El empresario, ejecutivo, alto funcionario, profesional bien pagado, político, futbolista o cantante afamado, son en realidad lobos con traje y en mercedes, pero no ostentan su condición directamente, no tienen que mancharse ya las manos o los dientes con la carne de los borregos, sino que los obreros, hoy en día, gustosamente se ofrecen a las fauces de los lacayos o subalternos del depredador, con la esperanza de que mediante semejante inmolación llegarán a convertirse en depredadores ellos mismos, cosa, como es evidente, imposible generalizadamente y sólo imaginable como excepcional, a menos que una anomia generalizada nos devuelva nuevamente a la barbarie. Lo que llamamos civilización no es sino un lapso de tiempo variable entre dos estados de barbarie, pues al igual que los seres humanos nacen, crecen, alcanzan su apogeo, asisten a su declive y perecen, a los pueblos y los imperios les ocurre la misma cosa.
En la sociedad actual, además de los empresarios, ejecutivos, altos funcionarios, profesionales, políticos o futbolistas, por un lado, y de los obreros de diversa especie, de otro, están los desheredados, los desclasados y los zombis. Los primeros son los jubilados de bajas pensiones, los pobres en general o gentes de muy baja renta y los inmigrantes sin papeles y sin dinero, los segundos los que no siendo ni pobres ni ricos, pero con una subjetividad que les clasificaría entre los de la primera especie, han elegido traicionar a su clase y no ejercer el papel dominador que les correspondería por nacimiento, y los últimos son los muertos de hambre, los homeless o mendigos, los drogodependientes y los locos, productos indirectos de la gestión de la sociedad por la primera especie, pero de los que la primera especie nada tiene que temer ni ha de preocuparse, son excrecencias o desechos. Las fuerzas de seguridad, profesionales medios en los países desarrollados y perros roedores de sobras en los países subdesarrollados, se ocuparán de mantener esas excrecencias, por grandes que sean, alejadas de los barrios ricos y de las oficinas importantes. De modo que la verticalidad conlleva que la pesadilla de los zombis y de los desheredados recaiga sobre los hombros de los obreros, principalmente, y de los profesionales medios que pueblan los servicios sociales, en segundo lugar, mientras que los privilegiados no han de pisar nunca la calle, pues se trasladan de la moqueta de casa a la moqueta del coche, y de ésta a la de la oficina, y de la de la oficina a la del restaurante y de éste nuevamente a su casa, creyendo a menudo que viven en el mejor de los mundos posibles.
El desclasado es el único ser civilizado en el que todavía prima el león, pero continuamente se ve amenazado por el deterioro de la subjetividad que puede conllevar el desempeñar una función subalterna tanto como la tentación y presión hacia la toma de posesión de su lugar social y su correspondencia de clase. Un terrorista o un ladrón de altura, suelen tener también algo de león, pues agreden a los grandes lobos y no a los corderos. Sin embargo el ladrón de bolsos de las viejecitas que van a la compra suele ser un zombi o un desheredado, que agreden a otros desheredados (aprovechando precisamente su debilidad) o a los obreros (que no están tan bunkerizados como quienes están más arriba).
De entre los inmigrantes, que vienen de países que pueden haber recaído totalmente en un estado de barbarie, todavía llegan a la civilización auténticos lobos de la naturaleza, capaces de matar sin pestañear, no sólo a los corderos, sino a los perros y a otros lobos civilizados que, por falta de uso directo, han perdido el filo de sus dientes. Un sicario que viene de Medellín considera a la policía española "blanda" y los chalets de lujo como objetivos "fáciles", pues comparados con un chalet de lujo en Colombia, rodeado de hombres armados con ametralladoras, los de aquí le parecen a un sicario presa poco problemática. También sus compatriotas honestos, que vienen como obreros, son aquí una presa, pero menos fácil que en Colombia, donde los perros les son tan amenazantes como los lobos y donde la vida humana, ni siquiera como fuerza de trabajo, tiene ningún valor; aquí son presa de los civilizados contratantes de sus servicios, que incruentamente les someten a esclavitud encubierta, les explotan y compulsivamente les fuerzan a aceptar salario bajos, horarios extenuantes y trabajos deteriorantes.
II.
Me he encontrado con el mismo loco varias veces, pero lo más curioso es que, a parte de otros locos, del que voy a hablar me lo he encontrado en dos ocasiones y a dos edades distintas, a los diecinueve y a los cincuenta años, en un breve lapso de tiempo. Desde luego es imposible que fuesen el mismo pero sí eran exactamente del mismo tipo. El primero, siendo joven, era aún un tanto más torpe y rudimentario, mientras que el segundo tenía ya extremadas sus mañas.
