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El Sentido Histórico del Proyecto Educativo de Lutero (I) (página 2)

Enviado por Jorge D�vila


Partes: 1, 2, 3

2. El rechazo del orden medieval

Cuenta la tradición que el día 31 de Octubre de 1517, Martín Lutero clavó en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos, en Wittenberg, un escrito que pasaría a

la historia como el punto de ignición de la Reforma Protestante. En dicho documento —conocido como las "Noventa y Cinco Tesis"— Lutero atacaba la práctica eclesiástica de la "indulgencia", un procedimiento mediante el cual el pecador quedaba eximido de sus pecados a cambio del pago de una cierta cantidad de dinero a la Iglesia.

Aunque la indulgencia había sido practicada por la Iglesia cristiana desde la temprana Edad Media, en su forma original no era más que la conmutación de una pequeña parte de la penitencia por la donación de una suma de dinero para fines religiosos. Tal donación en ningún caso podía ser vista como mérito suficiente para el perdón de los pecados, pues ello exigía, además de la penitencia, la confesión ante un sacerdote, el arrepentimiento sincero y la absolución. A partir del siglo XII, sin embargo, las indulgencias se transformaron en algo más atractivo para los fieles y más lucrativo para la Iglesia. En ese su momento de mayor poder y esplendor, la Iglesia medieval estaba en pleno proceso de expansión, lo que implicaba, entre otras cosas, tener que multiplicar cargos eclesiásticos, construir todo tipo de edificaciones (catedrales, iglesias, monasterios, universidades, hospitales) e involucrarse en expediciones militares (como, por ejemplo, las Cruzadas). Las indulgencias se transformaron en la principal fuente de financiamiento de tales actividades y progresivamente empezaron a ser presentadas como el medio de expiación más seguro y expedito, sustituyendo incluso el acto de confesión. Con el paso del tiempo, el uso abusivo de las indulgencias se hizo notorio, y para la época de Lutero adquirió unas dimensiones francamente escandalosas. Así, por ejemplo, en 1476 el papa Sixto IV extendió la autoridad de las indulgencias al purgatorio, lo que significaba que gracias a una donación en efectivo era posible lograr la liberación inmediata de un alma que permaneciese atrapada en dicho sitio.

Más tarde llegaron a ofrecerse indulgencias válidas para pecados futuros y otras que abiertamente eximían al pecador de la necesidad de arrepentirse por sus pecados. El tráfico de indulgencias llegó a convertirse en un negocio tan extenso y lucrativo que los banqueros más poderosos en la Europa de aquel entonces (los Fugger de Augsburgo) terminaron por encargarse de su manejo.

Las indulgencias fueron, pues, la causa inmediata de la protesta que Lutero hizo pública en aquellas célebres circunstancias. Al igual que muchos otros hombres educados de la época, Lutero vio en el tráfico de indulgencias la manifestación más cruda y descarnada del extremo de degradación al que había llegado la Iglesia para ese momento. Quizás por ello mismo las "Noventa y Cinco Tesis", sin que nadie se lo propusiese intencionalmente, se difundieron por toda Alemania con inusitada rapidez y pronto levantaron una polémica que habría de incendiar a Europa entera. Pero las indulgencias no eran, ni mucho menos, la única situación percibida por Lutero como irregular dentro de la Iglesia. Tampoco constituían la causa de fondo que impulsaba el aún incipiente movimiento de Reforma. Muchas otras prácticas de la Iglesia estaban siendo puestas en tela de juicio: La opulencia y suntuosidad de la que vivían rodeados los altos jerarcas de la Iglesia (y cuyo punto cúspide lo representaba la corte del papa en Roma), contrastaban con su pretendido papel de guías espirituales. La posesión de ejércitos propios por parte del papa, su continuo involucramiento en diversas guerras, su intromisión en asuntos de política, el nepotismo patente en los nombramientos eclesiásticos, todo esto hacía ver al "Vicario de Cristo" como alguien preocupado más por asuntos mundanos que espirituales. A esto se le sumaba, además, un sinnúmero de prácticas que, como en el caso de las indulgencias, a todas luces no buscaban otra cosa que aumentar el drenaje de recursos materiales hacia la Santa Sede.

Ahora bien; Lutero veía estos males no como un alejamiento accidental y pasajero de lo que el discurso oficial de la Iglesia planteaba como ideal, sino como el resultado inevitable de una concepción totalmente errada del papel que debía jugar la Iglesia en el mundo. Las indulgencias, precisamente por llevar la depravación eclesiástica hasta su límite, revelaban con claridad cuál era ese problema de fondo que constituía la raíz de todos los males. En primer lugar, en la práctica de las indulgencias se hallaba implícita la suposición de que la Iglesia tenía el poder de influir en los juicios y en las decisiones divinas —si es que no gozaba de control completo sobre ellos. Sólo así podía explicarse que el perdón de los pecados (en principio, un acto libre de Dios) pudiese ser garantizado por decisión del papa o de alguno de sus agentes.

