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Criptozoología: El hombre de hielo de minnesota y la búsqueda de Jordi Magraner


Partes: 1, 2
Monografía destacada
  1. Introducción
  2. Jordi magraner y la construcción de una obsesión
  3. Tras los pasos del barmanu
  4. El hombre que volvió del frío

Las ensoñaciones de la criptozoología

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Introducción

A una experiencia "criptozoológica" muy personal y culposa

CORRÍA EL MES DE AGOSTO de 1998 cuando, recién llegado de las selvas de Vilcabamba (Perú) escribí un pequeño y olvidado artículo titulado "Amazonía. El último reducto de las leyendas: El Mapinguarí". Al releerlo hoy, después de casi 20 años, sólo suscribiría una parte de aquellas páginas. La verdad es que ya no me veo reflejado en esas líneas. Hay en ellas más deseos que realidades. Más fantasía que hechos concretos. Y cuando me pregunto porqué escribí sobre ese tema del modo en que lo hice, no puedo más que contextuar ese lejano acto y encontrar sólo una respuesta: la influencia de la inmensidad de la selva sudamericana. Ese Infierno Verde del que habló Percy Harrison Fawcett y que me acogiera en su seno por espacio de casi un mes.

A poco de llegar del Perú, la adrenalina de la experiencia me envolvía y la sensación de haber estado en un lugar muy poco explorado ?en el que existían todavía bolsones de virginidad? me daban una perspectiva por demás romántica, no sólo de la selva sino de toda la expedición.

Habíamos ido en pos de algo poco común (al menos en los ambientes que frecuento): una ciudad perdida. Vilcabamba La Vieja, la última capital de los incas en el exilio, tras la conquista europea; y el Paititi, la mítica ciudad que ?se dice? aún permanece escondida en plena yunga andina y de la cual sólo pretendíamos recoger testimonios sobre su leyenda.

Estábamos mareados después de tantas emociones. Los medios locales y nacionales nos convocaban a relatar la aventura. Nuestros nombres y apellidos salían en los diarios relacionándonos a historias con las que siempre habíamos soñado relacionarnos. Nuestros quince minutos de fama habían llegado y los disfrutábamos al máximo. Pero sabíamos que en muy poco tiempo todos iban a olvidarnos y que los resultados del viaje ?públicos por entonces? necesitarían mayores explicaciones con el paso del tiempo. Debo confesar que nadie las pidió. El olvido fue absoluto. Pero en aquellas agitadas horas estábamos obligados a rememorar a diario las peripecias de la aventura; y las anécdotas, rumores y fábulas, que nos acosaran a lo largo del viaje, se editaron semana a semana, hasta que todos se aburrieron.

Nos sentíamos distintos y no sin pudor ?debo confesarlo? con un cierto aire de superioridad. Las experiencias extraordinarias suelen generar ese tipo de sentimientos. Es un tema que ha sido estudiado en personas que regresan exitosas de situaciones traumáticas; y aunque la nuestra no puede equipararse ?ni por asomo? con una guerra, el haber transitado por zonas peligrosas y alejadas de lo cotidiano ?el hecho de vivir con tanta intensidad temores y alegrías tan poco frecuentes y regresar victoriosos? hicieron que nos viéramos diferentes.

Una frase escrita por Joseph Conrad me rondaba, en aquel tiempo, a diario la cabeza. La transcribí en los más tempranos escritos post-expedición. Me sentí identificado con ella. Resumía como ninguna otra lo que todos los miembros del grupo sentíamos.

"Me encontré de regreso (de la selva) en la ciudad sepulcral donde me molestaba la vista de la gente apresurándose por las calles para sacarse un poco de dinero unos a otros, para devorar sus infames alimentos, para tragar su insalubre cerveza, para soñar sus insignificantes y estúpidos sueños. Se entrometían en mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida era para mí una irritante pretensión, porque yo estaba seguro de que era imposible que supieran las cosas que yo sabía. Su conducta, que era simplemente la conducta de individuos vulgares ocupándose de sus negocios con la certeza de una perfecta seguridad, era ofensiva para mí, como ultrajantes ostentaciones de insensatez ante un peligro que es incapaz de comprender. No tenía ningún deseo especial de ilustrarles, pero me resultaba bastante difícil contenerme y no reírme en sus caras, tan llenas de estúpida importancia".[1]

Era una frase perfecta. Lo sigue siendo. Refleja el espíritu del explorador del siglo XIX como muy pocas. Me apoyé en ella para escribir Amazonía, desdeñando las mencionadas "caras estúpidas" que, con seguridad, afilarían sus dientes para saltarme a la yugular. Pero no me importó. Quería provocar, en especial a algunos miembros de las instituciones académicas que no había dado ningún apoyo al proyecto exploratorio. Y contra ellas me ensañé, muy a sabiendas de que, transcurrido un tiempo, iba a arrepentirme.

