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Mal de Hansen (lepra) en Paraguay

Enviado por Wolfgang Streich


Partes: 1, 2, 3
Monografía destacada
  1. Prólogo
  2. Algunos datos interesantes sobre el mal de Hansen
  3. Datos Históricos del Leprocomio Santa Isabel
  4. El viaje
  5. El primer día
  6. "Aquí… todos somos iguales"
  7. Metido en tétricos líos
  8. La quema
  9. De ayudante de enfermero y sepulturero
  10. Conclusión
  11. Sugerencias prácticas

Prólogo

El prólogo es escrito por Wolfgang Streich es paraguayo, Lic. en periodismo y amante de la labor social hacia los más desposeídos. Ha trabajado más de 15 años para organizaciones benéficas, los últimos 10 para Alfalit del Paraguay, capacitando a alfabetizadores voluntarios de jóvenes y adultos. Es amigo personal de Nicolás Missena, el autor de esta obra. [email protected]

El año 2.000 el historiador menonita Gerardo Ratzlaff, me entregó 6 cuadernos de 20 hojas, a manuscrito. Este material es parte de la autobiografía de un paciente que padeció el mal de Hansen, (lepra) y que fue, junto con su madre que padecía el mismo mal, llevado al leprocomio de Sapucai el año 1941. El autor es hoy un hombre anciano que se curó del terrible mal, pero lleva las cicatrices de una triste historia en su cuerpo y marcada en su mente. Su nombre es Nicolás Missena. Tuve la oportunidad de conocerlo personalmente el año 2007 a él y a su señora Nicanora. Compartimos hermosas tardes de charlas y hasta le llevamos al Canal 13 RPC, y le hicieron un pequeño reportaje para el Noticiero, por el cual Nicolas y Nicanora quedaron "super contentos" ya que todos sus amigos les vieron en la tele.

Con respecto a la redacción de Nicolás, su estilo es muy sencillo y ameno. En cada párrafo uno puede sentir y vivir lo que el autor está relatando. Es notable saber que tiene solamente unos pocos grados de la primaria aprobados.

Tuve que pasar a computadora esta historia, para un libro conmemorativo de los 50 años del Hospital Menonita de Km. 81 (ruta 2). Este hospital dedicó la mayor parte de su existencia, hasta la actualidad, a tratar la enfermedad de Hansen. Fragmentos de la historia aparecen en el material en alemán.

En el contexto del estudio de la obra Hijo de Hombre, de Augusto Roa Bastos, creo que esta historia puede ayudar a conocer la vivencia de las personas enfermas de lepra, y que tuvieron que padecer el desprecio de toda una sociedad y la exclusión de la misma, para vivir una tremenda odisea, solos y muchas veces sin ninguna esperanza.

La autobiografía de Nicolás se sitúa alrededor de los inicios de la década de 1940. En la historia no se relatan aspectos de su pasado, pero el padre de Nicolás era uruguayo y había fallecido antes de los sucesos relatados. Otro hermano de Nicolás quedó viviendo en Asunción cuando su vida y la de su madre dan un giro inesperado al declarársele el mal de Hansen.

Aunque en los cuadernillos no aparece relatado, Nicolás se casó con Nicanora, vivieron muchos años en su casita en la aldea, y luego de tratamientos tanto recibidos del Ministerio de Salud y del Hospital Menonita de Km 81 de Ruta 1, se reintegraron a la sociedad viviendo en una pequeña casita en Fernando de La Mora en la década de 1970, trabajando Nicolás como carpintero. Nicanora falleció de un problema cardíaco con 80 años en Junio de 2009. Nicolas vive actualmente en la villa CONAVI de Caacupe Mí (Areguá), en casa de su hija adoptiva (año 2010).

Wolfgang Streich – Más informes pueden tener al mail [email protected]

Algunos datos interesantes sobre el mal de Hansen

Por la gravedad de sus manifestaciones, en los primeros tiempos de la historia, muchas veces se explicó el mal como un terrible castigo enviado por Dios. La lepra fue considerada una enfermedad-pecado donde el culpable quedaba manchado, impuro, contaminado. Todo aquel que presentaba una enfermedad repugnante de la piel era porque había pecado y requería purificación, purga, limpieza, es un concepto arcaico, de los más antiguos en la humanidad.

Por todos estos antecedentes, no podía ser, ajena a este concepto la tradición hebrea. El estudio de esta tradición, contenido en el Antiguo Testamento, y su difusión no sólo entre el pueblo hebreo, sino después en las religiones derivadas, cristianismo e islamismo, hace que se manifieste con toda su fuerza esta idea de la enfermedad-castigo de Dios. Lo demuestran los libros más antiguos de los israelitas. Después de su cautiverio en Egipto se produce el éxodo, y aparece el Levítico, escrito por Moisés. La suciedad a que forzosamente se vieron abocados los hebreos, por falta de agua al atravesar zonas desérticas, debió ser causa de múltiples y frecuentes enfermedades de la piel. Se menciona la lepra del hombre, la de los vestidos y la de las viviendas, y relacionan todas ellas con el pecado. Otro caso citado en la Biblia es el de María, la mujer de Aarón que hablando con su marido había murmurado de Moisés. La ira de Jehová se encendió contra ellos y la nube se apartó del Tabernáculo y he aquí que María estaba leprosa como la nieve, y miró Aarón a María y he aquí que estaba leprosa. El significado religioso de la lepra continuará existiendo en Occidente a partir del conocimiento bíblico y propagado por el concepto levítico de impureza, sin descartar las escenas evangélicas en las que actúa Jesús. Así continuará este concepto de enfermedad religiosa en el cristianismo por muchos siglos.

