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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 20)


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lo místico; es decir, previsto y autorizado por la ley, con tal que sea leído delante de siete testigos, aprobado por el testador delante de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al tiempo se refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las fórmulas, que siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la mayor parte serán adivinados por el estado de los asuntos del testador y por vos, que habiéndolos administrado, los conoceréis. Sin embargo, por otra parte, para que esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más completa; uno de mis colegas me ayudará, y, contra toda costumbre, asistirá al acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? continuó el notario dirigiéndose al anciano.

Sí respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.

«¿Qué va a hacer? » pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía mucha reserva, y que no podía adivinar las intenciones de su padre.

Volvíóse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el primero; pero Barrois, que todo lo había oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido ya en su busca.

El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.

Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del paralítico, y el segundo notario había llegado.

Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Leyeron a Noirtier una fórmula de testamento; y para empezar, por decirlo así, el examen de su inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le dijo:

Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de alguna persona.

Sí respondió Noirtier.

¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro caudal?

Sí.

Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me detendréis cuando creáis que es la vuestra?

Sí.

Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás fue tan visible la lucha de la inteligencia contra la materia; era un espectáculo curioso.

Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo notario estaba sentado a una mesa, dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba al anciano.

Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? preguntó.

Noirtier permaneció inmóvil.

¿Quinientos mil?

La misma inmovilidad.

¿Seiscientos mil…?, ¿setecientos mil…?, ochocientos mil…?, ¿novecientos mil…?

Noirtier hizo señas afirmativas.

¿Posee novecientos mil francos?

Sí.

¿Inmuebles?

No.

¿En escrituras de renta?

Noirtier hizo señas afirmativas.

¿Están en vuestro poder estas inscripciones?

Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que volvió un instante después con una cajita.

¿Permitís que se abra esta caja? preguntó el notario.

Noirtier dijo que sí.

Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escrituras.

El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta estaba cabalmente como había dicho Noirtier.

Esto es dijo; no se puede tener la cabeza más firme y despejada. Y volviéndose luego hacia el paralítico: ¿Conque le dijo poseéis novecientos mil francos de capital, que, del modo que están invertidos, deberán produciros cuarenta mil francos de renta?

Sí.

¿A quién deseáis dejar esa fortuna?

¡Oh! dijo la señora de Villefort, no cabe la menor duda; el señor Noirtier aura únicamente a su nieta, la señorita Valentina de Villefort; ella es quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus cuidados asiduos el afecto de su abuelo, y casi diré su reconocimiento; justo es, pues, que recoja el precio de su cariño.

Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de ViIlefort por las intenciones que le suponía.

¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecientos mil francos? inquirió el notario persuadido de que ya no faltaba más que el asentimiento del paralítico para cerrar el acto.

Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un instante con la expresión de la mayor ternura; volviéndose des

pués hacia el notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.

¡Ah!, ¿no? dijo el notario; ¿conque no es a la señorita de Villefort a quien hacéis heredera universal?

Noirtier hizo seña negativa.

¿No os engañáis? exclamó el notario asombrado; ¿decís que no?

Norepitió Noirtier, no…

Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido desheredada, sino por haber provocado el sentimiento que dicta ordinariamente semejantes actos.

Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:

¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortune, pero reserváis pare mí vuestro corazón.

¡Oh!, sí, seguramente dijeron los ojos del paralítico cerrándose con una expresión ante la cual Valentina no podia engañarse.

¡Gracias!, ¡gracias! murmuró la joven.

Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de Villefort una esperanza inesperada, y se acercó al anciano.

¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra fortuna, querido señor Noirtier? inquirió la madre.

El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.

No exclamó el notario; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?

¡No! repuso el anciano.

Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron, el uno de vergüenza, la otra de despecho.

Pero ¿qué os hemos hecho, padre? dijo Valentina, ¿no nos amáis ya?

La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó en Valentina con una expresión de ternura.

¡Entonces! dijo ésta; si me auras, veamos, padre mío, procure unir este amor a lo que haces en este momento. Tú me conoces, sabes que nunca he pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rico por parte de mi madre, demasiado rice tal vez; explícate, pues.

Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.

¿Mi mano? dijo ella.

Sí dijo.

¿Su mano? repitieron todos los concurrentes, asombrados.

¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pobre padre está loco dijo Villefort.

¡Oh! exclamó de repente Valentina, ¡ya comprendo!, mi casamiento, ¿no es verdad, buen padre mío?

Sí, sí, sí repitió tres veces el anciano.

¿No lo agrada mi casamiento?, ¿es verdad?

Sí.

¡Pero eso es un absurdo! dijo Villefort.

Disculpadme, caballero dijo el notario, todo esto que está ocurriendo es muy natural, y todos quedaremos perfectamente convencidos de la verdad.

¿No queréis que me case con el señor Franz d'Epinay?

No, no quiero expresaron los ojos del anciano.

¿Y desheredaríais a vuestra nieta exclamó el notario, por efectuar una boda contra vuestro gusto?

Sí respondió Noirtier.

¿De suerte que, a no ser por este casamiento sería vuestra heredera?

Sí.

Hubo entonces un silencio profundo alrededor del anciano.

Los dos notarios se consultaban; Valentina, con las manos juntas, miraba a su abuelo con singular dulzura; Villefort se mordía los labios; su mujer no podía reprimir un sentimiento de alegría que, a pesar suyo, se retrataba en su semblante.

Pero dijo al fin Villefort rompiendo el silencio creo que yo sólo soy dueño de la mano de mi hija, y quiero que se case con el señor Franz d'Epinay, y se casará.

Valentina cayó llorando sobre un sillón.

Caballero dijo el notario dirigiéndose al anciano, ¿qué pensáis hacer de vuestro caudal, en caso de que la señorita Valentina contraiga matrimonio con el señor Franz?

El anciano permaneció inmóvil.

No obstante, ¿dispondréis de él?

Sí respondió Noirtier.

¿En favor de alguno de vuestra familia?

No.

¿En favor de los necesitados?

Sí.

Pero bien sabéis dijo el notario que la ley se opone a que despojéis enteramente a vuestros hijos.

Sí.

¿No dispondréis de la parte que os autoriza la ley?

Noirtier permaneció inmóvil.

¿Continuáis con la idea de querer disponer de todo?

Sí.

Pero después de vuestra muerte impugnarán vuestro testamento.

No.

Mi padre me conoce, caballero dijo el señor de Villefort, sabe que su voluntad será sagrada para mí; por otra parte, se da cuenta de que en mi posición no puedo pleitear con los pobres.

Los ojos de Noirtier expresaron triunfo.

¿Qué decís, caballero? preguntó el notario a Villefort.

Nada, caballero; mi padre ha tomado esta resolución, y yo sé que no cambia nunca. Por consiguiente, debo resignarme. Estos novecientos mil francos saldrán de la familia para enriquecer los hospitales; pero jamás cederé ante un capricho de anciano, y obraré según mi voluntad.

Aquel mismo día quedó cerrado el testamento; buscáronse testigos, fue aprobado por el anciano, firmado después en su presencia y archivado más tarde en casa del señor Deschamps, notario de la familia.

Capítulo tercero

El telégrafo y el jardín

Al volver a su casa el señor y la señora de Villefort supieron que el señor conde de Montecristo había ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el salón. La señora de Villefort, demasiado conmovida para entrar de repente, pasó a su tocador, mientras que el procurador del rey, más seguro de sí mismo, se dirigió inmediatamente al salón.

Por dueño que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera componer su rostro, el señor de Villefort no pudo apartar del todo la nube que oscurecía su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos de reparar en su aire sombrío y pensativo.

¡Oh, Dios mío! dijo Montecristo después de los primeros saludos; ¿qué os ocurre, señor de Villefort?, ¿he llegado tal vez en el momento en que extendíais alguna sentencia de muerte?

Villefort trató de sonreírse.

No, señor conde dijo, aquí no hay más víctima que yo; esta vez he perdido el pleito, y todo por una casualidad, una locura, una manía.

¿Qué queréis decir? preguntó Montecristo con interés perfectamente fingido. ¿Os ha sucedido en realidad alguna desgracia grave?

¡Oh, señor conde! dijo Villefort con una tranquilidad llena de amargura, no vale la pena hablar de ello; ¡oh!, no ha sido nada, una simple pérdida de dinero.

En efecto respondió Montecristo, una pérdida de dinero es poca cosa para una fortuna como la que poseéis, y para un talento filosófico y elevado como el vuestro.

Por consiguiente respondió Villefort, no es la pérdida de dinero lo que me preocupa, aunque después de todo, novecientos mil francos bien merecen ser llorados, o por lo menos causar un poco de despecho a la persona que los pierde. Pero, sobre todo, lo que más me enoja es la casualidad, la fatalidad; no sé cómo llamar al poder que dirige el golpe que me hiere y destruye mis esperanzas de fortuna tal vez, y el porvenir de mi hija por un capricho de anciano…

¡Cómo…!, ¿qué decís? exclamó el conde: ¿Novecientos mil francos habéis dicho? ¡Oh!, esa suma merece ser llorada incluso por un filósofo. ¿Y quién os causa ese pesar?

Mi padre, de quien ya os he hablado.

¡El señor Noirtier! Pero vos me habíais dicho, si mal no recuerdo, que tanto él como todas sus facultades estaban completamente paralizadas.. .