La historia del joven es digna de atención en primer lugar. Se trataba de un muchacho, habitante de Torrejón de Ardoz, un antiguo barrio obrero de Madrid que hoy ya forma parte de la gran ciudad. Su aspecto era una réplica clónica de Jesucristo, pero de Jesucristo superstar, no de la iconografía menos conocida de Roma o de Bizancio, sino la del hippie de los setenta. Melena y barbita y bigote. Sus ojos despedían un cinismo zafio muy infrecuente en edades tan tempranas y sus maneras carecían de ningún respeto ni consideración hacia los mayores. Su trastorno mental, evidente y grave, consistía en creerse una especie de Jesucristo redentor dedicado a transformar un mundo miserable y brutal por el sencillo recurso de abordar a los viandantes y confrontarles con su suciedad constituyente. No tendría eso demasiada locura si no fuese porque consideraba que, mirando a alguien fijamente a los ojos, podía él captar las verdades más íntimas de aquél en quien posaba la mirada, verdades que siempre resultaban ser mezquindad e hipocresía y nunca belleza y sinceridad. El individuo, no obstante, pese a haber perdido la razón y comportarse como un ser mezquino y estúpido, debía tener una alta visión de sí mismo, dados sus poderes paranormales, de modo que parecía que no había nunca ejercido esos poderes contra sí mismo mirándose realmente al espejo. Su convicción de tener un poder especial, aun careciendo de ninguna especialización o más bien a causa de ello, era absoluta, así como su insistencia en abordar viandantes, en el metro, en el autobús, en la calle, y agredirles con sus palabras insultantes que a su juicio eran verdades que les iban a transformar radicalmente y convertir en hombres nuevos. De todo esto me enteré después, cuando tuve conocimiento del engendro, que no tenía reparos en relatar sus imaginarios desvaríos, de modo que habré de dar cuenta, a continuación, de cómo tope con el pobre diablo en cuestión.
El caso es que tuve ocasión desgraciada y molesta de encontrarme con semejante sujeto a raíz, quién pudiera decirlo, de unas conferencias para doctorandos y licenciados en filosofía que se impartían en la UNED de Madrid. Allí apareció mi amigo Mario, un estudioso de un Foucault kantiano-heideggeriano que acababa de empezar la pesadilla de la enseñanza secundaria en un instituto de, ¡adivinen dónde!, Torrejón de Ardoz, en el cual se le había pegado como una lapa, dada su inexperiencia y su condición novata, un alumno del último curso del Bachillerato, un pupilo del que todos los demás profesores huían como de la peste, ¡adivinen quién!, pues Jesucristo, claro. Allí aparecieron los dos, en la cafetería, antes de la conferencia. Charlábamos cuatro o cinco contertulios frente a nuestras respectivas tazas de café cuando Mario nos interrumpió para presentarnos a Jesús, su discípulo. En seguida me percaté de que algo marchaba mal, porque ese día era precisamente el que le tocaba a hablar a una catedrática de filosofía cuyo arcano lenguaje era harto incomprensible para ella misma y para los que la rodearíamos esa tarde, luego sólo una gran crueldad podía, pensaba yo, haber empujado a mi amigo Mario, a someter a un discípulo a semejante tortura. Luego descubriría que no era cuestión de tortura sino de justicia, inconscientemente Mario había buscado que el torturador fuese torturado y, excepto por lo desagradable del asunto, creo que salió satisfactoriamente tal y como lo había planeado su subconsciente vengador.
A todo esto veía que el muchacho charlaba con alguien y el contertulio salía corriendo con algo muy urgente que hacer en seguida, pero sabría el por qué cuando me toco el turno y se me acercó el personaje diciendo:
–Así que tú eres Manuel –dijo mientras su sonrisilla cínica aventuraba una mueca de desprecio. Ya me ha hablado Mario de ti –continuó dejando claro que lo sabía todo. Tú lo que eres es un colgado –espetó finalmente, como corolario de su presentación.
–Y tú lo que eres es un maleducado –contesté un poco atónito. -No me parece buena idea andar soltando juicios de valor sobre la gente que no se conoce nada más toparse con ella.
Procedió entonces a explicarme sus poderes y a insultarme otro poco diciendo sandeces innumerables a las que contesté lo más groseramente y lo más cínicamente que pude, para darle un poco de su misma medicina, pero al darme cuenta de que se trataba de un enajenado mental hice lo que los demás, me alejé con una excusa y pudo más mi salvación que la consideración hacia el siguiente que hubiera de topar con el sujeto en cuestión. El siguiente fue mi amigo Gabriel, un profesor de universidad con dos carreras en su haber, la de matemáticas y la de filosofía, en el que destacan sobre sus indiscutibles méritos académicos e intelectuales, su valía humana y su exquisita ética del trato como igual a todo prójimo. El energúmeno, según me contó luego, procedió con él de la siguiente manera.
–Oye, ¿dónde te has comprado esa camisa tan bonita? –le dijo Jesucristo con su sonrisilla de perdonavidas.
–¡Ésta! Pues en una tienda, no muy lejos de aquí, que se llama Bora y que queda en la calle Princesa -contestó.
–¿Princesa? No conozco esa calle, ¿dónde queda? –dijo el profetilla loco.
Mi amigo procedió, como ser civilizado y educado, a explicarle al niñato dónde estaba la calle Princesa, que manifestaba no conocer, hasta que fue interrumpido por las sonoras carcajadas de Jesucristo, que le escupió las siguientes palabras:
–¿Y tú eres filósofo y no te das cuenta de que te estoy tomando el pelo?