Una de las medidas preventivas adoptadas por el pueblo judío con los enfermos fue su aislamiento y retiro de la sociedad, hecho que permiten suponer que la consideraban contagiosa. Las prohibiciones que un leproso debía de observar en consecuencia de allí en adelante eran: no entrar en la Iglesia, mercados, molinos, ferias o reuniones, ni lavarse las manos en fuentes o riachuelos. Sólo podía beber agua en su propio vaso o en un barril propio. Debía llevar constantemente el hábito de leproso y no marchar con los pies descalzos. No podía tocar los objetos, sino señalarlos con la punta de un bastón que debía llevar siempre consigo. No podía entrar ni en las tabernas ni en las casas. Si compraba alguna cosa, no podía tomarla con la mano sino que tenían que ponérsela en un barrilete que llevaría siempre colgado al cuello. Debía llevar una esquila o una campana para anunciar su paso, su presencia.

No podía caminar por los caminos o senderos, sino fuera de ellos, para no encontrarse cara a cara con nadie. No podía tocar las pertenencias de la gente sana sin guantes. No podía tocar jamás a los niños, ni a los jóvenes ni darles nada que le perteneciese, ni comer ni hablar con nadie que no fuese leproso como él.

No podía al morir ser enterrado con los demás en cementerio común, sino junto a la leprosería. Debía de cubrirse la cabeza con un capuchón. Tenía que vivir separado de la comunidad, bien en un hospital de leprosos si existía o bien en una casa aislada, en la que tuviese su propio pozo, su mesa, su silla, su cama y los utensilios que le fueran necesarios.

Los primeros médicos griegos y romanos se preguntaron si la enfermedad era realmente contagiosa o más bien era hereditaria. Durante siglos se especuló sobre las dos teorías. El año de 1.874, Armauer Hansen, natural de Noruega, país donde la lepra era epidémica, descubrió el bacilo productor de la enfermedad y demostró como lo había sospechado que la enfermedad era de carácter infeccioso. Este fue un gran avance al demostrar que la enfermedad era producida por un microorganismo. Esto confirmó la transmisión de la enfermedad de los leprosos a los sanos. Era la época de los leprocomios cerrados y el aislamiento más completo de los pacientes, para evitar el contagio.

El período de incubación de la enfermedad es de 5 años por término medio, pero puede variar entre 2 y 20 años. Los síntomas pueden aparecer después de varios años de la infección, ya que el proceso de incubación de la enfermedad es largo. Uno de los primeros síntomas es la insensibilidad al dolor, que no se advierte ante rasguños o quemaduras. Las zonas insensibles adquieren una coloración distinta al resto de la piel y con frecuencia aparecen parálisis musculares y fragilidad en los huesos, especialmente en los dedos de las manos y pies. Otros síntomas, ya más tardíos, son el abultamiento de la frente y la distorsión facial, a la que se ha llamado "cara leonina".

El inicio de la enfermedad puede ser muy anterior a la fecha del diagnóstico. Se supone que un número elevado de contagios se producen en la infancia y que la mayoría de los enfermos han presentado algún síntoma recién a los 15 años. Es muy difícil señalar el momento exacto del contagio, porque el período de incubación de la enfermedad es largo y el curso de la misma lento. Sin embargo la manera como se trasmitía estaba aún muy oscura.

¿Por qué razón, se preguntaban los investigadores, la lepra se trasmite a unas pocas personas y la mayoría permanecen indemnes a ella? Solo hasta el año de 1.923 el investigador japonés Mitsuda encontró la explicación que dio la respuesta al problema… Para el efecto preparó una suspensión de bacilos de Hansen obtenida de lepromas e inyectaba 0,05 ml. de la preparación por vía intradérmica a los pacientes graves, a sujetos normales y a los enfermeros que no se contagiaban.

El descubrimiento aclaró en gran parte la manera como algunos pacientes adquirían la enfermedad y otros no. Había sujetos con muy pocas defensas inmunológicas contra el bacilo de Hansen, que se contagiaban con gran facilidad y desarrollaban las formas graves y los que tenían mejores defensas desarrollaban las formas más benignas. El resto de la población tenía excelentes defensas y no se contagiaba.

Es importante destacar que la lepra es una enfermedad de muy difícil transmisión, que necesita una larga y continua intimidad, como la vida familiar, para transmitirse de persona a persona. Por otro lado no hay aún evidencia científica de que sea una enfermedad hereditaria. Se estima que menos del diez por ciento de las personas expuestas al bacilo desarrollan la lepra. También se ha constatado y las estadísticas lo dicen que los hombres son más proclives a contraer el bacilo.