Sí, sus facultades físicas, porque no puede moverse; no puede hablar, y sin embargo, piensa, desea, obra, como veis. Hace cinco minutos me he separado de él, y ahora mismo está ocupado en dictar su testamento a dos notarios.

¿Pero ha hablado?

No, pero se hace comprender.

¿Pues cómo?

Por medio de la mirada; sus ojos han seguido viviendo, y bien lo veis, son capaces de matar.

Amigo mío dijo la señora de Villefort, que acababa de entrar, tal vez exageráis la situación.

Señora… dijo el conde inclinándose.

La señora de Villefort saludó al conde con la más amable de sus sonrisas.

¿Pero qué es lo que dice el señor de Villefort preguntó Montecristo, y qué desgracia incomprensible…?

¡Incomprensible, ésa es la palabra! repuso el procurador del rey encogiéndose de hombros; un capricho de anciano.

¿No hay medio de hacerle revocar esa decisión?

Desde luego dijo la señora de Villefort; y aún diré que depende de mi marido el que ese testamento, en lugar de ser hecho en favor de los pobres, lo hubiera sido en favor de Valentina.

El conde adoptó un aire distraído y miró con la más profunda atención y con la aprobación más marcada a Eduardo, que derramaba tinta en el bebedero de los pájaros.

Querida dijo Villefort respondiendo a su mujer, bien sabéis que a mi no me gusta dármelas de patriarca, y que jamás he creído que la suerte del universo dependiese de un movimiento de mi cabeza. Sin embargo, importa que mis decisiones sean respetadas en mi familia, y que la locura de un anciano y el capricho de una niña no destruyan un proyecto que llevo en la mente desde hace muchos años. El barón d'Epinay era mi amigo, y una alianza con su hijo sería muy conveniente.

¿No creéis dijo la señora de Villefort que Valentina está de acuerdo con él…?; en efecto…, siempre ha sido opuesta a ese casamiento, y no me admiraría que todo lo que acabamos de presenciar fuese un plan concertado entre ellos.

Señora dijo Villefort, creedme, no se renuncia tan fácilmente a una fortuna de novecientos mil francos.

Renunciaba al mundo, caballero, puesto que hace un año quería entrar en un convento.

No importa repuso Villefort, os repito que esa boda se efectuará, señora.

¿A pesar de la voluntad de vuestro padre? dijo la señora de Villefort, atacando otra cuerda, ¡eso es muy grave!

Montecristo hacfa como que no escuchaba, y sin embargo, no perdía palabra de lo que se decía.

Señora repuso Villefort, puedo decir que siempre he respetado a mi padre, porque al sentimiento natural de la descendencia iba unido en mi el convencimiento de la superioridad moral, porque, después de todo, un padre es sagrado bajo dos aspectos: sagrado como nuestro creador, sagrado como nuestro dueño; pero hoy debo renunciar a reconocer inteligencia en el anciano que, por un simple recuerdo de odio contra el padre, persigue así al hijo; sería, pues, ridículo para mí conformar mi conducta a sus caprichos. Continuaré respetando al señor Noirtier. Sufriré sin quejarme el castigo pecuniario que me impone; pero permaneceré firme en mi voluntad, y el mundo apreciará de parte de quién estaba la razón. En fin, yo casaré a mi hija con el barón Franz d'Epinay, porque es, a mi juicio, bueno, y sobre todo porque ésta es mi voluntad.

¿Conque dijo el conde, cuya aprobación había solicitado con una mirada el procurador del rey; conque el señor Noirtier deshereda a la señorita Valentina porque se va a casar con el señor barón Franz d'Epinay?

¡Oh!, sí, sí, señor; ésa es la razón dijo Villefort encogiéndose de hombros.

La razón aparente, al menos añadió la señora de Villefort.

La razón real, señora. Creedme, yo conozco a mi padre.

¿Cómo se concibe eso? respondió la señora; ¿en qué puede desagradar el señor d'Epinay al señor Noirtier?

En efecto dijo el conde, he conocido al señor Franz d'Epinay: el hijo del general Quesnel, ¿no es verdad que fue hecho barón d'Epinay por el rey Carlos X?

¡Exacto! repuso Villefort.

¡Pues bien…!, ¡creo que es un joven muy simpático!

¡Oh!, estoy segura de que eso no es más que un pretexto dijo la señora de Villefort; los ancianos son muy tercos, ¡y el señor Noirtier no quiere que su nieta se case!

Pero dijo Montecristo, ¿no sabéis la causa de ese odio? .

¡Oh!, ¿quién puede saber…?

¿Alguna antipatía política tal vez…?

En efecto, mi padre y el señor d'Epinay han vivido en tiempos revueltos, de que yo no he visto más que los últimos días dijo Villefort.

¿No era bonapartista vuestro padre? preguntó Montecristo. Creo recordar que vos me dijisteis algo por el estilo.

Mi padre ha sido jacobino ante todo repuso Villefort, y la túnica de senador que le puso sobre los hombros Napoleón, no hacía más que disfrazar al antiguo revolucionario, aunque sin cambiarle. Cuando mi padre conspiraba, no era por el emperador, era contra los Borbones.

¡Pues bien! dijo el conde; eso es, el señor Noirtier y el señor d'Epinay se habrán encontrado en esas trifulcas políticas. El general d'Epinay, aunque sirvió a Napoleón, tenía en el fondo del corazón sentimientos realistas, y fue asesinado una noche al salir de un club de partidarios de Napoleón, adonde le habían atraído con la esperanza de encontrar en él un hermano.

Villefort miró al conde con terror.

¿Estoy, acaso, equivocado? dijo Montecristo.

No, caballero dijo la señora de Villefort, y ésa, al contrario, es la causa por la que el señor de Villefort ha querido que se amasen dos hijos cuyos padres se habían aborrecido.

¡Sublime idea…! dijo Montecristo,idea llena de caridad y

que debía ser aplaudida por el mundo. En efecto, sería hermoso ver llamar a la señorita Noirtier de Villefort, señora Franz d'Epinay.

Villefort se estremeció y miró al conde como si hubiese querido leer en el fondo de su corazón la intención que había dictado las palabras que acababa de pronunciar.

Pero el conde conservó su bondadosa sonrisa en los labios, y tampoco esta vez, a pesar de la profundidad de sus miradas, pudo el procurador del rey traspasar su epidermis.

Así, pues repuso Villefort, aunque sea una gran desgracia para Valentina el perder los bienes de su abuelo, no pienso que por eso se desbarate esa boda; no lo creo, dado el carácter del señor d'Epinay: tal vez conozca el sacrificio que yo he hecho por cumplir su palabra, calculará que Valentina es rica por su madre y por el señor y la señora de SaintMerán, sus abuelos maternos, que la aman tiernamente, amor al que mi hija, a su vez, corresponde.

Y bien merecen ser amados dijo la señora de Villefort; además, van a venir a París dentro de un mes a lo sumo, y Valentina, después de tal afrenta, tendrá que refugiarse, como lo ha hecho hasta aquí, al lado del señor Noirtier.

El conde escuchaba complacido la voz contraria de estos amores propios heridos, y de estos intereses destruidos.

Pero yo opino dijo Montecristo tras una pausa, y os pido perdón de antemano por lo que voy a deciros; yo opino que si el señor Noirtier deshereda a la señorita de Villefort por querer ésta casarse con un joven a cuyo padre él ha detestado, no tiene que echar en cara lo mismo al pobre Eduardito.

Tenéis razón, caballero exclamó la señora de Villefort con una entonación imposible de describir; eso es injusto, odiosamente injusto; ese pobre Eduardo tan nieto es del señor Noirtier como Valentina, y con todo, si Valentina no se casase con el señor d'Epinay, el señor Noirtier le dejaría toda su fortuna; además, Eduardo lleva también el nombre de la familia, lo cual no impide que de todos modos Valentina sea tres veces más rica que él. El conde seguía escuchando muy atento.

Mirad dijo Villefort, mirad, señor conde, dejemos esas pequeñeces de familia; sí, es verdad, mi caudal aumentará la renta de los pobres, que son ahora los verdaderos ricos. Mi padre me habrá frustrado una legítima esperanza, sin razón; pero yo habré obrado como un hombre de gran corazón. El señor d'Epinay, a quien yo había prometido esta suma, la recibirá, aunque para ello tuviera que imponerme las mayores privaciones.

No obstante repuso la señora de Villefort volviendo a la única idea que bullía en su corazón, tal vez sería mejor confiar este suceso al señor d'Epinay, y que volviese de su palabra.

¡Oh!, ¡sería una gran desgracia! exclamó Villefort.

¡Una gran desgracia! repitió Montecristo.

Sin duda repuso Villefort; un casamiento desbaratado, y por razones pecuniarias, favorece muy poco a una joven; luego volverían a nacer antiguos rumores que yo quería apagar. Pero no, no sucederá tal cosa; el señor d'Epinay, si es honrado, se verá más comprometido que antes con motivo de la desherencia; si no, obraría como un avaro: no, ¡es imposible!

Yo soy del mismo parecer que el señor de Villefort dijo el señor de Montecristo fijando su mirada en la señora de Villefort; y si fuese bastante amigo vuestro para daros un consejo, os invitaría, puesto que el señor d'Epinay va a volver pronto, a anudar ese asunto de modo que fuese imposible desatarlo; le comprometería de tal manera, que no tuviese más remedio que acceder a los deseos del señor de Villefort.

