Descargar

Identidad nacional y multiculturalismo en la sociedad global

      

    ABSTRACT

    El proceso de mundialización ha provocado un nuevo resurgir de lo local en respuesta a lo global. En este sentido, surgen algunas dudas acerca del sentido de las reivindicaciones nacionalistas en una situación en donde los estados pierden atribuciones en manos de organismos supranacionales. Paralelamente se ha producido una globalización de los flujos migratorios, lo cual provoca la llegada a los países occidentales de grandes contingentes de otras sociedades y culturas. Cómo se articula la identidad nacional con esta nueva multiculturalidad es el objeto de esta comunicación y debe ser uno de los caballos de batalla del nacionalismo en los próximos años de cara a la aceptación de sus propias reivindicaciones.

    Palabras clave:

     · ciberdemocracia

     · estado de bienestar

     · globalización

     · identidad

     · sociedad del conocimiento

    1. Introducción

    En una sociedad que se mueve cada vez más a nivel planetario, las nacionalidades necesitan reafirmar su realidad y su poder, tanto político como económico, para de esta forma alcanzar cierta relevancia en el concierto mundial. La duda que se plantea en este sentido no es si se está produciendo un rebrote del nacionalismo como respuesta ante la globalización (hecho que parece indudable) sino si dichas reivindicaciones tienen algún sentido o si son necesarios en una situación en la que los estados tienen cada vez un menor control sobre sus propios procesos económicos y políticos.

    Además, nos planteamos si existe exclusión entre los conceptos de ciudadanía y nacionalismo o si por el contrario existen alternativas en las que no sólo no se muestren contrarios sino que se integren y complementen correctamente. ¿Ha evolucionado lo suficiente la idea de nación desde su concepción más tradicional hasta el punto de poder convertirse en un movimiento más integrador que excluyente? A este respecto, es necesario tener presente en todo momento que la situación sociopolítica mundial provoca grandes movimientos de población que tienen como consecuencia la cohabitación de muy diferentes culturas en una misma sociedad y que es ahí precisamente donde radica una de las mayores fuentes potenciales de conflicto.

    La globalización no sólo se ha producido de modo genérico y abstracto en el campo político y económico, sino que se ha dejado notar también en los movimientos migratorios, tal y como ya hemos mencionado. Tanto es así que los contingentes de individuos extranjeros han aumentado en número de manera considerable, dejando la duda en el aire: ¿se identificará ciudadanía con nacionalidad o se alcanzará por fin un concepto más extenso y universal que abarque también una definitiva multiculturalidad?

    En este contexto los estados se encuentran en una situación en la que deben redefinirse para poder articular correctamente sus propias reivindicaciones como nación con las de las minorías que sólo podrán acceder a unos derechos de participación básicos a través de la ciudadanía.

    En este sentido, las nociones clásicas de ciudadanía e identidad nacional (o nacionalismo) ya no resultan útiles en unas sociedades en las que cada vez más los grupos mayoritarios y minoritarios luchan por conseguir unos derechos individuales y grupales que se adapten a las necesidades de unos y otros. Ahora bien, es el estado quien debe garantizar el acceso pleno a unos derechos y unos servicios independientemente de la cultura de origen, permitiendo igualmente el mantenimiento de la misma sin menoscabo de la defensa de una identidad nacional que englobe a toda la ciudadanía.

    2. Identidad colectiva y nacionalismo

    A la par que la globalización se conforma como proceso dominante en la sociedad actual, se ha configurado la dinámica opuesta, la localización. No obstante, esta tendencia, más que contraria, corre pareja cada vez más a la globalización, como bien dice Beck citando a Roland Robertson (Beck, 1998: p.75). De igual forma, ambos conceptos no son mutuamente excluyentes, sino que lo local es un aspecto más (de hecho uno de los más importantes) de lo global. Así, existen numerosos elementos que pueden ser considerados globales y que son asumidos y utilizados por esos grupos que expresan su identidad propia como resistencia a la globalización. Es decir que la reafirmación de lo local (incluso si hablamos de nacionalismo) no está reñida con la asimilación casi como propios de algunos aspectos característicos de lo global. Y esto es así porque necesariamente lo local va a relacionarse y verse influido por lo global, pues, como dice Giddens, a través de la mundialización se "enlazan lugares lejanos, de tal manera que los acontecimientos locales están configurados por acontecimientos que ocurren a muchos kilómetros de distancia y viceversa" (Giddens, 1993: p.68).

