En las llanuras del Camagüey II. El relincho del caballo negro (página 2)
Enviado por Calixto López Hernández
El Ingeniero volvió a la mañana siguiente y recibió la misma negativa de la joven; y así consecutivamente durante toda la semana hasta el último día en que abandonaría la zona, por haberse concluido el tramo de carretera.
Entonces, Valdivia agotó todos los argumentos posibles, románticos y no, hasta que logró el sí de la joven que ya no soportaba estar sin su presencia viviendo en aquella terrible soledad.
La boda fue necesario celebrarla en la capital provincial, Camagüey, pues las autoridades locales del pueblo creían en el maleficio que rodeaba a Dolores y no permitieron el enlace, ni siquiera por lo civil. Por la iglesia hubiese sido imposible, porque aunque no habían dictado sentencia no la hubieran autorizado, para ellos la joven prácticamente estaba excomulgada, y por si acaso, el cura cerró el templo y se ausentó alegando que debía realizar una visita obligatoria al Cobre y allá estuvo hasta estar seguro que se había realizado el casamiento.
Como testigos, aunque de mala gana, fungieron el capataz y uno de los trabajadores de confianza de la obra y estuvo muy poco concurrida, salvo por algunos peones que compartían frecuentemente los tragos con Valdivia en el bar de Barbarito y los tres empleados negros de Dolores.
Después, el Ingeniero continuó el trabajo en los siguientes tramos que se fueron uniendo hasta Santiago de Cuba, siempre acompañado por Dolores y la preocupación, y el cuidado constante de su capataz, por si cualquier cosa, y no estaba demás que estuviese alarmado, pues en una ocasión por poco le cae encima todo el contenido de rocoso de un camión que midió mal donde catapultarlo, de lo que se salvó por un empujón de un empleado. También, en otra ocasión, el vehículo en que viajaban estuvo a punto de volcarse en un puente salvándose por una maniobra milimétrica del conductor. Poco después padeció una fuerte apendicitis y tuvo que ser operado de urgencia, pues si no, dice adiós al mundo de los vivos. Por último, antes de llegar al Cobre, en una zona más montañosa, un peñasco se desprendió y quedó varado a escasos metros de donde él se encontraba. Todo eso lo observaba con preocupación el capataz y pensó que se había librado gracias a un milagro de la mismísima Virgen de La Caridad del Cobre.
Pero el ingeniero Valdivia siguió pensando que eran casualidades que pasan a diario y que no tenía por qué preocuparse, además se encontraba perdidamente enamorado de Dolores y ésta mostraba los mismos sentimientos hacia él, por lo que constituían una pareja inmensamente feliz.
Al fin, la magna obra constructiva que fue la extensa Carretera Central llegó a su punto culminante en el extremo oriental del país, después de más de mil kilómetros de construcción en medio del fuerte sol tropical y de las inclemencias del tiempo, las enfermedades tropicales y los sanguinarios insectos de todo tipo en condiciones muy adversas, por lo que se celebró con un amplio brindis en el Palacio Provincial de Gobierno con numerosos invitados, incluyendo nuestro Ingeniero, y en cuya fiesta Dolores Cruz lució lo mejor de la frescuras de los campos de Cuba y fue objeto de admiración por todos los concurrentes.
Al día siguiente, muy de mañana, Valdivia se despidió de los trabajadores que lo habían acompañado en el duro trabajo a través de gran parte de la isla. Pidió al capataz que lo acompañara de regreso y pese a que éste deseaba viajar por tren, el Ingeniero no quería perder la oportunidad de disfrutar de su obra y realizar el recorrido por automóvil hasta La Habana donde se celebraría, un par de días después, la inauguración de la Carretera Central por el mismísimo Presidente de La República.
Una vez dejado a Socarras en su pueblo, continuaron hasta la finca de Dolores, para no seguir viaje de noche, pues ella se sentía muy nerviosa y cansada. Al amanecer, con la neblina aun sin levantarse, tomaron de nuevo la carretera con muy poca visibilidad y no habían salido aun de la curva construida por el mismo, para evitar la arboleda, cuando un camión cargado de mercancías que venía en sentido contrario, con el chofer casi dormido por la monotonía de la carretera que pensaba seguiría recta, se impactó con el coche que quedó hecho añicos. Por suerte para sus ocupantes, no perdieron la vida, gracias a la maniobra de los dos conductores el impacto fue por un costado de la parte posterior de los vehículos. Sin embargo, sufrieron numerosos golpes, heridas, fracturas y contusiones por el golpe del choque y el impacto al caer después de ser proyectados fuera del coche. Por su parte, el camión fue a parar a la profunda cuneta de la vía, virándose y cayendo al suelo toda la mercancía, y el conductor en similar situación que nuestros protagonistas.
A poco, un vehiculo que pasaba, los recogió y los llevó con premura a la localidad más cercana donde les hicieron las primeras curas, pero dada la gravedad del accidente y la aureola de fatalidad que rodeaba a Dolores, los enviaron de inmediato a Camagüey, donde estuvieron un largo tiempo recuperándose. Por fin, aun convalecientes, partieron para La Habana de donde era Valdivia, a terminar su recuperación.
De ahí nunca más se tuvo noticias de ellos y no sabemos si el ingeniero Rafael Valdivia fue victima al fin de la fatalidad o la maldición que al parecer pesaba injustamente sobre Dolores Cruz o que esto cambió y nadie más a su alrededor sufrió percance alguno.
Durante años los tres negros monteros, incluyendo el capataz, siguieron atendiendo celosamente la finca y eran notorios por montar enormes caballos negros de brillosa pelambre que lucían con todas las ornamentaciones de estas hermosas bestias los domingos, en días festivos y en las ferias.
En todo ese tiempo ninguno informó nada sobre el estado y la residencia de la pareja, además que eran y tenían fama de hombres de poco o ningún hablar. Tampoco se sucedieron nuevos incidentes en la finca y sus alrededores, y hasta el montero con el ojo enfermo curó y el capataz no recibió más impactos de rayos cercanos. Paulatinamente los muchachos volvieron a invadir la arboleda de frutas sin sufrir el más mínimo percance y sin ni siquiera ser atacados por los al parecer furiosos perros de Dolores.
