Descargar

Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 29)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35

Y a vos también os debo gracias, Morrel dijo Alberto, acercaos, pues no estáis de más.

¿Ignoráis quizá dijo Maximiliano, que soy testigo de Montecristo ?

No estaba seguro, pero lo sospechaba; tanto mejor: mientras más hombres de honor haya aquí, más satisfecho estaré.

Señor Morrel dijo ChateauRenaud, podéis anunciar al conde de Montecristo que el señor de Morcef ha llegado, y estamos a su disposición.

Morrel hizo un movimiento como para ir a cumplir su encargo. Al mismo tiempo Beauchamp fue a sacar del coche la caja de las pistolas.

Esperad, señores dijo Alberto, tengo que decir dos palabras al conde de Montecristo.

¿En particular? preguntó Morrel.

No; delante de todos.

Los testigos de Alberto se miraron sorprendidos, Franz y Debray se dijeron algunas palabras en voz baja; Morrel, contento con este incidente inesperado, fue a buscar al conde, que se paseaba por una cercana alameda, hablando con Manuel.

¿Qué quiere de mí? preguntó Montecristo.

Lo ignoro, pero quiere hablaros.

¡Oh! dijo Montecristo, que no tiente a Dios con un nuevo ultraje.

No creo que sea esa su intención dijo Morrel.

El conde avanzó acompañado de Maximiliano y de Manuel: su rostro tranquilo y sereno formaba un extraño contraste con la cara descompuesta de Alberto, quien por su parte se acercaba también, seguido de sus cuatro jóvenes amigos; a tres pasos el uno del otro, ambos se detuvieron.

Señores dijo Alberto, aproximaos: deseo no perdáis una palabra de las que tendré el honor de decir al señor conde de Montecristo , porque deberéis repetirlas a todo el mundo, por extrañas que os parezcan.

Espero, caballero… dijo el conde.

Caballero dijo Alberto, cuya voz conmovida al principio se serenó poco a poco. Os provoqué porque divulgasteis la conducta del señor de Morcef en Epiro; porque por culpable que fuese el conde de Morcef, no creía que fueseis vos quien tuviese el derecho de castigarle; pero hoy sé que ese derecho os pertenece. No es la traición de Fernando Mondego con AlíBajá lo que me hace excusaros; es, sí, la traición del pescador Fernando con vos y las desgracias nunca oídas que produjo; por esto lo digo y lo proclamo. Tenéis razón para vengaros de mi padre, y yo su hijo os doy gracias porque no habéis hecho más.

El rayo que hubiese caído en medio de los que presenciaban aquella inesperada escena los hubiera admirado menos que la declaración de Alberto.

El conde de Montecristo había levantado lentamente los ojos al cielo con una expresión indecible de reconocimiento; no sabía admirar bastante esta acción conociendo el carácter fogoso y el valor de Alberto a quien había visto inerme en medio de los bandidos italianos. No se cansaba de pensar cómo se había humillado hasta aquel extremo. Reconoció la influencia de Mercedes y comprendió por qué aquel noble corazón no se había opuesto a un sacrificio que sabía era inútil.

Si creéis ahora, caballero dijo Alberto, que las excusas que acabo de haceros son suficientes, dadme vuestra mano, os lo ruego. Después del mérito de la infalibilidad, que parece ser el vuestro, el mayor es saber reconocer una sinrazón, pero esta confesión me corresponde a mí únicamente. Yo obraba bien según los hombres, pero vos obrabais bien según Dios. Un ángel sólo podía salvar a uno de los dos de la muerte, y el ángel ha bajado del cielo, si no para hacer de nosotros dos amigos, porque la fatalidad lo hace imposible, al menos dos hombres que se estiman.

El conde de Montecristo, con los ojos humedecidos, el pecho palpitante y la boca entreabierta, alargó a Alberto una mano, que éste tomó y apretó con un sentimiento de religioso respeto.

Caballeros dijo, el conde de Montecristo acepta mis excusas; obré con precipitación con respecto a él; ya está reparada mi falta, espero que el mundo no me tendrá por un cobarde por haber hecho lo

que me mandaba la conciencia, pero en todo caso, si se engañasen añadió el joven levantando su cabeza con fiereza, y como si dirigiese un mentís a amigos y enemigos, procuraré rectificar su opinión.

¿Qué sucedió anoche? preguntó Beauchamp a ChateauRenaud, me parece, en todo caso, que hacemos aquí un papel bien triste.

En efecto, lo que Alberto acaba de hacer es muy bajo o muy sublime dijo el barón.

¡Ah!, veamos preguntó Debray a Franz. ¿Qué significa eso? ¡CÓmo! ¡El conde de Montecristo deshonra al señor de Morcef, y tiene razón a los ojos de su hijo! Aunque tuviese yo diez Janinas en mi familia, no me creería obligado más que a una cosa, a batirme diez veces.

Con la cabeza inclinada, los brazos caídos, aterrado con el peso de veinticuatro años de recuerdos, Montecristo no pensaba ni en Alberto, ni en Beauchamp, ni en ChateauRenaud, ni en ninguna de las personas que le rodeaban: pensaba sólo en aquella mujer que había ido a pedirle la vida de su hijo, a la que había ofrecido la suya, y que acababa de libertarla por la confesión de un secreto de familia, capaz de extinguir para siempre en el corazón de aquel joven el sentimiento de piedad filial.

Siempre la Providencia murmuró, ¡ah!, ¡desde hoy sí que estoy persuadido de que soy el enviado de Dios!

Capítulo séptimo

La madre y el hijo

Montecristo saludó a los cinco jóvenes con una sonrisa llena de melancolía y dignidad, y montó en su coche con Maximiliano y Manuel.

Alberto, Beauchamp y ChateauRenaud quedaron solos en el cameo.

El joven dirigió a sus dos testigos una tímida mirada, que parecía pedirles su parecer sobre lo que acababa de ocurrir.

Por vida mía, mi querido amigo dijo Beauchamp el primero, sea que tuviese más sensibilidad o menos disimulo, permitidme que os felicite; he aquí un magnífico fin para una desagradable aventura.

Alberto permaneció silencioso, y como concentrado en su pensamiento. ChateauRenaud se contentó con dar en su bota con su flexible bastón.

¿No nos vamos? dijo después de un instante de silencio.

Cuando gustéis dijo Beauchamp, dejadme solamente el tiempo necesario para cumplimentar al señor de Morcef, que ha dado pruebas hoy de una generosidad tan rara.

¡Oh!, sí dijo ChateauRenaud.

Es magnífico continuó Beauchamp poder conservar sobre sí mismo tanto dominio.

Seguramente; en cuanto a mí, habría sido incapaz de ello –dijo ChateauRenaud con una frialdad de las más significativas.

Señores interrumpió Alberto, creo que no habéis comprendido que entre el conde de Montecristo y yo ha ocurrido algo muy grave

Sí, sí dijo al instante Beauchamp; pero hay muchos majaderos que no están en el caso de comprender vuestro heroísmo, y tarde o temprano os veréis forzado a explicárselo de un modo no muy conveniente a la salud de vuestro cuerpo y a la duración de vuestra vida.

¿Queréis que os dé un consejo de amigo? Partid para Nápoles, La Haya o San Petersburgo, países tranquilos, y donde son más inteligentes en cuanto al honor que nuestros anticuados parisienses. Una vez allí, entreteneos en tirar mucho a la pistola y al florete, y haceos olvidar para volver a Francia dentro de algunos años, tranquilo o bastante ejercitado en las armas para haceros respetar y conquistar vuestra tranquilidad. ¿Es verdad que tengo razón, ChateauRenaud?

Soy de vuestro mismo parecer; nada llama tanto los duelos serios como uno sin resultado.

Gracias, señores; seguiré vuestro consejo dijo Alberto con una fría sonrisa, no porque me lo dais, sino porque mi intención era salir de Francia; os las doy asimismo por el servicio que me habéis prestado sirviéndome de testigos; está profundamente grabado en mi

¿Por qué? corazón, puesto que después de las palabras que acabo de oír sólo me acuerdo de él.

ChateauRenaud y Beauchamp se miraron: la impresión era igual en ambos; el acento con que Morcef había pronunciado aquellas palabras era de una resolución tal, que la posición de todos habría sido muy embarazosa si la conversación se hubiera prolongado.

Adiós, Alberto dijo de repente Beauchamp, alargando negligentemente la mano al joven, sin que éste saliese por ello de su letargo, y en efecto, no respondió al ofrecimiento de la mano.

Adiós dijo ChateauRenaud, saludándole con la mano derecha.

Los labios de Alberto apenas murmuraron adiós; su mirada era más explícita, encerrábase en ella todo un poema de ira concentrada, fiero desdén y generosa indignación.

Cuando sus dos testigos hubieron montado en el carruaje, permaneció inmóvil por algún tiempo; pidió en seguida su caballo; saltó ligero sobre la silla y tomó a galope el camino de París, y al cuarto de hora entraba en el palacio de la calle de Helder.

Al apearse, le pareció ver tras las cortinas del dormitorio del conde el pálido rostro de su padre. Alberto volvió la cabeza a otra parte; al llegar dio una última mirada á todas aquellas riquezas que le habían hecho tan agradable la vida; fijó los ojos por última vez en aquellas cuyas imágenes parecían sonreírse y cuyos paisajes parecían animarse.

