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Tolerancia y displicencia en la Universidad (página 2)


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Los efectos de esas inmunidades, tomadas como garantes de privilegios y no de responsabilidad, se advierten especialmente en las ciencias sociales y las humanidades, aunque nos tememos que prácticas semejantes existen en todas las áreas de la Universidad.   Quienes estudiaron sociología o ciencia política en los años setenta e incluso en la siguiente década, recuerdan la insistencia con que muchos profesores elegían como paradigma al marxismo, llegando incluso a negarse a enseñar otras vertientes (al funcionalismo se le descartaba como legitimador del establishment, a las matemáticas se les consideraba instrumentales y en tal sentido ajenas al propósito de entender, no necesariamente cambiar la realidad). Lo mismo ha ocurrido largo tiempo en la enseñanza de la economía, en donde los pobres estudiantes inscritos en la Facultad de ese nombre tuvieron que llevar, por varias generaciones, tediosas o repetitivas asignaturas del Seminario de El Capital, que era concebido como uno de los ejes en una carrera que no se singularizó por producir teóricos del materialismo, sino simplemente malos o deformados profesionales. En Comunicación, a los alumnos se les ha dicho durante largo y costoso tiempo que las historietas de Walt Disney eran el caballo de Troya del imperialismo incluso cuando los autores de esa superchería ya opinaban todo lo contrario. En Filosofía, no fueron pocos los profesores que enseñaban repetitivamente a Heidegger pero que apenas si recordaban a Platón y se negaban a detenerse en Spinoza. En Letras, las modas han definido programas de estudio por encima del conocimiento pertinente. Con el pretexto de la libertad de cátedra, hemos tenido profesores de sociología agraria empeñados en hablar sólo de las experiencias comunales en el Valle del Mezquital pero incapaces de recordar qué decía el artículo 27 constitucional, o catedráticos de sicología social que recordaban cada semestre las mismas paráfrasis de Wilhelm Reich sin reparar en otras docenas de autores que antes y después se ocuparon de los imaginarios colectivos.

   Con los ajustes correspondientes, se pueden hallar ejemplos similares en otras áreas. Quizá más que coartadas ideológicas, en otros rumbos de la Universidad los pretextos para la monotonía y el sectarismo sean, entre varios más, de carácter gremial.

   Profesores que machacan el mismo manual un semestre sí y el otro también, sin renovar ni actualizar sus conocimientos; planes de estudio que cambian no porque la ciencia haya evolucionado ni por necesidades del mercado de trabajo sino porque las modas ideológicas y políticas dictan los ajustes en contenidos y materias; bibliografías anquilosadas porque a los catedráticos les da flojera, o les resulta oneroso, enterarse de las novedades editoriales: todas ésas son expresiones de una manera, por así decirlo, perversa de confundir, convenencieramente, la tolerancia con la displicencia.

Costumbre del menor esfuerzo

Rutinas similares pueden señalarse para los estudiantes, los trabajadores y las autoridades de la Universidad. Hay, como en todo, excepciones. Pero tiende a volverse triste generalidad la costumbre de, con pretexto de la cobertura que brinda la autonomía y la garantía de la libertad académica, supeditar las tareas universitarias a la rutina del menor esfuerzo, cuando es que se hace algún esfuerzo. No es cantinela chusca, sino sentencia cínica, aquella que recuerda que en la Universidad los estudiantes hacen como que estudian, los profesores y los trabajadores etc., etc.

   ¿Es intolerante señalar esos defectos? ¿Resultan, tales deficiencias y vicios, de una tolerancia mal asumida?

   No y quizá sí. Tolerancia no es contemporizar con todo, porque de ser así en vez de virtud, resultaría perjuicio. Pero con la cobertura de valores que pueden sintetizarse en la divisa de la tolerancia (insistimos, asumida en sus connotaciones más malévolas) el quehacer universitario ha llegado a estar determinado, casi siempre, por una cadena de complicidades, conveniencias y oportunismos que subordinan a los criterios y metas académicos.

   Tolerancia para la pluralidad y las libertades, no para la simulación y el incumplimiento: esa podría ser la divisa de una actitud cabalmente universitaria. Pero en la Universidad, como en otros ámbitos, si bien los valores esenciales siguen vigentes aunque no siempre se cumplan, lo que se echa de menos es la falta de reglas suficientes, claras y funcionales.

   No hay academia sin reglas. No hay, tratándose de la Universidad, tolerancia sin un contexto académico.

   Sin embargo, en la Universidad las reglas del quehacer académico en ocasiones son soslayadas, o han sido superadas por nuevas realidades.