Se cree que el bacilo de la lepra penetra en el organismo por las mucosas nasales, boca y piel. Algunos factores ambientales como la superpoblación, la mala alimentación y la higiene deficiente, favorecen su difusión.

Es claro que los esfuerzos científicos por encontrar algún remedio para esta enfermedad no han cesado a lo largo de la historia, pero no fue sino hasta 1.987 que se comenzó la aplicación de tratamientos pioneros para la curación y detección precoz de la enfermedad resultando el más exitoso de ellos la poliquimioterapia, que conseguía la cura completa del enfermo, algo que hasta el momento no había ocurrido, pues los diferentes medicamentos y curaciones utilizados no hacían sino atenuar los malestares, disminuir el grado de avance de la enfermedad, pero en ninguno de los casos se podía hablar de un restablecimiento absoluto del paciente.

La poliquimioterapia, o PQT, considera imprescindible la aplicación de tres medicamentos: rifampicina, clofazimina y sulfona.

Datos Históricos del Leprocomio Santa Isabel

En el año 1.933 había 16 enfermos de lepra internados en un destartalado, y mal llamado pabellón en el Hospital de Clínicas de Asunción, que llevaba por nombre de "Santa Isabel" ya en aquel entonces. Pero debido a la Guerra del Chaco se vieron en la necesidad de desalojarlos de allí a los afectados por esa enfermedad para hospitalizar en el mismo lugar a los numerosos combatientes heridos que llegaban en busca de una mejor asistencia médica conforme a la urgencia del caso.

Estos 16 hombres y mujeres afectados con el mal de Hansen fueron trasladados a un apartado y solitario lugar del Distrito de Sapucai en el Departamento de Paraguarí. Este lugar dista unos 10 kilómetros de la ciudad de Sapucai y 100 y algo de kilómetros de Asunción y el terreno que se le cedió tiene una extensión aproximada de 900 hectáreas. El suelo es arcilloso, esta bañado por numerosos arroyos y cuenta con una frondosa vegetación.

El predio elegido formaba parte de una estancia y contaba con dos chozas en medio del monte. Estas chozas, que ya llevaban un tiempo abandonadas fueron adaptadas para poder ser usadas como albergue de este grupo de enfermos.

Recuerdan los más antiguos internos que el grupo de 16 compañeros llegó desde Asunción en tren hasta Sapucai, teniendo que viajar incómodamente en los vagones donde se acostumbraban llevar mercaderías y los animales porque estaba prohibido que los afectados por esta enfermedad viajasen entre los demás pasajeros. Y desde Sapucai hasta su nueva morada debieron llegar caminando, puesto que por lo alejado de la civilización en que se encontraba, no había ningún medio de transporte que llegase hasta allí. Todo ese trayecto lo hicieron acompañados de policías, como si hubieran cometido alguna clase de barbarie contra la humanidad. Así, desde el comienzo mismo tuvieron que soportar todo tipo de vejaciones por parte de aquella sociedad ignorante y carente de sentido humanitario. Ese trato, sin duda, debió agravar aún más el ánimo y la salud de todos ellos, porque aparte del sufrimiento por la enfermedad en sí, tuvieron que recibir y soportar también el terrible dolor que les brindó la sociedad con mucha crueldad.

Estos primeros moradores del lugar debieron pasar también muchas penurias dada la condición extrema de precariedad, de incomodidad y de necesidad que tuvieron que soportar alejados de sus seres queridos y de toda civilización. Este terreno al cual fueron destinados, fue donado al Gobierno paraguayo, por consiguiente, al ser propiedad del Estado, el Leprocomio es una Institución dependiente del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social. Dicha donación fue hecha por la Compañía Liebig"s Extract of Meat Co. Y desde aquel entonces a este apartado lugar se lo conoce como a la "Colonia de Santa Isabel" en Sapucai.

Los primeros enfermos en llegar a este inhóspito lugar recordaban que una de las cosas que más les había sorprendido era la cantidad de insectos y alimañas que habían encontrado en este agreste paraje.

Otra cosa que recordaban con mucha tristeza era la escasez de alimentos. Ellos llegaron al extremo de tener que robar para saciar el hambre que reinaba en la Colonia.

Los creyentes, más familiarizados con el sufrimiento y la resignación siempre reconocieron que sólo Dios pudo haberles dado tanta fuerza para sobrellevar todas aquellas cruces y obstáculos con las que se encontraron desde que llegaron a ese alejado y adverso paraje.