Muchos años después, un día, los monteros negros remataron las reses y los demás animales de la finca, dejaron los perros sueltos que a poco se convirtieron en furiosos jíbaros para el azote de los campesinos de la zona, montaron en sus hermosos caballos y tomaron rumbo hacia un lugar desconocido. Después de esto nunca más se les volvió a ver por el pueblo y los alrededores.
Poco a poco la casa vacía fue quedando en ruinas y comenzaron las visiones contadas por los que se aventuraban por sus cercanías y aun hoy permanecen sus cimientos cerca de la carretera. Por lo que si usted conduce por el tramo de la inmensa recta de la carretera central entre Ciego de Ávila y Florida, y de repente surge una curva cerrada cerca de una arboleda; y aparecen las hermosas manos de una joven campesina de ojos grandes y saltones, y pelo negro y lacio que le llega hasta la cintura, haciendo "autostop", no se detenga, bordee la curva con cuidado y acelere cuanto antes lo más posible, sin volver la vista atrás, es mi consejo, después de haber viajado tanto por tan misterioso lugar y permanecer aun vivo para contar la historia.
Mongo Quintana era un joven guajiro de la zona central de las llanuras del Camagüey, que ostentaba con orgullo tres cosas que lo distinguían de los demás, y que motivan que nos ocupemos de él en este relato sobre los hechos que posteriormente acontecieron en su vida. Se sentía orgulloso de poseer el amor de la más linda guajira de la zona, que había sido objeto de cortejo por muchos hombres, entre ellos ricos y poderosos hacendados a los cuales había rechazado y sin embargo lo había preferido a él entre todos. Poseía, además el mejor caballo de toda la comarca, un esbelto equino de lustrosa piel y crin negras, del que se rumoraba que descendía directamente de los caballos de los "tres negros monteros" que habían habitado la zona en tiempos de la viuda Dolores Cruz, cuya vida había estado envuelta en misterios y leyendas. El noble animal era de buen porte, andar ligero y cadencioso, casi sin levantar las patas, fuerte y de largas ancadas, sí de una carrera se trataba. Y como si fuera poco todo lo anterior, Mongo tenía el mejor brazo zurdo que lanzador alguno se hubiese conocido en aquella región, como lo demostraba en los juegos de pelota dominicales, que en tiempo muerto se disputaban entre poblados y colonias cercanas, que hacía difícil o imposible para los bateadores rivales descifrar sus lanzamientos y sobre todo con la enorme velocidad que iban.
Si le sumamos a lo anterior la fortaleza física del guajiro, capaz de levantar cargas más pesadas que los demás, o ganar en pulso a los más fornidos del lugar, así como su amplia y alegre sonrisa, y otros aspectos más, propios de los jóvenes campesinos de la época en que narramos estos acontecimientos, es fácil de imaginar que la joven Concepción González, la flor más linda del lugar hubiese preferido o Mongo, o Ramón como se llamaba realmente, por encima de cuanto hombre casadero había en aquella región.
Por esta razón ya la cobija del bohío estaba por terminar en el terreno asignado por sus padres cerca de éstos y de sus hermanos, como era costumbre en aquellos años donde las herencias se compartían por igual entre todos bajo la voluntad paterna, ley única y suficiente en estos casos. Sólo faltaba colocar las rústicas puertas y algún que otro retoque al caballete, para evitar que filtraran las aguas de los frecuentes aguaceros tropicales, lo que sería cosa de un par de días.
Pero una negra borrasca, y no la de los huracanes, se cernía sobre el guajiro en la forma del terrateniente, dueño de grandes extensiones de tierra sembradas de caña de azúcar y muchos cientos de cabezas de ganado, Don Aparicio Cañón y de la Calma, nombres y apellidos que venían bien con lo que ocurrió después, sobre todo de inicio "Aparicio", pues hizo su aparición en el momento menos indicado, lo de los apellidos lo veremos más adelante, en la medida que avancemos en la narración
Sí, Don Aparicio apareció porque desde hacía tiempo estaba interesado en el caballo negro de Mongo, y como estaba acostumbrado a que nada se le negara o resistiera en aquellos contornos, había hecho numerosas ofertas al campesino para que le vendiera el caballo, incluso, ofreciendo cifras muy por encima de todas de las que se recuerde, y con las que se podría haber comprado varios buenos alazanes. A todas ellas Quintana se había negado pues bestia y humano prácticamente se conjugaban en un solo ser, y él veía al animal como una parte de si mismo, tal vez un familiar sumamente allegado, como sus hermanos, sus padres, o su propia novia.
Don Aparicio Cañón había hecho su aparición por aquella zona 20 años atrás y arrasaba por donde pasaba, efectivamente como una bala de cañón, primero los montes para sembrar caña y para potreros, luego las tierras que le pertenecían, las que compró y de las que se apropió, también de los bohíos de los guajiros que estaban en ellas sin tener la más mínima consideración, en si tenían hijos o ancianos a su cargo, o si había algún enfermo. A todos, sin ningún miramiento, ni grado de compasión o humanidad. los arrojaba para el medio del camino real y a continuación ejecutaba la quema del bohío, para que no quedaran ni rastros. Y las leyes, para que respetarlas si él se consideraba el dueño y señor de todo aquello y ahora quería más, en principio el dichoso caballo negro de Mongo Quintana, al que no se le podía poner al lado ninguno de los de él, ni siquiera unos moros que mandó a traer del Norte de África, ni los puras sangres españoles, ni un par de ellos que le había regalado el administrador Yankee del Central y que según dijo venían del Estado de California, como los que montaban los indios en las películas del oeste. Todos, sin excepción puestos al lado del negro, desaparecía su porte opacado por aquel que se decía que era descendiente de los famosos caballos de los "tres monteros negros" de Dolores Cruz.
Mongo Quintana no quería llevarse a su novia, Concepción González, sin algo que ofrecerle y para ello quería preparar el pedazo de tierra que le había regalado su padre, ararlo y sembrar caña Medialuna que es dulce y blanda, para que ella, si la comía, esto es, le extrajera el jugo con su boca sensual y apetitosa, no viera sus dientes blancos afectado por la dureza de otros tipos de gramínea. Pero Mongo no contaba con bueyes para arar la tierra y los de su padre tenían demasiados años y eran más cuero que carne, y sólo él los utilizaba para lo que servían, aporcar la caña al final de la zafra, pues no podían casi con ningún arado.
