Cuentos surgidos de vivencias y relatos en la costa norte de Colombia (página 2)
Enviado por Leonardo Gutiérrez Berdejo
No creo que exista alguien que pueda explicarme, y yo jamás lo he entendido, por qué me eligió precisamente a mí para ser beneficiario del cuaderno, cuando había tantas personas interesadas en el mismo, con la creencia de encontrar relatos raros y de valor histórico que sirviesen para saltar a la fama. Más tarde me enteraría de que a los otros intereses se sumaba también el de querer enterrar u ocultar relatos comprometedores. Se lo recibí, no sé si por el solo deseo de tenerlo o por el temor de que cayera en manos de alguien que no le diera el verdadero valor sentimental que el cuaderno tenía. O las dos cosas a la vez.
Muchos años han pasado desde cuando su dueña me lo regaló y aún no me he decidido a relatar una sola línea de las muchas que he visto allí. La sola presencia en mi cuarto de esa esmerada libreta, sobre mi escritorio, me llena de curiosidad y basta que yo entre a mi cuarto para que atraiga mi atención.
Con la intención de presionarme para que publique su contenido, muchos murmullos se han tejido a mi alrededor pero yo he sabido resistir, una y otra vez, estas bajas presiones y también a la tentación de responder. Y ha ocurrido lo contrario. Aunque su diseño nada tiene de especial, su carátula le da un aire misterioso, indescifrable y atrayente. He tenido que resguardarlo muy bien ante varios intentos de robármelo. Son más de cien años de historias secretas de hechos y de gentes repletas de oscuras presunciones y sospechosos linajes; miles de asuntos y sucesos hipotecados a la calumnia y la mentira; nombres de lugares familiares y de gentes envueltas en manchados relatos y destacados, a mi modo de ver, con un excesivo lujo de detalles de nombres y fechas.
También, con precisión envidiable, se leen direcciones en las que se han dado encuentros efímeros, con el falso y sugestivo aroma de lo sacramental y lo piadoso; cientos de vanidades rotas y hechas añicos en cuartos y salones cercados por los muros de una autoridad montada sobre la infamia, el terror y el miedo; detalles al mínimo de frágiles escaleras de ascenso social, decenas de testimonios sobre virginales virtudes ahuecadas por escandalosas orgías, pactos secretos para refundir el orden y la vida sosegada del lugar, compra y venta de silencios y recíprocas ventajas en torno a los exiguos presupuestos del pueblo.
Más de un atentado a vidas indefensas, encubrimientos tenebrosos al lado de descripciones de presuntas aureolas de honores incautados a la modestia, detallados relatos de silencios y más silencios destinados a encubrir verdades, relatos de honores a la impunidad, inocencias maltratadas, falsos montajes, macabros mecanismos de enriquecimiento y maldad, asaltos escabrosos e iras saciadas en la impotente debilidad. Cientos de perjurios y pugnas con el olor a la mezcla de sotanas y cobijas infieles, y otras tantas motivadas en herencias sustentadas en el saqueo, la falsedad y el egoísmo grosero están allí descritas con suficiente precisión y certeza. Herejías, insultos y conjuros demoníacos se deslizan entre las páginas amarillentas del cuaderno.
El cuaderno existe, como también los relatos allí escritos. Está en mi poder, sólo que no estoy seguro de dar a conocer su contenido. A lo mejor lo entrego en custodia a un banco, pero los relatos allí consignados sobre el manejo turbio de amañados balances me hacen desistir pronto de esa idea. Sé que algún día superaré este maldito miedo.
La mujer, de unos 45 años, apartó los ojos del periódico que leía y alzó la cara. Miró con inocultable desdén al hombre que estaba sentado frente a ella con las piernas entrecruzadas en un amplio y colorido sofá.
Él estaba concentrado en el libro de pasta ennegrecida, tal vez por el uso. Encarándolo, ella le dijo: Llevo mucho tiempo tratando de encontrar el lagarto y, en lugar del lagarto, me he encontrado con el maldito camaleón, la cobra y el cocodrilo. Te he pedido varias veces que me ayudes a localizarlo, y tú, metido de cabeza en ese libro, de quién sabe qué, pareces no haberme escuchado; sigues ahí como si nada, leyendo y leyendo, y no me has ayudado. ¡Como si estuvieras en otro mundo!