    En relación a esto, surge, como decíamos una fuerte identificación cultural por parte de numerosos colectivos que se van a articular en torno al nacionalismo fundamentalmente y que van a hablar de la propia identidad en tres aspectos diferentes: lo social, lo cultural y lo político. Aunque la reafirmación de la cultura no siempre va unida a unas pretensiones políticas mayores, lo usual es que se busque una identidad política relevante. De esta forma se dan situaciones como en la que está sucediendo actualmente en la Unión Europea en la que su pretendida unidad se produce "sólo" a nivel económico y político pero casi nunca identitario. La opinión pública ya no rechaza la idea de la Unión ya que separa los posibles beneficios de su propia identidad colectiva; ahora lo que se reclama es una mayor presencia de las naciones integradas en estados plurinacionales.

    El nacionalismo sigue siendo para muchas personas un concepto extremadamente atractivo que le da la oportunidad de sentirse parte integrante de un colectivo con el que cree tener en común su procedencia, su cultura y su modo de vida, aunque en realidad normalmente esto no sea del todo exacto. El grupo en el que se integra, además, es lo suficientemente numeroso como para considerarlo relevante socialmente, pero al mismo tiempo lo suficientemente cercano como para sentir que se forma parte de él.

    Hoy en día ya ha quedado obsoleta la idea de las naciones como elementos naturales y se acepta, por lo general, su construcción por sus propios integrantes. Así, de esta forma, estamos de acuerdo con Gellner cuando dice que las naciones no han existido de forma natural ni son anteriores al estado, pero no en que éstas sean "inventadas" como si no hubiese razón alguna para su existencia, ya que precisamente la consolidación del sentir nacionalista (es decir, una identidad conjunta, ya sea real o imaginada) unido a ciertos rasgos más o menos objetivos (idioma, territorio…) es lo que las ha creado. En este sentido, las entidades colectivas "las relacionamos con compartir creencias y valores que guardan la identidad del grupo, y a partir de lo cual éste mismo constituye a sus individuos como personas" (Salmerón, 1998: p.76).

    El que sean producto de un momento histórico concreto no implica que actualmente no existan como tales ni que tengan menor legitimidad, tan sólo que la idea clásica y romántica de nación debe dejar paso (de hecho así ha sucedido) a otro concepto más realista y funcional. Hoy en día, las naciones "no necesitan ser definidas en función de la raza" (Kymlicka, 1996: p.83), ya que en el momento actual existe de facto una convivencia entre culturas que haría imposible mantener antiguas concepciones de lo nacional.

    Por otra parte, la idea de pertenencia no supone, como se ha hecho creer, que el nacionalismo sea por definición excluyente sino sólo que algunos tipos sí lo han sido. La identidad nacional (lo "nuestro") no debe significar desprecio y rechazo por "lo otro" sino todo lo contrario, a pesar de que es más que evidente que la autodeterminación de un pueblo en ocasiones puede entrar en conflicto con los intereses de otras entidades.

    En este sentido, el nacionalismo debe de ser, de una vez por todas, pluralista en el sentido de basarse en la tolerancia y no en la superioridad cultural. Esta tolerancia debe ser, por supuesto, recíproca desde el punto en que las minorías no deben sustentar su identidad en el odio a la mayoría y ésta, a su vez, deberá respetar los derechos de los grupos no hegemónicos (Sartori, 2001: pp.32-37). De esta forma se hará evidente que el nacionalismo no tiene por qué tener como consecuencia inevitable el racismo, de lo cual existen numerosos ejemplos a lo lago de la historia.

    En la actualidad los nacionalismos no suelen tener como objetivo, en líneas generales, la creación de un estado soberano, pero sí la defensa de la propia identidad la cual puede realizarse en el ámbito político a través de diferentes cauces fundados en la creación de entidades políticas que coparticipen de la soberanía, ya sea a través del federalismo, de las naciones de nacionalidades o del "multilateralismo estatal" (Castells, 1999: p.55).