Aunque no era ese el peor de los males, pues a eso se añadía fatalmente la carencia de medicamentos y médicos para su tan fatídica enfermedad. El estado de salud de la mayoría requería además de una urgente atenciones de la enfermedad de la lepra otros tratamientos pormenorizados y persistentes de males que les acompañaban. Aunque lo cierto es que en aquel entonces no había en nuestro país remedios específicos para el mal de Hansen y se contaba con muy escasos dermatólogos entendidos en piel. Así estos primeros hombres y mujeres llegados a la Colonia pasaban sus días de forma inhumana. Fueron días y noches de mucho sufrimiento, ante todo por la enfermedad en sí que les obligó al abandono del medio social en que desarrollaban su vida, pero además a tener que aislarse de los parientes y amigos. Sin embargo, ante esta inmensa adversidad ellos, con toda su honestidad confiesan, que todavía albergaban la esperanza de un mañana mejor.

El tiempo fue transcurriendo y la enfermedad ya se había propagado, sobre todo a partir de la guerra del Chaco, por muchos rincones del país. Debido al riesgo de contagio a los demás ciudadanos el Gobierno tomó la medida de apartar a todos los que padecieran este mal hasta la Colonia Santa Isabel en Sapucai. Para lograr el cometido de aislar a los enfermos, la policía anduvo algunos años tras las huellas de todos los afectados, para una vez detectados, forzarlos a abandonar sus hogares y a trasladarse a vivir en la Colonia junto a los demás enfermos del mal de Hansen.

Cuentan también que una vez que abandonaban sus hogares a muchos se les quemaba la casa, pensando que de ese modo eliminaría la posibilidad de nuevos contagios. Muchos de ellos fueron acompañados hasta el lugar por la policía, para así evitar que se fugasen en el trayecto. Por esta razón cada vez llegaban más enfermos al lugar, algunos en estado muy lamentable, razón por la cual también morían en gran cantidad. Incluso hubo casos de hasta dos por día, y los más graves a los pocos días de haber llegado. Pero como todo era tan precario en aquellos tiempos debían envolver a sus muertos en mantas viejas, pues no disponían de cajones para enterrarlos. Un hombre los llevaba en su carreta hasta el Cementerio, que no era otra cosa más que una fosa común donde todos ellos eran depositados en la solitaria presencia del carretero que acostumbraba a decir con la seriedad del caso "venimos de la tierra y a ella volvemos". Y así fueron despedidos muchos de ellos. También cuentan que en algunas ocasiones, debido al mal estado del camino, el cadáver se caía de la carreta, no pudiendo el carretero levantarlo solo él, como último recurso ataba al difunto por la parte trasera de su carreta y lo llevaba el resto del trayecto arrastrado hasta llegar a su morada final.

Es muy triste decir que todo esto sucedió como consecuencia de una sociedad que tardó mucho tiempo en hacerse consciente e ir dando pasos de mejor trato a tan cruda realidad. Los primeros donativos que llegaron al lugar fueron de carne seca y poroto. Pero tanto la carne como el poroto, las más de las veces ya se encontraban en estado perecedero y agusanado, detalle que para los enfermos no tuvo ninguna importancia por la apremiante situación en la que se encontraban.

Realmente los primeros que se interesaron en la suerte que corrían los leprosos fueron un grupo de protestantes, quienes además del alimento espiritual, trajeron también hasta el lugar víveres, vestimentas y otros artículos de primera necesidad. Ellos llegaron hasta la Colonia en carretas, puesto que al bajar del tren en Sapucai, se enteraron que este era el único medio para arribar hasta esta apartada morada.

Un poco más tarde llegó hasta el lugar otro grupo de protestantes, provenientes del Colegio Internacional, denominados Discípulos de Cristo. A este grupo se debe la fundación del Patronato de Leprosos del Paraguay (1934). Los primeros directores fueron Mister Robert Lemon y Mister Norman. También había una Pastora que se quedó como residente en la Colonia, la Srta. Filis, quien hacía las veces de enfermera y profesora de una pequeña escuelita que ellos mismos habían fundado. Esta Fundación también promovió la construcción de las primeras casitas, que por lo general eran levantadas paredes eran hechas de madera y cubiertas con el techo de paja. Esta entidad, en su momento, ha prestado innumerables servicios a la Colonia, pero desde hace tiempo ya no tienen ningún tipo de contacto directo con la Colonia Santa Isabel. Ahora funciona como un ente independiente que atiende a enfermos de lepra que llegan hasta sus instalaciones en pleno centro de Asunción.

También el Gobierno había comenzado a interesarse por los leprosos de Sapucai. Decidieron mandar a un grupo de prisioneros bolivianos para que construyeran grandes caserones con paredes de tabla y techos de paja para los internos que cada vez iban creciendo más y más en número, llegando desde todas partes del país. La mayor población con que llegó a contar la Colonia fue de cuatrocientos treinta enfermos. Esto empeoraba la situación de los primeros moradores del lugar, puesto que aumentaba la escasez de alimentos y como consecuencia también la pobreza y en la misma medida disminuían las comodidades. Hasta ese entonces los enfermos comían en el suelo por carecer de lo mínimamente necesario.

Pero como los caserones no bastaban para albergar a tantas personas, los enfermos aptos para el trabajo de albañilería comenzaron a construirse pequeñas casitas a fin de dar lugar a los más discapacitados en los caserones.