El hombre suspendió la lectura y señaló con un separador de cartón la página que leía y puso con suavidad el libro sobre el sofá. Alzó la cara lentamente y luego, mirándola con fijeza, le respondió: Ya te he dicho una y otra vez que con los días te resulta más difícil resolver esos pasatiempos. ¡Déjalos!, le dice en tono fuerte pero sin alzar la voz. Estirando la mano, volvió a tomar el libro y continuó su lectura en voz baja. Sin embargo, se le pudo escuchar claramente: Libro cuarto. De la vida perfecta.
Ella, como si no le hubiese escuchado, permanece callada. Continúa en la búsqueda del lagarto en el pasatiempo.
Él también sigue con la lectura que lo absorbe en el libro que con alguna dificultad sostiene en su mano izquierda. La portada dice: Aristóteles. La política.
Todavía, sin claridad y sin conocimiento alguno, sobre la extraña vista, los científicos de la UAI trataban de explicarse la maravillosa imagen multicolor que se manifestaba a millones de kilómetros de la Tierra. Apartados de cualquier renuencia hacia el inmenso peligro para el planeta, los más entendidos se mostraban entre estupefactos, asombrados y aterrorizados.
Con sus poderosos telescopios, observaban la extraña y descomunal red de colores extendida en el ancho firmamento entre Neptuno y Saturno. Era una enorme distancia. Ocasionalmente, la red se entretejía con los anillos de Saturno.
Las estrepitosas alarmas se hacían más sonoras sobre la Tierra, mucho más que en días corrientes. El miedo estaba presente en los habitantes del planeta, como un cruel y amargo trago para todos. Miles de millones de partículas multicolores y cientos de estrellas se cernían galopantes y amenazantes cerca del globo terráqueo.
Mientras tanto, en las profundidades del espacio, Ceres, Plutón, Haumea, Makemake y Eris, expulsados del sistema solar por decisión de la UAI, en la ciudad de Praga, libres ya de las ataduras y las responsabilidades de su status anterior, se entretenían con estrellas fugaces y polvo cósmico que lanzaban de un lado a otro del espacio.
La incesante lluvia de la tarde me hace caer en la cuenta de que es abril. Sin paraguas como estoy, entro con rapidez a la casa, porque he oído que la lluvia que cae en estos tiempos es ácida y no quiero mojarme. A lo mejor es cierto y, como no sé en qué consiste eso, de todos modos la evito. Encuentro tiradas sobre el piso varias cartas y una hoja de papel con algunas líneas manuscritas. Levanto la hoja a medio escribir y la pongo sobre el escritorio. Me acomodo en el sillón y observo por la ventana cómo la lluvia azota los techos polvorientos de las casas vecinas a las que miro con inusitada atención, aun cuando me encuentro ensimismado en viejos recuerdos. Me doy cuenta de que el agua que cae no es limpia; -no es como esas que caían hace muchos años -me digo. -A lo mejor resulta ser cierta esa vaina de la tal lluvia ácida.
La lectura de la carta me lleva a olvidarme de la lluvia ácida y ahora me encuentro con que ya he escrito diez o doce líneas más y quiero continuar, no quiero detenerme: lo primero que quiero hacerte saber, hijo, es que tu hermano nos ha comentado, a tu madre y a mí, ese asunto sobre la negación de la visa por parte del gobierno de ese país en el que ahora vives. Sé lo importante que es para ti tal cosa, y aunque no es mucho lo que sé del asunto de las visas, lo que puedo decirte es que, mientras eso no dependa de ti, no tienes por qué preocuparte. Ahora empiezo a sentir un poco de alegría en que tal cosa haya sucedido, ya que esto puede ser una oportunidad para que regreses al pueblo que te vio nacer.