Escribir aquel artículo fue un verdadero tour de force entre la razón y la sin-razón. Entre el pensamiento mágico nacido al calor de la selva y el frío racionalismo del escritorio en el que empezaba a escribir la experiencia. Todavía tenía muy frescos los detalles de aquellas noches dentro de la carpa rodeado de kilómetros de follaje, de sonidos extraños que llegaban hasta el campamento y la posibilidad de toparnos con cualquier cosa en el primer recodo del camino.

Estábamos contaminados de romanticismo y en ese contexto usé cierta bibliografía y me apoyé en testimonios que no volvería a utilizar en la actualidad, al menos del modo en que lo hice entonces. Me refiero concretamente a un libro, Tras las Huellas de los Animales Desconocidos, de Bernard Heuvelmans (padre de la criptozoología) y los dichos de un ornitólogo estadounidense, contratado por el Mueso Emilio Goeldi de Belén (Brasil), llamado David Oren, incansable buscador de una misteriosa criatura amazónica conocida con el nombre de Mapinguarí. Un supuesto perezoso gigante, sobreviviente de la extinción que su especie sufrió hace unos 10.000 años.

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Sin ser conciente había ligando dos cosas ?la selva y un monstruo? a un relato en el que hoy reconozco cierta ostentación de conocimiento. Un narcisismo mediocre. Cierta forma de poder, que es el que otorga el haber estado en un lugar donde nadie ? que conociera en aquellos días? había estado.

Por eso me atreví a escribir (¡y publicar!) lo siguiente:

"Los Mundos Perdidos no han desaparecido. Que no nos confunda la rutina, chata y mediocre, de las ciudades en las que vivimos. Que no nos confundan los sabios de escritorio, quintaesencia de la más estúpida tradición académica, cuando sentencian, acomodando sus adiposos traseros detrás de sus doctorados, que todo está hecho, que pocas cosas faltan descubrir; que sólo restan variaciones menores de una composición del mundo por completo conocida.

Es lógico que hayan cerrado sus mentes. Es la única manera de que pueden sostenerse, aferrados a sus teorías dogmáticas y cargos políticos dentro de universidades e institutos de enseñanza. Se han olvidado de volar con la imaginación. Ya no sueñan. "Es poco científico", dicen con arrogante autoridad, descalificando a todo aquel que no comulga con sus intereses mezquinos y provincianos.

Pero, ¿qué sería hoy del mundo sin los soñadores? ¿Es lícito hundir a la gente en un lodazal de frases hechas, mediocridad y falta de esperanza? ¿Es éste el mundo perfecto del progreso que imaginaron los soñadores que nos dieron los más grandes avances, materiales e intelectuales?

Hasta hace no muchos años, volar era cosa de locos. ¿Y llegar a la Luna? ¡Una tontería!

Hoy esos antiguos locos son los genios del presente. Soñaron y triunfaron. ¿Por qué combatir tanto al soñador que aspira encontrar en la selva porciones de primitivismo, cuando esas regiones efectivamente aún existen? ¿Con qué derecho podemos juzgar el deseo de evasión? ¿No es acaso una forma más de compromiso y de crítica, frente a un mundo sin timón y desquiciado?

Que los rincones aislados son pocos, eso nadie lo duda. Pero están allí, esperando a que alguien recupere sus leyendas, sus creencias, sus animales aún desconocidos, sus indios ignotos." [2]

Mis infundadas creencias infanto-juveniles emergían con fuerza desde el pasado. Querían imponerse. Rompían con la instrucción académica de los últimos años. El deseo por volver a creer se reeditaba y el mundo inacabado, que conociera a través de las crónicas y diarios de viajes de famosos exploradores, regresaba tras haber estado contenido por largo tiempo. Era como si un dique interno se hubiera roto y el agua, desbocada, buscara de memoria su antiguo cauce.

El viaje a la selva me había cambiado. Experimentaba un retroceso claro en la forma de ver el mundo. Uno mucho más divertido. Más irracional, mágico y abierto.

Me asusté.

Traté de contenerme, pero aquel alud de romanticismo se llevó todo por delante y, cuando la turbulencia preció menguar, el mapinguarí, el gigante perezoso gigante de la leyenda, permaneció incólume. Firme. De pie y con una sonrisa irónica en su feo rostro. Parecía estar riéndose después de casi una década y media de escepticismo universitario.

Así, influido por la experiencia amazónica, volví a la criptozoología creyendo tener mayores fundamentos con los que defenderla.

1998 marcó un antes y un después. Se nota. Basta con comparar "Amazonía" con todos los escritos posteriores. Es que, tiempo después, cuando volví a habituarme al universo del escritorio (y mi flamante PC), las cosas se tornaron más claras. Menos apasionadas. En ese nuevo contexto recuperé el sentido que nunca debí perder. Fue como regresar a la cordura tras haber estado combatiendo contra molinos de viento.

No hay duda: el entorno engendra significado. Relativiza lo imposible, inclinándonos a considerar lo factible de un modo distinto.

Pero fue aleccionador.

