- Presentación
- El gran éxito de 1808 y una crisis impensable
- Napoleón toma el mando en noviembre
- El emperador en Madrid
- Cataluña y la intervención británica desde Portugal
- La "marcha de la muerte" de Moore
- Notas
- Bibliografía
Presentación
Con ser sobre todo una guerra de liberación nacional, la Guerra de la Independencia Española (1808-1814) tuvo también una dimensión europea, en el contexto de la imposición de la Francia revolucionaria de Napoleón a los estados monárquicos del Antiguo Régimen. Políticamente, la inesperada y caótica resistencia popular de los españoles a las tropas revolucionarias francesas, marcó un hito: el de la resistencia nacionalista, de cuño romántico e irracionalista, frente a la imposición del liberalismo revolucionario ilustrado. En Alemania, cuna de un gran movimiento romántico nacionalista, la resistencia española de 1808 fue tomada como un referente ideológico y sentimental que consiguió movilizar las fuerzas dispersas que se oponían al orden establecido por la ocupación militar francesa. Ese año, Austria lanzó una ofensiva contra la Baviera ocupada por los franceses, acompañada de un manifiesto dirigido "A la Nación Alemana", obra de Schlegel, utilizando como modelo la actitud de resistencia española; en él se podía leer que "los austríacos luchaban para devolver a Alemania su independencia y honor nacionales". Salvo un puñado de "afrancesados", los españoles no habían podido ser vencidos por las armas de la Razón y la Revolución, y habían dado ejemplo de no haber perdido ni su independencia nacional, ni su dignidad popular.
El gran éxito de 1808 y una crisis impensable
Las noticias llegadas de España en el verano de 1808, tras una invasión sin problemas durante la primavera, que halló una resistencia inesperada, fueron recibidas en Francia con honda preocupación y sorpresa. Napoleón Bonaparte era plenamente consciente de que cualquier debilidad francesa podía ser aprovechada por los austríacos, sus únicos enemigos en pie de guerra en la Europa continental; y en cuanto a los británicos, habían desembarcado en Portugal y derrotado a las fuerzas de ocupación mandadas por el mariscal Junot, aumentando la gravedad de la situación. Era pues urgente resolver la increíble crisis militar desatada en una Península Ibérica fácilmente ocupada en los meses anteriores.
El estado mayor de Napoleón emitió un torrente de órdenes a lo largo de los meses de agosto y septiembre de 1808, con el fin de poner fin a la crisis de manera rápida y contundente: programas de reforzamiento de las plazas fuertes dispuestas al sur de los Montes Pirineos, controladas por Francia, y planes para el caso de producirse un conato de invasión del territorio nacional francés desde España. En realidad, las fuerzas militares de los españoles estaban tan dispersas y desorganizadas, que a sus estados mayores ni se les pasaba por la imaginación tal posibilidad, pero sus impensables éxitos en Bailén, Zaragoza y Valencia habían disparado todas las alarmas en París.
A primeros de septiembre, consciente de que la situación había comenzado a calmarse, Napoleón se dedicó a diseñar metódicamente un plan de operaciones para la campaña de 1809. Tras asegurar sus defensas fronterizas frente a Austria e impartir instrucciones acerca de lo que había que hacer si los austríacos decidían atacar Baviera, retiró 130.000 soldados de la Alemania ocupada, incluyendo cuatro cuerpos de ejército, cuatro divisiones de caballería, y las mejores unidades del ejército francés: la guardia imperial. La mayor parte de ellos eran soldados veteranos, capaces y avezados, dispuestos a cumplir cualquier orden por despiadada que fuera, y poco inclinados a confiarse en un territorio poblado por gente hostil a ellos. Napoleón también renovó sus tratados de no agresión con Rusia, para evitar tener que luchar en dos frentes al mismo tiempo. La insensata resistencia de los españoles, carentes de Estado pero decididos a no obedecer a las autoriadades sumisas a la Revolución, era un peligro que había afrontar con la máxima atención y seriedad.
En España, las desmoralizadas tropas francesas y sus auxiliares extranjeras, que defendían al rey Joseph Bonaparte, designado rey revolucionario español por su hermano el emperador, pasaban por horas bajas. Tras haber tenido bajo su control teórico toda la Península Ibérica, se habían visto forzadas a retirarse hasta la orilla izquierda del Ebro para concentrarse y fortificarse. Frente a ellas, como en los meses anteriores, se alineaban unas fuerzas españolas muy envalentonadas, pero mal armadas, mal dirigidas, desorganizadas, carentes de entrenamiento y de cualquier clase de apoyo logístico.