    En realidad la autodeterminación de un pueblo implica un importante problema difícil de resolver, la existencia dentro de él de otras minorías. ¿Hasta qué punto todas las minorías tienen el derecho a dirigir sus propios destinos? Ésta es un cuestión que debe plantearse si se quiere que los nacionalismos consigan unos resultados lo más óptimos posible, porque dentro de cada nación (tenga estado propio o no) siempre existe una cultura o grupo mayoritario y hegemónico y otros que no lo son. La solución, evidentemente más compleja, debe guardar relación con la definitiva separación por parte del nacionalismo de nacionalidad y ciudadanía. Así, un estado plurinacional puede tener ciertas comunidades nacionales que exijan sus derechos, pero éstos a su vez se encontrarán con minorías en su interior que hagan lo propio. Lo que debe prevalecer es, sin duda alguna, la convivencia en un mismo espacio social de individuos identificados con diferentes culturas y el respeto de las mismas.

    Una cosa sí parece estar clara, y es el hecho de que los nacionalismos actuales y por tanto la reclamación de sus derechos de autodeterminación están íntimamente ligados a la tan comentada crisis del estado-nación, que no hay que confundir con el supuesto descalabro de los estados a la hora de conformar el panorama internacional. Efectivamente los estados-nación clásicos parecen no funcionar hoy en día, pero el hecho de que tanto las comunidades internas como las externas (por ejemplo la UE) adquieran poderes propios del estado tradicional no quiere decir, como parece que algunos insinúan, que el estado desaparecerá como actor político en un período de tiempo más o menos cercano.

    3. El derecho de autodeterminación y la crisis del Estado-nación

    Ante todo hay que dejar bien claro que el derecho de autodeterminación no debe ser en modo alguno, menoscabo para otros derechos humanos, ya que si así sucediese perdería cualquier validez moral que pudiese tener. Hay que tener en cuenta que la autodeterminación de los pueblos puede chocar (como de hecho sucede a menudo) con los intereses de un estado o de cualquier otro actor internacional, pero nunca debe de servir de excusa para ignorar o despreciar los derechos de los individuos. De todas maneras, en contra de lo que sugieren los críticos, la mayoría de las exigencias nacionalistas son perfectamente compatibles con las ideas de libertad individual y de justicia social, aún cuando estos dos conceptos en sí mismos pueden llegar a chocar en ocasiones. Simplemente se reivindica que "la autoridad del estado en su conjunto no prevalezca sobre la autoridad de las comunidades nacionales que lo constituyen"(Kymlicka, 1996: p.249).

    Con la autodeterminación se podría llegar a una solución política que respete y reconozca los derechos de esa comunidad en particular, pero nunca podría llegar a convertirse en un estado soberano tal y como los concebíamos hasta ahora y no porque la creación de un nuevo estado fuese imposible, sino porque ya no existe ninguno que ostente su soberanía de manera absoluta, y en ocasiones ni tan siquiera de forma compartida (lo cual es una de las causas de la crisis de los Estados-nación).

    Esto es así, ya lo hemos comentado, porque el poder económico que tradicionalmente y hasta cierto punto estaba en manos de los estados, ahora está en poder de las empresas transnacionales y de organizaciones supranacionales, por lo que se hacen necesarias organizaciones unitarias mayores. El mercado ha superado cualquier tipo de fronteras y domina totalmente la política.

    ¿Dónde reside hoy en día, por tanto, la soberanía? Se encuentra muy diluida en diferentes actores y poderes fácticos. En realidad nunca ha sido un concepto claro a la hora de identificar de dónde emanaba o en manos de quien se encontraba, pero en la actualidad, esta complejidad es aún mayor si cabe.

    En un mundo en donde prácticamente todo está globalizado (el mercado, los movimientos migratorios, las catástrofes y los riesgos, etc.) es imposible mantener la soberanía dentro de los límites de un estado, lo cual le hace perder en realidad una cantidad importante de legitimidad de cara a sus ciudadanos. Los gobiernos de los estados no son soberanos para llevar a cabo prácticamente ningún tipo de medida ya que se encuentran e expensas de otros actores diferentes con los que están interrelacionados e incluso de los que son partícipes. Si esto es así entonces, ¿por qué la necesidad de autodeterminación de ciertas comunidades? ¿Qué sentido tiene constituirse como actor internacional si al fin y al cabo no va a ser soberano para tomar decisiones?

