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La lluvia de estrellas en mi vida. Una historia de inspiración


Partes: 1, 2, 3
Monografía destacada
  1. Introducción
  2. Saludo de un niño
  3. Hazañas de la infancia
  4. Peligros en la vida infantil
  5. Mi vida colegial
  6. De mis padres y familiares queridos
  7. Mi vida en hermandad
  8. Mis estudios de medicina
  9. El amor tocó a mi corazón
  10. La experiencia de medico en servicio social
  11. Estudios en taiwan, republica de china
  12. El día a día de nuestra vida en Taiwán
  13. La acupuntura milenaria
  14. Peripecias de nuestro primer viaje a la china
  15. A mi regreso de china
  16. Viajes de estudio
  17. La acupuntura y su reconocimiento en Honduras
  18. Mi práctica medica en San Pedro Sula
  19. Una familia deportista
  20. Boy scouts o niños exploradores
  21. Otra manera de aprender, compartir conocimientos
  22. Mi participacion municipalista
  23. Una vida de servicio es un apostolado
  24. Recursos de la medicina alternativa
  25. Los consejos generales para una buena salud
  26. Los diez mandamientos de la salud
  27. La vida espiritual
  28. Las enseñanzas de los maestros del Surat Shabda Yoga
  29. Enseñanzas de grandes hombres a la humanidad
  30. Sitios famosos en Taiwán
  31. De Taiwán a Beijing
  32. Filosofia en la civización china
  33. Nuestro planeta tierra
  34. Conclusión
  35. Epilogo

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DEDICATORIA:

edu.red A mi amada esposa SANDRA.

AGRADECIMIENTOS:

A mis recordados padres ya fallecidos.

A mis queridos hermanos mayores Rafael, César y Olga (Q.D.D.G. ).

A mis hermanos Mario, Dalia y Alba.

A mis queridos hijos Roberto Antonio, Víctor Alejandro y Juan Carlos, junto con sus esposas y mis adorables nietos Sandra Suzette, Roberto Antonio, Alejandro, Carlos Andrés y Gabriel.

A Doña Rosa, madre de Sandra y a su única hermana Rosita.

A mis Profesores de Escuela, Colegio y Universidades y a todos de los que aprendí Medicina Alternativa incluyendo a pacientes.

A mis amigos y amigas a lo largo de mi vida.

Sin ellos y ellas no se podrían haber dado estas historias de mi vida.

Reconocimientos:

Muy especialmente al ilustre Odontólogo Raúl Vílchez Sánchez, hijo de Honduras y Nicaragua, por haberme impulsado a escribir este libro sobre mi vida; su amistad y hermandad han mantenido unidas nuestras familias a pesar de la distancia.

A Michelle Vaquedano y a Cesar Alvarado por la revisión del libro; gracias a Carlos Midence por el diseño de la portada y contraportada y finalmente a mi esposa Sandra por digitalizar este libro.

Introducción

Para los estimables y respetables lectores:

Ha nacido una nueva estrella fulgurante en la literatura.

Escribir una reseña histórica es una empresa complicada, como escribir una novela de la vida real, un texto científico o un libro de pura ciencia ficción… … es difícil, difícil.

Por lo anterior, felicito al distinguido doctor Roberto A. Contreras, autor de esta pequeña obra, ha mostrado su talento, guiado con la sencillez de un sano y ferviente deseo como lo hace un maestro universitario de ilustrar, transmitir e inyectar de sus espectaculares vivencias y experiencias a las nuevas generaciones de futuros profesionales, para que puedan emular su ejemplo y tener el coraje de luchar a cualquier nivel y sobre cualquier plataforma, saltar cualquier obstáculo, para finalmente levantar la antorcha del triunfo a base de puro esfuerzo y merito personal.

Este libro es una hermosa y valiosa lectura con sitios aún existentes y reales, situaciones y lugares que allí están para ser consultadas o visitados.

UNA LLUVIA DE ESTRELLAS EN MI VIDA es una lectura muy edificante y valiosa para todos los gustos, por tal razón no pude dejarla de lado si no leerla hasta el final, con gran satisfacción.

Herman Corletto M.

M.D. Neurocirujano.

Kissimme, Florida, U.S.A.

Saludo de un niño

La vida en el campo es interesante, nos hace tener horizontes abiertos, tal como los vemos en la mañana y en el atardecer y nos hacen soñar cuando cada noche alzamos la mirada a los astros y a las estrellas y cuando en el día vemos las figuras que se forman en las nubes.

edu.rededu.redNací en un campo bananero en la zona norte de Honduras; en esos años, las plantaciones bananeras eran la principal fuente de trabajo de miles de hondureños conocidos como campeños, un nombre intermedio entre campesinos y cultivadores de bananales; las fincas eran en realidad comunidades integradas donde convivíamos en "campos" organizados con las zonas de los responsables de las fincas y los trabajadores, en casas de madera de una o dos plantas para los dirigentes y en barracones para los trabajadores y sus familias; habían dispensarios para los servicios básicos a cargo de un enfermero bien entrenado para brindar los primeros auxilios, tratar con medicina simplificada problemas de salud y hacer las referencias a los hospitales de los distritos.