Este último se levantó, transportado de una visible alegría, mientras que su mujer palidecía ligeramente.

Bien dijo; eso es todo lo que yo pedía, y me alegraría infinito ser tan buen consejero como vos dijo, presentando la mano a Montecristo. Así, pues, que todos consideren lo que ha sucedido hoy, como si nada hubiera pasado: nada se ha modificado en nuestros proyectos.

Caballero dijo el conde, el mundo, por injusto que sea, sabrá apreciar como es debido vuestra resolución, os respondo de ello; vuestros amigos se enorgullecerán, y el señor d'Epinay, aunque tuviese que tomar sin dote a la señorita de Villefort, tendrá un gran placer de entrar en una familia que sabe elevarse a la altura de tales sacrificios para cumplir su palabra y su deber.

Y al acabar de pronunciar estas palabras se había levantado y se disponía a partir.

¿Nos dejáis ya, señor conde? preguntó la señora de Villefort.

Es necesario, señora; venía sólo a recordaros vuestra promesa: hasta el sábado.

¿Temíais que la hubiese olvidado?

Sois demasiado buena, pero el señor de Villefort tiene a veces tan graves y tan urgentes ocupaciones…

Mi marido ha dado su palabra, caballero dijo la señora de Villefort; bien veis que la cumple aun cuando sea en perjuicio suyo; ¿cómo no la cumpliría cuando con ello sale ganando?

¿Y será la reunión Campos Elíseos?

No dijo Montecristo, y por eso tendrá más mérito vuestra asistencia. Será en el campo.

¿En el campo?

Sí.

¿Y dónde?, cerca de París, supongo.

A media milla de la barrera, en Auteuil.

¡En Auteuil! exclamó Villefort. ¡Ah!, ¡es verdad!, mi mujer me ha dicho que vivíais allí algunas veces, puesto que teníais una preciosa casa. ¿Y en qué sitio?

En la calle de La Fontaine.

¿Calle de La Fontaine? repuso el procurador del rey con voz ahogada; ¿y en qué número?

En el 28.

¡Oh…! exclamó Villefort. ¿Entonces es a vos a quien han vendido la casa del señor de SaintMerán?

¿Del señor de. SaintMerán? inquirió Montecristo. ¿Pertenecía esa casa al señor de SaintMerán?

Sí repuso la señora de Villefort; ¿y creeréis una cosa, señor conde?

¿Qué?

Encontráis linda esa casa, ¿no es verdad?

Encantadora.

Pues bien, mi marido no ha querido habitarla nunca.

¡Oh! repuso Montecristo; en verdad, caballero, es una prevención cuya causa no puedo adivinar.

No me gusta vivir en Auteuil respondió el procurador del rey haciendo un grande esfuerzo por dominarse.

Pero no seré tan desgraciado dijo con inquietud Montecristo que esa antipatía me prive de la dicha de recibiros.

No, señor conde…, así lo espero…, creed que haré todo cuanto pueda murmuró Villefort.

¡Oh! repuso Montecristo, no admito excusas. El sábado a las seis os espero; y si no vais, creeré…, ¿qùé sé yo…? Que hay acerca de esa casa inhabitada después de veinte años…, alguna lúgubre tradición, alguna sangrienta leyenda.

Villefort dijo vivamente:

Iré, señor conde, iré.

Gracias dijo Montecristo. Ahora es preciso que me permitáis despedirme de vos.

En efecto, habéis dicho que era necesario que nos dejaseis dijo

preguntó Villefort en vuestra casa de los la señora de Villefort. Y creo que ibais a decirnos la causa de vuestra marcha repentina.

En verdad, señora dijo Montecristo, no sé si me atreveré a deciros dónde voy.

¡Bah! No temáis.

Pues voy a visitar una cosa que me ha hecho pensar horas enteras.

¿El qué?

Un telégrafo óptico.

¡Un telégrafo! repitió entre curiosa y asombrada la señora de Villefort.

Sí, sí, un telégrafo. Varias veces he visto en un camino sobre un montón de tierra, levantarse esos brazos negros semejantes a las patas de un inmenso insecto, y nunca sin emoción, os lo juro, porque pensaba que aquellas señales extrañas hendiendo el aire con tanta precisión, y que llevaban a trescientas leguas la voluntad desconocida de un hombre sentado delante de una mesa, a otro hombre sentado en el extremo de la línea delante de otra mesa, se dibujaban sobre el gris de las nubes o el azul cielo, sólo por la fuerza del capricho de aquel omnipotente jefe; entonces creía en los genios, en las sílfides, en fin, en los poderes ocultos, y me reía. Ahora bien, nunca me habían dado ganas de ver de cerca a aquellos inmensos insectos de vientres blancos, y de patas negras y delgadas, porque temía encontrar debajo de sus alas de piedra al pequeño genio humano pedante, atestado de ciencia y de magia. Pero una mañana me enteré de que el motor de cada telégrafo era un pobre diablo de empleado con mil doscientos francos al año, ocupado todo el día en mirar, no al cielo, como un astrónomo, ni al agua, como un pescador, ni al paisaje, como un cerebro vacío, sino a su correspondiente insecto, blanco también de patas negras y delgadas, colocado a cuatro o cinco leguas de distancia. Entonces sentí mucha curiosidad por ver de cerca aquel insecto y asistir a la operación que usaba para comunicar las noticias al otro.

¿De modo que vais allá ahora?

Sí.

¿A qué telégrafo? ¿Al del ministerio del Interior o al del Observatorio?

¡Oh!, no; encontraría en ellos personas que me querrían obligar a comprender cosas que yo quiero ignorar, y me explicarían a mí pesar un misterio que ellos mismos ignoran. ¡Diablo!, quiero conservar las ilusiones que tengo aún sobre los insectos; bastante es el haber perdido las que tenía sobre los hombres. No iré, pues, al telégrafo del ministerio del Interior, ni al del Observatorio. Lo que deseo ver es el

telégrafo del campo, para encontrar en él a un hombre honrado petrificado en su torre.

Sois un personaje realmente singular dijo Villefort.

¿Qué línea me aconsejáis que estudie?

Aquella de la que más se ocupan todos hasta ahora.

¡Bueno!, de la de España, ¿eh?

Exacto.

¿Queréis una carta del ministro para que os expliquen. .. ?

No dijo Montecristo, porque os repito que no quiero comprender nada. Tan pronto como comprenda algo, ya no habrá telégrafo, no habrá más que una señal del señor Duchatel o del señor Montivalet transmitida al prefecto de Bayona en dos palabras griegas: telégraphos. El insecto de la palabra espantosa es lo que yo quiero conservar en toda su pureza y en toda mi veneración.

Marchaos, entonces, porque dentro de dos horas, será de noche y no veréis nada.

¡Diablo!, ¡me asustáis!, ¿cuál es el más próximo?

El del camino de Bayona.

¡Bien, sea el del camino de Bayona!

El de Chatillón.

¿Y después del de Chatillón?

El de la torre de Monthery, me parece.

¡Gracias!, hasta la vista; el sábado os contaré mis impresiones.

A la puerta encontróse el conde con los dos notarios que acababan de desheredar a Valentina, y que se retiraban, encantados de haber extendido un acta de tal especie que no podía menos de hacerles mucho honor.

El conde de Montecristo no fue, como había dicho aquella tarde, a visitar el telégrafo; pero la mañana siguiente salió por la barrera del Infierno, tomó el camino de Orleáns, pasó el pueblo de Linas sin detenerse en el telégrafo, que precisamente en el momento en que pasaba el conde hacía mover sus largos y descarnados brazos, y llegó a la torre de Monthery, situada, como es sabido, en el punto más elevado de la llanura de este nombre.

Al pie de la colina, el conde echó pie a tierra, y por un pequeño sendero de dieciocho pulgadas de ancho, empezó a subir la montaña; así que hubo llegado a la cima, se encontró detenido por un vallado sobre el cual los frutos verdes habían sucedido a las flores sonrosadas y blancas.

Montecristo buscó la puerta del pequeño jardín, y no tardó en hallarla. Consistía ésta en una especie de enrejado de madera, que rodaba sobre goznes de mimbre, y cerrada por medio de un clavo y de un bramante bastante grueso. En un instante quedó el conde enterado del mecanismo, y la puerta se abrió.

Encontróse entonces en un jardincito de veinte pies de largo por doce de ancho, limitado a un lado por la parte de cerca en la cual estaba colocada la ingeniosa máquina que hemos descrito bajo el nombre de puerta; y el otro por la antigua torre cubierta de musgo, de hiedra y de alhelíes silvestres.

Nadie hubiera creído al verla tan florecida que podría contar tantos dramas terribles, si uniese una voz a los oídos amenazadores que un antiguo proverbio atribuye a las paredes.

Recorríase este jardín siguiendo una calle de árboles cubierta de arena roja. Esta calle tenía la forma de un 8, y daba vueltas enlazándose de modo que en un jardín de veinte pies formaba un paseo de sesenta. jamás fue honrada Flora, la risueña y fresca diosa de los jardineros latinos, con un culto tan minucioso y tan puro como lo era el que le rendían en este jardincito.