Quien si tenía bueyes y los toros cebús más grande que se pudieran imaginar era Don Aparicio Cañón, que con gusto se los cambiaría por su caballo negro. Pero ¿qué hubiese sido Mongo sin su caballo negro? en cuyas ancas montaría a Concepción para raptarla en una noche o madrugada sin luna, y galopar asustados hasta el pueblo cercano, pasar la primera noche en un hospedaje o en el Hotel, según los recursos del momento, para luego regresarla con él como su mujer al bohío recién construido de techo de guano, piso de tierra bien apisonada y pencas de guano en el techo; y prepararse con sus padres para recibir la visita de su suegro y sus cuñados, con machete al cinto, caras serias y luego del primer responso y las explicaciones respetuosas de su padre, dar por final un casamiento original, el más hermoso y emocional que una pareja podría tener, bajo promesa de amor para toda la vida y para cumplirla que más juez que el filo de los machetes de su viejo suegro y sus hijos, pero esto no era necesario, pues Mongo Quintana era un guajiro de ley y de palabra.
Con aquello soñaba Mongo Quintana y si Don Aparicio lo palabreó a él con lo del caballo, él con lo de los toros, prestarle o alquilarle la yunta de bueyes, pero ninguno estaba dispuesto a ceder, pero el que más apurado estaba era el guajiro, y el hacendado se mantenía al acecho, porque además tenía un propósito muy especial para el caballo, regalárselo a su hija en el pronto desenlace que habría cuando se casara con su novio, el hijo del Alcalde que recién terminaba estudios en la capital de no se sabe que cosa, pero que en definitiva no le eran necesarios pues con tanta tierra, ganado y caña que tenía el futuro suegro y tanta autoridad política del padre, ¿para qué ser buen estudiante?, solo necesitaba un título de cualquier cosa, comprado o no, y que fuera en la capital.
Y Don Aparicio y Mongo no se ponían, ni podían ponerse de acuerdo, hasta que un día intercedió en el asunto Justo el justo, un guajiro "leído y escribido" de la zona, con fama de justo y sensato que planteó una variante opcional, apostar caballo contra un par de toros en un juego de pelota (baseball), entre el equipo de guajiros de la zona y uno que organizara el hacendado. Esto parecía razonable, más teniendo en cuenta la fama de buen lanzador del joven Quintana, la fuerza de su brazo y la comprobada calidad como peloteros de algunos guajiros del lugar, como la del mulato Trabuco, cuyo nombre lo decía todo, aunque no se sabe si era por su fuerza y poder al bate o pertenecer a una colonia cercana del mismo nombre, lo cierto es que cada vez que le daba a la bola con la majagua la desaparecía, y el nombre "majagua" estaba bien dado para el bate pues eran de esa madera y hechos a mano por Jesús del Monte, guajiro bueno en la carpintería, al igual que el otro Jesús, el bueno y misericordioso que crucificaron en Jerusalén y que también fue carpintero.
Patrullando los jardines los guajiros tenían a los hermanos "Jiribilla" y eso si era un apodo, eran tres negritos que corrían y fildeaban la pelota como ninguno, y era difícil que una bola tocara tierra delante o detrás de ellos, además que jugaban descalzos, pues ¿para qué zapatos?, que los molestarían, pues por andar por el monte sin ellos, su piel era dura y con una corteza impenetrable hasta para las espinas de marabú. Y para detrás del home como catcher estaba Macario, guajiro más fuerte que un roble, con un pecho ancho que parecía una pared, cuyo principal alimento era la leche, pues de niño había sido algo debilucho y sus padres empezaron a darle leche a toda hora, pues tenían una pequeña vaquería y aquel muchacho empezó a levantar y alcanzar una fortaleza increíble para su edad; con Quintana se llevaba bien y sabía interpretar cualquier seña que éste hiciera desde el montículo, además de las tradicionales propias del juego. Con estos antecedentes no es de extrañar que Mongo aceptara la propuesta, sin conocer aun las alternativas de Don Aparicio, cuyas trampas y triquiñuelas empezó a urdirlas de inmediato.
En definitiva, cada uno de ellos daba por hecho que ganaría el partido. Mongo que contaría con su yunta para arar las tierras, además de su caballo negro para raptar a su novia y Don Aparicio que podría regalar a su hija aquel hermoso corcel con su historial misterioso y de leyenda y que aun conservaría sus toros. Como terreno, los guajiros exigieron que fuera el de San Jerónimo, poblado cercano, a unos kilómetros de la ciudad, escenario de los mejores momentos de la pelota campesina del lugar, que aunque era un campo rústico, sin vallas y gradería, tenía como fin del terreno un marabusal impenetrable donde pelota que cayera se daría como "home run" no solo por decisión, sino por el sentido común ya que nadie podía internarse en él para buscarla por lo tupida de la maleza. Esto también fue bien acogido por los niños campesinos del lugar pues de seguro alguna pelota caería allí, y como no podía pararse el juego, tomarían otra y ellos se apropiarían mientras tanto de la primera como apetecible objeto para su edad. Como árbitro se aceptó con algo de desconfianza de los guajiros el operario de la grúa de una colonia cercana, decimos de desconfianza, pues los guajiros consideraban que tenía las pesas amañadas y que las arrobas que pesaba eran de treinta libras, con lo cual se anotaba al día, con aquel sobrante, al menos un par de carretas para su padre, de manera que al terminar la zafra éste era considerado como uno de los colonos con mayor caña sembrada, cuando realmente lo que tenía no pasaba de unos cordeles de superficie.
La alineación de Don Aparicio no se supo hasta el último día, en que se apareció con un equipo semi profesional compuesto por afamados peloteros de la liga azucarera, unos del Central Steward de Ciego de Ávila, famosos en la región del Camagüey y otros, la mayor parte, de por allá por Pedro Betancourt en Matanzas, campeones de la liga y con unos negrazos grandes y con uniformes y spikes, era un equipo impresionante. La noche antes habían arribado al pueblo y fueron hospedados secretamente en la hacienda de Don Aparicio, que quería sorprender con ellos al día siguiente.
