La flexibilidad del pensamiento es imprescindible no sólo cuando la inconformidad con el resultado requiere un cambio; la creatividad, que nunca crece a la sombra de la rigidez de pensamiento, debe obedecer también a la necesidad de investigar, trabajar y descubrir nuevas variantes para responder a viejos planteos. En todos los momentos, aun en los exitosos –y quizá especialmente en ellos-, cada persona debe tener presente que lo mejor que podría pasarle es incorporar al análisis de los hechos todas las alternativas posibles, incluso aquellas que todavía la experiencia no ha probado como efectivas (Bucay, 2008).
La flexibilidad se manifiesta en la cantidad de recursos que el sujeto es capaz de emplear en las situaciones a las que se enfrenta, en la posibilidad de generar distintas alternativas de solución a los problemas, en los diferentes modos de contemplar un fenómeno en la posibilidad de modificar el rumbo de pensamiento y, también, en la cantidad de ideas y de preparaciones no ensayadas que el sujeto es capaz de encontrar ante un hecho, situación o problema.
En un mundo tan cambiante como el nuestro, la flexibilidad de vería estar presente en todas las áreas de nuestra interacción con el afuera. No sólo en el análisis de los hechos; no únicamente en el planeamiento de nuestra conducta sino también, y por supuesto, en el análisis de los resultados de lo actuado.
La plenitud
La vida es evolución creativa y formamos parte de ella como seres vivos. Sin embargo, ¿Cómo ha logrado la humanidad interferir tanto en esa evolución? A través de la corrupción de nuestra naturaleza, por supuesto, y también quedando presos de las formas que hemos creado, poniendo las palabras por encima de los significados, las leyes sobre las motivaciones, las formas artísticas sobre el amor por la belleza.
A veces parece un hecho inevitable y trágico de la vida que las formas que quisieron expresar la verdad se transformen en sustitutos de la vida, y que la simpe inercia y la repetición lleve inevitablemente a la degradación de los significados. Sin embargo, el problema real es que una mente que funcione sobre la base del automatismo conoce únicamente la repetición y ha perdido la sutileza necesaria para captar la dimensión interior de las cosas (Naranjo, 2008).
Esta robotización de la mente no es un hecho inevitable sino que es fruto de otras causas, como, por ejemplo, una educación implícita para la actuación automatizada y la penalización, en el mundo civilizado, de las vivencias auténticas. Es por ello por lo que pienso que no estamos condenados a perder la condición de personas mientras nos deslizamos en un mundo de reflejos y apariencias, sino que está en nuestro potencial como comunidad mundial el que podamos elegir una vida verdadera, dando prioridad a la ampliación de la consciencia por encima del statu quo y los intereses económicos que este ahora protege.
Porque así como el individuo no puede servir a dos patrones, la humanidad en su conjunto no puede servir al mismo tiempo a la vida y a la avidez. Llegará el día en que se elegirá la calidad en vez de la cantidad y se pondrá el desarrollo humano por encima del aferrarse a lo conocido, como ahora. En vista de esto, nada puede sernos más útil que una educación que nos ayude a desprendernos de lo que somos, o de lo que pensamos que somos (Naranjo, 2008).
Entonces, ¿Cómo podemos desprendernos de las apariencias y de las falsas identidades para así rescatarnos de la degradación de la conciencia? A través de la conciencia de nuestro núcleo vacío, que es también nuestro yo verdadero y nuestra suprema identidad, tal y como hizo el personaje de un relato clásico chino: – en su origen, un mono de piedra- , quien, después de un peregrinaje, encuentra a un sabio que lo inicia en ese camino y le da el nombre de "el consciente de la vacuidad". Pero para que esto suceda, sería necesario que las autoridades mundiales entendieran que, por más raro que parezca, nada es más importante que la conciencia del núcleo vacío de todas las cosas (Naranjo, 2008).
Es probable que algunas personas se pregunten cómo puede ser compatible la flexibilidad con el hecho de identificarnos con esto o aquello. Cuando decimos "soy esto o aquello" entramos en un callejón sin salida e, incluso cuando creamos una imagen grandiosa de nosotros, nos estamos empequeñeciendo.
En verdad, no somos ni esto ni aquello sino la conciencia de esto y de aquello, el espacio en el cual las percepciones, los sentimientos, las motivaciones y los pensamientos tienen lugar. Y, sin embargo, este espacio no tiene características propias que se puedan señalar. Dado que está vacío, puede conocer cosas del mismo modo que es en la vacuidad de un espejo donde radica el secreto de su capacidad de reflejar (Naranjo, 2008).