El plan inicial de Napoleón consistía en destruir las tropas españolas en el norte de Castilla, ocupar Burgos y enviar luego refuerzos en dirección norte para rodear y aislar a las fuerzas de los generales españoles Blake y Cuesta situadas entre Santander y Bilbao. En las primeras fases de la campaña esas fuerzas, militarmente más potentes, no debían ser atacadas directamente, sino sólo vigiladas de modo que no pudieran cambiar de posición o iniciar ataques libremente. Pero los cuidadosos planes de Napoleón se vieron entorpecidos por la imprudencia de uno de sus generales, Lefebvre, quien, pensando en que podía barrer a las desastradas unidades españolas que tenía frente a sus posiciones al sur de Bilbao, las atacó prematuramente el 29 de octubre de 1808. Tras una dura lucha, en que las unidades regulares españolas volvieron a sorprender por su resistencia, el ejército de Blake evacuó Bilbao y escapó al cerco previsto en el plan de operaciones francés.
Napoleón toma el mando en noviembre
Napoleón, molesto con sus generales por haber malogrado su dispositivo, bastante acertado operativamente, se desplazó personalmente a España para tomar el mando por sí mismo. El 3 de noviembre estaba en Bayona, y el 6, en Vitoria; sin embargo, pronto habría de repetir la amarga decepción sufrida antes por sus "imprudentes" generales: la guerra en España no se parecía a las que había conocido hasta ese momento, en parte porque la población mostraba una actitud y una mentalidad fieramente irracionales, suicida en algunos casos, incomprensible casi siempre. No obstante, la fuerte personalidad de Napoleón, su entusiasmo y su empuje pronto elevan la moral de sus subordinados y hasta de sus atribuladas tropas. Desde que llega al estado mayor de las tropas de ocupación en España, el emperador supervisa personalmente cada detalle, imparte órdenes rápida y acertadamente, distribuye recompensas y castigos con autoridad, no deja nada al azar y siempre que puede se pone al frente de las unidades en campaña. Su excepcional habilidad como conductor de operaciones y tropas inyecta un poderoso estimulante a su ejército, muy necesitado de él.
El primer golpe francés se dio en Gamonal, cerca de Burgos, donde las tropas españolas fueron a.rrolladas en una dura batalla en la que la caballería francesa lanzó una carga devastadora. Cayeron unos 3000 españoles, perdiendo todo su equipo y material, y Burgos fue brutalmente saqueada, como había ocurrido con Medina de Rioseco unos meses antes. Destruido este primer ejército español, el denominado Ejército de Extremadura, las tropas francesas avanzaron hacia Aranda de Duero y el centro de Castilla por un lado, y por otro hacia el norte, hacia Reinosa, en busca del ejército de Blake.
Las tropas españolas de Blake ocupaban el 10 de noviembre una fuerte posición defensiva en torno a la localidad de Espinosa de los Monteros. La mayor parte de sus efectivos estaban muy debilitados por las deserciones, el hambre y las enfermedades; Blake carecía de caballería y casi también de artillería. En su busca los franceses destacaron un cuerpo de ejército al mando del mariscal Victor, reforzada por unidades muy reforzadas dirigidas por el general Lefebvre. En buena lógica, Blake debería haberse retirado, pero no lo hizo. A sus mermadas fuerzas se les habían unido los restos de la División de Dinamarca, un cuerpo expedicionario español que había luchado para Francia en las costas bálticas, antes de que el 2 de mayo de 1808 disolviera la hasta entonces vigente alianza militar franco-española de inspiración antibritánica [1].
Los veteranos procedentes del Báltico tampoco traían artillería ni caballos, así que Blake sólo contaba con una gran masa de infantería sin armas de apoyo; a pesar de ello, ésta volvió a mostrar una inusitada resistencia al ser atacada por los franceses. Tras un primer día entero de combates en que los españoles aguantaron todos los asaltos y los veteranos bálticos se distinguieron por su combatividad, al segundo día Blake ordenó la retirada en dirección oeste, abandonando heridos y el poco material pesado con el que contaba. Un temporal, sumado a una ola de frío otoñal y a una total falta de suministros acabó desmantelando su ejército, consumido por el hambre y las enfermedades. Perdida su capacidad operativa, sus restos acabaron llegando a León tras atravesar en terribles condiciones las montañas cantábricas. El general Marqués de La Romana fue reagrupando a las partidas sueltas de supervivientes que iban llegando maltrechas, y en diciembre tenía en pie de guerra unos 20.000 hombres, aunque sin caballos ni apenas munición.
