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Cuentos de guerra, misterio, terror y locura

Enviado por Pablo Etchevehere


Partes: 1, 2

  1. Triple Alianza: 1865-1870
  2. Del Chaco Boreal: 1932-1935
  3. Misterio
  4. De terror
  5. Locura

Triple Alianza: 1865-1870

LA REUNIÓN DE LA ABUELA

Esa tarde de abril de 1937 Elvira estaba especialmente lúcida, la briza cálida de un otoño correntino entraba por el gran ventanal del recibidor de la casa.

-Abuelita háblanos de la guerra le dijo la prima Reinita con la impaciencia de sus curiosos catorce años.

La guerra, la guerra murmuró abuelita y comenzó a contar:

Hace muchos, muchos años, cuando aún sus padres no habían nacido, yo era una chiquilina, como ustedes, vivía cerquita de aquí, del otro lado de la plaza, donde ahora está la escuela normal. Mis padres, Pedro y María, eran cariñosos conmigo y con mi hermano menor Luis, que entonces orillaba los tres años.

Mercedes era un pueblo chico y ahora es un pueblo grande, la gente se conocía por el nombre de pila, y las familias tenían sus santos y sus pobres. Cada santo tenía su día, dijo abuelita, y se persignó, luego hizo un largo silencio, como buscando en el fondo de su mente recuerdos que dormían el sueño de los años y prosiguió hablando: San Blas el 2 de febrero, Santa Clara el 3 de abril. Cada santo tenía su función y cada función era una fiesta. Así era Mercedes aquél otoño de 1865. Saben dijo la abuela, yo ya leía, me enseñó mamá María y contar sabía hasta cincuenta. Abuelita abrió y cerró sus manos cinco veces y siguió hablando.

Me acuerdo que los peones de mi padre hablaban de una guerra, otra más. Antes que yo naciera hubo una batalla cerca de Mercedes entre colorados y celestes. Abuelita hizo una pausa y sus ojos se opacaron. Luego dijo: Una mañana mi padre, montó su caballo preferido y seguido por una larga fila de peones y una carreta con provisiones, se dirigió a Goya. –Pedro se fue a la guerra, me dijo Fray Tomás, el cura de Mercedes. En el pueblo quedamos solos, mujeres niños y ancianos, así como los peoncitos que debido a sus cortos años no fueron admitidos en la partida.

La abuela hizo una pausa y comentó, me parece estar viendo la larga fila de centauros correntinos, vestidos de paisano, armados con sus arcabuces de caza, lanzas y pistolones, aquí o allá algún sable en manos de improvisados oficiales, como mi padre, y al viento la bandera argentina y los banderines celestes del partido liberal. Era la guerra. Y quedaron las mujeres, acotó la Abuela, muchas jovencitas y embarazadas, como mi madre, y quedaron las viejas que habían visto partir sus difuntos maridos tantas veces, y quedamos nosotros los niños, que entendíamos poco, solo sabíamos que la guerra era un monstruo grande que se tragaba a nuestros padres. Desde ese día, cuando los hombres partieron, el silencio se apoderó de Mercedes, todos nos reuníamos al atardecer en la Iglesia, para rezar el rosario y pedir a nuestros santitos que volvieran nuestros hombres, que se muriera la guerra. Un día tempranito hubo un gran alboroto frente a la Comandancia, allí frente a la Plaza, donde hoy está la Comisaría. El Eulogio, peón de los Balbastro, había vuelto con un mensaje dirigido al Juez de Paz Dionisio Cabral, mi tío.

La abuela hizo otra pausa, para ordenar sus ideas y siguió diciendo: Hay Dionisio, un hombre alto y de unos sesenta años en esa época, joven para viejo y viejo para marchar a la guerra con los demás. Por haber sido teniente del General Paz y estudiado en Córdoba, ejercía de Juez y jefe político de Mercedes. Mi tío llamó al cura, y las campanas de la Iglesia, resonaron como nunca, con desesperación, convocando a los vecinos, los pocos que aún habitaban Mercedes. Reunidos todos, ancianos, mujeres y hasta los niños que seguimos a nuestras madres y abuelas, e incluso los pobres del pueblos, amontonados a la entrada de la Iglesia y ocupando parte de la plaza, Dionisio les habló con el cura Tomás a su lado y dijo algo así como: "vecinos, tengo una mala noticia que darles, los Paraguayos han desbordado las defensas correntinas y vienen hacia aquí, a como un día de distancia. Vamos a abandonar el pueblo, esconderemos a las mujeres y los niños para que no se los lleven, y para ello cavaremos pozos cerca del "Paiubre", el arroyo que servía para todo y que como hoy, está a ocho leguas de la Plaza.

La abuela enmudeció y se durmió un poquito. Nosotras queríamos que siga hablando, pero respetamos su sueño y esperamos. De repente siguió hablando y parecía que nuevos recuerdos afloraban a borbotones de su mente: Todos cavaron e hicieron grandes y profundos pozos hasta de noche, alumbrados los peones por antorchas. Las mujeres pudientes llevaron unas ánforas llenas de monedas y las pocas joyas que tenían, también se enterraron los santitos que se veneraban en las casas y hasta la ropa y platería. Todo para evitar el saqueo de la soldadesca a la que se suponía descontrolada.