Es un hecho, no obstante, que la consciencia del núcleo vacío del ser es un logro poco común y que, cuando las personas se miran adentro y tienen suficiente conciencia para no encontrar nada, sienten vértigo y quieren aferrarse a algo tangible. De ahí la necesidad de ser alguien para escapar así de la amenaza de descubrir que no se es nadie (Naranjo, 2008).
Cuanto más grande es la amenaza, mayor es el apego a esta o aquella concepción de sí mismo, el temor a no ser realmente esto o aquello y la cólera hacia todo lo que amenace la imagen que de nosotros mismos hemos construido. Cuanto mejor sería si no tuviéramos que identificarnos con ninguna imagen de nosotros mismos –buena o mala-, excepto de manera transitoria y convencional. Entonces seríamos flexibles como el viento, y creativos, y no estaríamos infectados por las emociones negativas que tienen su raíz en el considerarnos un yo separado. Porque, ¿Cómo podría haber orgullo sin un presunto yo que quisiera sentirse importante, o envidia sin un yo que deseara lo que el otro posee, o avaricia sin la sensación de tener que alimentar a un yo hambriento?
Algunas personas dirían que sólo los místicos llegan a conocer la experiencia de la disolución del yo, y que la experiencia contemplativa es demasiado difícil de obtener y mantener para justificar la perspectiva que estamos adoptando. Pero una cosa es nuestra realidad actual y, otra, nuestro potencial (Naranjo, 2008).
Nuestra realidad podría ser muy diferente si la educación se interesara por preguntarnos quienes somos de verdad y ofreciera una capacitación de la mente que llevase a conocer la verdad metafísica a través de la experiencia. Como en el caso de los antiguos misterios, que, aunque fueron secretos, estuvieron abiertos a quien quiera que estuviera interesado y, por lo tanto, formaban parte de la cultura de su época. Esto bien podría ser la más promisoria de las empresas a la hora de proponernos transformar la psiquis corrupta del homo demens en la condición sana y completa de homo sapiens que yace en nuestro potencial. Lo que afirmo es, en definitiva, que nada puede ser más importante para una identidad flexible que la capacidad básica de despegarnos de todo (Naranjo, 2008).
Se podrían decir muchas cosas sobre la resistencia al cambio que implica la perpetuación del ego humano y sobre cómo esta resistencia equivale a una rígida adhesión a las respuestas obsoletas que se formaron en la infancia, y que hemos llegado a tomar por nuestro verdadero ser.
Durante mucho tiempo, Claudio Naranjo predicó la "transformación a través del insight", que se refiere al hecho de que, observándonos y comprendiendo nuestros modelos fijos y compulsivos, podemos, de alguna manera, dejarlos atrás. Pero tendría que decir algo más acerca del secreto de este "dar un paso atrás", que es el requisito previo de la retrospección, y que implica la toma de distancia de uno mismo y la "desidentificación" (Naranjo, 2008).
Del mismo modo que los números indican cantidades que toman como referencia un punto cero, parecería que sucede lo mismo cuando nos movemos desde la perspectiva de la nada o, al menos, cuando lo hacemos en la dirección del despego de una identificación simbiótica con nuestros procesos mentales. Así como quien practica yoga dice, ante toda experiencia, "neti, meti" ("esto no, esto no") para así acercarse al reconocimiento de la trascendencia del sujeto de la conciencia, creo que es necesario cultivar el sentido de la vida como un sueño y la evanescencia de cada cosa aparte de la conciencia misma.
Todo ello implica que no debemos aspirar tanto a la construcción de una identidad sino a demostrarla. De este modo, nuestra relación con la misma pasa a ser como la de una persona con una máscara, que, siendo una identidad, sabe que la adopta transitoriamente, como en una representación teatral (Naranjo, 2008).
Quizá todo esto se podría expresar con el dicho sufí "estar en el mundo, pero no ser del mundo", creo que podría ser equivalente a lo que Epicteto quería expresar cuando nos aconsejaba vivir en la actitud del viajero cuyo barco está anclado en el puerto y debe estar siempre listo para regresar a él apenas escuche la sirena que anuncia la partida.
Soy consciente de que podría parecer que todo esto va en contra de la vida y sus valores, pero creo que es la esencia de la sabiduría, el mejor remedio para nuestros deseo excesivos y emociones destructivas y, por tanto, la llave de la felicidad (Naranjo, 2008).
El ego
La mayoría de la gente está completamente identificado con la voz de su cabeza –el torrente incesante de pensamiento involuntario y compulsivo y las emociones que lo acompañan- que podríamos describirla como poseída por su mente. Cuando eres completamente inconsciente de esto, crees que el pensador eres tú. Eso es la mente egótica.
