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Diario trágico de una joven maestra. 28/07 a 29/09 (página 2)


Partes: 1, 2

Al verte como una mujer modelada para el amor, sentí todas las tentaciones del deseo y las exigencias desesperadas del sexo. A pesar de haber aceptado la castidad como una quimera creía tener domado mi corazón. Ciego hasta ahora he despertado en el fondo de un abismo. El placer me había revelado lo que es el sexo. Creí que además del placer del sexo solo existía el pecado de la cópula, que absuelvo diariamente, pero ahora mi alma me está revelando lo que es el amor.

En las noches de tempestad horrible de mis deseos, siento soplar sobre mi lecho ese hálito cálido de tu cuerpo que me perturba, me estremece y me enajena en medio de la fiebre. Las espantosas torturas de una pasión devoradora han caído sobre mí. He ensayado como antídotos la oración y el ayuno. Procuro no verte!, pero todo ha sido en vano, vuelvo a caer en el pecado del deseo. Estoy obsesionado por el deseo de poseerte!.

En cualquier momento de desatención aparece ante mí tu imagen desnuda brindándome tus senos y demás formas tentadoras. Mi carácter sanguíneo, fuerte y voluptuoso me incita a una sexualidad desesperada. No cuento con los argumentos suficientes para poder reemplazar esta obsesión por ti, por la contemplación de Dios. Tampoco para practicar el más poderoso de los afrodisíacos, macerarme el cuerpo con azotes.

En las noches de los días de ayuno penitente mi cuerpo y mente debilitados, son castigados por una pesadilla seguida de insomnio. En la pesadilla, tú mi adorada reina me abrazas el cuello, me quemas con la fulminante mirada de tus ojos y me torturas con ardientes besos, para luego desnuda acostarte a mi lado.

Sobresaltado me levanto y pálido y jadeante trato de expulsar esta visión satánica, apoyando mi frente contra el cristal de la ventana.

Absorto permanezco horas enteras en la oscuridad mirando hacia tu casa. Cuando empiezo a creer que he logrado dejar en el lecho la gran tentación, la llamarada de mis deseos vuelve a aparecer, al verte, allá a lo lejos en blancuras y transparencias diáfanas, bajo las ramas misteriosas de los sauces ofreciéndome tus seductores labios, tu voluptuosa desnudez, convidándome al amor sobre campos florecidos bajo un cielo estrellado.

Luego te alejas lenta, pausadamente como una flor de nieve por la campiña verde, con la cabellera negra, destrenzada por las caricias de los dedos de la noche, pero con una corona de hermosas flores silvestres, llamándome cada vez de más lejos, a las profundidades del bosque, entre matorrales impenetrables, a caricias y besos irremediables, antes de la gran cópula sobre musgos mullidos y perfumados.

Al sonar el alba en las campanas de la torre vuelvo en mí y apenas puedo murmurar una plegaria, temiendo profanarla con mis labios mancillados por tantos besos impuros al fantasma de la noche.

Me acerco al altar con un despecho inmenso que corroe mi corazón, con la cabeza baja por la vergüenza y con el remordimiento de noches pecaminosas, de cópulas estériles con un fantasma.

En el confesionario, separados nuestros cuerpos solo por una tabla poco gruesa y nuestras caras por el lienzo morado de la ventanilla, siento tu cuerpo aun virgen, e imagino tus senos temblando por el pudor del temor piadoso. El viento cálido de tu aliento perfumado acaricia mi rostro desde tus labios provocativos por cuyos besos estoy dispuesto a dar la vida. Por estas razones espero no asombre tu alma virgen con mis confesiones atrevidas, con mis suposiciones escandalosas, con mis palabras de fuerte sentido, con mis frases equivalentes a caricias.

Tuyo. Gregorio"

Lunes 11 de agosto. Por qué deje de confesarme

No fue la Fe la que me llevó al confesionario, sino la costumbre de las señoras del pueblo, la exigencia de dar este ejemplo a mis discípulas, la necesidad de evitar que el fanatismo religioso se dirigiera contra el continuo esfuerzo de cuidar mi dignidad personal.