Y finalmente nos enterramos nosotros, mujeres y niños, los peones pusieron ramas sobre nuestras cabezas y se ocultaron en el monte. Pero ¿quienes quedaron en Mercedes?. Casi nadie, solo el Cura Fray Tomás y los sacristanes, que sacaron el Santísimo a la puerta del templo y abrieron las ventanas de par en par. Grandes cirios iluminaron la Iglesia toda la noche, según nos contó después Eulogio que junto a mi Tío el Juez se quedaron en la Comandancia atrincherados.

Llegaron a la tardecita, murmuró la Abuela, una larga columna de camisas coloradas, integrada por soldaditos casi niños, que gritaban y parloteaban en guaraní. Era la guerra, y que pasó, nada. Dos jefes, vestidos de otra manera, con largos sables, como dijo Eulogio, le gritaron al juez que saliera a hablar. Y mi Tío salió con la bandera nacional en la mano. Los dos oficiales, porque eso eran, se apearon respetuosamente y saludando militarmente se descubrieron los quepis y dando media vuelta ingresaron a la Iglesia y se postraron ante la Virgen de la Merced. La tropa atrás imitó a sus jefes y se hincaron en la plaza. Luego el Juez hizo traer tereré y bajo ese árbol que ustedes pícaras suelen colgarse como monas, ese mismo, hablaron los enemigos sentados en sus monturas.

Que se dijeron, no sé, dijo la abuela haciendo un gesto con los hombros. Pero después mi tío y Eulogio se retiraron solos del pueblo y la comandancia, la Iglesia, la escuelita y la plaza quedaron ocupadas por los invasores. Fray Tomás se quedó allí en su Iglesia y nosotros escondidos en los pozos. Era la Guerra. Pero saben mi hijitas, los paraguayos que eran muy jóvenes, eran alegres, y corría el agua ardiente, cantaban y bailaban en la plaza, haciendo un batifondo espantoso, toda la noche vibraron las arpas y rasgaron las guitarras. Las campanas eran tañidas sin motivo y todo el pueblo fue un jolgorio. Y saben había paraguayas, si mujercitas y no tan jóvenes que en esa época, según la costumbre, acompañaban a sus hombres a la guerra y lavaban la ropa cocinaban y bailaban y cantaban en el jolgorio de la guerra, que nosotros los niños poco comprendíamos.

La abuela paró su narración y pidió a doña Carmen su dama de compañía que le alcance mate, volvió a buscar en el baúl de su memoria y prosiguió entre sorbo y sorbo. Nosotras electrizadas seguíamos cada palabra suya con extrema atención. Y siguió el baile nomás, dijo la abuela y así tres días con sus noches. Nosotros en los pozos apenas comiendo y rezando a todos los santitos que yacían enterrados boca abajo, hasta que según la costumbre, hicieran el milagro de alejar la corte de diablos rojos que ocupaban nuestras casas, nuestra iglesia y nuestra plaza. Hasta que al tercer día de aquella insólita semana santa de 1865 el milagro se hizo. De pronto el ruido de la caballada al trote y luego al galope y el temblor del ganado pasando cerca de nuestros pozos salvadores, pero alejándose hacia el lado del Brasil, hasta que el ruido de carretas, ganado y caballos se fue debilitando, envolviéndolo todo, el más cerrado de los silencios.

Una mañana en el "Paiubre", sin pájaros, sin música y sin paraguayos. Se habían ido. La abuela pareció iluminar sus apagados ojos y un gesto de alivio se dibujó en el semblante. Y prosiguió: Primero salió un viejo, Francisco que hacía de boticario en el Pueblo, sacaba muelas y cortaba el cabello en el Club a los caballeros. Había combatido con Garibaldi su paisano, en Montevideo y portaba melena y largos bigotes rubios, siendo muy popular entre los niños, por tener siempre las manos llenas de confites de Córdoba. Francisco salió y se animó a seguir caminando hasta el pueblo seguido por dos añosos peones, y volvió gritando acompañado por Fray Tomás, se fueron se fueron, mirácolo, mirácolo, diciéndolo en una mezcla imposible de criollo e italiano. A lo lejos, se hoyó una melodía salvadora, que primero parecía un rumor distante y luego se hizo más y más audible hasta sonar estridente. Una diana, todos se congelaron y habiendo salido de los pozos, comenzaron a entrar de nuevo. "No, no" dijo Francisco, que sabía de toque y cornetas. "No es la diana paraguaya, es la nuestra es la nuestra repetía", mientras de sus azules ojos brotaban copiosas lágrimas.

¿Era mi padre? Se preguntó en voz alta la Abuela, como hablando consigo misma. No, si los correntinos de Mercedes, el escuadrón de guardias nacionales solo portaba una corneta vieja, tan vieja que se decía que la había traído el General Belgrano a su paso por Curuzú Cuatiá, por lo menos sesenta años atrás. No era la corneta correntina, era la diana del ejército nacional, que precedía una fila interminable de uniformes azules con vivos rojos. La gente quedó petrificada, mientras las campanas de la Iglesia de Mercedes tocaban a gloria, en manos de los sacristanes. A la cabeza de las tropas avanzaba nada menos que el presidente de la República, Bartolomé Mitre, rodeado de barbados generales, hombres y caballos, banderas, y cerrando el desfile una caravana de carretas.

Todos convergieron a la plaza del pueblo. La gente saliendo de los pozos y desenterrando los santitos a los que se puso cabeza arriba, y en la plaza, presidente y generales, soldados y pueblo se hincaron ante el altar de la Virgen de la Merced, que Fray Tomás y sus sacristanes ubicaron a las puertas del templo. El milagro de la Semana Santa se había cumplido. Y saben niñas, les voy a contar un secreto. A ese ejército lo traje yo. A esa altura del relato, el aire contenido en nuestros pulmones nos impedía respirar.

