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El bicentenario de la Constitución de Cádiz de 1812


  1. La "crisis" del Antiguo Régimen español
  2. Las tendencias en las Cortes
  3. El proceso constituyente
  4. Tarea reformadora- legislativa de las Cortes de Cádiz
  5. Bibliografía

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La "crisis" del Antiguo Régimen español

Tradicionalmente, se entiende por Antiguo Régimen al sistema político-social imperante en Europa hasta finales del S.XVIII-PP.MM. XIX, por el cual una minoría privilegiada (nobleza y clero) detentaba el poder político y no pagaba impuesto alguno. Por el contrario el denominado Tercer Estado, que era la mayor parte de la población, no podían obstentar cargos públicos importantes en la administración del Estado y tenía que pagar todo tipo de impuestos al estamento privilegiado. Dentro del Tercer Estado se encontraba la burguesía que era un grupo rico económicamente y soportaba cargas fiscales como los demás miembros del Tercer Estado. Esta burgue-sía, en auge con el capitalismo incipiente, reclamaba una participación en el poder político, acabando a la larga con el poder absoluto del rey.

Durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) en España, las revueltas populares desembocan en la creación de Juntas Locales y Regio-nales de Defensa. Estas juntas tienen como objetivo defenderse de la inva-sión francesa y llenar el vacío de poder (ya que no reconocían la figura del francés José I). Estaban compuestas por militares, representantes del alto clero, funcionarios y profesores, todos ellos conservadores. En septiembre otorgan la dirección suprema a la Junta Suprema Central.

La profunda crisis creada por la guerra, la Junta Central Suprema, que se creó tras la derrota francesa en la Batalla de Bailén, ordenó mediante decreto del 22 de mayo de 1809 la celebración de Cortes Extraordinarias y Constituyentes, rompiendo con el protocolo tradicional pues sólo el rey tenía la potestad de convocarlas y presidirlas.

En el caso de España, no se va a producir una ruptura entre la nobleza y el alto clero, por una parte, y la burguesía, por la otra, sino más bien, un acuerdo mutuo de intereses en el que incluso la burguesía española más cualificada pretenderá conseguir títulos de nobleza a cambio del sosteni-miento de la monarquía.

Pienso que el primer pacto importante, entre nobleza-clero y la débil burguesía española se produce durante la Guerra de la Independencia, primero con una serie de decretos y, al final, con la promulgación de la Constitución de Cádiz.

Las Cortes, previstas para 1810, por el avance napoleónico, tuvieron que reunirse primero en San Fernando, entonces Isla de León, y después en Cádiz, que entonces estaban sitiadas por las fuerzas francesas.

La Constitución de 1812 es uno de los textos jurídicos más importantes del Estado español, por cuanto sentó las bases de constituciones poste-riores. Considerada como un baluarte de libertad, fue promulgada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812, día de la festividad de San José, por lo que po-pularmente fue conocida como "La Pepa".  Esta constitución fue el primer texto constitucional con el que contó España.

Compuesta de diez títulos con 384 artículos, es considerada como el primer código político a tono con el movimiento constitucionalista europeo contemporáneo, de carácter novedoso y revolucionario, que establecía por primera vez la soberanía nacional y la división de poderes, como dos de sus principios fundamentales.

La Constitución de 1812 recoge muchos de los principios fundamentales que siguen vigentes en nuestros días. Algunos de ellos los tenemos tan asi-milados que parece increíble que en otro tiempo las cosas no fueran igua-les. Pero lo cierto es que, en el momento de su proclamación, significaron una ruptura con lo que existía con anterioridad. Es muy importante mostrar a los ciudadanos que principios que para ellos son tan habituales como la libertad individual, la libertad de prensa, o la inviolabilidad del propio do-micilio son derechos que disfrutamos ahora, pero que se planteaban como absolutamente modernos e innovadores en La Constitución de Cádiz.

Las tendencias en las Cortes

En el seno de las Cortes de Cádiz los diputados se agruparon en tendencias que, aun sin que se puedan denominar como partidos políticos, sí tuvieron, al menos, algunos contornos bien definidos. Los puntos básicos sobre los que es posible trazar una catalogación de las corrientes presentes en Cádiz son aspectos tales como la idea de Estado y de Constitución, la forma de articular la forma de gobierno y el concepto de soberanía.

A partir de estas premisas, tal y como en su día mostró el profesor Varela Suanzes, pueden apreciarse tres tendencias en las Cortes de Cádiz: liberales de la metrópoli, realistas y americanos.