Miro el ancho corredor, con pisos de baldosas en blanco y negro ya un poco gastadas, ese que conduce del patio a la sala, y aún veo los libros y los viejos juguetes regados por el suelo como si acabaras de entrar en la casa de regreso del colegio. Tu maletín de cuero curtido, un poco envejecido ya pero que tanto te acompañó al colegio y la universidad, cuelga todavía del clavo grande que está en el madero grueso que sostiene el techo del corredor.
No sé cuántos años tiene ya ese techo. -¡Ah! ¡Qué maderas éstas que salían de esos viejos árboles que retaban el tiempo y amenazaban con hurgar el cielo límpido de todos los días de este pueblo! -decía tu abuelo, dándole sonoros golpecitos con los nudillos de la mano derecha al madero, que estaba al alcance de la mano si el brazo se estiraba hacia arriba. No importaba la época que fuera del año, el cielo siempre estaba despejado, y los árboles se veían como si alguien los hubiese pintado de verde para siempre.
Decía tu abuelo y lo repetía sin cesar -¡Sí que dan ganas de respirar con este cielo así! Hinchaba luego el pecho como si hubiese aspirado todo el aire del pueblo y tú soltabas entonces las carcajadas de niño que quedaron flotando para siempre en la casa y, aún hoy, después de muchos años, parecen todavía flotar en el ambiente, alegrando nuestras charlas mañaneras y vespertinas. Y aunque las carcajadas están ahí acompañándonos, faltas tú. No es lo mismo.
Tu cuarto sigue igual. Tu madre lo limpia todos los días y a veces, lo desordena intencionalmente para creer que aún sigues ahí. Riendo y gritando como siempre, me digo a veces, pero tus gritos no nos fastidiaron nunca, ni a tu madre ni a mí. Tampoco nos causaron malestar alguno. No eran, ni lo son hoy, como esos ruidos estrepitosos de los potentes picots que iban amarrados con cabuyas en la parte trasera de los lujosos camperos, con placas camufladas o distintas cada vez que pasaban infaltables por las noches de cada viernes y de cada sábado, acompañando las caravanas de caballos de paso fino de esos paisas que llegaron, yo no sé de dónde ni de qué tierras pero que aparecieron un día en el pueblo y, aunque algunos de ellos se iban, otros venían y así nunca nadie podía reconocerlos. Los envolvía algo así como un misterio.
Esos que se iban, y aún los que se quedaban, eran como si la tierra se los tragara en los otros días, pero los viernes y los sábados en la noche aparecían y recorrían sin falta, con las recientes y escasas luces de neón, las estrechas y largas calles llenas de tierra del pueblo en las que tú jugaste y creciste. Ellos aparecían como fantasmas de la nada, ¡pero sí que sabían montar a caballo! ¿Recuerdas? En perfecta alineación, cual ejércitos bien entrenados, llevaban sobre sus cabezas enormes sombreros de paja que les tapaban hasta media cara, y en el cinto largos revólveres que les colgaban hasta las rodillas. Así alborotaban la vida hasta entonces tranquila del pueblo.
Con licencia, decía la policía, pero esto nadie podía ni quería comprobarlo. Con los jinetes en la misma silla, iban también hermosas mujeres, todas modelos llegadas de los más alejados lugares del país, en especial de la capital. Escasas de atavíos, algunas, en ancas, abrazaban por la cintura a los jinetes. Las que iban en la silla lucían anchos escotes que dejaban ver sus grandes tetas, doradas por el sol de las piscinas. Algunas, quizá todas, eran desconocidas para la gente del pueblo, pero muchos creían reconocerlas porque al parecer las habían visto alguna vez en portadas de revistas de política que llegaban al pueblo.
Yo nada puedo asegurar porque casi siempre cuando los carros se acercaban con su ensordecedor ruido, tu madre, la misma que te parió y te desordena el cuarto para hacerse creer que tú estás ahí, nos metía a la casa a empellones. Tú te tirabas entonces a llorar en el suelo frío, pero tu madre era inflexible en esto, desde aquella vez que una de estas mujeres te alzó para llevarte con ella a pasear en el caballo. En esa ocasión, tu madre, cuando se dio cuenta, salió de la casa corriendo detrás de la caravana, gritando como una loca para que te bajaran, hasta que lo consiguió. Dijo que eso bastaba para que tú quedaras para siempre impregnado del estigma satánico de las putas y de la maligna influencia que rodea a esas mujeres. -Contaminan el ambiente -gritaba algunas veces. Tú, para esa época, nada entendías de lo que ella gritaba. ¡Qué carajos ibas a entender si eras tan pequeño! Cuando te bajaron del caballo, tu serena cara lucía una sonrisa de satisfacción que nunca podré olvidar. Yo me pregunté entonces por qué carajos no me alzó a mí.