El rostro de la Abuela se tornó enigmático e hizo una pausa para rescatar el último recuerdo del arcón de su pasado y dijo: Cuando mamá María me llevó al pozo llevé entre mis manos una estatuita del santo Francisco Solano, devoción de mi familia. Lo escondí como todos, pero no lo puse cabeza abajo, no lo castigué. Lo mantuve todo el tiempo entre mis manos y también lo cubrí con mis ropas. Y le dije: Santito Solano, Paí Solano, tráigame a mi padre Pedro, tráigame al Ejercito, tráigame al Ejercito. Y así por tres días con sus largas noches. Hasta que el Santo, tal vez compadecido con una niña de ocho años muy devota o agradecido por no haber sido castigado cabeza abajo como Santo Domingo, o Santo Tomás, hizo el milagro y que milagro. La Abuela sonrió pícaramente y agregó, pero también trajo a mi padre. Saben, cuando desfiló el ejército, el último escuadrón que cerraba la formación era familiar a nuestros ojos, bajo uniformes nuevos y con vivos de tenientes, mi padre y alguno que otro pariente enarbolaban la bandera correntina y seguían los peones guaraníes y mulatos con rifles y carabinas nuevitas.

El escuadrón de guardias nacionales de Mercedes, volvía a casa. Pareció que la Abuela había desatado el último de sus recuerdos, y nosotros nos disponíamos a pedir la merienda, cuando la abuela dijo: Hubo un gran baile unos días después y saben, su abuela recibió un confite, un caramelo de la mano del Presidente de la República, Mitre, quien fumando su tradicional habano nos dijo a los niños que estábamos rodeándolo con curiosidad: "amiguitos la patria está salvada porque los niños correntinos con su comportamiento aquí aseguraron el futuro del país".

Esas palabras mis nietitas repercuten aún hoy a tantos años de distancia en mis oídos. Cuando la guerra nos despertó del amable sueño que vivíamos los niños de Mercedes en esa lejana época. Dicho esto la abuela se levantó, abrió una caja que tenía guardada en su armario y nos dio a cada una un pesado y petrificado confite de córdoba, "tomen, son los caramelos del General Mitre, los que me dio esa noche en el baile de los Cabral, "el domingo de Resurrección de 1865".-

EL NIÑO PARAGUAYO

Un anciano circunspecto, vestido de negro, con una camisa blanca de cuello alto, se sentaba algunas tardes junto al ventanal del club social mercedeño, abstraído apenas llevaba a la boca un trago de ginebra, mientras escribía en un grueso cuaderno con tapas forradas en cuero marrón:

"Soy el estanciero Manuel Díaz, a mis ochenta años solo me queda poner una mano sobre la otra y acordarme de los que he conocido en mi larga vida. Aquí en la ciudad de Mercedes surcada sus calles de tierra colorada, por automóviles que van a treinta kilómetros por hora, en esta calurosa tarde de enero de 1926 busco en mi pasado algo que siempre se me introduce en la memoria. Busco los ojos muertos del paraguayito en aquél enero de 1866 en el Estero Bellaco. Era yo entonces, un mocito de 18 años, al que la guerra grande había arrancado del trabajo cotidiano en la estancia familiar y llevado por los vientos del destino a ejercer el rango de Alférez a guerra en la Guardia Nacional correntina. Esa noche de la que me acuerdo como si fuera hoy, el Capitán Azcona había dispuesto una patrulla que debía unir el campamento argentino con el brasileño, ubicado a unas dos leguas en un saliente de tierra sobre la selva. Marchaba al frente del grupo, un teniente porteño del que no me acuerdo el nombre, cerraba la fila yo.

Andando un trecho, el estero cobró vida, los bichos clamaban sin ser vistos y sigiloso el yaguareté aguardaba algún rezagado para hacerlo su presa. El enemigo agazapado en la espesura del monte era uno más de los peligros que nos asechaban. No recuerdo cuando sucedió, pero el corte aún me duele. En sueños veo correr mi propia sangre sobre el uniforme de vivos rojos. Sentí el dolor de la carne cortada y el fuego de la herida, el ahogo y la furia contra aquello que se había descolgado sobre mí e intentaba apresuradamente degollarme con un yatagán, letal machete que solían llevar los satinadores paraguayos. Mi atacante se había descolgado súbitamente de un alto árbol aprovechando que me había demorado unos cuantos pasos del resto de la columna, y se había montado literalmente sobre mis hombros, sujetándome el cuello con una mano y comenzando su macabra tarea con la otra. Creo que fueron unos segundos de lucha que me parecieron eternos, cuando saqué el sable bayoneta y lo ensarté del estómago a la nuca. Un terrible grito, que aún retumba en mis oídos, salió de mi atacante, que cayó pesadamente al suelo empapado de su sangre y la mía. Antes de caerme y quedar inconsciente pude ver que mi temible enemigo era apenas un niño de unos doce años, desnutrido y solo vestido con una camisola colorada y un burdo quepís de cuero, con la bandera paraguaya pintada a mano.

