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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 8)


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Al llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros del Faraón, que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole muchas preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel desconocido.

Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.

Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble.

En efecto, me equivoqué, amigo mío contestó Edmundo, pero como vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napoleón, que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas.

El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:

Sin duda es algún nabab que viene de la India.

Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán.

Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro.

Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Sólo eran las mismas… las paredes.

Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombrando a su hijo.

Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.

En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.

Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.

Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que elloso cupaban.

Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más inexacta.

Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores, donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años antes.

A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca.

Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar algunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.

Capítulo tercero

La posada del puente del Gard

El que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del camino que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard. Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados.

Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento.

Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horticultores del país, sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida.

Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes sustituyó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias.

Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero, pasaba entre el Ródano, que le alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve pero exacta descripción. Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros.

El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tostada, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles.

Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estanques de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas contra la suerte, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas:

Cállate, Carconte. ¡Dios quiere que sea así!

Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el pueblo de la Carconte, situado entre Salon y Lambese.

Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siempre a la gente con un apodo en lugar de llamarla por su nombre, su marido había sustituido con éste al de Magdalena, demasiado dulce tal vez para su rudo lenguaje.

No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la Providencia, no se crea que nuestro posadero dejara de sentir profundamente el estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal de Beaucaire, y que fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer continuamente.

Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes necesidades, pero se pagaba mucho de las apariencias.

Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una procesión de la Tarasca, sin presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que participa a la vez del gusto catalán y del andaluz; la otra con ese vestido encantador de las mujeres de Arlés que recuerda los de las de Grecia y de Arabia.

Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colores, corpiños bordados, chaquetas de terciopelo, medias de seda, botines bordados, zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y Gaspar Caderousse, no pudiendo ya mostrarse a la altura de su pasado esplendor, renunció por él y por su mujer a todas esas pompas mundanas, cuya alegre algazara llegaba a desgarrarle el corazón, hasta en su pobre vivienda, que conservaba aún, más bien como un asilo que como lugar de negocio.

Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la mañana delante de la puerta, paseando su mirada melancólica desde una lechuga que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos extremos del camino desierto, que por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente la chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió al primer piso, dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los viajeros a que no se olvidasen de entrar si su mala estrella les hacía pasar por allí. En aquellos momentos, el camino de que ya hemos hablado continuaba tan desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles secos, y fácil es comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del día, iría a aventurarse en aquel horrible Sáhara.

Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese quedado en su puesto, hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un caballero y un caballo, marchando con ese continente sosegado y amistoso, que indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este era, al parecer, muy manso; el caballero era un sacerdote vestido de negro y con un sombrero de tres picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal a trote bastante largo.

Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue el caballo el que detuvo al jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el caballero se apeó, y tirando por la brida del animal, lo amarró a una argolla que había al lado de la puerta. Adelantóse en seguida hacia ésta, limpiándose el sudor que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en una de las hojas de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la mano.

El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y enseñando sus dientes blancos y agudos, doble demostración hostil, prueba de lo poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces se oyeron unos pasos recios, bajo los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que bajaba dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién sería el que llamaba.

¡Allá va! decía Caderousse, asombrado. ¡Allá va! ¿Quieres callarte, Margotín? No temáis nada, caballero; ladra, pero no muerde. Sin duda querréis vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah! Perdonad interrumpió Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa. ¿Qué deseáis? ¿Qué queréis, señor abate? Estoy a vuestras órdenes.

El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con atención extraña, y aun pareció procurar atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las facciones de éste no expresaban ningún otro sentimiento que la sorpresa de no recibir una respuesta, juzgó que ya era tiempo de que aquélla cesase y dijo con un acento italiano muy pronunciado:

¿No sois vos el señor Caderousse?

Sí, caballero dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que lo había estado en el silencio. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para serviros.

¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apellido. ¿Vivíais en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso?

Precisamente.

¿Y ejercíais el oficio de sastre?

Sí, pero no prosperaba, y además añadió para justificarse, como hace tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate?

Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos hablando.

Como queráis, señor abate dijo Caderousse.

Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que Margotín, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada.

¿Estáis loco? preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante de él la botella y un vaso.

¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre Carconte!

¡Ah! ¡Estáis casado! dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación.

Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? dijo Caderousse sonriendo. Pero ¿qué queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo.

El abate clavó en él una mirada penetrante:

Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero dijo el posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro tanto.

Tanto mejor, si de lo que os jactáis es ciertoañadió el abate porque tarde o temprano, yo estoy firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado.

Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso replicó Caderousse con una expresión amarga, pero uno es dueño de creer o no creer lo que decís.

Hacéis mal en hablar así repuso el abate, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba de lo que pronostico.

¿Qué queréis decir? preguntó Caderousse asombrado.

Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que yo busco. .

¿Qué prueba queréis que os dé?

¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés?

¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmundo! Vaya, ya lo creo, como que era uno de mis mejores amigos exclamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien interrogaba.

Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre.

¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmundo? continuó el posadero. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso?

Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio de Tolón respondió el abate.

Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que se había apoderado antes de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo.

¡Pobrecillo! murmuró Caderousse. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de lo que yo os decía antes, señor abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah! continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y acabemos de una vez.

A1 parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? preguntó el abate.

Sí, mucho dijo Caderousse, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte.

Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía movible del posadero.

¿Y vos le habéis conocido? continuó Caderousse.

He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la religión respondió el abate.

¿Y de qué ha muerto? preguntó Caderousse con una angustia mortal.

¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma?

Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente.

Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio.

Es verdad, es verdad murmuró Caderousse, no podía saberla, no, señor abate, el pobre muchacho no mentía.

Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y vindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado.

Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Caderousse.

Un rico inglés continuó el abate, compañero suyo de infortunio, y que salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante. En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosamente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante.

¿Y, era como decía preguntó Caderousse con los ojos inflamados por la codicia, un diamante muy valioso?

Todo es relativo replicó el abate. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos.

¡Cincuenta mil francos! dijo Caderousse. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez!

No, pero poco le faltaba dijo el abate. Pero vos mismo vais a juzgarlo porque lo tengo conmigo.

Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Éste sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió a hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable.

¿Y esto vale cincuenta mil francos? preguntó Caderousse.

Sin el engaste, que vale otro tanto dijo el abate.

Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse.

Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? preguntó Caderousse. ¿Os ha hecho Edmundo heredero suyo?

No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos amigos y una muchacha con quien estaba para casarme me dijo, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente; ttno de estos cuatro amigos se llama Caderousse.

Este se estremeció.

El otro continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de Caderousse, el otro se llamaba Danglars; el tercero añadió, porque mi rival me amaba también…

Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al abate.

Esperad dijo éste. Dejadme acabar, y si tenéis alguna observaci6n que hacerme, pronto os escucharé. El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era…

Mercedes dijo Caderousse.

¡Ah! Sí, eso es replicó el abate con un suspiro ahogado. Mercedes.

¿Y bien? preguntó Caderousse.

Dadme un poco de agua dijo el abate.

Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos.

¿Dónde estábamos? inquirió, colocando el vaso sobre la mesa. La prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. Iréis a Marsella… Dantés es quien habla, ¿comprendéis?

Perfectamente.

Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis entre esos buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra.

¿Cómo cinco partes? dijo Caderousse. ¡No habéis nombrado más que cuatro personas!

Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto… La quinta era el padre de Dantés.

¡Ay! Sí dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en él. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto!

Me enteré de ello en Marsella respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente. Pero ha tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles… ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo ese anciano?

¡Ah! dijo Caderousse, ¿quién puede saberlo mejor que yo…? Vivía al lado de él… ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano.

Pero ¿de qué murió?

Los médicos dijeron que de una gastroenteritis… Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi le he visto morir, digo que ha muerto…

Caderousse se detuvo.

¿Muerto de qué? preguntó el sacerdote con ansiedad.

De hambre…

¡De hambre! exclamó el abate saltando sobre su banquillo, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible!

Vuelvo a repetir lo que he dicho dijo Caderousse.

Y haces muy mal dijo una voz en la escalera. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada lo importan?

Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas.

¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? dijo Caderousse. El señor me pide informes, la cortesía exige que yo se los dé.

Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién lo ha dicho con qué intención lo quieren hacer hablar, imbécil?

Muy excelente, señora, os respondo a ello dijo el abate. Vuestro marido nada tiene que temer con tal que hable francamente.

Nada que temer…, sí, siempre se empieza por muy buenas promesas, después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino.

Descuidad, buena mujer respondió el abate, no os sucederá ninguna desgracia por parte mía, os lo aseguro.

La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de manera que no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había repuesto algún tanto.

Pero replicó, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo, que haya muerto de semejante muerte?

¡Oh! , caballero replicó Caderousse, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel le hubiesen abandonado, pero el pobre anciano había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo continuó Caderousse con una sonrisa irónica, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos.

¿Es que no lo era? dijo el abate.

¡Gaspar, Gaspar! murmuró la mujer desde lo alto de la escalera. ¡Mira lo que dices!

Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que:

¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? respondió al abate. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos… ¡Pobre Edmundo… ! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir… Y digan lo que quieran continuó Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.

¡Imbécil! murmuró la Carconte.

¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?

¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!

Hablad, pues.

Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño dijo su mujer, pero deberías creerme y no decir una palabra.

Me parece que tienes razón, mujer dijo Caderousse.