Efectivamente, de veinte rosales que brotaban en el jardín, de cuyas hojas no había una que no llevase señal de las picaduras de los moscones, ni siquiera una planta que no estuviese dañada por los pulgones o insectos que asolan y roen las plantas que nacen sobre un terreno húmedo, no era, sin embargo, humedad lo que faltaba a este jardín; la tierra negra, el opaco follaje de los árboles lo denotaban bien; por otra parte la humedad ficticia hubiera suplido pronto a la humedad natural, gracias a un pequeño estanque redondo lleno de agua encenagada que había en uno de los ángulos del jardín, y en el cual permanecían constantemente sobre una capa de verdín, una rana y un sapo, que, sin duda por la contrariedad de humor, se volvían continuamente la espalda en los dos puntos opuestos del círculo del estanque.

Por otra parte, no se veía una hierba en la calle de árboles, ni un mal retoño parásito; y sin embargo, sería imposible cuidar aquel jardín con más esmero del que lo hacía su dueño, hasta entonces invisible.

Montecristo se detuvo, después de haber sujetado la puerta con el clavo y la cuerda, y abarcó de una mirada toda la propiedad.

De repente tropezó con un bulto oculto detrás de una especie de matorral; este bulto se levantó dejando escapar una exclamación que denotaba asombro, y Montecristo se encontró frente a un buen hombre que representaba unos cincuenta años y que recogía fresas, las cuales iba colocando sobre hojas de parra.

Tenía doce hojas de parra y casi el mismo número de fresas.

El buen hombre, al levantarse, estuvo a pique de dejar caer las fresas, las hojas y un plato que también llevaba consigo.

¡Hola!, estáis recogiendo fresas, ¿eh? dijo Montecristo sonriendo.

Perdonad, caballero respondió el buen hombre quitándose su gorra, no estoy allá arriba, es verdad; pero ahora mismo acabo de bajar.

Que no os incomode yo en nada, amigo mío dijo el conde, coged vuestras fresas, si aún os queda alguna por coger.

Todavía quedan diez dijo el hombre, porque aquí hay once, y yo conté ayer veintiuna, cinco más que el año pasado. Pero no es extraño; la primavera ha sido este año muy calurosa, y ya sabéis, que lo que las fresas necesitan es el calor. Ahí tenéis por qué en lugar de dieciséis que cogí el año pasado tengo este año, mirad, once cogidas, trece…, catorce…, quince…, dieciséis…, diecisiete…, dieciocho… ¡Oh! ¡Dios mío!, me faltan tres, pues ayer estaban, caballero, ayer estaban, no me cabe duda, las conté muy bien. Nadie sino el hijo de la tía Simona puede habérmelas quitado; ¡esta mañana me pareció haberlo visto andar por aquí! ¡Robar en un jardín, no sabe él bien a lo que esto puede conducirle. .. !

En efecto dijo Montecristo, eso es muy grave, pero vos os vengaréis del niño ese, no ofreciéndole ninguna fresa ni a él ni a su madre.

Desde luego dijo el jardinero; sin embargo, no es por eso menos desagradable… Pero os pido perdón, de nuevo, caballero: ¿es tal vez a algún jefe a quien hago esperar?

E interrogaba con una mirada respetuosa y tímida al conde y a su frac azul.

Tranquilizaos, amigo mío dijo el conde con aquella sonrisa que tan terrible y tan bondadosa podía ser, según su voluntad, y que esta vez no expresaba más que bondad, no soy un jefe que vengo a inspeccionar vuestras acciones, sino un simple viajero conducido por la curiosidad, y que empieza a echarse en cara su visita al ver que os hace perder vuestro tiempo.

¡Oh!, tengo tiempo de sobra repuso el buen hombre con una sonrisa melancólica. Sin embargo, es el tiempo del gobierno, y yo no debiera perderlo; pero había recibido la señal que me anunciaba que podía descansar una hora y miró hacia un cuadrante solar, porque de todo había en la torre de Monthery, y ya veis, aún tenía diez minutos de qué disponer; además, mis fresas estaban maduras y un día más… Por otra parte, ¿creeríais, caballero, que los lirones me las comen?

¡Toma.. . ! , pues no lo hubiera creído respondió gravemente Montecristo, es una vecindad muy mala la de los lirones, particularmente para nosotros que no los comemos empapados en miel como hacían los romanos.

¡Ah!, ¿los romanos los comían…? preguntó asombrado el jardinero, ¿se comían los lirones?

Yo lo he leído en Petronio dijo el conde.

¿De veras…?, pues no deben estar buenos, aunque se diga: gordo como un lirón. Y no es extraño, caballero, que los lirones estén gordos, puesto que no hacen más que dormir todo el santo día, y no se despiertan sino para roer y hacer daño durante la noche. Mirad, el año pasado tenía yo cuatro albaricoques, me comieron uno. Yo tenía también un abridero, uno solo, es verdad que ésta es fruta rara; pues me lo devoraron…, es decir, la mitad; un abridero soberbio y que estaba excelente. ¡Nunca he comido otro igual!

¿Pues cómo lo comisteis…? preguntó Montecristo.

Es decir, la mitad que quedaba, ya comprenderéis. Estaba exquisito, caballero. ¡Ah!, ¡diantre!, esos señores no escogen los peores bocados. Lo mismo que el hijo de la tía Simona, no ha escogido las peores fresas. Pero este año continuó el jardinero no sucederá eso, aunque tenga que pasar la noche de centinela cuando yo vea que estén prontas a madurar.

El conde había visto ya bastante para poder juzgar. Cada hombre tiene su pasión, lo mismo que cada fruta su gusano; la del hombre del telégrafo era, como se ha visto, una extremada afición al cultivo de las flores y de las frutas.

Entonces Montecristo empezó a quitar las hojas que ocultaban a las uvas los rayos del sol, conquistando así la voluntad del jardinero, que dijo:

¿El señor habrá venido tal vez para ver el telégrafo?

Sí, señor, si no está prohibido por los reglamentos.

¡Oh!, no, señor dijo el jardinero, puesto que no hay nada de peligroso, ya que nadie sabe ni puede saber lo que decimos.

Me han dicho, en efecto repuso el conde, que repetís señales que vos mismo no comprendéis.

Así es, caballero, y yo estoy así más tranquilo dijo riendo el hombre del telégrafo.

¿Por qué?

Porque de este modo no tengo responsabilidad. Yo soy una máquina, y con tal que funcione, no me piden más.

¡Diablo! se dijo Montecristo, ¿pero habré dado por casualidad con un hombre que no tuviese ambición…?, sería jugar con desgracia.

Caballero dijo el jardinero echando una ojeada hacia su cuadrante solar, los diez minutos van a expirar, yo vuelvo a mi puesto. ¿Queréis subir conmigo?

Ya os sigo.

Montecristo entró en la torre, que estaba dividida en tres pisos: el bajo contenía algunos instrumentos de labranza, como azadones, picos, regaderas, apoyados contra la pared; esto era todo.

El segundo piso era la habitación ordinaria, o más bien nocturna del empleado; contenía algunos utensilios sencillos, como una cama, una mesa, dos sillas, una fuente de barro, además algunas hierbas secas colgadas del techo, y que el conde identificó como manzanas de olor y albaricoques de España, cuyas semillas conservaba el buen hombre; todo esto lo tenía tan bien guardado como hubiera podido hacerlo un maestro botánico del jardín de plantas.

¿Hace falta mucho tiempo para aprender la telegrafía, amigo mío…? preguntó Montecristo.

No es tan largo el estudio como el de los supernumerarios.

¿Y qué sueldo tenéis…?

Mil francos, caballero.

No es mucho.

No; dan la vivienda gratis, como veis.

Montecristo miró el cuarto.

Pasaron después al tercer piso; éste era la pieza destinada al telégrafo. Montecristo miró a su vez las dos máquinas de hierro, con ayuda de las cuales hacía mover la máquina el empleado.

Esto es muy interesante dijo, pero es una existencia que deberá pareceros un poco insípida.

Sí, al principio duelen un poco los ojos a fuerza de tanto mirar, pero al cabo de uno o dos años se acostumbra uno a ello; luego, también tenemos nuestras horas de recreo y nuestros días de vacaciones.

¿Días de vacaciones?

Sí, señor.

¿Cuáles?

Los nublados.

¡Ah!, es natural.

Esos son mis días de fiesta; bajo al jardín estos días, planto, cavo, siembro…, y en fin…, se pasa el rato…

¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

Diez años, y cinco de supernumerario…, son quince… Vos tenéis… Cincuenta y cinco años…

¿Cuánto tiempo de servicio os hace falta para obtener la pensión… ?

¡Oh!, caballero, veinticinco años.

¿Y a cuánto asciende esa pensión…?

A cien escudos.

¡Pobre humanidad! murmuró Montecristo.

¿Qué decís…? inquirió el empleado.

Que eso es muy interesante…

¿El qué… ?

Todo lo que decís…, ¿y vos no comprendéis nada de vuestras señales?

Nada absolutamente.

¿Ni lo habéis intentado?

Jamás: ¿de qué me serviría?

Sin embargo, hay señales que se dirigen a vos.

Sin duda.

Y ésas sí las comprendéis.

Siempre son las mismas.

¿Y dicen?

Nada de nuevo…, tenéis una hora…, o hasta mañana…

Eso es muy inocente dijo el conde; pero, mirad, ¿no veis a vuestro telégrafo opuesto que empieza a moverse?

Ah, es verdad; gracias, caballero.

¿Y qué os dice?, ¿comprendéis algo?

Sí, me pregunta si estoy preparado.

¿Y le respondéis?