Pese a la oscuridad pude ver sus ojos glaucos, esos ojos que aún hoy sesenta años después me miran sin mirarme. Luego me desplomé cayendo al suelo, y lo que pasó después me lo contaron posteriormente. En el momento que era atacado por el soldadito paraguayo, el resto de la patrulla enfrentaba a tiros de máuser al invisible enemigo. Al verme a la distancia, tirado y sin movimiento, en medio de los paraguayos, el porteñito al mando, ordenó repliegue y allí quedé dado por muerto por mis propios camaradas. Tampoco el enemigo salió de su escondite, mientras que un nutrido grupo de brasileños de color, se acercaba para llevar heridos en improvisados palanquines. Los "negros" también juntaban los muertos y les prendían fuego para evitar las inevitables cólera y fiebre amarilla que hacían estragos en los campamentos. Y allí me vieron a mí y a mi circunstancial compañero que seguía inmóvil y aferrado a mi guerrera. Uno de los soldados, un cabo me dijeron, expresó "ese hombre parpadea" y rápidamente me apartaron de la pirámide de cadáveres y me subieron a un palanquín. Desperté operado varios días después, en el hospital de sangre de los brasileños. Sesenta años pasaron desde la noche en que la guerra y la muerte decidieron que viviera para contarlo.

El calor invadía el salón del Club social. -Don Manuel: teléfono creo que es de su casa. El anciano se levantó lentamente y se dirigió al mostrador para atender la llamada en el aparato telefónico, antes, casi automáticamente se aflojó el cuello alto, reflejando en el espejo la brutal cicatriz que cruzaba su garganta.-

Del Chaco Boreal: 1932-1935

LA CRUZ DEL DEFENSOR

Los domingos salgo a caminar, temprano por el barrio de Caballito, mi lugar en el mundo. Cuadra tras cuadra con un esfuerzo tolerable, quemo la grasa de un abdomen que pasa los cincuenta años.

Ese domingo no fue un día cualquiera. Al atravesar el Parque Rivadavia, antigua quinta de la familia Lezica, tropecé literalmente con uno de los caballetes que sostiene un improvisado mostrador de coleccionistas. Allí estaba, reinando entre monedas dudosamente romanas, medallas a la lealtad peronista, distintivos de reservistas y deportistas de épocas pasadas, allí estaba entre insignias falsamente alemanas pero ella era auténtica, tan auténtica como el bronce de los cañones fundidos para confeccionarla. Ella, muda sobreviviente de una guerra, gallarda y solitaria entre tanta basura de lata: La Cruz del Defensor del Chaco Boreal. Cruz del Defensor a cecas, austera y modesta como quien la mereció, pensé a mis adentros cuando la estaba pagando. Pero quien fue su dueño? y ¿quien la entregó a las manos especulativas de los coleccionistas? Ambos interrogantes giraban en mi cabeza sin cesar toda mi vuelta caminadora a casa. ¿De quién fue, mi Cruz del Defensor? ¿Vivirá?, O ¿qué pariente desaprensivo, o porque apremiante motivo la entregó a los comerciantes?

El Misterio de la Cruz del Defensor duró unos días. Al Domingo siguiente, volví al Parque Rivadavia, mi intención primigenia fue conversar con el vendedor, para que de una pista. Lo abordé rodeado de coleccionistas admirando un misal antiguo y nacarado. -¿Se acuerda de mi?, si, si, el comprador de la Cruz del Defensor, no me diga que me la quiere vender, exclamó el coleccionista casi socarronamente? No, no solo quiero saber sin comprometerlo, si sabe quien se la vendió para tener idea de quien la recibió por su actuación como combatiente de la Guerra del Chaco. El hombre pareció comprender y me dijo. Mire enfrente ¿que ve? -Una Iglesia, contesté. ¿Sabe que Iglesia es esa?, más o menos le dije, y agregué la parroquia de los paraguayos. Si me dijo, Nuestra Señora de Caacupé, patrona del Paraguay, bueno allí los domingos se junta un grupo muy peculiar que concurre a misa de once, mi consejo es que vaya alguna vez y lleve la cruz, muéstresela a un viejo al que llaman Gaspar, él podrá decirle algo sobre la condecoración que le vendí. Gracias le dije y me fui raudamente al camino. Otro domingo llegué a la Iglesia casi a las Once y comencé a mirar los feligreses que ingresaban al antiguo y bonito templo. Allí estaban, dos o tres ancianos muy ancianos, como de noventa o más, y dos o tres mujeres un poco más jóvenes, un cuarto abuelo era arrastrado en una silla de ruedas por una cincuentona de inconfundible acento paraguayo.

Gaspar dije en voz alta sin saber a quién me dirigía. Que quiere dijo el inválido que casi me estaba pisando un pié con la rueda de su inusual vehículo. Señor Gaspar, mucho gusto, le dije, me manda el coleccionista de Parque Rivadavia, el que vende medallas como esta y le mostré la Cruz del Defensor que reinaba oronda en la palma de mi mano derecha. ¿La compró? Si le dije. Y bueno, ella la vendió, yo le dije que no lo haga. ¿Ella? respondí intrigado, ¿quién es ella?, ! repetí. Elsa la mujer de Yacaré Valija. ¿Yacaré qué? contesté casi sonriendo, Yacaré Valija, el Teniente Ermenegildo Frutos mi jefe. De pronto, el territorio borró la Iglesia, estábamos en Fortín Nanawa, sin agua y sin municiones, los bolivianos atacaban en oleadas una y otra vez, chocando contra el cinturón de hierro del Regimiento de Acero, Valois Rivarola.