El partido comenzaría en la mañana mucho antes del mediodía, después que se secara el rocío y para que el juego pudiera finalizar antes que el sol brillara en el medio del cielo. Los guajiros fueron llegando temprano, unos a pie, otros a caballo, en carretones y carretas, y en bicicleta. Don Aparicio, el Alcalde y las clases vivas del pueblo en automóviles y motocicletas, aunque algún hacendado viejo de los contornos prefirió seguir sus viejas costumbres de ir a caballo o en pequeños carretones llamados "Arañas" de poca capacidad de viajeros y de un caballo de tiro, muy rápidos y con ruedas de goma. Los peloteros de Don Aparicio llegaron en un autobús de la época con parte delantera en forma de camión, y efectivamente como esperaba el tramposo hacendado impresionaron en su entrada, cuando llegaron perfectamente uniformados, con trajes de los equipos con que jugaron en la liga azucarera y con una sonrisa de oreja a oreja, pues consideraban que aquellos guajiros serían un "quíquire" para ellos, se los almorzarían en un dos por tres, pensaron todos, incluso algunas guajiras de la zona que acudían como espectadoras y entre ellas Concepción la novia de Mongo, que temió de inició que su prometido fuera alcanzado por una fuerte línea bateada por alguno de aquellos gigantones, aunque pocos pasaban de los seis pies de estatura, muy superior, sin embargo, al de la media de la época.
El equipo de los guajiros era un mosaico de ropas y colores, sólo un par de ellos calzaba spikes y los demás jugaban con botas de campo o tenis, e incluso descalzos como los hermanos "Jiribilla", aunque muchos de ellos si se embazaban se quitaban los zapatos para andar más ligeros, lo cual constituía ahora un peligro pues sus pies podían ser cortados por las puntas metálicas de los spikes, algunas relativamente afiladas por pulirse en la tierra por el uso, o por voluntad de su dueños al darles filo con alguna lima, quizás no por mala intención, sino para que se afianzaran bien en la tierra. Los hermanos "Jiribilla" jugaban sin camisa con el cuerpo desnudo y hubieran sido contratados, no más verlos, por un productor de cine para el papel de esclavos huidos cimarrones, pero este no fue el caso. Gorras llevaban algunos campesinos, pero los más sombreros o nada como el caso de nuestros peculiares fildeadores, nada sobre su pelo de alambre, que para ellos era suficiente para no dejar entrar el sol.
Al ver a los dos equipos daba la impresión que era un enfrentamiento entre David contra Goliat, entre la desgracia y la fortuna, o lo que si era real, entre la pobreza y la riqueza.
Antes de comenzar se hicieron algunas apuestas más, preferentemente en dinero, y también una muy original la del viejo Sinforiano que poseía un cuarto de caballería al lado del río y que desde hacía tiempo rondaba Don Aparicio, que aprovechó la ocasión para ver si se apropiaba de ellas mediante una apuesta en dinero que necesitaba el viejo para hacerse una operación de los ojos, pues ya no veía ni a dos pasos. Estas apuestas que no eran nada significativas para los bolsillos de los hacendados o de los comerciantes del pueblo, pero si afectarían mucho a los guajiros si perdían, pues alguno había apostado hasta la bicicleta necesaria para ir a su trabajo o bajar al pueblo a cualquier gestión; pero todos confiaban ciegamente en el potente brazo, la amplia curva y la recta supersónica e imbateable de Mongo Quintana. Pero para decir verdad, él al ver el equipo contrario, sintió miedo y pensó que se había metido en camisa de once varas, pero esto duró hasta comenzar el partido en que luego de lanzar algunas pelotas fuera de la zona de strikes, tomó confianza, y en el resto del juego se comportó tal como era, el meteoro de las llanuras del Camagüey.
Para comenzar, se le dio la oportunidad de lanzar la primera bola al cura del pueblo de procedencia criolla, que cosa rara le gustaba el baseball, tal vez por ser de origen cubano, ya que la gran mayoría de los sacerdotes del país prefería el football, pues procedían de España, que los producía buenos con todas sus virtudes y defectos para amar a Dios como todo un buen cristiano y también para darle al vino y a las buenas comidas, aunque fuera en Semana Santa y también otros vicios y pecados condenados por la Iglesia pero aceptados por el otro precepto de quienes practican, no de forma sincera esta religión, de mirar para el otro lado y mantenerse al margen de las injusticias, los maltratos y las condiciones de miseria y pobreza en que están sumidos cristianos puros, santos y devotos.
Una vez abandonado el montículo, aunque estaba más plano que un plato, por el sacerdote con su sotana negra que le llegaba a los zapatos, el lanzador del equipo de los hacendados tomó el montículo y despachó a los tres primeros guajiros por su orden, de uno, dos y tres y sin ni siquiera llegarle nadie a primera. Era el equipo visitante, pero en el sorteo le tocaba batear al final de cada entrada, por lo que, y a continuación le tocaría el turno al bate.
Mongo algo nervioso se dirigió a lo que llamábamos montículo y antes de realizar los primeros lanzamientos, miró hacia atrás, para ver si cada pelotero estaba en la posición adecuada, pero como no conocía las características de los bateadores contrarios resultaba inútil y superfluo este primer intento de organización. Además, Don Aparicio, como buen hombre de trampas, había intercalado hombres de mucha potencia en turnos al bate no acostumbrados, así que en el segundo y el octavo puso sendos jonroneros para sorprender a los desprevenidos guajiros. Efectivamente, y luego de que se embazara el primer jugador por base por bolas dado por Quintana que al inicio, nervioso, no daba con el home; el segundo hombre al bate conectó en un conteo fácil para él de dos bolas sin strike, un largo y descomunal batazo por el jardín central que cogió desprevenido al menor, pero más rápido de los "Jiribilla" que patrullaba el center field y que se vio obligado a realizar un fildeo de "leyenda" al capturar el batazo en un último instante, de espaldas al terreno, luego de alargar su mano izquierda con el guante y capturar algo que ya daban por echo como home run, pues el jugador embazado en primera por base por bolas, ya estaba por tercera con rumbo al plato por lo que al devolver la bola al cuadro fue fácilmente puesto out en primera, convirtiéndose la jugada en un doble play, en lo que de no ser por la proeza del negrito, pudieron haber sido dos carreras en contra, nada más comenzar el partido..
Aprendida la lección, Quintana con la frente sudorosa más por el susto que por el calor, comenzó a trabajar en las esquinas mediante curvas o en la zona baja con slider que caían rápidamente en el lugar no esperado por el tercer bateador, que fue retirado sin dificultad.
La segunda entrada en que batearon los guajiros se comportó de forma similar a la primera, no hubo sorpresas salvo un sonado ponche de Trabuco, aunque lo del ponche de éste no era nuevo, era acostumbrado, pero cuando cogía la pelota con su bate la desaparecía en y hasta por detrás del marabú, donde comienza el terraplén.