Mientras tanto, más al este, el mando de las fuerzas españolas existentes al sur del curso medio del río Ebro estaba dividido entre dos generales rivales, Castaños y Palafox, cuyas divergencias personales impidieron que llegara ayuda alguna, material o militar, al apurado Blake. El 21 de noviembre de 1808, eliminados los focos de resistencia que habían representado el Ejército de Extremadura y el de Blake, el tercer cuerpo de ejército francés maniobró contra las concentraciones de tropas lideradas por el general Castaños, desplegadas entre Tudela y Cascante, cubriendo un espacio excesivo para el que podían guarnecer sus 26.000 hombres. Tras conseguir que Palafox le apoyase, Castaños comenzó a recibir como refuerzo dos divisiones de infantería al mando del general O'Neill, pero al llegar lentamente y con cuentagotas no habían tomado posiciones cuando las vanguardias francesas llegaron a Tudela, aprovecharon a fondo el hueco en el despliegue español. La débil y escasa caballería española no consiguió anticiparse a la penetración de las tropas del mariscal Ney ni tampoco detenerla. Cuando el grupo de O'Neill llegó al lugar, los franceses ya estaban explotando la brecha: el general Lannes ordenó a la división de su colega Merlot que lanzase un ataque decisivo. A la desesperada, Castaños había intentado cerrar la brecha enviando órdenes al general La Peña, que se encontraba en Cascante, para que se desplazase hacia el centro del dispositivo, y a su colega Grimarest, que se encontraba algo apartado con sus unidades, para que acudiese a apoyar al primero, en tanto que él mismo intentaría acudir también desde Tudela.
La Peña no cumplió las órdenes y Grimarest estaba demasiado lejos para poder llegar a tiempo. Merlot asaltó las colinas que rodeaban Tudela, obligó a los españoles a abandonar la ciudad y a retroceder hacia la carretera de Zaragoza, en tanto que las tropas de O'Neill, que ya habían llegado, atacadas de frente y de flanco, apenas pudieron oponer resistencia y fueron aplastadas finalmente por una devastadora carga de la caballería francesa. Las tropas que habían visto peligrar su existencia en septiembre, habían dado la vuelta a la situación bélica en apenas un mes, gracias a la moral insuflada por el mando directo de Napoleón y su excepcional habilidad como general.
El emperador en Madrid
El 22 de noviembre de 1808 Napoleón dio comienzo a un avance triunfal hacia Madrid, sabiendo que las operaciones de sus mariscales al este y al norte de su situación estaban alcanzando todos sus objetivos con gran éxito, por lo que sabía que no se presentarían amenazas contra sus flancos. La primera oposición de entidad la encontró en el Puerto de Somosierra, paso de montaña en el que unos 9.000 hombres de calidad operativa desigual, formados por restos del Ejército del Centro, reclutas y voluntarios, se habían apostado a ambos lados de la carretera formando dos líneas, bien atrincherados aprovechando el terreno y con algunos cañones. Desalojarlos iba a ser una tarea compleja incluso para los experimentados soldados franceses.
El 30 de noviembre la división del general Ruffin fue la encargada de asaltar las posiciones en Somosierra, para lo que intentó primero escalar las alturas que las rodeaban. Los defensores, aprovechando los campos de tiro que ofrecía el vertical espacio montañoso, comenzaron a abatir a los atacantes que ascendían en cabeza. El coronel Piré, jefe del regimiento de cazadores de la guardia, que era el que estaba sufriendo más bajas, pidió permiso para retirar a sus hombres, viendo que era imposible abrirse paso; Napoleón replicó: "¿Imposible? No conozco esa palabra." Claramente despreciaba el valor combativo de los defensores, y lanzó a una unidad de caballería polaca a desalojarlos frontalmente. Lejos de desbandarse, los españoles respondieron con un nutrido fuego que prácticamente aniquiló a sus 87 miembros pero, tras varios asaltos de contingentes franceses muy nutridos, de infantería y caballería, fueron arrollados. El general Montbrun, con una última carga de unos 1.000 jinetes, encabezó el asalto que rompió finalmente el bloqueo del paso de montaña.
