón más objetiva para nuestra perspectiva que la que tienen los demás para la suya. La fuente de esta resistencia es un rasgo de nuestra moralidad. Una perspectiva liberal y contractual es parte consustancial de la vida ética del occidente posmoderno, tanto si lo reconocemos como si no (véase el articulo 15, «La tradición del contrato social»). Deseamos obrar hacia los demás de forma que éstos, si fuesen plenamente razonables y estuviesen informados de todos los hechos relevantes, pudiesen considerar justificadas nuestras acciones. Sin embargo, si suscribimos un relativismo moral metaético, tenemos que reconocer que habrá casos en que un curso de acción hacia personas con valores diferentes, deseable por otras razones, violará este rasgo de nuestra moralidad.

En ese punto no existe una regla general que nos diga qué hacer. Parece depender de cuales de nuestros demás valores están en juego. Si una práctica de un grupo incluye el sacrificio de personas, por ejemplo, tendríamos que sopesar el valor de la tolerancia, y podemos decidir intervenir para evitarlo. Sin embargo, el desacuerdo sobre la permisibilidad legal del aborto muestra lo difícil que puede ser sopesar estos valores. Consideremos la posición de quienes creen que el aborto es moralmente malo porque supone quitar una vida que tiene estatus moral. En este grupo, a algunos parece no inquietarles el hecho de que existe un profundo desacuerdo sobre el estatus moral del feto. Desean prohibir el aborto. Pero otros miembros de este grupo, aun afirmando que el aborto es malo, admiten que personas razonables podrían discrepar de ellas y que la razón humana parece incapaz de resolver la cuestión. Por esta razón se oponen a la prohibición legal del aborto. Los primeros creen que estos últimos no toman en serio el valor de la vida humana, mientras que los últimos creen que los primeros no reconocen la profundidad y gravedad del desacuerdo entre personas razonables (véase también el artículo 26, «El aborto»).

Cada posición tiene cierta fuerza, y es obvio que el relativismo normativo no ofrece una solución simple al dilema. Sin embargo, lo que si proporciona la doctrina es un conjunto de razones en favor de la tolerancia y la no-intervención que deben sopesarse con otras razones. La doctrina es aplicable no sólo a las intervenciones propuestas de una sociedad sobre otra, sino también, como en el caso del aborto, a los desacuerdos morales profundos en sociedades pluralistas que contienen tradiciones morales diversas. Si es verdadero el relativismo metaético, incluso sólo con respecto a un limitado conjunto de conflictos morales como el aborto, nuestra condición moral se complica de manera inconmensurable. Hemos de esforzarnos por encontrar qué es lo mejor o lo más correcto que podemos hacer, y también afrontar los sentimientos de incomodidad que causa el reconocimiento de que no existe una única cosa correcta o mejor. Esta tarea, por difícil que sea, no constituye el fin de la reflexión moral. Puede ser más bien el inicio de un tipo de reflexión diferente que supone por una parte un esfuerzo para alcanzar un entendimiento con quienes tienen valores considerablemente diferentes, y por otro el esfuerzo por permanecer fiel a nuestros valores. Por ejemplo, algunos de quienes creen que el aborto consiste en quitar una vida con estatus moral, han decidido oponerse a él aplicando sus esfuerzos a organizaciones que aspiran a reducir la necesidad percibida de abortar, por ejemplo organizaciones de ayuda a las madres solteras.

Queda por abordar una última cuestión acerca del relativismo. El relativismo ha tenido una mala reputación en algunos ámbitos por asociarse a la falta de convicción moral, a la tendencia al nihilismo moral. Parte de la razón de este mal nombre puede ser la identificación del relativismo con sus formas más extremas. Según la moralidad de algunos, si estas formas son verdaderas todo está permitido. Pero otra razón de este mal nombre es la suposición de que la confianza moral de uno, nuestro compromiso a seguir nuestros valores, depende de algún modo de mantener la creencia de que nuestra moralidad es la única verdadera o la más justificada.

Pero, sin duda, una pequeña reflexión revelará que semejante creencia por sí sola no garantizaría un compromiso de actuar. El compromiso a actuar supone una concepción de lo que significa la propia moralidad para uno mismo, sea o no la única verdadera. Supone establecer una vinculación entre lo que uno desea, aquello a que uno aspira y el contenido sustantivo de los propios valores morales. Supone ser capaz de concebir la importancia de la moralidad para nosotros de manera que nos permita evitar el nihilismo. La creencia de que nuestra moralidad es la única verdadera o la más justificada no genera automáticamente este tipo de importancia, ni es una condición necesaria para ella, porque los valores que yo puedo considerar importantes y como parte de lo que da más sentido a mi vida pueden no ser los valores que aceptarían o reconocerían como verdaderos todas las personas razonables.

Aquí, como en otras cuestiones acerca del relativismo, la emoción que suscita su mero nombre tiende a ensordecer las cuestiones y a polarizarías de manera innecesaria. Si nos sustraemos a la defensa y el ataque de lo que la mayoría de la gente considera relativismo o asocia con él, quedará por hacer la mayor parte de la labor. Lo que queda es una realidad moral bastante embarullada e inmune a las soluciones simples. Pero, ¿por qué habíamos de esperar otra cosa?

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

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