Atónito, como todo aquel que reaccionaba ante el sujeto en tal contexto, por primera vez, el atento Gabriel no dijo nada, siguió subiendo las escaleras y, al llegar al aula de las conferencias, abrió la puerta y, teniendo al energúmeno al lado, le ofreció el que pasase primero mientras sujetaba el picaporte, ante lo cual, el agraciado joven, no crean que dijo: "gracias" antes de proceder a pasar y coger sitio, sino que le dijo: -¿Y si ahora voy y te doy un puñetazo?. Ante lo cual Gabriel, nuevamente sorprendido, no tuvo ninguna reacción, excepto la indiferencia. De semejante prolegómeno yo me enteraría más tarde, pues de haberlo presenciado en su momento, el que hubiese recibido entonces un puñetazo hubiese sido el demente y grosero niñato.
Tuve la mala suerte de que se sentase a mi lado quien ya sabemos. La conferencia era una pesadilla, como siempre que le tocaba hablar a esa catedrática en cuestión, aunque quienes estabamos familiarizados con su lenguaje podíamos barruntar lo que quería decirnos y al menos reconocer los múltiples términos griegos y latinos con los que regaba su discurso. Desde luego que Jesucristo se aburría y resoplaba sin cesar a mi lado, manifestando de vez en cuando nerviosas risillas de muy bajo tono. No se atrevió a interrumpir el acto, aunque llamó mi atención en un momento dado al verme rebuscar en mi carpeta y me dijo: -Me aburro, déjame algo que me entretenga. Yo, que ya le tenía por fin calado, contesté que no era mi misión entretenerle, que si quería entretenimiento que saliese y se fuese al circo o a la discoteca, tras de lo cual, ciertamente, disfruté ciertamente, viéndole arrebujarse de tedio e ignorancia en su asiento. Pero lo peor le estaba todavía por llegar.
Al salir de la conferencia nos fuimos como de costumbre a la cafetería y, el profético Jesucristo, calcomonía de un mal lector de Hermann Hesse, nos siguió hasta la misma. Allí comenzó de nuevo su asedio al prójimo, de modo que se veía cómo iban huyendo uno a uno los comensales. Finalmente, Mario, yo y dos amigos más, nos quedamos con él en la cafetería y, ya sobre aviso, procedimos a proporcionarle, muy didácticamente, unas lecciones de conducta. Tras muchos insultos por su parte y muchas contestaciones pedagógicas por nuestra parte, desmontando su paranoia, parecía que iba a llorar, pero no acababa de dar su brazo a torcer e insistía una y otra vez de la siguiente manera.
–Yo es que voy por el metro y, cuando veo a alguien a los ojos, ya sé la clase de persona que es, y entonces voy a decírselo para que cambie y el mundo sea mejor –nos explicaba para defender su forma agresiva e insultante de conducirse. Es por eso que, por ejemplo –dijo señalándome, ¿qué me dirías si yo te dijese que eres un desaliñado y un frustrado?
–Pues mira chico, la gente ya tiene bastante con lo que tiene para que, encima de que están cansados del trabajo y de la lucha diaria, que les venga un idiota como tú, al que mantiene su mamá, a decirles impertinencias, insultos y gratuitos juicios de valor. Si me dijeras que soy un desaliñado y un frustrado, además de todos los insultos e impertinencias y estupideces que llevo ya dos horas oyéndote, te contestaría que la frustrada y desaliñada lo será tu madre, por haberte parido. Y si no te gusta lo que te digo, porque a mi tampoco me gusta lo que me dices y lo que vienes diciendo a todo el que te encuentras desde que has llegado, si no te gusta, repito, sal a la calle conmigo y pasamos de la agresión verbal a la no verbal. Pero te advierto que si vuelves a insultarme no voy a esperar a la calle sino que te voy a golpear aquí mismo.
Jesucristo no se atrevió a salir conmigo y por primera vez, sólo a partir de una amenaza verdadera de recibir una paliza (los locos saben captar cuando el que les amenaza está lo suficientemente loco como para cumplir sus promesas) bajó un poco la guardia y rebajó su actitud irrespetuosa, altanera, insultante y desagradable. Al poco del incidente último, con Jesucristo más manso aunque sin remedio que no pasase por una clínica especializada, procedimos a retirarnos, nos despedimos y respiramos aliviados de librarnos de la impositiva y agresiva presencia de ese sujeto. Y lo cierto es que de no haber sido un alumno de Mario, cosa que me comprometía y me contuvo, seguramente le hubiese dado algún golpe.
Del segundo loco mesiánico semejante en todo al descrito pero de unos cincuenta años voy a hablar a continuación. Se trataba de un tipo con barbas largas y blancas en plan Tagore, probablemente de nacionalidad belga, que se dirigía a la gente en plural, utilizando el "nos", y conocido ya en medio Madrid como gorrón empedernido de inauguraciones pictóricas, revienta actos y baboso ligador de jovencitas veinteañeras.