La llegada a Madrid de las noticias de la derrota de Somosierra dispararon todas las alarmas. Se creó a toda prisa una Junta de Defensa presidida por el duque del Infantado, dispuesta a defender la ciudad, en tanto que una Junta Central política decidía abandonar Aranjuez y marchar en dirección a Badajoz. Tanto en el pueblo como en los dirigentes había una mezcla de opiniones, pues mientras unos eran favorables a la defensa a ultranza (hasta el último hombre y el último cartucho), al estilo de Zaragoza o Gerona, otros preferían librar acciones militares limitadas, que contuviesen a Napoleón.
Tras rechazarse la primera solicitud de rendición, la artillería imperial francesa abrió fuego a las 19:00 horas del 2 de diciembre de 1808, abriendo con facilidad una brecha en las murallas de Madrid, en el sector del Parque del Buen Retiro. Las tropas francesas entraron en el parque y tomaron la fábrica de porcelana de la Corona, el observatorio astronómico y otros puntos clave, que les daban acceso al corazón de la ciudad. La segunda oferta de rendición llegó poco después, pero deseosos de ganar tiempo, los generales Morla y Duque de Castellar comunicaron al cuartel general francés que necesitaban consultar al pueblo, prueba de la importancia que la lucha popular estaba tomando en el conjunto de las acciones militares. Los combates continuaron sin mucha intensidad hasta las 11:00 del 3 de diciembre, momento en que Napoleón ordenó un alto el fuego unilateral a sus tropas. Para entonces éstas ya controlaban El Pardo, las Puertas de Alcalá y Atocha y la Carrera de San Jerónimo, apuntando al corazón de la ciudad.
Tras deliberar, la Junta de Defensa llegó a la conclusión de que la solución militar era inviable, y aprovechando que el cerco a la ciudad no era completo, el marqués de Castellar, las tropas bajo su mando y los civiles que quisieron unirse a ellas abandonaron la capital. A las 06:00 horas del 4 de diciembre los generales Morla y De la Vega rindieron Madrid al mismo Napoleón en el Campo de Chamartín, y a las 10:00 horas, los soldados del general Bélliard tomaron los puntos clave del centro urbano, desalojando a los sorprendidos madrileños de sus posiciones. Por suerte, apenas hubo conatos de resistencia desesperada, y Madrid cayó finalmente.
Durante su estancia en la capital, el emperador dedicó una parte importante de su tiempo a preparar el final de la campaña. A los más de 40.000 hombres de que disponía, reponiéndose de la atroz fatiga sufrida al este y al sur de Madrid, se iban a sumar los efectivos completos y totalmente equipados de un nuevo cuerpo de ejército, el VIII al mando del mariscal Junot, repatriados a Francia por los británicos en cumplimiento de lo pactado en la Convención de Cintra. Para resgresar a Portugal estaban dispuestas las tropas del general Lefebvre, que avanzarían directamente sobre Lisboa, mientras que las del mariscal Victor tendrían como objetivo Sevilla. Napoleón quería también arreglar a su manera el "problema español" y no estaba dispuesto a perder el tiempo; fiel a su carácter emitió cuatro decretos desde su propio campamento general en Chamartín. El primero abolía todo el entramado jurídico feudal; el segundo, el tribunal de la Inquisición; el tercero reducía a una tercera parte el total de las comunidades religiosas de España; y el cuarto suprimía las aduanas interiores del territorio español. Era evidente que medidas como la supresión de aduanas interiores (puertos secos) o las indemnizaciones decretadas para los que en opinión francesa habían sufrido pérdidas económicas por causa de la acción de las fuerzas rebeldes, estaban orientadas a atraer hacia su nuevo régimen a lo mejor de las élites sociales e intelectuales españolas, pero a la postre lograron poca cosa. Ya se había vertido mucha sangre y se había levantado demasiado odio.
Cataluña y la intervención británica desde Portugal
Napoleón era consciente de que su comandante en jefe en Cataluña, el general Duhesme, no contaba con tropas suficientes para lograr los ambiciosos objetivos que se le habían encomendado. Aunque despreciaba a los catalanes y su voluntad de resistencia, sabía lo que estaba ocurriendo, y para remediarlo ordenó al frío y metódico general Saint-Cyr que acudiese a España y reestableciese el orden en la región. Su primer objetivo debía ser el castillo de Rosas. Tras la caída de la fortaleza, Saint-Cyr envió refuerzos al general Reille para mantener abiertas y seguras sus líneas de comunicación con Francia y marchó hacia Gerona con sus 17.000 hombres, alcanzando las defensas de la ciudad a primeros de diciembre.
