La historia relatada a continuación
Tiene como único fin, entretener.
"Creamos situaciones y después
Renunciamos a nuestro poder
Culpando a otros de
Nuestras frustraciones.
No hay persona, lugar ni cosa
Que tenga ningún poder
Sobre nosotros.
En nuestra mente, sólo pensamos
Nosotros."
Preliminar
Esa fue mi conclusión, después de haber visto como mi vida se desmoronaba, a pesar de que yo nunca quise dicha vida, pues la consideraba desdichada.
Lo había perdido todo, la muerte se me avecinaba.
La vida que describí como desdichada, fue aquella que tuve miedo de dejar cuando el momento se impuso.
Alguien que debía de ser mi protector me hizo entender que mi vida era miserable porque yo nunca la imaginé distinta. Sin embargo cuando eso ocurrió ya era muy tarde.
Las segundas oportunidades pocas veces aparecen. No siempre tenemos el privilegio de remediar aquel error que hemos cometido. Por lo que cuando me dieron una, sabía que no la iba a desaprovechar.
Inusual
Desperté temprano como cualquier otro día. En realidad me había desvelado, aún llevaba puesta mí pijama; un pantalón corto, ajustado y negro y una franela blanca.
Me encontraba encerrada en el único lugar en el que me sentía segura. Entre las paredes de mi habitación; era amplia, pero no en exageración.
Las paredes estaban pintadas de color beige. Había insistido en pintarlas de blanco, Celeste, mi madre no me lo concedió. En cambio los marcos de estas eran de color marrón, y las opacas cortinas de un color parecido para que no contrastaran. Era, aparte de un reloj y un calendario, lo único que había colgado. Por si en dado momento enloquecía estar consciente al menos de la hora y la fecha. No ponía fotos ni ningún tipo de decoración. Me bastaba con los recuerdos emanados por las personas que me rodean, además no es como si ostentara de mucho gusto.
Volví a tumbarme de espalda sobre la cama. Conocía el cuarto perfectamente, podía describirlo incluso con los ojos cerrados.
El piso estaba cubierto por una gruesa alfombra blanca. Había tres puertas; la del lado este, estaba más cerca de mi cama y era del closet; la del lado oeste abría el baño, al igual que mi habitación carecía de color y decoración; la del frente era la puerta de salida. Esta dirigía hacia un pasillo donde se encontraban las respectivas entradas hacia el aposento de Celeste y la pequeña alcoba antes denominada como su área de trabajo.
No me placía salir de mi habitación, pues a diferencia de la mía las demás se encontraban pintadas de vivos colores y con muchos cuadros colgados. Luché para que Celeste quitara toda esa estúpida decoración y perdí la batalla. Como premio de consolación conseguí que quitara tres de las tantas fotos que había dispersas por todo el domicilio. Me enojé; ella no respetaba mis opiniones.
Al lado de mi cama se ubicaba una pequeña mesa de madera donde colocaba mis productos cosméticos. Mi estado de ánimo se reflejaba hasta en la mueblería de mi alcoba. Dicha mesa, un escritorio sobre el cual se hallaba mí ordenador y una lámpara de noche, una silla y un pequeño estante donde ubicaba mis pocos libros y una radio; eran todos los objetos de allí.
No me gustaba leer. Por lo regular en las historias se habla de familias perfectas. No tener una y saber que otros sí, sólo me deprimía.
Le daba un toque sombrío a todo, aunque mi color favorito era el rojo nunca lo usaba para vestir.
Encima del escritorio se hallaba un espejo de mano. Lo tomé. Tenía el rostro pálido y los ojos enrojecidos, hinchados y con ojeras de tanto llorar. Fui al baño para lavarme la cara. No me agradaba verme tan afligida físicamente. Me aproximé al lavado y giré la llave. Mojé ligeramente mis dedos y los presioné sobre mis ojos durante un largo rato. Eso siempre ayudaba. Ya había pasado antes. Lloriqueaba de tal forma cuando me detenía a reflexionar en lo desgraciada que era mi vida.
Tuve una familia perfecta, pero mi padre murió ulteriormente, mi madre se dedicó a únicamente a su trabajo y yo sentí que todo en la vida me cedía a la deserción.
Bostecé. 15 de junio, día de cumpleaños de mi abuela, Mirian.
Mi madre y yo visitaríamos su casa para celebrarlo.
-Tú no me quieres -comentó Celeste intentando ser graciosa.
Evoqué a mí padre. Roger siempre lo decía con el fin de que yo le diera un abrazo al llegar del trabajo. De mis ojos brotaron lágrimas de anhelo y me enojé con Celeste por haber citado aquella frase.
-¡No! No te quiero y tú tampoco me quieres a mí -expresé con severidad.
Celeste bajó la cabeza. Ella entristecía cada vez que le hablaba con odio. No me importó pues en ese instante la aborrecí.