Los liberales aparecían como herederos naturales de las corrientes revolucionarias que se habían formado en España a raíz de la recepción del iusracionalismo. Su intención consistía en introducir profundos cambios en el Estado, buscando más una ruptura con el arcaico sistema administrativo, que una mera reforma. Ello no impedía que los liberales tratasen de revestir, con un ropaje historicista, lo que no eran sino novedades. Sin embargo, este «historicismo deformador» era, ante todo, un mecanismo para esconder esas novedades, procedentes, muchas de ellas, de Francia; un país, no debe olvidarse, con el que se estaba luchando.

La tendencia liberal -en la que destacaban Agustín Argüelles, Toreno, Golfín o Muñoz Torrero- partía de la idea de soberanía nacional, enten-diendo «nación» como un ente ideal y abstracto, distinto de la mera suma de individuos o de provincias que la integraban. La nación era soberana, no debido a la vacancia del Trono, sino porque ésta era su natural e irrenun-ciable condición. Aunque trataran de disimularlo, en el fondo de esta con-cepción latía una idea iusracionalista, basada en las teorías de estado, de naturaleza y pacto social: los individuos, libres e iguales por naturaleza, habían renunciado a parte de sus libertades para constituir un Estado y una Sociedad a través del pacto social, confiriendo la titularidad de la soberanía a la colectividad o nación. Si la nación era la titular de la soberanía, su ejercicio, por el contrario, debía repartirse entre diversos órganos. De ahí deducían la doctrina de la división de poderes, extraída ante todo de las teorías de Montesquieu. Sin embargo, al partir del dogma de la soberanía nacional, esta división -separación de poderes- se desvirtuaba: los liberales tendían a considerar que los tres órganos del Estado (Monarca, Cortes y jueces) no se hallaban situados en una situación de paridad. Antes bien, las Cortes, en cuanto representantes de la soberanía nacional, aparecían como el verdadero centro político del Estado, asumiendo las más altas funciones de dirección política.

Para realizar todas estas alteraciones sustanciales en el Estado español, los liberales consideraban que resultaba preciso asumir una nueva tarea constituyente. Si la nación era soberana, entre sus atributos se hallaba el de otorgarse una Constitución, en la que decidir, sin ataduras históricas, sobre la forma de gobierno que deseasen otorgarse. A la luz de las teorías sobre el poder constituyente de Sieyès, los liberales de Cádiz negaron el concepto realista de «Leyes Fundamentales» y consideraron que a la nación soberana no podía imponérsele ningún límite efectivo en su capacidad de decidir el contenido de la norma fundamental.

Los planteamientos de los realistas -como Inguanzo, Borrull o Alonso Cañedo (a la sazón sobrino de Jovellanos)- discurrían por derroteros bien distintos. La soberanía era un atributo compartido entre el Rey y la nación, formada esta última por la suma de estamentos y provincias. Tal concep-ción, que negaba por supuesto las teorías iusracionalistas, se basaba en una concepción historicista, próxima al ideario ilustrado del reformismo his-tórico mencionado en el primer epígrafe. Para la corriente realista la historia nacional poseía un efecto prescriptivo, de modo que elementos tales como la Monarquía, la religión o los pactos pretéritos suscritos entre el Rey y los estamentos, formaban parte de una «Constitución histórica», materializada en las antiguas Leyes Fundamentales. Precisamente la afir-mación de la existencia de esas Leyes Fundamentales, y su carácter inmu-table, formaban una segunda nota distintiva de los realistas. Éstos negaban la virtualidad del poder constituyente y, por tanto, la libertad de la nación para trastocar las antiguas Leyes Fundamentales abordando un nuevo proceso constituyente. Según los realistas, las Leyes pretéritas resultaban intangibles, inmodificables. Sólo algunos aspectos podían modificarse,pe-ro siempre a través de un nuevo pacto suscrito entre los dos sujetos coso-beranos -Rey y Cortes-. Hallándose preso el primero en Bayona,resultaba, pues, un sacrilegio el que las Cortes tratasen de alterar la forma de gobierno histórica.