Mi madre fue llevada a uno de esos hospitales para dar a luz a sus 4 hijos de su segundo matrimonio, el segundo de ellos fui yo; nací en Tela, Atlántida, una bahía linda del Mar Caribe, la cual he visitado varias veces con mi familia; el hospital miraba al mar, estaba a unos 50 metros de la playa.

Sin embargo, las inscripciones de nacimientos correspondían a los municipios donde estaban esas fincas, por lo cual fuimos inscritos en los registros de nacimiento de El Progreso, Yoro, en donde digo que nací.

Mi padre era mandador de finca, es decir el administrador en una finca, responsable de coordinar a los trabajadores y de la logística productiva; como mandador tenía prerrogativas de una casa de madera de dos plantas con una yarda bien arreglada, donde con los hermanos, hermanas y los amigos infantiles jugábamos trompos, juegos de pelota, elevación de papelotes y correrías; íbamos a la escuela desde las 7 de la mañana, regresábamos para tomar el almuerzo y retornábamos a la jornada de la tarde, bajo disciplina estricta de una maestra o maestro que nos instruía en varios grados de enseñanza.

A mi hermano Mario y a mí nos enviaron a un internado cercano al centro bananero más importante en La Lima, Cortés; cada mañana nos llevaban en un coche halado por un tractor a los 25 niños internados; ese primer año fue difícil al estar alejados de nuestra familia, ver a nuestros padres una vez al mes y manejarnos en una vida más estricta en el internado y en la escuela de mayor nivel educativo.

Mi ángel fue la maestra Heraklia Chichiraky, de nombre y apellido raros que nunca supe su origen, quizá griego; ella me quería y me ayudaba y me protegía del maestro de artes plásticas, quien frecuentemente me castigaba hasta la hora completa de su clase porque no le llevaba los insumos requeridos por él para las manualidades; yo no los podía obtener en el internado, para el caso llevar 20 cajetillas de fósforos, ya vacías, para hacer una casita……y cosas por el estilo.

Ese entonces era como el fresco amanecer de la infancia, a pesar de la calidez del aire que nos rodeaba por el clima cálido que nos rodeaba casi todo el año en la zona norte del país; cada día deseaba descubrir en el exterior las respuestas a las preguntas que ocurrían en mi interior, como sucede a todos los seres humanos que caminamos en travesías desconocidas, sin miedo a la derrota como lo leí años después en el Quijote de la Mancha.

Con los años descubrí que las mayores verdades están dentro de nosotros mismos y llegan al infinito si nuestras conciencias se integran al cosmos y a la divinidad.

En mi vida todo ha tenido importancia, un árbol, un insecto, un pájaro, un animal o una persona, un bosque, un río o una montaña, somos uno con EL TODO, tal como me lo enseñaron años después mis maestros filósofos de la medicina china y los santos maestros de espiritualidad de la India.

La virtud que tenemos los niños de apreciar lo majestuoso de nuestros pequeños mundos y descubrirlo es algo mágico; esa sensibilidad infantil se va perdiendo en la vida adulta por el pragmatismo y lo maravilloso de la existencia se deja de lado, en un tiempo y un espacio, si no hay amor por la vida.

Ese niño en pleno gozo les envía hoy, a los 69 años de edad, un cariñoso saludo; creo que todos los niños ya mayores desean hacer lo mismo, contar sus experiencias, para que la vivencia de los primeros años sea conocida y no olvidada.

Hazañas de la infancia

Muchos, por no decir todos, podemos contar hazañas de la vida infantil, porque ocurrieron de la manera más natural e ingenua, tal como éramos en esos años.

Mi hermano y yo éramos aficionados a observar el cielo nocturno, contemplábamos el agasajo del cielo con sus puntos resplandecientes, distinguíamos los planetas al no titilar, diferente a las estrellas que sí titilaban; en horas tempranas de las madrugadas, habríamos la ventana de nuestro cuarto y nos dedicábamos a esa observación por ratos largos.

Una noche, probablemente de mediados de agosto, vimos centenares de "estrellas fugaces" que nos decían adiós al cruzar el firmamento y jugaban al frente de nuestros ojos, nos fusionamos en ese espectáculo hasta que ya soñolientos retornamos a dormir en nuestras camas; a primera hora, antes del desayuno, narramos a nuestra madre, a las hermanas menores, a la sirvienta, la experiencia vivida, excepto a nuestro padre, que lo sabría por la tarde.

Nuestro padre tenía que estar a las 5 de la mañana en su trabajo para dar las órdenes del día; a esa hora nos faltaba una hora de sueño a mi hermano Mario y a mí, nos teníamos que levantar y arreglar, el desayuno pronto estaría servido y a las 7 de la mañana estar en la escuela, se tocaba la campana de inicio de las clases, todo puntual y formal.

Todavía nos agrada recordar estos momentos, que eran grandes hazañas en nuestra infancia de los 4 a los 7 años de edad; mi hermano continúa aficionado de la astronomía y sabe determinar las constelaciones en el firmamento y el nombre de estrellas famosas; yo adquirí un telescopio de aficionado pero no logré avanzar en el conocimiento estelar.

Uno de mis libros favoritos fue escrito por uno de los grandes astrónomos del siglo XX, el doctor Carl Sagan, titulado COSMOS; él describe las maravillas del Universo con sus miles de millones de soles formando galaxias, una de ellas La Vía Láctea donde está nuestro sistema solar.

Nuestro sol es una estrella roja pequeña, nos envía su radiación lumínica, la luz solar, nuestra principal fuente de energía que ha generado muchísimas formas de vida en nuestro planeta Tierra, nuestro hogar flotante en el espacio sideral.

Mi hermano Mario tuvo la gracia de conocer a este personaje dando clases magistrales sobre los descubrimientos del hombre en esas maravillas del Universo, en la Universidad de Cornell en Ithaca, New York, cuando estudiaba su posgrado en fitopatología y yo he disfrutado muchísimo de esas enseñanzas en la serie fílmica del mismo nombre: COSMOS.

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Una bellísima lluvia de estrellas.

Como niños de campo, cada vez que teníamos oportunidad nos íbamos a explorar en los territorios cercanos; una tarde nos encontramos en medio de millones de langostas, eran tantas que bateamos algunas de ellas con lo que pudimos encontrar en el momento, unas varitas de ramas delgadas, que en nuestras manos eran armas más poderosas que espadas con las que luchábamos incansablemente; se comían toda la vegetación a su paso, incluyendo los cultivos del maíz, uno de los principales granos de nuestra alimentación diaria.

Tiempos después, de cuando en cuando, me encuentro un chapulín o langosta común, la tomo en mis manos, le observo el vientre para ver si tiene el color rojo en su abdomen como aquellas de la infancia y luego la suelto al aire para que vuele libre, con la esperanza de volver a ver la plaga de langostas en la faz de la tierra, fenómeno fantástico como fueron los meteoritos en aquella noche de la lluvia de estrellas.

Peligros en la vida infantil

En esos terrenos bananeros se construyeron en los inicios de las fincas, unos canales de irrigación ó quineles, anchos y hondos y muy largos cuya desembocadura llegaba a ríos; nosotros como niños exploradores empíricos recorríamos esos quineles en busca de aves como los patos negros y las yaguazas, que son unos patitos delgados, de plumas café y de pico amarillo que andaban en parejas y grupos; pero más ambicioso para nosotros era ver los peces mayores, como los robalos que fácilmente llegaban al metro y medio de largo con sus características rayas oscuras que desde el cuello les recorrían por sus costados hasta la cola, una por cada lado y los encontrábamos también en grupos y tratábamos de pescarlos lo cual nunca pudimos lograr.

Tampoco logramos hacerlo con los sábalos que pudimos ver en la desembocadura de los canales en el río más ancho y profundo, pero en alguna ocasión, algún pescador haciendo uso de un poderoso anzuelo, una carnada apetitosa y una cuerda resistente lograba pescar uno de esos peces más grandes que los robalos y lo llevaba a cuestas; nosotros boquiabiertos nos quedábamos admirándolos, tanto al pescador como al pez pescado.

Eso era la pesca mayor, pero no nos quedábamos sin llevar sardinas a nuestros hogares y las agarrábamos a manos llenas en los "flunes" o grandes alcantarillas que drenaban agua en los regadíos para el cultivo del banano; eran miles y las podíamos agarrar con nuestras pequeñas manos, saltaban por doquier y de a poco íbamos llenando los costalitos de tela que sujetábamos a nuestros cinturones; cuando ya los llenábamos, salíamos de esas estructuras y regresábamos a casa al atardecer, seguros que nuestros padres estarían agradecidos por llevar sardinas que tendrían que limpiar y todos comerlas en la cena y en los días subsiguientes.

En nuestra inocencia no existía la posibilidad de sufrir daño, nunca nos accidentamos ni fuimos mordidos por culebras inofensivas o serpientes venenosas muy comunes en esos terrenos; éramos niños invencibles, creímos firmemente en lo que nuestros mayores nos inculcaron, cada uno de nosotros tenemos Ángeles de la Guarda que se encargan de nuestra protección.

En "la laguna" teníamos un lugar paradisíaco para pasar cazando, pescando y paseando desde temprano en la mañana, en fines de semana o en meses de vacaciones escolares; quedaba a una hora a pie desde el área urbanizada de la finca e íbamos en largas caminatas, preparados con cañas de pescar improvisadas con varas largas de arbustos, con sedales y anzuelos que a su vez nos servían para cazar iguanas que las encontrábamos en las ramas de los árboles en la ribera de esa gran laguna que tendría unos 2 a 3 kilómetros de largo por unos 600 a 800 metros de ancho, normalmente oscura, apta para pescar, no para bañar.

A las iguanas las cazábamos con la vara de pescar y con un lazo delgado formando argolla que la pasábamos alrededor de sus cabezas cuando las aquietábamos con un silbido peculiar que entonábamos, lo que permitía que uno u otro de nosotros se subiera al árbol y a la rama donde yacían; no era fácil llegar a ese momento ya que la mayoría de las iguanas se lanzaban a la laguna desde unos 15 a 20 metros de altura y se iban nadando bajo de agua para aparecer a decenas de metros de la orilla.

Me impresionaban unas iguanas muy especiales, con características muy peculiares, eran las de mayor tamaño, de color anaranjado brillante desde la cabeza a la cola, de ojos rojizos o amarillentos, que reposaban en árboles a la orilla de las plantaciones de banano; creo que estos descendientes de saurios ya son especies en extinción.

Un día, bordeamos la laguna y en la orilla opuesta distante, vimos un lagarto o cocodrilo muy grande, que se irguió y se fue caminando, fácilmente de unos 4 metros de largo que calculo no podríamos haber abrazado su abdomen en contorno, eso nos puso cautelosos y decidimos cruzar la laguna por un paso angosto sobre los troncos caídos que formaban un puente natural, de regreso a casa.

Me causa asombro como de niños al pie de la aventura tenemos el ingenio a flor de piel y por la gracia de Dios y la custodia de nuestros Ángeles Guardianes sorteamos todo tipo de hazañas.

En el año 1954 hubo una gran inundación en el Valle de Sula, en el norte de nuestro país Honduras, enclave de esas fincas bananeras; se estaba anunciando la crecida de los ríos Ulúa y Chamelecón que para nosotros los niños eso era algo lejano, intrascendente; algunas familias decidieron irse a lugares seguros, no así mi familia que permaneció en el Distrito de Higuerito Central, cercano a Potrerillos.

Era mediados del mes de Septiembre, empezaba a entrar la noche cuando se empezó a escuchar el golpe del agua como un "plash" repetitivo en la madera de nuestra casa de dos plantas, la oscuridad de la noche nos cubrió y nos acostamos a dormir y de pronto ya era de mañana y para nuestro asombro vimos por las ventanas y en las cuatro direcciones cardinales la inmensidad de agua que cubría hasta los horizontes y justo a un pie de llegar al piso de la parte superior de la casa.

Las corrientes llevaban troncos de árboles con todas sus raíces y ramas, vacas que mugían lastimeramente en su esfuerzo de mantenerse a flote, uno que otro venado cruzando y por allí serpientes de gran tamaño nadando con gran agilidad.

Pasaron los días, nuestra casa resistió el embate de la crecida, no decíamos nada, solo esperando el momento de ver el descenso del nivel del agua el cual empezó a darse después de unos diez a doce largos días; pronto ya salíamos de casa a darnos chapuzones en partes que nos permitían nadar, la inundación se convertía en un juego para nosotros, no así para nuestros mayores al escasear los alimentos.

Una mañana, desde el cielo empezaron a caer bolsas con comida lanzadas desde aviones DC-3 de volar lento, pero muy seguros, con sus alas anchas pareciendo planear, desde donde pequeños hombres descargaban dichas bolsas que eran disputadas por todos, incluyendo el hijo mayor de mi madre, Rafael, a quien vi correr presuroso y recoger una bolsa, con todo y que tenía enyesada su pierna derecha por una fractura sufrida en días anteriores; al cabo de unas pocas semanas, las actividades de nosotros los campeños, campesinos de los campos bananeros, volvía a la normalidad.

Todo cambió cuando mi padre dejó de ser mandador de Finca Garroba del Distrito de Higuerito Central; fue despedido por los ajustes que las compañías fruteras hicieron después de la gran huelga general que ocurrió en el año de 1954 y de la gran inundación, lo que obligó a que nos mudáramos a El Progreso y no volvimos a tener la oportunidad de volver a los campos bananeros.

Llegó el tiempo de pasar a grados de escolaridad superiores que nos impidieron volver a repetir esas hazañas inolvidables; mi vida escolar transcurrió normal hasta llegar a graduarme de la primaria y pasar a la secundaria en el Instituto Católico San José en El Progreso, Yoro, comandado por Jesuitas.

Mi vida colegial

En la ciudad de El Progreso, los Jesuitas fundaron el Instituto San José en el año 1953, la primera promoción se dio en 1958; mis padres me matricularon en el San José al siguiente año, estudiado bachillerato por 5 años y mi promoción se graduó en el final de año 1963.

Mi hermano Mario fue el mejor estudiante de su promoción en el año 1962 y yo lo fui en el año 1963; él fue premiado con un año de estudios en Spokane, Estado de Washington y yo tenía esperanzas de lograr algo así, pero no se logró porque para mí promoción no hubo premio; ahora creo que fue como un castigo del Rector por las reiteradas faltas y bromas que hacíamos como grupo a los maestros, maestras y aun a algunos de los sacerdotes.

Nos inventábamos la explosión de petardo activado por una mecha asida a un cigarrillo que lo encendíamos y al rato explotaba cuando todos estábamos de lo más atentos en la clase, desde luego esperando el bombazo, que hacía saltar al profesor de la clase; nos llamaban a la Dirección, nos daban de reglazos en las nalgas, pero nadie delataba a los hechores.

Recuerdo a un compañero de mi camada, que era experto en dañar los llavines de la puerta del aula usando un palito de fósforo que introducía en el llavín, de tal forma que la llave no entraba y así se suspendía la clase.

La Dirección del Colegio decidió colocar nuestro grupo en un aula colindante con el naranjal que tenían los sacerdotes en un área de una manzana y cuando las naranjas estaban maduras nos daban diez minutos para entrar y comer naranjas; para nosotros, el naranjal era una gran tentación y nos las arreglábamos para que unos tres compañeros entraran al naranjal, otros de vigías y los demás recogiendo las naranjas que desde el predio salían disparadas para ser colectadas en sacos por los restantes compañeros; el Rector tomó la decisión de prohibir terminantemente la entrada de todos los estudiantes al naranjal y los más perdieron por los menos.

Después de estos sucesos, terminamos en un aula improvisada en un edificio sin cielo raso, lo que la mantenía a calores insoportables para el profesor y para nosotros los 11 alumnos, compañeros de infortunio.

Seis compañeros nos disputamos el primer lugar en la promoción, yo gané con apenas 0.05 arriba de los 5 compañeros que teníamos de 95 a 96% en promedio de calificaciones; éramos inteligentes, muy buenos alumnos, inquietos y divertidos, pero incomprendidos por nuestros directores y rectores.

Como éramos 11, apenas ajustábamos hacer el equipo de fútbol del curso, conmigo se lograba y me ponían en la delantera y recuerdo que cada año marcaba un gol solamente, no así mis compañeros mayores, dos de los cuales eran excelentes jugadores de futbol de la primera división del futbol mayor del equipo Honduras y con los goles de ellos, siempre ganamos el campeonato colegial; ello nos ponía orgullosos, sobre todo con las chicas compañeras, ya que el colegio era mixto, de señoritas y de varones, algo que ya no tuvieron en los años subsiguientes porque se abrió el Instituto Notre Dame para señoritas y en el San José solo quedaron los varones.

Los té danzantes de los domingos en la tarde en el Casino, un club social que nos permitía compartir amistad y guiños con ellas y bailar merengues, funcionaba de una a cinco de la tarde , no volvió a activarse; la disgregación ocurrió después de nuestra graduación de Bachilleres en Ciencias y Letras a finales del año 1963.

A principios de 1964 tres compañeros nos matriculamos para estudios superiores en la Universidad Nacional, empezaríamos estudios generales en el primer año; antes de partir a la capital, Sandra empezó a aparecer en mi vida cuando pasaba frente a mi casa en su recorrido al Instituto Notre Dame, tenía ella 12 años de edad y yo 17, siete años después nos casamos y llevamos ahora 44 años matrimoniados.

Los cinco años de estudios en el Instituto San José, bajo la Rectoría de Padres Jesuitas, me ayudaron a desarrollar mi personalidad y mis cualidades; me gustaba escribir, por lo que se me asignó el cargo de Secretario del Consejo de Redacción del Periódico Estudiantil "Conquista", que patrocinaban los Jesuitas y que hacíamos nosotros, contando los sucesos importantes ocurridos en el transcurso del mes, insertábamos pequeños artículos sobre ética y moral en los jóvenes y desde luego nos pulíamos en hacer un buen editorial; creo que esta enseñanza ha mantenido por años la inquietud de escribir algo sobre mi vida y ahora lo hago en este libro de historia mía, que estaría muy incompleta sino cuento algo sobre mis padres y mis hermanos y hermanas y de uno u otro tío o tía.

De mis padres y familiares queridos

Llevo mi segundo nombre en honor a mi padre Efraín Antonio; él era un hombre serio, calmado, estricto, luchador, reservado, poco cariñoso con nosotros, le vi sonreír muy pocas veces y reírse en una única vez.

Después de su retiro como mandador de finca en la frutera o compañía bananera, nos vinimos a residir en El Progreso junto con mi abuela materna de nombre Mercedes, a quien nos referíamos como abuelita Meches, era de ojos azules y tez blanca, se dedicaba a revender verduras en su casa, donde nos instalamos.

Mi padre laboró por muchos años en una compañía internacional de venta de productos electrodomésticos, sus ingresos eran por comisión de venta y sabía vender muy bien y lo hacía en base a atender bien, en especial a los más humildes, de los cuales decía que había que atenderlos con dedicación, ellos necesitaban más productos y cuando se decidían a comprar, lo hacían de varios artículos a la vez, pagando al contado, sacando de la alforja de mezcal la cantidad de dinero requerido para el pago completo de lo que llevaban.

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Mi padre tuvo un golpe de suerte dado por su disciplina de comprar un billete de la lotería nacional cada mes en sobre sellado y llegó un final de mes de Noviembre cuando informaron que el número ganador con el premio mayor de cien mil lempiras, equivalente a 50 mil dólares americanos de aquellos tiempos, era el que tenía reservado y ese golpe de suerte fue también para todos nosotros; entre otras cosas compró un solar e hizo una casa de esquina muy bonita en un barrio que ahora es de la zona rosa de San Pedro Sula, no sin antes hacer una donación a la Iglesia Católica.

Para ese tiempo mi abuela materna, que le llamábamos Meches, había fallecido a consecuencia de una caída ocurrida en la mañana del fatídico día, nos llevaron a San Pedro Sula para su velatorio y entierro, todos lo sentimos mucho, en especial mi padre, quien lo reservó muy dentro de su alma, mi abuela era para él como su madre querida, sustituyó a su mamá quedada en sus recuerdos en tierra salvadoreña.

Del lado paterno tuve varios tíos y tías, pero uno en especial se ganó mi cariño: tío Adeo; cuando niños nos llevaba a buscar bananos maduros en las fincas, comíamos bananos hasta tener nuestras barrigas bien repletas y descansábamos y aun dormitábamos en esos campos al arrullo del viento que movía las grandes hojas de la planta del banano; tío Adeo era tan diferente a mi padre, risueño, cariñoso, atento y jugaba con nosotros y nos contaba cuitas de su propia vida que nos hacían reír; él vivió cercano a mi hogar y murió en mis manos como médico y siempre ruego a Dios por su alma.

Mi padre nos acompañó hasta su deceso a la edad de 96 años, un 16 de Junio del año 2012 y creo firmemente que Dios lo tiene también en su regazo.

Mi madre Blanca Rosa, era en efecto de tez blanca y linda rosa del jardín de la vieja Ocotepeque que nunca conocí por que fue destruida por el Rio Márchala, afluente del Rio Lempa que nace en el occidente de Honduras y que penetra por el departamento de Lempira al territorio de El Salvador y desemboca en el Océano Pacífico; se narra que el Rio Márchala inundó a la Ocotepeque de antes en el año de 1934 y sus habitantes migraron, entre ellos mi abuelita Meches con sus tres hijas, Lola, Celia, Blanca y un hijo mayor José; llegaron a La Lima, departamento de Cortes.

Luego se establecieron en El Progreso, donde mi padre conoció a mi madre, no sé cómo la enamoró, ya que él era muy parco, lo cierto es que formaron hogar en la década de los 40 y todos sus hijos nacimos en las fincas de los distritos bananeros y de cierto los alumbramientos fueron en el Hospital de Tela y La Lima, destino del motocarro ambulancia que iba sobre rieles todo el trayecto, llevando la preferencia a lo largo de la línea férrea, los trenes tomaban los desvíos y esperaban que pasara ese carro de hierro que llevaba a los enfermos, a los accidentados o las parturientas; a los 3 días regresaba mi madre de ese viajecito, con el nuevo niño o niña en sus brazos.

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El hogar de mis padres fue ejemplar, nunca oímos un disgusto, menos un pleito entre ellos; como era común, mi padre salía muy temprano, a las 5 de la mañana a sus labores, regresaba a almorzar, volvía a trabajar hasta las 5 de la tarde, cuando nos acompañaba a tomar los alimentos de la cena; para las 7 de la noche ya estábamos durmiendo.

Así transcurrieron esos años, las navidades y el año nuevo marcaban días de gran contento y felicidad; los regalos que nos compraban semanas antes y que eran guardados en lo alto de los roperos, ya eran conocidos por nosotros y el día de la entrega aparentábamos la gran sorpresa; el avión marca Pan American con lucecitas y el poderoso tanque de guerra nos duraron por años.

Mi madre era poetiza, escribía poesías de pocas estrofas, algunas más extensas, de gran exquisitez, narrando la mayoría de las veces sus versos del alma como ella decía, esas poesías están guardadas; lo extraordinario fue que mi madre apenas cursó el segundo grado de la primaria y todos admirábamos su obra literaria, que nos leía por las tardes; era cariñosa, de respeto, cuidaba del hogar religiosamente y nos brindaba su profundo amor maternal. De mi decía que yo era el aventurero de la familia; fui su médico por más de 25 años, confiaba en mí porque la escuchaba y la entendía en sus preocupaciones y en su vejez vivieron en mi hogar por muchos años hasta que Dios la llamó a Su Reino, en la paz y tranquilidad de su deceso.

Mi vida en hermandad

Mis hermanos y yo fuimos niños de personalidades diferentes, supimos aprovechar la niñez para ser felices y muy pocas veces nos enfermábamos; las escuelas complementaban la disciplina del hogar y nuestros padres apreciaban y respetaban las medidas disciplinarias que los maestros nos imponían, todo era para nuestro bien.

Mario y Alba eran parecidos a nuestro padre y Dalia y yo a nuestra madre, por tanto, Mario, era serio, se las daba de ser nuestro papá, el ser mayor le daba el derecho de castigarnos, una vez que se abalanzó sobre mí, le lancé una cuchara sopera y le hice sangrar de su nariz, ese fue nuestro último pleito; yo hice la vida escolar y colegial en la misma ruta que él, pero su destino lo llevó a tener estudios laureados en la Escuela Agrícola Panamericana, actualmente Universidad.

Obtuvo beca por excelencia a la Universidad de Cornell en Ithaca, New York, egresando con un Doctorado en Fitopatología que le permitió ser científico, investigador en el campo de la agronomía y profesor de generaciones a estudiantes latinoamericanos que año con año ingresan a esta prestigiosa Universidad, radicada en el Valle de El Zamorano, Honduras.

Mario Contreras continúa sus asesorías en el campo de la energía renovable y su prestigio es muy reconocido; creo que se siente bien, ahora que mi padre no está con nosotros, cuando le decimos que es el jefe de la familia Contreras; continúa serio y estricto, los años no lo han cambiado.

Dalia, mi hermana un año menor, era dicharachera, inquieta, hacía amigos y amigas por doquier y de múltiples habilidades: cocinaba bien, costuraba ropa, aprendió el estilismo femenino, escribía a máquina y en taquimecanografía, hacía vestidos de muñecas para vender, bailaba cualquier ritmo, cantaba menos, fue maestra y aun jovencita un capitán de la marina mercante alemana la cortejó y se quiso casar con ella pero no lo logró, era demasiado franca y voluble, no era para estar ceñida a un matrimonio tempranero.

Ahora, ostenta un Doctorado en Educación y otro en Psicología Clínica, al cual dedica una parte de su tiempo, lo restante al hogar y a hacer pinturas bellísimas, de rostros y adivinas con una belleza especial en sus ojos.

Además, Dalia Contreras es una gran educadora, ha hecho programas de radio y televisión en diversos países y ha escrito un libro de cómo debemos educar a los niños y con ella todavía bromeamos, nos divertimos y nos apoyamos mutuamente.

Mi hermana menor Albita, de tez morena, le decíamos que la habían cambiado cuando nació en el Hospital de Tela, le pusimos con cariño la negrita Bubalé; ha dedicado su vida a ser monja misionera y a educar no solo en el campo religioso sino en las artes manuales y en labores de hogar a cientos de jóvenes, muchachos y muchachas, que la recuerdan con cariño por su rectitud y carácter firme, como mi padre.

Alba es muy cariñosa con toda la familia, en especial con los sobrinos y sobrinas, nos lleva los cumpleaños y nos felicita en ese día a cada uno, ha sido una persona ejemplar, llena de gracia y amor para muchas personas en especial los ancianos desprotegidos; ella cuidó de mi padre los últimos años de su vida, lo que mi Dios le compensará en su vida de santidad aquí y en el más allá.

Creo que Alba, era la real y verdadera conductora de la familia, una vez desaparecida nuestra madre Blanca Rosa.

Mis estudios de medicina

Desde muy niño decía que iba a ser médico, me inventaba jeringas y hacía la pantomima de inyectar a mis familiares u otras personas alrededor; ahora sé, después de más de 40 años de ejercicio médico, que "el alma del médico viene del corazón compasivo de Dios para ayudar a la sufriente humanidad" como lo describía bellamente mi maestro en medicina biológica el doctor Germán Duque Mejía de Colombia.

En diciembre del año 1963 me gradué de Bachiller en Ciencias y Letras, título de secundaria que me permitía matricularme en la Universidad, la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, única en aquellos tiempos, que iniciaba las matrículas en Enero del año entrante; rogué a mis padres, en especial a mi madre, que me apoyaran para lograr matricularme en el CUEG, Centro Universitario de Estudios Generales, básico para poder ingresar en la Facultad de Ciencias Médicas. Estábamos viviendo con limitaciones económicas como para mantener un hijo en la Universidad; sin embargo, por algo había que comenzar, mi madre vendió un estante de madera grande que servía para colocar verduras y otros insumos de venta por cuarenta lempiras, cantidad exacta a lo requerido para la matrícula.

Gracias a dos buenos compañeros a quienes guardo cariño y agradecimiento, salimos muy de madrugada de El Progreso para llegar en la mañana a Tegucigalpa, matricularnos y regresarnos por la tarde a nuestros hogares y así lo hicimos; no recuerdo con que nos alimentamos ese día, sí recuerdo la felicidad en mi corazón por haber logrado matricularme.

La Universidad abrió las puertas a mis más profundas aspiraciones, las dificultades económicas no fueron obstáculo para que ese año obtuviera muy buenas calificaciones y así obtener una beca del Bienestar Universitario y recibir alimentos en los años que siguieron como estudiante de medicina, eran treinta y seis lempiras asignados al mes para cubrir las tres comidas diarias incluidos los sábados y domingos y los días feriados de la universidad.

Mi alimentación se resolvió de esa manera y la vivienda fue lograda por la gracia protectora de un sacerdote español de feliz recuerdo de muchos universitarios profesionales de hoy, a quienes nos amparó por tener un sitio de estudios las veinte y cuatro horas del día por todos los días del año y para un pequeño grupo, el espacio para una camita y mínimas facilidades de dormitorio que compartíamos en la casa rosada del Barrio La Hoya, conocida como La Gatera, éramos los gatos del Padre Vega.

Con los años, mi mecenas vino a mi clínica y me solicitó algo muy especial a lo cual me comprometí y ese día por la noche, tuvo varios infartos y falleció; considero que vino a despedirse de mí y a Dios gracias mi compromiso se logró en la salud de una paciente que me encomendó recuperar.

Doy un testimonio de agradecimiento profundo a este cura filántropo, sin su auxilio muchos estudiantes no hubiéramos coronado con éxito los estudios universitarios; estoy seguro que su alma fue recibida con trompetas de querubines animando el ingreso al cielo de una gran alma. De más está decir que la Facultad de Medicina era estricta y exigente con sus alumnos, nuestros profesores nos cargaban de estudio durante todo el año, lo mismo en las pruebas que a diario teníamos que someternos.

A medida que avanzamos en años en la carrera, los estudios eran mayores y las prácticas hospitalarias intensas y agotadoras, para el caso, en la sala de partos, atendimos con mi compañero de turnos Chepe Reyes (Q.D.D.G.) veinte y cinco partos en una sola noche y en otra oportunidad tuve que efectuar catorce legrados por diversas causas, desde el atardecer hasta el amanecer, los rayos del sol del nuevo día nos iluminaban en la sala de operaciones, dándonos aliento para terminar la jornada antes de las siete de la mañana, hora que iniciaba el trabajo de sala en el Hospital Universitario.

Las 108 horas de trabajo semanales en el año del internado nos dieron la gran enseñanza práctica supervisada para que en el Servicio Social en diferentes pueblos del territorio nacional fuéramos excelentes médicos y así continuamos la gran mayoría como especialistas en medicina.

El amor tocó a mi corazón

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En la vacación previo al Internado de Medicina, fui de visita a la casa de mi amigo Tono, en el Progreso, uno de los dos amigos con que viajamos a Tegucigalpa a matricularnos y para mi sorpresa Sandra estaba allí, había regresado de Miami, Florida, donde estudió su "high school" o bachillerato para ingresar a la UNAH a estudiar medicina; ya era una linda jovencita, de cara bonita, achinada, con cabello largo, negro y lacio que le llegaba a la cintura y bellos ojos azules perla, a veces verdinosos, que junto con su sonrisa me cautivaron.

Nunca había tenido la oportunidad de ser presentado, tomar su mano en amistad y de admirarla tan cerca y creo que la ilusión de ello ocurrió cinco años después de que pasara por mi casa en su recorrido al Instituto Notre Dame, equivalente al San José pero para señoritas, bello jardín de mi ciudad natal y ella la más bella flor; a las pocas semanas , cuando ella hacía fila para matricularse en la Universidad, se le acercó un joven vestido de blanco con estetoscopio al cuello, como era la usanza y el orgullo de los estudiantes de medicina avanzados y le ofreció su amistad en abierta admiración, era yo, su futuro esposo.

Tono tuvo un accidente vehicular muy grave, yo estaba en la Emergencia del Hospital San Felipe en Tegucigalpa donde fue llevado moribundo, con múltiples heridas y fracturas y presté mis mejores esfuerzos para salvarle su vida, lo cual ocurrió y por varios meses había que hacerle curaciones y yo en mi gentileza e interés lo iba a curar a su casa; Sandra llegaba a verlo cotidianamente y yo llegaba a verla a ella y enamorarla; ¡Sandra y Tono son primos hermanos!. Un año después, nos casamos y nos fuimos a Olanchito para tener la experiencia del Servicio Médico Social, un año de prueba en el inicio de mi vida profesional.

La experiencia de medico en servicio social

Habiendo cumplido el año de Internado en los Hospitales San Felipe y Materno Infantil y pasados las rigurosas evaluaciones, tuvimos el sorteo para saber en qué lugar del país haríamos el Servicio Médico Social, tome mi papelito y me salió Olanchito, una de las ciudades de mi departamento de Yoro, quedando bien ubicado. Tomamos un vuelo de San Pedro Sula a ese destino en un avión DC-3, lentos pero seguros y al llegar me fijé que la pista de tierra tenía cierta inclinación; me contaron que en una ocasión, el piloto olvidó ponerle freno a un avión similar que se vino solo rodando por la pista; algo chistoso de narrar, presagiaba esto las peripecias de mi servicio médico social en el Valle del Aguán.

Cubríamos dos médicos la nutrida consulta diaria que llegaba de un territorio bastante extenso, lo que me dio la idea de preparar jóvenes de las aldeas en medicina simplificada; logramos que sus familias les pagaran su estadía en Olanchito por 3 meses y nosotros los entrenábamos en la atención a los enfermos, los conceptos de higiene personal y ambiental, las vacunaciones a los infantes, el tratamiento de problemas de salud que podían realizarse en los dispensarios rurales que equipamos y les entrenamos en los principios de atención del parto normal; realizamos varias graduaciones lo que nos permitió coordinar servicios en aldeas y caseríos desde la Montaña de la Flor hasta el Bajo Aguán.

Para mi sorpresa, el Colegio de Enfermeras Profesionales se quejó en el Ministerio de Salud, ante el Director de Salud Pública, ya que según ellas no era posible que un médico pudiera entrenar a personal en salud primaria, al estilo de los médicos descalzos que contribuyen enormemente a cubrir la atención en salud en China Continental; afortunadamente, la Facultad de Medicina impulsaba la Medicina Preventiva siendo Jefe del Departamento de Medicina Preventiva el recordado Dr. Rigoberto Alvarado, quien nos entusiasmó con su vigor y convicción social a muchísimos alumnos de la Facultad a aplicar estos criterios y en ese momento era el Vice-Ministro de Salud y ese berrinche no pasó a nada; al contrario, me sentí respaldado e hice cambios en la operatividad del Centro de Salud que lo mejoraron ostensiblemente, en especial la atención en la sala materno infantil.

En una ocasión, llevaron al Centro de Salud a un hombre con heridas múltiples de machetazos, en horas de la tarde, le dimos sus primeros auxilios lo cual no era suficiente para que llegara vivo al Hospital Atlántida en la Ceiba, era difícil y lejano el recorrido; decidimos suturar las heridas con una enfermera auxiliar que me ayudó, en unas tres horas de suturar continuamente nos disponíamos a terminar, cuando el pobre hombre nos refirió sin gemir que en su espalda tenía otro machetazo y para nuestro asombro, al voltearlo vimos la gran herida, la más grande y profunda que se extendía por la piel y músculos de la parte izquierda de su espalda y no hubo más que encogernos de hombros.

Reiniciamos las suturas y después de unos 700 puntos, cuando ya mis manos estaban acalambradas, concluimos; la noche había llegado y acomodamos al paciente en el Centro de Salud y al día siguiente, muy de mañana, los familiares lo trasladaban al Hospital Regional en La Ceiba y por la gracia divina y el valor que nos imprimieron nuestros profesores ese traumatizado hombre se salvó.

Partes: 1, 2, 3
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