La batalla que se dio en Cardedeu con los catalanes comenzó el 16 de diciembre de 1808. 8.500 soldados de infantería españoles, apoyado por apenas 600 jinetes y sólo siete cañones, se habían desplegado sobre una escarpada colina cubierta de vegetación, que impedía valorar a Saint-Cyr su verdadera fuerza. No obstante, el general francés sabía que en su mayor parte eran reclutas sin instrucción y campesinos mal armados, y lanzó a sus 13.000 hombres en masa contra ellos formando una única columna. El general Pino, que mandaba la vanguardia imperial compuesta por auxiliares italianos, desplegó a sus unidades al aproximarse a los españoles para cubrir un frente más amplio, desobedeciendo las órdenes de Saint-Cyr de avanzar en orden cerrado. Pagó cara su apuesta y fue rechazado por las defensas exteriores españolas. Bajo el mando de Saint-Cyr en persona, un segundo asalto concentrado arrasó a los defensores. Los españoles sufrieron 2.500 bajas y casi perdieron sus escasos cañones, a cambio de sólo 600 bajas francesas. El 17 de diciembre, las tropas de refuerzo francesas entraban en Barcelona y Saint-Cyr tomaba el mando de del gobierno militar de Cataluña, reemplazando a Duhesme.
El 21 de diciembre de 1808, en Molins del Rey, cerca de Barcelona, Saint-Cyr se enfrentó de nuevo a los españoles dirigidos por los generales Reding y Cadalgues. Su maniobra no obtuvo un éxito completo, pues el general Chabran no se decidió a lanzar un asalto decisivo contra los españoles, que pudieron retirarse sin sufrir demasiadas bajas, aunque dejaron en el campo 25 cañones, casi todo su equipo y municiones y 1.200 prisioneros, entre ellos el propio general Cadalgues.
El gobierno británico había recibido muy mal a los responsables de la capitulación de Cintra, pues no concebía cómo se había permitido la repatriación de las tropas de Junot, por lo que se abrió un tribunal de investigación ante el que tuvieron que declarar como imputados todos los responsables, quedando al mando de las tropas británicas en Portugal el general John Moore, que recibió órdenes de su gobierno de dirigirse hacia León en ayuda del ejército español con unos 20.000 hombres, apoyados por los 12.000 del general David Baird, que desembarcaría en La Coruña y partiría desde la capital gallega con destino a Valladolid. La marcha de Moore, que dejó 10.000 soldados en Lisboa, fue caótica, con problemas logísticos de todo tipo. Por de pronto envió su tren de bagajes, sus municiones y su artillería pesada a Salamanca pasando por Badajoz, Talavera y El Escorial, dando un rodeo inverosímil. En cuanto a Baird, no tuvo mejor suerte. No llegó a La Coruña hasta la última semana de octubre de 1808, y las autoridades españolas no pudieron prestarle su apoyo, aunque consiguió finalmente adquirir carros, bueyes y mulas en los que cargar todo su material bélico y equipamiento y partir hacia el sur, a través de carreteras muy precarias; hacia el 22 de noviembre aún no había progresado más allá de Astorga, en los límites sudorientales de Galicia.
La "marcha de la muerte" de Moore
Moore por su parte cambió de opinión en lo que respecta a sus planes al tener noticia de las sucesivas derrotas españolas, por lo que creyó que lo más conveniente era regresar a Lisboa ante la imposibilidad de cumplir su misión. Sin embargo, un correo llegado el 5 de diciembre desde Madrid le hicieron creer que la ciudad estaba dispuesta a resistir, lo que, unido a la oferta de ayuda que le remitió desde León el general Marqués de La Romana, lo movieron a cambiar otra vez de opinión. Ahora creía que podía dirigirse al centro de Castilla y cortar en Burgos las comunicaciones entre Madrid y la frontera francesa.