En carne propia había experimentado algo que antes sólo intelectualizaba: la frontera entre la realidad y la ficción fluctúa. Lo hizo a lo largo de toda la historia. Lo sigue haciendo. Estamos condicionados por la posición que tenemos. La objetividad es sólo un mito positivista. Las mentalidades son más maleables de lo que suponemos. Sólo la honestidad intelectual permite equilibrar la balanza, evitando caer en el anacronismo. Ése que nos conduce a leer el mundo con criterios de otras épocas.

La búsqueda de la verdad (con minúscula) es un terreno cenagoso. Difícil de transitar. Si no se está bien pertrechado de salvavidas, es fácil hundirse. Muy fácil. Yo me hundí un poco en aquella selva maravillosa, a la que había ido en pos de ciudades perdidas y terminé resucitado monstruos.

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Claro que siempre puede haber "algo detrás de las montañas", como escribió Rudyard Kipling. Algo que nos sorprenda y movilice. Que nos haga cambiar. Pero mucho más práctico es verlo que imaginarlo; porque si cambiamos la ecuación se corre el riego de buscar fantasmas toda la vida. Considero que a los llamados criptozoólogos les pasa eso. Arriesgan todo y después es complicado desdecirse. La bola de nieve crece y se vuelve imparable. Nadie quiere quedar como aguafiestas.

Pero a mí no me importó.

No tenía mucho que perder. Nadie me conocía lo suficiente. Mi trabajo no corría peligro. No había becas ni subvenciones que defender. Sólo la honestidad personal (que no es poca cosa). Y así, fueron ellos, los libros y los amigos más equilibrados, los que salieron en mi auxilio; y como en el antiguo ágora de los griegos, cuestionaron la herencia amazónica que cargaba. Si no hubiera sido de ese modo, distintas habrían sido estas líneas.

La exigencia de pruebas serias reclamó un replanteo. Los "cómo" y los "por qué" cambian siempre el panorama general cuando son demandados. Fue lo que me ocurrió y, de ese modo, aquella fantasía que tanto disfruté desde mi carpa de campaña se disolvió, como oportunamente había ocurrido con otras creencias de la niñez.

Las ilusiones encantan al mundo. Lo vuelven un escenario fantástico. Abierto a la aventura, que es uno (a no dudarlo) de los mejores antídotos contra la mediocridad y el aburrimiento.

Porqué ocurre esto, es lo que he tratado de explicarme en los últimos 20 años, analizando las creencias en fantasmas, ovnis y seres monstruosos.

Lo que sigue es un nuevo intento.

FJSR

SEPTIEMBRE 2016

Jordi magraner y la construcción de una obsesión

Asedio.

Ese es el sentido etimológico de la palabra obsesión (derivada del latín obssesio); considerada una perturbación anímica producida por una idea fija, tenaz, persistente, que asalta a la mente y de la que es muy difícil evadirse. Es como si fuera un motor que, puesto en marcha, funcionara solo. Día y noche. Sin parar. Un impulso irrefrenable que puede tener distintos orígenes pero que, en el caso que quiero relatar, partió de la lectura de un libro cuyas ideas, a la larga, terminaron sellando la vida entera de un hombre: el explorador y (cripto) zoólogo autodidacta Jordi Magraner.

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Pero empecemos por el principio.

Hacia fines de la década de 1990, J. Magraner escribió:

"El norte de Pakistán linda con regiones asiáticas conocida por su riqueza en relatos de hombres salvajes y velludos, identificados por testimonios visuales como diferentes del hombre moderno. En 1987-1990 se llevó a cabo un estudio en el distrito de Chitral, una región hasta entonces no inspeccionada, para localizar la existencia de posibles testigos oculares y quizás poder observar uno de estos seres. Se ideó un método que incluía, entre otras cosas, un cuestionario sobre anatomía, basado en el examen y descripción del cadáver de uno de estos hombres salvajes estudiado en 1968 por Bernard Heuvelmans en los Estados Unidos. (…) De todas las informaciones disponibles sobre los homínidos-reliquia de Asia, sólo el examen meticuloso del hombre congelado ?llamado "Homo Pongoides" por Heuvelmans (1969)? proporcionaba una descripción lo suficientemente completa de las características anatómicas de estos seres."[3]

¿De qué hombre congelado hablaba? ¿A qué examen meticuloso se refería? Y, ¿cómo era posible que un zoólogo, supuestamente serio y formado, pudiera tener a Bernard Heuvelmans como autoridad académica de fuste?

Para responder estas tres preguntas tendremos que viajar en el tiempo y en el espacio e instalarnos en el Estado de Minnesota (EE.UU.) a comienzos del verano de 1967.

Aquel año fue muy especial en el mundillo de los criptozoólogos. Renzo Cantagalli lo llamó "el año del Sasquatch".[4] Y con razón. Dos hechos históricos son los que lo marcaron.