En seguida abrió el medallón que contenía el retrato de su madre, sacó éste dejando vacío el cerco de oro y la cadena de oro también con que lo suspendía; puso en orden sus armas turcas, sus escopetas inglesas, sus porcelanas del Japón y sus juguetes de bronce hechos por los mejores artistas; examinó los armarios y colocó las llaves en los cajones, echó en uno, que dejó abierto, todo el dinero que tenía, y además todas sus joyas, hizo un inventario exacto de todo, y lo puso en el sitio más visible, sobre su mesa, de la que quitó los muchos libros y papeles que la ocupaban. Al empezar a ejecutar estas operaciones entró su criado, a pesar de la orden formal que para lo contrario le había dado.

¿Qué queréis? ¿No recordáis mis órdenes? le preguntó Alberto, más triste que enojado.

Dispensadme, señor; es cierto que me ordenasteis que no entrara, pero el señor conde de Morcef me ha llamado.

¿Y bien? preguntó Alberto.

Y si me pregunta qué ha ocurrido allá abajo, ¿qué debo responder?

La verdad.

Entonces diré que el duelo no se ha efectuado.

Diréis que he dado una satisfacción al conde de Montecristo.

Al concluir de arreglar sus cosas, llamó la atención de Alberto el ruido de los caballos en el peristilo; asomóse y vio a su padre que subía en el carruaje, y salió.

Tan pronto como se cerró la puerta del palacio, Alberto se dirigió a la habitación de su madre, y como no había criado alguno que le anunciase, llegó hasta su dormitorio y con el corazón oprimido por lo que veía y por lo que adivinaba, se detuvo a la puerta.

Todo estaba en orden; los encajes, los adornos, las joyas, el dinero se encontraban colocados en sus respectivos cajones, cuyas llaves juntó con cuidado la condesa.

Alberto vio todos estos preparativos, comprendió lo que significaban y entró exclamando:

¡Madre mía! arrojándose en los brazos de Mercedes.

El pintor capaz de plasmar la expresión de aquellas dos caras, hubiese pintado un magnífico cuadro.

En efecto, aquella resolución enérgica que no había atemorizado a Alberto por sí, le espantaba por su madre.

¿Qué hacéis, pues? inquirió.

¿Qué hacíais vos? respondió ella.

¡Oh, madre mía! dijo Alberto, tan conmovido que apenas podía hablar; hay gran diferencia de vos a mí; no podéis haber resuelto lo que yo he determinado, porque vengo a deciros que voy a dar el último adiós a esta casa…, y a vos.

Yo también, Alberto respondió Mercedes, yo también parto; había contado con que mi hijo me acompañaría. ¿Me he equivocado?

Madre mía respondió Alberto con firmeza no puedo haceros participar del destino a que yo mismo me he condenado; es preciso que viva desde ahora sin nombre y sin fortuna; es necesario que para empezar esta penosa existencia pida a un amigo el pan que comeré de aquí a que lo gane. Así, pues, mi buena madre, voy ahora mismo a casa de Franz a rogarle me preste la cantidad que he calculado.

¡Tú, sufrir hambre! ¡Tú, padecer miseria! ¡Oh, no digas eso, mi pobre hijo! Cambiarías todas mis resoluciones.

Pero no las mías respondió Alberto. Soy joven, soy robusto, creo que soy valiente, y desde ayer creo que he aprendido lo que vale una firme voluntad. ¡Madre mía! ¡Son tantos los que han sufrido, y no solamente no han muerto, sino que han amasado una nueva fortuna sobre las ruinas de sus anteriores esperanzas! Yo lo sé, madre mía; he visto esos hombres que desde el fondo del abismo donde les había sepultado su enemigo, se han levantado con tanto vigor y gloria, que han dominado a su antiguo vencedor, precipitándole a su vez. No, madre mía, no; he renunciado a contar desde hoy con lo pasado, y no acepto nada, ni siquiera mi nombre, porque vos comprendéis, madre mía, que vuestro hijo no puede llevar un nombre del que deba abochornarse ante otro hombre.

Hijo mío, Alberto dijo Mercedes, si hubiese tenido un corazón más fuerte, ése sería el consejo que lo hubiera dado; lo conciencia ha hablado al callar mi voz; escúchala, hijo mío; tenías amigos, Alberto; rompe de momento con ellos, pero no desesperes, no; lo madre lo ruega. La vida es aún hermosa a lo edad, mi querido Alberto, porque apenas tienes veintidós años, y como a un corazón tan puro como el tuyo le es preciso un nombre sin tacha, toma el de mi padre; se llamaba Herrera. Te conozco, Alberto mío; sea cualquiera la carrera que sigas, pronto, pronto darás lustre a este nombre. Preséntate entonces en el mundo, más brillante aún con el lustre de tus desgracias pasadas, y si así no debiese ser a pesar de mis previsiones, déjame al menos esta esperanza, déjamela a mí, que no tendré más que esta sola idea, este solo porvenir, y para quien el sepulcro empieza a la puerta de esta casa.

Haré como deseáis, madre respondió el joven; sí, mis esperanzas son iguales a las vuestras; la cólera del cielo no perseguirá a vos tan pura, a mí tan inocente; mas ya que estamos resueltos, obremos rápidamente. El señor de Morcef ha salido hace media hora, poco más o menos; la ocasión, como veis, es favorable para evitar el ruido y una explicación.

Os espero, hijo mío dijo Mercedes.

Alberto corrió en seguida al paraje más inmediato y tomó un carruaje de alquiler que debía conducirlos fuera del palacio: acordábanse de una casa amueblada en la calle de Santos Padres, donde su madre hallaría un alojamiento modesto, pero decente, y volvió a buscar a la condesa.

Al parar el carruaje ante la casa, en el momento en que Alberto se apeaba, un hombre se acercó y le entregó una carta.

Alberto reconoció al intendente.

Del conde dijo Bertuccio.

Alberto tomó la carta, la abrió y leyó; concluida, buscó con los ojos a Bertuccio, pero mientras leía, el hombre había desaparecido.

Con los ojos llenos de lágrimas entró en la habitación de Mercedes, y sin pronunciar una palabra le presentó la carta.

Mercedes leyó:

Alberto:

Al haceros ver que he penetrado vuestro proyecto, creo revelaros que comprendo vuestra delicadeza. Sois libre, vais a abandonar la casa del conde y retiraros con vuestra madre libre como vos; pero reflexionad, Alberto, que le debéis más de lo que podéis pagarle con vuestro noble y pobre corazón. Guardad para vos la lucha, reclamad para vos los padecimientos, pero evitadle la primera miseria que acompa

ñará sin duda a vuestros primeros esfuerxos; porque no merece ni aun la sombra de la desgracia que hoy la persigue, y la Providencia no quiere que pague el inocente por el culpable.

Sé que vais a dejar los dos la casa de la calle de Helder sin llevaros nada: el cómo, no tratéis de averiguarlo; lo sé y basta.

Escuchad, Alberto.

Veinticuatro años atrás volvía yo contento y alegre a mi patria; tenia una prometida, Alberto, una joven santa a la que adoraba, y le traía ciento cincuenta luises que había juntado penosamente con un trabajo sin descanso: este dinero era para ella, se lo había destinado y conociendo cuán pérfido es el mar, enterré nuestro tesoro en el jardín de la casa que mi padre habitaba en Marsella, en la alameda de Meillán.

Vuestra madre, Alberto, conoce bien aquella humilde y querida casa. Ultimamente, al venir de París, he pasado por Marsella, he ido a ver aquella casa de tan dolorosos recuerdos, y por la noche, con un axadón en la mano, he cavado en el rincón en que había escondido mi tesoro. La caja de hierro se encontraba todavía en el mismo sitio; nadie había tocado en el ángulo que cubre con su sombra una hermosa higuera plantada por mi padre el día de mi nacimiento.

Pues bien, Alberto, ese dinero que en otra ocasión debió servir para ayudar a la vida y tranquilidad de aquella mujer a quien yo adoraba, hoy por un axar desgraciado encuentra igual empleo. ¡Oh!, comprended bien mi idea: y que podía ofrecer millones a esa mujer, y sólo le devuelvo el pedaxo de pan negro, olvidado bajo mi pobre techo, desde el día en que me separé de ella para siempre.

Sois un hombre generoso, Alberto; pero es posible que os ciegue el orgullo o el resentimiento; si rehusáis, si pedís a otro lo que yo tengo derecho a ofreceros diré que es poco generoso rehusar la vida de vuestra madre, ofrecida por un hombre a quien vuestro padre hixo morir al suyo entre los horrores del hambre y de la desesperación.

Terminada esta lectura, Alberto permaneció pálido a inmóvil, esperando la decisión de su madre.

Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión inefable.

Acepto dijo, tiene el derecho de pagar el dote que llevaré a un convento.

Y poniendo la carta sobre el corazón, tomó el brazo de su hijo, y con un paso más firme de lo que creía se dirigió a la escalera.

Montecristo también había vuelto a la ciudad con Manuel y Maximiliano.

El regreso fue alegre. Manuel no disimulaba su contento al ver suceder la paz a la guerra, y confesaba altamente sus gustos filantrópicos. Morrel en un rincón del carruaje dejaba que la alegría de su cuñado se manifestase en sus brillantes palabras, y conservaba para sí una alegría más pura, pero que sólo se traslucía en sus miradas.

En la barrera del Troue se encontró a Bertuccio, que le estaba aguardando allí, inmóvil como un centinela en su puesto.

Montecristo sacó la cabeza por la portezuela, le dijo algunas palabras en voz baja, y el intendente desapareció.

Señor conde dijo Manuel al llegar a la plaza Real, os agradezco que me dejéis a la puerta de casa, para que mi mujer no tenga un momento de inquietud, ni por vos ni por mí.