La maniobra que trataba de ejecutar Moore era realmente arriesgada, pues pretendía dirigirse hacia el centro de España sorteando grandes contingentes franceses que maniobraban a su alrededor. Se ha debatido mucho por qué decidió arriesgarse de tal modo. Para la historiografía británica (que no ha hallado explicación satisfactoria a tan descabellado plan) Moore fue víctima de informes contradictorios por parte de los españoles, que luego no hicieron nada para evitar que fuera derrotado. El argumento es insostenible, y transfiere la responsabilidad de Moore a unos ejércitos que bastantes problemas tenían para sostenerse frente a ejércitos franceses muy superiores en todos los sentidos. Moore calculaba las fuerzas de ocupación francesas en España en unos 80.000 hombres, cuando en realidad, a raíz de la imprevista resistencia de militares y civiles tras la captura de la cúpula estatal española, venían a contar con unos 235.000 hombres aproximadamente. Esta disparidad entre los cálculos de Moore y la situación real puede explicar por qué, aunque el 11 de diciembre de 1808 supo que Madrid se había rendido a los franceses, debió de creer que un golpe a sus líneas de suministros podía obligarlos a detener su progresión hacia Andalucía y Portugal.
Unidos a las tropas de Baird, los hombres de Moore cruzaron el Duero y, en un combate afortunado en Sahagún, sus húsares aniquilaron dos escuadrones de caballería franceses. Lo que no sabía Moore era que Napoleón ya estaba al tanto de su presencia (si bien no conocía su situación correcta, pues lo ubicaba cerca de Valladolid, cuando aún no había progresado tanto desde el noroeste peninsular) por lo que había impartido las órdenes e instrucciones precisas para no dejar escapar la oportunidad que se le presentaba de destruir al único ejército británico operativo en territorio español.
Lo primero que hizo el emperador fue detener las ofensivas contra Lisboa y Sevilla y el 19 de diciembre ordenó que todas las tropas disponibles en torno a Madrid se dirigieran de inmediato al noroeste. El 23, en medio de un terrible temporal de nieve y con el propio Napoleón al frente, el ejército francés cruzó el paso de montaña de Guadarrama dispuesto a enfrentarse a los británicos de Moore. Tras recuperarse del paso de las montañas en Villacastín, las tropas imperiales reempredieron la marcha. Moore, que ignoraba lo que estaba sucediendo al sur de sus posiciones, había pensado lanzar una ofensiva contra el 2º cuerpo de ejército mandado por el mariscal Soult el día de Nochebuena, pues sabía que los franceses seguían reagrupándose y tenía una buena oportunidad para tomar la iniciativa. Sin embargo, durante la mañana de ese día comenzó a recibir noticias alarmantes: los despachos aseguraban que el grueso del ejército francés, con Napoleón a la cabeza, estaba al norte del Sistema Central montañoso y avanzaba hacia su retaguardia. El general británico no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que se encontraba en un grave aprieto: los franceses se le habían adelantado y habían acumulado una ventaja decisiva sobre él. No podía huir hacia Lisboa pasando por Salamanca, pues los franceses le cortarían el camino, por lo que pensó que lo mejor sería retroceder por donde había llegado, en dirección hacia La Coruña, donde podría reembarcar en caso necesario. Rápidamente, todo el ejército expedicionario británico inició su retirada, dejando una pantalla de caballería delante de las fuerzas de Soult para ocultar sus movimientos.
Al sur Napoleón, al que el 26 de diciembre se unió el mariscal Ney, había situado correctamente la posición de los británicos, por lo que se desvió hacia el noroeste, para cortar la retirada a Moore en el río Esla, en tanto que Soult había comprobado que no tenía al grueso del ejército enemigo delante, sino sólo a unos destacamentos de caballería, por lo que él también avanzó hacia Benavente pero cuando llegó las fuerzas de Moore y las de Baird, que habían cruzado el Esla por Valencia de Don Juan, ya estaban al otro lado del río. Los cazadores a caballo de Lefebvre-Desnouettes intentaron perseguirlas, pero fueron duramente repelidos por el 10º Regimiento de Húsares británico. Tras este pequeño combate, la persecución perdió en intensidad, lo que permitió a los británicos retirarse en mejores condiciones.
En cuanto a las tropas españolas de La Romana, el día 30 de diciembre tuvieron un desastroso encuentro con los franceses en Mansilla de las Mulas, en el que perdieron unos 1.500 hombres, uniéndose a Moore en Astorga al día siguiente, Nochevieja. La Romana había perdido ya la mitad de sus efectivos originales. Respecto a los británicos, no estaban en mucho mejores condiciones, y ambos ejércitos se retiraron hacia Galicia [2].