Con la construcción de estas precarias casitas poco a poco la Colonia fue tomando forma y convirtiéndose en un pequeño pueblito en medio de la selva, que con su exuberante vegetación destila aromas de frescas flores lejos de la sociedad que los había rechazado y abandonado a su suerte por el solo hecho de haber contraído esta enfermedad.

Hasta ese entonces tampoco había llegado hasta el lugar ningún médico, el Ministerio todavía no se había percatado de la necesidad imperiosa de un profesional allí. Entre los enfermos había un par de idóneos en farmacia que se encargaron de administrar los remedios que llegaban hasta el lugar y de hacer las curaciones, con los pocos medicamentos que contaban, a todos sus compañeros.

Recuerdan también que para poner orden en la Colonia se había formado un grupo que actuarían como policías, compuesto por algunos de los enfermos, que estaban dispuestos a velar por la seguridad de sus compañeros y controlar los desórdenes que pudieran surgir periódicamente. Se nombraba a uno que actuaría como Comisario, quien tenía a su vez a su cargo a cuatro ó cinco soldados que durante la noche se turnaban para hacer rondas y garantizar así la seguridad del lugar. Todo lo necesario para desempeñar esta tarea era proveído por el Ministerio de Salud, como la vestimenta apropiada y los equipos.

En aquel entonces la mayor parte de la población estaba formada por jóvenes solteros, hombres y mujeres, que con el tiempo fueron emparejándose entre ellos y formando sus propias familias dentro de la Colonia. Al comienzo construían sus casitas de madera y techo de paja al estilo de los ranchos de la típica familia rural del Paraguay y se iban a vivir juntos en concubinato, puesto que no contaban con sacerdotes para oficializar el amor que les unía, luego cuando algún religioso venía hasta el lugar se encargaba de celebrar las bodas. Así fue como varias parejas, muchas de ellas unidas hasta ahora, se conocieron acá, se enamoraron y se casaron, viviendo en casas independientes cercanas a los caserones.

Actualmente estas casitas siguen siendo de madera y la paja del techo fue reemplazada años más tarde por el zinc.

Claro que al ir formándose parejas los enfermos también comenzaron a tener hijos. Y sin adentrarnos en el misterio de esta enfermedad, los hechos han constatado que no es hereditaria. Los niños nacidos en la Colonia de padres enfermos, no dieron muestras de verse afectados con el mal de sus progenitores, siempre que fueron aislados a tiempo del ambiente infectado. Teniendo en cuenta este detalle el Ministerio de Salud, gracias al Servicio Cooperativo Norteamericano, construyó por los de 1950 el Preventorio Santa Teresita, lugar donde eran llevados todos los hijos de los enfermos al apenas nacer, sin consultar a las madres si querían ó no separarse de sus niños. Allí lejos de sus padres estos pequeños crecían y se desarrollaban normalmente para ingresar también sanos a la sociedad. Todos ellos fueron adoptados por familias sanas y la gran mayoría nunca supo sus tristes orígenes. Y los pocos que lo supieron nunca se acercaron a conocer a sus padres. Este es otro dolor con el que cargan muchos de los internados en este lugar, en especial las mujeres, el hecho de no haber podido acunar y conocer a sus propios hijos. En la actualidad las pocas parejas jóvenes que quedan crían y cuidan a sus hijos con total libertad. Y ninguno de sus hijos ha contraído la enfermedad.

Se puede decir que en estos primeros años fueron los propios enfermos los que se organizaron, se las ingeniaron para resolver sus innumerables problemas, se dieron apoyo entre ellos y comenzaron a darle forma a una comunidad unida por el dolor de una triste y siempre marginada enfermedad. Fue así como ellos aprendieron a vivir fraternalmente, y aunque muchos dicen que ellos nunca conocieron ni conocerán la sociedad, creo que formaron sin saberlo la más hermosa de todas las sociedades que puede haber, la que está unida por el respeto y el compañerismo, por un ideal común a todos, el de poder sobrellevar cada día esta triste clase de suerte que les tocó vivir y compartir.

(Los datos históricos fueron aportados por el sacerdote José Luis Salas, uno de los primeros capellanes del Leprocomio Santa Isabel y la escritora Gladys Benza).

En este contexto se inicia la historia de Nicolás, su mamá y las experiencias vividas en Sapucai. Disfruten de la maravillosa narrativa del propio Nicolás en el material denominado "De Asunción a Sapucai"

Cuaderno Nº 1:

El viaje

Una tarde mi madre me ordenó que me prepare para viajar con ella a la capital; en unos minutos ya estuvo todo listo. Para mí era un acontecimiento viajar a la capital porque muy raras veces lo hacía. Ratos después mi madre ya estaba con sus mejores galas para el viaje. Se puso una pollera a cuadritos, que era tan larga que le cubría los tobillos. Tenía una blusa manga larga. Apenas le sobresalían las puntas de los dedos. Sandalias con buenas medias, y el tradicional manto negro que antes usaban las mujeres de mucha edad. El manto negro era indispensable para ella, porque podía cubrir con éste la oreja, la frente, y cuando estaría sentada en el tren encubrirse las manos. Es así que solo se veía de ella la ropa y la punta de la nariz.