Los realistas apenas admitían algunas «perfecciones» que podrían realizar las Cortes sobre dicha Constitución histórica. En realidad, estas reformas pretendían reforzar lo que los realistas consideraban que ya había existido en España: una forma de gobierno consistente en una Monarquía moderada o templada. Se trataba de un modelo de equilibrio constitucional conforme al cual el Monarca dirigía el Estado con la colaboración de las Cortes; dicho en otros términos, la dirección política la asumían los dos cosoberanos. Según los realistas, este modelo constitucional propuesto no resultaba novedoso, sino que hundía sus raíces en la historia nacional, en especial la castellana. En este sentido, los realistas equiparaban un gobierno mixto -que, supuestamente había existido en Castilla- con la división de poderes; del mismo modo identificaban clásica la reunión por estamentos en Cortes, con el bicameralismo de corte británico, por mucho que las dife-rencias entre ambos resultaban más que evidentes.

El tercer grupo en liza se hallaba representado por los diputados ame-ricanos que concurrieron a las Cortes, entre los que descollaban Mejía, Larrazábal y Leyva, se alinearon en muchas ocasiones con los liberales de la metrópoli, pero en otros puntos mostraron un ideario propio y definido, en especial en aquellos asuntos relevantes para los territorios de ultramar. La defensa de su postura propia dependía de su particular manera de concebir la soberanía y el Estado. En efecto, partiendo de una mixtura entre elementos tradicionales y el iusracionalismo, así como el ideario de Rou-sseau, los americanos consideraron que la nación no era más que la suma de territorios y de individuos, cada uno de ellos copartícipe en la soberanía. De ahí derivaban, siguiendo a Rousseau que, siendo cada sujeto partíci-pe "uti singuli" de la soberanía, poseía un derecho innato al voto, del que no podía ser privado. La consecuencia a la que deseaban llegar era la implantación de un sufragio universal que permitiera, además, a los territorios de ultramar tener una representatividad proporcional a su base poblacional. Algo que no lograron incluir en la Constitución, ante la opo-sición de los liberales que veían, en tal posibilidad el peligro de que los territorios de ultramar obtuviesen una representación en Cortes superior a la de los peninsulares.

En el proceso constituyente la opción liberal, mayoritaria, logró imponer sus posturas casi a lo largo de todo el articulado. La declaración de soberanía nacional, la posibilidad de la Nación de alterar a su voluntad la forma de gobierno, la posición preeminente de las Cortes, entre otros muchos factores que, a continuación, se exponen, muestran la ideología liberal subyacente.

El proceso constituyente

Tal y como ha mostrado Tomás y Valiente, en la elaboración de la Constitución de Cádiz es posible distinguir entre una tarea preconstituyente y una fase propiamente constituyente. En realidad, la primera comenzaría en la Junta de Legislación de la Junta Central, nombrada el 27 de septiem-bre de 1809, y de la que formaron parte Rodrigo Riquelme (que la presidió), Manuel de Lardizábal, José Antonio Mon y Velarde, Conde del Pinar, José Pablo Valiente, Antonio Ranz Romanillos, José María Blanco White, Alejandro Dolarea y Agustín Argüelles, que actuó en calidad de secretario. Riquelme sólo presidió las tres primeras sesiones, en tanto que Blanco White no aceptó el cargo, siendo sustituido por Antonio Porcel, que tampoco fue muy asiduo. Los restantes miembros se repartían entre rea-listas (Valiente y el Conde del Pinar), liberales (Dolarea, Argüelles y Ranz de Romanillos) y antiguos ilustrados (Manuel de Lardizábal).

Esta Junta quedaba comisionada para estudiar los informes emanados de la «Consulta al País», debiendo señalar a continuación las reformas legales y constitucionales que estimase conveniente realizar. Ranz Romanillos quedó encargado de recoger cuáles de las Leyes históricas españolas tenían el carácter de «fundamentales», en lo que parecía una adscripción a la corriente realista. En el Acuerdo de la Junta de Legislación de 10 de diciembre de 1809, Romanillos cumplía con este cometido, señalando los diversos artículos de la legislación histórica nacional que tenían el carácter de fundamentales por tratar de los derechos de la nación, los derechos del Rey y los derechos de los individuos (concepto, pues, material de Cons-titución). Sin embargo, el propio Ranz Romanillos indicaba que la legis-lación resultaba excesivamente dispersa y confusa, de modo que una mera reforma y compilación de estas leyes traería consigo un resultado poco armónico. En consecuencia, debía procederse a realizar una nueva Cons-titución.

