de pasiones y sentimientos a la razón sin otra opción salvo la de convertirse en juguete de ellas, y la entrega a los sentimientos como un bien del alma con el que la razón se enriquece, se situaba el amor basado en el conocimiento de sí y del mundo y no sólo en el impulso físico o anímico. La eterna actualidad del problema debatido en el Fedro platónico se hacía sentir una vez más: el misterio y lo irracionalizable del amor, el temor a vivir envuelto en un enigma cuyo control se nos escapa, en el cual puede irnos la vida. Pero no sólo el amor en todas sus variantes y hacia todos los objetos posibles resultaba un tema obligado de análisis, sino los restantes sentimientos y pasiones, y por consiguiente los vicios y virtudes relacionados con ellos.
Leibniz coincide con Pascal en que existe una correspondencia entre cuerpo, alma y espíritu en pasiones y sentimientos, y muy temprano lo expresará así: "Se ve también (en la constitución de la sustancia. N. de la A.) el esclarecimiento de este gran misterio de la unión entre el alma y el cuerpo, es decir, cómo ocurre que las pasiones y las acciones de uno están acompañadas por las acciones y las pasiones, o bien por los fenómenos convenientes del otro"(8). No hay una total dicotomía según la cual cada uno, con su acervo de propiedades y consecuencias se enfrente al otro, sino una concordancia que es necesario orientar adecuadamente para lograr un equilibrio armónico. Pero cumplir este cometido exige el estudio más profundo de la relación psicofísica, la definición acabada de sentimientos, pasiones e impulsos y sus repercusiones para la vida humana y las capacidades del hombre para afrontarlos, asumirlos y encauzarlos(9).
Como en otros casos, el pensamiento de Leibniz, en este caso la psicología y la ética, retornará al punto de partida agustiniano: Dios y el alma, aunque para Leibniz será más preciso hablar de Dios y la sustancia individual inteligente: "toda sustancia tiene una espontaneidad (que se hace libre en las sustancias inteligentes) que todo lo que acontece es una consecuencia de su idea o de su ser y que nada la determina excepto Dios sólo"(10). Los sentimientos son entonces consustanciales al hombre y no accidentes exteriores a su espíritu aunque lo afecten. Los mismos animales los poseen, pues tienen alma, punto en el que, como en otros, Leibniz se opone a Descartes. No hay entonces una propiedad más universal que la sensibilidad–ya sea en forma de placer, dolor o impresión–indisolublemente vinculada a la vida.
El interés por valorar los sentimientos no sólo como inevitables sino como una parte beneficiosa y fecunda de la existencia, en todo caso decisivamente influyentes en el supuesto de que traigan consigo tristezas o efectos negativos, formó parte del espíritu de los siglos XVII y XVIII, del ambiente cultural y ejerció una influencia muy positiva en figuras como Leibniz, abiertas a las valoraciones más desprejuiciadas. Ello trajo como consecuencia una apreciación diferente de las posibilidades femeninas. No sólo en Francia, sino en Alemania, pensadores avanzados comenzaron a defender la capacidad femenina para la filosofía y otras actividades intelectuales hasta el momento reservadas a los hombres(11).
El movimiento de filosofía popular descrito por U. P. Jauch, opuesto al pensamiento conservador y académico–y a sus consecuencias, a menudo nefastas–había impregnado de distintos modos a intelectuales situados en un espectro que va desde Moliére y Pascal hasta figuras no siempre tan conocidas como Abbé de Gérard, defensor de las capacidades femeninas en su libro publicado en 1685, cuyo tercer capítulo se titulaba "Si las Damas deben aplicarse al estudio de la filosofía"(12), donde llega a afirmarse que una mujer instruída en la filosofía, lejos de hacerse insoportable a su marido y a todos, podrá comprender y amar mejor, ser una compañera y no una muñeca tonta, esa compañera que buscó en vano durante toda su vida Cyrano de Bergerac(13). También se inserta en esta corriente Fontenelle, de quien podríamos recordar no sólo su correspondencia con Leibniz sino que fue el único que le dedicó un elogio a su muerte, donde además intentaba reivindicar su memoria de la acusación de plagio lanzada por los discípulos de Newton.
En Alemania, Christian Thomasius, contemporáneo y colega de Leibniz, cuyos méritos personales y cuya relación con éste resultan harto conocidos, no sólo llegó a ser uno de los más encarnizados enemigos de los procesos por brujería sino defensor de la inteligencia femenina y de los beneficios de una educación filosófica para un público más amplio y también para las mujeres. Del mismo modo, en una etapa, dirigió sus fuerzas a simplificar la moral, de un modo más acorde con la naturaleza y a exigir la tolerancia para todas las ideas religiosas(14), como ya había exigido Comenius y reclamaría también Locke, aunque más tarde su pietismo lo llevaría por otros derroteros. La Aufklärung y el romanticismo continuarían desarrollando esta línea con resultados tan brillantes como las personalidades de Charlotte von Stein, Caroline Böhmer-Schlegel-Schelling y Bettina Brentano.
Leibniz tuvo la oportunidad de apreciar el talento femenino y los magníficos resultados de una adecuada educación filosófica y humanística en muchas mujeres con las que se relacionó, hecho que trata en sus trabajos U.P. Jauch. A Lady Connway y Lady Masham en Inglaterra hay que sumar a Mlle. de Scudéry en Francia–se sabe además que en su estancia juvenil en París conoció a Mme. Périer, hermana de Pascal–, y en fin, en Alemania llegaría a escribir libros y tratados, impartir lecciones y emprender grandes proyectos fundacionales para grandes damas de la nobleza o con ayuda de ellas. Sophie Charlotte y Sophie de Hannover serían las más notables.
Precisamente para la Electriz de Brunschwic-Lüneburg escribiría Leibniz uno de los ensayos, en forma de carta, que recogería mejor sus opiniones sobre el lugar de los sentimientos y pasiones en la naturaleza humana y las características de vicios y virtudes: las así llamadas Reflexiones sobre el arte de conocer a los hombres(15), a propósito del libro de J. Esprit La fausseté des vertus humaines (1678), reeditado en 1702 por L. des Bans con el título de L'art de connoistre les hommes.
El libro se enmarca en el ambiente que hemos presentado someramente y que U.P. Jauch describe con minuciosidad. Si bien se puede acusar al autor de un descarnado escepticismo, rayano en el cinismo, en relación con la capacidad humana para la virtud, no hay que olvidar tampoco que un moralista como La Rochefoucault escribiría en sus Maximes, aparecidas por primera vez en 1665, frases muy similares, de las que se citarán dos, a modo de ejemplo: "Le mal que nous faisons ne nous attire pas tant de persécution et de haine que nos bonnes qualités". "On fait souvent du bien pour pouvoir impunément faire du mal"(16). Si la reina Cristina de Suecia comentó muy favorablemente el libro, al comprender que su propósito era desenmascarar las virtudes falsas o inseguras en pos de un verdadero fundamento de la moral, otros inclinaron la balanza hacia el extremo opuesto: no hay virtud, dado que sus móviles suelen ser el beneficio que se espera o la franca hipocresía.
Este punto de vista coincidía en cierta medida con la idea protestante sobre la corrupción radical del hombre, la cual no
concluía sin embargo que la virtud fuese imposible ni falsa pues para lograrlo estaban los principios y normas de la fe cristiana, aunque señalaba la necesidad de atender tanto a la educación de los jóvenes como a la rigurosa observancia ulterior de tales preceptos, pues en el fondo del ser humano siempre yacían la posibilidad del pecado y la incapacidad de hacer el bien por sí mismo. Las razones que movían a Leibniz a ocuparse del tema, más allá de la circunstancia que motivó el ensayo–la petición por parte de la Electriz de su opinión sobre el libro de L. des Bans–eran importantes por partida doble: se trataba de retomar el tema de la eficacia en el ser humano de la ley natural, ya matizado por Melanchthon desde los primeros tiempos de la Reforma.
Leibniz defiende desde el inicio la capacidad humana para el bien, que existe y puede desarrollarse aunque se encuentre con toda suerte de obstáculos interiores y exteriores: "La condition humaine ne mérite pas d'être si ravalée, et ce n'est pas assés reconnoítre la divine bonté envers nous que de nous représenter si mauvais et si misérables"(17).
Para argumentar ésto, Leibniz comienza por recordar que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, ha de conservar por fuerza algo de esa semejanza pese a los efectos devastadores del pecado, pues de lo contrario no sería capaz ni aun de seguir la religión. La naturaleza y la Gracia se apoyan mutuamente, se complementan y refuerzan, idea que había formulado mucho antes al referirse al fundamento metafísico del universo y en especial a la sustancia individual e inteligente: "quand il ne s'agit que de la morale et même de la religion naturelle, il faut reconnoítre qu'il y a en nous des grands restes de l'image de Dieu. La nature en ce qu'elle a de bon est une grâce ordinaire de Dieu"(18).
Para desentrañar la raíz de los errores del autor, Leibniz propone un principio metodológico: analizar lo que resulta si "la medaille fût tournée", pues toda acción buena puede estar motivada por un interés, pero no tiene por qué ser sórdido. El amor no tiene por qué ser totalmente desinteresado para ser verdadero. Basta con que los intereses que persigue tiendan al bien y no al placer egoísta ni al provecho mezquino, basado en la manipulación del otro(19).
Que el amor absolutamente desinteresado, aun en el plano espiritual y emotivo, sea apenas concebible no significa que el amor no exista, y con él, virtudes encaminadas a la propia perfección y al bien del prójimo, lo cual supone cumplir las leyes de Dios. Comienza por las cuatro virtudes que des Bans sitúa como cardinales: justicia, fuerza, temperancia y prudencia, y las que dependen de ellas. Pero resulta importante situar, antes de referirse a cualquiera de ellas y los sentimientos y acciones con los que se vinculan, el principio último en que se apoya la virtud humana, cuya perversión constituye la premisa de todos los sentimientos negativos y los vicios relacionados con ellos: el amor a sí mismo, idea que, como sucede con otras, revela la huella espinocista, tantas veces negada u omitida por Leibniz, pues Spinoza había señalado que, según las leyes de la naturaleza–decretos de Dios sin más–, toda sustancia se ama a sí misma y por ello procura su autoconservación y utilidad, que las pasiones constituyen el motor inevitable de todos los actos y la fuente de la servidumbre humana, y que reconocerlo como un hecho sin más, sin ceder a su deslumbramiento, constituye la premisa para la liberación(20).
Esta segunda idea no sería compartida por Leibniz, quien considera también los errores del entendimiento como una fuente de esclavitud.
La premisa religiosa de este principio se encuentra en las Escrituras Bíblicas, vetero y neotestamentarias. Tras señalar como primer mandamiento el amor a Dios por sobre todas las cosas, se indica "y a tu prójimo como a ti mismo" (21). Esto indica, como correlato, que es necesario amarse a sí mismo adecuadamente para poder reconocer y amar a otro como prójimo.
Hay que diferenciar entonces el amor a sí mismo del amor propio, lo cual no comprendían algunas mentes de la época tan claras como La Rochefoulcault(22). El primero busca la propia perfección y la felicidad que ella trae aparejada. Incluye la conservación de sí mismo, o en todo caso de lo mejor de sí mismo por rechazo a la corrupción y el continuo progreso hacia estados superiores.
Leibniz consigna al respecto: "L'amour de soy même est une passion très bonne et très pure, que l'auteur de la nature nous a donnée. Quand le règlement s'y mêle, il en vient ce qu'on apelle l'amour-propre", que al adueñarse del corazón del hombre "n'y souffre aucune action vertueuse qui ne lui soit utile" (23). Se refiere aquí Leibniz a la utilidad en sentido pragmático y no a los beneficios, prácticos o espirituales que la virtud trae aparejada. Conjugar dulce et utile parece ser la divisa leibniziana en el plano moral, a diferencia del planteamiento kantiano del problema en el siglo siguiente.
En los puntos de vista leibnizianos se advierte la influencia tanto de Malebranche como de su discípulo John Norris, enmarcado entre los platónicos de Cambridge. Norris en especial, antes de adherirse totalmente a las ideas del primero, había vertido en un tratado dedicado a Lady Masham y escrito en 1688, sus concepciones sobre el amor, donde asume como propia la diferencia establecida por Malebranche entre deseo egoísta y amor de benevolencia, que procura el bien del amado sin descuidar el propio. Los bienes de la vida recorren una escala que va desde los sensoriales hasta Dios, remate de la jerarquía. Es lícito entonces buscar, con arreglo a un orden, todos esos placeres y modos de felicidad. Más adelante se radicalizaría y llegaría a afirmar que Dios es el único amor desinteresado y el único bien, por lo cual sólo a El se debe amar, a lo cual Lady Masham respondería enérgicamente, en un tratado anónimo, que el hombre, situado por Dios en el mundo, debe amar también a sus semejantes(24). El peso de estas controversias y puntos de vista se evidenciaría en los escritos de Leibniz.
Al retornar a las nociones de partida, se comprueba que una y otra son formas de amor. La huella de Pascal, sobre todo su idea de que nacemos con un carácter de amor que se desarrolla, resulta evidente. En un escrito dirigido a Sophie Charlotte–cuyo tema evoca también a Pascal–expresa su famosa definición del amor, que repetirá en múltiples ocasiones: "Aimer est trouver du plaisir dans les perfections ou avantages, et surtout dans le bonheur d'autruy. C'est ainsi qu'on aime les belles choses et surtout les substances intelligentes dont le bonheur fait nostre joye." Y a continuación expresa sin temor sus sentimientos más íntimos: "C'est ainsy que ceux qui ont l'honneur de connoistre les incomparables vertus de V.A.E. se trouvent animés à la chérir"(25).
La notabilísima interlocutora, más que destinataria, y la reflexión que sigue sobre Mmlle. de Scudéry, unida a las recomendaciones sobre libros poéticos y piadosos por la bondad que encierran, completa la imagen que con razón conforma U. P. Jauch sobre la relación entre el pensamiento de Leibniz y los escritos de "filosofía popular" de la época, dirigidos en parte a las damas y llenos de reflexiones sobre ellas y sobre los sentimientos y la conducta positiva que son capaces de animar.
En el mismo sentido se discurren los escritos de Leibniz sobre el teatro(26), una de las más populares fuentes de ideas para el común de las gentes de cierta cultura en la época. Leibniz aprecia el valor educativo del teatro y está de acuerdo con la renovación de las normas aristotélicas, que daban preferencia a los desenlaces trágicos; los finales felices muestran que la virtud es recompensada y el vicio castigado: "il vaut mieux que cette émotion soit conforme à la raison et à ce qui lui convient(27)".
Las emociones son necesarias para mover a la reflexión sobre lo mejor, como expresara Aristóteles, pero la piedad y el terror han sido sustituídas por la inclinación a la belleza y a la felicidad. En otras páginas(28) hemos insistido en el valor que la felicidad–en su sentido de continuo progreso y no de satisfacción de los deseos o detención en un estado de dicha o euforia–como objetivo último de la vida, desempeña en la conformación de la doctrina moral de Leibniz.
Es por ésto por lo que se debe diferenciar, cosa que ya había hecho Descartes, entre el amor que los teólogos llaman de benevolencia y Leibniz no mercenario, y el de concupiscencia o egoísta. El primero responde a la conocida definición leibniziana, que en una versión algo diferente de la primera citada dice: "Amar es sentirse inclinado a complacerse en la perfección, en el bien o en la felicidad del objeto amado" (29).
La propia felicidad, que existe, pues sin ella no habría sentimiento de amor, consiste en asumir como propios esos dones del ser amado y no hallar placer sino en ellos. Por consiguiente es una participación y no un disfrute individual, dirigido siempre a un ser dotado de autoconciencia y capaz por lo tanto de experimentar los mismos sentimientos. De lo contrario, se extrae placer de los objetos o del ser humano tratado como objeto, pero no amor.
Pero hasta esas sensaciones y los sentimientos que las acompañan proceden del alma, mónada sin ventanas que los produce–una de sus propiedades es la apetittio— y contiene desde siempre cuanto le acaecerá: "la materia no podría producir placer, dolor o sentimiento en nosotros. Es el alma la que los produce ella misma, con arreglo a lo que pasa en la materia"(30).
Leibniz se opone aquí a la doctrina rígidamente mecanicista de Descartes y Hobbes, que hacían provenir todo el mundo emocional del cuerpo y sus sensaciones, y al hedonismo resultante de las doctrinas de Gassendi y de los libertinos. Pues el yo, ligado indisolublemente a un cuerpo según Leibniz, experimenta sólo lo que nace de sí mismo, de tal modo que el amor resulta una resonancia interior provocada por otro ser, el cual se siente como parte propia.
Dada la ausencia de ventanas de la mónada, el ser amado se siente y asume desde el yo y como parte del yo, de forma similar a la que, en nuestro siglo, emplearía Martin Buber para plantear la relación yo-tú, que se vive siempre desde todo el ser(31). La posibilidad del amor reside en la "Göttliche Funken", la presencia de Dios en el hombre, pues la comunidad de Dios con el hombre, que constituye la base de la moralidad, "la idea de una bondad infinita que por fuerza tenemos que amar" (32), es también la de los sentimientos: lo infinitamente grande en lo infinitamente pequeño, Dios, monada monadarum, se expresa con mayor fuerza, como imagen, en las mónadas dotadas de apercepción, idea inspirada a Leibniz también por Pascal(33). Dios–y no los impulsos del cuerpo recogidos por el alma, como creía Descartes–es entonces la causa última del amor, adviértase o no.
La verdadera felicidad consiste entonces en preferir el amor en sus diversas modalidades–a Dios, al saber, a los seres humanos en todas sus formas–a los placeres inmediatos, cuyo brillo suele cegar(34). Debe aprenderse a amar, al igual que se aprende a vivir. Todo se opone a que nuestro "carácter de amor" se desarrolle totalmente, y de él, unido a la virtud, depende la felicidad.
La famosa definición leibniziana de la justicia como caridad del sabio muestra que el poder del amor unido a la sabiduría rebasa los límites de la vida personal y alcanza al orden social, sin el cual poco puede el individuo.
Sin olvidar las polémicas en torno al término humanismo, en su sentido filosófico, conviene tener en cuenta que el enfoque leibniziano de los sentimientos, en especial del amor, no sólo supone la defensa del derecho del hombre al conocimiento y a las ventajas que éste reporta sino de la plenitud de sus facultades, el disfrute de sus emociones aunque orientadas por la razón: amar, sí, pero amar sabiamente, podría ser el resumen de su punto de vista.
Más allá de las apreciaciones del eudemonismo racionalista, conviene atender al hecho de que Leibniz intenta salvar los sentimientos humanos de lo que hemos llamado la quimera de la razón absoluta, quizás pensando en L. Fébvre(35). Cuando Leibniz advierte en el conocido pasaje de los Nuevos ensayos…(IV, XVI, 4), sobre la incipiente crisis de valores que afecta a algunos sectores de Europa y prepara quizás una revolución, se refiere también a la posibilidad de que dicha quimera, degenerando en el escepticismo, disuelva en el mundo de los intereses y el hedonismo los más preciosos y delicados sentimientos del hombre.
Leibniz no vio cumplirse sus vaticinios, con respecto a los cuales hubiese preferido equivocarse. Tras la revolución francesa, vino la crisis social, moral y espiritual. En medio de esa crisis, los románticos, desde otra perspectiva, volverían a preguntarse por las verdades del corazón, diferentes y a veces opuestas a las verdades aparentemente indiscutibles de la razón, que puede devenir mercenaria.
Schopenhauer y Nietzsche exigirían ante la crisis una subversión de los valores a partir del diálogo con el Oriente, pero reclamarían sólo para las élites dicho saber y excluirían a las mujeres de su posesión y uso, en curiosa continuidad y oposición con respecto a la filosofía popular y librepensadora de los siglos XVII y XVIII. En nuestros días el problema resurge con fuerza alarmante. Frente a esta falsa tolerancia, relativismo donde todo es cierto por cuanto no hay verdades universales, renovación–y a veces caricatura–de la sofística griega, podríamos preguntarnos ¿por cuánto tiempo aún? Pero pensemos de nuevo en Leibniz: busquemos ese amor que puede ser el mejor sostén de la razón, plantemos nuestros árboles sin preguntarnos si llegaremos a probar sus frutos.
NOTAS
1- Cfr.: R. Descartes (1990): Tratado del hombre, ed. de G. Quintán. Madrid, Alianza Editorial, IV, art. 53, pp. 74ss.
R. Descartes (1994): "Tratado de las pasiones del alma". En: Discurso del método. Tratado de las pasiones del alma, Barcelona, R.B.A., II, LVI, p. 117; LXXIX, p. 126, LXXXI, pp. 127-128, CCXII, p. 205.
2- Cfr.: B. Spinoza (1982): Ethik, ed. H. Seidel. Leipzig, Reclam, IV, intr., prop. 6 ss; V, prop. 15-20, 32-38. En IV, al comentar la proposición 24 afirma también el vínculo de los afectos con el cuerpo, y el trastorno que sus excesos causan, en especial los enamorados, tenidos a menudo por locos. Véase también sobre ésto: M. Allendesalazar (1988): Spinoza: filosofía, pasiones y política. Madrid, Alianza editorial, cap. 2: "El cuerpo y sus pasiones", pp. 57-88; R. Mirashi (1992): "Le désir, l'existence, et la joie dans la philosophie, c'est-à-dire, l'éthique de Spinoza". En: La ética de Spinoza: fundamentos y significado (Actas del Congreso Internacional. Almagro, 24-26 de octubre, 1990). Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 53-64; V. Delbos (1988): Le Problème moral dans la philosophie de Spinoza et dans l'histoire du Spinozisme. Hildesheim, G. Olms. (facsímil de la edición de 1893, París, Alcan); Ch. V, pp. 101-128.
3- B. Pascal (1948): "Discurso sobre las pasiones del amor". En: Pensamientos sobre la religión y otros asuntos. Las cartas provinciales, trads. de E. D'Ors y L. Ruiz Contreras. Buenos Aires, Librería "El Ateneo" editorial, p. 404. Cfr.: H. Gouhier (1986): Blaise Pascal: conversion et apologetique. Paris, Vrin, Ch. IV, pp. 71-81. Sobre su evolución ulterior: H. Grouhier (1980): Etudes sur l'histoire des idées en France depuis le XVIIe Siècle. Paris, Vrin, Ch.III: "L'Anti-humanisme de Pascal", pp. 49-65.
4- B. Pascal: Ibíd., p. 406. 5- B. Pascal: Ibíd., p. 410. Cfr.: E. Baudin (1946): La Philosophie de Pascal, I: "Sa Philosophie critique: Pascal et Descartes". Neuchatel, Editions de la Baconniére, pp. 200-218.
6- Cfr.: B. Pascal: Pensamientos sobre la religión y otros asuntos, ed. cit., pp. 113, 188; H. Gouhier (1986): Blaise Pascal: conversion et apologetique, ed. cit., pp. 183-193; 60-70.
7- Cfr.: E. Hochstetter (1954): Zu Leibniz' Gedächtniss. Berlin, pp. 9-28; E. J. Aiton (1992): Leibniz, una biografía. Madrid, Alianza editorial, cap. 3, pp. 69-108; W. H. Barber (1985): Leibniz in France: fron Arnauld to Voltaire. New York-London, Garland, part one: "Leibniz and France", pp.1-17.
8- Leibniz (1982): Discurso de Metafísica, ed. de A. Castaño Piñán. Buenos Aires, Aguilar, 33, p. 75.
9- Cfr.: Yoshiaki Ikeda (1983): "Das System der prästabilierten Harmonie und das Gesetz der Kontinuität". En: Leibniz Werk und Wirkung. Hannover, Gottfried-Wilhelm-Leibniz Gesellschaft, pp. 124-128; A. Hart (1988): "Soul and Monad: Plato and Leibniz". En: Leibniz, Tradition und Aktualität. Hannover, Gottfried-Wilhelm-Leibniz Gesellschaft, pp. 335-343. Nuestra opinión en: L. Rensoli (1987): Antropología y psiquismo en la filosofía de G.W. Leibniz. Revista Elementos, Universidad de Puebla, México, nº 7.
10- Leibniz: D. M., 32, ed. cit., p. 74.
11- Cfr.: Leibniz: Carta del 18. IV. 1716 a la Condesa de Kirmansegg, p. 456. Dutens, III, pp. 456-461; Ursula Pia Jauch (1988): "Leibniz und die 'Damenphilosophie': Zu einem besonderen Aspekt der Popularphilosophie". En: L.T.A. I, pp. 385-392; U. P. Jauch (1990): Damenphilosophie (und) Männermoral. Von Abbé de Gérard bis Marquis de Sade. Ein Vesuch über die lachende Vernunft. Wien, Passagen Verlag. Sobre algunas ideas del libro, más bien en el desarrollo de dicha filosofía popular en el siglo XVIII, insiste Luisa Posada Kubissa (1994) en el artículo: "Un 'gran reserva' francés contra el 'vino de mesa' rousseauniano" [Re-lectura feminista de la aristocrática revuelta libertina del siglo XVIII]. En: Er, Revista de Filosofía. Sevilla. A. Er Editorial, Nº16, año IX, pp. 9-37. Véase también: M. A. García Peinado (1990): Théophile de Viau y el movimiento libertino en Francia. Córdoba, Universidad-Monte de Piedad y Caja de Ahorros, pp. 33-50; A. Adam (1935): Théophile de Viau et la libre pensée française en 1620. Paris, Droz; E. Baudin (1946): op. cit., II: "Sa philosophie morale: Pascal, les libertins et les Jansénistes"; L. Fèbvre (1985): "Los orígenes del espíritu moderno: libertinaje, naturalismo y mecanicismo". En: Erasmo, la contrarreforma y el espíritu moderno. Barcelona, Orbis, pp. 197-214; L. Fèbvre (1988): Le problème de l'incroyance au 16e siècle: la religion de Rabelais. Paris, A. Michel, pp. 139 ss; 328-331;
G. Amourette (1978): Jean Vauquelin des Yveteaux (1651-1716): sa vie, son oeuvre, et le milieu des alchimistes normands du XVIIè siècle. Thèse. Paris IV. Sobre la presencia femenina en la filosofía de Leibniz insiste J. Echeverría en el prólogo a su selección de escritos de Leibniz (1989) titulada: Filosofía para princesas. Madrid. Alianza editorial.
12- Cfr.: A. de Gérard (1681): La Philosophie des gens du Cour. Paris. La edición aquí citada, única que nos resultó accesible, es la traducción italiana aparecida en 1688 bajo el título: Compendio della natural filosofía. Napoli. El capítulo citado se encuentra en las páginas 53-96. Sobre las polémicas epocales en torno al ser humano y sus propiedades:
H. Gouhier (1987): L'Anti-humanisme au XVIIe Siècle. Paris, Vrin, Ch.II: "L'humanisme libertin", pp. 23-29.
14- Cfr.: Christian Thomasius (1711): De origine processus inquisitorii. Leipzig; Ch. Thomasius (1712): De origine ac progressu processus inquisitorii contra sagas. Leipzig; Ch. Thomasius (1701): Discours welcher Gestalt man denen Franzosen im gemeinen Leben und Wandel nachnahmen sollen. Leipzig. En la línea de dicha filosofía popular Thomasius escribió (1711) también, entre otros, el tratado De usu practico distinctionis hominam in ingenuos et libertinos. Leipzig. Sobre la evolución de Thomasius: W. Scheneiders (1971): Naturrecht und Liebesethik. Zur Geschichte der praktischen Philosophie im Hinblick auf Christian Thomasius. Hildesheim. G. Olms.
13- Sobre estos aspectos de la vida de Cyrano y su relación con el ambiente epocal, véase: P. Brun (1893): Savinien Cyrano de Bergerac. Paris; Louis-Raymond Lefèvre (1927): La vie de Cyrano de Bergerac. Paris. Gallimard; L. Cenerini (1981): L'eclissi della fortuna: Cyrano, Sorel. Roma. Bulzoni.
15- La obra aparece bajo el título de Réflexions de Leibniz sur l'art de connaitre les hommes, en: Lettres et opuscules inédits de Leibniz (1854), ed. de A. Foucher de Careil. Paris. Librairie philosophique de Ladrange. Se citará como Réflexions, F.C.-I, y la página en cuestión. Es interesante subrayar que muchas de las ideas vertidas por Leibniz en relación con la virtud femenina ya habían sido expresadas por A. de Gérard en su obra (Compendio…, ed. cit., p. 90).
16- François de La Rochefoucault (1994): Maximes. Paris, Classiques français, pp. 16, 31.
17- Leibniz: Réflexions. F.C.-I, p. 132.
18- Leibniz: Ibíd., p. 134.
19- Cfr.: E. Naërt (1959): Leibniz et la querelle du pur amour. Paris. Vrin; P. Masure (1938): Le probleme de l'amour chez Leibniz. Paris. Chantenay.
20- Cfr.: Spinoza: Ethik, IV, prop. 18, escolio, ed.cit.,
pp. 232-233. Sobre las difíciles relaciones entre Leibniz y Spinoza, véase: L. Fébvre: "Un diálogo entre grandes hombres: Leibniz, Spinoza y el problema de la incredulidad en el siglo XVII". En: Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno, ed. cit., pp. 182 ss; G. Friedmann (1946): Leibniz et Spinoza. Paris, Gallimard, pp. 49-64.
21- Cfr.: Lucas, 10, 27. Lv., 19, 18; Mt. 19, 19; 22, 39;
Mr. 12, 31; Stg., 2, 8, entre otros pasajes.
22- Cfr.: Jean Lafond (1983): "Avatars de l'humanisme chrétien (1590-1710). Amour de soi et amour propre". En: Leibniz et la Renaissance, hrsg. v. A. Heinekamp. Studia Leibnitiana, Suppl. XXIII. Wiesbaden, Franz Steiner Verlag. Sobre la identificación de ambos términos por La Rochefoulcault, véanse sus: Maximes, ed. cit., pp. 99-102. Sobre el problema en general: H. Gouhier (1987): L'Anti-humanisme au XVIIe siècle, ed. cit., Ch.IV: "L'Humanisme devot", pp. 46-49.
23- Leibniz: Réflexions, F.C.-I, p. 138.
24- El primer tratado mencionado de John Norris es The Theory and Regulation of Love (Treatises upon several Subjects. London, 1697). Los siguientes son: Discourse concerning the Measures of Divine Love (1693) y Letters concerning the Love of God (1695). Lady Masham respondió con el tratado Discourse concerning the Love of God (1696). Sobre ésto tratan E. Naert en Leibniz et la querelle du pur amour, ed. cit.y, en un sentido más general, Jean-Louis Vieillard-Baron (1938): Platonisme et interpretation de Platon à l'époque moderne. Paris, Vrin, Ch.II, pp. 31-44.
25- Leibniz: De la nature de l'amour, F.C.-I, p. 255. Esta definición había sido expresada ya en una obra tan temprana como la Confessio Philosophi, cuya primera versión data de 1673. Véase la introducción de Y. Belaval a: Leibniz (1961): Confessio Philosophi, ed. Y. Belaval. Paris, Vrin, pp. 9-21.
26- Aparecen bajo el subtítulo "Leibniz feuilletoniste" en
F.C.-I, pp. 260-265, y consisten en comentarios sobre dos obras teatrales tituladas Thésée y Absalon.
27- Cfr.: Leibniz: Thésée. F.C.-I, p. 262. Sobre ello insiste en la Mémoire pour les persons éclaires et de bonne intention, 20. F.C.-I, pp. 285-286.
28- Cfr.: L. Rensoli (1992): "Über das Ideal des philosophischen Lebens bei G. W. Leibniz". Studia Leibnitiana, Wiesbaden, Franz Steiner Verlag, Band XXIV/1, pp. 101-111. Una segunda versión apareció en 1994 en español con el título de "El ideal de la vida filosófica según Leibniz" en la Revista de Filosofía. Madrid, Universidad Complutense, Nº 11, pp. 115-137. Véase sobre el tema: A. Heinekamp (1969): Das Problem des Guten bei Leibniz. Bonn, Bouvier.
29- Leibniz (1988): Nuevo Tratado sobre el entendimiento humano, tr. E. Ovejero y Mauri, prefacio de L. Rensoli. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales. II, XX, 5, p. 145.
30- Leibniz: Ibíd., p. 330.
31- Cfr.: M. Buber (1983): Ich und Du. Heidelberg. Schneider.
32- Cfr.: Leibniz: N.T., II, XXVII, 9, p.206 ;I, III, 8; ed. cit., p. 95.
33- Cfr.: Leibniz (1948): Textes inédits, eds. par G. Grua. Paris, T.II, pp. 552-555; E. Naërt (1985): Double infinité chez Pascal et Monade. Studia Leibnitiana, Wiesbaden, Franz Steiner Verlag, Bd. XVII, Heft 1, pp. 44-51; J. Guitton (1951): Pascal et Leibniz. Paris, Aubier.
34- Cfr.: Leibniz: N.T., II, XXI, 29; ed. cit., p. 179.
35- Cfr.: L. Rensoli (1987): Quimera y realidad de la razón: el Racionalismo del siglo XVII. La Habana. Editorial de Ciencias Sociales. L. Fébvre se refiere a "quimeras" del espíritu moderno entre otras páginas, en la citada Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno, pp. 68-69.
Autor:
Lourdes Rensoli Laliga
http://solotxt.brinkster.net/tabularium/rensoli.htm
6 de enero de 1996
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