Nos embarcamos a eso de la una de la tarde. Antes de una hora llegamos a la estación central. De allí nos encaminamos a pie y llegamos a una casa donde nos recibieron, y entramos a una salita. Un hombre entrado en años saludó a mi madre, y a continuación ella dijo: Aquí le traigo a mi hijo de quien le hablé, Doctor. El médico le indicó a mamá que tomara asiento en una de las sillas de la salita. Ella espontáneamente se sentó y se quitó el manto. Estaba sudando copiosamente; (claro, porque ella tenía tantas ropas puestas encima en pleno mes de diciembre), y además el sudor abundante es un síntoma del mal, que más adelante les iré relatando.

Ella extrajo un abanico de papel de su bolso y comenzó a ventilarse con él. Me indicó que me acerque a ella, y me dijo: "Este señor es el Doctor Migone, mi hijo, y te va a inspeccionar. Él es muy bueno con los niños, y con todos. Él es mi médico y es aquí donde suelo venir para aplicarme los remedios". Esa era la primera vez que ella me hablaba de médico y remedios, directamente.

El doctor Migone me invitó a pasar a otro cuarto. Fui detrás de él, y me hizo sentar en un taburete. Allí, la salita era diferente. Tenía armarios con frascos de todos los tamaños, cajas de cartón, una mesa grande, con un calentador encima. Una infinidad de piezas. Allí había cosas para recrear la vista. Enseguida prendió un calentador de kerosén y del armario extrajo una cajita de cartón. De la misma fue sacando frasquitos y planchitas de vidrio y otras cosas. Cuando estaba bien prendido el calentador lo vi quemando agujas. Me vino a la mente la inspección que me hicieron en la escuela ese mismo año.

También sabía por indicación de mamá, el lugar de mi cuerpo por donde comenzaría la inspección. El doctor me pidió que me sacara el pantalón corto que tenía puesto, y lo hice así. En el muslo izquierdo, a unos centímetros de la rodilla, tenía unos granos colorados que sobresalían de la superficie de mi piel. A primera vista parecían picaduras de hormigas coloradas. Todo el montoncito tendría unos tres centímetros de diámetro y no lo sentía completamente. Podía pincharlo con la uña sin sentir dolor. El doctor, sin andar con rodeos, fue directo a la parte mencionada. Comenzó a palpar con sus manos el lugar y me hizo mirar hacia otro lado, y con su aguja quemada empezó a pincharme. La consabida pregunta de los compañeros de la escuela él volvió a repetírmela, "¿Te duele o no?"… Yo iba respondiendo, sí o no, según donde me pinchara.

Terminada la prueba me dijo que le espere en el mismo lugar y se fue junto a mi madre. Escuché el murmullo de la conversación. Un rato después entró de vuelta, y me hizo mirar para otro lado. De reojo veía lo que me hacía. Ahora era el bisturí lo que estaba usando. Cortaba las puntitas de la parte afectada de insensibilidad. Salía un poco de sangre y un líquido acuoso.

Todo lo que salía iba empapando en las planchitas de vidrio y las metía en un frasco. Hizo otro pequeño corte y lo que salía del mismo lo ponía en una planchita de metal que la ponía en la llama y la guardaba también.

Por fin terminó la inspección. El doctor posó su mano sobre mi cabeza y me hizo cosquillas con su dedo. Parecía querer decirme algo, pero se calló. Abrió el cajón de su mesa, y me dio 15 $. Nos encaminamos a lo otra sala pequeña donde mamá estaba sentada todavía. El doctor le dijo a mamá que esperara un rato. Un momento después volvió y le entregó un sobre a mamá. Le indicó una dirección donde debía presentar la carta y le deseó mucha suerte. Al despedirnos el doctor quedó mirando desde la puerta de su salita, tal vez pensando que esta era la última visita que le hacia un paciente que tenía muchas esperanzas en él, pero que él no podía hacer mucho contra el mal que este padecía.

Esa misma tarde fuimos a la dirección que indicó el doctor Migone. Pasamos cuatro cuadras de la estación central y doblamos a la izquierda por la calle que se denominaba Concepción. Caminamos como diez cuadras, y allí era el lugar indicado. Asistencia Pública. En el sobre decía, para el doctor Peña. Nos atendió un señor que tenía una nariz grandota y colorada, y nos dijo que el doctor Peña no atendía por la tarde, pero que le entregáramos el sobre. "Esperen un rato", nos dijo, y volvió diciéndole a mamá: "El lunes de la otra semana venga a retirar la orden de pasaje. Usted señora no se moleste más, mándelo al muchacho a buscar".

De vuelta para casa, luego de bajarnos del tren, mi madre buscaba la forma de explicarme que era lo que estaba planeando.

Me dijo: "En un lugar lejos de acá, hay un gran hospital donde atiende un doctor muy sabio", y que allí, íbamos a ir a internarnos por un tiempo, y después de curarnos, volveríamos a casa otra vez.