Celeste también sufrió a causa de la pérdida de Roger. Sin embargo ella trabajaba tanto que yo nunca tuve la ocasión de ver cómo lidiaba contra el dolor. He llegado a pensar que trabaja para poder eludir sus sentimientos y a mí. Compartíamos esa cualidad. Mientras ella ahogaba sus sentimientos en el trabajo; yo lo hacía llenando de rencor todo mi ser.
A veces pienso que todo el mundo sería más feliz conmigo fuera de cuadro, yo misma sería más feliz si no existiera.
Observé a mí madre con rostro expectante. Ella se irguió. Nuestras miradas cruzaron. Celeste se percató de la rabia contenida en mi faz.
-Mañana es el cumpleaños de Mirian, creí que te gustaría ir conmigo. -Presté suma atención a sus palabras. Celeste mascullaba despacio como si temiera enfurecerme más. Ella sabía que tenía razón respecto a lo que demandaba por lo que me hacía propuestas como esta, centenares de veces, con el fin de recompensarme. Nunca llegaba a cumplirlas. ¡Por supuesto que me iba a encolerizar!
Estuve a punto de emitir un desagradable comentario cuando noté en sus ojos, la esperanza que guardaba porque yo cambiara de actitud. Entonces me tranquilicé y le declaré con voz tétrica:
-He decidido no ir.
-Vamos a ir ambas -Celeste usó un tono autoritario.
-No me acompañarás.
-Te digo que voy a ir -repuso infantilmente; como si ella fuera la niña y yo la adulta.
-¡No lo vas a hacer! Te van a llamar y no vas a poder ir -enfurecí sólo de pensar en la veracidad de mis palabras.
Mi madre era agente de bienes raíces. La llamaban continuamente; en su trabajo los empleados cobran en base a comisiones. Celeste siempre tiene que acudir, sin importar lo que esté haciendo, o por lo menos a ella no le importa.
-Te lo prometo -prometes en vano, refuté en mi fuero interno.
Me fijé en su rostro decepcionado. Ella también rememoró todas las ocasiones en las que me había plantado. Quizá esta vez sea diferente, quizá esta vez cumpla su promesa. Me dejé llevar y asentí levemente con la cabeza. En cuanto acepté Celeste sonrió satisfecha.
Aunque anteriormente creí en la promesa de mi madre, presagiaba que no la cumpliría. Regresé a la habitación y me senté sobre la cama a pensar en Roger. Todo lo que estaba relacionado con él me hacía llorar. Odiaba esa sensación de fragilidad sin embargo era masoquista.
(Recordé un día en específico.
Era de mañana. Yo tenía 10 años en esa época, siempre me levantaba temprano para despedir a mí padre cuando este iba a trabajar. Todos coincidían en que era demasiado madura para mí edad. Roger pensaba lo opuesto. Yo era su pequeña.
Ese día antes de ir a trabajar Roger me entregó una flor; un tulipán. Él supuso que me gustaría.
-Esta flor vivirá tanto como nuestro amor.
-No te creo -yo era muy escéptica respecto a la magia.
-De veras. Si me quieres por siempre esta flor nunca morirá.
Las palabras de Roger me cautivaron e inmediatamente le creí sin buscar motivo alguno.
Por la tarde, Celeste anunció entre sollozos la muerte de Roger. Se reservó todos los detalles y desde entonces jamás hemos vuelto a platicar del asunto. No nos entusiasma sacar a relucir el tema.
Después de haber escuchado la devastadora noticia subí a mí habitación. Cerré la puerta y lo primero que vi fue aquella flor dada por mi padre en la mañana.
Lloré desconsoladamente.
Guardé la flor en mi diario para no volver a verla y no pensar en mi padre. Detestaba la sensación nostálgica que me generaba. He intentado convencerme de que nunca lo amé, de esa forma no tendría que sufrir por él.
Apenas llegaba del trabajo se ponía a jugar conmigo. Cuando tenía problemas me hacía reír sin importar lo molesta o triste que pudiera estar. Escuchaba mis problemas y me ayudaba a resolverlos. Era mí confidente. No era un mal padre, si necesitaba ser estricto lo era pero si había que ser cariñoso, se esmeraba en ello. Al recordar aquellos días en los que era tan feliz y alegre, todo lo contrario de lo que vivo actualmente, no puedo más y estallo en llanto(.
Sentí una punzada en el pecho. El dolor acostumbrado. Sucedía cuando pensaba en Roger, algo muy frecuente, sin embargo aún no me había adaptado.
A veces despertaba pensando que Roger todavía…
Empecé a ponerme melancólica. Todas esas aflicciones que repugnaba me invadieron.
Tuve el deliberado deseo de tomar mi diario para poder ver la flor. La promesa de Celeste mejoró mi estado de ánimo. Existía una pequeña parte en mí que creía fielmente en ella. Respiré hondo y tomé el diario. Tenía polvo en la portada. Lo removí. Era viejo no obstante se encontraba en excelentes condiciones. Aspiré otra bocanada de aire. Estaba a punto de abrirlo… y no pude, las portadas del diario parecieron más fuertes que mis propios brazos. Empecé a hipar como una chiquilla.