El primero, la filmación de un Pie Grande (Sasquatch, en Canadá) conseguida por un cowboy estadounidense llamado Roger Patterson y su compañero Robert Grimlin, en Bluff Creek Valley, California, el 20 de octubre. Para muchos es la única captura fílmica con visos de ser real conseguida hasta la fecha; aunque el debate continúa a pesar del tiempo transcurrido, encontrando defensores y detractores acérrimos a ambos lados de la mesa. Sin embargo, como sindica Eduardo Angulo, "cada vez hay mayores evidencias de que esta película es un fraude".[5]

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El segundo acontecimiento es el que tuvo como protagonista al "hombre congelado" que alude Magraner en su informe. Un supuesto homínido primitivo capturado dentro de una burbuja de hielo, expuesto como espectáculo circense por gran parte de los Estados Unidos y conocido como "El Hombre de Hielo de Minnesota".

Detengámonos a describir y analizar este suceso con detenimiento ya que, como se verá, tendrá consecuencias impensadas del otro lado del océano Atlántico, más de treinta años después.

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En mayo de 1967, Frank Hansen, un bizarro oportunista de Minnesota, showman itinerante y empresario sin muchos escrúpulos, inició una exitosa gira por los estados de Wisconsin y Michigan exhibiendo, en un camión con remolque refrigerado, el cadáver de una extraña criatura congelada dentro de un bloque de hielo de tres toneladas.

Por una módica suma (35 centavos de dólar los adultos y 25 centavos los menores, según se observa en las fotografías de la época), Hansen paseó al monstruo por numerosos pueblos y ciudades norteamericanas, alimentando el morbo y la curiosidad de multitudes. Era un típico espectáculo circense. Una tardía muestra de feria freak al estilo de las que habían hecho furor en Coney Island a principios del siglo XX y en las que la gente satisfacía su morboso gusto por las anormalidades físicas, admirando fenómenos humanos que iban desde la Mujer Barbuda, pasando por el Hombre Lagarto, la Fémina sin Cabeza, el Vikingo Gigante, la Niña con Cuatro Piernas, y un sinnúmero más de "extrañezas biológicas". Había por entonces una sensibilidad diferente a la de nuestros días.[6]

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Exhibición freak de principios del siglo XX

Pero Hansen marcó una notable diferencia. Su pieza era un cuerpo sin vida. Un cadáver bien conservado por el frío, perteneciente a una criatura prehistórica de apariencia claramente humanoide. Un ser velludo y de gran tamaño que recordaba mucho al Yeti y a Pie Grande y que, según decía una primera versión, había sido encontrado flotando dentro de una barra traslúcida de hielo en una región del Ártico, cercana al Estrecho de Bering ?entre la península de Kamchatka y la isla Sakhalin? por marineros de un barco ballenero japonés.

Si bien otra versión atribuía el hallazgo a los rusos, lo importante del asunto es que el cuerpo, tras ir y venir de un lado a otro soportando engorrosos trámites aduaneros (cuya documentación, como veremos lógico, jamás fue encontrada), había terminado en manos de un comerciante de Hong Kong quien, a su vez, se lo vendiera a un misterioso y anónimo magnate californiano, amante de las curiosidades y responsable del traslado de "Iceman" (como lo empezaron a llamar) a los Estados Unidos, donde, finalmente, le fuera alquilado a Frank Hansen.

Un largo y turbio recorrido del que se derivaría, tiempo después, una historia en verdad fascinante.

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El espectáculo resultó exitoso. A lo largo de varios meses la misteriosa criatura peregrinó de pueblo en pueblo, despertando sorpresa, temor e ironía en dosis iguales. Las recaudaciones indicaban que, en poco tiempo, la inversión de varios cientos de miles de dólares, destinados en la fabricación del ataúd refrigerado, iba a recuperarse. Pero ocurrió lo que Hansen nunca previó: la popularidad fue tan grande que llegó a oídos de un aparentemente reputado especialista en reptiles, Terry Cullen, quien, en el otoño de ese año, pagó la módica entrada de 35 centavos, en Milwaukee, para verla. Impactado por la muestra, se comunicó de inmediato con su amigo personal, Ivan T. Sanderson, y le sugirió que investigara el asunto. Creyó que podía interesarle. No se equivocó.

Sanderson (1911-1973) era un famoso y mediático zoólogo escocés interesado en temas paranormales y fenómenos extraños. Tenía escrito un libro ya clásico sobre el Abominable Hombre de las Nieves y era discípulo y amigo de otro gran cazador de monstruos, el doctor Bernand Heuvelmans, quien coincidentemente estaba en su casa cuando Cullen lo llamó.