Antes de explicarme todo, le pregunté a quema ropa: "¿Qué es lo que tengo, mamá? Yo no siento nada. ¿Por qué tengo que irme?" Mamá no supo que contestarme, y se calló. Un rato después reaccionó y me dijo: "Vos tenés que acompañarme y después, si no te gusta, venís otra vez a casa y yo me quedo un poquito más". Yo respondí: "Pero decime mamá, ¿por qué no traen aquí a Asunción al sabio ese que decís, para poder curar a toda la gente? Decime mamá, ¿Qué es lo que vos tenes?"

Mamá respondió: "Bueno mi hijo, ¿vos no ves como tengo las piernas?, todas amorotonadas, también mis brazos, los pies, todos hinchados, y la cara y mi oreja todo de color morado y algo hinchado". Respondí, "pero ¿qué es lo que tenes mamá?…" Ella dijo: "Bueno mi hijo, ¿sabes que a esto lo llaman pasmadura?… Una vez, de eso ya hace mucho tiempo, fui a buscar leña al monte y hacía un calor sofocante y húmedo. Apenas pude completar un haz de leña por el intenso calor que hacía esa tarde. Al salir nomás del bosque, sobrevino un chaparrón de lluvia que me mojo todo, y esa fue la causa de esta enfermedad que me pasmó toda la sangre".

Hizo una pausa en su historia. Ya comenzaba a obscurecer y faltaba buen trecho todavía para llegar a casa, y teníamos un camino arenoso por delante. Mamá se quitó el manto de la cabeza y caminaba con dificultad. Parecía que con sus pies arrastraba piedras. Miré sus pies y vi que estaban bastante hinchados.

En su silencio aproveche para decirle que a mí también me tomó muchas veces lluvias y aguaceros cuando trabajaba con mi hermano mayor cortando leña para la olería del lugar, y ¡qué suerte tenía yo que no se me pasmara la sangre! … ¿Cuál había sido el dolor de mi madre al decirle que yo tuve buena suerte de que mi sangre no se pasmara? Solamente unas horas antes el doctor Migone le contó a mamá que mi mal era idéntico al de ella. Dejamos de hablar de su pasmadura y del viaje, y llegamos a casa muy entrada la noche.

El resto de la semana la pasamos como de costumbre, haciendo velas de cebo de vaca y otras actividades comunes en aquella época.

Llegó el día fijado por el funcionario de Asistencia Pública. Me presenté en la fecha que nos indicó. Mamá no se fue conmigo. Me atendió el mismo señor narigudo, y me dijo que por ahora no se podía viajar, porque iba a haber una huelga de ferroviarios. Me dijo que viniera después del 15 de enero. Yo no sé si era realmente el anuncio de la huelga lo que retrasó nuestro viaje, porque posteriormente supimos que en los días de diciembre, a finales de ese mes, en el hospital adonde debíamos ir, se libró una batalla a tiros entre los internados.

Quedamos otra vez en espera de la fecha que me indicó. Pasaron las fiestas de fin de año, como siempre, algo triste para nosotros ya que hacía unos años que ya nada preparábamos para esos días.

Volví otra vez a Asunción, en la fecha indicada. Me atendió otra vez el mismo señor.

Sin mediar muchas palabras, me entregó un sobre abierto que contenía un papel con sellos y firmas. Sin leer todo el contenido me fui a casa. Le entregué a mamá lo que tanto andábamos buscando. La orden de pasaje para Sapucai estaba fechada para el 21 de enero a las seis de mañana… Estaba echada nuestra suerte.

En víspera del viaje mamá arregló todo lo que teníamos que llevar. Yo, mis pertenencias que más apreciaba. Fueron, mi pelotita de gomas y mi libreta de calificaciones. De mis pocas ropas se encargó mamá.

Nos despertamos cerca de las cinco de la madrugada. Mamá tomó mate amargo, y yo mi mate cocido. Ya estábamos como para salir, y mi hermanito menor dormía profundamente. Se le acercó mamá. Lo estaba mirando con una vela encendida en su mano. Mamá estaba llorando. Parecía no poder moverse del lugar. Estaba indecisa. Me acerqué a ella y cuando sintió mi presencia, tocó la cabeza de su hijo dormido, y fue delante de sus santos y se santiguó. Levantó de la mesa su rosario, y se lo puso al cuello. Afuera nos esperaba una tía y mi hermano mayor. Ellos aparentaban serenidad, pero vi en la oscuridad que refregaban sus ojos.

Por fin, mamá levantó sobre su cabeza un atado grandote. Yo debía cargar una bolsa de arpillera que estaba cargada más de la mitad. Cuando la alcé sobre el hombro, la bolsa crujió. Contenía una pava, bombilla, botellas con agua y demás chucherías, como también frazadas y sábanas. Al despedirnos, lo último que pronunció mamá fue: "¡Cuiden bien a mi hijo!"

Comenzamos a caminar en la madrugada obscura por un sendero para luego tomar la calle principal que va a la estación. Llegamos a ésta y rato después ya nos embarcábamos hacia Asunción.