Por la misma señal, que revela a mi correspondiente de la derecha que le atiendo, mientras que invita al de la izquierda que se prepare a su vez.

Eso es muy ingenioso dijo Montecristo.

Vais a ver repuso con orgullo el buen hombre, dentro de cinco minutos va a hablar.

Todavía dispongo de cinco minutos dijo el conde, esto es más de lo que necesito. Amigo mío, permitid que os haga una pregunta.

¿Sois aficionado a los jardines?

En extremo.

¿Y seríais feliz si en lugar de tener un jardincillo de veinte pies, tuvieseis una huerta y jardín de dos fanegas de tierra?

Señor, eso sería un paraíso.

¿Vivís mal con vuestros mil francos?

Bastante mal; pero vivo, después de todo.

Sí, pero no tenéis más que un miserable jardín.

¡Ah!, es verdad, el jardín no es grande…

Y…, pequeño como es, devorado por los lirones.

Eso es una plaga…

Decidme, ¿y si tuvierais la desgracia de volver la cabeza cuando vuestro correspondiente hablase…?

No lo vería.

Entonces, ¿qué ocurriría?

Que no podría repetir sus señales…

¿Y qué?

Y no repitiéndolas, por descuido o por lo que fuese…, me exigirían el pago de la multa.

¿A cuánto asciende esa multa? A cien francos.

La décima parte de vuestro sueldo; ¡qué bonito!

¡Ah! exclamó el empleado.

¿Os ha ocurrido eso alguna vez? dijo Montecristo.

Una vez, caballero, una vez que estaba regando un rosal.

Bien. ¿Y si ahora cambiaseis alguna señal o transmitieseis otra?

Entonces, eso es diferente, sería despedido y perdería mi pensión.

¿Trescientos francos?

Cien escudos, sí señor; de modo que ya podéis suponer que nunca haré tal cosa.

¿Ni por quince años de vuestro sueldo? Mirad que vale la pena que lo penséis.

¿Por quince mil francos?

Sí.

Caballero, me asustáis.

¡Bah!

Caballero, vos queréis tentarme.

¡Justamente! Quince mil francos.

Caballero, dejadme mirar a mi correspondiente de la derecha.

Al contrario, no le miréis y mirad esto, en cambio.

¿Qué es eso?

¡Cómo! ¿No conocéis estos papelitos?

¿Billetes de banco?

Exacto; quince hay.,

¿Y a quién pertenecen?

A vos, si queréis.

¡A mí! exclamó el empleado, sofocado.

¡Oh, Dios mío!, a vos, sí, a vos.

Caballero, ya empieza a moverse mi correspondiente de la derecha.

Dejadle que se mueva…

Caballero, me habéis distraído y me van a exigir la multa.

Eso os costará cien francos; bien veis que tenéis interés en tomar mis quince billetes de banco.

Caballero, mi correspondiente de la derecha se impacienta, redobla sus señales.

Dejadle hacer; y vos tomad.

El conde puso el fajo de billetes en las manos del empleado.

Ahora dijo, esto no basta; con vuestros quince mil francos no podréis vivir.

Conservaré mi puesto.

No; ¡lo perderéis!, porque vais a hacer otra señal que la de vuestro correspondiente.

¡Oh!, caballero, ¿qué es lo que me proponéis?

Una travesura sin importancia.

Caballero, a menos de obligarme.. . Pienso obligaros, efectivamente…

Y Montecristo sacó de su bolsillo otro paquete.

Tomad, otros diez mil francos dijo, con los quince que están en vuestro bolsillo, son veinticinco mil. Con cinco mil francos compraréis una bonita casa y dos fanegas de tierra; con los veinte mil podréis procuraros mil francos de renta.

¿Un jardín de dos fanegas?

Y mil francos de renta.

¡Santo cielo!

¡Tomad, pues… !

Y Montecristo puso a la fuerza en la mano del empleado el otro paquete de diez mil francos.

¿Qué debo hacer…?

Nada que os cueste trabajo, algo muy sencillo.

Bien, ¿pero qué…?

Repetir las señales que os voy a dar.

Montecristo sacó de su bolsillo un papel en el que había trazadas tres señales y otras tantas cifras indicaban el orden con que debían ejecutarse.

No será muy largo, como veis.

Sí, pero… ¡Por este poco trabajo tendréis albaricoques buenos… !

El empleado empezó a maniobrar; con el rostro colorado y sudando a mares, el buen hombre ejecutó una tras otra las tres señales que le dio el conde, y a pesar de las espantosas dislocaciones del correspondiente de la derecha, que no comprendiendo nada de este cambio, comenzaba a pensar que el hombre de los albaricoques se había vuelto loco.

En cuanto al correspondiente de la izquierda, repitió concienzudamente las mismas señales, que fueron aceptadas en el ministerio del Interior.

Ahora sois ya rico dijo Montecristo.

Sí respondió el empleado, ¿pero a qué precio?

Escuchad, amigo mío dijo Montecristo, no quiero que tengáis remordimientos; creedme, porque, os lo juro, no habéis causado ningún perjuicio a nadie, y en cambio habéis hecho una buena acci6n.

El empleado veía los billetes de banco, los palpaba, los contaba, se ponía pálido, se ponía sofocado; al fin corrió hacia su cuarto para beber un vaso de agua; pero no tuvo tiempo para llegar hasta la fuente, y se desmayó en medio de sus albaricoques secos. ..

Cinco minutos después de haber llegado al ministerio la noticia telegráfica, Debray hizo enganchar los caballos a su cupé, y corrió a casa de Danglars.

¿Tiene vuestro marido papel del empréstito español? dijo a la baronesa.

¡Ya lo creo!, por lo menos, seis millones.

Que los venda a cualquier precio.

¿Por qué?

Porque don Carlos ha huido de Bourges y ha entrado en España.

¿Cómo lo sabéis?

¡Diantre! ¡Como sé yo todas las noticias!

La baronesa no se lo hizo repetir, corrió a ver a su marido, el cual corrió a su vez a la casa de su agente de cambio, y le mandó que lo vendiese todo a cualquier precio.

Cuando todos vieron que Danglars vendía los fondos españoles, bajaron inmediatamente. Danglars perdió quinientos mil francos, pero se deshizo de todo el papel de interés…

Aquella noche se leía en El Messager:

Despacho telegráfico:

El rey don Carlos ha huido de Bourges, y ha entrado en España por la frontera de Cataluña. Barcelona se ha sublevado en favor suyo.

Toda la noche no se habló más que de la previsión de Danglars que había vendido sus créditos, y de la suerte que tuvo al no perder más que quinientos mil francos en semejante jugada.

Los que habían conservado sus vales, o los que habían comprado los de Danglars, se consideraron arruinados, y pasaron una mala noche.

Al día siguiente se leía en El Moniteur:

Carecía de todo fundamento la noticia del Messager de anoche que anunciaba la f uga de don Carlos y la sublevación de Barcelona.

El rey don Carlos no ha salido de Bourges, y la Península goza de la más completa tranquilidad.

Una señal telegráfica, mal interpretada a causa de la niebla, ha dado lugar a este error.

Los fondos subieron al doble de lo que habían bajado.

Esto ocasionó a Danglars la pérdida de un millón.

¡Bueno! dijo Montecristo a Morrel, que estaba en su casa en el momento en que le anunciaba la extraña jugada de que había sido víctima Danglars; acabo de efectuar por veinte mil francos un descubrimiento por el que hubiera dado cien mil.

¿Qué habéis descubierto? preguntó Maximiliano.

Acabo de descubrir el medio de librar a un jardinero de los lirones que le comían sus albaricoques…

Capítulo cuarto

Los fantasmas

Examinada por fuera y a simple vista la casa de Auteuil, nada tenía de espléndida, nada de lo que se debía esperar de una morada destinada al conde de Montecristo; pero esta sencillez dependía de la voluntad de su dueño, que había mandado no variasen el exterior; mas apenas se abría la puerta, presentaba qn espectáculo diferente.

El señor Bertuccio estuvo muy acertado en la elección y gusto de los muebles y adornos y en la rapidez de la ejecución; así como en otro tiempo el duque de Antin había hecho que derribasen en una noche una alameda que incomodaba a Luis XIV, el señor Bertuccio había hecho construir en tres días un patio completamente descubierto, y hermosos álamos y sicómoros daban sombra a la fachada principal de la casa, delante de la cual, en lugar de un enlosado medio oculto entre la hierba, se extendía una alfombra de musgo, que había sido plantado aquella misma mañana, y sobre el cual brillaban aún las gotas de agua con que había sido regado. Por otra parte, las órdenes habían partido del conde, que entregó a Bertuccio un plano indicando el número y lugar en que los árboles debían ser plantados, la forma y el espacio de musgo que debía suceder al enlosado.

En fin, la casa estaba desconocida. El mayordomo hubiera deseado que se hicieran algunas transformaciones en el jardín, pero el conde se opuso a ello, y prohibió que se tocase siquiera una hoja. Mas Bertuccio se desquitó, llenando de flores y adornos las antesalas, las escaleras y chimeneas.

Todo anunciaba la extraordinaria habilidad del mayordomo, la profunda ciencia de su amo, el uno para servir, el otro para hacerse servir: esta casa desierta después de veinte años, tan sombría y tan triste aun dos días antes, impregnada de ese olor desagradable que se puede llamar olor de tiempo, habíase transformado en un solo día. Al entrar en ella el conde, tenía al alcance de su mano sus libros y sus armas; a su vista, sus cuadros preferidos; en las antesalas, los perros, cuyas caricias le eran agradables, los pájaros que le divertían con sus cantos; toda esta casa, en fin, despertada de un largo sueño, vivía, cantaba, parecida a esas casas que hemos amado por mucho tiempo, y en las que dejamos una parte de nuestra alma si por desgracia las abandonamos.