Éste no se encontraba en conciertos, conferencias, cinematecas o cursos de doctorado de las universidades, inauguraciones de exposiciones, por causalidad, como se encontró su joven homólogo, del que ya relatamos la historia anterior, sino que ya iba directamente allí, a sabiendas que se encontraría en unos lugares idóneos para ejercer su labor soteriológica de curar a los demás, a completos desconocidos, de sus males, de sus supuestas dependencias al capitalismo, a base de agredirles, insultarles y molestarles con su presencia, miradas, observaciones y comentarios, despreciativos y despectivos. Con este personaje di más de una vez, pero pude evitarle, simplemente marchándome del acto al ver que se encontraba en él, aunque en alguna de ellas, no podía marcharme y escapar, sino por unas circunstancias u otras, tenía que permanecer en el lugar.
La primera ocasión de este tipo fue la de unas conferencias con concierto incluido en las que amedrentó con sus artes a mi pobre director de tesis, y allí ya me resultó muy molesto, ya que tras intervenir y coger el micrófono para dar una postconferencia esotérica a la que trataba de música y obligarnos a escuchar sus patrañas no deseadas durante veinte minutos, después, tras insultarnos a todos y decir: "todos sois unos cerdos y yo soy un jabalí", cuando conseguimos que se callase y dejase hablar a los que habíamos venido a escuchar y a otras personas, se sentó luego mirando a los ojos de mi actual director de tesis, con el rostro a unos diez o quince milímetros del suyo, durante alrededor de una media hora, provocación que muy pocos hombres resistirían y que no sé muy bien si resistirse a ella demuestra el vicio de la pusilanimidad o la virtud de la entereza. Estoicamente aguantó la provocación el catedrático de filosofía y no cedió a la tentación de intentar ponerle fin de alguna manera, aún a riesgo de que se organizase un altercado. Es cierto que la implicación en una escena, cosa que a los locos encanta y a los no locos desagrada, debería ciertamente ser evitada siempre, pero en fin, la violencia hay que ejercerla en un momento dado, no se puede tener una ilimitada tolerancia, y el pacifista lo que puede hacer a la postre es que otros hagan el trabajo por él, pues podía haber llamado nuestro catedrático a los vigilantes jurados del lugar, que los había, para que el enajenado dejase de molestarle, en lugar de largarle personalmente dos bofetadas o contestar a su insulto, pero no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que aguantó la vejación y procuró mostrar indiferencia, cosa que, como ya he dicho, no sé si demuestra entereza o pusilanimidad.
Yo me acerqué al loco tras el acto y como vi que seguía faltando y que hablaba de Dios le dije: "Yo me cago en Dios". Contestó: "Éres un grosero". A lo que respondí: "El que viene a agredir y a insultar a todo el mundo eres tú y además te equivocas, yo no soy un cerdo, soy un jabalí, tengo colmillos y si tú lo fueras no aceptarías que te dijese que me cago en Dios y en tu puta madre". El sujeto entonces se alejó de mí como si el loco fuese yo, y efectivamente, también lo era, pues para contrarrestar la locura soy capaz de ponerme al nivel de la locura, si hace falta y me consienten el hacerlo mis allegados o acompañantes. Al poco se marchó y nos dejó en paz, aunque fastidiados, por habernos estropeado un individuo enajenado tanto el día como el acto.
He dicho antes que di con el personaje en más ocasiones, hubo otra de ellas tras la narrada en la que directamente quiso aplicar su aceite de ricino contra mi voluntad y donde no tuve más remedio que tener un pequeño altercado, y luego, aún otra, donde tuve que hacer de tripas corazón, y procurar ignorarle, ya que así me lo habían rogado los presentes. En ambas me produjo un mal sin que se lo pudiera devolver ni pudiese responder adecuadamente. Y quien dice que el insulto no le agrede y que un baboso no es capaz de sacarnos de quicio lo que pide es borreguez y aceptación de lo inaceptable.
El caso de la siguiente ocasión fue cuando el profeta entró en la Filmoteca española y, como por imán, se dirigió directamente a mi mesa. Le hice saber que le consideraba un enajenado mental, que le conocía de la experiencia del conservatorio y que no deseaba tener ninguna conversación con él, que estaba con una amiga en una mesa privada y no queríamos compañía. Pero como suele ser el caso, no atendía a razones y no sólo eso, como directamente yo manifestaba no querer hablar con él, se dirigió a mi acompañante, a quien amedrentaba, para dirigirse a mí a su través. Decidí que su proceder no debía ser consentido y me levanté empujándole ligeramente para separarle de nuestra mesa. El muy mañoso, ante el empujón, se lanzó al suelo y se hizo el muerto, como si yo lo hubiese matado, le di tres buenos bofetones en el suelo diciéndole "menos teatro, monta espectáculos", pero ni movió un músculo, entonces me encaré a la concurrencia y les expliqué en voz alta que el sujeto era un conocido y molestísimo loco que iba montando números por todo Madrid, cosa que algunos de los asistentes corroboraron al punto. A todo esto llegó el guardia jurado y de un respingo el Jesucristo 2 se levantó y se puso a darle las quejas a ese pobre trabajador. Me disculpé con el vigilante y le dije que o lo echaba o tendría que aguantarlo durante horas, triste trabajo, pero el chico no parecía llevar mucho tiempo en el empleo y me temo que sufriese al enajenado durante quien sabe cuanto tiempo. En definitiva, que después, pues nos fuimos al instante, mi acompañante me llamó agresivo y violento, indicándome que en todo caso debía haber llamado al guardia jurado y haberle dicho que no deseaba hablar con ese hombre y que no atendía mis requerimientos a alejarse de nuestra mesa. ¡Eso es lo que voy a hacer la próxima vez, -dije- que se ocupe la policía o los vigilantes o los perros!. Los burgueses nos podemos permitir el ser pacifistas, pues tenemos a otros que den las hostias por nosotros y nunca nos manchamos las manos.