Mamá casi no pronunció palabra. Llegamos a la Estación Central, que tenía mucho movimiento. Revendedoras que bajaban del tren y se dirigían con sus mercancías al viejo mercado.

Aproximadamente unos minutos antes de las seis, presentamos en la ventanilla de boletería, la orden de pasaje. El encargado miró el papel. Como si le picara una avispa, tiró el papel por el pecho de mamá, gritando en guaraní: "Ahí, ¡Vaya donde se estacionan los vagones de carga!"… "Pero señor", le respondió mamá. "¿Acaso no es válida esta orden que tengo?"… "Ustedes tienen que ir en los vagones de carga. Está totalmente prohibido que personas enfermas de lepra viajen en coches de pasajeros", respondió el señor.

Ordenó a otro que estaba con él en la oficina: "¡Llévale a estos leprosos, que se suban al vagón a esperar la salida del tren de carga!"… Salió por la puerta un hombre joven. Nos miró de reojo, y nos dijo: "Vamos". Mamá guardó otra vez su famosa orden de pasaje. Levantó su carga y yo mi bolsa en el hombro. Crujieron las botellas, la pava y demás latas que tenía en la bolsa. Caminamos detrás del hombre. Miré a mamá sin decir palabra. Sus ojos parecían vidriosos de ira, y sus labios apretados entre sí. Su cara estaba peor que cuando me pegaba. Ahora estaba pensando ella en la mentira que me dijo del aguacero y la pasmadura, y que había un hombre deslenguado que en forma grosera estaba gritándole: "leprosos"… Yo estaba confundido…

No comprendía lo que estaba pasando, pero sí estaba disgustado por la forma incorrecta en que el hombre trató a mi madre. El hombre que nos guiaba se mantenía a unos diez metros delante de nosotros.

Íbamos pasando hileras de vagones y máquinas, que escupían fuego. Más allá, en un apartadero, había un vagón de carga y a su costado un grupo de gente, que se componía de policías, un hombre vestido de civil con un manojo de llaves en su mano, una mujer joven y una señora vestida de harapos con el cabello desordenado, gesticulando y haciendo con sus manos ademanes de violencia.

Nuestro guía se acercó a unos metros del grupo. Mamá y yo nos quedamos más retirados. Nuestro guía habló con el hombre del llavero, y con un gesto le indicó nuestra presencia y nos hizo señas con su mano de que nos acercáramos al grupo. Obedecimos, pero no con muchas ganas para no complicarnos con la señora que estaba hablando…a toda máquina, y gesticulando.

El hombre del llavero (pero que no era San Pedro) nos saludó amablemente, y le dijo a la señora histérica: "Doña Dora, aquí viene la que te va a acompañar en el viaje". "Sí, mamá", dijo la mujer joven, que era hija de la señora. "Esa señora y el niño que está con ella, te van a cuidar en el tren, y yo cuando pueda ir a visitare y si ya estás curada, volveremos a Puerto Guaraní".

La señora dio media vuelta y nos miró. También yo la mire bien… porque tenía miedo por la actitud que estaba teniendo.

Entre el rollo de pelo que le caía sobre la cara, noté que tenía una piel blanquísima, y en varias partes manchas coloradas, bien subidas de color. No habrá tenido más de 45 años, los pies chiquititos, y las manos bien formadas. Debía de ser bastante bonita en su juventud. Nuestra presencia la calmó bastante, porque dejó de hablar con nerviosismo. Mamá todavía estaba en posición de alerta, porque no bajó su atado (bulto envuelto en una sábana). Tampoco yo me quite la bolsa de encima. Si esa señora se intentaba abalanzar sobre nosotros, posiblemente, hubiésemos corrido uno detrás del otro, y el ruido que hacía mi bolsa, no habría sido el de "crujir de dientes"…, sino el de crujir latas y botellas.

La mujer joven se dirigió a mamá. La saludó y a continuación le suplicó que le haga un gran favor: "Cuídale a mi mamá durante el viaje". "¡Cómo no!", respondió mamá y añadió: "Haré todo lo posible en cuidarla durante el viaje a tu madre y de que lleguemos con felicidad a destino".

Las dos puertas del vagón estaban abiertas. El señor del llavero se subió al vagón y cerró la puerta que estaba al otro lado nuestro, y volvió a bajarse. Escuché que estaba poniendo un candado a la puerta, desde afuera. Se unió otra vez al grupo y le dijo a mamá en voz baja: "Yo sé señora que Ud. y su hijo van por su propio gusto, y que no van a intentar tirarse del vagón. Pero esa otra señora no está bien de la cabeza, y temo que al comenzar el viaje, se tire al suelo por querer irse otra vez con su hija. Por eso es que tengo que cerrar el vagón por lo menos hasta la estación de Luque. Cuando alcancemos allí, seguramente, ya estará más tranquila, y desde Luque ya podrán ir con las puertas abiertas. ¿Me comprendió, Señora?"… "Está bien, como Ud. quiera", respondió ella. "Dentro de unos momentos van a enganchar este vagón, y ya es hora que suban a él", dijo el del llavero.

Partes: 1, 2, 3
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