Ante el párroco guardo siempre una actitud serena de frío respecto. Procuro que mi comportamiento sea en todo irreprochable, transparente. Sus preguntas capciosas en el confesionario me estremecían y percibía en ellas una mala intención. La primera vez me asombré sin comprender qué estaba pasando. La segunda vez sentí pavor al comprender que se trataba de una acechanza. La tercera me indigné, me levanté de aquel confesionario profanado y nunca volví a arrodillarme en él.

Domingo 17 de agosto. Alarma por la salud del cura

Doña Mónica, la vieja señora que cuida del párroco y de la casa cural, anda preocupada y alarmada por la salud del cura. Que no come, no bebe, enflaquece y se enferma. En las noches lo oye pasearse agitado por su habitación. Cuando va a llamarlo al amanecer el día, lo encuentra sentado en el sofá, vestido y con huellas de profundo dolor e insomnio en su rostro.

Domingo 24 de agosto. Estado pre demencial del cura

Hoy no hubo misa en el pueblo. Según doña Mónica el viernes vino el canónigo Sastoque con una orden del Obispo y lo llevó a una casa de reposos en Bogotá porque ya andaba medio loco.

Domingo 31 de agosto. Una visita reconfortable

El viernes llegó Arturo a visitarme, se hospedó en la posada de doña Casilda y estuvo conmigo hasta hoy domingo a mediodía hora en que emprendió su regreso a Bogotá. Prometió repetir la visita cada ocho días. Todo el tiempo en que estuvimos juntos transcurrió amorosamente feliz. Su visita me reconfortó y volvió a enderezar y a llenar de alegría y esperanzas el rumbo de mi vida.

Domingo 14 de septiembre. Aparente normalización de mi vida.

Arturo ha cumplido su promesa y viene a visitarme cada ocho días. Mi vida parece haberse normalizado felizmente. Carlos se ha marginado y no ha vuelto a acompañar a sus hermanas cuando vienen a visitarme. El pueblo se está acostumbrando a vivir sin cura.

Martes 16 de septiembre. Una nueva carta del cura Gregorio

Cuando estaba feliz y casi segura de que una vida modesta pero digna se me estaba consolidando. Cuando empezaba a sentirme como entre un jardín florido mecido por una brisa cálida, cuando todo volvía a sonreírme, ¿por qué Dios mío, me envías de nuevo este cáliz doloroso y amargo?. Creí ¡Oh Dios mío! Que los castigos crueles que para mí habían significado, el haber entrado en mi vida don Crisóstomo y el cura Gregorio, tu misericordia divina ya me los había retirado. Pero no!, por el contrario acabo de recibir otro terrible golpe en lo más profundo de mi alma con la siguiente carta. Por qué este cura tiene que seguir contándome todas sus intimidades? Y lo peor de todo!, está de nuevo aquí en el pueblo!.

"Señorita Luisa:

En las fiebres delirantes de mi enfermedad padecí locuras obscenas, viajes azarosos al país de la lujuria. Mi alma vagó por los oscuros laberintos del placer, celebrando extraños ritos, prácticas monstruosas con bacanales fálicas y vaginales. Aquellas fiebres eróticas me acercaban al borde de la muerte. Mónica que me cuidaba, asustada por la gravedad de mi enfermedad mandó a llamar de Bogotá a un canónigo anciano amigo mío. Él, velándome en mi lecho, sorprendió el secreto inconfesable de mis delirios. Columbró en las sombras de mi alma turbada, en la selva oscura de mi conciencia atormentada la serpiente bíblica en forma de una mujer tentadora.

En uno de los momentos de cierta lucidez y tranquilidad que lograba, oyó la confesión de mi amor apasionado, de mis deseos impuros, de mis sueños libidinosos, de mis anhelos carnales y hasta de mis tentativas de violación u homicidio.

