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Defender el bien del hombre ante el relativismo moral

Enviado por vivianaendelman


    Religión

    Discernimiento moral

    La Verdad del hombre y el pecado del mundo

    1. "Peligros" del pensamiento
    2. El desencuentro con Dios. La desorientación
    3. Adherir a la Verdad
    4. No acostumbrarse al mal. ¿Qué es lo bueno?
    5. Libertad del hombre y ley de Dios
    6. La trascendencia y los actos concretos
    7. El esplendor de la Verdad: luces para avanzar en el discernimiento moral
    8. Bibliografía consultada

    Introducción

    La humanidad necesita ser mirada con el objetivo del profeta: "anunciar el Reino de Dios en la santidad de la vida en el mundo y denunciar la negación del amor en los pecados de una época y lugar o de una situación histórica. Necesitamos preguntarnos: ¿Cuáles son los pecados de nuestra época que alejan a los hombres del Dios vivo y verdadero? ¿Cómo se propone el pecado en nuestro mundo? ¿Cómo hay que denunciarlo llamando a la conversión? ¿Con qué estrategia combatir el Pecado del Mundo y su cultura?"

    Necesita el mundo el discernimiento moral a la luz del Evangelio y la Iglesia, para acercar al hombre a la verdad completa de su existencia.

    Son muchas las expresiones del pecado en el mundo. Son muchas las "mentiras" que se cree el mundo. De ellas, se propone abrir caminos de reflexión sobre la negación de la verdad integral del hombre y de la trascendencia, la desorientación de la vida, el relativismo moral, el desconocimiento de la voluntad amorosa de Dios para sus hijos y la "rebeldía" de la libertad, verdaderos flagelos de la vida personal y social.

    La Filosofía Cristiana, iluminada sobre todo por la encíclica "Veritatis Splendor" -S.S. Juan Pablo II, 1993- nos permitirá clarificar puntos claves en la dirección propuesta.

    "Peligros" del pensamiento

    Lo que se piensa sobre Dios, sobre sí mismo, sobre el otro, se proyecta al plano de las relaciones. ¿Qué relación puede tener el hombre con Dios si la imagen que tiene es la del injusto opresor? A nadie le gusta relacionarse con quien lo oprime y le exige cosas "injustas". ¿Qué puede el hombre valorizar en sí mismo y donar si no se cree hijo del Padre, creado de "la nada" por amor y amado por Él incondicionalmente? El hombre, si no se ve desde Dios, no se encuentra, se equivoca respecto a él mismo. Y un hombre equivocado respecto a él mismo, ¿qué idea tiene del otro? ¿Otro es uno que tampoco vale? ¿Otro es uno que vale mientras se comporte como amigo, como yo quiero y mejor si es parecido a mí?

    Es evidente: las desviaciones del pensamiento enferman la raíz de los vínculos. Los falsos razonamientos envenenan la naturaleza humana hecha para el amor mutuo, pues distorsionan el conocimiento, la elección, y el obrar del BIEN común.

    Cuando el hombre no busca conocer el bien, elige lo que se "parece" a lo mejor y obra lo que se le "aparece" como conveniente. Deja de usar su inteligencia y de orientar su voluntad desde la verdad.

    El desencuentro con Dios. La desorientación

    Indicadores de la desorientación general de la vida hay sobrados: el aborto, la manipulación genética, la legitimación del divorcio, el materialismo consumista en contrapartida con la pobreza integral de muchos, y tantas otras expresiones de la desvalorización de la vida propia y ajena.

    ¿Cómo surge este desencuentro del hombre con su propio BIEN, con el bien común?

    ¿Se puede seguir hablando del "sistema", de los medios de comunicación, de la inmoralidad que transmiten los padres, de las circunstancias "dolorosas" de la vida como causas en sí mismas poderosas y decisivas? ¿Se puede decir que se trata de algo "mundial" porque sistemas hay en todo el mundo, porque los medios abundan, porque padres y dolor hay en todos lados? ¿Por qué no ver lo universal desde el plan de Dios para este mundo y el plan del Enemigo del bien?

    No basta mirar los hechos sociales, e incluso flagelos a escala mundial, desde una, dos, tres o hasta una gran cantidad de variables posibles de medirse e interrelacionar, según desde qué "marco teórico" se intente abarcar la realidad.

    Como humanidad, necesitamos sacarnos las escamas de los ojos y agudizar la mirada.

    Esto implica no solamente que nos reconozcamos creación de Dios sino que seamos conscientes de la presencia de Otro que quiso separarse de ese amor creador y se auto-condenó al empeño eterno de que los demás hijos de Dios también lo neguemos.