Si no fuese ridículo vanagloriarse de su triunfo, rogaría al conde que entrase en casa; pero él también tendrá corazones a quienes tranquilizar. Hemos llegado, Manuel. Saludemos a nuestro amigo, y bajemos.

Un momento dijo Montecristo, me priváis de una vez de mis dos compañeros; entrad a ver a vuestra encantadora mujer, a la que os ruego presentéis mis respetos, y luego acompañadme vos hasta los Campos Elíseos.

Con mucho gusto dijo Maximiliano, tanto más cuanto que tengo que hacer en vuestro barrio, conde.

¿Esperamos para almorzar? preguntó Manuel.

Nodijo el joven.

La puerta del coche se cerró, y éste continuó su camino.

Veis como os he traído la dicha dijo Morrel cuando se quedó solo con el conde, ¿no habéis pensado en ello?

Sí respondió el conde, y por eso quisiera teneros siempre cerca de mí.

¡Es milagroso! continuó Maximiliano Morrel, respondiéndose a sí mismo.

¿El qué? dijo Montecristo.

Lo que acaba de suceder.

Sí respondió el conde sonriéndose, decís bien, Morrel, es milagroso.

Porque, después de todo respondió éste, Alberto es valiente.

Muy valiente respondió el conde, le he visto dormir tranquilo con el puñal suspendido sobre su cabeza.

Y yo sé que se ha batido dos veces muy bien; comparad eso con lo de esta mañana.

Siempre vuestra influencia repitió sonriéndose Montecristo. Es una dicha para Alberto no ser militar. ¿Por qué?

¡Excusas sobre el terreno! ¡Bah! dijo el joven capitán moviendo la cabeza.

Vamos, no incurráis en los prejuicios de los hombres vulgares, Morrel; convendréis en que, puesto que Alberto es valiente, no puede ser cobarde, que debe haber habido alguna razón que le haya movido a obrar como lo ha hecho esta mañana, y por lo tanto su conducta es más heroica que otra cosa.

Sin duda, sin duda repuso Morrel, pero diría como el español: Ha sido hoy menos valiente que ayer.

¿Almorzáis conmigo? dijo el conde para cortar la conversaci6n.

No; os dejo a las diez.

¿Vuestra cita era, pues, para almorzar?

Morrel se sonrió y movió la cabeza.

Pero, después de todo, preciso es que almorcéis en alguna parte.

¿Y si no tengo hambre? dijo el joven.

Sólo conozco dos sentimientos que quiten el apetito: el dolor, y dichosamente os veo muy alegre, y el amor; ahora bien: según lo que me dijisteis de vuestro corazón, me es permitido creer…

No digo que no, conde.

¿Y no me contáis eso, Maximiliano? replicó el conde con un tono tan vivo que revelaba todo el interés que tenía en conocer aquel secreto.

Ya os he hecho ver esta mañana que tengo un corazón. ¿No es verdad, conde?

Por respuesta, Montecristo alargó la mano al joven.

Entonces, ya que este corazón no está con vos en el bosque de Vicennes, está en otra parte, y voy a buscarlo.

Id dijo el conde, id, amigo querido; pero si encontráis algún obstáculo, acordaos que puedo algo en este mundo, y que sería dichoso si pudiese ser útil a las personas que amo como a vos, Morrel.

De acuerdo, me acordaré como los niños egoístas se acuerdan de sus padres cuando los necesitan; cuando os necesite, me acordaré de vos, conde.

Bien, acepto vuestra palabra.

Hasta la vista, conde.

Habían llegado a la puerta de la casa de los Campos Elíseos; Montecristo y Morrel se apearon. Bertuccio los esperaba a la puerta.

Morrel desapareció por el lado de Marigny, y Montecristo dirigióse hacia Bertuccio.

¿Y bien? le preguntó.

Ella va a abandonar la casa.

¿Y su hijo?

Florentín, su criado, piensa que va a hacer otro tanto.

Venid.

Montecristo llevó a Bertuccio a su despacho, escribió la carta que ya conocemos, y la entregó a su intendente.

Id, y despachad pronto; a propósito; haced que avisen a Haydée de mi regreso.

Heme aquí dijo la joven, que había bajado al oír el ruido del coche, y cuya cara rebosaba alegría al ver al conde sano y salvo.

Bertuccio salió.

Todos los transportes de una hija que vuelve a ver a su padre querido, los delirios de una amante que vuelve a ver a su amado, Haydée los sintió en los primeros momentos de aquella vuelta que esperaba con tanta ansiedad.

La alegría de Montecristo no era tan expansiva, pero no por eso no era ciertamente menos grande; el gozo para los corazones que han sufrido mucho tiempo es lo que el rocío para las tierras abrasadas por los ardores del sol; corazones y tierra absorben aquella lluvia bienhechora que cae sobre ellos y no se pierde una gota.

Hacía algunos días que Montecristo conocía lo que no se atrevía a creer hacía mucho tiempo, es decir, que había aún dos Mercedes en el mundo, y que podía aún ser dichoso.

Sus ojos, en los que se traslucía la dicha, buscaban ávidamente

las miradas humedecidas de Haydée, cuando de pronto se abrió la puerta.

El conde se incomodó.

El señor de Morcef dijo Bautista, como si aquella sola palabra envolviese su disculpa.

En efecto, la cara del conde se serenó.

¿Cuál? preguntó, ¿el conde o el vizconde?

El conde.

¡Dios mío! dijo Haydée, ¿no ha terminado aún?

No sé si ha terminado, querida hija dijo Montecristo tomando las manos de la joven, pero sé que nada tienes que temer.

¡Sin embargo, es el miserable…!

Ese hombre no tiene poder sobre mí, Haydée; cuando tenía que habérmelas con su hijo, era otra cosa.

Y tampoco sabrás tú jamás lo que he sufrido, mi señor.

Montecristo se sonrió.

¡Por la tumba de mi padre! dijo Montecristo poniendo las manos sobre la cabeza de la joven, lo juro, Haydée, que si sucediese una desgracia no será a mí.

Te creo como si fuera Dios quien me estuviese hablando dijo la joven presentando su frente al conde.

Montecristo imprimió en aquella frente pura y hermosa un beso que hizo latir dos corazones a la vez; el uno con violencia, y el otro sordamente.

¡Oh, Dios mío! murmuró el conde, ¡permitiríais aún que yo pudiese amar! Haced entrar al señor conde de Morcef en el salón dijo a Bautista, acompañando a la hermosa griega hacia una escalera secreta.

Permítasenos unas palabras para explicar esta visita que Montecristo esperaba quizá, pero inesperada para nuestros lectores.

Mientras Mercedes, como hemos dicho, hacía la misma especie de inventario que había hecho Alberto, colocaba sus alhajas, cerraba sus cajones, y reunía las llaves para dejarlo todo en un orden perfecto, no reparó en que un rostro pálido y siniestro había aparecido a la vidriera de su cuarto, desde la que se podía ver y oír. El que así miraba, sin ser visto, vio y oyó cuanto ocurría y se hablaba en el cuarto de Mercedes.

Desde aquella puerta, el hombre pálido se dirigió al dormitorio del conde de Morcef, levantó las cortinas y vio lo que sucedía en el patio de entrada, permaneció allí diez minutos inmóvil, mudo, y escuchando los latidos de su corazón: entonces fue cuando Alberto, que volvía de su cita, vio a su padre tras los cortinajes y volvió la cabeza a otro lado.

Las pupilas del conde se dilataron: sabía que el insulto de Alberto a Montecristo había sido terrible, y que en todos los países del mundo era consiguiente un duelo a muerte. Alberto volvió sano y salvo; el conde, pues, estaba vengado.

Un rayo de indecible alegría iluminó aquella lúgubre cara, como el último rayo del sol al acostarse en las nubes que más parecen su tumba que su lecho.

Pero ya hemos dicho que en vano estuvo esperando que su hijo se presentase a darle cuenta de su triunfo: que éste antes del combate no hubiese querido ver al padre cuyo honor iba a vengar, se comprende; pero vengado el honor del padre, ¿por qué el hijo no iba a arrojarse en sus brazos?

Entonces el conde, no pudiendo ver a Alberto, mandó llamar a su criado, y ya saben nuestros lectores que éste le autorizó para contar la verdad.

Diez minutos después, el conde de Morcef estaba en el peristilo, vestido con una levita negra, corbatín militar, pantalón y guantes negros.

Según parece, había dado sus órdenes con anterioridad, porque apenas bajaba el último escalón cuando llegó el coche para recibirle; su criado puso en el coche un gabán militar, en el que iban envueltas dos espadas, cerró la puerta y fue a sentarse al lado del cochero.

Este se inclinó para recibir la orden.

A los Campos Elíseos dijo el general, a casa del conde de Montecristo. ¡Pronto!

Los caballos salieron a escape, y cinco minutos después se detuvieron a la puerta del palacio del conde.

El señor de Morcef abrió él mismo la portezuela, saltó al suelo con la agilidad de un joven, llamó y entró seguido de un criado.

Un segundo después Bautista anunciaba al señor de Montecristo al conde de Morcef, y éste, acompañando a Haydée a la escalera, daba orden para que se le hiciera pasar al salón.

El general daba la tercera vuelta por la sala, cuando vio a Montecristo en pie a la puerta.

¡Ah, es el señor de Morcef… ! Creí haber entendido mal.

Sí, yo soy dijo el conde con una espantosa contracción en los labios que le impedía articular claramente.

Lo único que me falta saber es lo que me proporciona ver al señor de Morcef tan temprano.

¿Habéis tenido esta mañana un lance con mi hijo, caballero? dijo el general.