   En algunas ocasiones, cumplir con las reglas (sobre todo con aquellas relativas a la calidad del quehacer y la producción académicas) es visto como algo fastidioso e incluso, como síntoma de autoritarismo. En no pocas facultades, un profesor riguroso para calificar, o que comete la temeridad de pasar lista, es visto como atrabiliario, o demodée. En otras circunstancias, las normas que regulan a la vida de una institución tan grande siguen siendo rígidamente decimonónicas: sólo desde una concepción elitista, pero sobre todo jactanciosa, puede entenderse que la designación de los principales funcionarios académicos siga estando a cargo de una Junta de Gobierno que no explica sus decisiones a nadie, en una Universidad de más de 300 mil personas. La estructura universitaria es de lo más desfavorecedora de cualquier tolerancia.

Legitimación de la negligencia

Los criterios de la academia, sólo excepcionalmente se ponen en práctica. A los funcionarios principales, por lo general no se les designa por méritos en la docencia o la investigación, o por su capacidad de liderazgo académico, sino en virtud de la politiquería (que no es necesariamente política) que llega a existir en las élites universitarias. Los profesores e investigadores, conservan categorías, sueldos y prestaciones debido a la inercia laboral más que a la evaluación periódica de su desempeño. Los estudiantes llegan a aprobar semestres y carreras enteras a fuerza de permanecer, lo cual no es sinónimo de saber. Y ni se diga de una enorme cantidad de trabajadores administrativos, a quienes no se les exigen mínimos de cumplimiento porque se ha creado un círculo perverso de presiones y encubrimientos entre sindicato, autoridades y empleados.

   Nada de esto es novedad. Todo el mundo en la Universidad sabe que la exigencia académica (con excepciones, insistimos) es mal vista y hasta considerada de mal gusto; que los trámites administrativos demoran eternidades que han de ser dispensadas porque a los trabajadores les pagan malos sueldos y los funcionarios tienen inagotables cargas de trabajo; que los estudiantes confían en recibir un título pero no en aprender a hacer algo útil –eso vendrá después, capacitándose en el mercado de trabajo mismo–. Si tales indolencias se mantienen, es principalmente por esa red de complicidades y letargos mutuos que articulan al quehacer de la Universidad (3). Es cierto que no toda la Universidad es así ni, en esos defectos, resulta excepcional dentro de un país en parte sometido a las mismas anomalías. Pero las singularidades que constituyen quienes sí hacen bien su trabajo y el hecho de que el contexto nacional sea también de negligencias no disculpa –ni siquiera explica– a la desidia universitaria.

   Tales comportamientos, trascienden biografías e ideologías. No son privativos de una sola área, ni de unos cuantos gremios, ni son distintivos de un período específico en la historia contemporánea de la Universidad. Detrás de ellos hay intereses, prácticas, mañas y conveniencias muy complejos. Junto con todo ello, la ya mencionada concepción perversa de la tolerancia, ha cumplido una función legitimadora de tan agobiadora situación.

Políticamente agresivo

La tolerancia también se dificulta, o de plano no existe, cuando la moda, o la preferencia ideológica, llega a suponer el arrinconamiento y, si se puede, el aniquilamiento de los puntos de vista contrarios. En el plano de la política es donde esta actitud resulta más clara. Muchos jóvenes universitarios (y otros ya sin la coartada de la edad adolescente) que se allanaron a la causa del neozapatismo, se volvieron de pronto partidarios de la violencia política con un frenesí tan sectario como irresponsable. Pero no han sido los únicos. Antes y aún ahora en la Universidad, han estado presentes militantes de causas de otro signo (priístas, por ejemplo) igual de intolerantes: dispuestos a descalificar, como sea, las ideas de quienes no comparten sus preferencias políticas o sus maneras de ver al país.

   Los nuevos usos ideológicos, permean con gran facilidad al ambiente académico, abierto a la experimentación y la originalidad, pero también a la frivolidad y la extravagancia. Entre nosotros, como en otros países, lo politically correct define no sólo preferencias personales, sino líneas de trabajo académico. En ésos parámetros, es correcto estudiar las costumbres de los indígenas (y si es en el estado que ustedes ya saben todavía mejor) pero se ve mal formular juicios no maniqueos sobre el anterior gobierno. Es apropiado hablar de la crisis de las ideologías, pero no sostener que, pese a todo, hay sistemas de ideas. Con el mismo espíritu, en épocas no muy lejanas en un segmento de la Facultad de Arquitectura era pertinente aprender a construir viviendas en Ciudad Neza pero se consideraba deleznable aprender a edificar hoteles, o en Medicina se entendía como apropiado fomentar la atención comunitaria pero no la medicina general.

   La adopción de esquemas excluyentes para tratar de entender a una realidad que suele ser compleja, llega a traducirse en el rechazo a quienes no comparten el dogma, los principios o el marco de referencia del grupo, la corriente o el club con excusa académica. Cuando ese comportamiento encuentra respaldo en consideraciones de corrección política, puede derivar en una intolerancia inclusive militante. El año pasado, el autor de estas líneas asistió como comentarista de una docena de ponencias a un congreso internacional sobre asuntos de mujeres y medios de comunicación, en la Facultad de Psicología. No reseñaremos aquí las discrepancias conceptuales que allí se expresaron, sino una de las demostraciones más enfadosas (o enternecedoras, según se vea) de intolerancia militante. Cuando, por cortesía, me dirigí a un auditorio que era fundamentalmente de mujeres diciéndoles "estimadas damas", una de las asistentes brincó de su asiento para exigirme que no las llamara "damas", porque ese vocablo les parecía ofensivo. Más de una, aplaudió esa moción.