Quintana salió mejor parado en el segundo, comenzó con más confianza sobre todo luego de trabajar al cuarto bate con curvas y slider alternadas, y con una recta rápida que como un bólido llegó a la mascota de Macario sin ser percibida por el fuerte bateador, que esperaba de nuevo una curva. Los demás bateadores fueron retirados por su orden.
En el tercero, el equipo local volvió a ser retirado de uno dos y tres y parecía que la potente fortaleza de aquellos guajiros estaba silenciada por las habilidades del experimentado jugador del equipo visitante. En este inning, Quintana despachó al séptimo bate también por su orden, pero se equivocó con el octavo pues no esperaba que fuera un bateador peligroso y le disparó una potente línea por la llamada esquina caliente por lo fuerte en que salían los batazos, sobre todo de los derechos, que por suerte fue a dar directamente en la mascota del tercera base que se dio cuenta de ella cuando estaba dentro del guante.
El juego siguió manteniendo el mismo ritmo hasta llegar la octava entrada en que los guajiros embazaron al más pequeño de los "Jiribilla" por toque de bola que sorprendió a todos y la velocidad de las piernas de este veloz jugador, que llegó justo a primera antes que la pelota recogida por el catcher sorprendido a pocos pasos del home. Como era de esperar robó la segunda y pasó a tercera por sacrificio del siguiente bateador. Con un out, Trabuco no decepcionó y conectó un largo batazo por el central que fue capturado por el jardinero bien posicionado, pero que posibilitó la anotación del hombre de tercera base sin ningún tipo de dificultad, pese a que se deslizó en el plato (home) para por si acaso. De inmediato se oyó una gran algarabía, similar a los goles en los estadiums de football y a duras penas se pudo aguantar a los guajiros que querían invadir el terreno. El juego ahora daba una ligera ventaja a los locales de 1 a 0, pero aun faltaban dos oportunidades de bateo por parte de los visitantes.
Aunque no daba aparentes muestras de cansancio, Mongo Quintana enfrentó la octava entrada con dificultad, estaba nervioso, sudoroso, había mucho en juego en aquel partido y comenzaba a sentir cierto dolor en el brazo izquierdo por haber utilizado excesivamente las curvas y los slider; ya la recta era menos veloz y temía que un mal lance fuese descifrado y la pelota enviada lejos por los temibles bateadores contrarios, molestos por haberse encontrado a aquella estrella del baseball en aquellos lejanos contornos de las llanuras del Camagüey.
Logró retirar el octavo con mucha dificultad, el primer bateador se embazó por base por bolas, llegando a tercera por error al robo, al Macario internar sin querer la pelota en el jardín central al tirar muy alto a segunda. Un jugador en tercera era un peligro, no había outs, entonces decidió pasar al siguiente por transferencia intencional a primera para tener mayores posibilidades de sacar outs, luego pudo salir del siguiente por ponche al marear al jugador con dos rectas seguidas y un slider que lo sorprendió y que por poco se le escapa a Macario, pero que pudo parar con su ancho cuerpo, de manera que el jugador de tercera, ni el de primera pudieron moverse. Con un out y hombre en primera y tercera Quintana ordenó a sus hombres jugar por dentro para buscar el doble play, mediante algún roletazo por el cuadro, pero esto no fue así, el bateador en turno conectó un corto fly por detrás de primera mal bateado pero que todo indicaba que podría convertirse en hit con el jugador de tercera listo para salir si la bola caía, pero que fue fildeado de frente a mano limpia por uno de los "Jiribillas" que con la bola en la mano la lanzó directo al home donde fue out el de tercera, completándose el complicado doble play.
El equipo local fue retirado también en el noveno aunque embazaron dos hombres pero un doble play en rolling por el campo corto, doblando a los jugadores de segunda y primera facilitó la culminación de la entrada.
Ahora solo faltaban tres outs para finalizar el juego y en el campo se creó un momento de extrema tensión. El arbitro gruero con pretexto de ir al improvisado servicio o "excusao" a hacer sus necesidades, fue hasta aquel lugar donde, sin que los guajiros supieran nada, lo esperaba el Capataz de Don Aparicio con un grueso fajo de billetes que fue tomado sin dilación por aquel "Judas de campo", con la promesa que recibiría igual cantidad al finalizar el juego. Lo que no había podido lograrse para vencer a un conjunto de campesinos con uno de lo mejores equipos de baseball del país lo resolvería Don Aparicio con el soborno y la compra del partido.
Mientras tanto, Mongo Quintana comenzó aquella 9na. entrada, confiado en su consagración definitiva, más que como pelotero, para lograr lo que más ansiaba en su vida, el amor, la felicidad, la estabilidad de un hogar, un pequeño pedazo de tierra cultivada, que le daría sustento a él y su futura familia, pero estaba equivocado, ya su destino estaba sentenciado.
Nunca en aquellos campos se vieron movimientos ni gestos más elegantes para lanzar que los de aquel guajiro, que se parecían a los de un torero en una plaza de toros, todo lo hizo con elegancia, con ritmo, con soltura, hasta los indiscutibles strikes que comenzaron a ser cantados como bolas por el "Judas gruero", mezquino y avaricioso, y ya con el juego empatado, las bases llenas y con los guajiros protestando, tanto los de dentro como fuera del terreno, y las mujeres a punto de sollozar, el valiente lanzador de los campos, miró a cada uno de sus compañeros y todos ellos fueron asintiendo con la cabeza, también a Concepción que estoica, sin llorar, observaba aquel desenlace fatal y como un jugador más también asintió, también todos los guajiros presentes como si fuera una seña ensayada y conocida por todos y por último a Macario, su entrañable catcher, que dibujó una sonrisa triste y amarga, y entonces Mongo Quintana levantó el pie izquierdo lo más que pudo y mostró la espalda antes de lanzar aquella pelota con todas sus fuerzas que no vio pasar el bateador, ésta no en la zona de strikes como las demás y Macario, lejos de aceptarla se viró de lado como lo hacen los toreros con los toros y la bola fue a dar en la cara del gruero, y su sonido se sintió como el de un machaca huesos porque efectivamente dio frontalmente en su boca de donde salieron disparados los dientes superiores e inferiores, los colmillos y dejó resentida alguna que otra muela, y si no le arrancó la quijada era porque la tenía dura después de comer tanta caña en la grúa.