¿Os habéis enterado? respondió el conde.

Y sé que mi hijo tenía excelentes razones para desear batirse con vos, y hacer cuanto pudiera para mataros.

En efecto, las tenía dijo el conde, pero veis que a pesar de ellas no sólo no me ha matado, sino que ni aun se ha batido.

Y, con todo, os creía la causa de la deshonra de su padre, y de las desgracias que en este momento abruman su casa.

Es verdad dijo Montecristo con su inalterable tranquilidad, causa secundaria y no principal.

Seguramente le habéis dado alguna excusa o explicación.

No le he dado ninguna explicación, y él es el que me ha presentado sus excusas.

¿Pero a qué atribuir esta conducta?

A la convicción de que había en esto un hombre más culpable que yo.

¿Y quién es ese hombre?

Su propio padre.

Sea dijo el conde palideciendo, pero sabéis que aun el más culpable no gusta de verse convencido de culpabilidad.

Lo sé, y por eso esperaba lo que sucede en este momento.

¡Esperabais que mi hijo fuera un cobarde… ! gritó el conde.

Alberto de Morcef no es ningún cobarde dijo Montecristo.

Un hombre que tiene una espada en la mano y a su punta ve a un enemigo y no se bate, es un cobarde. ¡Ah! ¿Por qué no está aquí para poder decírselo?

Caballero dijo Montecristo, no pienso que hayáis venido a contarme vuestros asuntos de familia; id a decir esto a Alberto, él sabrá responderos.

¡Oh!, no, no replicó el general con una sonrisa que en seguida se desvaneció, tenéis razón, no he venido para eso, y sí para deciros que yo también os miro como a mi enemigo, que os odio por instinto, que me parece que os he conocido siempre y siempre os he aborrecido, y que en fin, puesto que los jóvenes de este siglo no se baten, debemos batirnos nosotros… ¿Sois de mi opinión?

Completamente; por eso cuando os dije que había previsto lo que sucedería, quería hablar del honor de vuestra visita.

Mejor. ¿Entonces tendréis hechos vuestros preparativos?

Lo están siempre.

¿Sabéis que nos batiremos a muerte? preguntó el general apretando los dientes de rabia.

Hasta que muera uno de los dos dijo Montecristo mirando de pies a cabeza al señor de Morcef.

Partamos, no necesitamos testigos.

En efecto es inútil; nos conocemos muy bien.

Al contrario dijo Morcef no os conozco.

¡Bah! dijo Montecristo con aquella flema desesperadora. ¿No sois vos el soldado Fernando que desertó la víspera de la batalla de Waterloo? ¿El teniente Fernando que sirvió de guía y espía al ejército francés en España? ¿No sois el capitán Fernando que traicionó y asesinó a su bienhechor Alí? ¿Y todos esos Fernandos reunidos no son el teniente general conde de Morcef, par de Francia?

¡Oh! dijo el general herido por estas palabras como por un hierro candente, ¡oh!, miserable, que me echas en cara mis faltas en el instante en que quizá vas a matarme; no, no he dicho que lo era desconocido; has penetrado en la noche de lo pasado, y tú has leído a la luz de una lámpara que ignoro, cada página de mi vida; pero tal vez hay más honor en mí, en medio de mi oprobio, que en ti bajo ese aspecto pomposo; tú me conoces, lo sé, pero yo no lo conozco, aventurero lleno de oro y pedrerías. Tú que lo haces llamar en París el conde de Montecristo, en Italia Simbad el Marino, y en Malta qué sé yo, ya lo he olvidado. Tu nombre es lo que lo pido, lo verdadero

nombre, quiero saber, en medio de tus cien nombres, con objeto de pronunciarlo sobre el terreno del combate en el momento en que mi espada parta en dos lo corazón.

Montecristo palideció terriblemente; sus ojos parecían de fuego; de un salto entró en el despacho inmediato al salón, y en menos de un segundo, quitándose la corbata, levita y chaleco, se vistió una chaqueta y se puso un sombrero de marino, bajo el cual se dejaban ver sus negros cabellos.

Salió así, implacable y avanzando con los brazos cruzados ante el general, que le esperaba y que retrocedió espantado hasta encontrar una mesa, en la que se apoyó.

Fernando le dijo, de mis cien nombres basta uno solo para herirte como un rayo, pero éste lo adivinas o por lo menos lo acuerdas de él, porque a pesar de mis penas, de mis martirios, puedo hoy mostrarte un rostro que la dicha de la venganza rejuvenece, que muchas veces debes haber visto en sueños después de lo matrimonio… con Mercedes, que era mi novia.

El general, con la cabeza caída hacia atrás, las manos extendidas y la vista fija, devoraba en silencio este terrible espectáculo; buscando en seguida la pared para apoyarse en ella, se dejó ir hasta la puerta, por la que salió andando de espaldas, pronunciando con acento lúgubre:

¡Edmundo Dantés!

Luego, con unos suspiros que nada tenían de humanos, bajó hasta el peristilo de la casa, llegó a la entrada y cayó en brazos de su criado, pronunciando con voz muy débil:

A casa, a casa.

Por el camino, el aire fresco y la vergüenza de que sus criados vieran el estado en que se hallaba, le permitieron coordinar sus ideas; pero el camino era corto, y al llegar a su casa, todos sus dolores se renovaron.

Antes de llegar hizo parar el carruaje y bajó.

La puerta estaba abierta; un coche de alquiler, que el conde miró con espanto, estaba esperando. No quiso preguntar a nadie y se dirigió a su habitación.

En aquel instante, Mercedes, apoyada en el brazo de su hijo, salía de su casa.

Pasaron a un palmo del desgraciado, que detrás de una mampara de damasco sintió el roce del vestido de seda de Mercedes, y oyó estas palabras pronunciadas por su hijo:

¡Valor, madre mía! Venid, venid, no estamos ya en nuestra casa.

El general, sosteniéndose en la puerta, ahogó el más triste suspiro que jamás haya salido del pecho de un padre abandonado a la vez por su mujer a hijo.

Al poco rato, oyó la voz del cochero y el ruido del pesado carruaje; entró en su cuarto para mirar por última vez cuanto más había amado en el mundo, pero el coche salió sin que la cabeza de Mercedes o la de Alberto se asomasen a la portezuela para dar la última mirada al padre, al esposo abandonado, para otorgarle el perdón.

En el momento en que pasaron las ruedas por la puerta, y el ruido del coche resonó en la calle, se oyó un tiro: una espesa humareda salió por uno de los cristales del dormitorio del conde, que se rompió por efecto de la explosión.

Capítulo octavo

Valentina

El lector habrá adivinado seguramente dónde tenía Morrel quehacer y en dónde le esperaban; así es que al dejar a Montecristo se encaminó lentamente a casa de Villefort.

Cuando decimos lentamente es porque Morrel tenía media hora aún para andar quinientos pasos, y sin embargo, se había separado de Montecristo para poder pensar con libertad.

Bien sabía a la hora que podía hallar a Valentina, que era cuando ésta hacía compañía al señor Noirtier, mientras éste estaba desayunando. El anciano y la joven le habían permitido viniese dos veces a la semana.

Llegó; Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de sí, le cogió por la mano y le llevó delante de su abuelo.

Aquella inquietud extremada provenía del ruido que la aventura de Morcef había hecho en el mundo elegante; nadie dudaba que un duelo se produciría, y Valentina, con el instinto de la mujer, había adivinado que Morrel sería el testigo del conde de Montecristo; conociendo además el valor del joven y su gran amistad con el conde, temía que no se contentase con la parte pasiva que le correspondía. Cuando le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los detalles dados, y Morrel pudo leer una indecible alegría en los ojos de su amada, cuando supo que el lance había terminado de un modo no menos dichoso que inesperado.

Ahora dijo Valentina, haciendo señas a Morrel para que se sentase al lado del anciano, y colocándose ella en el taburete en que éste apoyaba sus pies hablemos algo de nuestros asuntos. ¿Sabéis, Morrel, que mi abuelo quiso dejar esta casa para que fuésemos a vivir separados del señor Villefort?

Sí, ciertamente, me acuerdo de aquel proyecto, y lo celebré grandemente.

Pues bien dijo Valentina, celebradlo de nuevo, Maximiliano, porque hemos vuelto a pensar en ello.

¡Bravo! exclamó Maximiliano.

¿Y sabéis la razón que da para salir de casa?

Noirtier miró a su hija para imponerle silencio, pero ésta no lo advirtió, porque sus ojos, sus miradas, sonrisas, todo, todo era para Morrel.

¡Oh!, cualquiera que sea la razón que dé el señor Noirtier dijo Morrel, creo que ha de ser muy buena.

Excelente: pretende que el aire del arrabal San Honoré no es bueno para mí.

Y tiene razón, Valentina dijo Morrel, hace quince días que vuestra salud se ha alterado.

Sí, un poco, es verdad respondió Valentina; por eso mi abuelo se ha constituido en mi médico, y como sabe de todo, tengo gran confianza en él.

Pero, en fin, ¿es verdad que sufrís, Valentina? preguntó vivamente Morrel. .

¡Oh, Dios mío!, no puede llamarse sufrir; experimento un malestar general, eso es todo; he perdido el apetito y me parece que mi estómago sostiene una lucha como para acostumbrarse a alguna cosa.

Noirtier no perdía una palabra de cuanto decía Valentina.

¿Y qué método seguís para esa enfermedad desconocida?

Es muy sencillo dijo Valentina, todas las mañanas tomo una cucharada de la poción que traen para mi abuelo; cuando digo una cucharada quiero decir que he empezado por una; ahora ya tomo hasta cuatro.