Recosté la cabeza sobre mis rodillas hasta tranquilizarme. Luego me levanté de la cama, fui al baño para asearme y cambiarme de ropa. Quería bajar pronto por tanto me puse lo primero que encontré; una blusa escotada y de mangas cortas color negro, unos jeans hasta la rodilla y unos zapatitos de bailarina negros también. Mi guardarropa, al igual que todo con lo que estaba relacionado carecía de color.
Al observar mi imagen en el espejo advertí que mis ojos ya estaban normales a diferencia de mi oscura cabellera. Tomé un cepillo para desenredarla. Una vez mi cabello quedó más o menos pasable, bajé rápidamente las escaleras.
Celeste estaba sentada sobre el sofá de la sala bebiendo una taza de café; acción muy regular por las mañanas.
En el primer piso se encontraban la cocina, la sala y el comedor; insistí que tuviera únicamente dos sillas admitiendo que jamás traería a alguien a esta casa. Fue la única decisión mía que Celeste adoptó referente a la decoración.
El gran sofá blanco de la sala formaba parte del juego que allí había. Frente a este se encontraba una mesita de centro con un jarrón de flores encima.
Despisté la vista de los cuadros de las paredes para no molestarme. Me enfoqué en lo que de verdad tenía importancia ¡Mi madre estaba en casa! Me entusiasmé. La parte que pensaba que Celeste cumpliría lo prometido crecía cada vez más.
La sala no me pareció tan insoportable aunque el color chillón de las paredes todavía me enloquecía.
Me senté en el comedor de la sala. Celeste se colocó a mí lado.
Comí inquieta mí cereal, sentía como sus ojos se clavaban en mi cara. Me estaba mirando con expresión ausente como si hallara algo que la hiciera feliz.
Terminé de desayunar y fui a la cocina para lavar el plato. No lo creía, estaba contando los minutos que mi madre llevaba en casa desde que bajé las escaleras. Habían transcurrido 15 minutos y ni una sola llamada. Cada segundo que pasaba me convencía de que Celeste iba a cumplir su promesa. El pesimismo disminuyó. Estaba esperanzada.
"Ring, Ring, Ring…" -sonó el celular de mi madre- La tensión acaeció. Ella me miró y yo descifré sus designios.
-No seas tan negativa. Quizá es una llamada equivocada. -Discerní de inmediato que la única equivocada aquí fui yo, al pensar lo contrario de lo inevitable. Celeste descolgó el teléfono y salió de la cocina.
Toda esa previa ilusión y emoción desapareció.
No podía escucharla desde donde me situaba, de modo que me apresuré a lavar el plato y secarme las manos. Mi ansiedad aumentaba pese a saber el origen de la llamada. Celeste ya no estaba en la sala, pero su carro seguía parqueado.
-Tal vez alguien marcó mal -murmuré-. ¡No!
Intenté sacar esas patrañas de mi mente.
Celeste bajó las escaleras. Ya no vestía la blusa color jade, en su lugar, tenía una camisa blanca. Definitivamente era del trabajo. Allí se aplicaban normas de vestimenta.
-Lo siento. Era de la compañía. -No significó sorpresa para mí sin embargo pude percibir como si mi mundo se viniera abajo, sobre mi espalda.
-¿No le puedes cancelar? -insté desesperada por convencerla de quedarse.
-Cariño, hay cuentas que pagar. Si no trabajo no puedo asegurarte una buena vida. -Ella me tomó de las manos y yo las arrebaté.
No ostentábamos una vida de lujo, pero vivíamos bien. Además yo no le estaba pidiendo que dejara su trabajo, no le pedía que renunciara, sólo quería que pasara tiempo conmigo. No obstante era esa su excusa de siempre. La aborrecí por eso también.
Mi padre era abogado, trabajaba mucho; cuando Celeste le pedía que se quedara, Roger lo hacía porque para él no había otra cosa más prioritaria que cerciorarse de que Celeste estuviera feliz. Ella por el contrario nunca me lo concede.
-Te odio -susurré mientras salía del domicilio.
-¡Mariel! -exclamó desde la puerta.
Furiosa como me encontraba, no podía llegar a casa de Mirian, así que acudí a casa de Diana. Ella siempre había sido amable conmigo, incluso cuando ya la había rechazado varias veces. Suelo relacionarme mejor con extraños que no conocen mis problemas.
Juzgaba a las personas con sólo mirarlas y me valía por ello. Algo incorrecto aunque lo más cercano a una interacción personal que me atrevía a efectuar. No me gustaba dialogar ni conocer gente; prefería la soledad.
-¿Mariel qué te pasa? -Preguntó al verme en la puerta de su hogar con expresión abatida. Diana tenía 25 años, vivía con su prometido, era de baja estatura, tenía la tez ligeramente bronceada, una hermosa y oscurecida cabellera marrón, larga y lacia, sus ojos eran del mismo color que su pelo y gozaba de una esbelta figura.
La casa de Diana era otro de los pocos lugares en los que me sentía cómoda a pesar de su decoración pues esta no me producía ningún lastimoso recuerdo.
-Nada -respondí a su pregunta mientras me sentaba en una de las sillas del comedor. Era muy introvertida. Por suerte Diana me conocía lo suficiente como para tenerlo en cuenta.
-¿Es Celeste? -Diana intercedía por mí ante ella.
-Es que siempre me deja plantada -rezongué al tiempo que enjugaba las lágrimas. Había pasado por esto varias veces, siempre la misma escena. La dista esta vez fue que yo pensé que iba a ser diferente.
Diana permaneció a mí lado consolándome. Ella nunca había perdido a un miembro de su familia cercana ni discutido tantas veces con alguno.
Su familia (su padre, madre, hermana y dos sobrinos) es muy cariñosa y tranquila. Diana los visita cada vez que puede. Tuve la oportunidad de ir con ella, el peor viaje de mi vida, celé su magnífica familia y posteriormente me apenó el hecho de que yo no tenía, ni tendría una familia como esa. Era obvio que Diana carecía de experiencia ante este tipo de situaciones y aun así se afanaba por comprenderme. Me levanté bruscamente de la silla al recordar aquello.
-Siempre -aceptó con una sonrisa.
Me frustré. ¿Cómo una persona podía ser tan amable con alguien que ni siquiera es parte de su familia? Sentí un poco de envidia, ¿por qué no puedo ser así yo también? Tenía que aceptarlo y vivir con ello; yo era y siempre sería una amargada.
Salí de su vivienda y caminé pensando en mi desdichada vida hasta llegar a una librería.
-¡Hola! ¿Te puedo ayudar en algo? -preguntó una mujer con aspecto jovial desde el escritorio. Su cabello era rubio y largo, el cual se encontraba envuelto en una coleta. Sus ojos azules y su aspecto refinado me hicieron sentir inferior. Desvié la mirada.
No lo creía en verdad, simplemente no me consideraba superior a nadie. Otra razón por la que no vinculaba con otras personas. Temía las críticas que pudieran formular los demás al conocerme.
-Sí. Reservé un libro ayer -encontré un libro de poesía de Shakespeare; atisbé que podría gustarle a Mirian. No lo compré. Resolví que no celebraría su cumpleaños, no obstante Celeste insistió en que lo hiciera después de haberme prometido que iba a acompañarme. Dudé todo esto por un minuto; si ella había faltado a su compromiso ¿Por qué debía yo seguir sus órdenes?
-Tu nombre, por favor.
-Mariel Sónover -respondí desorientada.
Pasaron varios minutos. Tocaba rítmica e impacientemente el piso con la suela de mi zapato, cuestionándome cuánto tiempo tardará en localizar una reservación que se hizo ayer. Tal vez sea una señal…
-Disculpa la demora, soy nueva. –La mujer me dedicó una sonrisa y yo le fruncí el ceño por su mal servicio y por haber interrumpido el hilo de mis pensamientos.
Aparte del libro, compré una tarjeta de cumpleaños en la que a duras penas escribí.
"De Mariel, para Mirian."
Me temblaba la mano. Rellené los datos –dirección, nombre, destinatario-, aunque nunca lo consideré de tal modo, las personas que apreciaban mi caligrafía la describían como bonita. Sin embargo este temblor en mi mano, sucede siempre que me altero, no la ayudaba en nada.
Esa podría ser otra señal, cavilé. Consideré la idea de enviar el regalo por correo y cancelar el itinerario. Eso no contentaría a Mirian pero, ¿importaba? ¿No era más miserable yo? Decidí que volver a casa tan pronto y estar sola sería peor.
Tomé el libro, le coloqué encima la tarjeta de cumpleaños y abandoné la tienda.
Pasé todo el trayecto refunfuñando y pateando cualquier objeto que se me cruzara. Una brisa procedente del este entorpeció mi vista y con ello mi caminar al hacer que mis cabellos irrumpieran desorganizadamente por mi cara.
Cuando al fin llegué a casa de Mirian pasó lo ineludible. La causa por la cual no quería celebrar su cumpleaños; ni vivir aquí u otro sitio donde ella viviera. Como siempre mi opinión no interesaba. Bellacos recuerdos comparecieron en mi mente. Parecía como si el lugar estuviese igual que hace seis años atrás, era poco lo que había cambiado y me producía una gran congoja.
Las lágrimas descendían a montones por mi mejilla. Me ubiqué de espalda a la puerta para dar un respiro y apaciguarme, removí torpemente aquellas lágrimas. ¿Alguna vez superaría esto y dejaría de llorar? Demandé al tanto de la respuesta.
Eché un vistazo al libro por simple curiosidad y me di cuenta de la ausencia de algo. La tarjeta ya no estaba en su sitio. La busqué desesperada por todas partes, mas no la encontré.
No era tan importante, creo que solamente buscaba una excusa para huir. Entonces, en un intervalo indefinido de tiempo, menos de un minuto, un escalofrío recorrió mi cuerpo y me paralizó.
Pestañeé desconcertada. Un torrente de emociones circuló en mi interior. Quedé en shock. Acaricié mi cabello mientras masajeaba mí cráneo en señal de frustración. Devolví la mirada al libro y noté que la tarjeta se encontraba allí. ¿Cómo? Juraba que anteriormente no había nada.
Me aterré; aquel tenue temblor en mis manos volvió a aparecer.
Expiré aire por la boca para poder apaciguarme y cuando al fin lo logré presioné el timbre de la puerta de Mirian. El sonido me hizo estremecer, por ventura Mirian atendió de inmediato.
-Hola –saludé atolondrada mientras escrutaba los alrededores.
La paranoia es una característica propia. No se necesita de mucho para estimularla y hacer que empiece a inducirme las más espantosas imágenes. Estaba segura de que esta noche no dormiría bien.
«Mirian era de baja estatura y un poco obesa, de pelo castaño, ya canoso y dulce mirada.
A ella le encantaba la poesía y cocinar, ambas le acordaban al abuelo pero no la hacían sufrir. No es como si no lo hubiese querido, sino que antes de morir, él se despidió de ella y le confesó que nunca la iba a dejar de amar. Palabras que aún no ha olvidado; cada vez que se habla del abuelo Mirian menciona dicha frase. Por eso es que le complace realizar todas las cosas que le gustaban al abuelo.
También rememoré que cuando era pequeña Celeste y yo a veces veníamos de visita. Siempre localizaba algún postre. Antes era lo que más me atraía de este domicilio. Mirian llegó a ser maestra de cocina. Es una gran cocinera, sinceramente, puesto que ama su profesión. Preparaba muchas tartas y cuando las regalaba confesaba:
-No se puede vender algo que da tanta satisfacción. -Le fascinaba ver el semblante de la persona a quien ella le otorgaba algo. Ambas (Mirian y Celeste) poseen el mismo nauseabundo y empalagoso espíritu maternal.
Mirian es tan incomprensible; sumamente estricta por una parte y excesivamente cariñosa por otra. Sonreí. El único verano que permanecí en su casa, le pedí que me enseñara a preparar postres. Se portó como un cadete. Fue en esa circunstancia cuando conocí su lado oscuro.
A mí padre le encantaba su comida. Veníamos a menudo. Roger llegó a sugerir a la junta de vecinos la idea de celebrar una feria de tartas y ulteriormente procuró asistir a cada una.
-Nada alivia más que una tarta recién hecha. -Era su frase habitual.
Desde entonces tampoco he vuelto a comerlas; lo que provocó una discusión con Mirian y que la feria decayera.»
Mis risas cesaron y una voz en mi cabeza ordenó: ¡Deja de recordar!
Mirian se encontraba cocinando eternamente y este día no era una excepción. Ataviaba un vestido con un estampado floral bajo un delantal lleno de harina.
-¡Hola Mariel! -se emocionó al verme. ¿Cómo no iba a estarlo si hacía casi un año que no me veía?
-Feliz cumpleaños -prorrumpí aburrida, entré a la vivienda y escuché otra vez a esa voz en mi cabeza. Mirian parecía ignorar la fecha y el motivo de mi presencia. Exhibía cara de confundida.
-¿No sabes que hoy es tu cumpleaños? -puse los ojos en blanco intuyendo la respuesta. Ella se apenó.
-¿Y tú no sabes que ya no estoy tan joven como para recordar fechas que no tienen importancia? -repuso al tiempo en que llevaba sus manos a la cadera.
Era cierto. Mirian ya no era tan joven además nunca le gustó celebrar su cumpleaños, según ella eso la hace envejecer, como si no estar consciente de su edad la volviera más joven. Hubiera sido mejor optar por enviar el regalo.
-¿Quieres celebrarlo o no? -inquirí enojada- Por cierto Celeste insistió en que te comprara un regalo.
Lo mencioné maliciosamente por si contestaba negativamente a mí pregunta. Era de esperarse que no me creyera, pretendía hacerle saber que no había sido mi interés comprárselo. Mirian simuló no escucharlo.
-¡Oh! ¿Qué es? -interrogó ansiosa.
«Me gustaba celebrar el cumpleaños de Mirian porque Celeste me acompañaba.
Con la muerte de Roger las cosas cambiaron y la relación entre Celeste y Mirian se deterioró, nunca tuvieron una relación de madre e hija modelo, sin embargo al menos antiguamente se soportaban.
Mirian era la madre de Celeste, quien nunca se refería a ella de ese modo; la llamaba por su nombre. El vínculo entre ellas es semejante al mío con Celeste, hasta peor. Desconozco el por qué aunque Celeste se refirió a eso una vez.
-¿Cómo quieres que nos llevemos bien si ni a tu propia madre soportas? -Ella pidió que nos esforzáramos en enmendar nuestra relación.
-Tienes que entender que el amor es algo que se gana no que se reclama, por eso trato de acercarme a ti.
No pude interpretarlo pero no lo he olvidado.»
Me senté donde indicó Mirian. Un sillón individual bastante cómodo y color marrón, formaba parte del juego de muebles que había en el centro de la sala. También había una especie de vidriera, constaba de un marco de mármol negro, frente al juego de muebles. Desde allí se veía el patio, el cual estaba rigurosamente ordenado. Había un armario de madera donde supuse que se encontraba el televisor, por el aspecto de este; no comprendía el motivo de conservar uno, si en realidad casi no lo usaba. A lo mejor la soledad creó nuevos hábitos en ella, medité. Las paredes estaban pintadas de un color neutral, con varios diseños en estas. Mirian tenía colgados cuadros familiares, principalmente del abuelo y los demás eran simple decoración.
La ornamentación de esta casa era parecida a la de mi primera casa, conque no estaba a gusto aquí. Desistí de examinar el entorno y extendí mi mano con el libro en ella al tiempo que respondía.
-Es un libro de poesía de Shakespeare.
Su sonrisa y la manera en que acarició el libro me hicieron constatar que el regalo había sido de su agrado.
-¡Gracias! -hizo una pausa- Eres una buena nieta.
Detestaba los halagos. Opinaba que las personas los decían únicamente para hacer sentir mejor a los demás cuando deducían que estos eran frágiles. No me gustaba que me juzgaran de tal forma.
-Celeste no pudo hacerlo y me obligó a mí -le recordé.
Tenía modales; discernía que era descortés no responder. Bromeé para mis adentros. De igual manera conseguí dejarle un claro mensaje que ella prorrogaba.
-¿Cómo está ella? -Preguntó con resignación.
-No pudo venir -suspiré-, la llamaron del trabajo.
Si Mirian comprendía casi un año que no me veía, a Celeste no la veía desde el fallecimiento de mi padre.
Mirian aparentaba estar pensando en algo. Me pregunté si estaba creando sus propias conjeturas mentales acerca de por qué Celeste nunca poseía tiempo para verla. No volvió a comentar nada. El silencio empezaba a incomodarme por tanto me dispuse a marcharme, iba a oscurecer. La noche y andar por las calles en esa circunstancia, no eran predilecciones mías.
En cuanto llegué observé el coche de mi madre parqueado en la entrada, constaté que precisaba mucho tiempo estacionado.
-¿Celeste? -Casi grité de la sorpresa.
-¿Mariel? Entra -es ella, pensé absurdamente al verla, por supuesto que era ella, reconocía su voz. Me enojé ¿Si había llegado por qué no me acompañó?
-¡Llegaste! -seguía impactada.
-Sí, acabó temprano -Celeste suspiró. Eso significaba que no había tenido un buen día-. ¿Cómo te fue con Mirian?
No apetecía contestarle. Iba a explotar; ella tuvo la osadía de preguntarlo ¿Se burlaba de mí?
Celeste me miró; le entrecerré los ojos. -Ella quería verte- le reproché cerrando definitivamente los ojos.
Subí rápidamente a mí alcoba con tal de evitar otra pregunta. A menos que quisiera acabar esto en otra discusión, no podía permitirme seguir viendo su cara y menos hablarle.
Tiré los zapatos, me puse mi pijama y me tumbé encima de la cama, no sin previamente cerrar la puerta. Esta sería una larga noche; no necesitaba tener a Celeste revoloteando alrededor de mí.
Por la noche, tras un día sin novedades. Esperé sentada en el sillón a la llegada de mi madre. Llegó temprano. La incomodidad entre nosotras fue tal, que no tuve otro remedio que subir a mí habitación. No acostumbrábamos tener una relación comunicativa.
Me desplomé sobre la cama con los brazos bien extendidos y cogí mi reproductor de música. Aumenté toda la capacidad de volumen que poseía, no estaría sorprendida si despertaba sorda. Había comprado aquel aparato, pese a no ser fanática de la tecnología, para olvidar mis problemas y ahogarlos en las canciones; la verdad es que había funcionado, lástima que sólo sea durante escucho la música.
Me dormí sin percatarme de ello. Desperté horrorizada por la repentina sensación que acaecí de alguien tocando mi mejilla.
-¿Mamá?
Obviamente no era ella. La mano que sentí era áspera y tosca. No vi a nadie y me amilané. Lo único que no desistía de realizar, era pestañear. Mi mente no era útil en esta situación. Respiré para lograr recuperar la movilidad de mi cuerpo; sólo pude dar unos cuantos pasos hacia atrás. Caí encima de la cama. Volteé la cabeza como si alguien me hubiera tocado el hombro y me percaté entonces de que la ventana estaba abierta.
-A lo mejor, sólo fue la brisa -pretendía convencerme a mí misma de que había sucedido de esa manera, no obstante reconocía perfectamente lo que había sentido; la mano de alguien.
Cerré la ventana, me senté en el borde de la cama y examiné todo el alrededor esperando no encontrar nada fuera de lugar. A simple vista las cosas estaban donde se suponía; Mi escritorio junto con la silla que hacía juego, en un rincón de la habitación. La mesa al lado de mi cama y el estante, con todas las cosas ubicadas correctamente. Abrí y cerré con rapidez la puerta del closet. ¿Qué más podía revisar? Mi habitación no tenía muchas cosas para husmear. Eso era un punto a favor, la limpieza en mi cuarto se realizaba en un santiamén.
Permanecí en la cama, miré hacia el frente. Lo primero que contemplé fue la puerta del baño. Detuve mi vista en cada una de las esquinas existentes en el marco de dicha puerta.
Avancé hacia ella dando pequeños y lentos pasos. En cada uno de ellos mi cuerpo aumentaba la resistencia ofrecida hacia la idea de recorrer el espacio faltante, pues el siguiente se vislumbraba más aterrador que el anterior. Desconfiaba hasta de mi propia sombra. El viento soplaba suavemente y hasta eso me aterraba, como si esa leve brisa me hiciera perder el equilibrio.
Me detuve dos pasos frente a la puerta, pensé que sería mejor cegarse a la realidad.
Contuve la respiración; ya no pude aguantar más. Respiré agitada y el sonido me espantó. Esa era la justa razón por la que no lo había hecho.
Los ojos se me estaban aguando, mi mente reproducía tenebrosas imágenes. Sentía que el corazón se me salía por la boca. En realidad lo creía por lo que me apreté el pecho, con la mano derecha y coloqué la otra sobre la perilla, la cual me pareció muy fría. Estremecí. La giré despacio, aunque intentaba hacer lo contrario. Entre más pronto descubriera el enigma mejor sería, a pesar de que una gran parte en mí escogía no saberlo.
Empecé a pestañear nuevamente con el objetivo de suprimir las lágrimas que se estaban formando. La puerta abrió de inmediato; yo no poseía el mismo entusiasmo, la empujé rápidamente con el extremo de mi pie. Se divisaba tan oscuro que no pude distinguir nada. Me negué a entrar; algunos límites eran irrompibles.
Me senté en la cama con la mirada fija en el oscuro vacío. El pánico aumentaba, tanto así, que mis manos temblaron. Las soplé intentando templarlas. Me acosté y me cubrí con la colcha de manera que pudiera pasar inadvertida a la fugaz vista de cualquier individuo.
Conciliar el sueño fue una misión imposible.
Horas después cuando Celeste se dirigió al trabajo, me levanté de la cama agradecida porque anoche no sucedió nada… malo. Pues como sugería mí intrigada mentalidad: ¡Había sido algo!
Usualmente esperaba la partida de mi madre, para evitar todo tipo de interacción con ella, que al final terminarían en discusiones; me hacía sentir hostigada.
Me vestí con una camiseta, pantalones deportivos y tenis. Envolví mi cabello en una coleta e hice algunos quehaceres en la vivienda y luego salí al patio a contemplar las flores que allí había. Me encantaba la floricultura. Celeste y yo visitábamos frecuentemente viveros. Me fascinaban. La dueña de uno de ellos, Bárbara, en una ocasión me regaló un clavel y me enseñó a cultivarlos y a cuidarlos. Hace mucho que no he ido a visitarla. Aparte del hecho de la mudanza, los recuerdos que me trae sobre Roger son demasiados y no creo poder soportarlos.
Suspiré. Tuve un desesperado deseo de regar las flores; ya se estaban marchitando. Mientras lo hacía pude sentir el mismo tosco tacto y escalofrío en mi mejilla, al igual que ayer, en lugar de asustarme, lo disfruté. A pesar de que mi corazón latía vertiginosamente, me toqué la mejilla prolongando aquel suave y delicado roce.
Asistí a casa de Diana para auxiliarla con su trabajo. Ella era contadora. Me encantaba esa profesión y a veces la ayudaba. Sin duda preferiría que Celeste fuera contadora; tendría un horario y un sueldo fijo y lo mejor, no la llamarían tantas veces. Diana no se encontraba. No apetecí volver a casa de modo que empecé a deambular por las calles.
Tenía las manos dentro de los bolsillos de mi pantalón y la mirada perdida. Cuanto anhelo tener una familia, pensé, una de verdad.
Las pocas personas de mi edad que conocía, se encontraban en exóticas vacaciones de verano; saliendo con sus respectivas familias y disfrutando al máximo este período de tiempo sin clases, a diferencia de mí. No me amenizaba salir sola.
Al día siguiente. Acababa de despertar cuando miré por la ventana y noté que el carro de mi madre no estaba estacionado; significaba que no se encontraba en casa, había salido temprano.
Estaba lloviendo. Me pregunté cómo podía trabajar la gente con un tiempo como este. No hacía mucho frío no obstante sentí como si sucediese lo opuesto. Se me erizó la piel; me desagradaba esa sensación.
Me vestí con un suéter gris, unos vaqueros y unas sandalias. Bajé a la cocina para prepararme el desayuno. Elaboraba todas mis comidas. En un intento de demostrarle a Celeste lo poco que la apreciaba; me negaba a comer los platos, que ella a causa de poseer algún rato libre en su apretada agenda me preparaba y sólo cocinaba para mí.
Soy consciente de todas mis acciones, pero no las evito. Supongo que todo está bien, como está; aunque es obvio que no es cierto, sé que las cosas pueden ser superiores, sin embargo temo que esa nueva odisea resulte más dolorosa y perturbe otras heridas.
Abrí la nevera. Solamente encontré sobras allí. Enfurecí; le había propuesto a Celeste realizar las compras, mas ella insistió, se lo permití y ahora no hay nada. Cerré la nevera de un portazo. Iba a ir a la tienda cuando recordé que estaba lloviendo.
Me conservaba en un estado famélico, pues normalmente no comía. Se me iba el apetito cuando me deprimía. Sucedía a menudo. Me senté en el sofá de la sala a ver televisión. Ayer no desayuné, ni cené, apenas almorcé. Mi estómago gruñía fuertemente. Perdí el entusiasmo por la comedia que estaba viendo, cambié a otro canal y me topé con uno de recetas; apagué el televisor.
Mi estómago no se rendiría ¿Qué prefería, morir de inanición o salir y mojarme un poco? Sopesé. Por un momento escogí morir, la palabra me sedujo, recapacité y enuncié:
-Por lo menos la lluvia no me matará.
Tomé mi billetera, mi impermeable y unas botas de agua. En cuanto crucé la puerta de salida, procuré resguardarme de la lluvia.
Llegué a la tienda, compré lo necesario y volví a casa; ya no estaba molesta como antes.
Revisé mi billetera en busca de la llave para abrir el picaporte, allí sólo estaban cinco dólares; devuelta de lo que había comprado.
-¡¿Qué?! -Revolví otra vez en mi cartera para comprobar si la encontraba. No tenía la llave. -¡Maldición! -Proferí mientras le pegaba al suelo.
Me recosté en la pared frontal de la casa a esperar a que llegara Celeste.
Si llegaba y pedía una explicación seguramente la obviaría.
Si la llamaba sería más degradante y tendría que suministrar una explicación obligatoriamente.
Las piernas se me adormecieron, empecé a caminar en círculo.
Cavilé la idea de entrar por una ventana como en las películas. Golpeé la ventana correspondiente a la puerta, no obstante al aplicar menos fuerza que la requerida únicamente logré un dolor en los nudillos, que el frío empeoró.
Pensé en ir a casa de Diana. No era una buena opción; ella de todos modos llamaría a Celeste obligándome a darle una explicación.
Me senté sobre la grama húmeda del patio y me quité el estúpido impermeable. Estaba mojada y los comestibles lo necesitaban más que yo. Era de noche, Celeste regresó. La lluvia menguó al punto de convertirse en una simple llovizna.
-¿Mariel? -preguntó al verme recostada sobre el pasto.
-¡Abre la puerta! -manifesté al tiempo que me incorporaba y tomaba la funda de compras.
-¿Qué pasó? -Admitir el olvido de la llave era algo estúpido y vergonzoso.
-¡Abre la maldita puerta! -exigí molesta. Celeste obedeció, pero interrumpió mi paso posteriormente.
-¿Me explicarás? -la ignoré. Abandoné las compras sobre la meseta de la cocina lo más rápido y disimulado que pude.
Espectro
Subí a mí habitación, cerré la puerta con cerrojo, entré al baño y me deshice de la ropa mojada. Me bañé, me sequé el pelo, me puse el pijama, me tendí sobre la cama y me dormí.
Percibí otra vez que tocaban mi rostro, en la frente. ¡Esta cosa siempre esperaba a que estuviera dormida para molestarme!
Fue leve y no le presté atención, a pesar de mi paranoia, por dos razones; empezaba a acostumbrarme y estaba muy cansada.
En mi sueño me encontraba en un parque. No cualquiera, sino al que Roger y yo frecuentábamos. El cielo lucía un hermoso atardecer. A Roger les encantaban. ¿Cómo algo podía ser tan lindo y triste a la vez? Puedo concretar que lo único que me recuerda a él y no me hace llorar… tanto. Supongo que es debido habituarse cuando sabes que no lo podrás cambiar; algo de la naturaleza.
Mi madre y yo nos mudamos. Yo se lo pedí. Tras la partida de Karina, una amiga de la infancia, se me hacía muy difícil coexistir con aquellos elementos evocadores de Roger. Celeste escuchó mi petición sin embargo la malinterpretó, nuevamente. A veces pienso que lo hace apropósito; un medio de demostrar su autoridad. Rogué para que fuéramos a otro sitio, donde no conociéramos a nadie, a iniciar una vida nueva. Celeste no quiso.
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