La llamamos egótica porque hay un sentido del yo (ego) en cada pensamiento, en cada recuerdo, interpretación, opinión, punto de vista, reacción, emoción. En términos espirituales, esto es la inconsciencia. Por su puesto, tu pensamiento, el contenido de tu mente, está condicionado por el pasado: educación, cultura, entorno familiar… el núcleo central de toda la actividad de la mente consiste en ciertos pensamientos y emociones repetitivos y persistentes, y en pautas de reacción con las que nos identificamos con más fuerza. Esa entidad es el mismo ego (Tolle, 2008).
En la mayoría de los casos, cuando dices "yo" es el ego el que habla, no tú. El ego consiste en pensamientos y emociones, en un puñado de recuerdos con los que te identificas como "yo y mi historia", en papeles habituales que desempeñas sin saberlo, en identificaciones colectivas como la nacionalidad, la religión, la raza, la clase social o la filiación política. También contiene identificaciones personales, no sólo con las posesiones, sino también con opiniones, apariencia externa, resentimientos duraderos o concepto de ti mismo.
El contenido del ego varia de una persona a otra, pero en todo ego actúa la misma estructura. En el fondo, todos viven de la identificación y de la separación. Cuando vives a través del ego, es decir, del yo creado por la mente y formado por pensamientos y emociones, la base de tu identidad es precaria porque el pensamiento y la emoción son, por naturaleza, efímeros, fugaces. Así pues, todo ego está luchando constantemente por la supervivencia, intentando protegerse y agrandarse. Para sostener la idea del yo, necesito la idea opuesta del "otro" (Tolle, 2008).
El yo conceptual no puede sobrevivir sin "el otro" conceptual. Los otros son más otros cuando los veo como más enemigos. En un extremo de la escala de esta pauta inconsciente del ego está el compulsivo hábito egoísta de encontrar defectos en los otros y quejarse de ellos. En el otro extremo de la escala, hay violencia física entre individuos y guerra entre naciones.
Quejarse es una de las estrategias favoritas del ego para reforzarse. Toda queja es una interpretación que la mente inventa y que tú te crees por completo. Da igual que te quejes en voz alta o que sólo lo pienses. Algunos egos que tal vez no tengan mucho más con lo que identificarse sobreviven fácilmente sólo a base de quejas (Tolle, 2008).
Cuando estás en las garras de un ego así, es habitual y, por supuesto, inconsciente quejarse, sobre todo de otra gente. Una parte de esta pauta suele ser el aplicar etiquetas mentales negativas a la gente, ya sea a la cara o –más frecuentemente- cuando hablas de ellos. El insulto es la forma más tosca de este etiquetado y de la necesidad que tiene el ego de tener razón y triunfar sobre otros. En el siguiente nivel, bajando por la escalera de la inconsciencia, están los gritos y chillidos, y no mucho más bajo la violencia física.
El resentimiento es la emoción que acompaña a la queja y al etiquetado mental de la gente, y que añade aún más energía al ego. Te resientes de la codicia de los otros, de su deshonestidad, de su falta de integridad, de lo que están haciendo, de lo que hicieron, de lo que deberían o no deberían haber hecho. Al ego le encanta eso.
En lugar de disculpar la inconsciencia de los demás, la convierte en tu identidad. ¿Quién está haciendo eso? Tu parte inconsciente, el ego. A veces, la "culpa" que percibes en otros ni siquiera existe. Es un mal entendido, una proyección de una mente condicionada para ver enemigos y demostrar que tiene razón o es superior. Otras veces es imposible que la culpa exista; pero, al centrarse en ella, la magnificas.
No reaccionar al ego de los otros es una de las maneras más eficaces de superar el propio ego, y también de disolver el ego colectivo humano. Pero sólo puedes hacerlo si eres capaz de reconocer que la conducta de alguien viene del ego. Muchas veces, al no reaccionar ante el ego, serás capaz de hacer aflorar en otros la cordura, que es la conciencia no condicionada. En ocasiones, tendrás que tomar medidas prácticas para protegerte de personas profundamente inconscientes. Tu mayor protección es ser consciente. No reaccionar no es un signo de debilidad sino de fuerza. Otra palabra para la no reacción es "perdón". Perdón es mirar más allá del ego para ver la cordura que hay en todo ser humano, que es su esencia (Tolle, 2008).
Al ego le encanta quejarse y sentir rencor, no sólo de otras personas, sino también de las situaciones. La reacción es siempre: "esto no debería estar ocurriendo; no quiero estar aquí; no quiero estar haciendo esto; me están tratando injustamente". Y el mayor enemigo del ego es el momento presente, es decir, la vida misma.
No se debe de confundir quejarse con informar a alguien de un error o deficiencia a fin de que se corrija. No hay ego en decirle al camarero que la sopa está fría y hay que calentarla, siempre que nos atengamos a los hechos que son neutrales. "¿Cómo te atreves a servirme la sopa fría?", eso es quejarse. Ahí hay un yo que disfruta poniendo a otros en evidencia.
Debemos de esforzarnos por ser conscientes de la voz en la cabeza, tal vez en el momento preciso en que se queja de algo, y reconocerlo como lo que es: la voz del ego, nada más que una pausa mental condicionada, un pensamiento. Cada vez que notes esa voz, te darás cuenta también de que la voz no eres tú, que tú eres el consciente de ella. En el fondo está la consciencia (Tolle, 2008).
Orientarse
Se cuenta que un viajero tras recorrer larga y detenidamente el Amazonas, regresó a su pueblo entusiasmado y deseoso de trasmitir a sus paisanos la experiencia. Así fue que el alcalde convocó a la gente al teatro del municipio, donde el hombre contaría su viaje, exhibiría fotografías y filmaciones, y respondería a las preguntas que surgieran.
Esa noche no cabía un alfiler en la sala del teatro y el viajero, hombre muy locuaz, entusiasmo al todo el mundo con su relato, tanto que le pidieron si podía dibujar en un mapa su travesía. Después, el alcalde hizo fotocopias del mismo y regaló una fotocopia a cada habitante del lugar.
Los vecinos comenzaron a observar el mapa, lo estudiaron hasta sabérselo de memoria; leían sobre el Amazonas y no tardaron en hacerse expertos en el tema. Pero nadie tuvo la iniciativa de emprender un viaje para visitar aquel lugar ni ningún otro.
El viajero sufría una fuerte decepción porque deseaba iniciar una estirpe de aventureros y su ejemplo no estaba sirviendo para ello. Y es que suele pasar que viajamos por la vida con un mapa propio, recorriendo de verdad el territorio y viviendo la experiencia con todos sus matices, o tomamos el mapa de otro, conformándonos con su relato, sin vivir el nuestro (Sinay, 2008).
Quien, ejerciendo la poderosa herramienta de la responsabilidad, hace su propio viaje y dibuja su propio mapa, acaba por encontrarle a la vida un sentido único y verdadero. Acaba por comprender que su existencia tiene una finalidad y termina por dar con ese propósito singular e intransferible (Sinay, 2008).
Viajar con mapas ajenos –imitando experiencias, prefiriendo el relato de los demás a la vivencia propia- nos lleva, tarde o temprano, a toparnos con la insatisfacción, con la sensación de vacío; nos hace demasiado críticos y negativos.
Aquel hombre que fue al Amazonas y trajo su propio mapa llevaba dos elementos que todo explorador debe considerar: una brújula y un reloj. Si los observamos con cierta ligereza, podemos confundirlos. Ambos tienen cuadrante, cristal, agujas… Sin embargo, cumplen funciones diferentes: la brújula marca la dirección, mientras que el reloj indica el tiempo.
Dirección y tiempo resultan dos variables muy sensibles en cualquier viaje. También lo son en la vida. Se trata de saber a dónde ir y de estimar tiempos y etapas para el tránsito. La brújula y el reloj deben usarse en el orden en que los nombramos; antes que nada, se trata de establecer una dirección (Sinay, 2008).
La brújula nos muestra siempre el norte y lo hace sin errores, no atrasa ni adelanta, como el reloj. Tampoco se detiene. Si sabemos dónde está el norte, el sur, el este y el oeste. Lo que sigue es nuestra decisión, fijar nuestro objetivo en alguno de esos puntos cardinales.
La brújula nos dirá si llevamos buen rumbo o si debemos corregirlo. Los viajeros expertos saben que no deben salir sin su brújula; sin embargo, en nuestra vida diaria nos preocupa más carecer de reloj, nos desespera no saber qué hora es, vivimos la sensación de que el tiempo se nos escapa y, a menudo, corremos para llegar temprano aunque no sepamos a donde ir ni para qué. "¡Apúrate¡", "¡Dios mío, voy a llegar tarde¡" "¡No sé en qué momento se me fue el tiempo¡" Ahorrar, ganar y perder son conceptos que aplicamos al tiempo. Muchas veces lo ganamos y aún así persiste la ansiedad, el inconformismo. Otras, lo perdemos, y descubrimos que, realmente, nada hemos perdido y que en todo caso hemos disfrutado.
Cuando se nos antojan familiares y persisten sensaciones como el tiempo no alcanza, que lo estemos despilfarrando o que, aún ahorrándolo, ya no sabemos cómo sacar más provecho de él, es porque estamos viajando atados a un reloj, pero hemos dejado por el camino la imprescindible brújula.
En el viaje existencial, la brújula nos orienta hacia aquello que nos hace sentir que nuestra vida tiene sentido. Esta finalidad parece cuando nuestra existencia se enlaza a otras a través del amor, de la solidaridad, de la empatía, de la compasión, de la creatividad… aparece también. Como señalaba el gran pensador humanista Erich Fromm, cuando desarrollamos aquellas potencialidades que hay en nosotros y nos convertimos en el ser que estamos destinados a ser, a menos que desviemos nuestro desarrollo, seamos moldeados por las exigencias de otros y nos propongamos complacer demandas externas antes que las propias (Sinay, 2008).
Cuando ocurre esto último, vivimos contrariados, perdemos el rumbo. No nos importa lo exitoso que se nos vea, cuánto brillo social nos rodee, cuanto poder o bienestar social exhibamos. Simplemente, sentimos que nos penetra el descontento.
En esos casos, el reloj se convierte en protagonista de nuestra vida. Sentimos que se nos va el tiempo. Los días pasan y no hallamos en ello una trascendencia. Nos gana la ansiedad, tenemos la impresión de que hay cosas, personas o actividades que nos roban los momentos; nos damos prisa por conseguirlo todo de inmediato. Y nos aceleramos a medida que nos gana la insatisfacción. Quienes van apurados por la vida corren contra el reloj y entonces la brújula se hace más necesaria que nunca. Por otra parte, es importante que el norte hacia el que apuntemos esté dentro de nosotros (Sinay, 2008).
La brújula debe de señalar hacia nuestras necesidades más profundas. ¿Necesitamos expresarnos? ¿De qué manera? ¿A través de una actividad que no estamos realizando? ¿A través de nuestro trabajo? ¿De una experiencia artística? ¿Estamos viviendo como y donde necesitamos? ¿Nuestras relaciones nos permiten crecer, manifestar nuestros valores? ¿Recibimos amor del modo en que lo necesitamos y lo entregamos de igual manera? ¿Ponemos en práctica nuestra solidaridad?
En la medida en que respondamos a estas preguntas con absoluta sinceridad, sabemos si vamos bien encaminados hacia nuestro norte o si debemos corregir el rumbo. En este caso, tenemos una tarea: descubrir cómo hacer esa corrección y ponernos manos a la obra. Nuestra brújula entrará en acción. No nos correrá el reloj y podremos ser nuestros propios cartógrafos. Al fin, tendremos un viaje y un mapa propios.
Con el timón de nuestra vida entre las manos, podemos seguir ciertas señales que nos ayudarán a manejar mejor nuestra nave. Podemos comenzar por hacer un balance cuidadoso de cómo estamos empleando el tiempo en la actualidad, observando cuánto dedicamos a cada actividad. Lo incluiremos todo; trabajo, entretenimiento, relaciones, familia, compras y aficiones. ¿Hay una proporción lógica entre todas esas áreas? ¿Hay algo importante para nosotros a lo que no le estemos dedicando el tiempo suficiente? ¿De dónde podríamos sacarlo? (Sinay, 2008).
Otra práctica interesante es escribir grabar en tercera persona un pequeño relato en el que narremos la vida de alguien. Imaginemos una vida feliz, armónica y describiremos que cosas permiten que sea así. Comparemos luego la vida del personaje que hemos creado o retratado con la nuestra. ¿Qué deberíamos cambiar, en qué deberíamos aplicarnos para que este relato sea el de nuestra vida?
Si además queremos ampliar la perspectiva sobre el momento que vivimos y hacia donde tenemos que dirigirnos, podemos tomar papel y lápiz y dibujar un paisaje que contenga montañas, desiertos, bosques, zonas pedregosas, acantilados… y trazaremos un río que atraviese el paisaje.
En el extremo derecho estará la desembocadura del río y ahí podremos dibujar la parte más bella que consideremos del paisaje. No nos debe de preocupar la calidad del dibujo. Debemos usar toda nuestra imaginación. Nos daremos tiempo, le pondremos colores y haremos que nuestra ilustración sea lo más rica posible.
Luego, nos dibujaremos a nosotros mismos navegando en ese río. Nos fijaremos si vamos nadando, si lo hacemos en un bote en una canoa, en un barco… el río simboliza la vida, mientras que el paisaje habla de las circunstancias que la vida atraviesa. Teniendo esto en cuenta: ¿Refleja el dibujo nuestros momentos actuales de navegación? ¿Lo podríamos mejorar? ¿Cómo? ¿Cambiaríamos algo? ¿Qué aspectos?
Desde un lugar tranquilo desde el que no podamos ser molestados, podemos realizar otro ejercicio sencillo pero muy efectivo para orientar nuestra brújula interior. Cerraremos los ojos y nos tomaremos un tiempo para observar, como testigos, el panorama actual de nuestra vida, deteniéndonos en cada área: pareja, trabajo, familia, cuerpo, salud, tiempo libre, vocaciones, amigos, vida social… Analizaremos como nos sentimos al repasar cada aspecto y veremos qué cambios queremos realizar (Sinay, 2008).
Imaginaremos que han pasado tres meses y realizaremos el mismo análisis. ¿Ha habido cambios? Si los hubo, ¿Qué hicimos para que ocurrieran? Si no los hubo, ¿Qué lo impidió? ¿Un factor externo o interno? ¿Qué podríamos hacer ante ese impedimento? Imaginaremos después que han pasado tres meses más y repetiremos los mismos pasos.
¿Cómo están las cosas ahora? ¿Nos vemos diferentes, hemos hecho algo distinto? Nos fijaremos en que caminos se han abierto cuando hemos cambiado algo y que ha pasado cuando no lo hemos hecho.
Prescindir del reloj un día a la semana es otra buena práctica que nos puede ayudar a desconectar de la rutina y disponer de nuestro tiempo con mayor calidad. Otra opción es dedicar quince minutos diarios a cuidar nuestras relaciones con los demás, quedando con alguien que nos apetezca para tomar un café, o para comer, por ejemplo (Sinay, 2008).
Lo importante es que, en esos quince minutos, le prestemos atención a esa persona y que valoremos el momento como algo único. Al cabo de cada encuentro, le daremos cuenta de que siempre tenemos tiempo para alguien si nos lo proponemos. Con toda seguridad, saldremos reforzados de la experiencia, con la sensación de ser más dueños de nuestro día a día y con la impresión de haber ganado más que haber perdido.
La valentía
Atreverse a ir más allá de las dificultades es una prueba que debemos superar en innumerables ocasiones. Lograrlo no es sólo cosas de héroes, sino que depende de aspectos como el afán de superación o la confianza en los propios recursos (Ferrucci y Reid, 2008).
En tiempos de guerra civil de Corea, los habitantes de una ciudad, al enterarse de que se acercaba un general enemigo con sus tropas y sabiendo que arrasaría cruelmente con todo lo que encontrara a su paso, huyeron a las montañas. Cuando llegaron los soldados, el general les mandó registrar la ciudad vacía. Al volver, los soldados le informaron que el único hombre que quedaba era un sacerdote zen.
El general se acercó a él dando zancadas, desenvainando la espada y dijo: "¿No sabes que puedo atravesarte sin pestañear?".
El maestro zen respondió tranquilamente. "Yo, señor, sé que puedo ser atravesado sin pestañear". El general, al oírlo, hizo una reverencia y se marcho sin mediar palabra, respetando el gesto valeroso del maestro.
El coraje consiste en arriesgar lo que tenemos y lo que somos. Si observamos su etimología, en latín, coraje es sinónimo de espíritu: animus. En la época del imperio romano, se consideraba que era la calidad más cercana al espíritu. Por otra parte, coraje también procede de la misma raíz que corazón, como queriendo significar que el espíritu y el corazón se unen en el valor.
Según Ferrucci y Reid (2008) hay dos tipos de coraje: el espontáneo y el desarrollado. En el primer caso, el valor tiene que ver con las opciones de que disponemos en la vida: a cada momento podemos elegir el camino fácil (y permanecer en la zona de confort) o el camino arriesgado (y colocarnos fuera del límite). Este es el sentido más común de la palabra coraje y a menudo conlleva una imagen de guerrero, de héroe (Ferrucci y Reid, 2008).
El camino heroico supone un desapego radical de los placeres y las comodidades materiales. Arriesgándonos, encontramos la libertad, cambiamos, descubrimos el propio poder y la propia inocencia.
El ser humano no siempre va en busca de seguridad, no sólo desea garantías. Según el profesor Rosenthal, de la universidad de Illinois, la existencia de deportes peligrosos, como la escalada o el paracaidismo, indican que el riesgo es una necesidad. Para aquellas personas enteramente insatisfechas y con tendencia a buscar siempre algo más, el riesgo se convierte en un juego capaz de generar un gran disfrute (Ferrucci y Reid, 2008).
Pero para asumir riesgos no es preciso escalar montañas o descender los rápidos de un río. El riesgo puede representar peligro y muerte, física o emocional, y a la vez ofrecernos posibilidades, abriéndonos puertas. El riesgo acude a nosotros todos los días y puede llevarnos a cuestionarnos a nosotros mismos, a deshacernos de un rol, dejándonos expuestos o vulnerables al ridículo y desafiándonos a emprender esa nueva acción que impulse todo cambio.
El segundo sentido del coraje supone hallar la fuerza necesaria para afrontar los desafíos inevitables de la vida y perseverar sin perder el ánimo. Como dijo Winston Churchill: "el valor es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo". Desde que somos niños, nos movemos en un campo de batalla en el que necesitamos coraje. Por ejemplo, si los compañeros de juego nos excluían, si teníamos que representar una obra de teatro o pasar un examen importante. Más tarde, cuando tenemos que presentarnos a una entrevista de trabajo decisiva, arriesgarnos en una relación o defender a un amigo. O siempre que tenemos que afrontar un mal día… (Ferrucci y Reid, 2008).
El valor, en todos estos casos, se caracteriza porque nos neguemos a desesperar. Otro aspecto importante para el desarrollo es fortalecer nuestra fe, ya que la necesitamos del mismo modo que un escalador precisa de un punto de apoyo para sus píes.
Imaginemos que nos espera una visita con el médico cuyo resultado creemos que puede ser vital para nuestro bienestar. Imaginemos que nos espera lo peor. ¿Cómo nos preparamos para ella? ¿Nos desesperamos y tiramos la fe por la ventana? ¿O Damos una serie de pasos para fortalecernos? Podemos buscar el apoyo de personas cercanas, cuidar nuestra salud para no estar en una condición de debilidad el día del resultado o buscar información realista sobre el tema médico en cuestión, en lugar de hacer caso a las historias alarmistas que seguramente nos contarán. Tal vez podamos hablar con otras personas que ya hayan pasado por esa situación. Cuando llegue el día, aunque nos den malas noticias, estaremos en la mejor condición para recibirlas (Ferrucci y Reid, 2008).
Hellen Keller, escritora estadounidense siega y sordomuda cuya biografía es un rotundo modelo de coraje, afirmaba que "aunque el mundo esté lleno de sufrimiento, también está pleno de superaciones". Es verdad que a menudo es con valentía y dando la cara, más que huyendo temerosamente, como superamos los momentos difíciles (Ferrucci y Reid, 2008).
El valor moral, sin embargo, es menos palpable que el valor físico, porque exige que nos conozcamos y nos enfrentemos a nosotros mismos, que escuchemos y obedezcamos a nuestra conciencia. Al respecto, Mahatma Gandhi dijo que tenía tres enemigos: el imperio británico, sobre el que, a pesar de la dificultad, podía influir más fácilmente; el pueblo indio, al que le resultaba mucho más difícil acceder y, finalmente, su mayor oponente, el mismo. ¿Cuántas veces nos hemos cuestionado seriamente nuestro comportamiento moral?
El valor, finalmente, nos conduce a una profunda transformación, y que en numerosas situaciones nos sitúa frente a la muerte, ya sea física, emocional o social. Un cuento popular africano, ilustra el gran poder transformador de esta gran virtud (Ferrucci y Reid, 2008).
El relato habla de una familia cuyos hijos estaban hechos de cera. Eran buenos y laboriosos, pero extremadamente vulnerables. Sólo podían salir de noche porque, de día, el sol los habría derretido en pocos minutos. Uno de ellos, Ngwabi, era curioso y anhelaba, más que ninguna otra cosa, ver el mundo a la luz diurna.
Su deseo fue creciendo con la edad hasta que, un día, salió a pleno so sin que sus hermanos pudieran detenerlo. El sol lo derritió enseguida y Ngwabi se convirtió en in charco de cera. Aquella noche sus hermanos salieron al exterior; una hermana cogió la cera y modelo un pájaro con grandes alas.
Los padres, afligidos, dejaron el ave frente a una roca junto a su cabaña. Al día siguiente, al salir el sol, el pájaro agitó de repente las alas y se lanzó a volar en círculos sobre la cabaña. Pronto desapareció y su hermanos supieron que, por fin, Ngwabi era feliz (Ferrucci y Reid, 2008).
Descubre tu propio coraje
Recuerda cuando fuiste valiente. Piensa en todas las veces en las que, a lo largo de tu vida, has sido valiente, has salido adelante, especialmente si te sorprendiste a ti mismo. Haz de esos recuerdos un banco del que puedas sacar fuerzas cuando, en el futuro, tengas que enfrentarte a una mala experiencia. Sólo de pensar en ellos tu valentía se reforzará (Ferrucci y Reid, 2008).
Piensa en las veces que has tenido miedo y te ha costado ser valiente. Intenta encontrar razones para tu falta de valor en esos momentos. ¿Eras muy joven e inexperto? ¿Te sentías débil físicamente? ¿Estabas más estresado de lo habitual? Si eres sincero, no serán excusas, sino que las razones que des aumentarán el conocimiento y la valoración realista de ti mismo.
Haz un listado con todos los aspectos que contribuyen a mantener tu banco de valor: las inversiones que puedes hacer en él. Para cada punto, anota cualquier cambio que necesites realizar en tu vida.
Lee bibliografías de personajes insignes que hayan realizado algún acto de valor. Eran personas como tú que tuvieron que superar dificultades, que pasaron por buenos y malos momentos, que pudieron sentirse débiles y atemorizadas a veces, así como fuertes y valerosas en otras: Mahatma Gandhi, Martín Luther King, Nelson Mandela, el pionero de la aviación Charles Lindbergh… Del mismo modo, también puedes leer las narraciones de personajes que han explorado mundos desconocidos: submarinistas, pilotos, alpinistas, exploradores de polos, astronautas, espeleólogos… sus descripciones son increíblemente estimulantes. Te dan un atisbo de los confines más sublimes de la naturaleza y el cosmos.
Realiza este ejercicio de visualización: en una postura relajada, con los ojos cerrados, imagínate a ti mismo enfrentándote a una dificultad. Visualízate con claridad, notando cómo vas vestido, qué cosas te rodean, cómo te sientes. Si tienes miedo, contacta con ese sentimiento. Siéntelo. ¿Es una sensación fría y obscura? ¿Está empañada, como si ocultara lo desconocido? Permanece con la sensación. Espera a que cambie, ¿Se hace más pequeña? ¿Hay más luz o más calor? ¿Se aclara la niebla? Si no es así, si el miedo te atenaza más fuerte, visualiza a amigos que acuden a tu ayuda, una base firme donde apoyarte. Pero si el cambio positivo se produce, visualízate caminando lentamente hacia el riesgo. Al moverte, siente la fuerza de tu cuerpo y de tu espíritu. Y cuando encuentras el peligro, ¿Lo reconoces como parte de ti, como una proyección de un miedo interior? Pregúntate que necesitas en la vida real que te ayude a superar tus miedos. Escucha las respuestas.
Haz algo que te de miedo. Elige un miedo pequeño. Prepárate para el desafío lo mejor que puedas. Enfréntate a él con fuerza. Apunta tus sentimientos. Después, mira tus notas a la luz de la acción. ¿Ha sido más fácil de lo que temías? La escritora Anais Nin dijo: "la vida se encoje o se expande en proporción al valor propio" (Ferrucci y Reid, 2008). ¿Cómo podría expandirse tu vida si fueras más valiente?
En conversación con amigos y familia, pueden surgir puntos de vista interesantes. En una reunión, plantea el tema del valor, tal vez diciendo que has estado leyendo sobre el tema. Seguramente los demás te aportaran ideas enriquecedoras: anécdotas, pensamientos, experiencias personales… piensa en personas que hayas conocido a las que consideras valientes. No sólo en aquellas que hayan realizado actos heroicos sino en las que en su vida cotidiana se hayan enfrentado a situaciones límite con valor.
Conclusión
Nuestras conductas son la base para lograr el bienestar como individuos, o como algunos lo llaman: la realización personal, la forma en que enfrentemos los hechos cotidianos de nuestra existencia marcarán la pauta para sentirnos bien, cómodos, tranquilos y felices; de igual forma puede ocurrir lo contrario. En realidad todo depende de nosotros, si logramos tener la templanza para aceptar la existencia en general y no sentirnos frustrados por las cosas que no nos agradan y no está en nuestras manos controlar; además, es necesario el valor suficiente para cambiar lo que sí está en nuestras manos… Por ello me agradaría cerrar con la oración a la serenidad:
"Dios nos conceda serenidad para aceptar las cosas que no podemos cambiar, valor para cambiar las que podemos y, sabiduría para discernir la diferencia".
Bibliografía
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Autor:
José Luis Villagrana Zúñiga
Datos del autor.
Licenciado y Maestrante por la Unidad Académica de Economía, Universidad Autónoma de Zacatecas, México.
Zacatecas, Zac., Estados Unidos Mexicanos, Febrero de 2009.
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