Los proyectiles estallaban por todos lados y mataban tanto como el cólera, la avitaminosis, los mosquitos y su malaria, la sed y el hambre. Allí parado estaba Frutos hablándonos en Guaraní, gritando en castellano, peleando como un león. Y allí estábamos nosotros. De pronto Gaspar volvió a la Iglesia, el territorio era otro y señaló a los otros dos ancianos, y agregó, ellos también estuvieron. Disculpe Gaspar, una pregunta, porque Frutos vendió la medalla o es que murió y lo hizo su viuda, agregué. Frutos no sabe que ella vendió la Cruz del Defensor, porque está ciego y casi sordo, encerrado en ese viejo departamento de la calle Yerbal, me contestó el anciano. Elsa vendió la Cruz para comprar medicamentos, yo le dije que no lo haga, pero lo hizo, seguramente cruzó de la Iglesia a la Plaza un domingo de estos y le entregó la Cruz al coleccionista Y eso es todo. Gaspar comenzó a entrar al templo y antes que lo perdiera entre muchas personas le dije. A la salida lo espero, no me acompañaría a ver a Ermenegildo. -Bueno no es mala idea, hace mucho que no lo trato a "Gildo" sabe tiene casi cien años, aunque hasta hace poco estaba entero. La muerte natural de dos de sus hijos aceleró el derrumbe, acotó Gaspar antes de comenzar a cantar "Ven con nosotros a Caminar…Santa María ven… Lo esperé a la salida, se despidió del grupo que lo acompañaba y caminamos por Rivadavia hasta la altura de Emilio Mitre, allí volvimos a doblar y cerca sobre Yerbal estaba la casa un tanto antigua de tres pisos.

En la Planta baja vivían Elsa y Gildo. La mujer tendrá unos sesenta y pico, una matrona paraguaya apta para todo servicio,! la segunda o tercera de Ermenegildo que a lo largo de su dilatada vida vio morir a casi todos sus afectos. En una pared colgado un deteriorado diploma que decía algo así como "Estado Mayor, Coronel Ermenegildo Frutos 1947". Una historia como tantas de guerra, ingratitud y exilio, largo exilio en la Argentina que luego se hizo residencia permanente cuando se desvaneció la dictadura en el Paraguay. Un retrato de un gallardo joven vestido de Cadete, acompañado de una dama, su madre tal vez?

Elsa saludó a Gaspar y se dijeron algunas palabras en Guaraní. Luego en trabajoso castellano dijo: El Coronel hoy tiene un día de aquellos, igual le voy a decir que viniste Gaspar. Al rato entró casi arrastrando los pies un hombre alto cetrino arrugado y muy viejo, casi sin pelo, solo unos mechones de cabello blanco adornaban una cabeza noble. Gildo entraba a escena. Sargento dijo el anciano militar, frente a Gaspar, usted por aquí. Mi acompañante se sorprendió que este hombre casi ciego, lo pudiera reconocer instantáneamente. La voz, el olor de las manos, quien sabe, lo cierto que Gildo se sentó en un viejo y enorme sillón de sala y comenzó a decir muy despacio cosas incomprensibles. -Pobres muchachos, los dejé solos tengo que volver con ellos, tengo que estar en Nanawa. Gaspar interrumpió el monólogo del ciego y le dijo vine con este amigo que sólo quería saludarte, ya me voy nomás. Nos levantamos y pasó algo extraño. Casi sin pensarlo saqué la Cruz del Defensor de mi bolsillo y se la puse a Gildo sobre su regazo. Le dije a Gaspar salgamos rápido. Desde la puerta entreabierta del cuarto contiguo se dejaba oír una melodía …para atacar o defender "Listo Valois.-

CINCO CARAS BONITAS CINCO

La abuela Perla tiene 96 años y una memoria cibernética, chiquitita, toma mate frente al televisor todas las tardes. Está cuidada por una joven paraguaya que la acompaña permanentemente y la visitan regularmente el hijo que queda, los nietos los bisnietos y un pequeño tataranieto. La abuela Perla es una anciana feliz. A veces se pone triste y se acuerda de su juventud en las primeras décadas del siglo XX. – Sabes hijita, le dijo a una periodista que la vino a visitar: – que fui bailarina, jajaja, bataclana dicen por allí. Quería ser lo que eran Tita Merello y la negra Bozán. Quería bailar en el Chantecler o en el Maipo, pero solo conseguí bailar en un cuchitril de mala muerte llamado "RE-FA-SI" En el año…, haber, 33, si la primavera del 33, bailaba en el "RE-FA-SI" junto con veinte chicas, "veinte caras bonitas veinte" voceaba un sujeto en la puerta del teatro, -"pasen y vean señores, las mejores chicas de Buenos Aires, las mas descocadas se los aseguro" Allí bailaba yo, actuaban un cómico, que imitaba a Sandrini, le decían Pepito, un mago y Margot Mellián, una primera figura que bailaba y cantaba tangos como Asucena Maizzani. Un día que estábamos ensayando la nueva revista "Cantando y bailando en primavera" llegó al teatro un empresario paraguayo el señor Fretes. Este hombre era amigo o socio de Samuel Kilesky, nuestro empresario. Fretes pidió cinco bailarinas para realizar una gira de un mes por Paraguay. La finalidad era animar a los heridos de guerra que estaban alojados en el hospital de sangre de Asunción. Muchas chicas tenían hijos, unas pocas eran casadas y al final fuimos elegidas cinco solteras y la mujer del mago, Gerta, una misteriosa alemana que apenas hablaba español.