Valentina se sonrió, pero había algo de tristeza y sufrimiento en aquella sonrisa.

Ebrio de amor, Maximiliano la miraba en silencio; era muy hermosa, pero su palidez había aumentado, sus ojos brillaban con un fuego más ardiente que de costumbre, y sus manos, blancas como el nácar, parecían de cera que una tinta pajiza se apodera de ella con el tiempo.

El joven apartó sus ojos de Valentina y los fijó en el señor Noirtier. Este, con su extraña y profunda inteligencia, contemplaba a la joven absorta en su amor; pero al igual que Morrel, seguía la huella de un sufrimiento secreto y tan poco visible que sólo se revelaba a los ojos del padre y del amante.

Pero dijo Morrel, esa poción de la que habéis llegado a lo. mar cuatro cucharadas, la creo preparada para el señor Noirtier.

Sé que es muy amarga; tanto, que cuanto bebo después me parece que tiene el mismo gusto.

Noirtier miró a su nieta con ojos interrogadores.

Sí, abuelo dijo Valentina, así es; hace un instante, antes de bajar a vuestro cuarto, bebí un vaso de agua con azúcar; pues bien tuve que dejar la mitad, tan amarga me pareció.

Noirtier palideció, a hizo señas de que quería hablar.

Valentina se levantó para ir a buscar el diccionario: Noirtier la seguía con la vista con una angustia indecible.

En efecto, la sangre subía a la cabeza de la joven. Sus mejillas se enrojecieron.

Es singular dijo, me mareo, parece que el sol ha herido mis ojos.

Y se apoyó en la ventana.

No hay sol dijo Morrel, más inquieto aún por la expresiva cara de Noirtier que por la indisposición de Valentina, y corrió hacia ella.

Valentina se sonrió.

¡Tranquilízate, abuelo mío! dijo a Noirtier. No os inquietéis, Maximiliano, no es nada, ya pasó; pero escuchad…, ¿no oís el ruido de un carruaje en el patio de entrada?

Abrió la puerta del cuarto de Noirtier, se asomó a la ventana del corredor y regresó precipitadamente.

Sí dijo, la señora Danglars y su hija que vienen a visitarnos; adiós, me marcho, porque vendrían a buscarme aquí, o mejor dicho, hasta la vuelta; permaneced aquí, Maximiliano, os prometo no tardar.

Maximiliano la siguió con la vista, la observó mientras cerraba la puerta, y la oyó subir por la escalera que conducía al mismo tiempo al cuarto de la señora de Villefort y al suyo.

Cuando la joven hubo salido, Noirtier hizo señas a Morrel de que tomase el diccionario.

Morrel obedeció; guiado por Valentina se había acostumbrado a comprender las señas del anciano, mas como era preciso recorrer las letras del alfabeto y buscar palabra por palabra en el diccionario, sólo al cabo de diez minutos pudo traducir el pensamiento de Noirtier.

Buscad el vaso de agua y la botella que están en el cuarto de Valentina.

Morrel tiró de la campanilla y se presentó el criado que había sustituido a Barrois, al que dio esta orden en nombre de Noirtier.

El criado volvió al instante; la botella y el vaso estaban vacíos. Noirtier hizo señal de que quería hablar.

¿Por qué el vaso y la botella están vacíos? preguntó. Valentina dijo que no había bebido más que la mitad del vaso.

No sé respondió el criado, pero la camarera está en el cuarto de la señorita Valentina, y ella quizá los habrá vaciado.

Preguntadle dijo Morrel, adivinando esta vez el pensamiento del señor Noirtier por su mirada.

El criado salió y volvió en seguida.

La señorita Valentina ha pasado por su cuarto para ir al de la señora de Villefort dijo, y teniendo sed bebió lo que quedaba del vaso; la botella la vació el señorito Eduardo para hacer un estanque para sus pájaros.

Noirtier levantó los ojos al cielo, como hace el jugador que aventura a un solo golpe toda su fortuna.

A partir de aquel momento, los ojos del anciano se fijaron en la puerta y no se apartaron de aquella dirección.

Eran la señora Danglars y su hija las que vio Valentina; las hicieron pasar a la habitación de la señora de Villefort, que dijo recibiría en ella y he aquí por qué Valentina había pasado por su cuarto que comunicaba con el de Eduardo y el de la señora de Villefort.

Las dos mujeres penetraron en el salón con aquella seria frialdad que anunciaba una comunicación oficial.

Entre las personas del gran mundo, pronto se conoce y se adopta un sistema: la señora de Villefort tomó una actitud igual a la de sus visitas; Valentina se presentó en aquel momento y empezaron de nuevos los cumplidos.

Querida amiga dijo la baronesa, mientras las jóvenes se daban las manos, vengo con Eugenia a anunciaros su próximo enlace con el príncipe Cavalcanti.

Danglars daba siempre a éste el título de príncipe; al banquero le parecía que sonaba mejor que el de conde.

Permitidme, pues, que os dé mis sinceros parabienes respondió la señora de Villefort. El príncipe Cavalcanti parece un joven dotado de excelentes cualidades.

Si hablamos como dos amigas dijo sonriéndose la baronesa, debo deciros que el príncipe no es aún lo que será: hay todavía en él algunas de aquellas rarezas que hacen que los franceses reconozcamos a primera vista al gentilhombre italiano o alemán. Parece, con todo, que tiene muy buen corazón, bastante talento, y en cuanto a lo demás, dice Danglars, que su fortuna es majestuosa: estas son sus palabras.

Y además añadió Eugenia, pasando las hojas del álbum de la señora de Villefort, añadid, señora, que tenéis una inclinación particular a ese joven.

Y dijo la señora de Villefort considero inútil preguntaros si participáis de esa inclinación.

¡Yo! respondió Eugenia con serenidad imperturbable, ¡oh!, nada de eso, señora, mi vocación no es la de encadenarme, sujetándome a los cuidados de una casa y a los caprichos de un hombre, sea el que quiera: mi vocación es la de artista, y tengo siempre libre el corazón, mi persona y mi pensamiento.

Eugenia dijo estas palabras con un tono tan enérgico y resuelto que Valentina se sonrojó; la tímida joven no podía comprender aquella naturaleza vigorosa que parecía no participar en nada de la timidez de la mujer.

Por lo demás continuó, puesto que estoy destinada al matrimonio, debo dar gracias a la Providencia, que me ha procurado los desdenes del señor Alberto de Morcef, porque sin eso me vería hoy convertida en la esposa de un hombre perdido.

Es cierto dijo la baronesa, con aquella extraña sencillez que se encuentra a veces en las señoras, y que el trato con personas de otra esfera no les hace perder A no ser por las dudas de Morcef, mi hija se casaba con Alberto; el general tenía mucho empeño en ello, y había venido expresamente a ver a Danglars para que consintiese: de buena nos hemos librado.

Pero observó Valentina, ¿la deshonra del padre recae sobre el hijo? Alberto me parece muy inocente de la traición del general.

Escuchadme, mi buena amiga dijo la implacable Eugenia. Alberto recibirá y merece su parte; después de haber provocado ayer en la Opera al conde de Montecristo, hoy le ha presentado sus excusas sobre el terreno.

¡Eso es imposible! dijo la señora de Villefort.

¡Ay!, amiga mía dijo la señora Danglars, con aquella sencillez que ya hemos visto en ella, es cierto, lo sé por Debray que se halló presente.

Valentina también sabía la verdad, pero guardó silencio. Aquella conversación llevó su pensamiento a la habitación de Noirtier, adonde la esperaba Morrel.

Absorta en estas ideas hacía ya un momento que no tomaba parte en la conversación, y aun le hubiera sido imposible el decir de lo que hablaban hacía rato, cuando de pronto la mano de la señora de Danglars, que se apoyaba en su brazo, la sacó de su ensimismamiento.

¿Qué hay, señora? dijo Valentina, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

Hay, mi querida Valentina dijo la baronesa, que sufrís sin duda alguna.

¿Yo? dijo la joven pasando la mano sobre su frente, que ardía.

Sí; miraos en ese espejo. Os habéis puesto encarnada y pálida dos veces en menos de un minuto.

Realmente, estáis muy pálida dijo Eugenia.

Por poco que lo estuviese, aprovechó la ocasión para retirarse; además, la señora de Villefort vino en su ayuda.

Retiraos, Valentina dijo, sufrís realmente, y estas señoras tendrán la bondad de excusaros; tomad un vaso de agua pura, que os hará bien.

Valentina abrazó a Eugenia, saludó a la señora de Danglars, que estaba ya en pie para retirarse, y salió.

Esta pobre niña me tiene con cuidado y no me admiraría que le sucediese algún accidente dijo la señora de Villefort.

Entretanto Valentina, con una especie de exaltación desconocida para ella, sin responder a unas palabras que le dijo el niño, salió a la escalera. Bajó todos los escalones, menos los tres últimos; oyó la voz de Morrel, cuando de repente perdió la vista, su pie perdió el escalón, sus manos no tuvieron fuerza para sujetarse al pasamano y rodó por la escalera.

Morrel abrió la puerta, dio un salto y halló a Valentina en el suelo; ésta abrió los ojos.

¡Oh! ¡Qué torpe soy! dijo, ya no sé andar, ¡había olvidado que aún me faltaban tres escalones!

¿Os habéis lastimado, Valentina? exclamó Maximiliano, ¡Dios mío! ¡Dios mío!

No, no; os digo que todo ha pasado, no ha sido nada; ahora dejadme que os diga una cosa: dentro de tres días hay un banquete, una comida de boda; todos estamos invitados, mi padre, la señora de Villefort y yo, según he oído.