No hubo fiesta al terminar el partido, ni siquiera en el bando ganador que sabía que no se merecía aquella vergonzosa victoria, de manera que aquellos dignos rivales visitantes recogieron sus ropas, alguno incluso renuncio a su paga y solo aceptó el dinero para el pasaje de vuelta y se marcharon cuanto antes de aquel lugar de ignominia, mirando con desprecio al hacendado Don Aparicio Cañón.
El gruero fue llevado con urgencia para el hospital y sometido a una rápida intervención, no para salvarle los dientes, sino aquella cara que a partir de entonces fue fea y grotesca, como para recordar la maldad que había dentro de aquel cuerpo.
Los guajiros fueron abandonando lentamente y con la cabeza baja aquel campo minutos antes lleno de gritos y clamores, Concepción fue una de las últimas en irse luego de cruzarse la mirada con Mongo, afligido y sintiéndose responsable de todo el daño causado a aquellas infelices almas que habían depositado en él su confianza y sus míseros recursos. Sus amigos y compañeros de equipo trataban de consolarlo conscientes de que no era su culpa, pero él le pidió que lo dejaran solo pues quería despedirse de su caballo, a solas, y esto hizo, le pasó tiernamente la mano por la cabeza y habló con él largo rato mientras el noble animal bajaba y subía la cabeza, alzaba la crin y mostraba con callados relinchos su resignación a sufrir el triste destino que le esperaba. Después lo tomó por la brida y fue caminando lentamente hasta donde se encontraba Aparicio Cañón que lo recibió con una sonrisa sarcástica, de burla, pero no lo dejó ni hablar, le entregó el caballo y se fue caminando, solo, triste, víctima de una injusticia más de las que se sucedían frecuentemente en aquellos campos. Se fue caminando, como un zombi, sin rumbo fijo, y no se supo de él en muchos meses, hasta que las cosas tomaron un rumbo inesperado, después que ocurrieron hechos extraños, misteriosos, en aquellas llanuras llenas de historias, supersticiones y leyendas.
Alejado del terreno, un haitiano viejo y encorvado que aunque no entendía nada de pelota, ni asistía a los partidos y que había observado los acontecimientos desde lejos, tal vez porque sus ancestros y espíritus se lo habían aconsejado, aquellos que lo habían acompañado en su viaje desde sus añoradas tierras haitianas, miró de lejos al hacendado Aparicio Cañón y balbuceó – Tú hacer mucho daño, pronto recibir castigo, gran castigo divino.
Para los campesinos víctimas de aquella injusticia las cosas marcharon bastante peor. De Mongo Quintana no se supo nada más, incluso se temió lo peor, que atentara contra su vida y su cuerpo apareciese colgado de una guásima rodeado de auras, pero esto no aconteció, tampoco se supo donde había ido a parar, solo se sabía que se había adentrado en el monte por los caminos y trillos que podían conducir lo mismo hacia el suroeste a la laguna de Flautilla, o tal vez a la costa, o que había seguido hacia el norte hacia Magarabomba, o hacia el este, a Vertientes, Santa Cruz del Sur o Najaza, pero sólo podían ser suposiciones pues en los montes y selvas no es como en las llanuras, allí no hay caminos rectos y muchas veces como dice el poema y la canción del peregrino, "se hace camino al andar", por lo que cualquier suposición sería una mera conjetura. El viejo Sinforiano perdidas sus tierras que fueron de sus padres y antes las de sus abuelos, fue a parar al camino real, a la mendicidad y así sucesivamente para con los demás. Los guajiros habían perdido sus ahorros y las mujeres se lamentaban e increpaban a los maridos, "que le faltaba esto o lo otro", pero en definitiva les faltaba todo, incluso, lo que no se puede perder, la esperanza.
Aquella noche del juego de pelota quien único lo celebró fue Don Aparicio Cañón y de la Calma, el Alcalde Maldonado y sus acólitos, pues como habíamos dicho hasta los peloteros de la liga azucarera deploraban aquella situación y todos se habían marchado al finalizar el partido. En cuanto al "Judas gruero", éste no pudo celebrar nada, con la cara desecha y un dolor agudo que lo hacía acudir a un calmante detrás de otro.
Contento Don Aparicio llevó a sus invitados a la cuadra donde había instalado al caballo negro de Mongo Quintana, pero no pudieron ni acercarse porque éste comenzó a emitir relincho tras relincho y no dejaba que nadie se acercara mostrando sus fieros dientes grandes y fuertes. Aprovechando todo ese festejo, el joven Oscar Maldonado, hijo del Alcalde y novio de la hija del hacendado, bajo mil promesas se la llevó cerca del corral de los cerdos, donde no los podían ver y la clavó recostada a un poste en un acto de sexo bestial, desabrío y un tanto repugnante, por la desafinada orquesta de los cochinos y su fétido olor, que no impidió la consumación del acto grotesco y bestial. Comenzaba así, esa misma noche la danza de males que acompañaría a Don Aparicio Cañón y de la Calma y su entorno, pues su hija quedó preñada esa misma noche en vísperas de su matrimonio.
Al amanecer de esa noche aciaga, el Alcalde, conduciendo ebrio de rones y aguardientes su coche recién comprado, de último modelo, lo estrelló contra una Ceiba en un recodo del terraplén, y si no se mató fue de milagro, porque no se podía conducir más de prisa en aquel camino lleno de hoyos y baches. Estuvo varios días fuera de servicio y quedó con un brazo medio dislocao.
A la semana siguiente le tocó el turno a Don Aparicio que queriendo montar por la fuerza al negro caballo de Quintana, este lo derribó y lo lanzó a varios metros de distancia, fracturándose vértebras y costillas, por lo que quedó medio "errengao", postrado en un sillón y moviéndose a duras penas con muletas. Mientras tanto, y después de recibir un fuerte castigo del capataz de Don Aparicio con la fusta, el noble equino se dedicó a relinchar todas las noches no dejando que nadie durmiera, por lo que hubo que alejarlo de la casona.