Tus libros siguen ahí en el estante que construiste con algunos de tus amigos. ¡Qué borrachera esa que se pegaron al terminar!, y luego permanecieron analizándolo toda la noche para contarles uno a uno todos los defectos que le dejaron. Pero ahí está, sigue ahí. Pintado con el mismo color original, y con tus libros y las medallas que ganaste en algunas competencias. A veces tengo ganas de esconderlas porque cada vez que las veo te recuerdo volando, no corriendo, en esa ocasión en la que competiste en los cien metros vallas y dejaste tirados, atrás, a tus rivales. ¡Qué carrera esa!
Ocasionalmente bajo a la finca. Me resisto a ir seguido porque cada vez que lo hago tu recuerdo me asalta en cada paso. ¡Cuántos proyectos se vinieron abajo! ¿Recuerdas que habíamos planeado alguna vez hacer de este pedazo de tierra un pequeño paraíso? Pensábamos sembrar muchos árboles y traer animales de todas las especies para que hicieran toda la bulla del mundo y apagaran los ruidos infernales de las cuatro por cuatro que cruzan la carretera.
El arroyo que atraviesa la finca sigue moribundo y triste como tu madre y como yo. Permanece casi siempre seco porque los terratenientes de más arriba lo taponaron para quedarse con toda el agua, pero la poca que pasa es aún suficiente para nosotros y para los animales, y para que refresque el ambiente. Yo me cansé de joder ante la alcaldía porque ese hijueputa del alcalde se la pasa tomando whisky todos los días con los políticos del pueblo, pensando en la próxima reelección del presidente, que ya va para la cuarta vez.
Miro la sala y te veo departiendo con tus amigos y oyendo esa música de Rolando Laserie y Nelson Pinedo que aprendiste a escuchar desde cuando eras niño. No me importaba que de pronto partieran los vasos y derramaran el trago en el piso. A mí me importaban más tu risa y los chistes aquellos que recordaban del profesor aquel que se creía el mejor del mundo, y hasta les oí decir en una ocasión que él se creía mejor que un tal Albert Einstein, un sabio que había vivido por allá en Europa y había descubierto no sé que vainas sobre la relatividad y el espacio. No imaginas lo mucho que yo gozaba con esos chistes que poco entendía, pero reía.
¡Cómo nos haces falta, hijo! Creo que más a nosotros que al propio país al que le estás sirviendo y que te niega la visa. He sabido que la contaminación allá es elevada porque el gobierno se niega a reconocer que exista tal problema y no ha firmado compromisos en tal sentido para remediar la situación. Recuerda que a ti te hace daño el humo de los carros y un ambiente muy contaminado, desde aquella vez en que te ordenaron una cirugía en las vías respiratorias por una infección como consecuencia de la contaminación en la ciudad en la que estudiaste y por el vicio del cigarrillo. Eso fue cuando ese amigo tuyo con el que trabajaste te prendió el vicio de fumar y tú sabías que él consumía entre tres y cuatro paquetes al día; decía él que por la ansiedad de sus menesteres diarios, pero todos sabíamos que también era por la preocupación que lo embargaba por lo que venía sucediendo con su mujer, una hermosa extranjera que permanecía aburrida por las ausencias múltiples de él a otras partes del mundo.