Nosotras seis, la cancionista Margot Mellian, una chilena que cantaba como un pajarito tangos, y el empresario Fretes nos embarcamos una mañana en el vapor Ciudad de Rosario y partimos a la guerra. Cuando llegamos a Asunción, por entonces una urbe provinciana llena de heridos, soldados, comerciantes y prisioneros bolivianos que limpiaban las calles o simplemente pedían limosna, nos esperaba en el puerto la mujer de Fretes Madame Petra, una polaca entrada en años que quien sabe por que infortunio de la vida fue a parar a Asunción. De allí nos trasladaron en tren a Paraguarí a poco más de una hora de la capital, donde se encontraba el campamento de Cerro León, el histórico gran cuartel militar del Paraguay. Allí en infinidad de tiendas de campaña se reponían los guerreros que eran evacuados enfermos o heridos del campo de batalla en el Chaco Boreal. En una gran tienda pudimos ver decenas de camastros alineados, donde encontramos heridos graves casi todos con miembros amputados o ciegos quemados por los gases y los lanzallamas que los alemanes vendieron inescrupulosamente al gobierno de Bolivia. Un herido me aferró la mano.

Fretes se paró en medio del salón acompañado por un médico que bajo su guardapolvo blanco llevaba el uniforme de coronel paraguayo. Dijo algo así como soldados y oficiales les presento a las cinco caras bonitas de Buenos Aires cinco, y a continuación mientras nos aplaudían sin mucho entusiasmo, médicos y enfermeras, entró a la carpa un grupo de músicos de mediana edad uniformados que comenzaron a tocar tangos y foxtrot. Nosotras bailamos, bailamos y por un momento nos olvidamos donde estábamos. Al atardecer nos llevaron a un hotel, donde la policía militar tuvo que custodiar los desmanes de cientos de borrachos que sabedores del alojamiento de las bailarinas cerca de los regimientos, decidieron asaltarnos con vaya a saber que intenciones.

Al día siguiente en vapor partimos para Puerto Casado, la población más cercana a las línea de combate que se extendía a unos cien kilómetros de esa población, final de las vías ferroviarias que la unían con Isla Poí, el epicentro de la guerra y asiento del Estado Mayor paraguayo y su comandante el General José Felix Estigarribia. En Puerto Casado, nunca vimos tantos solteros. La Maga Gerda se prendó de un Oficial Ruso blanco exiliado, que hablaba alemán y servía al ejército del Paraguay como Ingeniero buscador de agua en el desierto del Chaco. La maga hizo desaparecer como por arte de magia el recuerdo de su propio marido Gustav, ex oficial alemán en la Gran Guerra, quien disimulaba su brazo vacío bajo la capa de Mago.

El resto de las chicas se fijaban en los jóvenes oficiales guaraníes siempre sonrientes pero valientes hasta la temeridad. Un herido me pasó un papelito que decía: "Marcio López, Cadete". Era un chico de mi edad, no más de 18 o 19 años, sus manos eran finas y la herida en el hombro había cicatrizado. Me acerqué a él y hablamos. El Cadete me contó que estudiaba en el Colegio Militar de Asunción, cuando fue movilizado con todo el cuerpo de alumnos a la batalla de Boquerón y allí estaba, pensando que pronto le ascenderían a subteniente. Le di la dirección de mi madre en Adrogué y me fui, porque me sonrojé, en el momento que Marcio me dijo que cuando la guerra terminara me iría a buscar a Buenos Aires.

Pasaron tantos años. Claro, luego de un mes volvimos a la Argentina, con la experiencia fuerte de haber bailado a metros de la guerra. Y me dediqué al cine, me casé y luego me separé de un actor de tercera categoría quien me dio un hijo, Carlos el mayor de los tres retoños que alegraron los días de mi existencia. en 1948, ya había muerto mi madre y yo andaba por los treinta y pico. Un día barriendo la vereda se acercó un hombre, me preguntó si era Perla, le dije que si, me dijo soy Marcial el cadete de Puerto Casado. Lo invité a pasar y hablamos. Me contó que recién llegaba a la Argentina para buscar trabajo. Que luego de la guerra siguió la carrera militar hasta Capitán, pero que una revolución perdida lo había dejado fuera del Ejército y que sobrevivía haciendo changas. Dos años después nos casamos y vivimos juntos 40 años, hasta que falleció. Tuvimos dos hijos muchos nietos y bisnietos. La guerra del Chaco Boreal que a tantos separó, a nosotros nos unió; cuando cinco caras bonitas, cinco, alegraron un ratito a cientos de heridos en un campamento lejano del misterioso Paraguay.-

ONCE CONTRA ONCE EN LA TIERRA DE NADIE

Luis Vargas Peña se asomó al borde del parapeto, el infierno estaba en calma esa mañana de junio de 1933 en el desierto del Chaco, sector Fortín Toledo. zaguero de la selección paraguaya de futbol en el mundial del 30 en Montevideo, Uruguay. Dueño del golazo 1 a 0 que le hizo a Bélgica poniendo así a la selección paraguaya en el mundo, Gritó: -bolivianos, le jugamos un picado, tengo diez jugadores y un guitarrista. Un silencio espantoso se adueño del sector, al tiempo una voz grave contesto, tengo diez jugadores y uno que toca el charango, tienen balón? Esa tarde ante cientos de espectadores casuales pero no menos fanáticos se desarrolló el partido fantástico del cual nadie quiso hablar para evitar problemas. El resultado, como no podía ser de otra manera 1 a 1. Esa noche se festejó en las trincheras. Al día siguiente la locura de la guerra volvió a apoderarse de jugadores y fanáticos.-