¿Cuándo nos ocuparemos nosotros de esos preparativos? ¡Oh! ¡Valentina! Vos que tanto ascendiente tenéis sobre vuestro abuelo, procurad que diga: muy pronto.

Entonces, ¿contáis conmigo para estimular la lentitud y avivar la memoria de mi abuelo?

Sí, pero haced que sea pronto; hasta que no seáis mía, Valentina, tengo miedo de perderos.

¡Oh! respondió Valentina con un movimiento convulsivo. ¡Oh!, de veras, Maximiliano, resultáis muy miedoso para ser oficial; vos de quien se dice que jamás conocisteis el miedo. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

Y prorrumpió en una risa dolorosa, sus brazos se enderezaron retorciéndose, su cabeza cayó sobre el sillón y quedó sin movió. El grito de terror que Dios había quitado de los labios del anciano salió de su mirada.

Morrel comprendió que se trataba de llamar para que la socorriesen.

El joven tiró fuertemente del cordón de la campanilla. La camarera que estaba en el cuarto de Valentina y el criado que reemplazó a Barrois acudieron al mismo tiempo.

Valentina estaba tan pálida, fría a inmóvil, que sin escuchar lo que les decían, salieron por el corredor, pidiendo socorro; tal era el miedo que reinaba en aquella casa maldita.

La señora de Danglars y Eugenia, que salían, pudieron enterarse de la causa de aquel rumor.

Ya os lo había dicho dijo la señora de Villefort, ¡pobre criatura!

En el mismo instante, oyóse la voz del señor de Villefort, que gritaba desde su despacho:

¿Qué ocurre?

Morrel consultó con una mirada a Noirtier, que había recobrado su serenidad, y con la vista le indicó el despacho en el que otra vez, en circunstancia semejante, se había refugiado. Apenas tuvo tiempo para coger el sombrero y entrar en el despacho, ya se oían los pasos del procurador del rey en el pasillo.

Villefort entró precipitadamente en la estancia, corrió hacia Valentina y la tomó en sus brazos.

¡Un médico! ¡Un médico!, el señor d'Avrigny… Pero será mejor que vaya yo mismo y salió del cuarto. Por la otra puerta se escapó Morrel.

Su corazón acababa de ser herido por un recuerdo terrible. Aquella conversación que oyó entre el doctor y Villefort, la noche en que falleció la señora de SaintMerán, acudió a su imaginación. Aquellos síntomas, aunque en un grado más espantoso, eran también los que precedieron a la muerte de Barrois.

Al mismo tiempo, parecióle que resonaba en su oído la voz de Montecristo que le había dicho no hacía aún dos horas:

Cualquier cosa que necesitéis, Morrel, acudid a mí, puesto que yo puedo mucho.

Más veloz que el pensamiento, corrió desde el arrabal San Honoré a la calle de Matignón, y desde allí a la entrada de los Campos Elíseos.

Al mismo tiempo, el señor de Villefort llegaba en un carruaje de alquiler a la puerta de la casa del doctor d'Avrigny. Llamó con tanta energía que el portero salió asustado; subió la escalera sin fuerzas

para hablar; el portero, que le conocía, le dejó pasar gritándole solamente:

En su despacho, señor procurador del rey, en su despacho.

Villefort empujaba ya, o más bien forzaba la puerta.

¡Ah! dijo el doctor. ¿Sois vos?

Sí dijo Villefort, cerrando la puerta; sí, doctor, soy yo, que vengo a preguntaros a mi vez si estamos solos. Doctor, mi casa es una casa maldita.

¿Qué ocurre? dijo éste fríamente en apariencia, pero con grande conmoción interior. ¿Tenéis algún enfermo?

Sí, doctor gritó Villefort mesándose los cabellos con mano convulsiva; sí, doctor.

La mirada de d'Avrigny significaba:

Os lo había predicho.

En seguida sus labios pronunciaron lentamente estas palabras:

¿Quién va a morir? ¿Qué nueva víctima va a acusaros ante Dios de vuestra debilidad?

Un suspiro doloroso salió del corazón de Villefort. Se acercó al médico y le agarró por un brazo.

¡Valentina! dijo. ¡Ha tocado el turno a Valentina!

¡Vuestra hija! exclamó d'Avrigny lleno de dolor y de sorpresa.

¿Veis como estabais equivocado? dijo el magistrado, venid a verla, y junto a su lecho de dolor pedidle perdón por haber sospechado de ella.

Cada vez que me habéis avisado ha sido ya tarde dijo el doctor; no importa, voy, pero démonos prisa, no puede perderse tiempo con los enemigos que atacan vuestra casa.

¡Oh!, esta vez no me echaréis en cara mi debilidad. Esta vez conoceré al asesino y le castigaré.

Tratemos de salvar la vida a la víctima antes de pensar en vengar su muerte. Vamos.

Y el carruaje en que había ido Villefort le condujo de nuevo rápidamente acompañado de d'Avrigny, al mismo tiempo en que por su parte Morrel llamaba a la puerta de Montecristo.

El conde se hallaba en su despacho, y pensativo leía dos renglones que Bertuccio acababa de escribirle.

Al oír anunciar a Morrel, del que no hacía dos horas que se había separado, el conde levantó la cabeza.

Para él como para el conde, habían ocurrido muchas cosas durante aquellas dos horas, porque el joven que le dejó con la risa en los labios, se presentaba con la fisonomía alterada. El conde se levantó y salió al encuentro de Morrel.

¿Qué ocurre, Maximiliano? Estáis pálido y con la frente bañada en sudor.

Morrel cayó en un sillón.

Sí dijo; he venido corriendo, tenía necesidad de hablaros.

¿Todos están bien en vuestra casa? preguntó el conde con un tono tan afectuoso que nadie podía dudar de su sinceridad.

Gracias, conde, gracias dijo el joven visiblemente perplejo sobre el modo de iniciar la conversación. Sí, mi familia está bien.

Tanto mejor. ¿Y sin embargo, tenéis algo que decirme? le dijo el conde cada vez más inquieto.

Sí dijo Morrel, acabo de salir de una casa en que la muerte ha entrado, para correr a vos.

¿Venis de casa de Morcef? dijo Montecristo.

No dijo Morrel; ¿es que ha muerto alguien en casa de Morcef?

El general se ha saltado la tapa de los sesos respondió fríamente Montecristo.

¡Pobre condesa! dijo Maximiliano, es a ellos a quien compadezco.

Compadeced también a Alberto, Maximiliano; porque, creedme, es un hijo digno de la condesa. Sin embargo, volvamos a vos: ¿veníais para decirme algo? ¿Tendría la dicha de que necesitaseis de mí?

Sí; necesito de vos. Es decir, he creído como un insensato que podríais socorrerme en unas circunstancias en que sólo Dios puede hacerlo.

Hablad respondió Montecristo.

¡Oh! dijo Morrel, no sé si me será permitido revelar semejante secreto a oídos humanos, pero la fatalidad me conduce y la necesidad me obliga a ello, conde…

Morrel se detuvo vacilante.

¿Creéis que os quiero? le preguntó Montecristo, cogiéndole cariñosamente la mano.

Vos me animáis, y además hay algo aquí y puso la mano sobre el corazón que me dice que no debo tener secretos para vos…

Tenéis razón, Morrel; Dios habla por vuestro corazón, seguid sus impulsos.

Conde, ¿me permitís que mande a Bautista a preguntar de parte vuestra por una persona a quien conocéis?

Me he puesto completamente a vuestra disposición, y con mucha mayor razón mis criados.

¡Ahl, es que no puedo vivir hasta que no sepa que está mejor. ¿Queréis que llame a Bautista?

No; voy a hablarle yo mismo.

Morrel salió, llamó a Bautista, le dijo en secreto algunas palabras, y el criado salió corriendo.

Y bien, ¿le habéis enviado ya? preguntó Montecristo, viendo entrar a Morrel.

Sí; y voy a estar algo más tranquilo.

Sabéis que estoy esperando dijo Montecristo sonriéndose.

Sí, y yo hablo: escuchad. Una tarde que estaba en un jardín oculto entre las flores, y que nadie podia pensar que yo me hallaba allí, pasaron dos personas tan cerca, permitid que calle por ahora sus nombres, que pude oír toda su conversación, sin perder una palabra, aunque hablaban en voz baja.

Me vais a contar algo terrible, a juzgar por vuestra palidez y vuestro temblor.

¡Oh!, sí, muy terrible, amigo mío; acababa de morir uno en la casa del amo del jardín en que yo me hallaba: una de las dos personas cuya conversación oía era el amo del jardín, la otra el médico: el primero confiaba al segundo sus temores y sus penas, porque era la segunda vez en un mes que la muerte, rápida a inesperada, se presentaba en aquella casa que se creería designada por algún ángel exterminador, a la cólera del Señor.

¡Ah!, ¡ah! dijo Montecristo mirando fijamente al joven y volviéndose en su sillón, de modo que su cara quedó en la sombra, mientras la de Morrel quedaba de lleno inundada por la luz.

Sí continuó éste, la muerte había entrado dos veces en esta casa en un mes.

¿Y qué respondía el doctor? inquirió Montecristo.

Respondía… que aquella muerte no era natural, y debía atribuirse…

¿A qué?

Al veneno.

¿De veras? dijo Montecristo, con aquella tos ligera que en los momentos de gran emoción le servía para disimular, ya sea lo sonrosado o pálido de su rostro, ya la atención misma con que escuchaba, ¿de veras, Maximiliano, habéis oído todas esas cosas?