Desgraciadamente hube de topar con semejante sujeto nuevamente, cuando mi acompañante en la Filmoteca realizaba la inauguración de una exposición de pintura y me di cuenta de que la cosa no era tan sencilla como había decidido tras el altercado anterior. Allí acudió, con dos gorrones más que le acompañaban. Su aspecto de buda le abría las puertas y en una convocatoria pública, pues había una conferencia previa a la inauguración, se había introducido, sin que se le pudiese a priori impedir la entrada. Los de la Fundación donde se celebraba la exposición le conocían ya mucho pues acudía siempre a reventar actos y comer en las inauguraciones. No habiendo en el lugar vigilantes jurados y no molestando el sujeto más que con su presencia indeseable y sus palabras estúpidas u ofensivas no era posible echarle del acto, de modo que procedí a ignorarle lo más posible, pues se me había exigido por mi acompañante, nada menos que la protagonista de la exposición, que no cediese a mis impulsos de agresión, cuando, horrorizados, observamos que el chivo (apodo que se ganó en el centro de Madrid) se encontraba en el local. Sin embargo, no obstante lo antedicho, tuve que dirigirme al loco algunas veces. Le advertí que no contaba con invitación y que su presencia no era bienvenida, ante lo cual respondió que tenía "derecho" a estar ahí y que no pensaba salir. Luego, cuando consiguió averiguar quién era la artista y se dirigió hacia ella, (mientras yo advertía a todos los invitados que podía de que era un intruso no invitado, para que no creyesen que era un invitado y conocido nuestro), tuve que acercarme de nuevo a su lado, pues estaba lanzando su sucia verborrea sobre mi compañera. Él, al verme, dijo a la artista:
–"¿Quién es éste? ¿Conoces a este tipo?" –con tono de desprecio.
Y ella respondió: -"Sí, es mi marido". Con lo cual quedó bastante aturdido, lo que aproveché para hacerle notar la improcedencia de su conducta, utilizando, por un momento, sus propias mañas.
–¿Y tú? ¿quién éres tú? ¿Conoces acaso a mi mujer? ¿Quién te ha invitado? Yo aquí conozco a todo el mundo, a todos les he dado una invitación y tú no estás invitado. No me agradas y creo que tengo pleno derecho a no tener que escucharte ni soportarte.
Rígido y frío callaba el chivo-profeta, hasta que le espeté: -"Me parece que éres un gorrón y tu presencia, ya te lo he dicho, no es bienvenida aquí, entre mis invitados". (La artista aprovechó para poder alejarse del memo y atender a sus invitados).
Ello, desgraciadamente, le dio pié para reaccionar, mostrándose ofendido, pues decía: –"¡gorrión! ¡me ha llamado gorrión!". –Yo le dije ya mofándome: "Pero si gorrión es un pajarito, muy bonito, que hace pío, pío". Y él seguía diciendo: "¡yo gorrión!, ¡gorrión yo!, ¡me estás llamando gorrión!". Contesté que puesto que no se atenía a razones iba a buscar al personal de seguridad, con lo que conseguí zafarme (y resistir las enormes ganas de sacarle a patadas), aunque, lamentablemente, no contaba el lugar con vigilantes jurados y, puesto que mi compañera me había encarecidamente pedido que no agrediese físicamente al agresor sutil, hice de tripas corazón y procuré ignorarle, pidiendo a mis invitados que lo hicieran igualmente. Alguno de los asistentes lo había tomado por amigo nuestro y por eso le prestaba oídos y yo me veía en el apuro de sacarle del error. Al cabo de un tiempo de hacer de tripas corazón y aguantar la imposición de su presencia y de sus maneras, una vez que había comido y bebido en abundancia, mientras que muchos de mis invitados no pudieron probar bocado, el profeta chivo-loco y sus dos secuaces mendigos tuvieron a bien el marcharse y respiramos todos con mayor tranquilidad. Desde luego que si el acto dependiese de mí lo hubiese suspendido en cuanto le vi entrar, negándome a que tuviese efecto si se encontraba ése individuo en la sala. Pero mi compañera insistió en llevarlo adelante y yo había de apoyarla. Y desde luego que, si algún día doy una conferencia y me encuentro con un imbécil de los mentados, me negaré a continuar si he empezado o suspenderé el acto en su comienzo mientras que el sujeto en cuestión no sea desalojado de la sala. Algo semejante hizo el filósofo Gustavo Bueno al detener una conferencia y declarar que no seguiría hablando hasta que no "se sacase de la sala al imbécil ése", cosa que se hizo al punto.