    Si el modelo basado en estados-nación ha quedado superado al demostrar no ser útil de cara a las nuevas situaciones (económicas fundamentalmente), no tendrían entonces razón de ser las pretensiones nacionalistas, y sin embargo no es así. ¿Por qué? En realidad, la respuesta se puede simplificar de la siguiente forma: una vez aceptadas las reglas del juego en el que las interrelaciones entre actores son tan estrechas que a efectos prácticos no existe ya la soberanía, se hace evidente que el marco adecuado de negociación son los organismos supranacionales. De esta forma, los nacionalismos buscarán representarse a ellos mismos y participar en estos organismos (por ejemplo la Unión Europea) sin tener que dejarse oír a través de "intermediarios" que buscarán el beneficio para el estado como unidad y no como conjunto de nacionalidades.

    Como decíamos, los estados sufren en estos momentos una crisis importante de legitimidad y de poder pero que en ningún caso parece que vaya a ser definitiva. Esta pérdida de competencias se articula en función de los dos procesos que ya hemos comentado anteriormente; uno interior, de cara a las comunidades que lo integran y en forma de cesión de ciertas atribuciones y otro exterior a través del cual pierden poder en la toma de decisiones acerca de asuntos que anteriormente eran considerados básicos para el funcionamiento del estado como unidad política.

    En el caso de la Unión Europea está cada vez más claro, a tenor de los últimos acontecimientos, que no existe tal unión y que las diferencias son más que notables en el seno de la organización. Tal es así que de hecho Gran Bretaña ni tan siquiera forma parte de la "zona euro". Tampoco quiere decir, sin embargo, que estos hechos nos estén conduciendo hacia una revitalización de los estados (aunque con algunas de las últimas decisiones unilaterales uno ya no sabe a qué atenerse) sino que las alianzas que algunos optimistas veían como poco menos que definitivas no eran tan fuertes como nos pretendían hacer ver y que los intereses particulares siguen estando por encima de los intereses de la Unión.

    La Unión Europea, por otra parte, es un claro ejemplo de lo que está suponiendo la globalización en determinados aspectos de la sociedad mundial al permitir la libre circulación de individuos. Es decir, la UE ha permitido y regulado la libre circulación de individuos (globalización de la fuerza de trabajo) entre sus estados miembros, fenómeno que se conoce con el nombre de "transnacionalización humana". En este caso no ha surgido ningún problema grave ya que jurídicamente todas las personas que se adhieren al régimen general tienen ciudadanía europea al tiempo que mantienen la de su estado de origen. Aquí el problema surgiría sólo en el caso de que los estados pretendiesen identificar ciudadanía con nacionalidad de tal forma que se produjese una importante mengua en las libertades de los "extranjeros" al negárseles, por ejemplo, el acceso a ciertos derechos políticos, administrativos o sociales.

    4. Ciudadanía, multiculturalismo y nacionalismo

    Si bien como ya hemos comentado, en un principio la nacionalidad se confundía con la ciudadanía, actualmente esta identificación ya no es válida por diversas razones. Ya nadie duda de que el nuevo concepto de ciudadanía postnacional ha de basarse irremediablemente en la separación de los derechos fundamentales y de la identidad cultural y nacional. Se debe garantizar a todo el mundo el acceso a unas prestaciones jurídicas, políticas y sociales sin prestar atención a aspectos cuasi-étnicos. Debemos, por tanto, ser capaces de proveer a la ciudadanía de un carácter multicultural y garante de los derechos (individuales y grupales) en condiciones de igualdad.

    De igual manera, no se puede negar la importancia del factor nacional en la identidad de los individuos, pero esto debe de ser compatibilizado con un concepto de ciudadanía mucho más amplio (Vallespín, 2000: p.82). Este concepto debe basarse en la idea de una ciudadanía compleja articulada en torno a tres puntos que se antojan imprescindibles para el correcto funcionamiento de las sociedades plurinacionales (Rubio Carracedo, 2000: p.122). En primer lugar, la igualdad de derechos fundamentales entre los individuos tomando como base los derechos humanos generales. En segundo término el reconocimiento de sus derechos diferenciales a los distintos grupos (tanto mayoritarios como minoritarios) que existen dentro del estado. Y por último, unas condiciones que permitan el diálogo entre dichos grupos a través de unas políticas multiculturales que prevengan la asimilación por parte de la cultura hegemónica.