¿Conque no queréis decir nada? replicó el abate.

¿Para qué? dijo Caderousse. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.

¿Entonces queréis dijo el abate que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad?

Es cierto, tenéis razón dijo Caderousse. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo…? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.

Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán dijo la mujer.

Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?

¿Entonces no sabéis su historia?

No; contádmela.

Caderousse pareció reflexionar un instante.

No, porque sería muy largo.

Haced lo que más os convenga, amigo mío dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia, yo respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este diamante y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.

Ven a verlo, mujer dijo éste con voz ronca.

¡Un diamante! dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera. ¿Qué diamante es ése?

¿No lo has oído, mujer? dijo Caderousse. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.

¡Oh, qué joya tan preciosa! dijo ella.

¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? dijo Caderousse.

Sí, caballero respondió el abate. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.

¿Y por qué cuatro? preguntó la Carconte.

Porque cuatro son los amigos de Edmundo.

No son amigos los que hacen traición murmuró sordamente la mujer.

Sí, sí dijo Caderousse, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.

Vos lo habéis querido replicó tranquilamente el abate, volviendo a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.

La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.

Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.

¡Sería para nosotros el diamante entero! dijo Caderousse.

¿Lo crees así? respondió la mujer.

Un eclesiástico no querría engañarnos.

Haz lo que quieras dijo la mujer. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.

Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.

Reflexiónalo bien, Gaspar dijo.

Ya estoy decidido respondió Caderousse.

La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el ruido de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.

¿A qué estáis decidido? preguntó el abate.

A decíroslo todo respondió.

Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer dijo el sacerdote. No porque yo quiera saber lo que vos queréis ocultarme, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.

Así lo espero respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.

Os escucho dijo el abate.

Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.

Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.

Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.

Acuérdate de que yo no lo he inducido a que hables dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.

Está bien, está bien dijo Caderousse. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.

Capítulo cuarto

Declaraciones

Ante todo dijo Caderousse, debo rogaros, caballero, que me prometáis una cosa.

¿Cuál? preguntó el abate.

Que si llegáis a hacer use de los detalles que voy a daros, nadie debe saber jamás que los habéis adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablaros son ricos y poderosos, y conque me tocaran solamente con la punta de un dedo, me harían pedazos como si fuera de cristal.

Tranquilizaos, amigo mío dijo el abate soy sacerdote y las confesiones mueren en mi seno. Acordaos de que no tenemos otro fin más que cumplir dignamente la última voluntad de nuestro amigo. Hablad, pues, sin temor y sin odio; decid la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré jamás, a las personas de que vais a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés, pertenezco a Dios, y no a los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento, del que no he salido más que para cumplir con la última voluntad de un moribundo. Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.

¡Pues bien! En ese caso dijo Caderousse, quiero, o más bien debo desengañaros acerca de esas amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y desinteresadas.

Empecemos hablando de su padre, si os parece dijo el abate. Edmundo me ha hablado mucho de ese anciano, a quien profesaba un amor profundo.

La historia es triste, señor dijo Caderousse inclinando la cabeza. ¿Probablemente sabréis el principio?

Sí respondió el abate- Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en que fue preso en una taberna cerca de Marsella.

En la Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.

¿No fue en la comida de sus bodas?

Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un comisario de policía, seguido de cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue preso.

Hasta ese suceso es lo que yo sé dijo el sacerdote. Dantés mismo no sabía más que lo que le era absolutamente personal, porque no volvió a ver ninguna de las personas que os he nombrado, ni oído hablar de ellas.

¡Pues bien! Cuando hubieron detenido a Dantés, el señor Morrel corrió a tomar informes, que fueron bien tristes. El anciano volvió solo a su casa, dobló su vestido de bodas llorando, pasó todo el día dando paseos por su cuarto, y no se acostó; porque yo vivía debajo de él, y escuché sus pasos toda la noche. Yo mismo he de confesar que tampoco dormí, el dolor de aquel pobre padre me causaba mucho mal, y cada uno de sus pasos me estrujaba el corazón como si hubiese puesto el pie sobre mi pecho. Al día siguiente, Mercedes fue a Marsella para implorar la protección de M. Villefort, pero nada obtuvo; en seguida fue a hacer una visita al anciano. Cuando le vio tan sombrío y tan abatido, cuando supo que había pasado la noche sin acostarse, y que no había comido desde el día anterior, quiso llevárselo a su casa para prodigarle los cuidados de una hija a un padre, pero el anciano no quiso consentir en ello: «No decía, no saldré de esta casa, porque a mí es a quien más ama mi desgraciado hijo, y si sale de la prisión a quien primero correrá a ver será a mí. Y entonces, ¿qué diría si no me viese aquí esperándole? »

Yo escuchaba todo esto desde mi cuarto, y hubiera querido que Mercedes determinase al anciano a seguirla, porque aquellos pasos día y noche sobre mi cabeza no me dejaban descansar.