En el orden económico las cosas no le fueron mejor a Don Aparicio y poco antes de comenzar la molienda en el central, varias caballerías de caña cogieron fuego que no hubo forma de apagarlo, pues la seca estaba castigando fuerte el lugar. Si fue accidental o no, nadie lo supo, porque no se encontraron restos de velas ni de combustible en el lugar, pero ¿quién quita? que uno de los múltiples guajiros víctimas de los desmanes del hacendado entendiera que debía tomar la venganza por su mano. De la caña no se pudo salvar nada y hubo que demoler y resembrar las caballerías quemadas, con lo cual el ambicioso colono no podría cumplir con su compromiso la próxima zafra.
La falta de lluvia ocasionó un mal aun mayor, y las reses con los potreros pelados empezaron a sufrir una gran hambruna, pese a los intentos de los empleados de la finca por traer pastos de otros lugares, porque a decir verdad la seca solo era en las tierras de Don Aparicio Cañón; mientras en el resto de la región el agua caía a cantaros. Pronto los espejos de agua o pequeñas lagunas comenzaron a secarse y hubo que trasladar el ganado a orillas del río y los arroyos donde más de una vaca se desnucó despeñada en las inclinadas pendientes de éstos.
Mientras tanto, Don Aparicio enyesado a medio cuerpo, no podía casi ni moverse y se ahogaba con tanto yeso, bajo un calor fuerte e intenso. De todas formas era un hombre de temple, lo que no se puede negar, y aunque sumaba pérdida tras pérdida, esperaba la boda de su hija para regalarle el famoso caballo negro. Ésta también ansiaba aquel momento no tanto por amor, sino por su barriga crecida por el regalito de su prometido en aquella noche en que se entregó a él bajo sus falsas promesas de amor. Y falsas, porque viendo éste que las cosas no le iban bien a su futuro suegro y como su único interés en el enlace era puramente material, dejó a la novia plantada, vestida con su barriga apretada al máximo, frente al altar y se llevó a otra joven del pueblo, también de buena posición y aprovechó los días que le había regalado el que iba a ser su suegro en un lujoso hotel de Varadero. Y para justificarse de aquello empezó a decir que la muchacha no era virgen, que se tiraba a cualquiera y que el hijo que esperaba no era de él y otras cosas más, no propias de los hombres. Y a todas estas, el viejo Don Aparicio sin poderse mover, y ese día por tanto disgusto sufrió un derrame cerebral y se quedó sin poder hablar y ni siquiera mover el rostro.
Eran demasiadas malas cosas juntas las que habían pasado después de aquel partido de pelota y que no tenían explicación racional alguna, y con el temor de que ocurriera alguna desgracia más, o se quemara la casa por un rayo, – ya había caído uno días antes en los mismos corrales de puercos testigos del amor entre la hija de Don Aparicio y Maldonado -, la mujer de éste no esperó más y mandó a buscar al único que sabía algo de castigos divinos en la zona, el haitiano "Monsieur", nombre que le habían apodado a su llegada a Cuba, porque él trataba a todos con esa palabra, la que muchos en la zona no sabían lo que significaba.
El haitiano se tomó su tiempo, en otras épocas había cortado caña para Don Aparicio, sin paga monetaria, mediante vales en la tienda comercial donde cualquier artículo tenía un precio superior al de una boutique de Paris. Ya estaba viejo, vivía en un rancho a medio derrumbar cerca del río, fuera de las tierras del hacendado, pues éste lo había echado sin ningún miramiento porque decía que no quería haitianos y jamaiquinos en sus tierras. Vivía ahora de la caridad pública, haciendo el bien, pues era un entendido en las cosas espirituales, pero no aceptaba pagos, solo lo que consideraba necesario, no por sus servicios que fueron muy valiosos en la zona, sino para poder sobrevivir en la más absoluta pobreza y austeridad.
Cuentan que dada su fama un día llegó a verlo desde la Habana una señora con suficientes joyas o alhajas de valor para interceder por su hijo que se moría padeciendo altas fiebres y él mandó primero que se quitara todo el oro que llevaba encima antes de pasar a su bohío, pues allí no podía entrar nada que semejara lujo y ostentación. Una vez la mujer oír los responsos correspondientes y emplear los remedios e indicaciones del haitiano, al llegar a su casa encontró que su hijo le había bajado la fiebre, nunca más volvió a sufrirlas por lo que a partir de ese momento no utilizó más joyas y alhajas y vistió con simpleza, en un hogar donde su hijo creció sano y feliz.
Muchos años tenía el haitiano y era el mismo que el día del juego de pelota había vaticinado lo que iba a ocurrir. Él llevaba muchos años en la isla, primero entre cafetales y después entre cañaverales luego que la linda haitiana que lo acompañaba, de voz y canto melodioso en el mejor de los "Patuas" (versión del francés en Haití) cuando entró por los cafetales de Guantánamo, murió por efecto de la fiebre de la influenza sin que él pudiese hacer nada para salvarla. Por este motivo encaminó sus lamentos a los espíritus buenos que lo habían acompañado desde Haití y bajó hacia el llano, como le aconsejaban, a hacer el bien entre tanto haitiano, jamaicano y guajiro necesitado en las inmensas llanuras del Camagüey.
"Monsieur", no acudió de inmediato, consultó a los espíritus buenos y de sus ancestros, incluso a los de los traídos de África, aunque estaban lejos, y decidió por fin acudir al llamado de la familia del terrateniente, no por cortesía, sino porque el hacendado sufría y a veces reclamaba a gritos la presencia de la muerte, pero esta aún no le tocaba.
Al llegar no entró a la casa y pidió que le trajeran al enfermo a una Ceiba que no quedaba lejos y allí pidió a los presentes que arrojaran "kilos prietos" (monedas de un centavo con la efigie del Presidente Lincoln que circulaban libremente en el país), luego pidió una botella de aguardiente, se dio un largo trago y lanzó el chorro sobre el rostro del hacendado que pese a su enfermedad lo miró con ojos de odio. Ese síntoma fue suficiente para el haitiano, para darse cuenta que el mal de Don Aparicio era mayor que el que él se imaginaba.
-Esto es cosa mala, muy mala, tú estar lleno de odio, mientras tener odio no curar y tener malos espíritus, muy malos espíritus metidos en tu cabeza, ellos querer que tu hacer mal y yo no tener muchas fuerzas del bien para enfrentarlos, pues se quedar en Haití, tu tener que ir a otra espiritista, ir a ver a "Cariá" de parte mí, pero no ofrecer pago ir pidiendo misericordia y llevar enfermo.