Los criados iban y venían por el patio, todos contentos y alegres; los unos encargados de las cocinas y caminando por aquellas escaleras y corredores como si hiciese algún tiempo que los habitaban: otros se dirigían a las caballerizas, donde los caballos relinchaban respondiendo a los palafreneros, que les hablaban con más respeto del que tienen muchos criados para con sus amos.

La biblioteca estaba dispuesta en dos cuerpos, en los dos lados de la pared, y contenía dos mil volúmenes; una sección estaba destinada a las novelas modernas, y la que había acabado de publicarse el día anterior, la tenía ya en su estante encuadernada en tafilete encarnado y oro.

En otro lugar estaba el invernadero, lleno de plantas raras y flores que se abrigaban en grandes macetas del Japón, y en medio del invernadero, maravilla a la vez agradable a la vista y al olfato, un billar que parecía haber sido abandonado dos horas antes por los jugadores.

Una sola habitación había sido respetada por el signor Bertuccio. Delante de este cuarto, situado en el ángulo izquierdo del piso principal, al cual podía subirse por la escalera principal y salir por una escalerilla falsa, los criados pasaban con curiosidad, y Bertuccio con terror.

El conde llegó a las cinco en punto, seguido de Alí, delante de la casa de Auteuil. Bertuccio esperaba esta llegada con una impaciencia mezclada de inquietud. Ansiaba alguna alabanza y temía un fruncimiento de cejas. Montecristo descendió al patio, recorrió toda la casa y dio la vuelta al jardín, silencioso y sin dar la menor señal de aprobación o de disgusto.

Pero al entrar en su alcoba, situada en el lado opuesto a la pieza cerrada, extendió la mano hacia el cajón de una preciosa mesita de madera de rosa.

Esto no puede servir más que para guardar guantes dijo.

En efecto, excelencia respondió Bertuccio encantado, abridlo y los hallaréis.

En los otros muebles el conde halló lo que deseaba; frascos de todos los tamaños y con toda clase de aguas de olor, cigarros y joyas…

¡Bien, bien… ! dijo.

Y el señor Bertuccio se retiró contentísimo de que su amo lo hubiese quedado de los muebles y de la casa.

A las seis en punto se oyeron las pisadas de un caballo delante de la puerta principal: era nuestro capitán de spahis conducido por Medeah.

Montecristo lo esperaba en la escalera con la sonrisa en los labios.

Estoy seguro de que soy el primero le gritó Morrel; lo he hecho a propósito para poder estar un momento a solas con vos antes de que llegue nadie. Julia y Manuel me han dado mil recuerdos. ¡Ah!, ¿sabéis que esto es estupendo? Decidme, ¿me cuidarán bien el caballo vuestros criados?

Tranquilizaos, mi querido Maximiliano; entienden de eso.

Precisa de mucho cuidado. ¡Si supieseis qué paso ha traído!, ¡ni un huracán…!

¡Diablo!, ya lo creo, ¡un caballo de cinco mil francos! dijo Montecristo con el mismo tono con que un padre podría hablar a su hijo.

¿Lo sentís? dijo Morrel con su franca sonrisa.

¡Dios me libre…! respondió el conde. No; sentiría que el caballo no fuese bueno.

Es tan estupendo, mi querido conde, que el señor de ChateauRenaud, el hombre más inteligente de Francia, y el señor Debray, que monta los mejores caballos, vienen corriendo en pos de mí en este

momento, y han quedado un poco atrás, como veis; van acompañando a la baronesa, cuyos caballos van a un trote con el que podrían andar seis leguas en una hora…

Entonces pronto deberán llegar repuso Montecristo.

Mirad, ahí los tenéis.

En efecto, en el mismo instante, un cupé arrastrado por dos soberbios caballos de tiro, llegó delante de la reja de la casa, que se abrió al punto. El cupé describió un círculo, y paróse delante de la escalera, seguido de dos jinetes.

Debray echó pie a tierra en un segundo, y se plantó al lado de la portezuela. Ofreció su mano a la baronesa, que le hizo al bajar un gesto imperceptible para todos, excepto para Montecristo.

Pero el conde no perdía ningún detalle, y al mismo tiempo que el gesto, vio relucir un billetito blanco tan imperceptible como el gesto, y que pasó con un disimulo que indicaba la costumbre de esta maniobra, de las manos de la señora Danglars a las del secretario del ministro.

Detrás de su mujer bajó el banquero, pálido como si hubiese salido del sepulcro en lugar de salir de su carruaje.

La señora Danglars lanzó en derredor de sí una mirada rápida e investigadora que sólo Montecristo pudo comprender y con la que abarcó el patio, el peristilo, la fachada de la casa; pero, conteniendo una emoción que se pintó ligeramente en su semblante, subió la escalera diciendo a Morrel:

Caballero, si fueseis del número de mis amigos, os preguntaría si vendéis vuestro caballo.

Morrel se sonrió, mirando al conde, como suplicándole que le sacase del apuro en que se hallaba.

Montecristo le comprendió.

¡Ah!, señora respondió, ¿por qué no se dirige a mí esa pregunta?

Con vos, caballero, no se puede desear nada, porque está una segura de obtenerlo todo; por eso era al señor Morrel…

Por desgracia repuso el conde, yo soy testigo de que el señor Morrel no puede ceder su caballo, pues está comprometido su honor en conservarlo.

¿Pues cómo?

Ha apostado que domaría a Medeah en el espacio de seis meses. Ahora, baronesa, podréis comprender que si se deshiciese de él antes del término fijado por la apuesta, no solamente la perdería, sino que se diría que tiene miedo; y un capitán de spahis, aun por complacer al capricho de una hermosa mujer, lo que en mi concepto es una de las cosas más sagradas de este mundo, no puede dejar que cunda semejante rumor.

Ya lo veis, señora… dijo Morrel dirigiendo a Montecristo una sonrisa de agradecimiento.

Creo dijo Danglars con un tono de zumba mal disimulado por su grosera sonrisa que tenéis bastantes caballos como ése.

La señora Danglars no solía dejar pasar semejantes ataques sin responder a ellos, y, sin embargo, con gran asombro de los jóvenes hizo como que no había oído, y no respondió.

Montecristo se sonrió al ver este silencio que denunciaba una humildad inusitada, mostrando a la baronesa dos inmensos jarrones de porcelana de China, sobre los cuales serpenteaban vegetaciones marinas de un cuerpo y de un trabajo tales, que sólo la naturaleza puede poseer estas riquezas.

La baronesa estaba asombrada.

¡Oh!, qué hermoso es eso dijo; ¿y cómo se han podido conseguir tales maravillas?

¡Ah, señora! dijo Montecristo, no me preguntéis eso; es un trabajo de otros tiempos, es una especie de obra de los genios de la tierra y del mar.

¿Cómo? ¿Y de qué época data eso?

Lo ignoro: he oído decir solamente que un emperador de la China había mandado construir expresamente un horno, donde hizo cocer doce jarros semejantes a éste; dos se rompieron, los otros diez los bajaron al fondo del mar. El mar, que sabía lo que querían de él, arrojó sobre ellos sus plantas, torció sus corales a incrustó sus conchas; todo quedó olvidado por espacio de doscientos años, porque una revolución acabó con el emperador que quiso hacer esta prueba, y no dejó más que el proceso verbal que hacía constar la fabricación de los jarrones y el descenso al fondo del mar. Al cabo de doscientos años encontraron este proceso verbal y se pensó en sacar los jarrones. Unos buzos, con máquinas a propósito, fueron destinados al efecto y les indicaron el sitio donde habían sido arrojados. Pero de diez que eran no se hallaron más que tres, pues los demás fueron dispersados y destruidos por las olas. Yo aprecio infinitamente estos jarrones, en el fondo de los cuales me figuro a veces que monstruos deformes, horribles, misteriosos y semejantes a los que ven los buzos, han fijado con asombro su mirada apagada y fría, y en los que han dormido los pequeños peces que se refugiaron en ellos para huir del furor de sus enemigos.

Todo este tiempo Danglars, poco amante de curiosidades, arrancaba maquinalmente, y una tras otra, las flores de un magnífico naranjo; así que hubo acabado con él se dirigió a un cactus; pero entonces el cactus, de un carácter menos dócil que el naranjo, le picó encarnizadamente.

Entonces se estremeció y se frotó los ojos como si saliese de un sueño.

Caballero le dijo Montecristo sonriendo, a vos que sois amante de cuadros y que tenéis obras tan valiosas, no os recomiendo los míos. Sin embargo, aquí tenéis dos Hobbema, un Paul Potter, un Mengs, dos Gerardo Dou, un Rafael, un VanDyk, un Zurbarán y dos o tres Murillos dignos de seros presentados.

¡Oh! dijo Debray, aquí hay un Hobbema que yo conozco.

¡Ah! ¿De veras?

Sí, fueron a proponerlo al Museo para que lo adquiriese.

No tiene ninguno, según creodijo Montecristo.

No, y sin embargo no quiso comprar éste.

¿Por qué? preguntó ChateauRenaud.