Misterio

CALEIDOSCOPIO

A Sir Richard Burton le gustaban las novedades, en su casa de Londres guardaba en infinitos estantes de su biblioteca un sin número de recuerdos, testigos mudos de sus fantásticos viajes por el mundo. Entre todos esos raros objetos se destacaba un brillante Caleidoscopio. Esa máquina óptica que permitía mirar a través de un orificio, imágenes en movimiento, como por ejemplo, un puente de la china sobre el cual pasaba un carro tirado por seres humanos, un café de París y entre otras sombras, la escuálida figura de un joven militar saludando a su imaginario contertulio. De vez en cuando el anciano Burton subía la empinada escalera que llevaba a su biblioteca y ponía en funcionamiento el caleidoscopio, dando rítmicas vueltas a la manivela que permitía girar rápidamente el aparato, haciendo que las figuras cobren vida. Burton se acordaba con nostalgia cuando impresionó al Estado Mayor de la Triple Alianza en el campamento de Tuyutí, haciendo girar la manivela del caleidoscopio ante el propio Bartolomé Mitre y los Generales Flores y Polidoro.

En el orificio del caleidoscopio se podía ver bailar sensualmente a bailarinas semidesnudas ejecutando una danza sagrada de la misteriosa y lejana Isla de Java. Un día el ayudante del General Mitre el Negro Goyo, esperó a Burton a la salida de un sarao militar y le pidió ver el caleidoscopio. La tropa sabía que el aparato existía, pero no se animaban a pedir al Gringo que mandaba más que los generales, que les mostrara el portento, la novedad de los tiempos modernos que se vivían. Goyo que era un soldado valiente, un sargento leal y un brujo yoruba, se animó a pedirle a Burton que lo deje ver el caleidoscopio. Sir Richard entre extrañado y divertido aceptó el pedido del humilde ordenanza. Se dirigieron a la carpa donde Burton pernoctaba regularmente. Goyo y el Inglés , sentados juntos, comenzaron a girar el caleidoscopio.

Mientras sir Richard giraba la manivela, Goyo miraba las figuritas que bailaban en Java y comenzó a recitar una irreproducible letanía en un idioma africano. Sir Richard palideció, conocía ese idioma desde hacía diez años, cuando había intentado encontrar las Montañas de la Luna en frica y conocer las misteriosas fuentes del río Nilo. Goyo en estado de posesión, estaba rezando a sus dioses y pidiendo que las almas de sus camaradas, que habían partido de este mundo durante la batalla de Curupaity, volvieran y se mostraran cuando giraba el caleidoscopio. Unos días después junto a la carpa de Burton se juntó una multitud de soldados que pedían ver el caleidoscopio. Burton y Goyo pusieron el aparato sobre una mesa y cada soldado podría despedirse de sus camaradas muertos, pedirles que saluden a sus difuntos familiares o simplemente curiosear. Burton miraba el aparato y no veía nada, pero los pobres negros y criollos del campamento juraban que veían a sus amigos, saludar y hablarles en el dulce idioma guaraní, o en el gutural yoruba.

Burton comenzó a inquietarse cuando el Mayor Mansilla enterado del portento le pidió mirar por el agujerito. Lucio palideció cuando vio la inconfundible figura de su tía Encarnación Escurra, saludándolo y pidiéndole al díscolo sobrino que se cuide y no se deje matar. Cuando Sir Richard volvió a Buenos Aires en su segundo viaje camino a la Guerra del Paraguay, tres años después de su primera experiencia en el teatro de guerra, Mitre había vuelto de la contienda paraguaya y terminado su mandato. El nuevo presidente Domingo Sarmiento, un enamorado de las novedades y un lector secreto de ocultismo, enterado del objeto que tenía Burton, le pidió que se vean en una reunión secreta. Un viernes de diciembre de 1869 en la vieja sede de la Masonería argentina, de la calle 25 de Mayo, se reunieron tres "hermanos": Sarmiento, Burton y Mansilla. Sobre una mesa se colocó el caleidoscopio.

El negro Goyo, convertido en cochero del presidente, guardaba celosamente la puerta exterior del templo, para que no pasa nadie. Un capitán de Policía custodiaba discretamente los pasos perdidos. Burton comenzó a mover la manivela del caleidoscopio, lentamente, luego rápidamente y Sarmiento ansioso comenzó a ver paisajes, bailarinas sagradas de Java y de pronto la inconfundible figura militar de su joven hijo Dominguito. Quien le dijo, -me abandonaste papá. El presidente comenzó a llorar; sus lágrimas semejaban un torrente; Lucio Mansilla intentó calmarlo, Sarmiento lo apartó bruscamente de su lado, Burton seguía dando vuelta la manivela, hasta que el aparato se puso rojo y las figuras se quemaron. Solo quedaron tres de ellas petrificadas en el interior del aparato, como tres daguerrotipos, una bailarina sagrada de Java, un bucólico paisaje del Sena y la figura de un capitán eternamente joven, preguntando angustiado, porque su padre lo había abandonado.-

EL INDUSTRIOSO PIERRE LATOUR

Pierré Latour era un joven industrioso. Hijo de un relojero de París, arreglaba relojes y creaba mecanismos fantásticos. Estaba obsesionado con la imagen en movimiento. En 1865 se conocía el daguerrotipo y la fotografía, también la linterna mágica y el caleidoscopio, pero Pierre quería captar la imagen en movimiento al instante. Luego de varios intentos, fabricó una máquina con un complejo sistema óptico y una manivela, que le permitía gravar en una fina película transparente, el movimiento de cuerpos en rápida sucesión de imágenes, que luego proyectaba sobre una tela blanca colgada en la pared. Pierre había inventado el cinematógrafo pero nadie lo sabía. Un año después del intento, que permanecía guardado en un baúl bajo cuatro llaves, nuestro héroe emigró al Río de la Plata. Deambulaba por Montevideo con su petaca y la dirección de un compatriota, cuando vio la propaganda de la casa Bathes y Cía. Fotografía, Cartel de visitas, panorámicas.