Estoy seguro que tales cosas no ocurren en las exposiciones, congresos y eventos de los ricos o de los poderes establecidos. Ellos siempre cuentan con unos fornidos guardias para, sin mancharse las manos, no tener que soportar esas cosas vejatorias y desagradables. Desgraciadamente no todos los burgueses nos podemos permitir los guardaespaldas y, aunque molesto e indeseado en el evento, el profeta-chivo y sus homólogos, no justificaban el llamar a la policía y a juicio de la mayoría, tampoco la contestación "violenta". Sólo puedo decir al respecto que alguien tendría que molestarse en educarlo y que si yo me lo encuentro, por casualidad, algún día, en una calle vacía y nocturna, sin cortapisas y con las manos libres por ello, sufrirá el vejador un accidente. Curiosamente los pobres tienen menos reparos y más defensas ante semejantes agresiones, ya que de colarse el susodicho profeta en un bar de rockeros o de punkies y pretender reconvertirlos mediante el juicio sumario e insultantemente despectivo de sus formas de vida en budas en posición de loto, estoy seguro de que su rostro no permanecería intacto.
Las mujeres suelen ser las que me dicen, ante estas reflexiones, que ellas nunca pueden acudir al expediente de la fuerza bruta, siendo por ello más civilizadas que los hombres, lo que me lleva a reflexionar sobre la idea de fuerza y de la multiplicidad de su ejercicio, para romper con dos tabúes:
1º La fuerza bruta es siempre mala y siempre hay que repelerla.
Y 2º. Las mujeres son débiles y no tienen fuerza. Respecto a lo primero tan sólo recordar a mis lectores que a Hitler no le detuvieron los pacifistas y que la familia Gandhi murió toda ella asesinada; y respecto a lo segundo, vienen las consideraciones subsiguientes.
III.
La sensibilidad en los seres humanos es variable, aumenta o disminuye y el umbral del dolor y del placer no es el mismo para todo el mundo. Pero no hay que identificar por esa causa sensibilidad con debilidad e insensibilidad con fortaleza. Los espartanos acusaban a los atenienses de debilitarse mediante las artes y las letras, pero no es cierto que esa sofisticación tenga que ser siempre debilidad sino que, en muchas ocasiones, implica fortaleza, aunque puedan llegar los excesos a embotar tanto como las carencias. Lo mismo se ha dicho muchas veces del Imperio romano, que desapareció a causa del abandono de la sobriedad republicana y el exceso de lujos, vicios y placeres imperialistas. Sin embargo, vemos que las mujeres son más sensibles que los hombres y no por ello más débiles, sino mucho más fuertes y resistentes. Por eso para entender este punto hay que abandonar, lo más rápido posible, la grosera identificación de la fuerza con la insensibilidad así como su comprensión exclusiva en cuanto fuerza bruta. Ya en el reino animal la astucia, la agilidad, la inteligencia y la destreza llegan a contar más que la fuerza bruta, con mucho cuenta entonces más en el reino de lo humano.
Pero también hay que saber que no es menos fuerza y agresión la que se aplica psicológicamente que la que se aplica físicamente y aunque parezca un logro de la civilización el final del patíbulo y las torturas carcelarias, entre destripar en público a alguien y encerrarle de por vida, no estoy seguro de qué supone mayor venganza y mayor barbarie, simplemente lo parece, porque lo segundo es sutil y lo primero directo, pero en realidad es lo mismo. Se piensa que es cruel cortarle a alguien las orejas y la nariz, o una mano, que los talibán o los saudíes son más crueles que los modernos occidentales, pero quizá sería preferible para muchos el que en lugar de encerrarles en un trabajo asalariado meramente para tener la posibilidad de existir las tres cuartas partes de su tiempo y de su vida, les dieran un par de bofetadas y les dejasen a cambio fuera del panóptico; tal vez yo mismo prefiriera perder una mano y pasar a ser libre a pasar quince años en prisión.
Me sorprendió por eso el que el filósofo Tony Negri, en una entrevista que le hicieron, dijese que la gente hoy sufría más que ayer y que por tanto, que se avecinaban movimientos de descontento. Porque cuando el entrevistador le recordó al filósofo que las condiciones de existencia de su padre, ¿o dijo su abuelo?, no recuerdo, bueno, cuando le recordó que las condiciones de existencia de su padre, digamos, campesino de la Italia profunda, eran mucho peores que las del obrero y campesino actual, el pensador respondió: "mi padre no sufría, mi padre era una bestia". Los seres humanos, por tanto, pueden ser sometidos y degradados hasta la condición de bestias, a seres carentes de sensibilidad o al menos con un sistema nervioso tan limitado y embotado que su dolor (ni su placer) puedan alcanzar grandes altibajos. Ya decía Homero que lo terrible del hombre es que tiene un corazón que aguanta, pues existen otros animales en la naturaleza que no soportan el que se les enjaule y mueren antes de aceptar el formar parte de un zoológico. El hombre es un animal esclavizable, pero por ese mismo motivo es un animal capaz de esclavizar a otros y, lo que más nos interesa y nos parece más importante, un animal capaz de no esclavizar ni dejarse esclavizar, esto es, un animal que puede ser libre. De modo que si como decía Picco de la Mirándola el hombre, en virtud de su plasticidad, puede descender hacia el bruto o ascender hacia el dios, añadiendo nosotros, que sin dejar de ser una mezcla de ambas cosas nunca, la libertad, el crecimiento, el desarrollo, el ascenso y la sensibilización progresiva, será lo que nos interese, en detrimento de sus contrarios.