    Hay que tener en cuenta, a este respecto, que dicho diálogo debe ser la base para evitar los posibles conflictos y tensiones que se puedan dar entre aquellos que buscan preservar íntegra la identidad colectiva de las culturas minoritarias y quienes procuran formas más homogéneas de organización social.

    Sin estas características, la ciudadanía no dejará de ser una mera construcción legal sin validez alguna. Bien es cierto que su aplicación en situaciones reales es una tarea titánica y que siempre contará con deficiencias, pero el objetivo es tratar que éstas sean lo más mínimas posibles. La complejidad de la tarea es demasiado grande como para tomarla a la ligera, pero los avances en este sentido deberían de llegar cuanto antes mejor para equiparar las medidas jurídico-políticas a la realidad social.

    Ante todo esto la pregunta que surge es, ¿es posible articular el nacionalismo con esta idea de ciudadanía? Si hablamos de nacionalismo "periférico" dentro de un estado plurinacional no existe ninguna duda al respecto. Si el concepto se basa en la idea de reconocimiento de los grupos diferenciados no veo cómo sería incompatible con el pensamiento nacionalista. Sin embargo, el caso podría ser más complicado si esas mismas identidades nacionales se confieren en estado propio. Ahí la cuestión sería simplemente si ese nuevo estado o entidad política (en sus múltiples formas posibles) acepta la ciudadanía compleja o si simplemente pretende quedarse anclado en concepciones ya obsoletas. Ante esta disyuntiva la lógica dice que no hay duda posible en cuanto a aceptar los presupuestos de dicho concepto, por lo menos si se quiere mantener un mínimo de legitimidad moral ante los ciudadanos.

    Por supuesto esta idea sólo puede ser aceptada en un estado plurinacional y no en el tradicional estado-nación, pero es que la realidad mundial nos está encaminando hacia estados cada vez más multinacionales y multiculturales.

    En este contexto, para que el concepto de ciudadanía sea pleno y esté completo también es necesaria una cierta identificación identitaria. No me estoy refiriendo a identificaciones étnicas ni a una solidaridad cultural mal entendida sino a una idea mucho más sencilla y elemental. Para que la ciudadanía sea plena debe de haber por parte de aquellos que la comparten un sentimiento de pertenencia, una mínima identificación por encima de los grupos a los que pertenecen. No se trata de identificarse como grupo entre ellos, sino de ser conscientes de lo que significa ser ciudadano e identificarse con ello.

    Esto, sin embargo, normalmente no ocurre en la Unión Europea, de la cual todos los individuos de los países miembros son ciudadanos pero que en realidad apenas sí se produce esa identificación tan necesaria. Es otra vez una respuesta, seguramente inconsciente en muchos casos, ante una nueva tendencia globalizadora. Bien es cierto que no ha habido aún tiempo para que la sociedad europea asimile su pertenencia a una realidad común, pero lo cierto es que todavía es demasiado pronto para ello debido a que los europeos siguen viendo el organismo más como una unidad económica que como una colectividad social.

    La ciudadanía debe respetar los derechos humanos (que, recordemos no son universales ya que no todas las culturas los aceptan de igual forma), pero ello no quiere decir que nos contentemos alegremente con ser "ciudadanos del mundo" sino que desde nuestros derechos personales como ciudadanos de un estado debemos tratar de garantizárselo a todos aquellos que no lo son. Los derechos humanos son el marco general, pero es desde lo local, desde el grupo, donde la ciudadanía se hace efectiva y es precisamente ahí donde el estado nacionalista debe preservar tanto su identidad como la de los grupos minoritarios que existen en su interior.

    Para ello se deben garantizar ciertos derechos materializados en la forma de una ciudadanía diferenciada (Kymlicka, 1996: p.240), la cual tendría como objetivo la integración de esos ciudadanos no sólo como individuos, sino también como miembros de los distintos grupos particulares.