El canónigo asombrado ante la tempestad de mi conciencia, me rescató de entre las llamas de este incendio. Viejo médico de las hondas enfermedades de las almas me recetó el antiguo medicamento, el sedativo moral, el calmante místico, la oración.

Temeroso del ambiente del pecado en que me encontraba, buscó para ampararme, para sanar mi joven corazón de levita herido, una casa de ejercicios espirituales para sacerdotes en Santa Fe de Bogotá.

Allí con mi alma desolada pedía perdón a Dios por mis faltas, me absorbía en la contemplación y el arrepentimiento. Me convertí en un verdadero penitente. Oré con fervor intenso, lloré con lágrimas de verdadera contrición, tuve el arrepentimiento de un auténtico ermitaño anacoreta.

Al contacto de mi antigua vida de claustro, hubo resurrección de ideas puras, de pensamientos castos, como vientos primaverales que pasaban y aliviaban mi alma.

Todos mis sentimientos puros que el vendaval había truncado renacieron alzando al cielo sus floraciones repletas de perfumes. En mi corazón, estéril para el bien, atormentado, asolado por el incendio de una pasión, calcinado por el desprecio de una mujer y los deseos terribles de venganza, germinaron sentimientos tan puros como las flores blancas silvestres.

La calma entraba a mi alma, la tranquilidad descendía poco a poco a mi espíritu, como la sombra de la noche sobre una llanura quemada por las heladas y el sol.

Un obispo octogenario, desde el confín seguro de su senectud, desdeñaba las pasiones carnales y condenaba las tentaciones, como el marino viejo que sin poder volver al mar, habla con desdén de las tempestades que ya no pueden sorprenderlo.

Estas pláticas sin embargo eran como un rocío de paz que caía sobre mi alma enferma, sedienta de quietud. La voz del obispo llamando a los levitas jóvenes a practicar la castidad, al miedo de las pasiones carnales, al amor a Dios, sonaba en la capilla oscura como una admonición severa de ultratumba con opacidades de sepulcro.

Las pláticas piadosas, sencillas y paternales de viejos sacerdotes virtuosos y sencillos, amantes de la santidad, modelos nobles de la cátedra sagrada, caían como bálsamo anestésico en mi corazón enfermo. Sus olas de elocuencia y música sagrada apagaban el ardor de mi alma, como la lluvia sobre una selva incendiada. Solo quedaba flotando el dolor de carnes martirizadas por el deseo, como humo de hogueras apagadas.

Los sermones huecos y exaltados de los clérigos de moda me irritaban y luego me deprimían. Clérigos de moda llamamos a aquellos tonsurados charlatanes, simuladores de opulencia, vestidos de paño, seda, charol y plata, peinados con aceites perfumados, olorosos a esencias finas, solícitos como damiselas, tuteadores con todo el mundo, fútiles, pedantes, inflados de vanidad, que hablan con muecas y afectaciones raras y cómicas, declamadores de corrillos, parlanchines ambulantes, plagiarios audaces, que predican con elocuencia convulsiva y pretensiones de profetas con sermones aprendidos. Egoístas repulsivos, cortesanos de halagos palaciegos, esclavos del dinero, servidores de la mediocridad dorada, palmoteadores del éxito, incitadores, promotores del odio, discutidores de salón, tribunos aterciopelados, teólogos sofistas, cazadores de prebendas en el campo fértil de la adulación episcopal.

La música religiosa, los sonidos de los órganos a veces fuertes, atronadores, atemorizantes, como el ruido de las tempestades y los huracanes, a veces graves y solitarios como el canto de los anacoretas en el desierto, o melancólicos como el mugido de las crías lejos de sus madres, eran fuente de apasionamiento, de gran aliento para mi espíritu angustiado. Enajenaban mi alma y la llenaban de claridades supremas y felicidades infinitas.

Al oír el "Timor Deo" un temor sagrado se apodera de mi espíritu. Cuando los ecos del "Miserere" o del "De Profundis" llenaban la capilla, y gemían trágicamente bajo sus naves, me postraba con las manos juntas y el rostro contra el suelo, absorto, tembloroso, humillado, en la posición de oración de un islamita y sentía pasar sobre mí un hálito portador de catástrofes y alas incendiadas de muerte. Sentía que bandadas de águilas hambrientas se abalanzaban sobre mí en vuelo vertiginoso.

Por mi carácter de cura pueblerino me encantaba la calma, la sencillez, la amplitud. Los acentos primitivos del canto gregoriano me hacían imaginar las asambleas de los primeros cristianos, los coros de ancianos enamorados de la fe, de vírgenes ansiosas de martirio. De seminaristas nostálgicos de sacerdocio. Comulgaba diariamente, las visiones terroríficas habían desaparecido, el rugido del deseo no había vuelto, me sentía sano. Todo era blanco, mi alma, mi conciencia, mi esperanza. Estaba redimido y oía la música de una nueva vida casta y pura.

Al dejar aquella casa que había sido casa de salud para mi alma, miraba a todos lados asombrado, temeroso, como el hombre a quien obligan a embarcarse después de un naufragio. Ya bajo el dintel de la puerta me sentí desamparado, sufrí una verdadera crisis nerviosa, una tristeza profunda que se deshizo en lágrimas.

El idilio de mi fe se acabó. El encanto de mi seguridad se rompió. Tuve miedo de regresar al pueblo a exponer mi virtud convaleciente de aquella terrible pasión tentadora.

Pedí permiso a mi amigo canónigo de refugiarme en su casa mientras terminaba mi curación moral. Mi apetito intelectual, mi sed remanente del saber me permitieron absorberme en la lectura. Recorrí con avidez la pequeña biblioteca de este viejo sacerdote, largo tiempo cura de aldea y hecho canónigo en premio a su vejez. Busqué y leí libros contemplativos, místicos.

Busqué ayuda en la lectura de los libros sagrados. La sexualidad desbordante que se escapa de muchos pasajes de la Biblia estimularon mi pasión: Eva desnuda en el paraíso, el pecado de Adán, el incesto de Lot, los horrores de Sodoma, Onán detrás del tabernáculo, el adulterio de David, la noche de Judit, la poligamia de Salomón. Las violaciones en masa, los profetas cohabitando en público, tantos símbolos lascivos, las cópulas ardientes. La lectura de estas páginas no me convalecieron, por el contrario me enfermaron más.

El cantar de los cantares es un afrodisíaco. Sus versículos incendiarios enardecen la sangre. Su canto apasionado me hace desear la piel tostada, los ojos negros y el beso cálido de la Sulamita en la tarde de vendimia bajo la sombra de la viña generosa.

Los pasajes de Cirilo, no sé por qué pero son recurrentes en mi mente aunque me producen terror. El terrible asesino con sus manos llenas de sangre, su fiebre destructora, su fanatismo homicida, la lapidación por la plebe estúpida de aquella joven bella.

Un día, durante una de estas lecturas, entre el auditorio de personas ideales que mi mente formaba, surgió una mujer que me miraba con ojos húmedos de llanto, que brillaban de emoción, eras tú!… Palidecí, enmudecí! Tembloroso, cadavérico corrí al cuarto del viejo sacerdote, me postré de rodillas y le confesé mi caída momentánea. Sus palabras como una fuente que brotaba del fondo negro de un abismo, trajeron consuelo a mi alma entristecida. Me levanté agradecido y regresé sereno a la sala de la biblioteca.

Después de otros días me sentí seguro y fuerte. Con varios libros en mi memoria y muchos en mi equipaje regresé a la casa cural de mi parroquia. Para evitar recaídas ya tomé algunas precauciones. Me aislé, me encerré, sellé las ventanas que miraban hacia la escuela y hacia la plaza. Voy a salir solo a mis celebraciones religiosas, rechazar el contacto con las personas, fingiéndome enfermo. Mis comunicaciones con Mónica y Facunda la sirvienta las reduje a través de una ventana. Usaré la oración y la lectura de libros piadosos para ahuyentar mis recuerdos. Pero siento que mi alma, aun enferma, vive con el temor del retorno a aquel tremendo mal: mi incurable amor por ti, Luisa.

Gregorio"

Lunes 29 de septiembre. El cura Gregorio me amenaza de posesión forzada

Hoy doña Mónica me trajo la siguiente carta cerrada del cura Gregorio:

"Señorita Luisa:

Uno de estos días a la caída de la tarde regresaba del campo con roquete blanco, estola roja y recogimiento místico porque traía el copón sagrado entre mis manos. Venía de administrar los últimos sacramentos a un moribundo. Era una tarde ardiente pero calmada, llena de olores y ruidos cadenciosos del viento entre los árboles, bajo un cielo azul con blancos rojizos. La llanura verde se extendía hasta la sombra violácea al pie de grandes cerros, entre los que agonizaba el sol como un broche de rubí con claridades liliáceas.

Avanzaba con la cabeza inclinada, rezando mis oraciones, apaciguado y tranquilo, como si en mi espíritu hubiera entrado la calma profunda de aquella tarde.

De pronto me detuve. Asombrado y tembloroso di un grito! Del fondo verde de unos arbustos, protegidos por árboles, surgiste prisionera entre enredaderas. Postrada de rodillas, las manos juntas, inclinada la frente, la cabellera suelta te caía como ondas sobre tu traje azul pálido, esperando el paso del santísimo. Bella en esa actitud de adoración! No me mirabas. Arrodillada e inclinada, entre Natividad y un joven, solo esperabas el paso del señor.

Estrechando el copón contra mi pecho, pasé precipitadamente, anhelante, como un criminal fugitivo. Llegué a mi casa y me arrojé sobre el lecho sollozando. Oí en el fondo de mí ser los rugidos de la gran bestia que volvía. Los escuchaba como el roznido del tigre hambriento, que avanza en el juncal. Pregunté a Mónica quién era el joven que había visto junto a Luisa y su madre. Seguramente su novio Arturo de la Hoz, que viene a verla todos los viernes, se hospeda en la posada de doña Casilda y parte los domingos al atardecer. Esto acabó de exasperar mi alma torturada y despertó mi sexualidad dormida y la furia de mis celos.

Intenté verte al día siguiente pero te negaste a recibirme!. El despecho, la cólera y los celos se unieron al tropel de pasiones que me perseguían. Mi amor lascivo, aun no muerto, se levantó implacable. El deseo como león furioso volvió a desgarrarme las entrañas. La concupiscencia rugiente volvió a proyectar su garra ensangrentada sobre mi alma. Mis sueños castos, mis arrepentimientos sinceros, huyeron ante la tormenta pasional asoladora que llegaba.

En aquella noche horrible, con la armadura de la piedad y la espada de la fe, entoné el himno de la guerra contra el mal, la oración, e intenté luchar. Con la armadura rota y la espada tirada por el suelo, me arrojé a los pies de Cristo en la cabecera de mi lecho.

Vi sus ojos fijos en el cielo, como absorto en su agonía y sordo a mis clamores. Parecía insensible a la gran lucha que se libraba en mi alma. Le pedía un milagro, un milagro que me salvara pues me sentía al borde de un gran abismo. Le solicitaba una luz, una claridad divina, que alumbrara en medio de mis oscuras sombras!. La luz de Damasco, el supremo deslumbramiento que me salvara!. Gimiendo incliné mi cabeza sobre el reclinatorio que temblaba con los sollozos que salían de mi corazón desgarrado por inmensos dolores!.

Con la luz mortecina que caía de la lámpara intenté leer el Breviario, pero oí de nuevo la voz de la gran bestia: Levita, levántate!. Ya no eres casto!, tu oración es sacrílega! Tu fe se extinguió! El reino divino desapareció ante tus sueños! El mal acabó en ti lo poco sobrenatural que existía! El milagro ha muerto! Tus amigos sacerdotes han huido! Los ángeles han callado para siempre! Dios enmudeció!.

Me sentí vencido, incapaz de defenderme de tus apariciones obsesivas. No huía de la tentación, iba hacia ella, la contemplaba extasiado. Me absorbía en la contemplación carnal de tu imagen adorada. Te amo! Te amo!, gritaba y mi naturaleza respondía con efluvios voluptuosos, con cánticos de amor en tonos apacibles. Me sentía inexorablemente irredimible!.

Mi vuelta al abismo fue espantosa! Al sentirme condenado irremediablemente no intenté luchar. Soberbio y satánico me lancé a la hoguera, sin un gemido, sin un grito. Dejé quemar mis alas con el fuego de la pasión. No intenté de nuevo remontar mi vuelo a las regiones de la fe y la religión que abandonaba. Aquellas regiones donde ángeles ingenuos despliegan sus alas de oro, a la luz espectral del sueño y extienden su amor divino como pétalos áureos de grandes flores, para mí ya no existía. Donde como cálices de blancos lirios que al romperse, engendran castos momentos de ensueños místicos.

Desperté en el fondo del abismo amándote con la voluptuosidad de una caída vertiginosa. Al terror de las tinieblas se ayuntó la idea del crimen. La beatitud suprema fue desplazada por la inquietud suprema. El paraíso artificial de mi fe por el infierno abrasador de mi pasión.

Como Eva con todos sus encantos seductores, volviste a aparecer en mi camino, a la sombra del árbol maldito, envuelta en una vaga voluptuosidad infinita. Con tus bellas y níveas desnudeces tentadoras, con tus formas gráciles y tibias, con tu sonrisa rebosante de malicia y de promesas, con tus ojos llenos de afrodisíacos misterios, como la diosa de la juventud lujuriante y con una copa repleta del divino licor del placer en tus manos.

Desde entonces no aparto mi mirada de tu visión hipnotizante, de tu imagen seductora e intento por todos los medios llegar al gran pecado.

En mis noches ardientes, obcecado de deseo, palpitante de amor, alargo mis labios secos en un intento de besar esta quimera libidinosa. Entonces los deseos se convierten en exigencias violentas, la voluptuosidad en ritmos bruscos, el placer en espasmos punzantes y se apoderan de mi cuerpo, y al torturarlo siento la inefable alegría de los mártires sobre la hoguera. Ardo de amor y mi cuerpo se consume en el deseo.

No voy a volver a intentar domar mi bestia humana, ni a apagar este fuego infernal con el rocío de mis lágrimas, ni a purificar mi alma mancillada, con el agua de fuentes lustrales, ni con el arrepentimiento.

No lloraré ni oraré más. Dios se borra de mi mente y solo quedas tu, intocable, inalcanzable, con tus ojos jaspeados de colores vivos, tu contorno de pintura, tu cuerpo poderosamente voluptuoso, irreducible como si estuviese petrificada, inaccesible, amada, esquiva y provocadora.

Como sacerdote me consagraré a tu culto de diosa, entonando himnos pasionales, letanías lujuriosas, ardientes plegarias de amor. Cambiaré mi cuerpo por lujuria y mi alma por pasión. Renunciaré a luchar.

Como el único camino libre, la única puerta abierta, la única alternativa posible que me queda es la posesión forzada, ya empecé a fraguarla. Así acabaré con esta tentación cotidiana, con esta obsesión permanente, con este martirio desesperante, así venceré y me sentiré victorioso!.

Me embriagué de esperanza con este espejismo absurdo, divagué por el paraíso de las quimeras y te veía solícita esperando mis caricias. Ahora, al mirar a lo lejos, veo siempre, en el jardín florido de mis deseos, un lirio rojo ensangrentado después de la cópula forzada contigo.

Tu Gregorio"

 

 

 

Autor:

Rafael Bolívar Grimaldos

Partes: 1, 2
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