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Heuvelmans (1916-2001), por entonces un reconocido hereje en el campo de la zoología ?nacido en Le Havre (Francia) e hijo de madre holandesa y padre belga? se había formado y titulado en la Universidad Libre de Bruselas como Doctor en Biología. A partir de 1948, según indica su colega y amigo Loren Coleman[7]Heuvelmans, inspirado en la lectura de un artículo publicado en el Saturday Evening Post, titulado "¿Podría haber dinosaurios vivos?", decidió dedicar su vida a la búsqueda de animales extraños, supuestamente extintos o desconocido por completo por la ciencia, a la que él había pertenecido hasta entonces. De ahí en más, realizó viajes y expediciones por diferentes partes del mundo buscando indicios que le permitieran probar la presencia de serpientes marinas, hombres salvajes de los bosques, yetis y demás monstruos, que catalogó pacientemente ante la mirada incrédula de la comunidad científica. Su primer libro, editado en 1955, Tras la pista de los Animales Desconocidos, se convirtió rápidamente en un Best-Seller, lanzándolo a la fama e inaugurando la controvertida disciplina que él mismo denominó criptozoología.[8]

De ahí en adelante, la obra de Heuvelmans (en más de un 90% nunca traducida del francés) fue prolífica y con un gran número de seguidores en todos los continentes. La necesidad de misterios y la romántica metodología impuesta por el (cripto) biólogo ?consulta de antiguos mitos, seguimiento de rumores y testimonios de testigos, visitas a sitios lejanos y exóticos? impactó de lleno en el imaginario popular. Los monstruos empezaron a germinar por todas partes. Y, lo que es peor, a ser estudiados "científicamente".

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La historia cuenta que, en diciembre de 1968, Sanderson y Heuvelmans viajaron hasta las cercanías de Winona, Minnesota. Ubicaron la granja en donde vivía Frank Hansen y tras recibir la autorización pertinente, ambos sabios tuvieron acceso al renombrado cadáver congelado, que por entonces permanecía dentro del trailer, en un granero al fondo de la propiedad, a la espera de la futura temporada veraniega. Paradójicamente, el Hombre de Hielo sólo deambulaba en época estival.

Dos días (el 17 y 18 de diciembre) les llevó observar y analizar el misterioso cuerpo, pero con una importante salvedad: nunca tuvieron acceso directo al mismo. Jamás lo tocaron ni extrajeron partes para un posterior estudio forense. Hansen prohibió que lo descongelaran. Por ende, fue a través de una gruesa capa de hielo que los investigadores fotografiaron, midieron, bocetaron y auscultaron a la criatura, en un espacio por demás reducido e incómodo. Las condiciones no eran las mejores, pero eso no impidió que Sanderson y Heuvelmans se sintieran profundamente impactados (tanto como los niños que habían pagado 25 centavos durante el show itinerante) y declararan que el espécimen era real.

Sin mediar análisis más profundos, Heuvelmans publicó el 14 de enero de 1969 un informe en la revista del Real Instituto Belga de Ciencias Naturales, titulado "Nota preliminar sobre un espécimen conservado en hielo: un homínido viviente desconocido" y lo llamó Homo Pongoides, dado su parecido con los monos antropoides.

Escribió al respecto:

"A primera vista, este espécimen es representativo del hombre (…). De proporciones bastante regulares, aunque excesivamente velludo (…). La piel es de color cera, propio del cadáver de un individuo de raza blanca cuya epidermis no esté tostada por el sol (…). El deterioro del occipucio [parte posterior de la cabeza] y la circunstancia de que los globos oculares se hayan desplazado de sus cuencas, habiendo desaparecido uno de ellos, indica que recibió en pleno rostro varios impactos de proyectiles de gran calibre. Uno de éstos perforó el cúbito [antebrazo], posiblemente cuando trataba de protegerse. Una segunda bala penetró por el ojo derecho, destrozándolo y desalojando parcialmente el izquierdo. De ahí la gran cavidad de la parte posterior del cráneo y el consiguiente resultado de muerte instantánea".[9]

El hombre de Minnesota era, por lo tanto, contemporáneo al hombre moderno. Pero, ¿a qué especie pertenecía el misterioso ejemplar?

Ivan Sanderson también reaccionó con premura y escribió un artículo en la revista de divulgación Argosy, publicación que solía mezclar fantasías y realidades en proporciones parecidas. Lo tituló "Un Fósil Viviente. ¿Es éste el eslabón perdido entre el hombre y los monos?", amén de bautizar a la criatura con el nombre de Bozo y salir por la televisión a anunciar la nueva buena.

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Paralelamente, se puso en contacto con otro gran amigo, el doctor John Napier, director del Programa de Biología de Primates del Instituto Smithsoniano. El 5 de febrero le mostró todo el material que tenía sobre el Hombre de Minnesota, y lo instó a que llevara a cabo una investigación oficial, con el aval de aquella prestigiosa institución. Los trámites se aceleraron y el 13 de marzo el Smithsoniano, a través de su secretario Dillon Ripley, hizo público su interés por el Hombre de la Barra de Hielo, tras haber recibido una segunda y "estupefacta" opinión de un tal Profesor Murrill, de la Sección de Antropología de la Universidad de Minnesota.[10]

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Aquello era un éxito sin precedentes para los criptozoólogos. La llamada "ciencia ortodoxa" declaraba a los cuatro vientos estar interesada en un tema por demás heterodoxo, relacionado con la leyenda del Yeti y Pie Grande. Pero Heuvelmans, dándole un aire más academicista al asunto, arriesgó la hipótesis de que estaban ante el ejemplar de un posible hombre de Neanderthal, sobreviviente de la extinción de su especie hacía 30.000 años y que el origen del cuerpo era presumiblemente de Vietnam (lugar donde lo habría adquirido el misterioso empresario californiano que se lo alquilara a Hansen).[11] Ivan T. Sanderson tenía razón: Bozo era un fósil extraordinario y su estudio metódico abriría un panorama nuevo y revolucionario en la antropología y en la teoría de la evolución.