Sé que con tu regreso la casa renacerá y nuevamente tendrá el color radiante de cuando eras niño. Los pasillos se alegrarán de nuevo y el jardín florecerá, como siempre lo hacía cada año. Todos tus amigos vendrán otra vez a visitarte, y de nuevo la casa se llenará de gente que te conoce y te quiere. Sé que todo cambiará. Pero no no creo que esto sea posible: la casa tendrá, tiene que tener, el mismo destino de todas las casas del mundo, cuando los abuelos y los padres ya no están. Ellas también, como los hombres, mueren
Palpo por enésima vez y con mis largos dedos el papel en el que se encuentra escrita la orden médica. La media hoja blanca de la cita está sobre una hilera de libros. Recuerdo bien que en el papel resaltaba con mucha claridad el logo de la entidad de salud que la identifica, en la parte superior derecha, y la firma del último médico que me examinó, más abajo pero en la parte izquierda.
La hilera de libros sobre la cual reposa el papel está con cierto orden en el anaquel más ancho del estante de madera, en la parte derecha de la entrada al saloncito que sirve de biblioteca, pero no hay señal alguna que indique cuál de ellos ha sido leído recientemente. Toco el canto de la madera del estante y, al palpar su redondez, me viene a la memoria la esbeltez de su figura, hermoso cuerpo que transito paso a paso sin afán. Cada fibra de mi cuerpo se estremece al roce de mis manos con su piel.
El salón carece de iluminación pero ésta no hace falta porque la claridad mañanera penetra por la ventana que está al lado opuesto de la entrada. Siento su manto tibio sobre mis manos y mis brazos. Todo aquí está dispuesto de tal manera que pueda desplazarme dentro del estrecho saloncito sin que nada me estorbe al ir de un lado a otro, y además para que con facilidad pueda yo identificar y alcanzar cualquier cosa deseada con sólo pasar la punta de los dedos. Mis manos, llenas de polvo y un poco temblorosas, todavía se mueven ágiles, aunque no hay mucho aquí en lo que se pueda destacar mi destreza
Sólo ella sabe bien con cuánta destreza y cuánta habilidad uso mis manos y mis dedos. Ella calla, y su silencio es un canto que me llena; sabe guardar ese nuestro secreto. Desplazo lenta y delicadamente mi mano derecha por todo su cuerpo, desde sus labios entreabiertos que gotean amor en su descubierto y delicado cuello Cuento una a una las piedras de su collar, mientras mi mano izquierda se desliza por sus caderas. El tiempo inexorable no ha dejado surcos en su piel y no sé cuánto la ha acariciado el sol, pero eso no me importa; siento penetrar en mi ser toda la fragancia que emana de ella: olor a canela y sándalo, olor a jazmín y naranjo que azuza mis sentidos
Los libros, a fuerza de palparlos a diario, pasando el canto de la mano derecha sobre el lomo, muestran ya una franja negra de suciedad. No lo supongo. Alguien alguna vez me lo dijo pero están en perfecta alineación. Parece que los hubiese ordenado con una regla, de modo que al palparlos de izquierda a derecha, de los más altos a los más pequeños, resalta una ligera inclinación. Debe ser una inclinación muy estética y, por lo mismo, bella, porque siempre me recuerda su vientre su vientre Desciendo desde la suave colina de sus pechos hasta esta llanura que alberga dispuesto ese jardín de dulzura
Corre, amado mío, corre como un venado, sobre los montes llenos de aromas. Tu ombligo es un ánfora donde no faltan vinos aromáticos. Tu vientre, un haz de trigo rodeado de azucenas ¡Mira, eres hermosa, oh, compañera mía! ¡Mira! Eres hermosa tu cabellera, tus hombros .
Con la orden de la consulta en mi mano derecha, en la que se delatan tres dedos manchados con una gruesa capa de nicotina, recuerdo con rabia las 756 llamadas telefónicas que he hecho al número que en ese entonces me dieron y que ya, después de marcarlo muchas veces durante los últimos catorce meses, lo recuerdo muy bien: Seis, dos, dos, uno, nueve, dos, dos, digo dígito por dígito en voz alta. Recuerdo tanto ese ritmo como la ternura de su vientre
–Dónde estás, Ángel Facal, recrea mi memoria, quiero escuchar de nuevo tu hermoso canto: "…y tu vientre es una ofrenda/ de los más dulces venenos,/ donde florece la felpa/ en un triángulo perfecto".