   Es decir: cuando no hay códigos comunes que, a pesar de las diferencias de ideas, permitan conservar un marco de conceptos compartidos, no hay posibilidad de diálogo. Más aún, cuando por intolerancia los códigos se rompen y las palabras más inocuas llegan a significar lo contrario, es que estamos en problemas serios para la comunicación y la convivencia, académica o personal. De pronto, aprendí que para una estimable dama del mundo académico ese término, que yo siempre había entendido como signo de cortesía, resultaba grosero. Es una anécdota, pero creo que el ejemplo no es desdeñable.

Universidad petrificada

La intolerancia no sólo no es ajena, sino que no suele ser asumida como un antivalor específico, presente y rampante, en la Universidad. Hubiéramos podido cumplir el compromiso de colmar estas cuartillas con elogios a la pluralidad, la nobleza, las libertades y otros seráficos atributos de nuestra Universidad. Sin embargo, he querido insistir en que la tolerancia, entendida como coartada, se vuelve fuente de todo lo contrario en contextos en donde se la confunde con falta de exigencia mutua. No es que la tolerancia propicie todos estos defectos en la Universidad. Es pretexto, no causa directa de ellos.

   La intolerancia, entonces, respecto de las responsabilidades académicas de la Universidad, no se manifiesta sólo en los momentos singularmente drásticos. Más aún: si los cerriles abucheos contra candidatos de un partido político, o las insolente groserías a funcionarios universitarios son posibles, se debe a ese contexto de condescendencias compartidas. Tales manifestaciones de incivilidad y atraso, descalifican a quienes las promueven.

   Lo importante, aquí, es que ésa no es la única forma de intolerancia que se conoce en la Universidad. Al lado de los episodios más notorios y grotescos, existen las intolerancias de todos los días que no nos eximen de ser rigurosos para señalar, igual que los atributos, las deficiencias de la Universidad. La mejor manera de afinar sus recursos intelectuales e institucionales, para seguir siendo espacio privilegiado de la tolerancia y la razón, radica en la capacidad de la Universidad para mirar dentro de sí misma (pero sin que la "tolerancia" consigo misma inhiba su espíritu autocrítico). Cuando lo haga, encontrará que con la excusa de la tolerancia se ha tejido una densa maraña de intereses y costumbres que la está envolviendo, petrificándola en prácticas autocomplacientes.

A la tolerancia digna de ese nombre, que es el respeto a las ideas de otros, se le procura y ejercita en la reflexión, el intercambio, el debate auténticamente plurales. Hay muy poco de todo ello, hoy en día, en nuestra Universidad.

Ciudad Universitaria,

febrero de 1996

(1) Para efectos de este trabajo, al decir Universidad nos referimos fundamentalmente a la Nacional Autónoma de México, si bien muchos de los episodios e incidentes que aquí relatamos se reproducen, más o menos equivalentemente, en otras importantes instituciones públicas de educación superior.

(2) Iring Fetscher, La tolerancia. Una pequeña virtud indispensable para la democracia. Traducción de Nélida Macháin. Gedisa, Barcelona, 1994. Las definiciones citadas, aparecen en las páginas 12, 143, 143, 144 y 25, respectivamente.

(3) Hace poco, el autor de estas enojadas líneas acudió a la Librería Universitaria que tenemos en C.U. De cinco libros que elegí, no pude comprar ninguno: tres de ellos no estaban registrados en el sistema de cómputo (a pesar de que no eran precisamente novedades) y en los otros dos, los empleados no sabían calcular (o no querían) el descuento para profesores. El caso, por desgracia, no es aislado. La tortuosidad en gran parte de las áreas en donde los empleados tienen contacto con el público, es una de las vergüenzas más injustificables que se mantienen en la Universidad Nacional. Recientemente también, he constatado el trato indolente y grosero que se les da a los alumnos de posgrado, muchos de ellos extranjeros y que acuden a México para encontrarse con que trámites muy sencillos, que debieran llevar dos o tres días, tardan semanas, o meses. Podría llenar, sin exageración, varias docenas de cuartillas, si detallara por lo menos veinte trámites que me tocó realizar y en los cuales algún olvido burocrático, la demora en una firma, la secretaria que llegó tarde, la falta de papel en la fotocopiadora, la Rosca de Reyes o el teléfono ocupado, significaban retrasos de días, semanas, meses. Ninguna autoridad, comenzando por las del posgrado mismo, se ha preocupado por estos asuntos que causan disgustos notorios todos los días. ¿Quién tiene derecho a hablar de tolerancia, en tales condiciones?

 

 

 

 

 

Autor:

Raúl Trejo Delarbre

servidor.unam.mx

Investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.

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