    Bien es cierto que todo ello parece ir en contra de la concepción liberal de ciudadanía según la cual estos derechos sólo pueden ser reconocidos de manera individual; pero también lo es el hecho de que las condiciones actuales están haciendo necesaria la definitiva superación de este modelo.

    De igual manera, la ciudadanía diferenciada corre el riesgo de crear guetos culturales al fomentar en cierto sentido la unidad grupal pudiéndose en algunos momentos llegar a situaciones de segregacionismo. No obstante se trata sólo de eso, de un riesgo asumible y como tal hay que tratarlo. Lo que debe prevalecer es la idea de que esa noción de ciudadanía favorecerá la universalización de unos derechos (culturales, políticos y sociales) que anteriormente le estaban restringidos a determinados colectivos.

    En definitiva, la ciudadanía no debe estar nunca en contra de lo que se podrían denominar ideales democráticos si pretendemos que sea un derecho, si no universal, si al menos universalista. El nuevo estado (más plurinacional que nacional) debe basarse en los principios básicos de tolerancia y respeto siempre desde la perspectiva de lo propio y de lo local sin ser excluyente en la garantía de los derechos. Es ahí precisamente donde el concepto de ciudadanía compleja y diferenciada alcanza toda su dimensión como noción no sólo reconocedora sino también defensora del pluralismo cultural.

    El reto estriba, precisamente, en integrar colectivos de otras culturas en nuestra sociedad permitiendo mantener sus rasgos básicos y diferenciadores, teniendo siempre como referencia los derechos humanos universales. A partir de esta posición de convivencia y respeto mutuo se crearán las bases para el nacimiento de una sociedad multicultural más rica en todos los sentidos.

    5. Articulación de los nacionalismos en una sociedad multicultural

    ¿Tiene sentido hablar de nacionalismo en una época en la que cualquier acontecimiento sobrepasa las fronteras estatales? Por supuesto que sí, y por diversas razones. Nadie niega el rebrote nacionalista que ha alcanzado a la mayor parte del mundo en los últimos años, pero en determinados contextos (como es el caso de España) se le pretende despojar de su legitimidad al identificarlo como secesionismo puro y duro. No es, o al menos no debe ser, esta la intención exclusiva del nacionalismo a pesar de que en algunos casos pueda llegar a ser lo más conveniente.

    En fin, la vigencia de los nacionalismos es tal que no tendría sentido la globalización sin ellos. Además de respuestas localistas de numerosos grupos, si el nacionalismo es un producto de su tiempo, no cabe duda de que hoy, más que nunca, el contexto modela el tipo de nacionalismo con el que nos encontramos.

    La necesidad de los nacionalismos se hace evidente como respuesta y resistencia ante las tendencias homogeneizadoras del pensamiento único, pero sólo se podrán sustentar erradicando definitivamente el discurso étnico de pueblo histórico exclusivo (poco menos que el pueblo elegido) y abrirse a unas concepciones de la nación más acordes con los tiempos que vivimos.

    Las naciones deben olvidarse de la idea de raza y formar una entidad política en la que no tengan que estar luchando continuamente por alcanzar unos derechos civiles y una auto-administración acorde con sus demandas. En la era de la globalización la mejor forma de gobierno para numerosas cuestiones no está en la Unión Europea, ni en los gobiernos centrales de los estados, está en los territorios nacionales que los integran. Una mayor descentralización (también a nivel local) necesita de una gran coordinación entre organismos, pero si ésta se consigue, es la forma más eficiente de lograr un equilibrio entre lo específico y lo global.

    El hecho de elegir una defensa de lo nacional como punto de partida para una mayor descentralización en todos los niveles no quiere decir, ni mucho menos, que nos debamos olvidar de los organismos supranacionales. Es evidente que hay numerosos aspectos que no pueden ser tratados únicamente por un estado, entre otras cosas porque sus consecuencias traspasan los límites imaginarios de sus fronteras, como es el caso de la carrera armamentística, de los peligros ecológicos o de las mafias criminales organizadas (Habermas, 2000: p.93). Y es precisamente por ello que se hacen imprescindibles los acuerdos comunes siempre y cuando se limiten a realidades políticas y económicas y no se refieran a aspectos de homogeneización cultural.