Las implicaciones que esto tenía eran sumamente graves: si estaba en manos de los jerarcas eclesiásticos asegurar el perdón de los pecados, entonces de ellos dependía también la salvación del alma, que era el fin último de la vida humana y de la existencia de este mundo. La Iglesia parecía desplazar a Dios de su sitial de honor y atribuirse ella misma sus facultades. Por otra parte, la práctica de las indulgencias suponía y promovía un modo de relacionarse con Dios que se reducía a una simple negociación comercial. A Dios parecía no importarle otra cosa que el pago en efectivo que un pecador le pudiese hacer por concepto de los pecados cometidos. No importaba si el pecador se arrepentía o no de sus pecados, si estaba genuinamente dispuesto a enmendarse, ni siquiera importaba si tenía fe o no, lo único que le importaba a Dios, lo único que aseguraba la salvación, era cuánto dinero podía pagar esa persona. En pocas palabras, dejaba de tener importancia la disposición interna de cada individuo hacia Dios, su apertura hacia El, la experiencia personal que se pudiese tener de su presencia. Claro está, la imagen de Dios como un usurero universal difícilmente podía servir de inspiración para esta clase de experiencias.

El problema de fondo que las indulgencias ponían al descubierto era, entonces, el que los jerarcas de la Iglesia se habían elevado por encima de los hombres comunes para convertirse en una especie de elite de "allegados" a Dios, un grupo de privilegiados que tenía acceso directo al Creador, que podía influir en sus decisiones y que se arrogaba el derecho exclusivo de hablar en su nombre.

Esta elevación, a la vez, rebajaba a Dios a la condición propia de un príncipe terrenal: incapaz de gobernar el mundo sin el apoyo permanente de sus funcionarios, eternamente rodeado de su séquito de cortesanos y alejado de las grandes masas, siempre ávido por acumular riquezas materiales para preservar su gobierno. De este modo entre el hombre común y Dios se abría un abismo insalvable. El contacto directo entre ambos, sin la intermediación de la Iglesia, resultaba impensable. Y lo único que los hombres le debían a Dios era una obediencia incondicional a sus leyes (so pena de tener que "pagar" las transgresiones en esta u otra vida), sin que importasen en lo más mínimo los móviles internos de esa obediencia.

Pero, ¿qué había llevado a la Iglesia a elevarse de esa manera por encima de los demás seres humanos? Para Lutero la causa estaba muy clara: la Iglesia había caído presa del pecado más abominable de todos: la soberbia. Desde la época de San Agustín la soberbia era entendida como el vicio fundamental del cual fluían todos los demás pecados (MacIntyre, 1998, p. 155). Era lo que hacía que el hombre se olvidara de Dios y concentrara todos sus deseos en torno a sí mismo, en el engrandecimiento de su propio ego. Por el contrario, la humildad, entendida como la sumisión y obediencia a Dios, era considerada como la virtud fundamental del buen cristiano. La soberbia ya se había hecho presente en los mismos orígenes de la humanidad, cuando Adán y Eva probaron el fruto del Arbol del Conocimiento movidos por el deseo de ser iguales a Dios. Ese primer acto de soberbia fue lo que desencadenó su expulsión del Paraíso y todos los males que sobrevinieron a consecuencia de eso. Del mismo modo, de acuerdo con Lutero, la soberbia de papa y sus acólitos parecía haberlos llevado a pensar que eran algo más que simples seres humanos, que estaban más cerca de Dios que los demás y que las limitaciones propias de la condición humana (como la imperfección del conocimiento y la debilidad de carácter) no los afectaban. El lujo, el esplendor mundano, las ansias de poder y todos las demás abusos en los que había incurrido la Iglesia de la época no eran para Lutero sino manifestaciones de esa gran soberbia. Por eso, cuando en 1520 Lutero hace su primer llamado público a romper definitivamente lazos con

Roma, lo que denuncia en primer lugar es esa soberbia:

Es algo horrible y aterrador el que el líder de la Cristiandad, que se presume Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro, viva en un esplendor mundano tan grande que en este aspecto ningún rey ni emperador pueden igualarlo o, siquiera, acercársele, y que aquel que pretende el título de "más sagrado" y "más espiritual" sea más mundano que el mundo mismo. Lleva sobre su cabeza una triple corona, cuando los más grandes reyes usan una sola; si esto se parece a la pobreza de Cristo y de San Pedro, entonces se trata de un nuevo tipo de parecido . . . . Si el papa rezara con lágrimas a Dios, tendría que dejar de lado esas coronas, pues nuestro Dios no tolera la soberbia; y su cargo no consiste más que en esto: llorar y rezar a diario por la Cristiandad, y dar un ejemplo de toda humildad. (Lutero, 1520, Abuses to be discussed in Councils; traducción y énfasis míos).

Más adelante, en el mismo texto, Lutero denuncia prácticas como la de besarle los pies al papa, cargarlo como un ídolo sobre los hombros, permitirle recibir la comunión sentado en vez de arrodillado, y otras. Pero su critica no se limita a estas cuestiones de carácter más superficial, sino que toca también asuntos de mucha mayor gravedad y trascendencia. Lutero pone en duda dos pilares fundamentales sobre los que descansaba el poder del papa en aquella época: su potestad exclusiva para interpretar normativamente la Biblia y su supremacía política sobre las autoridades temporales. Ambas pretensiones se basaban en la idea de la superioridad del "estado espiritual" (al que pertenecía todo el clero) sobre el "estado temporal" (al que pertenecían todos los laicos). Lutero rechaza categóricamente tal superioridad argumentando lo siguiente:

Es pura invención que el papa, los obispos, los sacerdotes y los monjes deban ser llamados "estado espiritual", mientras que los príncipes, señores, artesanos y campesinos deban llamarse "estado temporal". Esto es, en verdad, una buena pieza de mentira e hipocresía. Pero nadie debería sentirse atemorizado ante esto, y he aquí la razón: todos los cristianos verdaderamente pertenecen al "estado espiritual", y no hay diferencias entre ellos que no sean las del cargo, como dice Pablo en I Corintios 12:12. Todos somos un cuerpo, aunque cada miembro tenga su propio trabajo, mediante el cual sirve a todos los demás, y esto porque tenemos un mismo bautismo, un mismo Evangelio, una misma fe y todos somos igualmente cristianos; pues el bautismo, el Evangelio y la fe de por sí nos hacen un pueblo "espiritual" y cristiano. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)

Nótese que Lutero parte aquí de una idea de igualdad fundamental entre todos los seres humanos (o, al menos, los cristianos) ante los ojos de Dios. Por ello nadie puede alegar, en virtud del cargo que detenta, que tiene un acceso privilegiado al Creador, y que esto lo autoriza a gobernar en la Tierra.

Tan extravagantes, presuntuosas y torcidas obras del papa han sido concebidas por el demonio, con el fin de que bajo su amparo pueda éste con el tiempo traer al

Anticristo y elevar al papa por encima de Dios, como muchos están dispuestos a hacerlo y lo han hecho. No es propio de un papa exaltarse a sí mismo por encima de las autoridades temporales, excepto en labores espirituales tales como predicar o absolver. En otras cosas él debe ser súbdito . . . . Sus nobles están en el deber de impedir y castigar tal tiranía. El no es Vicario de Cristo en el Cielo, sino de Cristo tal como éste caminó sobre la Tierra. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción y énfasis míos)

Vemos, entonces, cómo el problema aparentemente simple de las indulgencias escondía en su seno una problemática de mucho mayor peso. Lo que Lutero estaba cuestionando era la posición que la Iglesia pretendía ocupar en el mundo, y por tanto el papel que le correspondía desempeñar ante Dios y los hombres. Pero no sólo eso. Si examinamos con cuidado las citas anteriores, notamos que el problema del papel de la Iglesia estaba llevando a Lutero a plantearse cuestionamientos aún más radicales, tales como: ¿cómo debe practicarsela virtud cristiana de la humildad? ¿en qué consiste nuestra condición como cristianos ante los ojos de Dios? ¿cuál es la naturaleza de una comunidad cristiana?

¿cómo debe ejercerse en ella la autoridad? Eran preguntas que interrogaban por la condición humana, por el papel que nos correspondía jugar dentro de la Creación, por el modo como debíamos conducir nuestras vidas y los bienes que debíamos perseguir. Pero, yendo aún más a fondo, la protesta de Lutero estaba poniendo sobre la mesa preguntas estrictamente teológicas, como por ejemplo: ¿Cómo gobierna Dios al mundo y por qué necesita a un Vicario? ¿En qué consiste la dualidad "espiritual" vs. "temporal"? ¿Qué es el bautismo? ¿De qué depende el perdón de los pecados y la salvación del alma? Las respuestas que Lutero estaba empezando a formular a todas estas preguntas entraban en conflicto con las doctrinas establecidas por la Iglesia —de hecho, con gran parte del acervo teórico acumulado durante los últimos siglos. Estas doctrinas dominantes, a los ojos de Lutero, no eran más que producto de la soberbia que había cegado a la Iglesia y que le había impedido atender e interpretar con el debido cuidado la palabra de Dios. La única función de tales doctrinas era justificar, legitimar y promover esa misma soberbia que las había originado.