Sin embargo, este triunfo de la opción liberal (abrir un proceso consti-tuyente, y no una mera reforma de las Leyes Fundamentales) ya latía en las sesiones de la Junta de Legislación desde, al menos, el Acuerdo 6.º, de 5 de noviembre de 1809, en el que se hablaba de elaborar un proyecto de Constitución. En las sucesivas Actas, se iban apuntando unas bases acerca del contenido de la futura Constitución, pero es dudoso que la Junta de Legislación realizase un texto articulado.

Reunidas las Cortes de Cádiz,el 8 de diciembre de 1810,el diputado mejicano Mejía Lequerica solicitó que la Asamblea no se separase antes de hacer una Constitución. El diputado Oliveros, en la misma línea,propuso que se nombrara una Comisión que preparase los materiales necesarios, algo que apoyó Espiga, aunque con el matiz de solicitar que se designasen «tantas Juntas cuantos son los ramos de la Constitución». Por su parte, Muñoz Torrero solicitó que se convocara una nueva «Consulta» nacional, a la que debían concurrir tanto nacionales como extranjeros. Finalmente, se acordó que las tres propuestas se recogiesen por escrito, aprobándose las dos primeras el día 9, y la de Muñoz Torrero el 12. Como resultado, la Cámara decidió que se nombrara en principio una comisión de ocho individuos que, a la vista de los informes de la «Consulta al País», preparasen un proyecto de Constitución.

El nombramiento de los miembros de la Comisión se verificó el 23 del mismo mes, recayendo en un número superior al inicialmente convenido: de ellos sólo tres eran americanos (Antonio Joaquín Pérez, Vicente Morales Duárez y Joaquín Fernández de Leyva), y el resto se repartían entre el bando liberal (Agustín Argüelles, Evaristo Pérez de Castro, José Espiga y Antonio Oliveros) y el realista (José Pablo Valiente, Pedro María Ric, Francisco Rodríguez de la Bárcena, Francisco Gutiérrez de la Huerta y Alonso Cañedo). El 12 de marzo de 1811 el grupo americano se vio in-crementado con dos nuevos miembros: Jáuregui y Mendiola.

La Comisión tenía, en definitiva, un componente básicamente liberal, que se vio plasmado en el proyecto de Constitución que presentó a discusión de las Cortes el 18 de agosto de 1811.

El resultado de los debates constituyentes, la célebre Constitución de 1812, respondió, ante todo, al ideario liberal, con una clara adscripción al pensamiento revolucionario francés. Los puntos de conexión entre el texto gaditano y la Constitución francesa de 1791 son bastante evidentes, hasta el punto que algún absolutista, como el padre Vélez (Apología del Altar y del Trono, 1818), trató de demostrar que se trataba de una simple copia. Sin embargo, no pueden dejar de observarse notas muy propias de la Cons-titución del 12, siendo la más relevante el historicismo nacionalista y deformador que exuda el texto. En efecto, los liberales trataron de disfrazar la vocación francófila del documento -no en balde Francia era el enemigo contra el que se luchaba-, y para ello huyeron de toda la metafísica abs-tracta revolucionaria, empleando, en su lugar, el recurso a una supuesta historia nacional en la que sería posible encontrar el precedente de cuantas instituciones establecía la Constitución del 12.En este sentido, los liberales trataron de emplear mayormente el ejemplo de las instituciones de Aragón, al considerarlas más «democráticas» que las de Castilla.

Dos son los principios claves en la Constitución de 1812: la soberanía nacional y la división de poderes. En realidad, ambos principios ya habían sido proclamados a través del Decreto I de 24 de septiembre de 1810, pero su inclusión en la Constitución gaditana implicó arduos debates en los que, finalmente, lograron imponerse los liberales. Por lo que se refiere a la soberanía nacional, recogida en el artículo 3 del texto, la discusión más importante tuvo lugar entre realistas y liberales a la hora de interpretar el adverbio «esencialmente» («La soberanía reside esencialmente en la Na-ción…») y el inciso final del artículo («por lo mismo, pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales»). Los realistas consideraban que, tal y como se redactaba el artículo, la Nación podía cambiar las antiguas leyes del Reino sin contar con la voluntad del Rey; algo impensable para ellos, que sostenían que las Leyes Fundamen-tales eran un pacto bilateral que no podía ser anulado unilateralmente por ninguna de las partes. Para los realistas, la Nación sólo había «reasumido» la soberanía como consecuencia de la vacancia del Trono, pero ello no le habilitaba a hacer tabula rasa de las antiguas Leyes Fundamentales. Los liberales, sin embargo, consideraban que la Nación era soberana en sí misma, al margen de la presencia o ausencia del Rey; por lo tanto, su poder soberano la convertía en titular del poder constituyente, al que la historia no podía limitar.

La división de poderes también supuso un importante desencuentro entre realistas y liberales. Ambos parecían coincidir en la relevancia de este principio, pero su interpretación y alcance era muy diferente. Para los realistas, la división de poderes debía materializarse en un sistema de equilibrio constitucional, de modelo británico, en el que Rey y Cortes ocuparan una posición equidistante; para velar por este equilibrio, cada órgano dispondría de limitados medios de actuación y control sobre la actividad del otro (así, el veto del Rey frente a las leyes de las Cortes, y la posibilidad del Parlamento de exigir responsabilidad penal a los ministros del Rey). Las ideas de los liberales iban por otros derroteros: la soberanía nacional conducía a un predomino de los representantes de la Nación, esto es, las Cortes, de modo que éstas dirigían en esencia el gobierno nacional. A pesar de que se proclamara la división de poderes, los liberales admitían que las Cortes pudieran tomar parte en el poder ejecutivo y judicial que, en realidad, le estaban subordinados en virtud de la idea de que la ley precedía a la ejecución y aplicación del Derecho. Así pues, los liberales proponían un sistema prácticamente asambleario, con el Parlamento como centro del Estado.

La Constitución de 1812 se puede considerar como liberal moderada. El Rey sigue gozando de importantes prerrogativas, entre las que caben mencionar: La potestad de hacer ejecutar las leyes (16). La persona del Rey es sagrada e inviolable, y no está sujeta a responsabilidad. (Art. 168) Su autoridad se extiende a todo cuanto conduce a la conservación del orden público en lo interior, y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la Constitución y a las leyes. (Art. 170).

La religión oficial será la católica, apostólica y romana.España es, por tanto, un Estado confesional. En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad (Preám-

bulo). La religión de la Nación española es y será perpetuamente la cató-

lica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra (Art.12). Además en muchos actos a Cortes se realizaban al final misas solemnes. Los ciu-

dadanos que han compuesto la junta se trasladarán a la parroquia, donde se cantará un solemne Te Deum, llevando al elector o electores entre el pre-

sidente, los escrutadores y el secretario.(Art.58). Concluido este acto,pa-

sarán los electores parroquiales con su presidente a la Iglesia mayor, en donde se cantará una misa solemne de Espíritu Santo por el eclesiástico de mayor dignidad, el que hará un discurso propio de las circunstancias (Art.71).

Las Cortes, por su parte, se encargan de las tareas relevantes del Estado; no sólo aprueban leyes, sino que pueden incluso elaborar decretos que, ocupando el mismo nivel de jerarquía formal que las leyes, no precisan, sin embargo, de sanción regia. Estas Cortes no podían ser disueltas ni suspendidas por el monarca, y contaban con una Diputación Permanente que controlaría la observancia de sus decisiones durante los recesos parlamentarios.

A lo largo del articulado existen una pluralidad de derechos, especialmente de carácter procesal: libertad civil (art. 4), propiedad (arts. 4, 172.10, 294 y 304), libertad personal (art. 172.11), libertad de imprenta (arts. 131.24 y 371), igualdad (en su vertiente de no concesión de privi-legios -art. 172.9-, y de igualdad contributiva -art. 339-), inviolabilidad del domicilio (art. 306), derecho de representar las infracciones constitucio-nales (art. 374) y, en fin, derechos de naturaleza procesal: predeterminación del juez (art. 247), derecho a un proceso público (art. 302), arreglo de controversias mediante arbitraje (art. 280), habeas corpus (arts. 291 y ss.), y principio de "nulla poena sine previa lege" (art. 287). Característica común a todos estos derechos era su carácter racional, concebidos como libertad de defensa.

Para ser elegido Diputado a Cortes se requeían ciertos requisitos: se requiere ser ciudadano que está en el ejercicio de sus derechos, mayor de veinticinco años… (Art. 91) y tener una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios. (Art 92). De esta manera, se limitaba la entrada de clases bajas como diputados, además de no establecer como requisito pertenecer a la nobleza. Así, muchos burgueses pudieron acceder a las Cortes sin quejas ni problemas, pues cumplían todas las condiciones exigibles.