Pero ¿no subíais vos a consolar al anciano?

¡Ah!, caballero respondió Caderousse, no se puede consolar al que no quiere ser consolado, y él era de esta especie; además, no sé por qué, pero me parecía que tenía repugnancia en verme. Pero una noche que oía sus sollozos, no pude resistir por más tiempo, y subí; pero cuando llegué a la puerta, ya no sollozaba, oraba.

La elocuencia y ternura de sus palabras, yo no sabré describirla, caballero; aquello era más que piedad, era más que dolor; así, pues, yo, que no soy muy santurrón y que no gusto mucho de los jesuitas, dije para mí ese día: «Ahora me alegro de ser solo y de que Dios no me haya enviado ningún hijo, porque si fuera padre y sintiese un dolor semejante al de ese anciano, no pudiendo hallar en mi memoria ni en mi corazón todo cuanto él dice al Señor, me precipitaría al mar por no sufrir tanto tiempo.»,

¡Pobre padre! murmuró el sacerdote.

Cada vez vivía más solo y aislado. El señor Morrel y Mercedes venían a verle a menudo, pero su puerta seguía cerrada y aunque yo tenía completa seguridad de que estaba en su habitación, él no respondía. Un día que, contra su costumbre recibió a Mercedes, y la pobre joven igualmente desesperada, procuraba socorrerle: «Créeme, hija mía le dijo, ha muerto… y, en lugar de esperarle nosotros, él es quien nos espera… de este modo yo soy muy feliz; porque soy el más viejo y, de consiguiente, le veré primero que nadie… »

Por bueno que uno sea, pronto cesa de visitar a las personas que le entristecen; el viejo Dantés acabó por quedarse completamente solo. Yo no veía subir a su casa más que a personas desconocidas, que bajaban con algún paquete mal encubierto; comprendí después lo que eran aquellos paquetes. Iba vendiendo poco a poco, para vivir, lo que tenía. Finalmente se agotaron los recursos del pobre anciano…, debía tres plazos, le amenazaron con echarle de la casa; entonces pidió ocho días de término y le fueron concedidos. Supe estos pormenores, porque el casero entró en mi casa después de haber salido de la suya. Durante los tres primeros días oía sus pasos como de costumbre, pero al cuarto ya no oía nada. Me atreví a subir, la puerta estaba cerrada y a través del agujero de la llave, le vi tan pálido y tan demudado que, juzgándole muy enfermo, hice avisar al señor Morrel y corrí a casa de Mercedes. Los dos se apresuraron a ir a socorrerle. El señor Morrel llevaba consigo un médico, el cual reconoció que aquella enfermedad era una gastroenteritis, y le mandó que guardase dieta. Yo estaba allí, caballero, y nunca olvidaré la sonrisa del anciano al oír aquella orden. Desde entonces abrió su puerta, ya tenía una excusa para no comer, puesto que el médico le había mandado guardar rigurosa dieta.

El abate lanzó un gemido.

Esta historia os interesa, ¿no es verdad, caballero? dijo Caderousse.

Sí respondió el abate, me enternece mucho.

Mercedes volvió y le halló tan demudado, que como la primera vez quiso llevarle a su casa. Tal era la opinión del señor Morrel, pero el anciano gritó y se desesperó tanto, que tuvieron que dejarle. Mercedes se quedó a la cabecera de su cama. El señor Morrel se alejó, haciendo señal a la catalana de que dejaba una bolsa sobre la chimenea. Pero, escudado en el mandato del médico, el anciano no quiso tomar nada. En fin, después de nueve días de desesperación y de abstinencia, expiró maldiciendo a los que habían causado su desgracia, y diciendo a Mercedes:

Si volvéis a ver a Edmundo, decidle que muero bendiciéndole.

El abate se levantó, dio unos cuantos pasos por el cuarto, llevándose ambas manos a la cabeza.

¿Y vos creéis que ha muerto…?

De hambre, caballero, de hambre dijo Caderousse, os lo aseguro, tan cierto como que los dos somos cristianos.

El abate cogió el vaso de agua medio lleno con una mano convulsiva, lo bebió de un solo sorbo, y se volvió a sentar con los ojos inflamados y las mejillas pálidas.

Confesad que es una desgracia dijo con voz ronca.

Tanto mayor cuanto que Dios no se ha mezclado en nada; los hombres únicamente tienen la culpa de todo.

Pasemos, pues, a hablar de esos hombres dijo el abate pero pensad que os habéis comprometido a decírmelo todo; veamos, ¿qué hombres son esos que han hecho morir al hijo de desesperación y al padre de hambre?

Dos hombres celosos de él, caballero. El uno por amor, el otro por ambición: Fernando y Danglars.