Con un mal disimulado disgusto vuelvo a repetir el número 6221922, y recuerdo que nunca, en las 756 llamadas, he logrado que al otro lado me atiendan, que alguien me responda. Ahora nada puedo hacer, puesto que la orden venció hace mucho tiempo, y yo, que tantos libros en mi vida he leído, tampoco, por desgracia, puedo ya leerla, aunque, para ser sincero, no recuerdo para qué carajo era que yo llamaba ¡Lo he olvidado !
A ella, sin embargo, no puedo ni por un instante quitarla de mi memoria Memoria que me acompaña para tenerla siempre conmigo, y gozar en mi soledad la vastedad de deleites con que surte, arropa y calma mi fortaleza fálica.
Envuelto en una visible amargura, agarro la orden y la estrujo con alguna fuerza entre mis manos, hasta lograr una pequeña bola de papel Luego, como si quisiera dar muestras de haberlo hecho muchas veces, con el pie derecho palpo suavemente la papelera de madera caoba que había comprado en uno de esos depósitos de San Alejo. Está situada a un lado de la mesa y me ubico a tres pasos frente a ella. Estoy muy seguro de estar al puro frente y de saber con exactitud el lugar en que estoy, ya que, con gran decisión y firmeza, arrojo la bola en la dirección de la papelera pero no acierto: he fallado otra vez. Con ella, sin embargo, nunca yerro; me deleito una y otra vez en su dulce y excitante capullo con cadenciosos movimientos, mientras mis manos sudorosas se aferran a la única celda de las alocadas diástole y sístole.
El olor a bálsamo se extiende con lentitud por la habitación, pero el efluvio del prolongado encierro persiste con intensidad. Las paredes muestran un color cobrizo, y de una de ellas cuelga un cuadro, tal vez de la Virgen María. Una gruesa capa de polvo pegajoso cubre todo el vidrio. La mirada triste de la imagen se abre paso por entre el polvo que la cubre pero se estrella contra la oscuridad del cuarto. Por los pocos muebles que hay en la habitación, todos color caoba, se pudiera decir que la misma no va más allá de los veinticuatro metros cuadrados de área, quizá menos. Total, ella no necesita más. -Para morirse en vida, uno no necesita mucho-, repite a toda hora.
Cercana a los treinta y cinco años, se dirige con pasos como de quien acaba de levantarse, a arreglar con sus manos las cortinas descoloridas que cubren la única ventana de la habitación. Por un instante, permanece entre pensativa y vacilante acerca de si las abre o no. Decide, por fin, no abrirlas, pero las corre un poco y las deja entreabiertas. Se ocupa luego en arreglar la cama. Mira ambos quehaceres y se muestra algo satisfecha con lo realizado, aunque el desorden de la ropa tirada en el suelo parece disgustarle. Lentamente va directo al baño, mientras con la mano izquierda, en la que luce una pulsera de fantasía, se alisa la desordenada cabellera. Se detiene frente al espejo ovalado, justo a la entrada del baño, y embebida mira su cara y escudriña con profunda atención cada rasgo. Aunque parece no ocuparse de algo en particular, presta mayor atención a un par de arrugas que cuelgan a lado y lado de su boca. Sus labios, ligeramente carnosos, se muestran pálidos y resecos, como su cara. Ella sonríe con tristeza.
Piensa que, dentro de poco, del olor a bálsamo nada quedará. -Como las otras veces, poco a poco se extinguirá-; -como se va extinguiendo mi vida-, agrega en voz baja. -Siempre será así. Se quita la bata lila de dormir y la deja caer sobre la única silla que hay; con su lánguida mirada, recorre de arriba abajo cada centímetro de su cuerpo, y la detiene sobre sus pechos. Nota que ya no tienen la firmeza de otros años, tal como lucían cuando elata se paseaba en aquellos lejanos sábados por las calles atiborradas de hombres que, ansiosos, buscaban en cada mujer que pasara algo de esquiva y lujuriosa pasión. ¡Cómo le gustaba que la miraran y la desearan así! Las largas y delgadas estrías que surcan sus gruesos músculos le producen también una sensación de desagrado; nota que, amenazantes y en marcha filisteica, cercan – ¡oh, designio inexorable!-, dice con voz apagada, la fortaleza sólida de sus angulosas caderas; las mismas, piensa ella, en las que más de uno se humilló o sucumbió. Un rictus de amargura o tal vez una sensación de desagrado escapa de su boca, todavía reseca por el vino consumido la noche anterior. La ducha que ella toma no parece que haya humedecido por completo toda su reseca piel, pero se siente mejor.