¿Por qué había de ser…? Porque el gobierno no es bastante rico para efectuar gastos de ese género.. .

¡Ah!, perdonad dijo ChateauRenaud, siempre estoy oyendo decir eso…, y jamás he podido acostumbrarme…

Ya os acostumbraréis dijo Debray.

No lo creo repuso ChateauRenaud.

El mayor Bartolomé Cavalcanti… El señor conde Andrés Cavalcanti anunció Bautista.

Con una corbata de raso negro acabada de salir de manos del fabricante, unos bigotes canos, una mirada tranquila, un traje de mayor adornado con tres placas y con cinco cruces, en fin, con el atuendo completo de un antiguo soldado, se presentó Bartolomé Cavalcanti, el tierno padre a quien ya conocemos.

A su lado, luciendo un traje nuevo, se hallaba, con la sonrisa en los labios, el conde Andrés Cavalcanti, el respetuoso hijo que ya conocen también nuestros lectores.

Los tres jóvenes hablaban juntos; sus miradas se dirigieron del padre al hijo, y se detuvieron naturalmente más tiempo sobre este último, a quien examinaron detenidamente.

¡Cavalcanti! exclamó Debray.

Bonito nombre dijo Morrel.

Sí dijo ChateauRenaud, es verdad; estos italianos tienen unos nombres bellos; pero visten tan mal.

¡Oh!, sois muy severo, ChateauRenaud repuso Debray; esos trajes están hechos por uno de los mejores sastres, y están perfectamente nuevos.

Eso es precisamente lo que me desagrada. Este caballero parece que se viste por primera vez.

¿Quiénes son esos señores? preguntó Danglars al conde de Montecristo.

Ya lo habéis oído; los Cavalcanti.

Eso no me revela más que su nombre.

¡Ah!, es verdad, vos no estáis al corriente de nuestras noblezas de Italia; quien dice Cavalcanti, dice raza de príncipes.

¿Buena fortuna? inquirió el banquero.

Fabulosa.

¿Qué hacen?

Procuran comérsela sin poder acabar con ella. Por otra parte, tienen créditos sobre vos, según me han dicho, cuando vinieron a verme anteayer. Yo mismo los invité a que fuesen a veros. Os los presentaré.

Creo que hablan el francés con bastante pureza dijo Danglars.

El hijo ha sido educado en un colegio del Mediodía, en Marsella o en sus alrededores, según creo. Le encontraréis entusiasmado…

¿Con qué? inquirió la baronesa.

Con las francesas, señora. Quiere absolutamente casarse en París.

¡Me gusta la idea! dijo Danglars encogiéndose de hombros.

La señora Danglars miró a su marido con una expresión que, en cualquier otro momento, hubiera presagiado una tempestad; pero se calló por segunda vez.

El barón parece hoy muy taciturno dijo Montecristo a la señora Danglars; ¿quieren hacerlo ministro tal vez?

No, que yo sepa. Creo más bien que habrá jugado a la bolsa, que habrá perdido, y no sabe con quién desfogar su malhumor.

¡Los señores de Villefort! gritó Bautista.

Las dos personas anunciadas entraron; el señor de Villefort, a pesar de su dominio sobre sí mismo, estaba visiblemente conmovido. Al tocar su mano Montecristo notó que temblaba.

Decididamente sólo las mujeres saben disimular dijo Montecristo mirando a la señora Danglars que dirigía una sonrisa al procurador del rey.

Tras los primeros saludos, el conde vio a Bertuccio, ocupado en arreglar los muebles de un saloncito contiguo a aquel en que se encontraban, y se dirigió a él.

Su excelencia no me ha indicado el número de convidados.

¡Ah!, es cierto.

¿Cuántos cubiertos?

Contadlos vos mismo.

¿Han venido todos, excelencia?

-Sí.

Bertuccio miró a través de la puerta entreabierta.

Montecristo le observaba atentamente.

¡Ah! ¡Dios mío! exclamó Bertuccio.

¿Qué ocurre? preguntó el conde.

¡Esa mujer…!, ¡esa mujer…!

¿Cuál?

¡La que lleva un vestido blanco y tantos diamantes…!, ¡la rubia… !

¿La señora Danglars?

Ignoro cómo se llama. ¡Pero es ella… ! ¡Señor, es ella… ! ¿Quién es ella…?

¡La mujer del jardín…!, ¡la que estaba encinta…l, la que se paseaba esperando… esperando…

Bertuccio quedóse boquiabierto, pálido y con los cabellos erizados.

Esperando, ¿a quién?

Bertuccio, sin responder, mostró a Villefort con el dedo, casi con el mismo ademán con que Macbeth mostró a Banco.

¡Oh…!, ¡oh…! murmuró al fin; ¿no veis…? ¿El qué…? ¿A quién…? ¡A él… !

¡A él…!, ¿al señor procurador del rey, Villefort…? Sin duda alguna le veo.

Pero no le maté… ¡Dios mío!

¡Diantre… ! , yo creo que os vais a volver loco, señor Bertuccio dijo el conde.

¡Pero no murió… !

No murió puesto que se encuentra delante de vos; en lugar de herirle entre la sexta y la séptima costilla izquierda, como suelen hacer vuestros compatriotas, errasteis el golpe y heriríais un poco más arriba o más abajo; o no será verdad nada de lo que me habéis contado; habrá sido un sueño de vuestra imaginación; os habríais quedado dormido y delirabais en aquel momento. ¡Ea!, recobrad vuestra calma y contad: el señor y la señora de Villefort, dos; el señor y la señora Danglars, cuatro; el señor de ChateauRenaud, el señor Debray y el señor Morrel, siete; el señor mayor Bartolomé Cavalcanti, ocho.

¡Ocho. .. ! repitió Bertuccio con voz sorda.

¡Esperad…!, ¡esperad…!, ¡qué prisa tenéis por marcharos…l, ¡qué diablo…!, olvidáis a uno de mis convidados. Mirad hacia la izquierda…, allí…, el señor Andrés Cavalcanti, aquel joven vestido de negro que mira la Virgen de Murillo, que se vuelve.

Pero esta vez, Bertuccio no pudo contenerse y empezó a articular un grito que la mirada de Montecristo apagó en sus labios.

¡Benedetto… ! murmuró con voz sorda; ¡fatalidad!

Las seis y media están dando en este momento, señor Bertuccio dijo severamente el conde; ésta es la hora en que os di la orden de sentaros a la mesa, y sabéis que no me gusta esperar.

Y el conde entró en el salón donde le esperaban sus convidados, mientras que Bertuccio se dirigía hacia el comedor apoyándose en las paredes.

Cinco minutos más tarde, las dos puertas del salón se abrieron. Bertuccio se presentó en ella, y haciendo como Vatel en Chantilly el último y heroico esfuerzo:

El señor conde está servido dijo.

Montecristo ofreció el brazo a la señora de Villefort.

Señor de Villefort dijo, conducid a la señora Danglars al salón, os lo ruego.

Así lo hizo Villefort, y todos pasaron al salón.

Era evidente que al entrar, un mismo sentimiento animaba a todos los convidados, que se preguntaban qué extraña influencia los había conducido a aquella casa; sin embargo, a pesar de lo asombrados que estaban la mayor parte de ellos, hubieran sentido muy de veras no haber asistido a aquel banquete.

Y a pesar de que lo reciente de las relaciones, la posición excéntrica y aislada del conde, la fortuna desconocida y casi fabulosa obligaban a los caballeros a estar circunspectos, y a las damas a no entrar en aquella casa donde no había señoras para recibirlas: hombres y mujeres habían vencido los unos la circunspección, las otras las leyes de la etiqueta, y la curiosidad los impelía a todos hacia un mismo punto.

Asimismo Cavalcanti, padre a hijo, estaban preocupados, el uno con toda su gravedad, y el otro con toda su desenvoltura.

La señora Danglars había hecho un movimiento al ver acercarse a ella al señor de Villefort, ofreciéndole el brazo; sintió turbarse su mirada bajo sus lentes de oro al apoyarse en él la baronesa.

Ninguno de estos movimientos pasó inadvertido al conde, y este simple contacto, entre los invitados, ofrecía un gran interés para el observador de esta escena.

El señor Villefort tenía a su derecha a la señora Danglars, y a Morrel a su izquierda.

El conde se hallaba sentado entre la señora de Villefort y Danglars.

Los otros espacios estaban ocupados por Debray sentado entre los Cavalcanti, y por ChateauRenaud, entre la señora de Villefort y Morrel.

La comida fue magnífica; Montecristo había procurado completamente destruir la simetría parisiense y satisfacer más la curiosidad que el apetito de sus convidados.

Todas las frutas que las cuatro partes del mundo pueden derramar intactas y sabrosas en el cuerno de la abundancia de Europa estaban amontonadas en pirámides en jarros de la China y en copas del Japón.

Las aves exóticas con la parte más brillante de su plumaje, los pescados monstruosos tendidos sobre fuentes de plata; todos los vinos del Archipiélago y del Asia Menor, encerrados en botellas de formas raras, y cuya vista parecía aumentar su sabor, desfilaron, como una de aquellas revistas que Apicio pasaba con sus invitados, por delante de aquellos parisienses que comprendían que se pudiesen gastar mil luises en una comida de diez personas, si a ejemplo de Cleopatra bebían perlas disueltas, o como Lorenzo de Médicis, oro derretido.

Montecristo vio el asombro general, y empezó a reír y a burlarse en voz alta.

Dijo:

Señores, todos vosotros convendréis, sin duda, en que habiendo llegado a cierto grado de fortuna, nada es más necesario que lo superfluo, así como convendrán estas damas en que llegando a cierto grado de exaltación, ya nada hay más positivo que lo ideal. Ahora bien, prosiguiendo este raciocinio, ¿qué es la maravilla?: lo que no comprendemos. ¿Qué es un bien verdaderamente deseado…?, el que no podemos tener. Pues ver cosas que no puedo comprender, procurarme cosas imposibles de tener, tal es el estudio de toda mi vida. Voy llegando a él por dos medios: el dinero y la voluntad. Yo me empeño en mi capricho, por ejemplo, con la misma perseverancia que vos ponéis, señor Danglars, en crear una línea de ferrocarril; vos, señor de Villefort, en hacer condenar a un hombre a muerte; vos, señor de Debray, en apaciguar un reino; vos, señor de ChateauRenaud, en agradar a una mujer, y vos, Morrel, en domar un potro que nadie puede montar; así, pues, por ejemplo, mirad estos dos pescados nacidos el uno a cincuenta leguas de San Petersburgo, y el otro a cinco leguas de Nápoles, ¿no resulta en extremo agradable el verlos reunidos aquí?

¿Qué clase de pescados son? preguntó Danglars.

Aquí tenéis a ChateauRenaud, que ha vivido en Rusia; él os dirá el nombre de uno respondió Montecristo; y el mayor Cavalcanti, que es italiano, os dirá el del otro.

Este dijo ChateauRenaud creo que es un esturión.

Perfectamente.

Y éste dijo Cavalcanti es, si no me engaño, una lamprea.

Exacto. Ahora, señor Danglars, preguntad a esos dos señores dónde se pescan uno y otro.

¡Oh! dijo ChateauRenaud, los esturiones se pescan solamente en el Volga.

¡Oh! dijo Cavalcanti, sólo en el lago Fusaro es donde se pescan lampreas de ese tamaño.

¡Imposible! exclamaron a un mismo tiempo todos los invitados.

¡Pues bien!, eso precisamente es lo que me divierte dijo Montecristo. Yo soy como Nerón, cupitor impossibilium; y por eso mismo, esta carne, que tal vez no valga la mitad que la del salmón, os parecerá ahora deliciosa, porque no podíais procurárosla en vuestra imaginación, y sin embargo la tenéis aquí.

¿Pero cómo han podido transportar esos dos pescados a París?

¡Oh! ¡Dios mío…!, nada más sencillo; los han traído cada uno en un gran tonel, rodeado uno de matorrales y algas de río, y el otro de plantas de lago; se les puso por tapadera una rejilla, y han vivido así, el esturión doce días y la lamprea ocho, y todos vivían perfectamente cuando mi cocinero se apoderó de ellos para aderezarlos como lo veis. ¿No lo creéis, señor Danglars?

Mucho lo dudo al menos respondió sonriéndose.

Bautista dijo Montecristo, haced que traigan el otro esturión y la otra lamprea, ya sabéis, los que vinieron en otros toneles y que viven aún.

Danglars se quedó admirado; todos los demás aplaudieron con frenesí.

Cuatro criados presentaron dos toneles rodeados de plantas marinas, en los cuales coleaban dos pescados parecidos a los que se habían servido en la mesa.

¿Y por qué habéis traído dos de cada especie…? preguntó Danglars.

Porque uno podía morirse respondió sencillamente Montecristo .

Sois un hombre maravilloso dijo Danglars. Bien dicen los filósofos, no hay nada como tener una buena fortuna.

Y sobre todo tener ideas dijo la señora Danglars.

¡Oh!, no me hagáis ese honor, señora; los romanos hacían esto con mucha frecuencia, y Plinio cuenta que enviaban de Ostia a Roma, con esclavos que los llevaban sobre sus cabezas, pescados de la especie que ellos llaman mulas, y que según la pintura que hacen de él es probablemente la dorada. También constituía un lujo tenerlos vivos, y un espectáculo muy divertido el verlos morir, porque en la agonía cambiaban tres o cuatro veces de color, y como un arco iris que se evapora, pasaban por todos los colores del prisma, después de lo cual los enviaban a las cocinas. Su agonía tenía también su mérito. Si no los veían vivos, les despreciaban muertos.

Sí dijo Debray; pero de Ostia a Roma no hay más de seis a siete leguas.

¡Ah!, ¡es cierto! dijo Montecristo; pero ¿en qué consistiría el mérito si mil ochocientos años después de Lúculo no se hubiera adelantado nada…?

Los dos Cavalcanti estaban estupefactos; pero no pronunciaban una sola palabra.

Todo es admirable dijo ChateauRenaud; sin embargo, lo que más me admira es la prontitud con que sois servido. ¿Es verdad, señor conde, que esta casa la habéis comprado hace cinco días?

A fe mía, todo lo más respondió Montecristo.

¡Pues bien…!, estoy seguro de que en ocho ha experimentado una transformación completa; porque, si no me engaño, tenía otra entrada, y el patio estaba empedrado y vacío, al paso que hoy está convertido en un magnífico jardín, con árboles que parecen tener cien años a lo menos.

¿Qué queréis…?, me gusta el follaje y la sombra dijo Montecristo .

En efecto dijo la señora de Villefort, antes se entraba por una puerta que daba al camino, y el día en que me libertasteis tan milagrosamente, me hicisteis entrar por ella a la casa.

Sí, señora dijo Montecristo; pero después he preferido una entrada que me permitiese ver el bosque de Bolonia a través de mi reja.

En cuatro días dijo Morrel, ¡qué prodigio… !

En efecto dijo ChateauRenaud, de una casa vieja hacer una nueva, es milagroso; porque la casa estaba muy vieja y era muy triste. Recuerdo que mi madre me encargó que la viese cuando el señor de SaintMerán la puso en venta hará dos o tres años.

El señor de SaintMerán dijo la señora de Villefort; ¿pero esta casa pertenecía al señor de SaintMerán antes de haberla com. prado vos?

Así parece respondió Montecristo.

¡Cómo que así parece…! ¿No sabéis a quién habéis comprado esta casa?

No, a fe mía: mi mayordomo es quien se ocupa de todos estos pormenores.

Al menos hace diez años que no se habitaba dijo Chateau-Renaud, y era una lástima verla con sus persianas, sus puertas cerradas, y todo el patio lleno de hierba. En verdad que si no hubiese pertenecido al suegro del procurador del rey, la hubieran podido tomar por una de esas malditas casas donde ha sido cometido algún nefasto crimen.

Villefort, que hasta entonces no había tocado los tres o cuatro vasos llenos de vinos extraordinarios, colocados delante de él, tomó uno maquinalmente y lo apuró de una vez.

Montecristo dejó pasar un instante; después, en medio del silencio que había seguido a las palabras de ChateauRenaud:

Es extraño dijo, señor barón; pero la misma idea me asaltó en cuanto entré en está casa, y me pareció tan lúgubre, que jamás la hubiera comprado si mi mayordomo no lo hubiese hecho por mí. Probablemente el pícaro habría recibido algún regalillo.

Es probable murmuró Villefort esforzándose en sonreír; pero creed que yo no pienso del mismo modo que vos. El señor de SaintMerán ha querido que se vendiese esta casa, que formaba parte del dote de mi hija, porque si seguía tres o cuatro años más se hubiera arruinado…

Esta vez fue Morrel quien palideció.

Había una alcoba sobre todo prosiguió Montecristo, ¡ah, Dios mío…!, muy sencilla en la apariencia, una alcoba como todas las demás, forrada de damasco encarnado, que me ha parecido, no sé por qué, dramática en extremo.

¿Por qué? preguntó Debray, ¿por qué decís que era dramática?

¿Puede uno acaso darse cuenta de las cosas instintivas? dijo Montecristo; ¿no hay sitios donde parece que se respira tristeza? ¡Por qué!, yo no sé: por una cadena de recuerdos; por un capricho del pensamiento que os transporta a otros tiempos, a otros sitios que aquellos en que nos hallamos; en fin, esta alcoba me recordaba la de la marquesa de Gange o la de Desdémona. Pues bien, mirad; puesto que hemos acabado de comer, es preciso que os la enseñe

a todos: después bajaremos a tomar café al jardín; después del café, al teatro.

Montecristo hizo una señal para interrogar a sus invitados. La señora de Villefort se levantó; Montecristo hizo otro tanto; todos siguieron su ejemplo.

Villefort y la señora Danglars permanecieron un instante como clavados en su asiento; se interrogaban con los ojos y se quedaron fríos, mudos y helados…

¿Habéis oído? dijo al fin la señora Danglars.

Es preciso ir, no hay medio de evadirnos respondió Villefort, levantándose y ofreciéndole el brazo.

Todos salieron apresuradamente, porque calculaban que la visita no se limitaría a aquella alcoba, y que al mismo tiempo recorrerían el resto de aquella pobre casa, de que Montecristo había hecho un palacio.~Cada cual se lanzó por diferentes habitaciones hasta que se fueron a encontrar en un saloncito, donde Montecristo les aguardaba. Cuando todos estuvieron reunidos, el conde cerró la marcha con una sonrisa que, si hubiesen podido comprenderla, habría espantado a los convidados más que la alcoba que iban a visitar.

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