Pero quien era "Cariá", supusieron que Caridad debía ser el nombre pero donde encontrarla, el haitiano no habló más y se marchó lento, silencioso. Pronto comenzaron las averiguaciones y como en el campo al fin todo se sabe pronto, les informaron que había una mujer dedicada, al igual que el haitiano, a hacer el bien y que vivía en las afueras de un pueblo cercano.
Allí trasladaron con mucho cuidado a Don Aparicio y se encontraron una sencilla y humilde casa de madera y tejas en cuya sala se hallaban congregadas algunas personas, esperando a ser consultadas por la médium. La comitiva del hacendado no cabía junto a los demás que esperaban en la salita, pero de pronto una voz llegó desde el interior y dijo con autoridad, – por favor den paso al hombre del caballo negro que no puede esperar, pues su caso es muy grave.
Le dieron libre paso y lo cargaron entre dos hombres hasta un balance de madera y esterilla de guano tejido delante de una mujer mayor, con pelo negro encanecido por los años, o los sufrimientos propios o de los semejantes, su mirada era severa y no se podía saber a ciencia exacta su edad. En esta ocasión notaron que de vez en cuando se estremecía, no por un problema físico o emocional, sino como se supo después, por los muchos espíritus malignos que acompañaban al hacendado y que ella comenzó a ahuyentar mediante el auxilio de Dios y de los buenos espíritus invocados ese día al salón para ayudar a las personas necesitadas de caridad, que aquel día acudieron a la consulta.
Pero aquello no era suficiente y la médium invocó mediante cánticos numerosos espíritus fuertes y buenos, hasta que logró calmarse.
Pidió entonces que le trajeran rompesaragüey, albahaca, apasote y otras yerbas aromáticas y que desvistieran al enfermo al que sometió a un despojo con aquellas yerbas para ahuyentar todo lo malo. Luego, sudorosa se oyó su voz con fuerza como si viniera de ultratumba: – Es muy difícil librarte de todo el mal que te acompaña, tu alma está llena de odio y de maldad. Es necesario darle un despojo semejante durante nueve días consecutivos y entonces tráiganlo de nuevo, ya más libre de espíritus malignos, pero dudo que esto sea suficiente.
Ahora el cuerpo del enfermo se encontraba tranquilo, como si soñara, con una mirada perdida en el infinito, aunque de vez en cuando pero cada vez con menos frecuencia le daban convulsiones. Salió de allí bajo un fuerte aguacero y con numerosos rayos que alumbraban el cielo y truenos que hacían temblar la tierra. – Déjenlo que se moje, – dijo la médium – así limpia algo más de lo mucho malo que trae.
Al cumplirse los nueve días exactos de la visita a Caridad volvió la familia, esta vez no había personas para consulta, solo dos mujeres más, también médium que dándose la mano en un cordón mediante una rueda invocaron los buenos espíritus, después rodearon el cuerpo del enfermo y lo zarandearon y repitieron pases con plantas mientras voces no propias de ellas se oyeron como de ultratumba y la que comenzó hizo referencia especial al caballo negro que él se apropió con trampas, había que soltarlo y devolver todo lo robado a los guajiros, los del juego de pelota y los anteriores, sólo deshaciéndose de esto volvería la salud a aquel cuerpo enfermo y la prosperidad a sus tierras. Los responsos duraron mucho más tiempo hasta que al final lo dejaron irse examine, con los ojos aún perdidos en la lejanía. Debía volver por aquella casa o centro todas las semanas, en día de domingo y allí comprobarían si había por fin escogido el camino del bien.
Durante el trayecto, algunos, incluyendo el capataz dudaba en llevar adelante los consejos de los médiums, incluso menospreció a la vieja mujer llegando hasta a calumniarla. Pero la esposa del hacendado se mantuvo firme, en sus trece, y al día siguiente soltaron el caballo negro, que corrió velozmente sin mostrar los dientes en busca de su amo, o mejor dicho su amigo, que él solo sabia donde se encontraba, lejos en la Sierra de Najasa, hasta donde había ido caminando luego de aquel día de infortunio.
Esa misma tarde cayó sobre las tierras del hacendado Don Aparicio Cañón y de la Calma un torrencial aguacero que limpió todo el aire lleno de polvo en suspensión de varios meses sin caer una gota, y continuó lloviendo durante nueve días, hasta que las lagunas se llenaron de nuevo de agua y los arroyos crecidos corrieron como ríos para arrastrar todos los males acumulados en aquel sitio infernal.
El décimo día aclaró con un sol radiante y un arco iris en dirección a los campos de los alrededores y desde una ventana, de pie, Don Aparicio Cañón y de la Calma comenzaba a sentir las bondades de su segundo apellido que lo fueron calmando aún más, cuando fue días tras día devolviendo todo lo robado en los campos, incluyendo los terrenos del viejo Sinforiano que aun pese a la tragedia vivía, aunque con pocas fuerzas. Desde ese día fue el terrateniente más bondadoso de la zona, pronto los cañaverales resembrados comenzaron a retoñar dada la fortaleza de la gramínea tropical, y el ganado volvió a pastar libremente por los verdes prados de sus potreros; y un día ya mejoró tanto que pudo montar en uno de sus caballos alazanes y fue hasta el potrero a escoger los dos mejores toros, para hacer una yunta, destinada como regalo de bodas al que pronto sería su amigo, el joven guajiro Mongo Quintana.
Mientras, en la Sierra de Najasa, en un rancho de carboneros donde varios hombres cuyo color de la piel era imposible de distinguir por lo tiznados que estaban, todos negros por el carbón, llegó un caballo negro sudoroso, a todo galope y sin dudar se acercó a un joven tiznado de negro que llenaba unos sacos alrededor de un gran horno de forma piramidal, que por lo ensimismado que estaba en su labor no se dio cuenta de la llegada del animal, éste soltó un relincho, abrió ampliamente sus mandíbulas como si quisiera dibujar una sonrisa, y bajó la cabeza para recibir las caricias de su dueño que recién entonces se dio cuenta de su llegada. Entonces, sin pronunciar palabra, el joven se montó sobre el caballo, sin montura, y al alejarse caballo y jinete, ambos de color negro como la noche, se oyó esta vez un fuerte relincho y el caballo se paró en dos patas y salió galopando hacia las inmediaciones de las inmensas llanuras del Camagüey.
Autor:
Calixto López Hernández
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