Y, decidme, ¿cómo se manifestaron esos celos?

Denunciaron a Edmundo como agente bonapartista.

Pero ¿quién de los dos le denunció? ¿Quién de los dos fue el verdadero culpable?

Ambos, caballero; el uno escribió la carta, el otro la echó al correo.

¿Y dónde se escribió la carta?

En la misma Reserva, la víspera del casamiento.

Eso es, eso es murmuró el abate. ¡Oh! ¡Faria! ¡Faria! ¡Qué bien conocíais los hombres y las cosas!

¿Qué decís, caballero? preguntó Caderousse.

Nada replicó el sacerdote. Proseguid.

Danglars fue quien escribió la denuncia con la mano izquierda, para que su letra no fuese conocida, y Fernando quien la envió.

Peroexclamó de repente el abate, vos estabais allí…

¿Yo? dijo Caderousse asombrado. ¿Quién os ha dicho que yo estaba?

El abate comprendió que se había adelantado demasiado.

Nadie dijo, pero para estar tan al corriente de todos esos detalles, es preciso que hayáis sido testigo de ellos.

Es verdad dijo Caderousse con voz ahogada, allí estaba.

¿Y no os opusisteis a esa infamia? dijo el abate. Entonces sois su cómplice.

Caballero dijo Caderousse, me habían hecho beber los dos hasta el punto que perdí la razón. Todo lo veía como a través de una nube. Dije cuanto puede decir un hombre en ese estado, pero me dijeron que sólo era una chanza lo que habían intentado hacer y que esta chanza no tendría consecuencias.

Al día siguiente… al día siguiente… ya visteis que tuvo consecuencias; sin embargo, no dijisteis nada, y estabais allí cuando le prendieron.

Sí; estaba allí, y quise hablar, quise decirlo todo, pero Danglars me contuvo: «Y si es culpable, por casualidad, si verdaderamente ha arribado a la isla de Elba, si está encargado de una carta para la Junta bonapartista de París, si le encuentran esa carta, los que le hayan sostenido pasarán por cómplices suyos.» Tuve miedo de la policía tan rigurosa que había en aquel tiempo. Me callé, lo confieso; fue una cobardía, convengo en ello, pero no fue un crimen.

Comprendo, dejasteis obrar.

Sí, caballero respondió Caderousse y eso me causa día y noche espantosos remordimientos. Muchas veces pido perdón a Dios, os lo juro, tanto más, cuanto que esta acción, la única que tengo que echarme en cara en mi vida, es sin duda alguna la causa de mis adversidades. Estoy expiando un instante de egoísmo; así, pues, eso es lo que yo digo siempre a la Carconte cuando me viene con quejas: "Cállate, mujer, Dios lo quiere así."

Y Caderousse bajó la cabeza, dando todas las muestras de un verdadero arrepentimiento.

Bien, bien dijo el abate. Habéis hablado con franqueza, acusarse de ese modo es merecer el perdón.

Por desgracia dijo Caderousse, Edmundo ha muerto y no me ha perdonado.

Sin duda lo ignoraba dijo el abate.

Pero ahora lo sabrá tal vez replicó Caderousse, dicen que los muertos todo lo saben.

Hubo una pausa. El abate se había levantado y se paseaba pensativo. Después se dirigió al sitio que ocupaba antes y se volvió a sentar con abatimiento.

Me habéis nombrado ya por dos o tres veces a un tal Morrel le dijo ¿Quién es ese hombre?

Era armador del Faraón, y principal de Dantés.

¿Y qué especie de papel ha hecho ese hombre en todo este triste suceso? preguntó el abate.

¡Ah!, el papel de un hombre de bien, de un hombre honrado, caballero. Veinte veces intercedió por Edmundo, y cuando el emperador volvió a ocupar el trono, escribió, suplicó, amenazó, en fin, hizo tanto para salvar a aquel desgraciado, que en la segunda restauración fue perseguido como bonapartista. Veinte veces, como ya os he dicho, fue a casa del padre de Dantés para llevarle a la suya, y la víspera o antevíspera de su muerte, como ya os he dicho, también, dejó sobre la chimenea un bolsillo, con el cual pudieran pagarse las deudas de aquel buen hombre y atender a los gastos de su entierro, de suerte que aquel desgraciado anciano llegó a morir como había vivido, sin causar ningún perjuicio a nadie; yo mismo conservo aún aquel bolsillo, un bolsillo de seda encarnada.

¿Y vive aún ese señor Morrel… ? preguntó el abate.

Sí, señordijo Caderousse.

En ese caso continuó el abate a ese hombre le habrá bendecido el cielo… y será rico… feliz…

Caderousse se sonrió con amargura.

Sí, feliz, tan feliz como yodijo.

¡Pues qué! ¡El señor Morrel es tan desgraciado! exclamó el abate.

Se halla ya a las puertas de la miseria, caballero, y lo que es peor aún, a las del deshonor.

¿Pues cómo es eso?

¿Qué queréis…? -continuó Caderousse de esas cosas que suceden; después de veinticinco años de un continuo trabajo, después de haber adquirido un honroso lugar entre los comerciantes de Marsella, el desgraciado señor Morrel se ha arruinado completamente. Ha perdido cinco buques en dos años, ha sufrido tres quiebras espantosas, y todas sus esperanzas están cifradas ahora en ese mismo Faraón que mandaba el pobre Dantés, que, según dicen, debe volver de las Indias con un cargamento de cochinilla y de añil. Si El Faraón naufraga también como los otros, el señor Morrel estará perdido.

¿Y tiene mujer…, tiene hijos ese desgraciado?

Sí, señor; tiene una mujer que ha sobrellevado las desgracias de su esposo como una santa, tiene una hija que estaba para casarse con un hombre a quien amaba, y cuya familia no quiso consentir en que se casase con la hija de un comerciante en quiebra; y tiene, además, un hijo teniente de no sé qué cuerpo, pero comprenderéis muy bien, todo esto aumenta el dolor en vez de dulcificarlo, a ese infeliz y honrado señor Morrel. Si fuese solo, es decir, si no tuviese familia, se levantaría la tapa de los sesos y asunto concluido.

Pero eso es espantoso interrumpió el abate.

He aquí cómo recompensa Dios la virtud, caballero dijo Caderousse. Mirad, yo, que nunca he hecho ninguna mala acción, excepto la que ya os he contado, me encuentro en la miseria más deplorable. Después de ver morir a mi pobre mujer de una fiebre, sin poder hacer nada por ella, moriré de hambre, como el padre de Dantés, mientras que Fernando y Danglars nadan en oro.

¿Cómo es eso?

Porque todo les sale bien, al paso que a mí, que soy un hombre honrado, todo me sale mal.

¿Qué ha sido de Danglars, el más culpable; no es así?

¿Qué ha sido de él? Abandonó Marsella, entró por recomendación de M. Morrel, que ignoraba su crimen, de primer dependiente en casa de un banquero español. Durante la guerra de España se encargó de una parte de las provisiones del ejército francés, a hizo fortuna con ese primer dinero, jugó sobre los fondos públicos, y triplicó, cuadruplicó sus capitales, y viudo después de la hija de su principal, se casó con otra viuda llamada madame Nargonne, hija de M. Servieux, canciller del rey actual, y que goza de la mayor influencia. Había llegado a ser millonario, le hicieron barón, de modo que ahora es barón Danglars, y posee un magnífico palacio en la calle de MontBlanc, diez soberbios caballos, seis lacayos en la antesala, y no sé cuántos millones en sus cajas.

¡Ah! exclamó el abate con un acento singular, ¿y es feliz?

¡Ah!, feliz, ¿quién puede decir eso? La desgracia o la felicidad es secreto de las paredes, las paredes oyen, pero no hablan, de manera que si para ser feliz sólo se necesita tener una gran fortuna, Danglars goza de la más completa felicidad.

¿Y Fernando?

Fernando es también un gran personaje, aunque por otro estilo.

Pero ¿cómo ha podido hacer fortuna un pobre pescador catalán, sin educación y sin recursos? Estoy asombrado, lo confieso.

A todo el mundo le sucede lo mismo. Preciso es que en su vida haya algún extraño misterio de todos ignorado.

Pero, en fin, decidme por qué escalones visibles ha subido a esa fortuna o a esa alta posición social.

¡A ambas!, tiene fortuna y posición.

Se diría que me estáis contando un cuento.

Y lo parece, en verdad. Pero escuchadme y lo comprenderéis.

Pocos días antes de la vuelta del emperador, Fernando había entrado en quintas. Los Borbones le dejaron tranquilo en los Catalanes, pero Napoleón decretó a su vuelta una leva extraordinaria, y se vio obligado a marchar. También yo marché, pero como tenía más edad que Fernando, y acababa de casarme, me destinaron a las costas.

»Agregado Fernando al ejército expedicionario, pasó la frontera con su regimiento y asistió a la batalla de Ligny.

»La noche que siguió a la batalla, hallábase Fernando de centinela a la puerta de un general que mantenía con el enemigo relaciones secretas, y debía de juntarse con los ingleses aquella misma noche. Propuso a Fernando que le acompañase, y Fernando aceptó abandonando su puesto.

»Lo que hubiera hecho que se le formara consejo de guerra si Bonaparte hubiera permanecido en el trono, fue para los Borbones recomendación, de manera que entró en Francia con la charretera de subteniente, y como no perdió la protección del general, que gozaba de mucha influencia, era ya capitán cuando la guerra de España en 1823, es decir, cuando Danglars hacía sus primeras especulaciones.

»Fernando era español; fue enviado a Madrid a explorar la opinión pública; allí encontró a Danglars, renovaron las amistades, ofreció a su general el apoyo de los realistas de la corte y de las provincias, le comprometió, comprometiéndose a su vez, guió a su regimiento por sendas de él sólo conocidas en las montañas atestadas de realistas, e hizo, en fin, tales servicios en esta corta campaña, que después de la acción del Trocadero fue ascendido a coronel, con la cruz de oficial de la Legión de Honor y el título de conde.

¡Lo que es el destino! murmuró el abate.

¡Sí!, pero escuchad, que no es esto todo. Concluida la guerra de España, la carrera de Fernando se hallaba interrumpida por la larga paz que prometía reinar en Europa. Solamente Grecia, sacudiendo el yugo de Turquía, principiaba entonces la guerra de la independencia. Los ojos del mundo entero se fijaban en Atenas. Estuvo de moda compadecer a los griegos y ayudarlos, y el mismo gobierno francés, sin protegerlos abiertamente, como ya sabréis, toleraba las emigraciones parciales. Fernando pidió y obtuvo el permiso de it a servir a Grecia, sin dejar por eso de pertenecer al ejército francés.

»Algún tiempo después se supo que el conde de Morcef, que éste era el título de Fernando, había entrado como general instructor al servicio de AlíBajá.

»Como ya sabréis, AlíBajá fue asesinado, pero antes de morir recompensó los servicios de Fernando con una suma considerable, con la cual volvió a Francia, donde se le revalidó su empleo de teniente general.

¿De manera que hoy…? preguntó el abate.

Hoy respondió Caderousse posee una casa magnífica en París, calle de Helder, número 27.

El abate permaneció un instante pensativo y como vacilando, y dijo, haciendo un esfuerzo:

¿Y Mercedes? Me han asegurado que desapareció.

Desapareció, sí repuso Caderousse, como desaparece el sol para volver a salir más esplendoroso al otro día.

¿También ella ha hecho fortuna? preguntó el abate con una sonrisa irónica.

Mercedes es en la actualidad una de las más aristocráticas damas de París.

Seguid, que me parece un sueño todo lo que oigo dijo el abate. Pero he visto yo también cosas tan extraordinarias, que ya no me asombran tanto las que me referís.

Mercedes se desesperó por la pérdida de Edmundo. Ya os he contado sus instancias a Villefort, y su afecto al padre de Dantés. En esto vino a herirla un nuevo dolor, la ausencia de Fernando, de Fernando, cuyo crimen ignoraba, y a quien miraba como a su hermano.

»Con esta ausencia quedó Mercedes completamente sola.

Sí respondió Caderousse, del niño Alberto.

Pero, ¿tenía ella educación para dársela a su hijo? prosiguió el abate. Creo que le oí decir a Edmundo que era hija de un simple pescador, hermosa, pero ignorante.

¡Oh! ¡Tan mal conocía a su propia novia! dijo Caderousse. Si la corona hubiera de adornar sólo las cabezas más lindas a inteligentes, Mercedes habría podido ser reina. A medida que su fortuna crecía, iba creciendo ella moralmente. El dibujo, la música, todo lo aprendía. Creo además (aquí para entre nosotros) que esto lo hacía por distraerse, para olvidar, y que solamente llenaba su cabeza con tantas cosas por combatir el vacío de su corazón. Sin embargo, ahora continuó Caderousse, será sin duda otra mujer. La fortuna y los honores la habrán consolado. Ahora es rica, es condesa, y sin embargo…

El posadero se contuvo.

Sin embargo, ¿qué? le preguntó el abate.

Estoy seguro de que no es feliz dijo Caderousse.

¿Y por qué lo creéis así?

Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrióseme que no dejarían de ayudarme un tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó cien francos por mediación de su ayuda de cámara.

¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?

No, pero la señora de Morrel sí que me vio.

¿Cómo?

Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.

¿Y el señor de Villefort? inquirió el abate.

Ni había sido mi amigo, ni yo le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.

Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?

No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de SaintMeran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros; sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y olvidado de Dios, como veis.

Os equivocáis, amigo dijo el abate. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os lo prueba.

Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.

Tomad, amigo mío dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.

¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! exclamó Caderousse. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?

El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la repartición. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.

¡Oh, señor! dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro. ¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!

Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio…

Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.

El abate se sonrió.

En cambio repuso, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.

Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.

Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.

¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo exclamó Caderousse. Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con él.

¡Vaya! dijo para sí el abate. Según eso tú lo hubieras hecho.

Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.

¡Ah! dijo de repente, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?

Esperad, señor abate respondió Caderousse, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.

Bien repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.

Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.

Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.

¿Es cierto lo que he oído? le dijo.

¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? respondió Caderousse loco de júbilo.

Sí.

Ciertísimo, y si no, míralo.

La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:

¡Si fuera falso…!

Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.

¡Falso… ! murmuró. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?

Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.

Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.

¡Oh! dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza, pronto lo sabremos.

¿Cómo?

Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.

Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.

¡Cincuenta mil francos! murmuró la Carconte al verse sola, es dinero…, pero no es ningún tesoro.

Capítulo quinto

Los registros de cárceles

Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.

Caballero le dijo, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel a hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.

Caballero respondió el alcalde, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.

Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.

E1 señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.

Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.

¡Oh, caballero! exclamó el señor de Boville, no pueden ser más fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.

Pero eso parece tan sólo un aplazamiento observó el inglés.

¡Decid mejor que parece una quiebra! exclamó desesperado el señor de Boville.

El inglés reflexionó un instante y luego dijo:

¿Tantos temores os inspira ese crédito?

Lo considero perdido.

Pues yo os lo compro.

¡Vos!

Sí, yo.

Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?

No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa añadió el inglés sonriendo, no hace negocios de esa clase.

¿Y pagáis…?

Al contado.

Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo un esfuerzo añadió:

Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni el seis por ciento de esa suma.

Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando respondió el inglés. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo corretaje.

¡Cómo, caballero!, nada más justo exclamó el señor de Bovine. El derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿queréis el dos? ¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si queréis más.

Caballero repuso sonriendo el inglés, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra epsecie.

Hablad, pues.

¿Sois inspector de cárceles?

Hace más de catorce años.

¿Tenéis libros de entradas y salidas?

Sin duda alguna.

¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?

Cada preso tiene las suyas.

Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.

¿Cómo se llamaba?

El abate Faria.

¡Ah! le recuerdo muy bien exclamó el señor de Boville, Estaba loco.

Eso decían.

¡Oh!, sí que lo estaba.

Es posible. ¿Y cuál era su manía?

Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.

¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?

Hace cinco o seis meses; en febrero último.

Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.

Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.

¿Se puede saber qué suceso fue ése? preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.

¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso. ..

¿De veras? inquirió el inglés.

Sí respondió el señor de Boville. Yo mismo tuve ocasión de verle en 1816 ó 1817; por cierto que sólo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.

El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:

¿Decíais, caballero, que los dos calabozos…?

Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés…

¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba…?

Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.

Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?

Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.

Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.

Para el muerto, sí, mas no para el vivo repuso el señor de Boville. En esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.

Era un medio que indicaba valor repuso el inglés.

¡Oh!, ya os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.

¿Cómo?

¿No lo comprendéis?

No.

El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.

¿Y qué..? añadió el inglés, como si no acabara de entender.

Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.

¿De veras? exclamó el inglés.

Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.

No habría sido fácil.

No importa contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía de buen humor. No importa; me la estoy imaginando.

Y se echó a reír.

Yo también añadió el inglés.

Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.

Según eso añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?

¡Toma!

De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso loco.

Exacto.

¿Ese suceso debe constar por algún documento?

Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de Dantés, caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.

De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.

¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.

Desde luego respondió el inglés. Pero volvamos a los registros.

Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.

¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.

Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo relativo a vuestro pobre abate, que era la dulzura personificada?

Tendré mucho gusto.

Pasemos a mi despacho y os complaceré.

Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.

El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.

Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre:

Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón.

Téngasele muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.

Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:

«Vista la nota anterior, nada se puede hacer por él.» Sólo comparando la letra del margen con la de la recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir, ambas de Villefort.

Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota marginal.

Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte La Bandera Blanca, por no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las seis de la tarde.

Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.

Gracias dijo el inglés, cerrando el libro de repente. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi promesa. Hacedme un simple endoso de vuestro crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a contaros el dinero.

Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.

Capítulo sexto

Morrel a hijos

El que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.

En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera vista un no. sé qué de triste, un no sé qué de muerto.

En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de todos los esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado en la caja; llamábase por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en otro tiempo henchían aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquél. .

Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras, que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.

Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción invencible.

Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud, no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:

Bien, Cocles: sois el non plus ultra de los cajeros.

Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el non plus ultra de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.

Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel

horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.

Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta del Faraón, cuya salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.

Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras que del Faraón no se tenía noticia alguna.

Este era el estado de la casa de Morrel a hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.

Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor Morrel, a hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.

Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero le siguió.

En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.

El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? le preguntó el cajero:

Sí…, creo que sí respondió la joven vacilando. Cercioraos antes, Cocles, y si está, anunciad a este caballero.

Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre respondió el inglés. Este caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones la de vuestro padre.

La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35
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