Son las 11 y 30 de la mañana y la atmósfera reinante en el estrecho cuarto tiene la sofocante pesadez del olor a sexo y licor. El viejo abanico sin marca legible vibra con ruido ensordecedor y parece no rendirse ante el calor del mediodía. El único rayo de sol, tan delgado como un alfiler, que penetra por el pequeño espacio que deja la cortina entreabierta, apenas logra iluminar uno de los rincones de la habitación, pero en el resto de la misma reina una oscuridad rayana con la obscenidad. Cubierto de hedor a sudor penetrante, un vaho pesado flota en el ambiente. El aire encerrado se muestra leudo y reseco al tiempo, pero ahora ella está bastante lozana después de la ducha.
Despreocupada, mira la luz delirante del delgado rayo de sol que se estrella contra el rincón, y se dirige por completo desnuda hacia la ventana, decidida a correr de una vez por todas las cortinas, pero no alcanza a llegar. Un ligero sueño la invade; se sienta sobre el borde de la cama y se deja caer con cierta pesadez. El cansancio la acosa y sigue soñolienta, pero no le faltan fuerzas para deslizar sus manos sobre sus silenciosos y entreabiertos muslos con olor añejo. Su cadera se contorsiona. Sin resistir, se deja invadir por el sueño. El diminuto rayo de sol se ha movido hacia la derecha y ahora está a doce centímetros exactos del lado izquierdo de su cara; pasa sobre la parte baja de su cuerpo y apunta directo a una de las puertas del clóset, pero no apacigua la penumbra reinante. Rodeada de cánticos e himnos ceremoniosos y solemnes, sube al rayo de luz y escapa por entre la rendija de la ventana, montada en la línea del sol. Ella alarga la vista y en un socavón de recuerdos nada en una extensa pradera cubierta de tulipanes y hortensias que la rodean en el corimbo de su juventud. Es libre.
Está rodeada de hombres que celebran sus festejos eróticos y su desenvuelto andar. Está al puro frente de ellos. Son caras conocidas: es su tribu. La misma tribu que la vio nacer, la misma en la que logró su belleza, la misma que la hizo princesa, cuando su padre, el viejo cacique Knouwe murió de una extraña manera en una mañana lluviosa, en su choza cerca del mar, en el preciso instante en que el brujo de la tribu le predijo que el final de su reinado estaba cerca; que una tribu desconocida de hombres bien armados saldría de las profundidades del mar en tres botes gigantescos, más altos -dijo el brujo- que las montañas que hasta ahora nos rodean; que exterminarían a toda la tribu, se apoderarían de la riqueza y sembrarían la simiente de una nueva raza, extraña a ellos; esto -añadió el hechicero- sucederá a finales de la era oscura y al comienzo de otra en la que renacerá la sabiduría y para cuando las palabras empiecen a tomar forma y puedan ser guardadas en blancos lienzos extendidos; pero, después, vendrán otros que se apoderarán de ellas y aprenderán a dominarlas, y podrán así dominar a otros por su medio, a través del recuerdo de sus antepasados y de sus hazañas.
Heredera del poder absoluto, ahora danza ante su gente para avivar el recuerdo del padre, infundir valor a sus guerreros y multiplicar su gente. Sin cansancio, ha danzado todo el día, desde el amanecer, mucho antes que saliera el sol. También ha danzado en el atardecer; con las primeras sombras de la noche. El sol casi se apaga, pero su coreografía continúa. Se conjuga con ellas; se hacen una sola cosa. Imponente, mira a su tribu desde lo más alto del amplio atrio que circunda el templo de madera. Se encuentra rodeada de muchas antorchas encendidas y de miles de indígenas postrados ante ella. Sin dejar de mirarlos, sigue con su danza de contorsiones voluptuosas. Alarga la vista y choca con velos lujuriosos que la envuelven y la transportan por surcos teñidos que se entrecruzan una y otra vez en medio de las olas de un mar rugiente que a esta hora se torna de azul intenso.