    Es cierto, en este sentido, que los estado tradicionales han perdido poder político en el concierto internacional (al menos hasta lo de ahora) pero ello no quiere decir que sea un modelo a extinguir, sino más bien a evolucionar. El estado ha perdido legitimidad en favor de organismo superiores y de comunidades internas, pero precisamente ahí reside un error que los grupos nacionales deben remediar: la legitimidad y el poder no debe emanar del centro hacia las periferias (ya sean externas o internas) sino que debe surgir de las comunidades nacionales al centro, de tal modo que quede legitimado en el sentido de que el estado será el que reciba ciertas atribuciones por la propia voluntad de los pueblos, de forma libre y de igual manera que la UE se legitima en tanto en cuanto sus estados miembros eligen pertenecer a ella.

    En definitiva, los nacionalismos son necesarios incluso si sólo los tomamos como respuesta inevitable y evidente ante la globalización cultural. Es cierto que el mundo está cada vez más interrelacionado, pero ello no implica que los grupos nacionales minoritarios no puedan tener voz y peso político para reafirmarse como tal en perfecta concordancia con otros estados o con otros pueblos.

    En cuanto a la cuestión de si nacionalismo y ciudadanía deben ser considerados mutuamente excluyentes en un contexto culturalmente diverso, creo que ha quedado claro que de ningún modo esto puede ser así. Es cierto que tradicionalmente la nacionalidad y la ciudadanía se identificaban hasta tal punto que uno no era posible de entender sin las connotaciones del otro, pero se trataba de una nacionalidad unitaria que no respetaba las diferencias de las minorías y homogeneizaba a los ciudadanos en una única categoría. La tradición liberal los consideraba "hombres libres" y como tales debían hacer uso de sus derechos desde una perspectiva individual, sin plantearse siquiera la existencia de unos derechos que habría que conferir a los colectivos como entidades particulares. Actualmente, sin embargo, la evolución de la sociedad, y por tanto de los nacionalismos, debe de ir encaminada hacia otro lugar, hacia la integración sociocultural de los individuos y de los grupos sin asimilación ni marginación.

    Así, la ciudadanía entendida como una separación entre derechos e identidad nacional debería ser compatible con un nacionalismo en el que los grupos minoritarios también estén representados o cuando menos se encuentren en situación de igualdad con respecto a la cultura más hegemónica.

    La ciudadanía, para llegar a ser realmente válida debe articularse en torno a la idea de ciudadanía diferenciada y a los tres puntos que ya hemos mencionado anteriormente. Debemos ser capaces de compatibilizar los derechos de los individuos con los de los distintos grupos culturales a pesar de que en ocasiones puedan parecer opuestos. No obstante, las ideas que deben prevalecer ante cualquier otra consideración son la libertad y el respeto por la vida de los demás. Las demandas nacionalistas no tienen por qué entrar en contradicción con ambos conceptos, pero si así lo fuese, que no quepa la menor duda de que esas pretensiones serían una auténtica perversión de los que deberían de ser los nacionalismos y por lo tanto, carecerían de cualquier fundamento o validez moral.

    Debemos recordar, así mismo, que la integración (que no asimilación) resulta aún mucho más compleja teniendo en cuenta que la exclusión no es únicamente cultural, sino que se basa y se perpetúa en su mayor parte en una situación socioeconómica muy baja. La solución se hace muy complicada en tanto en cuanto no es posible separar ambos aspectos; no obstante, es evidente que la integración no puede venir sólo en el plano teórico y formal, sino que debe ser reflejada en la vida cotidiana de los individuos, tanto en sus condiciones de vida materiales como en el plano de las relaciones interpersonales. Igualmente, se debe implicar a todos los actores sociales para evitar la segregación y el rechazo a colectivos de diferentes culturas.

    La articulación de todo lo anterior se hace compleja, pero es ahí donde el estado se puede ver más legitimado de tal forma que si garantiza al menos en su mayor parte estos principios, los individuos y grupos que lo forman se sentirán identificados más positivamente como integrantes de un todo único pero diferenciado. Por lo tanto, los estados multinacionales "deberán acomodar y no subordinar las identidades nacionales. Las personas de diferentes grupos nacionales únicamente compartirán una lealtad hacia el gobierno general si lo ven como el contexto en que se alimenta su identidad nacional y no como el contexto que lo subordina" (Kymlicka, 1996: p.259).

    En definitiva, el siglo XXI puede ser el siglo de los nacionalismos siempre y cuando las disputas particulares no se resuelvan a través de medios violentos. Así mismo, esto sólo será así si los grupos nacionales fundamentan su discurso en la inevitabilidad de las relaciones globales, pero también en la necesidad de una voz propia en el contexto internacional que les permita actuar a sí mismos como pueblo soberano.

    De igual manera, las relaciones con los propios grupos minoritarios que forman estas naciones deben de estar basadas en la integración, la concordia y el respeto a través de un concepto de ciudadanía lo más general y complejo que el que hasta ahora se había venido aplicando. Sólo así los nacionalismos podrán legitimarse ante la sociedad para reclamar su derecho a la autodeterminación y al autogobierno, conceptos cada vez más diluidos en un mundo globalizado, pero que deben seguir siendo válidos a la hora de reclamar una entidad política propia para los diferentes grupos nacionales en el concierto internacional.

    Bibliografía

    • Beck, U. (1998) ¿Qué es la globalización? Barcelona, Paidós.
    • Bendix, R. (1964) Estado-nación y ciudadanía. Buenos Aires, Amorrortu editores.
    • Castells, M. (1997) La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Volúmenes I, II y III. Madrid, Alianza editorial.
    • Corcuera Atienza, J. (ed.) (1999) Los nacionalismos: globalización y crisis del estado-nación. Madrid, Consejo General del Poder Judicial.
    • Gellner, E. (1988) Naciones y nacionalismo. Madrid, Alianza editorial.
    • Giddens, A. (1993) Consecuencias de la modernidad. Madrid, Alianza.
    • Habermas, J. (1998) Identidades nacionales y postnacionales. Madrid, Tecnos.
    • Habermas, J. (2000) La constelación posnacional. Barcelona, Paidós.
    • Jáuregui, G. (1997) Los nacionalismos minoritarios y la Unión Europea. Barcelona, Ariel.
    • Kincheloe, J y Steinberg, S (1997): Repensar el Multiculturalismo, Editorial Octaedro.
    • Kymlicka, W. (1996) Ciudadanía multicultural. Barcelona, Paidós.
    • Lamo de Espinosa, E (1995): Culturas, Estados, Ciudadanos; Una aproximación al multiculturalismo en Europa. Madrid, Alianza Editorial.
    • Podestá, B. (et.al) (2000) Ciudadanía y mundialización. La sociedad civil ante la integración regional. Madrid, CEFIR, CIDEAL e INVESP.
    • Pujadas, J.J., Martín, E., Pais de Brito, J. (coord.) (1999) Globalización, fronteras culturales y política y ciudadanía. Actas del VIII Congreso de Antropología. Santiago de Compostela, Asociación Galega de Antropoloxía.
    • Rubio Carracedo, J.; Rosales, J.M. y Toscano Méndez, M. (2000) Ciudadanía, nacionalismo y derechos humanos. Madrid, Trotta.
    • Salmerón, F (1998): Diversidad Cultural y Tolerancia, Editorial Paidós.
    • Sartori, G. (2001) La sociedad multiétnica. Madrid, Taurus.
    • Schnapper, D. (2001) La comunidad de ciudadanos. Acerca de la idea moderna de nación. Madrid, Alianza.
    • Touraine, A. (1993) Crítica de la modernidad. Madrid, Temas de hoy.
    • Vallespín, F. (et al.) (1998) La democracia en sus textos. Madrid, Alianza.
    • Vallespín, F. (2000) El futuro de la política. Madrid, Taurus.
    • Wallerstein, I. (1999) El futuro de la civilización capitalista. Barcelona, Icaria.

    Estos contenidos son Copyleft bajo una licencia de Creative Commons. Pueden ser distribuidos o reproducidos, mencionando su autor, siempre que no sea para un uso económico o comercial. No se pueden alterar o transformar, para generar unos nuevos.

    Sergio Gomez Rodriguez, Raquel Rodriguez López