Pero el entusiasmo duró poco.

Cuando Dillon Ripley escribió una carta oficial a Frank Hansen, pidiéndole cortésmente que pusiera el espécimen a disposición de los científicos, éste se negó rotundamente. Adujo que el verdadero propietario de la criatura se lo había pedido de regreso y que no tenía ninguna intensión de volver a exponerlo. Pero que él había mandado a hacer una copia de látex para poder cumplir con los compromisos comerciales asumidos y salir nuevamente de gira en el verano siguiente. "Se asemeja en muchas aspectos al original", dijo.[12]

El Instituto Smithsoniano estalló de bronca. Napier hizo un paso a un costado. Los demás examinadores de las fotos (lo único que habían examinado) se llamaron a silencio y los más encumbrados sabios universitarios que habían opinado sobre Bozo rogaron que pasara el tiempo y el asunto se olvidara. Pero Ripley no se quedó con los brazos cruzados. Quería venganza y recurrió a sus contactos con el FBI para desmarañar lo que ya se veía como un burdo fraude y mandar a Hansen a la cárcel.

Entonces, y como si todo lo ocurrido fuera poco, en medio de semejante escándalo un pasquín local, el National Bulletin, publicó un bizarro reportaje titulado "Me violó el Hombre de las Nieves".[13] En él, una mujer llamada Helen Westring aseguraba haber sido víctima del monstruo mientras estaba de caza por la zona boscosa de Bedmidji (Minnesota). Testimonió que, bajo el poder hipnótico de sus ojos rojos, la criatura procedió a desvestirla ("como se pela un plátano") y tras observarle el pubis, procedió a satisfacer su "bestial deseo" sexual. Afortunadamente, Helen perdió el conocimiento, pero al despertar, y aprovechando un descuido del satisfecho hombre salvaje, pudo alcanzar su fusil y dispararle un tiro en su ojo derecho.

Basta con leer la nota para reconocer que el periódico se había aprovechado de la fama internacional del Yeti (Hombre de las Nieves) a la hora de titular el reportaje; pero que en realidad Westring aludía a la bestia peluda (y congelada) de Minnesota, que Heuvelmans había estudiado exhaustivamente en el trailer.

Desconozco cuantas personas se creyeron semejante disparate, pero Ripley se apoyó en el relato para insistir que el FBI investigara a Frank Hansen y su "cadáver congelado".

No tuvo suerte. El célebre director del Bureau, J. Edgard Hoover, le negó el pedido arguyendo que no existía ninguna infracción que justificara una investigación. Es evidente que la institución no deseaba involucrarse en semejante papelón. Así todo, la negativa dio pie a que, en el futuro, los adoradores del misterio elaboraran teorías conspirativas de alto vuelo. ¿Qué quería ocultar el FBI?

Claro que Hansen no se quedó quieto y, aprovechando el despliegue periodístico, promocionó la gira del verano de 1969 con un cartel que decía: "Un ser casi humano, investigado por el FBI".

Vencido, el Instituto Smithsoniano decidió no seguir con el asunto y esperar que el tema pasara al olvido. Así todo, Ripley, herido en su amor propio, siguió indagando por su cuenta hasta encontrar, en la costa del Pacífico, a Peter y Betty Corrall, quienes juraron haber sido ellos ?y a pedido de Hansen? los que habían fabricado el primer y "original" Hombre de Minnesota, en 1967.

Acorralado por todos lados, Frank Hansen contraatacó y jugó su última gran carta.

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En 1970 declaró a la Revista Saga que él en persona había matado a la criatura en un bosque al norte de Minnesota mientras cazaba con unos amigos, en el invierno del año 1960.[14] Dado que por entonces estaba al servicio de la Fuerza Aérea y no quería problemas, escondió el cuerpo en un refrigerador de su casa y ahí lo mantuvo por 7 largos años (a pesar de las quejas de su esposa) hasta que decidió empezar a exhibirlo como un show itinerante. También adujo que por entonces había mandado a hacer una replica de látex a unos especialista de Hollywood y que en las exhibiciones alternaba el original con la copia regularmente.

De este modo, Hansen se quitaba del medio tanto a Helen Westring como a Peter y Betty Corrall. Pero el sagaz feriante hizo mucho más que eso: a quien quitó definitivamente de la escena pública fue al vapuleado Bozo, el Hombre de Hielo de Minnesota, quien, partir de entonces, desapareció por completo y nunca más se volvió a saber de él.

Según consigna el folclorista Daniel Cohen en Enciclopedia de los Monstruos, la criatura reapareció en ferias de mala muerte, sin publicidad de ningún tipo, hasta 1982.[15] Asimismo, Lee Krystek, en un artículo de 1996, asegura que, a pesar de la noticia de su destrucción, el Hombre de Minnesota, de acuerdo con los rumores que circulaban, seguía apareciendo ?de tanto en tanto? en shows y fiestas de carnaval.[16]

Como un fantasma, Bozo aparecía y desaparecía sin dejar huellas. Seguía siendo tan elusivo como sus hipotéticos parientes vivos del bosque.

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Portada de libro escrito por B. Heuvelmans (1974)

Según reza un viejo refrán, "las noticias de los diarios de ayer sólo sirven para envolver huevos". Y todo parecería indicar que eso fue lo que pasó con el Hombre de Hielo de Minnesota. Basta con observar cómo evolucionaron los acontecimientos para darle parte la razón al refranero popular.

Convengamos que la memoria es flaca y que en un mundo donde las noticias de hoy son tapadas por las de mañana no es de extrañar que los bizarros eventos arriba descriptos fueran rápidamente olvidados por las grandes mayorías. Y fue, justamente, en esa falta de respeto histórico en la que se apoyó Bernard Heuvelmans para publicar en 1974 ?a casi un lustro de los acontecimientos? su libro L´Homme de Neanderthal est Toujours Vivant (El Hombre de Neanderthal sigue Vivo).

La obra ?ignorada, como era de esperar, por gran parte de la comunidad científica? no sólo ponía como portada una foto del Hombre de Minnesota, sino que, haciendo caso omiso al evidente fraude, volvía a insistir respecto de la importancia que había tenido aquel fósil viviente. Aseguró que la criatura congelada era un ejemplar neanderthal y que miembros de esa extinta especie todavía vagaban libremente por algunas partes desoladas del mundo. Para reafirmarse en sus dichos, Heuvelmans buscó el apoyo intelectual de otro gran "sabio", esta vez soviético, llamado Boris Porshnev, co-autor del libro.

¿Por qué ocurrió eso? ¿Cómo fue posible que en tan poco tiempo (5 años) un hecho que dio de hablar a más de uno y originó decenas de artículo y debates, se haya olvidado al punto de ser retomado tiempo después, como si nada hubiese pasado?

Sin memoria nada puede funcionar.[17]

En el asunto del hombre congelado de Minnesota quedaron muchas aristas sin confirmar. Simplemente dejó de estar. Los medios se aburrieron. Hansen se llamó a silencio y Bozo se desvaneció del mapa. Sin confirmación, el tema desapareció igual que la criatura; y sin nada a mano, el asunto se hizo irrelevante.

Aquellos que pudieron haberlo mantenido sobre el tapete, callaron. En realidad, muchos se beneficiaron con el olvido. Pero, a un lustro de los acontecimientos, cuando todo indicaba que la razón había triunfado por cansancio, el olvido de las mayorías benefició al padre de la criptozoología y, a través de su nuevo libro, parte de la esfera pública volvió a caer bajo el influjo de su discurso, ahora hegemónico (en ausencia de otros que lo rebatiera con fuerza).

Las prótesis externas de la memoria (textos, imágenes, testimonios, archivos, etc.) resultaron vanas o fueron tergiversadas. No hubo interés en acudir a ellas. Los románticos admiradores de Heuvelmans querían creer. Buscaban emoción. Aventura. Las encontraron y, por ende, creyeron.

Lo que estos sucesos denotan es algo que no siempre tenemos presente. La memoria es caduca, inestable, selectiva, imprecisa, maleable, huidiza; y de todo esto se nutrió y aprovechó Heuvelmans. Asimismo, la experiencia señala que sobre la memoria inciden dos factores importantes: el tiempo transcurrido y el momento de la recordación. La repetición del estímulo es lo que mantiene el recuerdo. Si el estímulo desaparece con el tiempo, la curva del olvido se vuelve inevitable. Esto fue lo que ocurrió con Bozo y su historia. Por otra parte, hay que convenir que el olvido es también lo no dicho. Y en nuestro caso, Heuvelmans dejó de decir muchísimas cosas. Esto explicaría, en parte, porqué en 1974, cuando se editó El Hombre de Neanderthal Vive, tantas mentes se dejaron seducir por él.

El Padre de la Criptozoología volvía recargado y esta vez, como dijimos arriba, secundado por un intelectual de renombre.

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Boris Fiodorovich Porshnev (1905-1972) fue un reconocido historiador ruso con múltiples inquietudes intelectuales a lo largo de su vida. Intentó abarcar diferentes temáticas. Algunas veces con gran reconocimiento de la Academia, por ejemplo con el excelente trabajo referido a los levantamientos populares en la Francia del siglo XVII.[18] Otras, sin tanto éxito; especialmente cuando ?hacia la década de 1950? defendió la posibilidad de encontrar, en los cordones montañosos de la zona de Pamir, tribus neandertales con vida.