Sí, querido conde, las he oído, y el doctor añadió que si un suceso como éste se repetía, se creería obligado a dar parte a la justicia.

Montecristo escuchaba o parecía escuchar con la mayor calma y serenidad.

Y bien, la muerte se ha presentado por tercera vez dijo Maximiliano, y ni el amo de la casa, ni el doctor han hecho nada. La muerte va a asestar su cuarto golpe, conde, ¿a qué creéis que me obliga el conocimiento de este secreto?

Querido amigo le respondió Montecristo, me parece que contáis una aventura que todos conocemos. La casa en que habéis oído eso yo la conozco, o al menos una igual, en que hay jardín, padre de familia, doctor y tres muertes extrañas a inesperadas; pues bien, yo que no he interceptado secretos, pero lo sabía como vos, ¿tengo escrúpulos de conciencia? No, nada tengo que ver en todo ello. Decís que un ángel exterminador parece que ha señalado esa casa a la cólera del Señor; ¿y quién os dice que vuestra suposición no es una realidad? No veáis las cosas que no ven los que tienen un interés en ello. Si es la justicia y no la cólera de Dios, la que está en esa casa, Maximiliano, volved la cabeza y dejad paso a la justicia de Dios.

Morrel tembló: había un no sé qué de terrible, lúgubre y solemne en las palabras de conde.

Además continuó con un cambio de voz tan marcado que habríase dicho que aquellas palabras no salían de la boca del mismo hombre, ¿quién os ha dicho que volverá a empezar?

Empieza de nuevo, conde, y he aquí por qué he venido a buscaros.

Y bien, ¿qué queréis que haga, Morrel? ¿Quisierais, por casualidad que avisara al procurador del rey?

Montecristo articuló estas últimas palabras con tanta claridad y una acentuación tan marcada, que Morrel se levantó gritando:

¡Conde!, ¡conde! sabéis de quién quiero hablar, ¿no es verdad?

Desde luego, mi buen amigo, y voy a probároslo indicándoos las personas; os paseasteis una tarde, en el jardín del señor de Villefort, y según lo que me habéis dicho, presumo que fue la tarde de la muerte de la señora de SaintMerán; habéis oído a Villefort hablar con d'Avrigny, de la muerte del señor de SaintMerán y de la no menos espantosa de la baronesa. El doctor decía que creía ver en aquello un envenenamiento, y he aquí vos, hombre de bien por excelencia, hace dos meses ocupado en sondear vuestro corazón para saber si debéis revelar este secreto o callarlo. No nos encontramos en la Edad Media, amigo querido, y no hay Santa Vehma, ni jueces francos: ¿qué diablos queréis con esa gente? Conciencia, ¿qué me quieres?, como dice Sterne. ¡Eh!, querido mío, dejadles dormir, si duermen; dejadles palidecer en sus insomnios, si tienen insomnios, y por el amor de Dios, dormid vos, que no tenéis remordimientos que os impidan el hacerlo.

Un dolor espantoso reflejóse en el rostro de Morrel; cogió la mano de Montecristo.

¡Pero empieza de nuevo, os he dicho!

¡Y bien! dijo el conde, admirado de aquella tenacidad que no comprendía, y mirando con atención a Maximiliano, dejad que empiece: es una familia de Atridas. Dios les ha condenado, y sufrirán su sentencia. Todos desaparecerán, como frailes que los niños hacen con las cartas, y que caen con un soplo aunque sean doscientos. Hace tres meses fue el señor de SaintMerán; poco después, su mujer. Hace pocos días, Barrois; hoy será el viejo Noirtier o la joven Valentina.

¡Vos lo sabíais! exclamó Morrel con un terror tal, que el propio Montecristo, que si hubiese visto hundirse el cielo hubiera permanecido impávido, tuvo que estremecerse y temblar. ¿Lo sabíais, y nada me habéis dicho?

¿Y qué importa? respondió Montecristo, ¿conozco yo acaso a esa gente? ¿Y es preciso que pierda a uno por salvar a otro? Por vida mía que entre el culpable y la víctima no sé a quién dar la preferencia.

¡Pero yo! ¡Yo! gritó Morrel fuera de sí. ¡Yo la amo!

¿Vos amáis? ¿A quién? dijo Montecristo, cogiendo las dos manos que Morrel elevaba hacia el cielo.

Amo como un insensato, locamente, como un hombre que daría toda su sangre por evitar que derramase una lágrima; amo a Valentina de Villefort, a quien asesinan en este instante. ¿Lo oís?, la amo, y pido a Dios y a vos que me ayuden a salvarla.

Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y exclamó:

¡Desdichado! ¡Amas a Valentina! ¡A esa hija de una raza maldita!

Jamás había visto Morrel semejante expresión. Jamás mirada tan terrible se había presentado ante sus ojos; ni el genio del terror, que tantas veces apareciera en los campos de batalla y en las noches homicidas de Argelia, se le había presentado con fulgor más siniestro. Quedóse aterrado.

Montecristo, después de pronunciar aquellas palabras, cerró un momento los ojos, como alucinado por una revelación interior; durante un instante permaneció recogido en sí, con tal poder que poco a poco viose sosegarse su alterado pecho; aquel silencio, aquella lucha duraron unos veinte segundos.

En seguida, el conde, levantando su pálida frente, dijo:

Ya veis, querido amigo, cómo Dios sabe castigar a los hombres más fanfarrones, a los más indiferentes con los terribles espectáculos que presenta a su vida; yo, que miraba, espectador impasible y curioso, el desenlace de esa lúgubre tragedia; yo, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los hombres al abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he aquí que a mi vez me siento mordido por la serpiente, cuya tortuosa marcha observaba, y mordido en el mismo corazón.

Morrel dio un suspiro.

Vamos, vamos continuó el conde, basta de quejas. Sed hombre, sed fuerte y esperad, porque estoy yo aquí y velo por vos.

Morrel meneó tristemente la cabeza.

Os digo que esperéis, ¿me comprendéis? Habéis de saber que jamás miento y nunca me engaño. Son las doce, querido amigo; dad gracias al cielo que habéis venido a esta hora, en lugar de esta tarde o de mañana por la mañana. Prestad atención a lo que voy a deciros, Morrel: si Valentina no ha muerto a la hora presente, no morirá.

¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! exclamó Morrel, ¡yo que la dejé expirando!

El conde puso una mano sobre su frente. ¿Qué ocurriría dentro de aquella cabeza llena de tan espantosos secretos? ¿Qué dijo a aquel espíritu implacable y humano a la vez el ángel de la luz o el de las tinieblas? Dios sólo lo sabe. Montecristo levantó la cabeza, y su fisonomía estaba tranquila como el niño que se despierta.

Maximiliano dijo. Regresad tranquilamente a vuestra casa; os recomiendo que no deis un paso, que nada intentéis, que no dejéis ver en vuestro semblante la más pequeña sombra de precaución; yo os daré noticias, id.

¡Dios mío! dijo Morrel, me asustáis, conde, con vuestra sangre fría. ¿Podéis algo contra la muerte? ¿Sois algo más que un hombre? ¿Sois un ángel oun dios?

Y el joven, a quien ningún peligro había hecho dar un paso atrás, retrocedió ante el conde, lleno de terror indecible.

Puedo bastante, amigo mío respondió el conde; id, tengo necesidad de estar solo.

El pobre joven, fascinado por el ascendiente que el conde ejercía sobre cuantos le rodeaban, no procuró sustraerse a él. Estrechóle la mano y salió.

Detúvose a la puerta, esperando a Bautista, al que vio venir corriendo por la calle de Matignón.

Entretanto Villefort y d'Avrigny, que habían llegado, encontraron a Valentina desmayada aún; el médico examinó a la enferma con el cuidado que reclamaban las circunstancias y con la profundidad que le daba el conocimiento del secreto. Villefort, pendiente de sus miradas y de sus labios, esperaba el resultado de aquel examen; Noirtier, más pálido que la joven y más ansioso de una solución que el

mismo Villefort, esperaba también, y todo era en él impaciencia y ansiedad.

Al fin, d'Avrigny dijo lentamente estas palabras.

Aún vive.

¡Aún! dijo Villefort, ¡oh!, doctor, ¡qué palabras tan dulces acabáis de pronunciar!

Sí dijo el médico; repito mi frase; aún vive, y me sorprende mucho.

¿Pero se salvará? preguntó el padre.

Sí, puesto que vive aún.

En aquel momento, la mirada de d'Avrigny se encontró con la de Noirtier; sus ojos brillaban con una alegría extraordinaria; leíase en su vista un pensamiento tan profundo que llamó la atención del facultativo.

Dejó caer de nuevo en el sillón a la joven, cuyos blanquecinos labios apenas se distinguían de su rostro, y permaneció inmóvil, mirando a Noirtier, por el que todos los movimientos del médico eran comentados y comprendidos.

Caballero dijo d'Avrigny a Villefort, llamad a la doncella de Valentina, os lo ruego.

Villefort dejó la cabeza de su hija que sostenía en sus manos, y fue él mismo a llamar a la doncella. En el momento se cerró la puerta; d'Avrigny se acercó a Noirtier.

¿Queréis decirme algo? le preguntó.

El anciano cerró y abrió prontamente los ojos; era la única señal afirmativa que podía hacer.

¿A mí solo?

Sí dijo Noirtier.

Bien, entonces me quedaré con vos.

Villefort entró seguido de la doncella, y tras ésta, la señora de Villefort.

¿Pero qué le ocurre a esta niña querida? dijo, salió de mi cuarto, se quejaba, decía que estaba indispuesta, pero nunca creí que fuese cosa tan seria.