    Desde esta consciencia, tenemos que rechazar las inspiraciones del "Príncipe" de este mundo, que tiene poder y busca arruinar nuestra salvación. ÉSE es el GRAN INSPIRADOR del mal y el desorden. Es el que procura permanentemente el desencuentro de la persona con el proyecto de plenitud de Dios para cada uno de sus hijos.

    Podemos decir que hay un Rey del bien y un Príncipe del desvío. Dios es la fuente del amor y Satanás es el que inspira la desviación del camino hacia el gozo eterno del hombre.

    Para referirnos a algo como desviado, desordenado, lo hacemos desde la certeza de que existe el BIEN del hombre y tiene un solo fundamento, que es Dios:

    "(…) el ente creado no es perfecto: está "inacabado" u ordenado a un fin. El bien del ente creado es, pues, un "bien de orden", en concreto es el orden dirigido a un fin. Así, no se trata de un bien sino en la medida en que se dirige hacia el fin, que es la causa "final". Tal "bien de orden" del ente creado es su ordenación a Dios, como Fin Último de todo el ser. Cuando el hombre pierde esta ordenación, se aparta de su bien, dañándose a sí mismo y a la sociedad: el "mal de desorden" reemplaza al "bien de orden".

    Así, "(…) el mal consiste estrictamente en no alcanzar el fin: todo lo que impide el movimiento hacia el fin es malo (todo lo que separa a un hombre de Dios es malo). En otros términos, el mal es un desorden o desplazamiento de la dirección hacia un fin."

    Con este desplazamiento tiene que ver el desencuentro del hombre con la identidad profunda que Dios ha querido imprimir en él. Se trata de vivir desde la mentira.

    Adherir a la Verdad

    Necesitamos afirmar la dignidad de la persona humana, basada en su relación con el Creador y el sentido trascendente que Él ha querido darle. Y esta necesidad se hace patente al ver que adherimos a cosas contrarias a esa dignidad y rechazamos muchas veces lo que es coherente con ésta. Vamos acostumbrándonos a desvirtuar lo virtuoso y verdadero, a tal punto que cuando se quiere "custodiar" la dignidad del hombre, el hombre se "defiende" y reacciona con términos como "anticuado", "exagerado". ¿Por qué se reacciona contra el bien? ¿Podemos abrirnos a pensar que el Enemigo del Bien busca inspirar esta reacción? ¿Podemos "defendernos" del verdadero enemigo?

    Tenemos que aprender a no dejarnos conquistar por la mentira, ni por la más evidente ni por la mentira disfrazada de relativismo. Si hay algo que a nosotros nos toca rechazar es justamente el recorte de la Verdad. Tenemos que defender la Verdad completa, que es la marca divina (la esencia) que el Creador imprimió en el alma de cada hombre.

    Nos toca adherir a aquello que el corazón humano necesita en términos de plenitud. Pero, muchas veces, discutimos esta misma "ley" que nos salva, discutimos nuestra propia dignidad.

    ¿Por qué el hombre se enfrenta consigo mismo? Quiere ser libre y justamente se cierra a los mandatos que muestran el camino para vivir esa libertad.

    Semejante contradicción no puede ser sólo sostenida por la persona humana. Cuando creamos que existe un enemigo poderoso de nuestra plenitud entonces podremos comenzar a defender el auténtico bien propio-común y huir de las obras del mal.

    No nos tiene que asustar hablar de esto, nos tiene que AVIVAR. Nos tiene que ayudar a crecer en sabiduría y discernimiento social, para salir de las explicaciones de corto alcance que muchas veces traen el efecto negativo de tapar la raíz de los hechos. Buscar la verdad es un compromiso urgente de la humanidad.

    No acostumbrarse al mal. ¿Qué es lo bueno?

    Hay situaciones en las que una madre dice firmemente NO. Cómo una madre diría: "hijo: no te mates, salvo que te deprimas" / "no te metas en las drogas, salvo que no encuentres salida" / "no dañes al otro, salvo que necesites algo de él y no te animes a pedírselo o no muestre interés en dártelo"… La humanidad tiene que asumir esta actitud; como una madre, decir que "no", aspirar a lo bueno y especialmente negarse a lo malo sin condiciones.

    El punto a discernir es "qué es lo bueno". Esta es una cuestión moral en la que necesitamos madurar como sociedad y que exige reconocer primero este "no", poner de relieve las exigencias auténticas de la humanidad en cuanto creada por Dios. Él la constituyó con toda posibilidad de bien y por lo tanto con toda posibilidad de no dar lugar al mal.

    La humanidad necesita mirar su origen y descubrir los rasgos de Dios para buscar identificarse con esa imagen y rechazar lo que la desfigura.

    En orden a esta identificación, contamos con la "ley natural" que está inscrita en la naturaleza racional de la persona y por eso implica la universalidad e inmutabilidad. "En cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia." ¿Dónde, pues, están escritas estas reglas -se pregunta san Agustín- si no en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo de la cera, pero sin abandonar el anillo".

    "Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables [Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10]; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados para ‘la misma vocación y destino divino’.[Gaudium et spes, 29] (…)

    Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vetan una determinada acción ‘semper et pro semper’, sin excepciones, porque la elección de un determinado comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender en nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos.

    Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal."

    "(…) En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, aquéllos que prohiben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la ‘creatividad’ de alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquél que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohibe."

    Estos párrafos de "Veritatis Splendor" nos traen una enseñanza moral que hay que reflexionar detenidamente, sin anteponer prejuicios, estructuras, criterios individualistas y sobre todo con la actitud humilde de abrirse a crecer en la verdad. Aceptar la corrección es un paso decisivo para no acostumbrarse al mal y rechazarlo, aprendiendo en cambio a dejar de negarse al bien y de llamar falso a lo que es verdadero. Esta enseñanza moral defiende la esencia del ser y ha sido dada por Dios con el fin exclusivo de nuestro bien.

    Otro paso decisivo es dejar de justificarnos, de disfrazar de "buenas" las elecciones contrarias a la ley divina y natural.

    Libertad del hombre y ley de Dios

    La pregunta que surge es cómo puede la humanidad percibir racionalmente la universalidad del verdadero bien si va proclamando y asumiendo la separación entre la libertad humana y la ley divina. De esta separación surgen incoherencias de vida que se podrán ir madurando si buscamos conciliar los actos humanos con la "ley inscripta en nuestros corazones desde el principio". Tal conciliación es el camino auténtico para la libertad y su fruto genuino, el amor.

    "La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la Sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ‘ley natural’), cuanto -de modo integral y perfecto- por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ‘ley divina’). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: ‘¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?’ [Mt 19, 16] evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por Aquél que ‘sólo es el Bueno’, constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: ‘Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’ [Mt 19, 17]. La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida.

    La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena.[Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 148, a. 3.] El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo."

    Cabe pensar que el hombre opone libertad y ley porque en algún punto, o en su totalidad, desconoce el verdadero contenido de esta última. ¿O cómo negarse, si no por desconocimiento y engaño, a la ley de amor infinito, dada por quien sólo quiere el bien eterno de cada criatura hecha de la nada? Es una ley dada para la plenitud del ser; por eso cuando el hombre la desconoce, cuando se cierra al amor pleno, se daña a sí mismo y daña la comunión con los otros, a imagen de AQUEL que se rebeló y se condenó a vivir eternamente desde la mentira.

    La trascendencia y los actos concretos

    "La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de ‘normas objetivas de moralidad’ [Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16] válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?

    No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este ‘algo’ es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al ‘principio’, precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales [cf. Mt. 19, 1-9]. En este sentido ‘afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es El mismo ayer, hoy y por los siglos’.[Gaudium et spes, 10]. Él es el ‘Principio’ que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo. [Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 108, a. 1]"

    Este fundamento último en Cristo, el sentido eterno que Dios quiso dar a la vida humana, lejos de tratarse de algo genérico o una orientación vacía, está vinculado con los actos particulares a través de los cuales el hombre es coherente o no con el llamado divino al amor y la eternidad. Por eso es preocupante la actitud de cerrarse a la trascendencia, de negarla o de intentar "hacerla a medida del yo histórico".

    En todo tiempo la humanidad necesita testigos de la Revelación de Dios que expresen con actos coherentes la dignidad y vocación de hijos que Dios ha querido dar a cada persona. "Esto vale no sólo para los cristianos (…). Cristo murió por todos, y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual (…)."

    El Espíritu Santo camina en la historia. En todo tiempo, y a todo hombre, es posible entonces vivir en fidelidad a Dios, vivir como hijos.

    Y la medida de nuestra fidelidad a Dios es elegir el bien en cada acto, así como la medida de nuestro amor hacia Él es la del amor que le tenemos al prójimo. Perseverar en la gracia de Dios implica ordenar, desde la libertad, la propia vida a Él, sumo bien, fin último del hombre. No basta la intención. Ni la fe basta.

    "Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo [cf. Rom 13, 8-10], no atenúa los mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo." Coherentes con esta fe vivieron lo santos y santas, "reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe o la virtud", busquemos obedecer a Dios."

    "Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a El, la perfección feliz y plena.[Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 17.]"

    El esplendor de la Verdad: luces para avanzar en el discernimiento moral

    "La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es ‘ordenable’ a Dios, a Aquel que ‘sólo es bueno’, y así realiza la perfección de la persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella."

    "Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como ‘no-ordenables’ a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados ‘intrínsecamente malos’: lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que ‘existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto’.[Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985),221] El mismo Concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: ‘Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador’.[Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 27]"

    "(…) Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos ‘irremediablemente’ malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: ‘En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados -dice san Agustín-, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos, ya no serían pecados o -conclusión más absurda aún- que serían pecados justificados?’.[Contra mendacium, VII, 18: PL 40, 528; Cf. S. Tomás de Aquino, Quaestiones quodlibetades, IX, q. 7, a. 2; Catecismo de la Iglessia Católica, nn. 1753-1755]

    Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto ‘subjetivamente’ honesto o justificable como elección."

    "Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es ‘no-ordenable’ a Dios e ‘indigno de la persona humana’, se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y que obligan sin excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.

    (…) Sin esta determinación racional de la moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un ‘orden moral objetivo’ [Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 7] y establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el bien (…)"

    "(…) Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En El, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina, que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en El nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la verdadera libertad personal: ‘la ley perfecta de la libertad’. (Sant 1, 25)."

    LA IGLESIA y las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y de la sociedad

    "La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como signo de una intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la condición maternal de la Iglesia. Esta -se dice- no muestra comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como Esposa fiel de Cristo, que es la Verdad en persona: ‘Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral… De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección’. [Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 33: AAS 74 (1982), 120.]"

    En realidad, la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación de la Sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Cristo, y de servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad.[Cf. Familiaris consortio, 34: l.c., 123-125.]

    (…) El Papa Pablo VI ha escrito: ‘No disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar [cf. Jn 3, 17], El fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas’. [Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 29: AAS 60 (1968), 501.]"

    "La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que no hay libertad fuera o contra la verdad, la defensa categórica -esto es, sin concesiones o compromisos-, de las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición para la existencia misma de la libertad.(…)"

    "De este modo, las normas morales, y en primer lugar las negativas que prohíben el mal, manifiestan su significado y su fuerza personal y social. Protegiendo la inviolable dignidad personal de cada hombre, ayudan a la conservación misma del tejido social humano y a su desarrollo recto y fecundo. (…)"

    Gracia y obediencia a la ley de Dios

    "Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al sacro mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía: ‘No hago lo que quiero, sino que hago lo que detesto… No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero.’ [Rom 7, 15. 19].

    ¿De dónde proviene, en última instancia, esta división interior del hombre? Este inicia su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo. ‘Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal’ [Gén 3, 5]: ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las heridas de la caída original.

    Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque junto con los mandamientos el Señor nos da la posibilidad de observarlos: ‘Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar’ [Eclo 15, 19-20]. La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Esta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el Concilio de Trento: ‘Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. ‘Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas’ y te ayuda para que puedas. ‘Sus mandamientos no son pesados’ [1 Jn 5, 3], ‘su yugo es suave y su carga ligera’ [Mt 11, 30]’. [Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 11: DS, 1536; cf. can. 18: DS, 1568. El conocido texto de San Agustín, citado por el Concilio, está tomado del De natura et gratia, 43, 50 (CSEL 60, 270).]"

    "El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana.

    Es en la Cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado traspasado del Redentor [cf. Jn 19, 34], donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. (…)

    Sólo en el misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades ‘concretas’ del hombre. ‘Sería un error gravísimo concluir que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un ideal que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las se dice posibilidades concretas del hombre: según un equilibrio de los varios bienes en cuestión. Pero, ¿cuáles son las posibilidades concretas del hombre? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que El nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Y si el hombre redimido todavía peca, esto no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la presencia del Espíritu’. [Discurso a los participantes en un curso sobre la procreación responsable (1 marzo 1984), 4: Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.]"

    "En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor.

    En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del fariseo y del publicano [cf. Lc. 18, 9-14]. El publicano quizás podía tener alguna justificación por los pecados cometidos, la cual disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita solamente a estas justificaciones sino que se extiende también a su propia indignidad ante la santidad infinita de Dios: ‘¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador’ (Lc. 18, 13). En cambio, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia ‘penitente’ que es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean, las justificaciones subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una conciencia ‘satisfecha de sí misma’, la cual se cree que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la misericordia."

    "Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar con la actitud farisaica, que pretende eliminar la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses, e incluso en el rechazo del concepto mismo de norma. Al contrario, aceptar la ‘desproporción’ entre ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a recibirla. ‘¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?’, se pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: ‘¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!’ [Rom 7, 24-25].(…)"

    Viviana Endelman Zapata.

    Oct. 2000

    E-Mail: vivianaendelman[arroba]hotmail.com

    Bibliografía consultada

    Juan Pablo II (1993), Encíclica Veritatis Splendor

    San Agustín, De Trinitate, XIV, 15, 21: CCL 50/A.

    Torre , José M. De (1990), Filosofía Cristiana, Ediciones Palabra S.A., 4° edición, Avila, España

    Viviana Endelman Zapata