Ha existido siempre un gran debate entre los historiadores acerca de por qué se detuvo la retirada en Astorga. La causa la atribuyen los británicos a la primera gran crisis con sus aliados españoles. Es cierto que las tropas españolas del marqués de La Romana no estaban en condiciones de combatir, pero no es cierto que influyesen con su situación y sus problemas en la tambaleante capacidad combativa de los británicos. El ejército expedicionario de Moore pura y simplemente había acumulado una larga serie de desastres y frustraciones, y es muy comprensible que su moral estuviera por los suelos; el desorden, la rebeldía y el descontrol se hubieran dado en cualquier otro ejército de los de su época, y probablemente mucho antes. Días antes de los tumultos que hubo en Astorga, en Benavente la soldadesca británica había arrasado el castillo de la localidad y había entrado a saco en sus bodegas. Centenares de soldados cargados de frustración y desinhibidos por la borrachera dieron rienda suelta a sus instintos y vandalizaron, asesinaron y violaron sin poder ser controlados por sus oficiales.
Los reproches entre los aliados fueron subiendo de tono. El marqués de La Romana se quejaba amargamente de que lo destruido por los vándalos y lo robado por los saqueadores británicos había sido aportado por las juntas regionales españolas, y de que Moore no tenía intención de defender Astorga, y los británicos acusaban a los españoles de abandonarlos y de no servir para nada militarmente. Una parte del ejército británico parecía haber decidido tomar todo lo que tuviera a mano para resarcirse de lo sufrido en los meses anteriores y la otra parte aprovechar el caos para cometer todo tipo de robos y saqueos. Ante tales aliados no es de extrañar que en los pueblos leoneses y gallegos prefiriesen ver llegar a los franceses antes que a los casacas rojas de Moore.
Lo cierto era que Moore había tomado la decisión de abandonar España sin tomar mayores consideraciones. No confiaba en los españoles quienes, por otra parte, no habían dado muestras de capacidad para colaborar con sus fuerzas, pero nada de eso sirve para justificar las salvajes acciones que los británicos en retirada cometieron contra la población civil de un buen número de pueblos y ciudades de León y Galicia, en el noroeste español.
Notas
[1] Con anterioridad a la ruptura bélica de mayo de 1808, España y Francia habían sido aliadas, por su común hostilidad contra el Reino Unido. A petición francesa, el gobierno español del rey Carlos IV puso a disposición de Napoleón un cuerpo expedicionario de unos 15.000 hombres, que incluía a las unidades más combativas del ejército español. Integrado en el dispositivo de ocupación francés en las costas bálticas de Alemania, el cuerpo español dirigido por el general Marqués de La Romana se amotinó en mayo de 1808, tras negarse a jurar lealtad a Joseph Bonaparte como rey de España. Los rebeldes se hicieron fuertes en el islote de Langeland, del que la Royal Navy británica sacó a unos 9.900, con rumbo a España. Unos 5.000 no pudieron embarcar y hubieron de rendirse finalmente a los franceses. Encerrados en varios campos de internamiento provisionales, en condiciones inhumanas, fueron posteriormente forzados a combatir bajo bandera francesa, encuadrados en un regimiento llamado "Joseph Bonaparte" incluido en la Grande Armée que invadió Rusia en 1812. Cayeron en su inmensa mayoría en la desastrosa retirada francesa posterior a la efímera conquista de Moscú. Hubo incluso algunos españoles que desertaron y se unieron al ejército ruso, en el que fueron reunidos en un regimiento llamado "Imperial Alejandro". En el ejército francés subsistieron hasta 1815 algunas pequeñas unidades formadas por españoles, como los "Pioneros Españoles".
[2] Pocos episodios de la historia militar británica han sido tan dramáticos como la retirada del general Moore y los restos de su cuerpo expedicionario hacia La Coruña en enero de 1809. A través del testimonio de los hombres que participaron en aquella particular Marcha de la Muerte, el historiador militar Christopher Summerville ofreció un completo cuadro del épico suceso en un interesante libro publicado en 2003, y traducido en 2008 al español (ver la entrada correspondiente en Bibliografía).
Bibliografía
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Christopher Summerville, March of Death. Londres, Lionel Leventhal Ltd., 2003 (Greenhill Books). La edición española corrió a cargo del sello Inédita S. L. (Barcelona, 2008), bajo el título La marcha de la muerte. La retirada a La Coruña de sir John Moore (1808-1809).
Autor:
Jorge Benavent Montoliu
(España)