Tarea reformadora- legislativa de las Cortes de Cádiz

La tarea reformadora de las Cortes no se circunscribió a elaborar la Constitución de 1812. Antes bien, las Cortes aprobaron una ingente can-tidad de leyes, decretos y órdenes complementarias que conforman un cuerpo legislativo hasta cierto punto revolucionario. Ello no obstante, hay que señalar que la Constitución era tan detallada que incluso comprendía materias típicamente legislativas, como el Derecho electoral.

La tarea legislativa desarrollada por las Cortes de Cádiz no adoptó la forma jurídica de ley. La explicación resulta evidente: según la propia Constitución de 1812, la ley requería de la sanción regia, de modo que hallándose ausente el monarca, las decisiones de Cortes no podían asumir tal "nomen iuris". Así, el Parlamento expidió, en su defecto, Decretos y Órdenes, emanados ambos de su exclusiva voluntad.

Entre las disposiciones emanadas de las Cortes destacan, en primer lugar, aquellas que tuvieron por objeto determinar la forma de gobierno, regulando la organización y funcionamiento de los órganos estatales. Así, aprobaron dos Reglamentos para el funcionamiento interno de las Cortes (Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes, de 24 de Noviembre de 1810 y Decreto CCXCIII, Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes, de 4 de Septiembre de 1813). Igualmente se reafirmó la inviolabi-lidad parlamentaria (Decreto XIII, de 28 de noviembre de 1810). Del mis-mo modo, regularon con profusión al poder ejecutivo interino -la Regencia- a través de Decretos sobre sus facultades y organización (Decreto XXIV, Reglamento Provisional del Poder Executivo, de 16 de Enero de 1811; DecretoCXXIX, Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno, de 26 de Enero de 1812 y Decreto CCXLVIII, Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno, de 8 de Abril de 1813), así como sobre la responsabilidad de los órganos ejecutivos (Decreto LXXVI: Responsabilidad de las autoridades en cumplimiento de las órdenes superiores, de 14 de julio de 1811; Decreto CVII: Responsabilidad sobre la observancia de los Decretos de Cortes, de 11 de noviembre de 1811; Decreto CCXLIV, de 24 de marzo de 1813, de Reglas para que se haga efectiva la responsabilidad de los empleados pú-blicos).

Hay que señalar que los reglamentos de la Regencia invistieron un sis-tema asambleario de gobierno, conforme al cual los regentes eran una mera sombra de poder ejecutivo, subordinados a la estricta observancia de las órdenes de las Cortes y sin asimilarse en absoluto con el papel que la Constitución de 1812 otorgaba al monarca.

La protección de las libertades cuenta, como principal disposición nor-mativa, el Decreto IX, de 10 de noviembre de 1810, de libertad política de imprenta. Como puede comprobarse por la fecha de expedición, el Decreto fue anterior a la propia Constitución. Ello respondía a la clara intencio-nalidad política de promover la discusión política entre los ciudadanos, una de las exigencias principales del primer liberalismo español. Se trataba, además, del medio idóneo para mentalizar a la población de las nuevas ideas políticas que iban a asentarse en la Constitución de 1812. El Decreto IX, sin embargo, mezcla elementos típicamente liberales, como la idea de opinión pública como medio de controlar al poder, con reminiscencias ilustradas: así, la idea de que la imprenta serviría para fomentar la ilustra-ción del pueblo. Una idea, por cierto, que pasaría a la propia Constitución de 1812 (artículo 371), puesto que la libertad de imprenta se recogió en el título dedicado a la Instrucción Pública.

Las reformas sociales también tuvieron un eco importante entre las reformas legislativas aprobadas por los constituyentes gaditanos. Entre las más señaladas hay que incluir el Decreto LXXXII, de 6 de agosto de 1811, por el que se extinguían los señoríos jurisdiccionales, en un intento de realizar el programa liberal, acabando con los terrenos improductivos.

No obstante los diputados liberales, en la mayoría de los casos propietarios feudales o clérigos, no habían querido hacer una revolución social;por ello omitieron los cambios más profundos que podían atraer al campesinado y se limitaron a «proyectos de reforma moderada,que resul-

taban excesivos para los explotadores del viejo sistema e insuficientes para los explotados». De aquí el escaso apoyo social de las medidas reforma-

doras en el momento en que volvió Fernando VII; y también el retraso y la moderación de la revolución burguesa española,que cuando se produjo en la década de 1830 tuvo el carácter de un tránsito pacífico y pactado de la sociedad feudal al nuevo orden burgués.

Benedicto Cuervo Álvarez.

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Autor:

Benedicto Cuervo Álvarez