Sin embargo siempre habrá hombres que no tendrán un corazón que aguante y que preferirán antes la muerte que la esclavitud. De tal tipo son los aquellos en los que predomina el león, recogiendo de nuevo la metáfora zoológica con la que comenzaba este discurso. Y lo que se aplica a un individuo que prefiera morir de pie a vivir de rodillas bien se le puede aplicar a un colectivo, como el de los melios en la guerra del Peloponeso, que prefirieron morir, (aunque tuvieran la esperanza de que los espartanos les auxiliasen), a someterse al Imperio ateniense. El numantismo individual y colectivo no es sino un hermoso canto al antisometimiento y es más, diríamos que todo aquel que no tenga algo de numantino, siquiera la energía de llegar a decir no y poner límites a lo inaceptable, no es más que un esclavo y un pusilánime, por más que sus condiciones de existencia, gracias al azar o la Fortuna, pudieran ser materialmente envidiables.
IV.
Estado de derecho, guerra justa y respuesta proporcionada a una agresión son expresiones interrelacionadas, sobre todo la primera y la última, pues la noción de justicia casa mal con la guerra, y las reglas caballerescas del conflicto bélico, como las del pugilismo, sólo se producen entre contendientes de un poder semejante, que arbitran unos procedimientos cuyo cumplimiento pone ciertas limitaciones al enfrentamiento y que no otorgan ventaja a ninguna de las partes, luego cualquiera de ambas podrá vencer respetándolas y los daños serán menores también en ambos lados. Sin reglas o con ellas el fuerte aplastará siempre al débil, como los atenienses a los melios en la obra de Tucídides o los israelíes a los madianitas según el libro de los Números del Antiguo Testamento.
De modo que la única oportunidad para el débil de vencer o plantar cara a un adversario muy superior estriba en que éste segundo se someta a unas reglas mientras que el primero las incumpla todas. El fuerte gana así la justificación moral de la contienda, pero es moral debido a que se lo puede permitir o de lo contrario no lo sería, y el débil pierde la justificación moral que surge del que se somete a reglas de limitación del poder pero gana su supervivencia y posibilidad, remota pero posible, de vencer y convertirse en fuerte. En ese sentido el terrorismo es a nivel colectivo como el golpe bajo con el que intenta vencer el luchador amateur al pugilista veterano, entrenado y experimentado, a nivel individual. El surgimiento del Estado de Israel a través de atentados terroristas contra el protectorado británico y su posterior revés de posición de fuerza frente a los palestinos nos ilustra suficientemente bien sobre la dialéctica que acabamos de replantear.
El Estado de derecho surge del intento de conciliar en convivencia armónica y con una violencia de baja intensidad o economía de la violencia en el conjunto de una población dada. La Ley del Talión o el Código de Dracón dejan paso a una ley que ya no es la de la venganza directa, sino la de la venganza indirecta, pues meter a alguien en una cárcel no es cometido de los ciudadanos, sino de los jueces y policías, intermediarios entre el ciudadano agraviado y la devolución al agresor del daño causado. Mejor son las leyes de la reparación de algunas comunidades indígenas donde, a quien ha cometido un agravio no se le castiga, ni se le pone en cuarentena por miedo a que agreda de nuevo, sino que se le exige una reparación o, en su defecto, se le destierra de la comunidad.
El ostracismo también parece mucho más civilizado que la penalidad punitiva y privativa de libertad actual. El Estado de derecho tiene como origen racional, además, una constatación que ya Hobbes señala al principio de su Leviatán. Ese cocodrilo bíblico surge ante la notoria poca diferencia de fuerzas entre el hombre más fuerte y el más débil, pues nos dice Hobbes que las diferencias de fuerza no son de tal envergadura que en el estado de naturaleza el más débil no pueda llegar a acabar con el más fuerte y, menos aún, en el estado civilizado, donde la técnica puede hacer que una mujer, por ejemplo, tradicionalmente sometida por el imperio de la fuerza bruta, pueda defenderse con una pistola, un ordenador, sus palabras o sus escritos, ya que toda herramienta es un arma si se usa de determinada manera. Pero pese a que el pueblo sin armas es un pueblo armado los ejércitos y los medios de destrucción masiva continúan siendo decisivos en las relaciones internacionales, al no haber cuajado aún la ONU y no existir un Estado de derecho cosmopolita, sino, tan sólo, un Estado de derecho en ciertos países. Los países en los que hay un Estado de derecho son aquellos en los que, al menos, se protegen las libertades de las personas, sobre todo su derecho a la vida, de modo que no hay tal cosa en donde como Colombia o Israel la vida cotidiana no es segura y se corre el riesgo diario de morir, sino sólo en donde tal inseguridad se mantiene a unos niveles de delincuencia y criminalidad de una tasa relativamente baja, alejada de la guerra generalizada.
Es por tanto nuestro Estado de derecho un Estado mínimo, pues garantiza la seguridad y la libertad, sobre todo la de los privilegiados, pero no garantiza a nadie la igualdad o la mera supervivencia. En nuestras civilizadas urbes nadie nos mata por la calle pero podemos morir de inanición o vivir en la más miserable pobreza, tanto más cuanto menos medios de protección social y más neoliberalismo se imponga.
V.
El Estado social o político surge para protegernos del estado de naturaleza, de la bestialidad animal, del homo homini lupus hobbesiano, de una prehistoria sumida en la violencia y en la fuerza bruta donde imperaría el poder del más fuerte individualmente.
Según una versión muy extendida del reino animal en la naturaleza no hay sino depredadores, todos los seres vivos son lobos buscando su supervivencia mediante la necesaria matanza e ingestión de otros seres vivos. La idea de un comunismo originario, de una Edad dorada como la de Hesíodo en la que los cazadores-recolectores compartirían todos sus haberes no es tenida en cuenta por la versión agreste de la naturaleza humana, como no lo es la ayuda mutua con la que Kropotkin trataba de enmendar la interpretación egoísta del darwinismo. De modo que si la primera versión fuese la correcta tendríamos que de todo Estado resultaría una disminución de la violencia, mientras que si nos atenemos a la segunda versión, la rousseaniana, el estado de naturaleza sería un estado idílico y todo Estado social una violencia ejercida sobre el Paraíso terrenal, que conllevaría el pecado original de la depredación y de la crueldad.
Entonces el Estado sería la mayor violencia, tanto mayor cuanto más civilizado y constituido. Desde Rousseau hay una línea directa que pasa por Marx, Levy-Strauss y Foucault, pero que no habría que descartar unilateralmente, así como la que desde Hobbes llega hasta el liberalismo tampoco habría que eliminarla sumariamente. La verdad no se encuentra, como de costumbre, ni totalmente en una versión ni totalmente en la otra, sino que ambas arrojan luz sobre distintos aspectos de un mismo problema, de modo que el Estado es tanto una disminución de la violencia generalizada a niveles de convivencia como un generador y mecanismo de puesta en ejercicio de la violencia a todos los niveles.
La opción por tanto no radica en suscribir de manera absoluta o dogmática ni la idea del buen salvaje ni la idea del prehistórico bárbaro y depredador, sino asumir que bondad y salvajismo son las dos caras de una misma moneda y que sólo se puede intentar fomentar la primera y disminuir la segunda en lugar de lo contrario, que es lo que hace el capitalismo, aunque también una bondad sin espinas no sea sino borreguismo. Se estará entonces de acuerdo en todas las estructuras sociales que fomenten la sociabilidad propia del hombre, como indicaban ya desde Aristóteles hasta Kant, y se estará en contra de todas las estructuras sociales que fomenten la insociabilidad. El problema estriba en que el liberalismo clásico (Adam Smith y Mandeville) y los neoliberales, sostienen que el mercado fomenta la sociabilidad y que del egoísmo de cada particular sale el bienestar colectivo. Pero semejante paradoja, viola el más elemental de los principios racionales, el de no contradicción, cuando no el lema griego que sostenía que lo semejante surge de lo semejante. No puede surgir el bienestar colectivo de la discordia individual ni siquiera aunque se considere el todo como equivalente a la suma de las partes y con mayor razón si se considera al todo algo más que la suma de las partes. Pues ¿acaso surge la inteligencia de la estupidez generalizada? La democracia presupone la razón común y que de todos los juicios puede recogerse en la voluntad general la decisión más acertada, no presupone la estupidez generalizada, pues de ella no se desprende democracia, sino demagogia. Lo mismo puede sostenerse en el terreno económico, de la riqueza generalizada podrá surgir el bienestar colectivo pero del afán de riqueza individual sólo puede surgir el acaparamiento desmedido de unos pocos individuos.
VI.
La violencia económica (capitalismo) así como la violencia simbólica (televisión), no por menos visibles son menos poderosas. Es obvio en términos de poder que la violencia colectiva será siempre mayor que la suma de las violencias particulares, aunque eso dependerá de que los medios de destrucción masiva no lleguen a estar al alcance del individuo, pues un Osama Ben Laden con bombas atómicas en maletines pudiera ser más letal que un Estado, si bien la fabricación del plutonio o uranio no está al alcance de los particulares ni sería consentido por los Estados.
El poder del Estado, para bien y para mal, siempre es mayor, en principio, que el de los individuos, las familias o las aldeas. Pues si bien el exterminio de judíos, homosexuales y comunistas de los nazis, o las purgas del stalinismo y la bomba atómica, sólo a través de un aparato estatal pudieron alcanzar la magnitud que alcanzaron, y que alcanzan aún en la actualidad, tampoco un poder inferior al de un Estado podría haber realizado las obras públicas de las que nos beneficiamos o haber propiciado los descubrimientos de los que nos enorgullecemos.
Simón Royo Hernández
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