Y con los ojos llenos de lágrimas y con todas las señales de amor de una verdadera madre, se acercó a la joven, cuyas manos cogió.

El médico continuaba mirando a Noirtier. Vio los ojos del anciano dilatarse, abrirse redondos, sus mejillas ponerse cárdenas y temblar, y el sudor inundar su frente.

¡Ah! exclamó involuntariamente, siguiendo la dirección de la mirada de Noirtier, es decir, fijando sus ojos en la señora de Villefort, que repetía:

¡Pobre niña! Mejor estará en su cama; venid, Fanny, la acostaremos.

D'Avrigny, que vio en aquella proposición un medio de quedarse a solas con Noirtier, hizo señal con la cabeza de que efectivamente era lo mejor que podía hacerse, pero prohibió expresamente que tomase nada sin que él lo mandase.

Lleváronse a Valentina, que había vuelto en sí, pero que no podía moverse ni casi hablar, tal era el estado en que la había dejado aquel ataque.

Saludó con la vista a su abuelo, al que parecía que le arrancaban el alma al verla salir.

D'Avrigny siguió a la enferma, terminó sus recetas, mandó a Villefort que tomase un coche, y fuese en persona a la botica a hiciese preparar a su vista los medicamentos recetados, que los trajese él mismo, y le esperase en el cuarto de su hija. Y renovando la prohibición de darle nada, bajó al cuarto de Noirtier, cerró la puerta, y después de asegurarse de que no podía ser oído por nadie de fuera, le dijo:

Veamos, ¿sabéis algo de la enfermedad de vuestra nieta?

Sí hizo el anciano.

Escuchad, no podemos perder tiempo; voy a preguntaros, vos me responderéis.

Noirtier hizo señal de que estaba pronto a responder.

¿Habíais previsto el accidente que ha sucedido hoy a Valentina?

Sí.

El doctor reflexionó un instante, y luego se acercó a Noirtier.

Perdonad lo que voy a deciros, pero en las terribles circunstancias en que estamos, no debe descuidarse el menor indicio. ¿Visteis morir al pobre Barrois?

Noirtier levantó los ojos al cielo.

¿Sabéis de qué murió? preguntó d'Avrigny, apoyando una mano sobre el hombro de Noirtier.

Sí respondió el anciano.

¿Pensáis que su muerte fue natural?

Algo parecido a una sonrisa quiso asomarse a los inertes labios de Noirtier.

¿Entonces habéis creído que Barrois fue envenenado?

Sí.

¿Creéis que el veneno de que fue víctima se había preparado para él?

No.

¿Creéis que sea la misma mano que envenenó a Barrois, queriendo hacerlo con otro, la que ha envenenado a Valentina?

Sí.

¿Entonces va a sucumbir? preguntó d'Avrigny, fijando en Noirtier una profunda mirada y esperando el efecto que producirían en él estas palabras.

¡No! respondió con un aire de triunfo que hubiese bastado a desbaratar las conjeturas del más hábil adivino.

¿Esperáis? dijo sorprendido d'Avrigny.

Sí.

¿Qué es lo que esperáis?

El anciano dio a entender con los ojos que no podía responder.

¡Ah!, sí; es verdad dijo d'Avrigny, y volviéndose a Noirtier, dijo; ¿Esperáis que el asesino se cansará?

No.

¿Esperáis que el veneno resulte ineficaz para Valentina?

Sí.

No creo enseñaros nada de nuevo, si os digo que han tratado de envenenarla, ¿verdad? añadió d'Avrigny.

El anciano le hizo seña de que no le quedaba duda de ello.

¿Cómo esperáis entonces que Valentina se libre de la muerte?

Noirtier mantuvo los ojos obstinadamente fijos en el mismo sitio. D'Avrigny siguió la dirección de los ojos del anciano, y vio que se dirigían a una botella que contenía la poción que tomaba todas las mañanas.

¡Ah!, ¡ah! dijo d'Avrigny iluminado por aquella señal, ¿habéis tenido la idea… ?

Noirtier no le permitió acabar la frase.

Sí expresó con la mirada.

De precaverla contra el veneno.

Sí.

¿Acostumbrándola paulatinamente?

Sí, sí, sí hizo Noirtier con los ojos, encantado de que le comprendiesen.

En efecto, ¿me habéis oído decir que entraba en la composición de las pociones que os daba?

Sí.

Y acostumbrándola a ese veneno, ¿habéis querido neutralizar los efectos de otro semejante?

La misma alegría del triunfo se dejó ver en el semblante de Noirtier.

Y lo habéis conseguido dijo el doctor; sin esa precaución, Valentina moriría hoy, sin remedio. El ataque ha sido terrible, pero al menos de este golpe Valentina no morirá.

Una alegría sobrenatural brillaba en los ojos del anciano, levantados al cielo con una indecible expresión de reconocimiento.

En aquel momento entró Villefort.

D'Avrigny tomó la botella, vertió algunas gotas del contenido en su mano, y las bebió.

Bien, subamos al cuarto de Valentina dijo; daré mis instrucciones a todo el mundo, y cuidad vos mismo, señor de Villefort, de que nadie se aparte de ellas.

En el instante en que d'Avrigny entraba en el cuarto de Valentina acompañado de Villefort, un sacerdote italiano, con su aire severo, palabras dulces y tranquilas, alquilaba para habitarla la casa inmedita a la de Villefort.

Ignorábase en virtud de qué transacción se mudaron a las dos horas los tres inquilinos que la ocupaban, pero se dijo en el barrio que la casa no estaba segura y amenazaba ruina, lo cual no fue obstáculo para que el nuevo arrendatario se estableciese en ella la misma noche con sus modestos muebles.

El arrendamiento fue por tres, seis o nueve años, que según la costumbre establecida por los propietarios, pagó seis meses adelantados el nuevo arrendatario, que se llamaba Giaccomo Busoni.

En seguida llamaron a unos obreros, y en la misma noche los que se acostaron tarde vieron a los carpinteros empezando las reparaciones necesarias.

Capítulo nueve

El padre y la hija

Ya vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar oficialmente a la de Villefort el próximo enlace matrimonial de Eugenia con Cavalcanti.

Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión tomada por todos los interesados, había sido precedido de una escena de la que vamos a dar cuenta a nuestros lectores.

Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana misma de aquel día de grandes desastres, al hermoso salón dorado que ya conocemos y que era el orgullo de su propietario, el barón Danglars.

En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el banquero, pensativo y visiblemente inquieto, mirando a todas las puertas

y deteniéndose al menor ruido; apurada ya la paciencia, llamó a un criado.

Esteban le dijo, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la espere en el salón y cuál es la causa de su tardanza.

Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.

Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una entrevista, para lo cual había señalado el salón dorado. La singularidad de aquel paso y su carácter oficial sobre todo habían sorprendido al banquero, que desde luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.

Esteban volvió de cumplir su encargo.

La doncella de la señorita dijo me ha encargado diga al señor que la señorita está en el tocador y no tardará en venir.

Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho. Para con el mundo y aun con sus criados, Danglars afectaba ser el buen hombre y el padre débil; era un papel que representaba en la comedia de su popularidad, una fisonomía que había adoptado por conveniencia.

Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil desaparecía, para dar lugar al marido brutal y al padre absoluto.

¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice murmuraba Danglars, no viene a mi despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?

Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se abrió la puerta y apareció Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase de ir a sentarse en una butaca del teatro Italiano.

Y bien, Eugenia, ¿qué hay? dijo el padre, ¿y por qué esta entrevista en el salón cuando podríamos hablar en mi despacho?

Tenéis razón, señor respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que podía sentarse, y acabáis de hacerme dos preguntas, que resumen toda la conversación que vamos a tener; voy a contestar a las dos, y contra la costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón a fin de evitar las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un banquero: aquellos libros de caja, por dorados que sean; aquellos cajones cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que vienen, ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, España, las Indias, la China y el Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le hacen olvidar que hay en el mundo un interés mayor y más sagrado que la posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón que veis tan alegre, con sus magníficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y toda clase de paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones externas; tal vez me equivoque con respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería artista si no tuviese ilusiones.

Muy bien respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con una imperturbable sangre fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí mismo, como todo hombre lleno de pensamientos serios, y buscando el hilo de su propia idea en la de su interlocutor.

Ahí tenéis explicado el segundo punto dijo Eugenia sin turbarse y con aquella serenidad masculina que la caracterizaba, me parece que estáis satisfecho con esta explicación. Ahora volvamos al primer punto: me preguntáis por qué os he pedido esta audiencia: os lo diré en dos palabras. No quiero casarme con el conde Cavalcanti.

Danglars dio un respingo en el sillón y levantó los ojos y los brazos al cielo.

¡Oh! ¡Dios mío! Sí, señor continuó Eugenia con la misma calma, os admiráis, bien lo veo, porque desde que se planeó este asunto no he manifestado la más pequeña oposición, porque estaba determinada, al llegar la hora, a oponer francamente a las personas que no me han consultado y a las cosas que me desagradan una voluntad firme y absoluta. Esta vez la tranquilidad, la posibilidad, como dicen los filósofos, tenía otro origen; hija sumisa y obediente… y una ligera sonrisa asomó a los sonrosados labios de la joven, quería acostumbrarme a la obediencia.

¿Y bien? preguntó Danglars.

Lo he intentado con todas mis fuerzas respondió Eugenia, y ahora que ha llegado el momento, a pesar de los esfuerzos que he hecho sobre mí misma, me siento incapaz de obedecer.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente