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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 26)


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Así, pues continuó Valentina dirigiendo una dulce mirada, que penetró hasta el corazón de Maximiliano, no más imprudencias, amigo mío, no comprometáis a la que de hoy en adelante se considera destinada a llevar pura y dignamente vuestro nombre.

Morrel puso la mano sobre su corazón.

Noirtier los contemplaba con la mayor ternura. Barrois, que había permanecido en el fondo del gabinete, como persona para quien nada hay oculto, sonreía, enjugando las gotas de sudor que se desprendían de su calva frente.

¡Ay, Dios mío!, qué calor tiene este buen Barrois dijo Valentina.

¡Ah!, es que he corrido mucho, señorita, pero debo hacer justicia al señor Morrel, corría más que yo.

Noirtier indicó con los ojos una salvilla en que había una botella de limonada y un vaso. La limonada que faltaba la había tomado poco antes el señor Noirtier.

Toma, buen Barrois, toma, porque veo que diriges una mirada codiciosa a la limonada:

Es cierto dijo Barrois que me muero de sed, y que bebería de buena gana un vaso de limonada a vuestra salud.

Bebe, pues le dijo Valentina, y vuelve en seguida.

Barrois se llevó la salvilla, y apenas había llegado al corredor, cuando por entre la puerta que dejó medio abierta le vieron echar atrás la cabeza para apurar el vaso que había llenado Valentina.

Despidióse ésta de Morrel en presencia de su abuelo, cuando se oyó resonar en la escalera la campanilla del señor de Villefort. Ello era señal de que llegaba alguna visita, y Valentina miró al reloj.

Son las doce dijo, hoy es sábado, querido abuelo, es sin duda el médico.

Noirtier hizo una señal afirmativa.

Va a venir aquí, es necesario que el señor Morrel se retire. ¿No es verdad, abuelo?

Sí respondió éste.

Barrois gritó Valentina. Barrois, ven.

Oyóse la voz del criado que respondía.

Voy, señorita.

Barrois va a acompañaros hasta la puerta, y ahora acordaos de una cosa, y es que mi abuelo os encarga no deis ningún paso que Pudiera comprometer nuestra dicha.

En este momento entró Barrois.

_.¿Quién ha llamado? preguntó Valentina.

El doctor d'Avrigny dijo Barrois, que no podía tenerse en

pie.

¿Qué os ocurre, Barrois? le preguntó Valentina.

El anciano no respondió, miraba a su amo con ojos desencajados, y con las manos agarrotadas buscaba apoyo para poder sostenerse.

Pero va a caer gritó Morrel.

En efecto, el temblor que se había apoderado de Barrois aumentaba gradualmente, y sus facciones, alteradas por los movimientos convulsivos de los músculos de la cara, anunciaban un ataque nervioso de los más intensos.

Las miradas de Noirtier, al ver así a Barrois, dejaban traslucir todas las emociones capaces de agitar el corazón de un hombre.

Barrois dio algunos pasos para acercarse a su amo.

¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Señor! dijo, pero qué tengo yo para… padezco mucho…, no veo… Mil puntas aceradas me atraviesan el cráneo. ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!

Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo frío y rígido.

Valentina, espantada, lanzó un grito. Morrel la tomó en sus brazos, como queriéndola defender de un peligro desconocido.

¡Señor d'Avrigny, señor d'Avrigny! gritó Valentina con voz apagada. ¡Venid, socorrednos!

Barrois dio una vuelta sobre sí mismo, retrocedió cuatro o cinco pasos atrás, tropezó y fue a caer a los pies del señor Noirtier, sobre cuya rodilla apoyó una mano gritando:

¡Amo mío, mi buen amo!

En aquel instante el señor Villefort, atraído por los gritos, se presentó a la puerta del cuarto.

Morrel abandonó a Valentina, medio desmayada, y se retiró, escondiéndose en un ángulo de la sala, detrás de una cortina.

Pálido, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre el desgraciado que agonizaba.

Noirtier estaba impaciente y aterrorizado. Su alma volaba al socorro del pobre anciano, su amigo, más que su criado. Se veía en su frente el terrible combate entre la vida y la muerte, sus venas estaban hinchadas y sus músculos contraídos.

Barrois, con la faz fatigada, los ojos sanguinolentos y el cuello caído, yacía en tierra, dando golpes en el suelo con las manos, mientras que sus piernas, tiesas y endurecidas, no podían doblarse. Una ligera espuma cubría sus labios y apenas respiraba.

Villefort permaneció un instante espantado, fijos los ojos en este cuadro que se le ofreció a sus ojos al entrar en el cuarto, y sin haber visto a Morrel.

¡Doctor, doctor! gritó, dirigiéndose a la puerta, ¡venid, venid pronto!

¡Señora, señora! gritaba Valentina llamando a su madrastra, y sosteniéndose en la pared de la escalera, venid, venid pronto, y traed vuestro frasco de sales.

¿Qué ocurre? preguntó con voz metálica la señora de Villefort.

¡Oh, venid, venid!

¿Pero dónde está el médico? gritaba Villefort.

La señora de Villefort bajó lentamente, se oían resonar sus pisadas. En una mano traía un pañuelo con el que enjugaba su frente. En la otra, un frasco de sales inglesas. Su primera mirada al llegar a la puerta fue para el señor Noirtier, cuya cara, aparte de la emoción, anunciaba una salud perfecta. La segunda fue al moribundo; palideció y sus ojos se apartaron del criado para fijarse en el amo.

Pero, en nombre del cielo, señora, ¿dónde está el médico? Entró en vuestro cuarto. Esto es una apoplegía fulminante, y con una sangría se le salvará.

¿Hace mucho rato que ha comido? preguntó la señora de Villefort, eludiendo la cuestión.

Señora dijo Valentina, aún no se ha desayunado, pero esta mañana ha andado mucho para cumplir ciertas diligencias que le encargó mi abuelo, y a su vuelta ha tornado solamente un vaso de limonada.

¡Ah! dijo la señora de Villefort, ¿por qué no lo tomó de vino? La limonada es muy mala.

La limonada estaba ahí, en la botella de mi abuelo, el pobre Barrois tenía sed, y ha bebido lo que encontró.

La señora de Villefort se estremeció. Noirtier le dirigió una profunda mirada.

Señora dijo Villefort, os he preguntado dónde está el señor d'Avrigny, responded, en nombre del cielo.

Está en el cuarto de Eduardo, que se halla algo indispuesto contestó, no pudiendo eludir por más tiempo su respuesta.

Villefort se encaminó hacia la escalera para ir a buscarle en persona.

Esperad dijo su mujer, dando su frasco a Valentina, van a sangrarlo sin duda. Me vuelvo a mi cuarto, porque no puedo soportar la vista de la sangrey siguió a su marido.

Morrel salió del ángulo sombrío en que se había ocultado; nadie había reparado en él, tanta era la confusión que reinaba en la casa.

Marchaos en seguida, Maximiliano le dijo Valentina, y esperad a que os avise antes de volver. Partid.

Morrel consultó con un gesto al señor Noirtier, que había conservado su sangre fría y que le respondió afirmativamente con otro. Apretó contra su corazón la mano de Valentina y salió por el pasadizo secreto, al mismo tiempo que el señor de Villefort y el doctor entraban por la puerta del lado opuesto.

Barrois empezaba a volver en sí, la crisis había pasado, y el infeliz quería hincarse de rodillas. El señor d'Avrigny y Villefort le llevaron a un sillón.

¿Qué ordenáis, doctor? preguntó Villefort.

Que me traigan agua y éter. ¿Tenéis en casa?

Sí.

Que vayan inmediatamente a buscar aceite de terebinto y un emético.

Iddijo el señor de Villefort.

Y ahora, que todos se retiren.

¿Yo también? preguntó tímidamente Valentina.

Sí, señorita dijo el doctor, vos antes que todos.

Valentina miró con asombro al señor d'Avrigny, abrazó al señor Noirtier y salió. En seguida, el doctor cerró la puerta con un aire sombrío.

Mirad, mirad, doctor, vuelve en sí, era un ligero ataque.

El señor d'Avrígny sonrió con tristeza.

¿Cómo os sentís, Barrois? preguntó al enfermo.

Algo mejor, señor.

¿Podréis beber este vaso de agua con éter?

Lo intentaré, pero no me toquéis.

¿Por qué?

Porque me parece que si me tocáis, aun cuando sea con la punta de un dedo, me volverá a dar el accidente.

Bebed.

Barrois tomó el vaso, lo llevó a sus labios amoratados y bebió casi la mitad.

¿Qué es lo que os duele? preguntó el facultativo.

Todo el cuerpo, siento calambres espantosos.

¿Tenéis mareos?

Sí.

¿Os zumban los oídos?

Muchísimo.

¿Cuándo os ha atacado el mal?

Hace un momento.

¿Así, de repente?

Como el rayo.

¿No habéis sentido nada ayer ni anteayer?

Nada.

¿Ni sueño, ni pesadez?

No.

¿Qué habéis comido hoy?

Nada, únicamente he bebido un vaso de la limonada del amo.

Y Barrois hizo un movimiento con la cabeza para indicar al señor Noirtier, que inmóvil en su sillón no perdía un solo movimiento, una sola palabra, contemplando horrorizado esta terrible escena.

¿Dónde está esta limonada? preguntó repentinamente el doctor.

Abajo, en una botella.

¿Pero dónde abajo?

En la cocina.

¿Queréis que vaya por ella, doctor? preguntó Villefort.

No; permaneced aquí, y procurad que el enfermo beba el resto de este vaso de agua.

Pero esa limonada. ..

Yo mismo iré a buscarla.

El señor d'Avrigny se levantó, abrió la puerta, bajó precipitadamente la escalerá interior, y por poco echa a rodar a la señora de Villefort, que bajaba también a la cocina. Esta dio un grito, d'Avrigny no hizo caso, y dominado fuertemente por una idea, saltaba los escalones de cuatro en cuatro. Entró precipitadamente en la cocina y vio la botella vacía al menos en tres cuartas partes. Se lanzó sobre ella como un águila sobre su presa, volvió a subir y entró en la sala.

La señora de Villefort tomó lentamente el camino de su cuarto.

¿Es ésta la botella que estaba aquí? preguntó d'Avrigny.

Sí, señor doctor.

¿Esta limonada es la que habéis bebido?

Así lo creo.

¿Qué sabor le habéis encontrado?

Un sabor amargo.

El doctor vertió unas cuantas gotas de limonada en la palma de la mano, las aspiró con los labios, y después de enjuagarse con ellas la boca, como se hace cuando se quiere tomar el gusto al vino, arrojó el líquido a la chimenea.

Es la misma dijo ¿Y vos también habéis bebido de ella, señor Noirtier?

Sí dijo el anciano.

¿Y le habéis encontrado el sabor amargo?

Sí.

¡Ah, doctor! gritó Barrois, ¡otra vez el ataque! ¡Dios mío! ¡Señor, tened piedad de mí!

El facultativo se acercó al enfermo.

El emético, señor; ved si lo han traído.

Nadie respondía. En la casa reinaba el terror más profundo.

Si hubiese un medio para introducirle el aire en los pulmones dijo d'Avrigny, mirando por todas partes, quizá podría contener la asfixia. ¡Pero no! ¡Nada, nada!

¡Ay, señor!, ¡me dejáis morir sin prestarme auxilio! gritaba Barrois. ¡Ay, Dios mío! ¡Me muero! ¡Me muero!

Una pluma, una pluma decía el facultativo, y vio una sobre una mesa. Procuró introducirla en la boca del enfermo, que atacado de violentas convulsiones, hacía esfuerzos inútiles para vomitar, pero tenía tan apretados los dientes, que fue imposible hacer pasar la pluma. Había caído del sillón al suelo, y se revolcaba en él. El facultauvo le dejó, no pudiendo aliviarle, y se dirigió al señor Noirtier.

¿Cómo os sentís? le dijo rápidamente y en voz baja, ¿bien?

Sí.

¿Con el estómago ligero o pesado?

Ligero.

¿Como cuando tomáis la píldora que os doy los domingos?

Sí.

¿Ha sido Barrois quien ha probado vuestra limonada?

Sí.

¿Sois vos el que le ha hecho beber?

No.

¿Fue el señor de Villefort?

No.

¿Su esposa?

Tampoco.

¿Valentina?

Sí.

Un suspiro de Barrois llamó la atención de d'Avrigny, el cual dejó a Noirtier y se acercó al enfermo.

Barrois, ¿podéis hablar?

Este balbució algunas palabras ininteligibles.

Haced un esfuerzo, amigo mío.

Barrois abrió sus ojos, inyectados en sangre.

¿Quién preparó la limonada?

Yo.

¿La habéis traído en seguida a vuestro amo?

No.

¿Dónde la dejasteis?

En la repostería, porque me llamaban.

¿Quién la trajo?

La señorita Valentina.

D'Avrigny se dio una palmada en la frente.

¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! dijo a media voz.

Doctor, doctor gritó Barrois, que presentía el tercer acceso.

Pero ¿no llega el vomitivo? gritó el facultativo.

Aquí está dijo Villefort, presentando un vaso.

¿Quién lo ha traído?

El dependiente del boticario que ha venido conmigo.

Bebed.

No puedo, doctor, ya es tarde, la garganta se me aprieta, me ahogo. ¡Oh! ¡Mi corazón…!, mi corazón… ¡Qué infierno…! ¿Sufriré de este modo mucho tiempo?

No, no, amigo mío. Dentro de poco ya no sufriréis.

¡Ah!, os comprendo gritó el desgraciado. ¡Dios mío!, ¡tened piedad de mí! y profiriendo un agudo grito, cayó de espaldas, como herido por un rayo. D'Avrigny le puso una mano sobre el corazón y acercó un espejo a sus labios.

¿Y bien? preguntó Villefort.

Bajad a la cocina y decid que me traigan al instante el jarabe de violetas.

Villefortfue en seguida.

No os asustéis, señor Noirtier dijo d'Avrigny, me llevo al enfermo a otro cuarto para sangrarlo. Ciertamente estos ataques son espantosos y tomando a Barrois por debajo de los brazos, le llevó casi arrastrando a la habitación próxima, volviendo inmediatamente por la botella de limonada.

Noirtier cerraba el ojo derecho.

¿Queréis que venga Valentina, es verdad? Voy a decírselo al momento.

Villefort subía, y d'Avrigny le encontró en el corredor.

¿Y bien? le dijo.

Venid respondió el facultativo, y le condujo al cuarto.

¿No ha vuelto en sí? preguntó el procurador del rey.

Está muerto.

Villefort dio tres pasos atrás, púsose las manos en la cabeza, y exclamó con un acento de conmiseración inequívoca, mirando el cadáver:

¡Muerto! ¡Y tan pronto… !

¡Oh!, sí, muy pronto dijo d'Avrigny, pero eso no debe admiraros. El señor y la señora de SaintMerán murieron también de repente. ¡Ah! ¡Y se tarda poco en morir en vuestra casa, señor de Villefort!

¿Qué? gritó el procurador del rey con un acento de horror y desesperación. ¿Volvéis a esa terrible idea?

Sí, siempre, siempre la he tenido, y para que os convenzáis de que esta vez no me engaño, escuchad, señor de Villefort.

Este temblaba convulsivamente.

Hay un veneno que mata sin dejar rastro ni señal. Lo conozco, y he estudiado sus accidentes, todos los fenómenos que produce, lo he reconocido en el pobre Barrois, como lo reconocí en el señor y la señora de SaintMerán. Es fácil de observar. Este veneno da un color azul al papel tornasolado, enrojecido por un ácido, y tiñe de verde el jarabe de violetas. No tenemos papel tornasolado, pero he aquí que me traen el jarabe de violetas que había pedido.

Efectivamente se oíàn pasos en el corredor. El doctor entreabrió la puerta, tomó de manos de la criada un vaso en el que había dos o tres cucharadas de jarabe, y volvió a cerrar.

Mirad dijo al procurador del rey, ved aquí el jarabe y en esa botella el resto de la limonada que han bebido el señor Noirtier y Barrois. Si la limonada está pura, el jarabe no cambiará su color. Si, por el contrario, está envenenada, el jarabe se pondrá verde. Mirad.

El doctor vertió algunas gotas de limonada en el vaso, y al instante una especie de nube se formó en el fondo, tomó al principio un color azulado, después el de zafiro opaco, y últimamente, verde esmeralda. Al llegar a este color se fijó, por decirlo así, en él para no variar. El experimento no dejaba duda alguna.

El desdichado Barrois ha sido envenenado con la nuez de San Ignacio dijo d'Avrigny, y lo afirmaré así ante Dios y ante los hombres.

Villefort no respondió, levantó los brazos al cielo, abrió sus espantados ojos y cayó sobre un sillón, como si le hubiese herido un rayo.

QUINTA PARTE

La mano de Dios

Capítulo primero

La acusación

El señor d'Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara en seguida el conocimiento.

¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! dijo el señor de Villefort.

Decid más bien el crimen respondió el doctor.

¡Señor d'Avrigny! gritó Villefort, no puedo expresar lo que pasa por mí en este instante, no sé si es miedo, pesar o locura.

Sí, lo creo respondió d'Avrigny con calma, pero me parece que es tiempo de obrar, es tiempo de que opongamos un dique a ese torrente de mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más tiempo este secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las víctimas.

Villefort lanzó en derredor suyo una mirada sombría y murmuró:

En mi casa murmuró, en mi casa.

Vamos, magistrado dijo d'Avrigny, sed hombre. Intérprete de la ley, honraos a vos mismo por medio de una inmolación completa.

¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?

Ya lo he dicho.

¿Sospecháis, pues, que alguien…?

No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega, sino inteligente, de cuarto en cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por todas partes, porque mi cariño para vos y el respeto a vuestra familia es una doble venda que cubre mis ojos…

¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor…

Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra familia, uno de esos fenómenos espantosos que aparecen una vez cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una excepción, que prueba el furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano, manchado con tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo de una civilización complicada, en la que el hombre aprende a dominar al espíritu por medio del enviado de las tinieblas. Todas estas mujeres habían sido o eran aún hermosas. En su frente había florecido o ílorecía aún aquella inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.

Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán suplicante. Este prosiguió:

Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia.

¡Doctor! ¡Desdichado doctor! exclamó Villefort. ¡Cuántas veces la justicia de los hombres se ha equivocado debido a esas funestas palabras! Lo ignoro, pero creo que este crimen…

¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?

Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este crimen recae sobre mí y no sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí en medio de todo esto.

¡Oh, hombre! murmuró d'Avrigny, el más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las criaturas, que crees siempre que la tierra se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para ti. Hormiga maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la vida, ¿nada perdieron? El señor y la señora de SaintMerán, el señor Noirtier…

¿Cómo el señor Noirtier?

Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que quisieron envenenar? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el orden lógico de las cosas. El otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor Noirtier era el que debía morir.

Pero ¿cómo no ha sucumbido mi padre?

Ya os lo dije una tarde en el jardín después de la muerte de la señora de SaintMerán: porque su cuerpo está acostumbrado a ese veneno. Porque la dosis insignificante para él, es mortal para cualquier otro. En fin, porque nadie sabe, ni aun el asesino, que desde hace un año estoy combatiendo con la nuez de San Ignacio la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora que es un veneno sumamente activo.

¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamó Villefort.

Seguid los pasos del criminal. Este mata al señor de SaintMerán.

¡Oh! ¡Doctor!

Lo juraría. Lo que se me ha dicho sobre los síntomas está de acuerdo con lo que yo he visto.

Villefort dejó de contradecir y lanzó un gemido sordo.

Mata al señor de SaíntMerán repitió el doctor, asesina también a la señora de SaintMerán. El fruto debe ser una herencia doble.

Villefort enjuga el copioso sudor de su frente.

Escuchad atentamente.

¡Desdichado de mí! No pierdo una sola palabra.

El señor Noirtier siguió con su tono despiadado había intentado, antes de ahora, perjudicaros tanto a vos como a vuestra familia, dejando sus bienes a los pobres. Nada se espera de él, y esto le salva. Pero no bien ha destruido su principal testamento, no bien ha hecho el segundo, cuando de miedo que haga un tercero, se le Mere. Su testamento es de anteayer, creo; veis que no han perdido el tiempo.

¡Oh, piedad, señor d'Avrigny!

Nada de piedad, señor. El médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplirla debidamente es preciso que se remonte hasta el principio de la vida y baje hasta las tenebrosas regiones de la muerte. Cuando se ha cometido un crimen, y Dios espantado sin duda aparta su vista del criminal, el médico debe decir: ¡Vedle ahí!

¡Gracia para mi hija! dijo el señor de Villefort.

¡Veis bien que vos, su padre mismo, la nombráis!

¡Gracia por Valentina! Escuchad, es imposible. Mejor querría acusarme a mí mismo. Valentina, un corazón tan puro, una azucena en la inocencia…

No hay gracia, señor procurador del rey. El delito es evidente y manifiesto, la señorita de Villefort ha empaquetado las medicinas que se enviaron al señor de SaintMerán, y él ha muerto. La señorita de Villefort preparó las tisanas que se administraron a la señora de SaintMerán, y ella murió. Recibió de las manos de Barrois la botella de limonada que su abuelo toma todas las mañanas, y este anciano ha escapado milagrosamente. Es culpable. Es una envenenadora. Señor procurador del rey, cumplid con vuestro deber, yo os denuncio a la señorita de Villefort.

Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad, compadeceos de mi vida, de mi honor.

Hay circunstancias, señor de Villefort respondió el médico, en que yo traspaso los límites de la imbécil circunspección humana. Si vuestra hija hubiese cometido el primer crimen, y la viese prepararse para cometer el segundo, os diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un convento, entre la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría: señor de Villefort, he aquí un veneno que no conoce la envenenadora. Un veneno para el que no hay antídoto, pronto como el pensamiento, rápido como el relámpago, mortal como el rayo. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de este modo vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece verla ya acercarse a vuestra cabecera con su hipócrita sonrisa y dulces exhortaciones. ¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo que os diría, si solamente hubiese asesinado a dos personas.

Pero ha presenciado tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres cadáveres. Al verdugo la envenenadora, al verdugo. Me habláis de vuestro honor, y yo os digo que la inmortalidad os espera.

Villefort cayó de rodillas.

Escuchad dijo, no tengo esa fuerza de ánimo que manifestáis y que quizá no tendríais si se tratara de vuestra bija Magdalena.

El médico palideció.

Doctor, todo hombre nacido de mujer ha venido al mundo para sufrir y morir. Sufriré y esperaré la muerte.

Cuidado dijo d'Avrigny, quizá sería lenta esa muerte…, la veríais acercarse poco a poco, después de haberse llevado a vuestro padre, a vuestra mujer, a vuestro hijo.

Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del doctor.

Escuchadme le dijo, compadecedme y socorredme… Presentaos ante un tribunal… No, mi bija no es culpable, os diría siempre… No es culpable, no hay crimen en mi familia… No quiero…, ¿lo oís…?, no quiero que haya un crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene solo. ¿Qué os importa que muera asesinado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis valor…? ¡No; vos sois médico… ! Pues bien, os aseguro que no seré yo el que entregue a mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea que me devora, que cual un insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho…! ¡Y si os engañaseis, doctor, si otro que mi hija…! Si un día me presentase pálido como un espectro a deciros… ¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija…! Si esto sucediese, soy cristiano, señor d'Avrigny, y sin embargo, os mataría.

Bien dijo el doctor, tras un silencio, esperaré.

Villefort le miró como si dudase aún de sus palabras.

Sólo que continuó d'Avrigny, con voz lenta y solemne, si cualquiera de vuestra familia cae malo, si os sentís vos mismo atacado, no me llaméis, porque no vendré. Quiero compartir con vos este secreto terrible, pero no quiero la vergüenza y el remordimiento que destrozarían mi conciencia, porque estoy seguro de que el crimen y la desgracia fructificarán en vuestra casa.

¡Es decir, que me abandonáis, doctor!

Sí, porque no puedo seguiros más lejos y me detengo al pie del cadalso. Llegará el momento en que alguna otra revelación terrible ponga fin a ese espantoso secreto. Adiós.

Doctor, os ruego…

Los horrores que manchan vuestra casa la hacen odiosa y fatal. Adiós.

Una palabra, una sola palabra aún, doctor, me dejáis en una situación espantosa que habéis aumentado con vuestras revelaciones. ¿Qué se dirá de la muerte de este antiguo criado?

Es verdad dijo el doctor, acompañadme.

Salió el primero y le siguió el señor de Villefort. Los demás criados, impacientes, se hallaban en los corredores y escalera por donde debía pasar el doctor.

Señor dijo d'Avrigny a Villefort, hablando recio, para que todos lo oyesen, el pobre Barrois llevaba una vida sedentaria hace algunos años, después de estar acostumbrado a correr a caballo o en coche con su amo por las cuatro partes de Europa, y el servicio monótono, junto a un sillón, ha concluido con su existencia. La sangre ha aumentado, había plétora, le atacó un apoplejía fulminante y me avisaron muy tarde. ¡Ah! añadió, tened cuidado de echar al sumidero el vaso de violetas.

Y sin dar la mano a Villefort, sin hablar más, salió acompañado de las lágrimas y lamentos de todas las personas de la casa.

Aquella misma noche todos los criados de Villefort se reunieron en la cocina, hablaron detenidamente, resolvieron presentarse a la señora de Villefort y pedirle permiso para abandonar su servicio. Nada les detuvo, ni aumento de salario, ni nada, nada; a todo respondían:

Queremos irnos, porque la muerte está rondando esta casa.

Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que les hicieron, no sin dar a conocer con todo el sentimiento el dolor que les causaba dejar a tan buenos amos, y sobre todo a la señorita Valentina, tan buena, tan bienhechora y tan dulce.

A estas palabras Villefort miró fijamente a Valentina. Lloraba ésta, y, ¡cosa extraña!, en medio de la emoción que le causaron estas lágrimas, al mirar a la señora de Villefort, vio agitarse en sus labios una sonrisa fría y siniestra, que pasó por sus delgados labios, como uno de esos meteoros siniestros que corren entre dos nubes en una atmósfera tempestuosa.

La misma tarde del día en que el conde de Morcef salió de casa de Danglars con la vergüenza y la cólera que dejan adivinar la negativa del banquero, el signor Andrés Cavalcanti, con el cabello rizado y lustroso, bigotes retorcidos y guantes blancos, entró casi de pie en su faetón, en el zaguán del banquero, calle de Chaussée d'Antin.

A los diez minutos de su llegada al salón, halló el medio de retirarse con Danglars al hueco de una ventana, y allí, después de un preámbulo sumamente diestro, le expuso los tormentos que sufría desde el viaje que emprendió su noble padre. Desde aquel momento, decía, había hallado en la familia del banquero, que le recibiera como a un hijo, toda la dicha que un hombre debe buscar antes que la efímera satisfacción de un capricho, y en cuanto a la pasión, había tenido la felicidad de leerla en los ojos de la señorita de Danglars. Escuchábale éste con la mayor atención. Hacía dos o tres días que esperaba esta declaración, y al oírla se dilataron sus órbitas, que habían estado cubiertas y sombrías mientras escuchaba a Morcef. Sin embargo, no dejó de hacer algunas concienzudas observaciones al joven antes de acoger su proposición.

Señor Cavalcanti le dijo, sois muy joven para pensar en casaros.

¡Bah!, no, señor; al menos, a mí no me lo parece. En Italia los grandes señores se casan generalmente muy jóvenes. Es una costumbre lógica. La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta.

Y bien, señor replicó Danglars, admitiendo que vuestras proposiciones, que me honran ciertamente, gustasen del mismo modo a mi mujer y a mi hija, ¿con quién trataríamos la cuestión de intereses? Me parece es una cuestión importante, y que tan sólo los padres saben tratar de un modo conveniente para la dicha de sus hijos.

Señor respondió, mi padre es un hombre de talento, lleno de prudencia y moderación. Ha previsto el caso probable de que desease establecerme en Francia, y me ha dejado al marchar, con los papeles que aseguran mi identidad, una carta en la que me asegura, en el caso de que escoja una mujer que no tenga motivo para que le disguste, ciento cincuenta mil libras de renta desde el día de mi matrimonio. Lo que vendrá a ser, según cálculo, la cuarta parte de las suyas.

Yo dijo Danglars he tenido siempre intención de dar a mi hija quinientos mil francos de dote. Además, es mi única heredera.

Ya veis, pues dijo Cavalcanti, que todo está arreglado. Suponiendo que mi petición no sea desechada por la señora baronesa de Danglars, ni por la señorita Eugenia, henos, pues, con ciento sesenta y cinco mil libras de renta. Supongamos una cosa: que obtengo del marqués que en lugar de pagarme la renta me dé el capital; esto no será fácil, desde luego, pero puede suceder; vos haréis producir estos dos o tres millones, y dos o tres millones en manos hábiles pueden dar el diez por ciento.

Nunca tomo capitales más que al cuatro dijo el banquero, y algunas veces al tres y medio, pero a mi yerno lo haré al cinco y partiremos los beneficios.

Perfectamente, querido suegro dijo Cavalcanti, sin poder Ocultar las maneras algo vulgares que de vez en cuando se manifestaban,

a pesar de sus esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero volviendo de pronto sobre sí, dijo: Perdonad, señor; veis que solamente la esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la realidad?

Pero dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta conversación, tan distinta en su principio, había tomado ya el cariz de un asunto de intereses, vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra fortuna.

¿Cuál? preguntó el joven.

La que procede de vuestra madre.

Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.

¿Y a cuánto podrá ascender?

Por vida mía dijo Andrés, os aseguro que nunca me he ocupado en averiguarlo, pero creo que serán dos millones por lo menos.

Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y que sienten el avaro, que encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en lugar de la profundidad en que creía iba a sumergirse.

Y bien, señor dijo Andrés, saludando afectuosamente al banquero, puedo esperar…

Señor Andrés respondió éste, esperad, y creed que si no hay algún obstáculo por parte vuestra que retarde la ejecución, es ya un negocio concluido.

¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! dijo Andrés.

¡Pero…! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padrino en este mundo parisiense, no ha venido con vos al dar este paso?

Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.

Vengo de su casa respondió, es un hombre muy simpático, pero de una originalidad inconcebible. Ha aprobado mi resolución, me ha dicho que no dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez de la renta, pero me ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí la responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna vez había sentido tener esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y cuando creía este matrimonio conveniente en todos conceptos. Por lo demás, no quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuando le habléis.

¡Ah!, ¡ah!, está bien.

Ahora repuso Andrés con una sonrisa encantadora he concluido de hablar al suegro y me dirijo al banquero.

¿Qué queréis de él? Veamos dijo a su vez sonriendo Danglars.

Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero el conde ha conocido que el mes que va a empezar me traerá quizá gastos para los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he aquí un pagaré de veinte mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis, firmado por él. ¿Os conviene tomarlo?

Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré dijo Danglars metiendo en su bolsillo el pagaré; decidme a qué hora queréis que vaya mañana mi criado a vuestra casa con veinticuatro mil francos.

Alas diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.

Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?

Sí.

Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del joven, puntualidad que hace honor al banquero. Andrés salió en seguida, dejando doscientos francos para Caderousse. Su salida tenía por objeto el evitar encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba con la gorra en la mano.

Señor le dijo, aquel hombre ha venido.

¿Qué hombre? preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese olvidado a aquel a quien tenía demasiado presente.

Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.

¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entregado los doscientos francos que dejé para él?

Sí, excelencia respondió, pues Andrés se hacía dar este tratamiento. Pero continuó el portero no ha querido tomarlos.

Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta de ello.

¿Cómo? dijo, ¿no ha querido recibirlos?

Su voz estaba alterada.

No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió, pero finalmente se convenció y me entregó esta carta, que traía preparada.

Veamos dijo Andrés, y leyó a la luz de la linterna de su faetón:

Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.

Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscreto había visto el contenido de la carta. Pero la había cerrado de tal modo, y con tales pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario romper el sello y éste estaba intacto.

Muy bien dijo, pobrecito. Es un buen hombre.

Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar más, si al joven amo o al viejo criado.

Desengancha y sube dijo Andrés a su jockey.

El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Caderousse y echó al aire las cenizas. Al acabar esta operación entró el criado.

Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?

Tengo esa honra.

Debes tener una librea nueva que lo trajeron ayer.

Sí, señor.

Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a conocer ni título ni clase. Tráeme lo librea y dame tus papeles, por si es necesario dormir en alguna posada.

Pedro obedeció.

Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa sin que nadie le conociera, tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del mismo modo que había salido de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el arrabal de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la puerta de la tercera casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia del portero.

¿A quién buscáis, undo joven? le preguntó la frutera de enfrente.

Al señor Pailletin, señora respondió Andrés.

¿Un antiguo panadero? preguntó la frutera.

Eso es.

Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.

Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una mezcla de impaciencia y malhumor, agitó la campanilla. Al momento la figura de Caderousse apareció en el ventanillo de la puerta.

¡Ah! , eres puntual dijo, y descorrió el cerrojo.

¡Vive Dios! -dijo Andrés al entrar.

Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.

Vaya, vaya -dijo Caderousse, no lo enfades, chico. He pensado en ti, lo he preparado un buen desayuno, todo aquello que más lo gusta.

Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuyos groseros aromas no dejaban de tener atractivo para un estómago hambriento. Componíase de una mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados favoritos del populacho provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada y el clavo. Veíase en la habitaci6n inmediata una mesa con dos cubiertos, dos botellas de vino lacradas y porción de aguardiente en otra botella y una macedonia de fru_ tas colocada con maestría en un plato de porcelana.

¿Qué lo parece, chico? dijo Caderousse. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por vida de Baco! Era yo muy buen cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has probado mis salsas, no las despreciarás.

Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.

Bien, bien dijo Andrés con muy malhumor. Si me has incomodado solamente para que almuerce contigo, llévete mil veces el diablo.

Pero, muchacho dijo con gravedad Caderousse, comiendo se habla y además, ingrato, ¿no lo gusta pasar un rato con lo amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando de alegría.

Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averiguar si era de alegría o porque el jugo de la cebolla había llegado hasta sus ojos.

¡Calla, hipócrita! le dijo Andrés. ¿Tú me amas?

Sí, lo amo. Lléveme el diablo, es una debilidad dijo Caderousse,lo sé, pero no puedo remediarlo.

Pero ese cariño no lo ha impedido el hacerme venir aquí para alguna bribonada de las tuyas.

Vamos, vamos dijo Caderousse limpiando el cuchillo de cocina en su delantal, si no lo amase, ¿soportaría esta miserable existencia? Mira, tú traes puesto el vestido de lo criado, cosa que yo no tengo, y me veo obligado a servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa redonda de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, yo también podría tener un criado, comer donde se me antojase y me privo de todo, ¿por qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vaya, confiesa que podría hacerlo, ¿verdad? y una significativa mirada terminó la frase.

Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a venir a almorzar contigo?

Para verte, muchacho.

Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos ya arregladas las condiciones de nuestro trato?

¡Eh!, querido amigo dijo Caderousse, hay testamentos que tienen codicilos, pero has venido para almorzar, siéntate y empecemos por hacer los honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi cuarto, mis cuatro sillas de paja y mis grabados a tres francos el cuadro, qué quieres, ésta no es la fonda del Príncipe.

Vamos, ahora estás disgustado, ya no eres feliz, cuando hace un momento que lo contentabas con parecer un panadero que ha dejado el oficio.

Caderousse dio un suspiro.

Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado lo sueño.

Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio, mi buen Benedetto, suele ser rico y tener rentas.

Rentas tienes tú, voto a tal.

¿Yo?

Sí. ¿Acaso no lo traigo tus doscientos francos?

Caderousse se encogió de hombros.

Es humillante dijo, tener que recibir un dinero que se da de mala gana, un dinero efímero que puede faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo que hacer economías para el caso en que lo prosperidad viniese a menos. ¡Ay, amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del… regimiento. Yo no ignoro que la tuya es inmensa, buena pieza, puesto que vas a casarte con la hija de Danglars.

¿Qué es eso de Danglars?

Lo que oyes, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que yo diga del barón Danglars. Sería lo mismo que si dijera del conde Benedetto. Danglars era un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, debería convidarme a lo boda, porque asistió a la mía… ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba tantos humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con él y con el conde de Morcef… Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los mismos salones.

Vaya, vaya, los celos lo hacen ver visiones, Caderousse.

Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero yo bien sé lo que me digo. Tal vez vendrá día en que yo me ponga también los trapitos de cristianar y llame a la puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto, siéntate y comamos.

Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo el elogio de todos los platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer. Destapó con mucho desenfado las botellas y dio un avance a un guisado de pescado y al bacalao asado con alioli.

Compadre dijo Caderousse, creo que haces buenas migas con lo antiguo cocinero.

Ya lo creo dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, podía más que nada el apetito.

¿Y lo gusta eso, buena pieza?

Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come tan buenas cosas puede quejarse de la vida.

Ello es debido dijo Caderousse a que una sola idea amarga todos mis goces.

¿Y qué idea es ésa?

La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siempre me he ganado la vida por mí mismo.

¡Bah, no lo preocupes! dijo Andrés, tengo bastante para dos, no lo apures.

No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo remordimientos.

¡Buen Caderousse!

Y esto es tan cierto como que ayer no quise tomar los doscientos francos.

Sí, ya sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efectivamente los remordimientos?

No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.

Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.

Mira, es tan mezquino continuó tener que estar siempre esperando los fines de mes.

¡Bah! dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero. ¿No se pasa la vida esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar? Tengo paciencia, y Cristo con todos.

Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, esperas cinco o seis mil, tal vez diez, y quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero. Cuando íbamos juntos no lo faltaba lo hucha, que tratabas de ocultar al pobre amigo Caderousse. Afortunadamente tenía buen olfato el amigo Caderousse, ya sabes.

Ya vuelves a divagar dijo Andrés, siempre estás hablando del pasado. ¿A qué viene eso?

¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, yo cuento cincuenta y tengo necesidad de recordarlo. Pero no importa, volvamos a los negocios.

Sí.

Quería decir que si yo estuviera en lo lugar…

¿Qué harías?

Realizaría…

¡Cómo!, realizarías…

Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería comprar una hacienda, y después pondría los pies en polvorosa, llevándome el dinero del semestre.

¡Vaya! ¡Vaya! dijo Andrés. ¡Tal vez no está tan mal pensado!

Querido amigo dijo Caderousse,come de mi cocina y sigue mis consejos, y no lo irá mal física ni moralmente.

¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por qué no me pides un semestre, o un año, y lo retiras a Bruselas? En vez de parecer un panadero retirado, parecerías un comerciante arruinado en el ejercicio de sus funciones.

¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?

¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no lo acuerdas de que hace dos meses estabas muriéndote de hambre.

El apetito viene comiendo dijo Caderousse enseñándole los dientes como un mono que ríe, o como un tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un enorme pedazo de pan, añadió: Tengo un plan.

Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus ideas. Las ideas no eran más que el germen. El plan era la realización.

Veamos ese plan dijo. ¡Debe ser magnífico!

¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el establecimiento del señor Chose, ¿a quién se debe, eh? ¡Me parece que a mí… ! Y no sería tan malo, cuando nos encontramos en este sitio.

No lo niego contestó Andrés. Algunas veces aciertas, pero en fin, sepamos lo plan.

Veamos prosiguió Caderousse, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto, de hacerme obtener quince mil francos…? No, quince mil francos no son bastante, necesito treinta mil para ser hombre honrado.

No respondió secamente Andrés, no puedo.

Creo _que no me has comprendido respondió Caderousse fríamente. Te he dicho que sin desembolsar tú un cuarto.

¿Quieres ahora que yo robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos allá abajo…?

¡Oh!, a mí me importa poco dijo Caderousse; tengo una condición sumamente original. jamás me fastidian mis antiguos camaradas. No soy como tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.

Esta vez Andrés palideció.

Vaya, Caderousse, no digas tonterías.

¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para ganar estos treinta mil francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he aquí todo!

Pues bien, lo intentaré dijo Andrés.

Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad, chico? Tengo una manía, quiero tomar una criada.

Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Caderousse, y tú abusas…

¡Bah! dijo éste, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen fondo.

Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compañero. Sus ojos brillaron de pronto, pero volviendo a su calma habitual, dijo:

Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.

¡Querido protector! repuso Caderousse. Ello es que lo da todos los meses…

Cinco mil francos respondió Andrés.

Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan dichoso como un bastardo. Cinco mil francos todos los meses. ¿Qué haces con tanto dinero?

En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desearía, como tú, tener un capital.

Un capital…, sí…, comprendo…, todo el mundo tendría ganas de poseer un capital.

Pues yo tendré uno.

Y quién lo dará, ¿tu príncipe?

Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.

¿Esperar qué? preguntó Caderousse.

Su muerte.

¿La muerte de lo príncipe?

Sí.

¿Cómo es eso?

Porque soy heredero testamentario.

¿De veras?

Palabra de honor.

¿Y cuánto lo deja?

Quinientos mil francos.

Solamente eso. Gracias por la friolera.

Es como lo digo.

Eso es imposible.

Caderousse, ¿eres mi amigo?

Ya lo sabes, hasta la muerte.

Pues bien. Voy a confiarte un secreto.

Di.

Pero escucha.

Mudo como una estatua.

Pues bien, creo… y Andrés se detuvo para echar una mirada en derredor.

¿Crees…? No tengas miedo. Estamos solos.

Creo que he encontrado a mi padre.

¿A lo verdadero padre?

¿No a Cavalcanti?

No, puesto que éste se ha marchado.

¿Y lo padre es…?

Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.

¡Bah!

Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede reconocerme públicamente, pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y por esto le da cincuenta mil francos.

¿Cincuenta mil francos por confesar que era lo padre? Yo lo hubiera hecho por la mitad del precio, por veinte mil, por quince mí1. ¿Cómo no pensaste en mí, ingrato?

¿Y sabía yo nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.

¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento…

Me deja quinientos mil francos.

¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía yo hace poco?

Quizá.

Yen ese codicilo…

Me reconoce.

¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! dijo Caderousse haciendo el molinete con el plato que tenía en la mano.

He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.

No, y lo confianza lo honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, lo padre, es rico, riquísimo?

Creo que él mismo no Babe lo que tiene.

¿Es posible?

Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he visto el otro día a un mozo del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes en una cartera que abultaba tanto como lo servilleta. Ayer mismo vi que su banquero le llevaba cinco mil francos en oro.

Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el sonido del metal y que oía rodar los montones de luises.

¿Y tú vas a esa casa? dijo con sencillez.

Cuando quiero.

Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba algún pensamiento profundo.

Desearía ver todo eso dijo. ¡Cuán hermoso debe ser!

Desde luego respondió Cavalcanti. Es magnífico.

¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?

Número 30.

¡Ah! dijo Caderousse, ¿número 30?

Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.

Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos muebles debe haber en ella! ¿Eh?

¿Has visto las Tullerías?

No.

Pues aún son más hermosos.

Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de ese Montecristo, cuando la deje caer.

¡Qué! No es necesario esperar ese momento dijo Andrés. El dinero rueda en aquella casa como las frutas en un jardín.

Escucha. Deberías llevarme un día contigo.

¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?

Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario que yo vea todo eso.

No hagas una barbaridad, Caderousse.

Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.

Están todas alfombradas.

¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi imaginación.

Es lo mejor que puedes hacer, créeme.

Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.

¿Y cómo?

Es facilísimo. ¿Es grande?

Ni grande ni pequeño.

Pero ¿cómo está distribuido?

Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.

Ahí lo tienes dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario antiguo papel blanco, tinta y pluma. Toma, trázame el plano.

Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:

La casa, como lo he dicho, tiene la entrada por el jardín y la dibujó.

.¿Paredes altas?

No, ocho o diez pies a lo más.

No es prudente dijo Caderousse.

A la entrada, varios naranjos y flores.

¿Y no hay trampas para los lobos?

No.

¿Las cuadras?

A los dos lados de la verja que ahí ves y Andrés continuó dibujando su plano.

Veamos el piso bajo dijo Caderousse.

Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una escalera secreta.

¿Y ventanas?

Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú podría pasar a través del espacio correspondiente a un vidrio.

¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?

Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de Montecristo es un original que le gusta ver el cielo de noche.

¿Y los criados duermen cerca?

Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al entrar. La parte baja sirve para guardar varias cosas, y encima los cuartos de los criados mn campanillas que corresponden al principal.

¡Ah! ¿Con campanillas?

¿Qué decías?

Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven para nada.

Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero le has llevado a Auteuil, a la casa que tú conoces.

¿Sí?

Es una imprudencia, le decía yo, señor conde, porque cuando vais a Auteuil y os lleváis todos vuestros criados, la casa queda abandonada.

Y bien, me preguntó, ¿y qué?

Pues que el mejor día os roban.

¿Y qué lo contestó?

¿Qué me contestó?

Sí.

Bien, ¿qué me importa que me robes?

Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?

¿Cómo?

Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música. Me han dicho que había una últimamente en la exposición.

Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la nave puesta.

¿Y no le roban?

No, todos sus criados son fieles.

Mucho dinero debe tener en ese secreter.

Tendrá quizá… Es imposible saber lo que tiene.

¿Y dónde está?

En el primer piso.

Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.

Es fácil y Andrés tomó de nuevo la pluma.

Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete de trabajo; a la izquierda, otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en que se viste. En éste tiene el secreter.

¿Y tiene ventana ese gabinete?

Dos, aquí y aquí y Andrés trazó las dos ventanas, que figuraban en el plano formando ángulo y como una prolongación del dormitorio.

Caderousse estaba pensativo.

¿Va con frecuencia a Auteuil? preguntó.

Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.

¿Estás seguro?

Me ha invitado a comer.

¡Qué vida! dijo Caderousse. Cama en París y casa en el campo.

Son las ventajas de ser rico.

¿Irás a comer?

Probablemente.

¿Cuando vas, pasas allá la noche?

Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.

Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad de sus palabras, pero Andrés sacó la petaca, cogió un habano, lo encendió tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.

¿Cuándo quieres tus quinientos francos? preguntó a Caderousse.

Si los tienes, ahora mismo.

Andrés sacó veinticinco luises.

Amarillo dijo Caderousse, no, no, gracias.

¡Y bien! ¿Los desprecias?

Te lo agradezco, pero no lo quiero.

Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.

Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Caderousse, y me echarán el guante, y luego será preciso que diga quiénes son los arrendadores que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías, niño. Venga el dinero en monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos puede tenerla cualquiera.

Pero ya sabes que yo no puedo tener aquí quinientos francos en esa moneda, porque habría tenido que traer conmigo uno que los llevase.

Pues bien. Déjaselos a lo portero, que es un buen hombre, y yo los recogeré.

¿Hoy mismo?

No, mañana; hoy no tendré tiempo.

Está bien, mañana lo los dejaré, antes de salir para Auteuil.

¿Puedo contar con ellos?

Con toda seguridad.

Es que voy a tomar en seguida una criada.

Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?

No temas.

Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a manifestar que notaba esta mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.

¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atrapado la herencia.

Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape…

¡Qué!

¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.

Ya se ve, como tienes tan buena memoria. ..

¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.

¿Quién, yo? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de amigo.

¿Cuál?

Que lo dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos prendan? ¿Quieres perdernos con semejante descuido?

¿Por qué dices eso?

¿Por qué? ¿Pues no lo pones una librea, lo disfrazas de lacayo y lo dejas en el dedo un diamante que valdrá cuatro o cinco mil francos?

Caramba…, acertaste el precio…, ¿por qué no lo dedicas a joyero?

Es que yo entiendo de diamantes. He tenido uno.

Y puedes vanagloriarte de ello dijo Andrés, que sin incomodarse, como temía Caderousse, le entregó el diamante sin disgusto.

Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que examinaba si los rayos de la piedra brillaban bastante.

Este diamante es falso dijo Caderousse.

¿Te burlas? respondió Andrés.

No lo incomodes, ahora lo veremos.

Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el diamante por los vidrios, éstos crujieron al momento.

¡Laus Deo, es verdad dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo meñique, me equivoqué, pero esos ladrones de diamantistas imitan de tal manera las piedras preciosas, que ya es inútil el ir a robar nada de sus almacenes. Esta industria se ha perdido.

Conque dijo Andrés. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que pedirme, quieres mi vestido? ¿Quieres mi gorra? Vamos, no tengas reparo en pedir.

No; en el fondo eres un buen camarada. Anda ya con Dios. Haré lo posible por curarme de mi ambición.

Pero ten cuidado que al vender el diamante no lo suceda lo que temías que lo sucediera por las monedas de oro.

No lo venderé. No temas.

Hoy o mañana, a más tardar dijo el joven para sí.

Tunantuelo afortunado añadió Caderousse, ¿ahora vas a buscar tus lacayos, tus caballos, lo carruaje y lo novia?

Sí dijo Andrés.

Mira, espero que el día que lo cases con la hija de mi amigo Danglars me harás un buen regalo.

Ya lo he dicho que se lo ha puesto esa tontería en la cabeza…

¿Qué dote tiene?

Ya lo digo…

¿Un millón?

Andrés se encogió de hombros.

Vamos, sea un millón. Nunca tendrás tanto como yo lo deseo.

Gracias.

Lo digo de corazón añadió Caderousse riendo fuertemente. Espera, lo acompañaré.

No lo molestes.

Es preciso.

¿Por qué?

¡Oh!, porque la puerta tiene un pequeño secreto. Una medida de precaución, que me ha parecido conveniente adoptar. Una cerradura de Huret y Fichet, revisada y añadida por Gaspar Caderousse. Cuando seas capitalista, lo haré otra igual.

Gracias dijo Andrés. Te lo avisaré con ocho días de anticipación.

Y se separaron. Caderousse permaneció en la escalera, hasta que vio a Andrés bajar todos los pisos y atravesar el patio. Entonces entró precipitadamente, cerró la puerta, y se puso a estudiar como un concienzudo arquitecto el plano que había trazado Andrés.

Me parece dijo que mi querido Benedetto desea cobrar cuanto antes su herencia y que no será mal amigo suyo el que le anticipe el día de entrar en posesión de sus quinientos mil francos…

Capítulo segundo

La fractura

Al día siguiente, el conde de Montecristo marchó efectivamente a Auteuil con Alí, con muchos criados y con los caballos que quería probar. La llegada de Bertuccio, que volvía de Normandía, con noticias de la casa y de la corbeta, determinó este viaje, en el que el conde no pensaba la víspera.

La casa estaba dispuesta y la corbeta hacía ocho días que se hallaba al ancla en una rada pequeña después de haber cumplido con las formalidades exigidas, y pronta a darse de nuevo a la vela. El conde alabó el celo de Bertuccio. Le dijo que se preparase a partir pronto, pues su permanencia en Francia podría durar un mes.

Ahora le dijo puede que me sea necesario ir en una noche desde París a Treport; quiero ocho relevos de caballos en el camino, para poder recorrer las cincuenta millas en diez horas.

Vuestra excelencia me había manifestado ya este deseo respondió Bertuccio, y los caballos están prontos, los he comprado yo mismo, y los he colocado en los sitios más cómodos, es decir, en pueblecitos retirados, donde generalmente no pasa nadie.

Está bien dijo Montecristo, quédate aquí un día o dos.

Cuando Bertuccio iba a salir para dar las órdenes correspondientes a consecuencia de la conversación que había tenido con su amo, Bautista abrió la puerta y se presentó con una carta en la mano.

¿Qué traéis? le preguntó el conde, al verle llegar cubierto de polvo. No os he llamado, según creo.

Bautista, sin responder, se acercó al conde y le entregó la carta. Importante y urgente dijo.

El conde la abrió y leyó lo siguiente:

«Señor de Montecristo: Debe saber que esta misma noche se introducirá furtivamente un hombre en su casa de los Campos Elíseos para sustraer varios documentos que cree están encerrados en el secreter que se halla en el gabinete de vestir. Se sabe que el señor de Montecristo tiene bastante corazón para no recurrir a la intervención de la policía, lo que podría comprometer grandemente a la persona que le da este aviso. El señor conde puede tomar sus precauciones, esconderse en el gabinete y hacerse justicia por su propia mano. Precauciones ostensibles o un aumento de criados, alejarían ciertamente al malhechor, y harían perder al señor de Montecristo la ocasión de conocer un enemigo que la casualidad ha hecho descubrir a la persona que le da este aviso, el cual ya no tendría ocasión de renovar, en el caso de que, saliendo con éxito el malhechor de esta primera tentativa, intentase otra.»

El primer impulso del conde fue creer que se trataba de un burdo lazo tendido por los ladrones, que señalaban un mediano peligro para exponerle a otro mucho mayor. Lo primero que pensó fue enviar la carta a un comisario de policía, a pesar de la recomendación, y quizás a causa de ella misma, cuando de repente se le presentó la idea de que podría ser un enemigo particular a quien sólo él conociese, y en este caso nadie más que él podía sacar partido de esto, como había hecho Fieschi con el moro que quiso asesinarle.

Ya conocen al conde nuestros lectores y es inútil decirles que las dificultades no lo abatían y la vida que había vivido y su resolución de no retroceder ante el peligro le habían dado ocasión de saborear los goces desconocidos a los demás hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el diablo.

No quieren robarme mis papeles pensó Montecristo, quieren matarme. No son ladrones, son asesinos. No quiero que el prefecto de policía se mezcle en mis asuntos particulares. Soy bastante rico para poder excusarme de ser gravoso en esto a su presupuesto.

El conde llamó a Bautista, que había salido después de entregarle la carta.

Ahora mismo vais a París, y haréis venir a todos mis criados, les necesito en Auteuil.

¿Y no queda ninguno en la casa, señor conde? preguntó Bautista.

Sí, el portero.

Reflexionad, señor conde, que hay mucha distancia desde la portería a la casa.

¡Y bien!

Que podrían robarlo todo sin que el portero oyese el menor ruido.

¿Y quién?

¿Quién? Los ladrones.

Sois un tonto, señor Bautista. Si me robasen cuanto hay en casa me importaría menos que si me faltase lo más mínimo en mi servicio tal cual lo quiero.

Bautista hizo un profundo saludo.

¿Me habéis comprendido? Que todos vuestros compañeros vengan con vos. Lo dejaréis todo como de costumbre y únicamente tendréis cuidado de cerrar las ventanas del piso bajo.

¿Y las del primero?

Sabéis que nunca se cierran; ahora podéis marchar.

El conde advirtió que comería solo, y que no quería le sirviera la comida otro criado más que Alí.

Comió con la tranquilidad acostumbrada y cuando terminó, hizo seña a Alí de que le siguiese. Salió por una puerta pequeña que daba al bosque de Bolonia y como si fuese a dar un paseo, tomó sencillamente el camino de París. Al anochecer se hallaba frente a su casa de los Campos Elíseos.

Todo se hallaba sumido en la oscuridad, salvo el cuarto del portero, donde se veía el débil reflejo de una vela.

Montecristo se arrimó a un árbol, y con aquella mirada penetrante que todo lo descubría, examinó los árboles, las entradas y aun las calles próximas, hasta que se convenció de que no había nadie emboscado.

Se dirigió en seguida a la puerta secreta, entró apresuradamente con Alí, subió por la escalera excusada, cuya llave tenía, entró en su dormitorio sin descorrer ni una cortina, y sin que el portero pudiera pensar que había alguien en la casa que él creía vacía en aquel momento.

Llegados al dormitorio, el conde hizo señas a Alí de que se detuviese. Pasó en seguida al gabinete, que examinó con cuidado, todo estaba como de costumbre. El secreter en su sitio y la llave puesta. Dio dos vueltas a ésta. Volvió al dormitorio, quitó las anillas dobles del cerrojo, y entró de nuevo.

Entretanto, Alí ponía sobre la mesa las armas que el conde le había pedido, una carabina corta y un par de pistolas de dos cañones, seguras como pistolas de tiro. Armado de este modo, el conde tenía en sus manos la vida de cinco hombres.

Serían las nueve poco más o menos, cuando el conde y Alí tomaron un poco de pan y un vaso de vino generoso. Aquél levantó una puerta secreta, que le permitía ver lo que pasaba en ambas habitaciones; había traido sus armas, y Alí, en pie junto a él, tenía en la mano un hacha de abordaje, arábiga, como las que usaban los turcos en tiempos de las Cruzadas. Por la ventana de enfrente, que estaba en el dormitorio, el conde podía ver lo que sucedía en la calle.

Así transcurrieron dos horas. La oscuridad era completa, y con todo, Alí, graciüs a su naturaleza casi salvaje, y el conde a una cualidad adquirida, distinguían en medio de aquella oscuridad tan profunda las menores oscilaciones de los árboles del jardín. Hacía ya mucho tiempo que no se percibía luz en el cuarto del portero.

Era de presumir que si se efectuaba el ataque proyectado sería por la escalera, y no por una de las ventanas. Según las ideas de Montecristo , los malhechores querían su vida y no su dinero. Pensaba, pues, que se dirigirían al dormitorio, por la escalera o por la ventana del despacho.

Las once y tres cuartos sonaron en un reloj de los Inválidos. Un viento húmedo del Oeste trajo el sonido de los tres golpes. Al concluir el tercero, el conde creyó oír un ruido casi imperceptible hacia el despacho. A este ligero rumor siguieron otros dos. Otro después, y ya el conde estaba seguro de lo que era, cuando una mano firme y ejercitada se había ocupado en cortar los cuatro lados de uno de los cristales con un diamante.

Montecristo sintió latir con más violencia su corazón. Por acostumbrados que estén los hombres al peligro, y por prevenidos que se hallen, conocen, sin embargo, en el momento supremo la diferencia que existe entre el sueño y la realidad, entre el proyecto y la ejecución.

El conde hizo una seña a Alí. Este comprendió que el peligro estaba por la parte del despacho, y dio un paso para acercarse a su amo. Este deseaba con impaciencia saber cuántos eran sus enemigos.

La ventana en que éstos trabajaban se hallaba situada frente al sitio desde donde el conde observaba el despacho. Sus ojos se fijaron, pues en ella. Vio dibujarse una sombra en la oscuridad. En seguida, uno de los cristales se oscureció, como si sobre él hubiesen puesto un papel. Crujió, pero sin caer al suelo. Un brazo pasó por la abertura buscando el pestillo y un minuto después se abrió la ventana, entrando por ella un hombre. Estaba solo.

He aquí un pillo muy atrevido pensó Montecristo.

Entonces sintió que Alí le tocaba suavemente en el hombro. Se volvió, y éste le indicó la ventana de enfrente, que daba a la calle.

Montecristo dio tres pasos hacia la ventana, conocía la fina sensibilidad de su servidor, y efectivamente, vio otro hombre que se separaba de una puerta, subía sobre un poste y procuraba ver lo que sucedía en el interior de la casa.

Bien dijo, son dos. El uno trabaja y el otro le guarda las espaldas.

Hizo una señal a Alí para que no perdiese de vista al hombre de la calle, mientras él volvía al del despacho. El ladrón había entrado y procuraba reconocer el terreno, extendiendo hacia adelante sus brazos. Finalmente, después de orientarse, corrió los cerrojos de las dos puertas que había en el despacho. Al acercarse a la del dormitorio, Montecristo creyó que iba a entrar, y preparó una de sus pistolas, pero pronto se convenció de lo contrario por el ruido de los cerrojos. Era una medida de precaución únicamente. El visitante nocturno, que ignoraba que el conde había quitado los aros, podía creerse en toda seguridad y obrar tranquilamente.

El hombre sacó de su bolsillo un objeto que el conde no pudo distinguir. Lo puso sobre la mesa y se dirigió en seguida al secreter. Palpó el lugar de la cerradura y se convenció de que estaba cerrada. Pero venía prevenido. Pronto oyó el conde el ruido que produce un hierro contra otro, y que provenía de un manojo de ganzúas con las que los cerrajeros suelen abrir las puertas, y a las que los ladrones han dado el nombre de ruiseñores, sin duda por el placer que les causa el chirrido producido por ellas.

¡Ah, ah! díjose a sí mismo Montecristo, no es más que un ladrón.

Pero el hombre, que en la oscuridad no podía encontrar el instrumento que necesitaba, recurrió al objeto que había puesto sobre la mesa. Tocó un resorte y en seguida una luz pálida, pero bastante viva, iluminó la habitación.

¡Cómo…! dijo Montecristo retrocediendo con un movimiento de sorpresa. Es…

Alí levantó el hacha.

No lo muevas le dijo Montecristo muy bajo, deja el hacha, no tenemos necesidad de armas.

Añadió algunas otras palabras, bajando más la voz, porque, aun cuando imperceptible, bastó la exclamación que le arrancara su sorpresa para hacer que el hombre se quedara inmóvil como una estatua.

El conde debió dar alguna orden a Alí, porque éste se retiró de puntillas, descolgó de la pared de la alcoba un vestido negro y un sombrero triangular. Entretanto, Montecristo se quitó la levita, la corbata y dobló el cuello de su camisa. En seguida se le vio con una sotana, y sus cabellos ocultos por una peluca tonsurada, el sombrero triangular le acabó de disfrazar completamente, cambiándole en un abate.

El hombre, que no había vuelto a oír nada, se había levantado, y mientras el conde concluía su metamorfosis, se había acercado al secreter, haciendo esfuerzos por abrirlo con la ganzúa.

Trabaja, que para rato tienes dijo el conde para sí, pues la cerradura no era de las comunes, y el ladrón no conocía el secreto. Dirigióse a la ventana.

El hombre que había visto subido en el poste había vuelto a bajar y se paseaba inquieto por la calle. Cosa extraña, en lugar de observar si venía alguien bien por la entrada de los Campos Elíseos, bien por el arrabal de SaintHonoré, parecía que solamente se ocupaba de lo que pasaba en casa del conde. Montecristo llevó la mano a la frente y una sonrisa se escapó de sus labios entreabiertos, y acercándose a Alí le dijo:

Quédate aquí, oculto en la oscuridad, y oigas lo que oigas no salgas, si no lo llamo por lo nombre.

Alí hizo con la cabeza señal de que había comprendido y que obedecería.

Montecristo sacó entonces de un armario una vela encendida, y en el momento en que el ladrón estaba más atareado con la cerradura, abrió la puerta sin hacer ruido, cuidando de que la luz que tenía en la mano diese toda de lleno en la cara del ladrón. La puerta se había abierto tan sigilosamente, que éste no se dio cuenta, y con admiración suya vio iluminarse de pronto el cuarto. Volvióse de repente.

Buenas noches, querido señor Caderousse dijo Montecristo, ¿qué venís a buscar aquí a esta hora?

¡El abate Busoni… ! gritó Caderousse.

Y no sabiendo cómo aquella extraña aparición se había efectuado, pues él había cerrado las puertas, dejó caer de la mano las ganzúas y permaneció inmóvil, como herido por un rayo.

El conde se colocó entre Caderousse y la ventana, cortando de este modo al ladrón aterrado su única retirada.

¡El abate Busoni! exclamó de nuevo Caderousse clavando en el conde sus espantados ojos.

¡Y bien! Sin duda: el abate Busoni respondió Montecristo, el mismo en persona, y tengo un placer en que me hayáis reconocido,

mi querido señor Caderousse; eso prueba que tenéis buena memoria, porque si no me equivoco, hace diez años que no nos vemos.

Aquella calma, aquel poder, aquella fuerza hirieron el ánimo de Caderousse de un terror espantoso.

¡El abate! ¡El abate! murmuró, con los dedos crispados y dando diente con diente.

¿Queremos, pues, robar al conde de Montecristo? continuó el fingido abate.

Señor abate decía Caderousse, procurando acercarse a la ventana que le interceptaba el conde, os ruego que creáis…, os juro…

Un cristal cortado dijo el conde, una linterna sorda, un manojo de llaves falsas, secreter medio forzado, claro está…

Caderousse se ahogaba, buscaba un sitio donde ocultarse, un agujero por donde escapar.

Vaya, veo que sois siempre el mismo, señor asesino.

Señor abate, puesto que lo sabéis todo, no ignoráis que no fui yo, sino Carconte, así se reconoció por los jueces, y por eso me condenaron solamente a galeras.

Habéis concluido vuestra condena y os hallo en camino para volver a ellas.

No, señor abate, hubo uno que me libertó.

Ese tal hizo un buen servicio a la sociedad.

¡Ah!, yo había prometido…

¿Sois un evadido de presidio? interrumpió Montecristo.

¡Desdichado de mí! Sí, señordijo Caderousse inquieto.

Mala broma… Esta os conducirá, si no me engaño, a la plaza de Grève. Tanto peor, tanto peor, diabolo, como dicen en mi país.

Señor abate, he cedido a un mal pensamiento.

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