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Pascal y Leibniz: Razón y sentimientos

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    Desde hace décadas ha quedado claro que, en el ámbito humano, tal y como lo concibe Leibniz, la razón constituye la propiedad fundamental distintiva, aunque no la única, una guía para la vida pero no su tirana. Otros racionalistas habían situado–a veces diluído–todos los sentimientos entre las pasiones, nocivas para la vida humana, a menos que se logre un absoluto control sobre ellas.

    Para Descartes, el alma tiene sus propios placeres, pero la mayoría de éstos, de los que proviene el disfrute de la vida, son comunes a alma y cuerpo y dependen de las pasiones, de donde se infiere que el control sobre ellas, alcanzable según Descartes por cualquier hombre, resulta imprescindible para extraer felicidad y no dolor, por cuanto dicha y dolor suelen concebirse como enemigos por el racionalismo filosófico(1). Spinoza había señalado un sitio especial al amor intelectual a Dios, que proviene de la razón y no puede ser perturbado por ninguna otra pasión o afecto, e incluído las restantes entre los factores condicionantes de la servidumbre humana(2). Uno y otro les atribuyeron un origen corporal reflejado por el alma. Pero para Spinoza el cuerpo resulta decisivo al constituir el deseo la esencia del hombre, que se autoafirma e intenta perpetuarse como ser a través de éste. Saberlo, vivirlo, racionalizarlo conduce a esa meditación sobre la vida, propia del sabio, que evoca la ataraxia estoica.

    Pascal había sido la excepción entre los filósofos. En su primera juventud había lanzado el alerta de un racionalista, siempre inconforme, sobre los excesos del racionalismo: es inevitable amar pues "nacemos con un carácter de amor en nuestros cuerpos que se desarrolla a medida que el espíritu se perfecciona"(3). No se trata de un mal a prevenir o frenar: "da entendimiento y se sostiene por el entendimiento"(4), por cuanto el hombre aplica todas sus facultades a cada uno de sus estados intensos de alma. Pasión y reflexión se oponen pero no amor y razón: "No excluyamos pues la razón del amor ya que son inseparables"(5), pues existen verdades de la razón y verdades del corazón, vertebradas en última instancia por el espíritu humano, esencialmente racional, pero también esencialmente creado para amar, pues el Creador es amor y ha dejado su huella de amor impresa en la Creación, con mayor claridad en el hombre, hecho a su imagen. Así advierte Pascal sobre "dos excesos: excluir la razón, no admitir sino la razón"(6), correspondientes con sus "verdades del corazón", diferentes de las propias de la razón por apuntar a un ámbito diferente.

    El fundamento de estas delimitaciones proviene de la diferencia precisada más tarde por Pascal entre lo que llamará espíritu geométrico y espíritu de sutilidad, y entre las naturalezas delicadas, en las cuales ambos espíritus se conjugan y las que no lo son y se dejan arrastrar por impulsos poco evolucionados. Pues en un alma grande también las pasiones del amor y de la ambición adquieren un carácter más elevado, diferente de los sentimientos groseros que obstaculizan el progreso humano y obnubilan el entendimiento de modo tal que deviene incapaz de cuanto no sea atender a pasiones egoístas.

    Recordar que el amor es uno de los fenómenos que embellecen un alma y contribuyen a elevarla–y no un peligroso tirano del cual es necesario librarse–fue un mérito de Pascal en un momento en que, no sólo los filósofos y moralistas, sino poetas y escritores convertían las pasiones y sentimientos humanos en tema de reflexiones inagotables, bajo la impronta del cartesianismo, que miraba al menos con desconfianza cuanto no pudiera ser racionalmente controlado. O las referían al cuerpo, como Spinoza, quien, pese a la enorme verdad encerrada en muchas de sus afirmaciones, vio en pasiones y sentimientos formas de servidumbre. La fragilidad e inestabilidad de los sentimientos, los golpes trágicos del azar, los intereses sórdidos, el mal, a veces irreparable, que se hace a los demás, intencionalmente o no, solían ser los principales motivos.

    Basta recordar las máximas de La Rochefoulcault, las novelas de Madame de Lafayette y de Mademoiselle de Scudéry, por quien sintió Leibniz tanta simpatía y admiración, o la poesía delicada y con frecuencia melancólica de Théophile de Viau y la amarga ironía de Cyrano de Bergerac, para aquilatar siquiera someramente la importancia que este tema adquirió en el siglo XVII–y no sólo en Francia–a la luz de la polémica sobre el racionalismo. Basta recordar los motivos de la renuncia al amor esgrimidos por Madame de Cléves, en la novela de Mme. de Lafayette, o el efecto trágico de las pasiones sobre los personajes de Racine–pensemos en su Phaedre— para entender los profundos efectos causados por la posición cartesiana. Y durante su estancia en París, Leibniz tuvo la oportunidad de conocer mucho mejor a dichos autores, ambientes y polémicas (7), que tanto influirían en sus valoraciones sobre la vida humana y sus concepciones sobre la moral.

    El dilema cartesiano y la respuesta de Pascal encontraban en cierta forma su punto medio en Spinoza. Entre la subordinación

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