Quiere apaciguar al mar. Su ansia de libertad es total y parece extenderse por el vasto mundo. Es vigorosa y fuerte, aunque el temor que la invade la deja ver incierta. Es imposible aplacar al mar. No se perturba pero la ansiedad aumenta. Un grupo numeroso de hombres jóvenes y castos la rodea. Algunas manos alcanzan a rozarla. Los desdeña: alucina y entra en un mundo lleno de colores y sonidos que la envuelven y parecen protegerla; algunas cardeñas guindan de su cuello, y una se desprende y rueda cuesta abajo. Una luz intensa se desprende de la cardeña y se enfoca directamente hacia su cara, pero eso no la mortifica. La cardeña resplandece como un sol, pero nadie osa levantarla. La catarsis purificadora parece cumplirse y la tribu entra en un estado de paroxismo total. Están preparados para la guerra contra los extraños invasores. La profética predicción del brujo da señales de querer cumplirse: el mar se encrespa aún más y un viento fuerte parece anunciar la llegada de los extraños irruptores.
De repente, ella detiene su danza. Los tambores callan, la multitud deja de gritar y hasta el mar que los circunda aplaca su agitada marea. La masa guerrera está atenta y el silencio se hace profundo. -Son tres naves cargadas de guerreros surgidas de las profundidades del mar, pero nosotros somos muchos, muchos más; sólo tendremos que esperar que pisen tierra para aniquilarlos uno a uno. No podemos dejar vivo a uno solo; hemos de exterminarlos a todos-, agrega. -Si se deja que uno solo viva, se multiplicará, y sus descendientes hablarán luego de libertad, pero todos seremos sus esclavos; prometerán seguridad, pero estaremos más indefensos; arrasarán nuestras tierras y nuestras riquezas; acabarán con nuestros árboles y con nuestras montañas; sacudirán las entrañas de la Tierra para secar nuestras fuentes de agua y negarán a nuestros dioses para imponer los suyos; hablarán de amor, pero sembrarán odio; dirán: venimos a instruirlos, pero llenarán de oscuridad nuestras mentes; se atreverán a decir que son nuestros hermanos pero se comportarán como nuestros peores enemigos Súbitamente, la cardeña deja de alumbrar y las antorchas se apagan y al instante ella enmudece. El viento arrecia y, cual arcano designio, emite un fuerte sonido que se repite incesante.
El sonido es ahora chillón y áspero, mortificante. Ella despierta sobresaltada. Advierte que el rayo de sol está justo a su derecha, que ha pasado sin percibirlo por encima de su cara. El calor lo delata. El timbre de la habitación suena, anunciando la presencia de alguien. Presurosa, se levanta, se pone de nuevo la bata transparente y va directo hacia la puerta de entrada. Un par de jóvenes que ha estado fisgoneando por entre la rendija que dejan las semiabiertas cortinas se aparta con paso presuroso y se aleja de la ventana.
-Son las 11 y 33 minutos, hora de cerrar las cortinas y de abrir la puerta para atender al primer guerrero Knouwe que llega -dice ella, y sonríe.
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Leonardo Gutiérrez Berdejo nació en 1943 en Barranquilla, aunque se siente ligado entrañablemente a Sabanagrande (Atl), un bello municipio a orillas del Magdalena y al que visita con frecuencia. En 1975 terminó sus estudios de Economía en la Universidad Central, en Bogotá. Posteriormente adelantó estudió posgraduales en la Universidad Externado de Colombia y en la Universidad Autónoma de Colombia, universidad ésta a la que estuvo vinculado por más de 20 años como docente y como Decano de la Facultad de Ciencias Económicas, Administrativas y Contables. También ha estado vinculado por más de 15 años a la Universidad Central, en donde labora actualmente como docente de tiempo completo. Ha escrito varios artículos y ensayos de economía, un libro sobre Economía Internacional y éste es su primer trabajo literario.
Autor:
Leonardo Gutiérrez Berdejo
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |