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Ismo

Enviado por ncastro


    El Gran Caribe es teatro de encuentros de un plural abanico de culturas, crecientemente articuladas por circulaciones, intercambios y convergencias creativas cuya legitimidad se ha reconfirmado, en oposición a los paradigmas coloniales y neocoloniales que las precedieron y segregaron. Su desarrollo es obra colectiva de múltiples oleadas humanas –antillanas y continentales–, que durante medio milenio fecundaron la región trasegando y sumando aportaciones entre las variadas culturas particulares que la constituyen y dando lugar a la intercultura que hoy seguimos elaborando.

    Algunos de los pueblos de la Cuenca han avanzado más que Panamá en el proceso de sintetizar una cultura propia. Sin embargo, los panameños hace largo rato produjimos una personalidad nacional suficientemente robusta para sobrevivir con éxito las incontables pruebas neocoloniales e intervencionistas que han recaído sobre el Istmo donde nacimos. Aún así, esta personalidad se caracteriza por tener como base un mosaico de culturas más particulares, a diferencia de la relativa homogeneidad de otros pueblos de la región. Esa cultura expresa la condición pluriétnica del país, la progresiva incapacidad de la clase dominante tradicional para prolongar su hegemonía cultural, así como las solidaridades que paso a paso han venido dándose entre los desposeídos y desarticulados de ayer.

    Tal experiencia demuestra que no es la exhumación de las antiguas raíces, ni la decantación de los diferentes componentes étnicos, ni la supremacía socioeconómica y política de un grupo especial, lo que proporciona singularidad y fuerza cultural a la nación, sino la convivencia e intercambio de las aportaciones entre todos los que concurrimos a constituirla. Confluir alrededor de objetivos sociales compatibles y concurrentes, con base en una coexistencia cultural así enriquecida y productora de expresiones comunes, o comúnmente apreciadas por significativas y valiosas, puesto que promueven metas sociales comunes.

    Situados en el fondo meridional del Gran Mar, para los panameños no hay uno sino varios modos de pertenecer a las familias culturales del Caribe, como tampoco hay un solo Caribe sino una diversidad de matrices que se entrecruzan y renuevan entre sí, componiendo un conglomerado de diarias convergencias y diversificaciones. Si la enorme heterogeneidad del universo se puede contemplar en un grano de maíz, Panamá lo demostró al acoger y hacer convivir a diversos y hasta dispares modos de participar en el conglomerado caribeño.

    Paso obligado entre dos océanos, el Istmo de Panamá quedó encadenado a la expansión europea como cabeza de playa para encontrar el Pacífico y conquistar sus riberas; en particular, para la colonización española de la Centroamérica meridional y, principalmente, para la conquista y expoliación del Perú y de sus parajes vecinos. Tanto importó este paso interoceánico que durante la mayor parte de su historia colonial el Istmo fue una dependencia del Virreinato de Lima y luego un Situado de sus cajas reales, incluso cuando, ya entrado el siglo XVIII, tras el agotamiento de las minas decayó el tránsito peruano y la administración del territorio fue asignada al Virreinato de Bogotá.

    En efecto, hasta el día de hoy un istmo puede servir para dos cosas: dejar pasar o impedir pasar. La Corona se valió de Panamá tanto para trasladar al Atlántico los tesoros peruanos e intercambiarlos por mercancías europeas como para impedir que los británicos y demás potencias rivales pudieran tener acceso a los inmensos dominios de España en el Pacífico. La desproporción entre ambas funciones aún puede verse: desde los inicios de aquella era, el poder hispánico gastó mucho más en robustecer el sistema de castillos y baluartes que en acondicionar el modesto camino de herradura con que enlazó ambos océanos.

    Los panameños, pues, vinimos al mundo –a este mundo– engarzados al ámbito colonial de los puertos y navegantes, y de los grandes monopolios comerciales y militares. Ser la puerta del Pacífico desde los comienzos insertó a nuestro país en el mundo caribeño. En la cercana Cartagena de Indias fondeaba una parte de la flota de galeones mientras otra se encaminaba a la mexicana Veracruz y, cuando el tesoro peruano llegaba al puerto ístmico de Portobelo, allí atracaban los grandes buques para el intercambio de manufacturas europeas por plata americana. La fortificada ciudad se tornaba un opulento hormiguero de variopintos negociantes, marinos, hombres de armas, dignatarios y esclavos en la celebración de las renombradas Ferias de Portobelo. Luego, los galeones eran escoltados a La Habana, a reunirse con los que retornaban de México, para volver a Europa juntos y bajo redoblada protección a través de un Atlántico infestado de guerras y piraterías.

    Tenemos pues al Istmo engranado entre el Callao, de una banda, y Cartagena y La Habana de la otra. Como corredor para los ímpetus de la Conquista, pronto allí se asentó la primera modalidad de colonizadores que no tenían origen americano: los hombres y mujeres llegados del sur de España, seguidos luego por los primeros esclavos de origen africano, unos y otros con su respectiva cultura a cuestas.

    La conquista y colonización española del Pacífico americano empezó por esta estrecha cintura continental y se propagó enseguida al Norte y Sur, ocupando primero las costas y llanos aledaños y más tarde las lejanías y altiplanos. Mientras más remoto era su alcance, menos andaluces iban quedando y otros peninsulares venían a continuar esa derrama. Así, por el vecindario de Panamá menudearían los apellidos llegados del sur de la Península, más allá los nombres manchegos y castellanos y acullá los norteños y vascos (como en Chile y en el norte mexicano, que para entonces incluía la California). Pero en Panamá no sólo quedaron los apellidos sino sobre todo la modalidad dialectal, la idiosincrasia, el gusto culinario, la arquitectura lugareña y, de sobresaliente modo, el sentido musical.

    Todavía se hermanan en su abuelo andaluz el cante del montuno blanco o cholo panameño con el del jíbaro puertorriqueño y el guajiro cubano y, hasta reciente fecha, mientras más recóndito era el rincón de monte, más flagrante el parentesco, preservado por el añejo aislamiento. Este es el primer lazo istmeño con el Caribe y es el mismo cuyas resonancias igualmente encontramos hasta Veracruz, por un extremo, y que por el otro reverberan a lo largo de la costa y del llano colombo-venezolano: es el vivo y persistente Caribe hispánico, que no oculta sus ancestros magrebíes y desde entonces anudó a todos los hijos de esta mitad de la Gran Cuenca.

    El segundo lazo data de los inicios del trasiego interoceánico, cuando a Panamá arribaron los primeros esclavos "ladinos", procedentes de España y, poco más tarde, los oriundos de las costas occidentales de África, traídos al Istmo desde las antillas hispanohablantes. No obstante, en esto el país se diferenció de esas otras colonias: puesto que la principal actividad económica era el trasiego interoceánico, que la minería tuvo corta vida y las haciendas fueron modestas, Panamá no fue asiento permanente de grandes dotaciones de esclavos. Las Ferias de Portobelo y los períodos de relativo aislamiento que mediaban entre una y otra no se repetían a plazos cortos ni fijos, así que al cabo de cada uno de esos espléndidos eventos gran parte de los esclavos eran revendidos a las haciendas peruanas o en puntos más cercanos.

    Otros huyeron a los bosques situados al oriente de la ruta del tránsito interoceánico donde, alzándose en importantes palenques cimarrones, la hostigaron hasta que el Imperio se vio precisado a emanciparlos. Liberados, se asentaron en parte de la costa atlántica, en la región del Darién –que por el Pacífico colinda con el Chocó colombiano– y en el Archipiélago de las Perlas, sobre este océano, donde antes ellos habían sido buceadores de tan codiciadas ostras. Los ladinos y libertos colorearon las tradiciones criollas "de tambor", vinculadas al nacimiento de la cultura nacional en los pueblos del "interior" occidental del país; los segundos produjeron la robusta cultura de los "congos" y costeños, que la región oriental de Panamá comparte con las costumbres, el habla y la música de los negros colombianos ribereños de ambos océanos.

    Estos libertos, que así quedaron reducidos a la siembra y la pesca de autosubsistencia, y vueltos al monte en convivencia con los indios, son primos de los mismos afroamericanos cuyos trabajos tapizaron de caña de azúcar las Grandes Antillas españolas y los enclaves de Veracruz, de la costa colombo-venezolana, la ecuatoriana de Esmeraldas y la del Perú. Todavía, además de los vestigios musicales más directamente africanos, tienden puentes vivos entre la marinera, el porro, la plena y el son, y a veces hacen difícil distinguir si una cumbia viene de Colombia o es panameña.

    Hasta entonces, el ámbito recorrido fue el que abarcaron los viajes de Colón y las colonizaciones iniciales, en el siglo XVI y los albores del XVII. Y fue también, poco más tarde, el mundo de los primeros criollos y de los primeros cimarrones, así como el de la piratería y el prolífero comercio contrabandista que, burlando a vela y hasta a remo las distancias y la represión de los monopolios coloniales, ató con millares de hilos el universo de las islas y recodos continentales que pueblan la Cuenca. Como fue, asimismo, el ámbito de varias de las primeras imprentas y universidades del Nuevo Mundo.

    Pero, junto a esto, igualmente se dieron grandes diferenciaciones y aislamientos. Belicosos poderes coloniales se tomaron distintas islas y enclaves desde donde reprodujeron sus enfrentamientos. Islas hubo que cambiaron de mano 16 veces entre dos o más rivales europeos, dejándonos esquizofrenias lingüísticas y culinarias que perduran hasta nuestros días. En Panamá, desde que el colonialismo cruzó su territorio, el istmo dejó de comunicar por tierra las anteriores poblaciones de Norte y Sudamérica. A la vez, los pueblos indígenas del país fueron despojados de las fértiles llanuras, replegándose a montañas y bosques que los separaron entre sí y los marginaron de los nuevos procesos socioculturales que la región experimentó, resultando marginados de las agitaciones creativas del Gran Caribe, incluso cuando conservaron acceso al mar.

    De modo semejante, durante largo tiempo los influjos antillanos y negroides serían más débiles hacia el extremo pacífico-occidental del país, el "interior" profundamente hispanizado pero de escasas relaciones directas con el tráfico interoceánico. Esta segregación se refrendó mediante feroces represiones contra toda pretensión de establecer en esa parte del Istmo cualquier otra ruta interoceánica, paralela a la que el monopolio real detentaba con sede en la Ciudad de Panamá (como más de una vez lo intentaron los audaces criollos interioranos en combinación con los mercaderes británicos aposentados en Jamaica). Ello demoraría el surgimiento de un tercer sistema de lazos entre esa parte del país y las profundidades del Caribe.

    Así las cosas, entrado el siglo XVIII menguó el tránsito peruano y el Istmo entró en una hibernación que lo ocupó durante varias décadas: languidecieron los intercambios con las Antillas y el resto del mundo, ensimismándose el país en la gestación de su propia personalidad cultural. Ésta nunca fue centroamericana, pero la subsiguiente anexión del territorio al Virreinato de Nueva Granada tampoco bastó para imprimirle un carácter más colombiano, pues los vínculos con Bogotá serían menos sustantivos que los antes tenidos con el lejano Perú y las antillas españolas. La cultura acunada en ese período de relativa desconexión fue, pues, netamente panameña y se desplegó a partir de los pueblos interioranos de la región central del país.

    Ella dio base a la independencia de Panamá de España en 1821, la que los istmeños lograron por sí solos, decidiendo enseguida confederarse al proyecto gran colombiano encabezado por Simón Bolívar. Fieles a los viejos lazos, los panameños poco necesitaron combatir en su propia tierra pero, acto seguido, aportaron tropas y oficiales que se distinguieron a las órdenes del Libertador y del mariscal Sucre lo mismo en Boyacá que en Pichincha, y que en Junín y Ayacucho, puesto que la libertad propia sólo se podía defender alcanzando la de sus demás hermanos.

    Sin embargo, poco después de la Independencia de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas, Panamá tendría un nuevo y drástico proceso de reinserción en el Caribe, que surgiría a mediados del siglo XIX. El pertinaz interés británico por hacerse del control de los posibles accesos al Pacífico a través de Centroamérica provocó el establecimiento de enclaves y protectorados ingleses desde Belice hasta la llamada Costa de la Mosquitia y la entrada a los lagos de Nicaragua. Con ello, esa larga costa quedaría vinculada a aquella otra parte del mundo caribeño, a través del establecimiento de poblaciones traídas de las antillas anglohablantes.

    A su vez, la apropiación de Nuevo México y California por Estados Unidos hizo de esta nación una potencia ribereña del Pacífico y la precipitó en la necesidad de obtener su propia ruta interoceánica, cosa entonces imposible a través del macizo continental norteamericano. Enseguida, Estados Unidos procuraría anexarse Cuba –llave estratégica del Golfo de México y del Caribe occidental– y, poco más tarde, lo intentó en Nicaragua mediante fuerzas irregulares o "filibusteras", aunque la denodada resistencia centroamericana lo impidió, con la colaboración inglesa. Durante medio siglo, la rivalidad entre el colonialismo británico y el expansionismo estadunidense desempeñaría un papel medular en la interrelación de los pueblos del Caribe.

    Así, el ventajoso posicionamiento inglés sobre los ansiados accesos centroamericanos indujo a los estadunidenses a fijar sus objetivos en Panamá. Se lo facilitó la imprudente aquiescencia de los gobernantes bogotanos, interesados en que un aliado poderoso los auxiliara a preservar la dominación colombiana sobre el Istmo, amenazada tanto por el separatismo panameño como por la marina inglesa. Desde 1846, Bogotá cedió a Estados Unidos el derecho de tránsito de tropas, colonos y mercancías a través de Panamá, a cambio de que las fuerzas norteamericanas garantizasen el orden público y la soberanía colombiana sobre la faja interoceánica del Istmo.

    La magna empresa norteamericana de aquellos tiempos fue la construcción del ferrocarril transístmico, una hazaña de la época fatigosamente alcanzada a través de las boscosas colinas del trópico húmedo y muy lejos de las fuentes de abastecimiento técnico. La superexplotación del trabajo aplicada para lograrlo a través de un país relativamente despoblado exigió importar grandes contingentes de trabajadores. Aunque se emplearon brazos de Centroamérica y Colombia, fue preciso traer dotaciones de obreros chinos y de las Antillas anglohablantes, que tuvieron a su cargo las labores más pesadas.

    Muchos miles de unos y otros dejaron su vida en Panamá, se dice que tantos como traviesas tiene el ferrocarril; con todo, es imposible conocer la cifra verdadera, pues las estadísticas de la empresa constructora no registraron el número de las víctimas "de color". No obstante, conocemos la amplia huella cultural aportada por la masa de sobrevivientes que allí quedó desempleada al concluirse las obras y que con el correr del tiempo se incorporaría al historial de las luchas sociales panameñas, sobre todo en la terminal atlántica de Colón, ciudad nacida del ferrocarril. Este fue el primer gran conglomerado angloantillano del país.

    Durante unos veinte años, el corredor ístmico atestiguó de cerca la "fiebre del oro" californiana, mirando pasar los trenes de la abrupta prosperidad norteamericana desde la inicua platea de los hambrientos que, concluida la obra, habían quedado sin papel que desempeñar en la economía del país. Con todo, Panamá volvió a quedar comunicada con el mundo y con el Caribe, a través de los mayor es y mejores buques a vapor de aquella época, que desde ambos extremos del ferrocarril intercambiaban cargas que lo mismo se trasegaban entre Valparaíso y Liverpool o, sobre todo, entre San Francisco y Nueva York, aparte de otras rutas.

    Al Istmo arribaron otras inmigraciones, ahora norteamericanas y europeas y lo mismo de corte comercial que aventurero. Pero unos decenios después, terminada la Guerra Civil estadunidense y tras la apertura del primer ferrocarril trascontinental norteamericano, en Panamá sobrevendría una nueva contracción. Hasta finalizar el siglo, Estados Unidos archivaría su interés inmediato por nuestro país: como en los tiempos de la Corona, el tráfico comercial decayó pero las facultades de intervención militar permanecieron.

    Empero, a poco de esa crisis del ferrocarril, se inició en gran escala el primer intento real de cortar el Istmo por la mitad con un canal interocepanico, emprendido por el grupo francés que recién había cavado exitosamente la ruta de Suez. Una briosa influencia francesa se haría sentir en Panamá durante las dos últimas décadas del siglo XIX. Esta vez, la intensa importación de mano de fuerza de trabajo consumió brazos traídos de gran parte del mundo, entre ellos numerosos contingentes de casi todas las Antillas, aunque los franceses prefirieron, especialmente, a los trabajadores de Martinica y Guadalupe, que llegaron en tal número que aun hace algunos años, a un siglo de cuando aqulla empresa quebró, todavía se apreciaba la huella de las costumbres de esas dos islas, pese a que el empeño francés había significado una mortandad mayor que la del ferrocarril.

    Así, en los albores del siglo XX el expansionismo norteamericano, enseguida de desplazar a los ingleses de la mayor parte del área centroamericana, triunfante en la guerra de España y amo de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, relevó en el Istmo a los franceses, volviendo sobre Panamá con todo el poder de sus nuevas necesidades. Estas ahora fueron las de terminar el canal que los europeos habían dejado inconcluso, aunque pasando a concebirlo como un proyecto de interés militar más que como un instrumento destinado a desarrollar el comercio internacional.

    Tras haber empleado por medio siglo a los buques de su armada para "pacificar" al país impidiéndole separarse de Colombia, tan pronto como Bogotá dejó de responder al nuevo género de intereses norteamericanos, Estados Unidos volteó los cañones e intervino para favorecer la secesión del Istmo. Las naves norteamericanas impidieron el arribo de las tropas colombianas destinadas a sofocar el siguiente intento separatista panameño, esta vez protagonizado por la élite más conservadora, que tras el retiro de los franceses había quedado urgida de servir a cualquier otro que viniese a reanudar las obras. Con todo ello, esta intervención subordinó a la naciente República a la condición de un virtual protectorado.

    En construir el Canal se invirtieron más de diez años, durante los cuales trabajaron contingentes de hasta 50 mil hombres, bajo el régimen de una empresa estatal y militarizada que los estratificó y los segregaba según su origen nacional y racial. Las mayores dotaciones obreras vinieron del Caribe y en especial de las Antillas anglohablantes, descollando en número los trabajadores procedentes de Barbados y Jamaica.

    De esa forma Colón, la hija del ferrocarril, segunda ciudad del país en población y primera en penalidades, crecida con el Canal se adornó con todas las características de un puerto de las Indias Occidentales y la ciudad capital, a orillas del Pacífico, conserva barrios y hábitos de ostensible impronta angloantillana. Finalmente, al concluir las obras, las empresas bananeras establecidas en el extremo atlántico del país desde finales del siglo XIX, asimilarían parte de la fuerza laboral desempleada al terminarse la construcción del Canal, con lo cual aquella zona se incorporó al vivaz rosario de enclaves angloantillanos que bordea la costa caribeña desde Belice hasta Colón. Al cabo, hoy el 16 por ciento de los panameños tenemos ese linaje.

    Nuestro pequeño istmo se ha integrado, pues, como un complejo mosaico de pueblos; en buena parte, un mosaico de enclaves: el enclave colonial norteamericano de la antigua Zona del Canal, ya desaparecido, con sus guetos militares y civiles para blancos y para negros; los enclaves angloantillanos en las dos ciudades terminales del Canal; los enclaves que fueron los puertos bananeros en el extremo occidental del Istmo, en el Atlántico y el Pacífico; los encalves indígenas, que son sedes territoriales de tres robustas culturas de diferente raíz; las comunidades chinas, indostánicas, hebreas, árabes y europeas, cuyas fronteras han venido diluyéndose; y las mayorías criollas, blancas y mestizas, regionalmente diversificadas desde la capital y los llanos extendidos a lo largo de la vertiente del Pacífico, hasta la amistosa pero nítida, casi drástica, frontera cultural centroamericana.

    Ese mosaico lo es también lingüístico. Excluyendo algunas minorías demográficas, en Panamá predomina la modalidad andaluza del castellano, que convive con tres lenguas indígenas y el creole antillano, que también llegó a ser una lengua panameña; idiomas que hasta hace unos años coexistían con el sureño inglés de los zonians, oriundos del enclave extranjero que envolvía al Canal y partía en dos al territorio nacional. Lo mismo puede decirse de la dieta, a la vez mestiza, criolla y antillana que se combina con las ya aclimatadas aportaciones de la China meridional, así como de las tradiciones musicales y danzarias, entroncadas a la vez con unas y otras de las Antillas y la costa colombo-venezolana.

    Siempre queda al observador la tentación de calificar a Panamá como una Antilla. No obstante, un par de tecnicismos geográficos se lo impedirán, forzándolo a admitir que ese territorio bioceánico se ubica en la otra orilla de la Cuenca y atado por una punta a Centroamérica y por la otra a América del Sur. Junto a la raigal herencia mestiza, allí se anudaron por lo menos tres brazos de las intercomunicaciones caribeñas: el continental, el de las Antillas hispánicas y el angloantillano. Así, al cabo es válido afirmar que la nación de los panameños queda en algún paraje situado entre la cumbia y el calipso.

    En su ámbito geográfico, el rompecabezas caribeño fue recortado y repoblado por las rivalidades y cambiantes dominaciones de las potencias que se lo habían repartido y vuelto a repartir. Se puede trazar el mapa hasta de las preferencias deportivas, según la fecha, brutalidad, duración e intensidad de esas dominaciones: países del fútbol y países del béisbol, así como igualmente países católicos (y más o menos santeros) y países protestantes, o países de guayabera y de cariba, según los tiempos en que los reinados europeos se turnaron en las islas y en que la expansión estadunidense desplazó de sus dominios a España pero debió aceptar que otras potencias trasatlánticas permanecieran en el área.

    Dentro del mosaico panameño, tan hondas fueron alguna vez las diferencias entre los enclaves puestos a coexistir por los poderes foráneos que, en pasados tiempos, tuvieron dificultades para cooperar entre sí los hombres y mujeres que, más allá de pieles y lenguas, padecían idénticos sinsabores y se merecían iguales solidaridades y esperanzas. Se les hizo sobrestimar las diferencias formales hasta el punto de ocultarse que indio, criollo, chino o antillano ahí comparten bajo el mismo sol los sudores, sangres y oportunidades a los que los uncieron los mismos explotadores. A la postre, ese mosaico ha venido articulándose en una sola pieza, al intercambiar y asumir como propios los aportes de unas y otras de estas culturas, y empezar a reconocer las necesidades y proyectos comunes que a todos nos identifican como nación.

    No hay cultura panameña cuando un solo cantón étnico domina y subordina a los demás; la hay cuando cada grupo hace suyas las contribuciones que los otros traen a la misma vida, que es la del mismo esfuerzo creador.

    Asimismo, sólo hay Caribe cuando compartimos nuestras herencias e innovaciones para un fin común, y no cuando las cultivamos por separado. Las diferencias que median entre una y otra esquinas del Gran Mar merman en el mismo grado en que las cadenas coloniales ceden terreno a las solidaridades. Es mucho lo que tenemos en común, a las orillas de esta poblada Cuenca, a través de la cual entrelazamos nuestras historias e incluso nuestras descendencias. Pero en la medida en que superamos los aislamientos y enconos legados por hegemonías y subdivisiones importadas y ajenas, y enriquecemos nuestras intercomunicaciones, es mucho más lo que descubrimos y podemos compartir: el futuro.

     

     

    Nils Castro