No me animaría a afirmar que Porshnev fuera un criptozoólogo. De hecho, creo que no lo fue. Pero sí se dejó seducir por algunas ideas que eran propias de la criptozoología de aquella época[19]y que, de manera un tanto indirecta, se relacionaban con temas que siempre les resultaron interesantes y propios de su profesión: el de la evolución de la especie humana y cuestiones referidas a la antropología social.

Graduado de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Estatal de Moscú, Porshnev trabajó, desde 1943, en el Instituto de Historia de la URSS, siendo investigador y más tarde jefe de la llamada Nueva Historia, que por entonces empezaba a orientar sus estudios hacia los procesos sociales y culturales, desatendidos por el viejo positivismo historiográfico. Era un marxista convencido, pero nunca se alistó detrás del dogmatismo estalinista en cuestiones académicas, lo que en no pocas ocasiones le trajo problemas. Fue, en su medida, un librepensador que no pidió permiso al Politburó al expresar sus ideas. En pocas palabras, Porshnev reunía las condiciones de seriedad y reconocimiento que todo criptozoólogo hubiese deseado tener de su lado para validar sus heréticas conclusiones. Por eso Heuvelmans no dudó en incorporarlo como co-autor ?post-mortem? en su libro de 1974.

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Cualquier reconocimiento rápido al universo de los criptozoólogos nos lleva, inevitablemente, a una confirmación por demás descabellada: el mundo entero está repleto de monstruos.

En la actualidad, muy lejos de la monstruología minimalista de los primeros días ?en los que el Abominable Hombre de las Nieves o Bigfoot eran las estrellas máximas? legiones de Hombres Salvajes, remanentes de especies extintas, pululan por todas las regiones aisladas del planeta. Es como si todo el árbol genealógico de la humanidad hubiera cobrado vida sincrónicamente y sus múltiples eslabones (Gigantopithecus, Australopithecus, Homo Erectus, Neanderthales) convivieran en secreto con todos nosotros.

Estamos rodeados de Mundos Perdidos.

Pareciera que el proyecto final de la criptozoología fuera, a futuro, cerrar los muesos de paleoantropología y suplantarlos por zoológicos, donde exhibir sus ejemplares vivitos y coleando. De todas formas, hay un serio problema: a la fecha ?con casi 90 años de denuncias y avistamientos? no hay una sola prueba incontrovertible que permita certificar la existencia de esos hirsutos y evasivos seres.

Así todo, se los sigue buscando.

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El Abominable Hombre de las Nieves (Hammer Productions, 1957)

Según gran parte de la bibliografía criptozoológica disponible, durante la década de 1950 los soviéticos se preocuparon y ocuparon ?oficialmente? de buscar al Yeti por la región de la meseta de Pamir. Los llamaban Alma o Almasty y reunían las mismas y tradicionales características que los monstruos de California y el Tíbet (altos, velludos, primitivos).

Por su parte, Jordi Magraner (el incansable y malogrado buscador del Barmanu en Pakistán) nos habla de la existencia de un informe de 400 páginas titulado "Estado actual de los conocimiento sobre los homínidos-reliquias", publicado por una comisión creada en 1958 a instancias del profesor Porshnev (Comisión Soviética para el Estudio del Hombre de las Nieves) cuyos objetivos consistían en recoger toda la información disponible sobre las criaturas ("en tierras soviéticas") y organizar una expedición al Pamir en busca de testigos (y en lo posible, del mismísimo ser).[20]

Siempre siguiendo los dichos del criptozoólogo español, la empresa se llevó a cabo en ese mismo año de 1958, pero al no ser dirigida por Porschnev, los objetivos propuestos no se cumplieron y al año siguiente, la Academia Soviética de Ciencias, no renovó los permisos y la iniciativa quedó cancelada.

Hay que dejar en claro que estas afirmaciones no se apoyan en citas documentadas. Ninguno de los autores consultados indica ?a pie de página? dónde están los informes y memorándums que autorizaban semejante emprendimiento. Por ende, debemos confiar en sus palabras. Una vez más, la criptozoología convierte el mero testimonio en su única herramienta de validación.[21] Por supuesto, hasta ahora, insuficiente.[22] Pese a todo, muchas de estas ideas circularon con fluidez. No se pusieron en duda. Fueron creídas sin objeciones y se convirtieron en parte de un discurso justificatorio que avaló proyectos y expediciones futuras, como la del español Jordi Magraner.

Visto todo el asunto en perspectiva, sorprende cómo este científico (así calificaron muchos periodistas al criptozoólogo catalán) pudo obsesionarse en una búsqueda que se sustentaba en un fraude (el "cadáver" de Bozo), un estudio poco serio (el practicado por Heuvelmans y Sanderson en el trailer refrigerado), un libro, L´Homme de Neanderthal est Toujours Vivant (que renegaba de comprobados hechos espurios) y los testimonios de expediciones científicas rusas que, al leer sus descripciones, es fácil concluir que están basadas en rumores que no han dejado ni una sola prueba material.

Evidentemente, proyectos de este tipo hablan más del hombre que organizó la persecución que de la bestia perseguida.

Partes: 1, 2
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