No es de extrañar, entonces, que una de las reformas que Lutero vio como más urgente fue la de las Universidades. Las Universidades, por la naturaleza de su actividad, eran el lugar más indicado para llevar a cabo el tipo de debate que Lutero estaba proponiendo y para comprobar la legitimidad de sus planteamientos. De estas instituciones, por tanto, podía y debía partir un movimiento de profunda reforma de toda la cristiandad. Pero las Universidades eran, precisamente, los principales centros de elaboración, difusión y defensa de aquellas concepciones erróneas que Lutero estaba combatiendo:

Los asuntos de los que hablo son de domino público, y sin embargo carezco de palabras para contarlos. Los obispos, los sacerdotes y, sobre todo, los doctores en las Universidades, que cobran sus salarios para tales fines, debieron haber cumplido con su deber y haber escrito y gritado contra estas cosas; pero han hecho todo lo contrario. (Lutero, 1520, Abuses to be discussed in Councils; traducción mía.)

El que las Universidades hayan podido ponerse al servicio de los errores y abusos de la Iglesia le indicaba a Lutero que estas instituciones también habían caído presa de la generalizada decadencia espiritual y se habían olvidado de la misión original que les dio su sentido: defender la verdadera fe cristiana de todo error, pecado y herejía. Hacía falta, entonces, encaminarlas nuevamente hacia esa misión, lo que implicaba depurar el currículo universitario de gran parte del material de estudio que con el tiempo allí se había acumulado hasta obstruir por completo el acceso a la Palabra de Dios.

¿Qué otra cosa son las Universidades, si su condición presente permanece inalterada, que, como dice 2 Macabeos 4:9,12, Gymnasia Epheborum et Graecae gloriae ("lugares para entrenar a los jóvenes en la gloria de los griegos"), donde prevalece la vida disoluta, las Sagradas Escrituras y la fe cristiana poco se enseñan y el ciego y pagano maestro Aristóteles reina por doquier, incluso más que Cristo?

(Lutero, 1520, Proposals for Reform, Part III; traducción mía)

El cambio curricular planteado por Lutero en ese mismo texto distaba mucho de ser superficial. Pedía la eliminación inmediata de toda la filosofía natural y moral de Aristóteles (Física, Metafísica, Del Alma, Etica Nicomaquea), que para aquel momento constituía el tronco central de la formación universitaria. En los estudios de teología proponía disminuir o eliminar la lectura de los Cuatro Libros de Sentencias de Pedro Lombardo y de los escritos de los Padres de la Iglesia, textos entonces considerados como básicos e indispensables para esa disciplina. En el campo del Derecho, Lutero abogaba por abandonar el estudio del derecho canónico, lo que para la gran mayoría de los juristas de la época debía significar, simplemente, la destrucción del objeto de estudio de su disciplina. En resumen, con estas propuestas Lutero estaba desmantelando no sólo el currículo universitario medieval —tal como éste había sido concebido y practicado al menos desde el siglo XIII—, sino las bases mismas de todo el cuerpo de conocimientos desarrollado en los siglos precedentes.

Todo lo anterior pone en evidencia uno de los aspectos del pensamiento de Lutero que resulta de la mayor importancia para la investigación que aquí estamos adelantando. Se trata de que, más allá de los asuntos circunstanciales que ocupaban la atención de Lutero de manera explícita —como, por ejemplo, el caso de las indulgencias—, su pensamiento parecía estar destinado a cuestionar a fondo la totalidad del orden que hasta ese momento había regido a las sociedades europeas.

Lo que Lutero estaba poniendo en tela de juicio, quizás sin ser plenamente consciente de ello, eran las bases mismas de las instituciones, de la religiosidad y del saber medievales. El terreno fértil en el que cayó tal cuestionamiento muestra que su llegada se dio en el momento oportuno, y que una nueva humanidad pugnaba ya por emerger de las ruinas del orden medieval.

Vale le pena detenernos un momento en torno a este último comentario sobre el carácter "arruinado" del orden medieval para la época de Lutero. Como hemos visto, Lutero estaba convencido de que los múltiples abusos de la Iglesia de su época se debían, en gran medida, a las falsas doctrinas que se habían impuesto en los siglos precedentes y que aún seguían dominando en sus tiempos. Parece claro, sin embargo, que ninguno de los pensadores medievales que contribuyeron a dar forma a tales doctrinas habría estado dispuesto a justificar o legitimar aquellos vergonzosos procederes que Lutero enfrentaba en su época. Ninguno de ellos habría esperado que su pensamiento algún día fuese a servir sistemáticamente como sustento para unas prácticas a todas luces perversas y viciadas. Cabría suponer, entonces, que el uso que se le daba a tales doctrinas a principios del siglo XVI constituía una degeneración del sentido que ellas tenían en su contexto original. Al parecer, entonces, ese contexto original, ese orden medieval que les había dado sentido, estaba ausentándose ya en la época de Lutero. Más aún, sólo de ese modo podemos explicar el hecho de que el pensamiento de Lutero haya podido poner en duda aspectos fundamentales del orden medieval. Si Lutero aún hubiese estado sometido a su poder, no habría sido capaz de distinguir esos aspectos fundamentales, de hacerlos tema, de planteárselos como problema. Por el contrario, habría permanecido aprisionado dentro de ellos: su pensamiento, sin él saberlo, los habría asumido como dogmas incuestionables.

Algunos acontecimientos históricos que tuvieron lugar durante los dos siglos precedentes al comienzo de la Reforma parecen corroborar la idea de que el declive del orden medieval estaba en marcha desde hacía ya un bien tiempo.

No hay duda de que la corrupción y la decadencia en el seno de la Iglesia, con la consiguiente caída de su prestigio y autoridad, habían comenzado ya desde principios del siglo XIV. El período conocido como el "Cautiverio Babilónico de la Iglesia" (1309- 1377), durante el cual el papado cambió su tradicional residencia en Roma por la ciudad francesa de Avignon, inauguró una época de creciente confusión en torno a la legitimidad del papa de turno, precipitando, finalmente, la crisis conocida como el Gran Cisma de Occidente (1377-1417), cuando Europa tuvo que presenciar el insólito espectáculo de tres papas rivales disputándose la silla de San Pedro. Poco tiempo después el primero de los Borgia asumía el cargo de Sumo Pontífice (Calixto III), dando inicio a uno de los periodos más tristemente célebres en la historia de la Iglesia católica.

Pero no sólo el liderazgo espiritual, sino también el liderazgo temporal de Europa estaba atravesando por un proceso de fragmentación y desmoronamiento. Desde la coronación de Carlomagno como emperador, en el año 800, Europa había soñado con la unificación política de toda la cristiandad bajo un único gran Imperium Christianum (llamado posteriormente "Sacro Romano Imperio"). Este proyecto, aunque encontró siempre enormes dificultades a su paso y nunca llegó a realizarse de manera plena, siguió vigente como proyecto por lo menos hasta el siglo XIII. A partir de ese momento, sin embargo, pese a que el título formal de Emperador del Sacro Romano Imperio continuó siendo utilizado (de hecho hasta 1806), las pretensiones territoriales se hicieron cada vez más modestas, llegando finalmente a cubrir sólo el área correspondiente hoy día a Alemania. Al mismo tiempo Europa se dividía y fragmentaba en una serie de monarquías independientes que entablarían una multitud de prolongados conflictos armados en los siglos venideros.

Lo anterior muestra que las dos principales instituciones que reflejaban, en diferentes planos, el orden, la unidad y la armonía del mundo medieval, entraron en un proceso de franco deterioro después del siglo XIII. Dicho deterioro, junto con los conflictos y dilemas que traía para la sociedad europea, lo encontramos reflejado, por ejemplo, en una de las obras literarias más emblemáticas del siglo XIV: el Decamerón de Giovanni Boccaccio (1353). En ella su autor nos dibuja la imagen de una ciudad —Florencia— que, ante la expansión vertiginosa de la peste bubónica, se sumerge en el caos absoluto. Tanto las autoridades temporales como las espirituales abandonan sus cargos y deberes, dejando a la sociedad a la intemperie del "¡sálvese quien pueda!".

El egoísmo humano empieza a desbordarse y a producir innumerables horrores, ante lo cual aparecen no sólo difíciles decisiones morales sino también la necesidad de re-evaluar globalmente el sentido de la vida humana. En particular el valor de la vida monástica, con su ascetismo y desprecio por lo mundano, queda en entredicho: las difíciles circunstancias hacen que esa máscara hipócrita de elevación espiritual ruede por el suelo, revelando la ignorancia, la avaricia y la lujuria que reina en aquellos recintos. Por oposición, otro modo de vida, más condescendiente con las necesidades y los placeres del mundo natural, empieza a abrirse camino.

La imagen del monasticismo que nos presenta Boccaccio se ve reforzada por algunos datos historiográficos que dan cuenta de la decadencia intelectual que empieza a sufrir el clero desde fines del siglo XIII, y que se profundiza aún más en los siglos siguientes. Diversos documentos de la época revelan una creciente preocupación de algunos jerarcas eclesiásticos por el manifiesto desconocimiento del latín que reina en la mayoría de los monasterios. Cada vez más sacerdotes y monjes son incapaces de leer y entender correctamente el latín, mucho menos de hablarlo y escribirlo. Este problema sólo puede ser comprendido en toda su magnitud al recordar que, a lo largo de toda la Edad Media, el latín fue el único idioma de la cultura y del saber, al punto de que su desconocimiento cerraba por completo el acceso a cualquier tipo de formación intelectual. Quien no conocía el latín, ni siquiera podía leer la Biblia en su versión estándar (conocida desde el siglo

VI como la Vulgata), y mucho menos interpretarla y exponerla de manera acertada. Obviamente esta situación tenía que traer consecuencias nefastas para la educación que se impartía en los monasterios de la época —que de hecho era la única educación pre-universitaria existente— donde la ignorancia de los profesores crecía a la par de la brutalidad de sus métodos (Bowen, 1975, Vol. 2, p. 239).

Vale la pena observar que el problema de la desaparición del latín no constituía sólo un problema de la Iglesia y de la educación que ésta impartía en sus instituciones. Entre los siglos VI y IX el latín dejó de hablarse en su forma clásica y se transformó gradualmente en una serie de lenguas vernáculas que dieron origen a los idiomas modernos de Europa. Para el siglo X el latín ya no era el idioma de ningún pueblo en particular, y desde el siglo XI todo el que estudiaba latín no tenía más remedio que enfocarlo como una lengua extranjera. En los siglos XIII y XIV la pérdida del latín en el conjunto de la población ya era manifiesta (Bowen, 1975, Vol. 2, p. 234). Ahora bien; como ya hemos dicho, el latín era el idioma en el que estaban contenidos todos los conocimientos y toda la tradición literaria de la Europa de aquel entonces. Era, por tanto, el idioma portador de la cosmovisión propia de aquellas sociedades medievales, el depositario de su orden de sentido. Sólo por intermedio del latín este orden podía subsistir, dominar y reproducirse en la cultura europea. Incluso las clases más bajas e incultas podían ser penetradas por esa cosmovisión gracias a que podían comprender lo que se decía en las misas a las que asistían regularmente (que hasta bien entrado el siglo XX se oficiaron exclusivamente en latín). Podemos imaginar, entonces, los efectos que debió haber tenido la pérdida del latín en el común de la sociedad, seguida de su pérdida hasta en las clases más cultas. Este evento no consistió, simplemente, en la sustitución de un "sistema de signos" por otro, como pensaríamos hoy en día. La pérdida del latín necesariamente tuvo que significar la pérdida del poder que aquel orden de sentido ejercía sobre la cultura europea. Por ello no sería descabellado afirmar que el desmoronamiento del orden medieval tuvo que estar estrechamente asociado a la pérdida del latín como idioma básico de la civilización europea.

Sea como fuere, todos estos acontecimientos sin duda eran testigos del proceso de declive del mundo medieval. A ellos habría que sumarles, también, dos importantes eventos históricos que tuvieron lugar en vida de Lutero: el descubrimiento de América (1492), y la aparición del modelo copernicano del universo (1543). Es bien conocido que ambos eventos chocaban abiertamente con la imagen medieval del mundo, e incluso con algunos de los supuestos más básicos sobre los que se fundaba el saber de la Edad Media. En términos generales, entonces, podemos decir que para la época de Lutero el orden medieval ya no parecía capaz de seguir dándole sentido ni a la vida humana en su totalidad, ni a los asuntos particulares que los seres humanos enfrentaban a su paso por esa vida. Pero tampoco había surgido aún un orden nuevo y diferente que fuese capaz de sustituir al anterior.

En tales circunstancias era inevitable que la vida humana perdiese su sentido de trascendencia y, por consiguiente, fuese dominada por un afán egoísta de satisfacer deseos inmediatos. Esto, quizás, podría explicar el mar de excesos y vicios en los que parecía estar ahogándose la sociedad europea de aquel entonces.

3. La problemática educativa

Hasta ahora hemos estado bosquejando someramente la situación en la que se encontraba Lutero al momento de emprender su proyecto de Reforma, a principios del siglo XVI. Tal bosquejo constituye un primer intento por desplegar el contexto que impulsa y le brinda sentido a dicha Reforma y al proyecto educativo que la acompaña. Sin embargo, antes de pasar a examinar ese proyecto educativo debemos advertir que el mencionado contexto de sentido aún no ha sido desplegado por nosotros con suficiente profundidad. Se han anunciado algunos de los principales temas que la Reforma pone en juego, y se ha mostrado que dichos temas apuntan hacia una transformación de la cosmovisión o el orden de sentido de la cultura europea. Pero todavía no se ha hecho claramente visible en qué consiste esta transformación de fondo, cuál es el orden que cede y cuál el que avanza. Como veremos más adelante, la discusión en torno al proyecto educativo de Lutero nos ayudará a completar el despliegue en profundidad de ese gran contexto histórico que le da sentido.

Hemos visto que ya en 1520, cuando Lutero llama por primera vez a la nobleza alemana a rebelarse contra el papado en Roma, una de las reformas que más le preocupa es la de las Universidades. A partir de ese momento, la preocupación por el tema de la educación será una constante en la vida de Lutero y de sus más cercanos colaboradores. Uno de ellos, Philip Melanhtchon, jugará un papel de tan crucial importancia en el establecimiento de escuelas y la reforma de universidades, que aún en vida será conocido como Praeceptor Germaniae ("Maestro de Alemania"). Las voces de estos hombres no fueron desoídas por los gobernantes de su época, y bajo su patronazgo pronto se inició un proceso de transformación de las instituciones educativas alemanas. Dicha transformación rindió su fruto más maduro en 1537, cuando Johannes Sturm creó en Estrasburgo el primer Gymnasium alemán, institución que sería copiada en todo el resto del continente europeo, especialmente en los países que habían adoptado la Reforma protestante (Kimball, 1995. p. 93).

La mayor parte de las ideas educativas de Lutero se halla contenida en dos de sus obras: La primera de ellas, compuesta en 1524, tiene la forma de una carta abierta A los regidores de todas las ciudades de Alemania, para que establezcan y mantengan escuelas cristianas ("An die Radsherrn aller Stedte deutsches Lands: Das sie Christliche Schulen auffrichten und hallten sollen"). La segunda es el sermón De mantener a los niños en la Escuela ("Dass man Kinder zur Schulen halten solle"), escrito en 1530. En ambos escritos el pensamiento de Lutero está combatiendo, una y otra vez, a un mismo enemigo que se presenta bajo diferentes formas: la sujeción de la educación al poder de "Mammón" —el demonio que personifica la avaricia, la búsqueda desenfrenada de riquezas materiales. Consideremos la opinión de Lutero acerca del estado en el que se encuentra la educación en sus tiempos:

En primer lugar, hoy estamos presenciando, en todas las tierras alemanas, cómo por doquier las escuelas están siendo abandonadas y van a la ruina. Las universidades se están debilitando y los monasterios van en declive. . . . Pues ahora se está poniendo en evidencia, por medio de la Palabra de Dios, cuán poco cristianas son estas instituciones y cómo ellas están dedicadas únicamente a las barrigas de los hombres. (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)

El que dichas instituciones fuesen "poco cristianas" y estuviesen "dedicadas únicamente a la barriga de los hombres" significaba para Lutero dos cosas. Primero, que quienes enviaban a sus hijos a aquellas instituciones educativas no tenían en mente ponerlos al servicio de Dios, sino sólo hacerlos partícipes del bienestar material que normalmente brindaba la carrera eclesiástica. Prueba de ello es que, en el mismo momento en que el flujo de riquezas hacia los monasterios fue cerrado por la Reforma, los padres dejaron de enviar a sus hijos a estudiar en esas instituciones.

Las masas volcadas hacia lo carnal están empezando a darse cuenta de que ya no tienen la obligación o la oportunidad de empujar a sus hijos, hijas y familiares a los claustros y fundaciones, y de echarlos de sus propias casas y propiedades para establecerlos en las propiedades de otros. Por ese motivo ya nadie desea que sus hijos obtengan una educación. "¿Por qué", dicen ellos, "debemos preocuparnos por enviarlos a las escuelas si no se van a convertir en sacerdotes, monjes o monjas? Mejor que aprendan a ganarse el sustento." (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)

[Satanás] engaña a la gente común haciendo que no quieran mantener a sus hijos en las escuelas ni exponerlos a la instrucción. Pone en sus mentes la idea mezquina de que, dado que el monacato y el sacerdocio ya no ofrecen la esperanza que una vez brindaron, entonces ya no es necesario estudiar ni hace falta que haya gente educada, y que en vez de eso tenemos que pensar sólo en cómo ganarnos el sustento y hacernos ricos. (Lutero, 1530, p. 217; traducción mía)

Pero estas instituciones también eran "poco cristianas" y estaban "dedicadas a las barrigas de los hombres" por el modo como funcionaban, el tipo de enseñanza que se impartía en ellas y, sobre todo, por lo que animaba su misma existencia.

[El estado espiritual] tal como lo conocemos hoy en los monasterios y fundaciones . . . . no es más que un estado fundado por la sabiduría mundana con el propósito de obtener dineros y rentas. No hay nada espiritual en él, excepto el hecho de que los miembros del clero no están casados . . . . aparte de esto todo lo demás es mera pompa externa, temporal y perecedera. Ellos no prestan atención a la Palabra de Dios ni al oficio de predicar —y donde la Palabra no se usa, el clero tiene que ser malo. (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía)

Las escuelas no eran para los monasterios sino otra forma de asegurar que el dinero siguiese fluyendo a sus insaciables arcas. Pero, a pesar de las grandes sumas de dinero que los padres debían donar por la educación de sus hijos, el resultado de esta dicha educación era nefasto:

Los niños podían ser conducidos, empujados y confinados a los monasterios, iglesias, fundaciones y escuelas a un costo inexpresable —todo lo cual era una pérdida total. (Lutero, 1530, p. 256; traducción mía)

En verdad, ¿qué es lo que los hombres han estado aprendiendo hasta ahora en las universidades y monasterios excepto cómo convertirse en asnos, brutos y tarugos? Durante veinte, incluso cuarenta años estudiaban minuciosamente sus libros, y aún así fallaban en dominar el latín o el alemán, sin hablar de la vida inmoral y escandalosa allí reinante, donde muchos buenos jóvenes fueron vergonzosamente corrompidos. (Lutero, 1524, p. 351-352; traducción mía)

Pero la avaricia también gravitaba sobre la educación por otra vía: era debido a ella que las autoridades temporales tampoco se afanaban demasiado en promover el establecimiento de escuelas. En vez de ello sólo tenían puesta la mira en su propia riqueza y poder, o, en el mejor de los casos, en la riqueza y el poder de sus países. Por eso Lutero tiene que recordarles:

Los príncipes y señores deberían estar adelantando [esta labor educativa] . . . . pero sus inaplazables necesidades consisten en pasear en trineo, beber y desfilar en bailes de disfraces. Cargan con el peso de sus elevadas e importantes funciones en la bodega, en la cocina y en el dormitorio. Y los pocos que podrían estar dispuestos a adelantarla permanecen temerosos de los otros, no sea que los tomen por tontos o herejes. (Lutero, 1524, p. 368; traducción mía)

Mis queridos señores, si debemos gastar cada año sumas tan considerables en cañones, caminos, puentes, represas e innumerables cosas de ese tipo para asegurar la paz temporal y la prosperidad de una ciudad, ¿por qué no deberíamos destinar mucho más a la pobre juventud desatendida —al menos lo suficiente para emplear a uno o dos hombres competentes para enseñar en las escuelas? (Lutero, 1524, p. 350; traducción mía)

El bienestar de una ciudad no consiste únicamente en acumular vastos tesoros, construir poderosas murallas y magníficos edificios, y producir una buena provisión de cañones y armaduras. De hecho, cuando tales cosas abundan y se apodera de ellas algún tonto temerario, es tanto peor, y la ciudad sufre una pérdida tanto mayor. (Lutero, 1524, p. 356; traducción mía)

Pero esta concentración de riquezas materiales, esta avaricia que conducía a un descuido de la educación, formaba parte, según Lutero, de una actitud más general: la de no agradecer a Dios los bienes que éste nos dispensa. En efecto, Lutero hace ver a sus lectores el importante papel que juega la educación en la preservación de dos oficios creados por Dios para nuestro bien: el llamado "estado espiritual" y el gobierno terrenal. El primero de ellos permite que los hombres alcancemos nuestro fin supremo en cuanto seres espirituales: la salvación del alma.

El segundo nos permite alcanzar nuestro bien máximo en cuanto seres dotados de cuerpo: la protección de nuestras vidas. Lutero presenta la naturaleza de ambos oficios del siguiente modo:

Espero que los creyentes, aquellos que desean ser llamados cristianos, sepan muy bien que el estado espiritual ha sido establecido e instituido por Dios, no con oro y plata, sino con la preciosa sangre y la amarga muerte de su único hijo, nuestro Señor Jesucristo [I Ped. 1:18-19] . . . . El pagó caro para que los hombres pudieran tener por doquier este oficio de predicar, bautizar, desenlazar, vincular, dar el sacramento, confortar, advertir y exhortar con la Palabra de Dios y todo lo que pertenezca al oficio de pastor. Pues este oficio no sólo ayuda a continuar y mantener esta vida temporal, y todos los estados mundanos, sino que también da vida eterna y libera del pecado y de la muerte, lo que constituye su labor más propia y principal. (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía)

El gobierno terrenal es una ordenanza gloriosa y un don espléndido de Dios, quien lo ha instituido y establecido y desea que éste se mantenga como algo indispensable para los hombres. Si no hubiese gobierno terrenal, un hombre no podría mantenerse en pie frente a otro; cada uno necesariamente devoraría al otro, como las bestias irracionales se devoran entre sí. Así, pues, del mismo modo como es función y honor del oficio de predicar hacer santos a los pecadores, vivos a los muertos, salvos a los condenados e hijos de Dios a los hijos del demonio, así también es función y honor del gobierno terrenal hacer hombres de las bestias e impedir que los hombres se conviertan en bestias . . . . ¿No pensáis que si las aves y las bestias pudieran ver el gobierno terrenal existente entre los hombres dirían —si pudieran hablar— "¡Oh, humanos! ¡Comparados con nosotros no sois humanos sino dioses! ¡Qué seguridad tenéis, tanto vosotros como vuestras pertenencias, mientras que, entre nosotros, ninguno está a salvo del otro ni por un momento, en cuanto a la vida, al hogar y a la provisión de alimento se refiere! (Lutero, 1530, p. 237-238; traducción mía).

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