Pierre entró al local y a los pocos días era un empleado más del laboratorio. Un día de 1866 Mister Bathes llamó a sus empleados y en un mal español y un mal francés sucesivamente dijo: Muchachos necesito dos voluntarios jóvenes y solteros, para viajar al Paraguay con el Ejército. Yo dijo Pierre con sus impulsivos veinte años. Yo dijo Tarditti, un apuesto italiano de 20 y poco que quería fotografiar mujeres. En pocos días Pierre Latour y Carlos Tarditti se embarcaron en el vapor General Artigas, único barco de la microscópica marina uruguaya rumbo al horror de la guerra de la Triple Alianza. Al llegar al campamento oriental, comenzaron el trabajo de fotografiar la guerra. Pierre llevaba además su invento, la máquina que captaba el movimiento.

Dos años tardaron en salir de la guerra. Los jóvenes fotógrafos se habían convertido en dos descreídos del género humano. Pierre llevaba como trofeo su película, que proyectaba de noche ante pocos espectadores. Una vez el Mayor Mansilla, del ejército argentino, visitó el campamento oriental y vio la Película. Lucio dijo esto es genial será un negocio fantástico, pero la obra sólo reflejaba el horror de la guerra. Las degollaciones, los fusilamientos de desertores, los cadáveres insepultos, los ranchos paraguayos quemados o saqueados. La película era la guerra. Mansilla le dijo, -si vuelves a París ve a visitar a unos amigos míos y le dio la dirección "Calle de la Concordia 13, Paris Francia, Fabrica Lumiére. Pierre volvió a su patria con muy poca plata.

Le pagaron unos sueldos atrasados de sub teniente del ejército Oriental y le dieron una prima de 200 libras esterlinas en la empresa Bathe y Cia., por sus servicios fotográficos. Nada más. Con las dos manos a tras volvió a su París y visitó a los hermanos Lumiére a los que vendió su invento por mil francos. Con ese dinero se compró un pasaje a Buenos Aires, de allí viajó a Paraná, Entre Ríos, y se instaló como Fotógrafo frente a la plaza principal. Llegó justo para fotografiar en 1870 el cadáver asesinado de Justo José de Urquiza, retratado post mortem, por pedio de la familia.

En 1899 el canoso y maduro señor Latour junto a dos de sus hijas y su señora la criolla Aurora Gutiérrez se sentaron en unas cómodas sillas del café la Victoria de Paraná, para degustar un postre helado, y ver la novedad, el cinematógrafo de los hermanos Lumiére.

A Pierre le corrieron dos gruesos lagrimones por sus mostachos.

Epílogo en el presente:

Según el matutino "El Diario de Paraná", Aurora Latour de Gonzales, la conocida docente y directora de la Escuela normal local, acaba de entregar al Museo del Cine en Buenos Aires, un rollo en nitrato primitivo, perfectamente conservado, elaborado por su bisabuelo el fotógrafo francés nacionalizado argentino, Pierre Latour, quién filmó en 1866 escenas de la Guerra de la Triple Alianza en plena selva paraguaya. El día del estreno, todos se estremecieron en el micro cine de la Biblioteca Nacional de la Capital Federal. La película que dura cinco minutos muestra la muerte de niños degollados por la soldadesca aliada, mujeres violadas, ranchos quemados y rostros de tristeza absoluta. Las autoridades decidieron retirar el filme de exhibición pública y guardarlo por cincuenta años.-

De terror

UN ENANO EN LA COMISARIA

Soy el Investigado X, mi nombre verdadero lo reservo, por las razones que ustedes comprenderán. Escribo esta carta para que no se pierda la más terrorífica de las historias policiales que me ha tocado investigar. Fue en Catamarca en el 2.000, año del jubileo del cristianismo, creo que en el solsticio de primavera, un 21 de septiembre, si la memoria no me falla. La provincia y ciudad Catamarca, feudo de la Virgen del Valle; el lugar, la Comisaría 3ra, ubicada en un barrio alejado del centro. La hora, 24. Unas horas antes, en un sitio cercano, una trifulca entre cirujas y borrachos alertó a la policía. Dos agentes se apersonaron con un vehículo patrullero y cuando pudieron separar al enjambre de contertulios de un boliche de mala fama, encontraron tirado en el suelo, sangrando y casi desnudo a un enano, cabezón y con los ojos inyectados, parecidos a los de un gato. Alguien deslizó que había mordido salvajemente a una prostituta y al interrogarlo aún confundido, dijo llamarse Enrique. Los agentes del orden llevaron a "Enrique" a la Comisaría, donde un joven oficial de nombre Rodolfo y apellido Gutiérrez, comenzó sobre el reñidor un interrogatorio de rutina: -Como se llama: -Belcebú. -Hombre no sea tonto, el sargento Choque me dijo que usted se llama Enrique. Ponga el nombre que quiera deslizó el detenido, casi sin ganas. De donde viene: -Del Infierno. El Oficial Gutiérrez dió un golpe sobre la vieja máquina de escribir y con tono amenazante expresó: -vas a contestar bien o te morirás en un calabozo:

Partes: 1, 2
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