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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 27)


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Todos los criminales dicen lo mismo.

La necesidad…

Dejadme dijo desdeñosamente Busoni. La necesidad puede conduciros a pedir limosna, a robar un pan a un panadero. Pero no a venir a forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada y cuando el joyero Joannés acababa de contaros cuarenta y cinco mil francos por el diamante que os di y le asesinasteis para quedaros con el diamante y el dinero. ¿Era también la necesidad?

Perdón, señor abate dijo Caderousse, ya me habéis salvado la vida una vez; salvádmela otra.

Esto me anima.

¿Estáis solo, señor abate preguntó Caderousse, o tenéis cerca a los gendarmes para prenderme?

Estoy solo dijo el abate, y todavía me compadecería de vos y os dejaría ir, a pesar de las nuevas desgracias que puede producir mi debilidad, si me dijeseis la verdad.

¡Ah, señor abate! exclamó Caderousse, juntando las manos y dando un paso hacia el conde, puedo llamaros mi salvador.

¿Decís que os libertaron de presidio?

Sí, a fe de Caderousse, señor abate.

¿Y quién fue?

Un inglés.

¿Cuál era su nombre?

Lord Wilmore.

Lo conozco y sabré si decís la verdad.

Señor abate, la he dicho.

¿Este inglés es, pues, vuestro protector?

No, pero lo es de un joven corso, mi compañero en la cadena.

¿Cómo se llama ese corso?

Benedetto.

¿Ese será su nombre de pila?

No tenía otro, era un expósito.

¿Y ese joven se fugó con vos? ¿Y cómo?

Trabajamos en San Mandrier, cerca de Tolón. ¿Conocíais San Mandrier?

Sí.

Pues bien, mientras estaban durmiendo de las doce a la una…

¡Forzados que duermen la siesta, compadecedlos! dijo el abate.

¡Cómo! dijo Caderousse, no se puede trabajar, no somos perros.

Más valen los perros dijo Montecristo.

Mientras los otros dormían la siesta nos alejamos un poco, limamos nuestras cadenas con una lima que nos dio el inglés, y escapamos nadando.

¿Y qué ha sido de Benedetto?

No lo sé.

Debes saberlo.

No, en verdad, no lo sé. Nos separamos en Hyéres.

Y como para dar mayor peso a su afirmación, Caderousse dio un paso hacia el abate, que permaneció inmóvil, siempre tranquilo e interrogador.

Mientes dijo Busoni con terrible acento.

Señor abate…

¡Mientes! Ese hombre es aún lo amigo, y quizá lo sirvas de e'1 como de un cómplice.

¡Oh, señor abate… !

_.¿Cómo has vivido desde que saliste de Tolón? Responde.

Como he podido.

¡Mientes! dijo por tercera vez el abate con acento aún más imperativo.

Caderousse miró al conde aterrado.

Has vivido prosiguió éste con el dinero que aquel hombre lo ha dado.

Y bien, es verdad. Benedetto ha sido reconocido como el hijo de un gran señor.

¿Cómo puede ser hijo de un gran señor?

Hijo natural.

¿Y quién es ese gran señor?

El conde de Montecristo, en cuya casa estamos.

¿Benedetto, hijo del conde? respondió Montecristo sorprendido a su vez.

Es necesario creerlo, puesto que el conde le ha hallado un padre ficticio. Le da cuatro mil francos todos los meses y le deja quinientos mil en su testamento.

¡Ah!, ¡ah! dijo el falso abate, que empezaba a comprender. ¿Y cómo se llama ahora ese joven?

Se llama Cavalcanti.

¡Ah! ¿Es el joven que mi amigo el conde de Montecristo recibe a menudo en su casa y va a unirse en matrimonio con la señorita Danglars?

Exacto.

¿Y podéis consentir eso, miserable, vos que le conocéis?

¿Y por qué queréis que impida a un camarada el hacer fortuna? dijo Caderousse.

Es justo; a mí me toca advertírselo.

No hagáis eso, señor abate.

¿Por qué?

Porque nos haríais perder nuestra suerte.

¿Y creéis que para conservársela a unos miserables como vosotros me haría cómplice de sus engaños y sus crímenes?

Señor abate… dijo Caderousse, aproximándose todavía más.

Lo diré todo.

¿A quién?

Al señor Danglars.

¡Trueno de Dios! exclamó Caderousse sacando de debajo del chaleco un cuchillo y dando en medio del pecho del conde. ¡Nada dirás, abate!

Con gran admiración de Caderousse, el puñal retrocedió con la punta rota en lugar de penetrar en el pecho del conde; ignoraba que éste llevaba puesta una cota de malla.

Al mismo tiempo el fingido abate agarró con la mano izquierda la del asesino por la muñeca y le torció el brazo con una fuerza tal que sus dedos se abrieron y el puñal cayó al suelo. Caderousse profirió un agudo grito arrancado por el dolor, pero el conde, sin hacer caso, continuó torciendo el brazo del bandido, hasta que se lo dislocó. Cayó primero de rodillas, y después con la cara contra el suelo. El conde puso el pie sobre la cabeza y dijo:

No sé lo que me detiene, y por qué no lo salto los sesos.

¡Ay! , perdón, perdón gritó Caderousse.

El conde retiró el pie y dijo:

¡Levántate!

Caderousse se levantó.

¡Vive Dios, y qué puños tenéis, señor abate! dijo Caderousse tocando su lastimado brazo, ¡qué puños!

¡Silencio! Dios me ha dado la fuerza necesaria para domar a una fiera. He obrado en nombre de Dios. ¡Acuérdate de esto, miserable, y perdonarte en este momento es servir aún los designios de Dios!

¡Uf! hizo Caderousse, con el brazo dolorido.

Toma esa pluma y papel, y escribe lo que voy a dictarte.

No sé escribir, señor abate.

Mientes. Toma esa pluma y escribe.

Caderousse, dominado por aquel poder superior, se sentó y escribió:

«Señor: El hombre que recibís en vuestra casa y a quien destináis por marido de vuestra hija, es un antiguo forxado que se escapó del baño de Tolón. Tenía el número 59 y yo el 58.

Se llama Benedetto, pero ignora él mismo su verdadero nombre, porque nunca ha conocido a sus padres.»

Ahora firma continuó el conde.

¿Pero es que queréis perderme?

¡Majadero! Si quisiera perderte lo llevaría al primer cuerpo de guardia y además es probable que cuando se entregue el billete ya nada tengas que temer. Firma, pues.

Caderousse firmó.

El sobre. Al señor barón Danglars, banquero, calle de la Chaussée d'Antin.

Caderousse escribió el sobre, y el abate tomó la carta.

Está bien dijo Ahora vete.

Por dónde.

Por donde has venido.

¿Queréis que salte por la ventana?

Por ella entraste.

¿Meditáis alguna cosa contra mí, señor abate?

Imbécil, ¿qué quieres que medite?

¿Por qué no me abrís la puerta?

¿Y para qué despertar al portero?

Decidme que no queréis matarme.

Quiero lo que Dios quiere.

Pero juradme que no me heriréis mientras bajo.

Eres infame y cobarde.

¿Qué queréis hacer de mí?

Eso mismo es lo que yo lo pregunto: Quise hacer de ti un hombre honrado y dichoso, y sólo he hecho un asesino.

Señor abate dijo Caderousse, haced la última prueba.

Seadijo el conde, sabes que soy hombre de palabra.

Sí dijo Caderousse.

Si vuelves a lo casa sano y salvo…

¿A quién tengo yo que temer, si no es a vos?

Si vuelves a lo casa sano y salvo, márchate de París, márchate de Francia, y en cualquier parte adonde fueses, si lo conduces con honradez, lo haré pasar una pensión para que puedas vivir, porque si llegas a lo casa sano y salvo…

¡Y bien! preguntó Caderousse estremeciéndose.

Creeré que Dios lo ha perdonado y lo perdonaré también.

Como soy cristiano balbuceó Caderousse retrocediendo, que me hacéis morir de miedo.

Anda, vete dijo el conde señalándole la ventana.

Caderousse, no muy tranquilo, a pesar de las promesas del conde, subió a la ventana, y puso el pie en la escala. Detúvose temblando.

Ahora bajadijo el abate cruzándose de brazos.

Caderousse comprendió que nada había que temer, y bajó. El conde acercó la luz de modo que podía distinguirse desde los Campos Elíseos al hombre que bajaba por la ventana y al que le alumbraba.

¡Qué hacéis, señor abate! ¿Y si pasase una patrulla?

Apago la vela.

Caderousse continuó bajando, pero hasta que sintió la tierra bajo sus pies no se creyó completamente seguro.

Montecristo volvió a su dormitorio, y echando una rápida mirada al jardín y a la calle, vio primero a Caderousse, que después de haber bajado daba la vuelta por el jardín y plantaba su escala a la extremidad del muro para salir por distinta parte de la que entró. Entonces observó la presencia de un hombre que parecía esperar a alguien y corrió paralelamente la calle, viniendo a colocarse en el ángulo mismo por el que Caderousse iba a bajar.

Este subió lentamente la escala, y llegado a los últimos tramos asomó la cabeza por encima del muro para cerciorarse de que la calle estaba desierta. No se veía a nadie, ni se percibía el menor ruido.

La una en el reloj de los Inválidos. Caderousse colocóse a horcajadas sobre el muro, pasó la escala al otro lado y se preparó para bajar, o mejor diremos, para dejarse resbalar por las cuerdas laterales de la escala, maniobra que ejecutó con una destreza que demostraba su costumbre en tales ejercicios. Pero una vez lanzado, le era imposible detenerse. En vano vio acercarse a un hombre, cuando estaba a la mitad de la bajada; en vano vio levantar su brazo en el momento en que sus pies tocaban el suelo. Antes de que hubiese podido defenderse, aquel brazo le descargó tan fuerte puñalada en la espalda, que abandonó la escala gritando:

¡Socorro!

Diole una segunda puñalada en el costado y cayó al suelo gritando:

¡Al asesino!

Revolcábase en tierra, y cogiéndole su asesino por los cabellos le asestó un tercer golpe en el pecho. Quiso gritar y su esfuerzo produjo solamente un gemido sordo, saliendo por sus tres heridas un torrente de sangre.

Viendo el asesino que no gritaba, cogióle de nuevo por los cabellos, levantóle la cabeza, tenía los ojos cerrados y la boca torcida. Creyóle muerto, dejó caer la cabeza y desapareció.

Caderousse le sintió alejarse, levantóse inmediatamente, se apoyó sobre el codo y con voz moribunda y haciendo el último esfuerzo, gritó:

¡Al asesino! ¡Me muero! ¡Socorredme! ¡Señor abate, socorredme!

La lúgubre voz atravesó las sombras de la noche, llegando hasta el conde. Abrióse la puerta de la escalera secreta, en seguida la pequeña del jardín, y Alí y su amo corrieron trayendo luces al sitio donde se hallaba el herido.

Caderousse continuaba gritando con triste voz:

Señor abate, ¡socorredme!, ¡socorredme!

¿Qué ocurre? preguntó Montecristo.

Socorredme repetía Caderousse, me han asesinado.

Aquí estamos, ¡valor!

¡Ah! ¡No hay remedio! Habéis llegado muy tarde, solamente para verme morir. ¡Qué heridas! ¡Qué de sangre!

Y se desmayó.

Alí y su amo cogieron en brazos al herido, y lo trasladaron a una

habitación. Montecristo hizo seña a Ali de que le desnudase y reconoció las tres terribles heridas que le habían infligido.

¡Dios mío! dijo Vuestra venganza se retrasa algunas veces, pero entonces parece que baja del cielo más completa.

Alí miró a su amo como preguntándole lo que debía hacer.

Ve a buscar al procurador del rey, señor de Villefort, que vive en el arrabal de SaintHonoré, y ruégale de mi parte venga al instante. De paso despertarás al portero y le dirás que vaya inmediatamente a buscar un facultativo.

Alí obedeció y dejó al abate a solas con Caderousse, que continuaba desmayado. Cuando abrió los ojos, el conde, sentado a corta distancia, le miraba con una tierna expresión de piedad, y según el movimiento de sus labios, parecía rezar algunas oraciones.

Un cirujano, señor abate, un cirujano dijo Caderousse.

Ya han ido a buscar uno.

Bien sé que es inútil, las heridas son mortales, pero podrá prolongar mi existencia y darme tiempo para declarar.

¿Sobre qué?

Sobre mi asesino.

Entonces, ¿lo conocéis?

¡Sí que le conozco!, sí. Es Benedetto.

¿El joven corso?

El mismo.

¿Vuestro compañero?

Sí; después de haberme dado el plano de la casa del conde, creyendo sin duda que yo le mataría, y así sería más pronto su heredero, o que el conde me mataría, y así se libraría más pronto de mí, me ha esperado en la calle y me ha asesinado.

He enviado también a buscar al procurador del rey.

Llegarán demasiado tarde. Siento que toda mi sangre se pierde.

Esperad dijo Montecristo.

Salió y entró a los cinco minutos con un frasco.

Los ojos del moribundo permanecían fijos en aquella puerta por la que adivinaba que debía llegarle algún socorro.

Pronto, señor abate, ¡pronto!, voy a desmayarme de nuevo.

Montecristo se acercó. Vertió tres o cuatro gotas del licor entre los labios amoratados del herido. Este dio un suspiro.

¡Ah! dijo Me habéis dado la vida, aún… aún…

Dos gotas más de este licor os matarían respondió el abate.

¡Oh!, que venga, pues, cualquiera a quien yo pueda denunciar a ese miserable.

¿Queréis que escriba vuestra declaración y vos la firmaréis?

Sí, sí dijo Caderousse, cuyos ojos brillaron con la esperanza de una venganza póstuma. Y Montecristo escribió:

«Muero asesinado por el corso Benedetto, mi compañero de cadena en Tolón con el número 59.»

Daos prisa dijo Caderousse; si no, no podré firmar.

Montecristo presentó una pluma a Caderousse, el cual firmó, y se dejó caer de nuevo sobre la cama, diciendo:

Contaréis lo demás, señor abate; diréis que se hace llamar Cavalcanti, que vive en la fonda del Príncipe, y que… ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Me muero… !

Caderousse volvió a desmayarse. El abate le hizo aspirar el espíritu del licor contenido en el frasco, y el herido abrió los ojos.

Sus deseos de venganza no le habían abandonado durante su desmayo.

¡Ah! Lo diréis todo. ¿Verdad, señor abate?

Todo, sí, y otras muchas cosas.

¿Qué diréis?

Diré que seguramente os dio el plano de esta casa con la esperanza de que el conde os mataría. Que previno al conde por medio de una carta, que hallándose ausente la recibí yo, y que he velado esperándoos.

Y le guillotinarán, ¿no es verdad? dijo Caderousse, le guillotinarán, ¿me lo prometéis? Muero con esa esperanza, y ella me ayuda a morir.

Diré continuó el conde que llegó detrás de vos, que os esperó, y que cuando os vio salir corrió a la esquina del muro, desde el sitio en que se había ocultado.

¿Habéis visto todo eso?

Recordad mis palabras: «Si entras en lo casa sano y salvo, creeré que Dios lo ha perdonado, y lo perdonaré.»

¡Y no me habéis advertido! exclamó Caderousse procurando incorporarse sobre el codo. ¿Sabíais que iban a asesinarme al salir de aquí y no me habéis advertido?

No; porque en la mano de Benedetto veía el brazo de Dios, y hubiera creído cometer un sacrilegio oponiéndome a las intenciones de la Providencia.

La justicia de Dios…, no me habléis de ella, señor abate. Si existiese la justicia de Dios, muchos hay que merecen ser castigados, y no lo son.

¡Paciencia! dijo el abate con un tono que hizo estremecer al herido, ¡paciencia!

Caderousse le miró espantado.

Además, Dios es misericordioso para con todos dijo el abate, como lo ha sido contigo. Es padre antes de ser juez.

¡Ah! dijo Caderousse. ¿Creéis en Dios?

Si hubiese tenido la desgracia de no creer en El hasta el presente dijo Montecristo, creería ahora, al verte a ti.

Caderousse levantó los puños cerrados, amenazando al Cielo.

Escucha dijo el abate, extendiendo la mano sobre el herido como para comunicarle su fe. He aquí lo que ha hecho por ti ese Dios que rehúsas reconocer en tus últimos momentos. Te había dado salud, fuerzas y ocupación, amigos, y en fin, la vida se lo presentaba tal cual puede desearla el hombre cuya conciencia está tranquila. En lugar de aprovechar estos dones que el Señor rara vez concede con toda su plenitud, he aquí lo que has hecho. Te has entregado a la pereza, a la borrachera y has vendido a uno de tus mejores amigos.

¡Auxilio! gritó Caderousse. No necesito un sacerdote, sino un cirujano. Puede que no esté herido de muerte, que no vaya a morir aún, y pueda salvarme.

Tus heridas son mortales y de tal naturaleza, que sin las tres gotas de licor que lo he dado hace un momento ya habrías expirado. Escucha, pues.

¡Ah! murmuró Caderousse, pues sois buen sacerdote; desesperáis a los moribundos en vez de consolarlos.

Óyeme bien continuó el abate. Cuando vendiste a lo amigo, empezó Dios, no por castigarte, sino por advertirte. Caíste en la miseria y tuviste hambre, pasaste la mitad de lo vida codiciando lo que hubieras podido adquirir, y ya pensabas en el crimen, dándote a ti mismo la disculpa de la necesidad, cuando Dios obró un milagro, cuando Dios lo envió por mi mano, cuando más miserable estabas, una fortuna inmensa para ti, que nada habías poseído. Pero esta fortuna inesperada a inaudita lo parece insuficiente desde el momento en que empiezas a poseerla. Quieres doblarla. ¿Y por qué medio? Por el del asesinato. La doblas, pero Dios lo la arranca, conduciéndote ante la justicia humana.

No soy yo dijo Caderousse quien quiso asesinar al judío, fue la Carconte.

Sí dijo Montecristo; Dios, siempre misericordioso, permitió que los jueces se apiadasen de ti y no lo quitasen la vida.

Para enviarme a presidio por toda la vida. ¡Vaya una gracia…!

¡Por tal la tuviste, miserable! Tu corazón cobarde, que temblaba ante la muerte, saltó de alegría cuando supiste que estabas condenado a perpetua afrenta, porque dijiste, como todos los presidiarios: El presidio tiene puertas, pero la tumba no. Y tenías razón, porque las puertas del presidio se abrieron para ti de un modo inesperado. Un inglés llega a Tolón, había hecho voto de librar a dos hombres de la ignominia. Tú y lo compañero fuisteis los elegidos. Otra fortuna cae como llovida del cielo para ti. Encuentras dinero y tranquilidad al mismo tiempo. Puedes empezar a vivir otra vez como los demás hombres, cuando estabas condenado a arrastrar la penosa existencia de los presidiarios. Pero por tercera vez, miserable, lo pones a tentar a Dios. No tengo bastante dijiste, cuando nunca habías poseído tanto, y cometes otro crimen sin motivo, y que no tiene disculpa. Dios se ha cansado. Dios lo ha castigado.

Caderousse se iba debilitando por momentos.

¡Quiero beber! dijo, tengo sed…, me abraso.

Montecristo le dio un vaso de agua.

¡Infame Benedetto! dijo Caderousse devolviendo el vaso. ¿Y él escapará?

Nadie escapará, Caderousse. Yo lo lo prometo. También Benedetto será castigado.

Entonces dijo Caderousse también vos seréis castigado. Porque no habéis cumplido con los deberes que vuestro ministerio os impone…, debíais haber impedido que Benedetto me asesinase.

¡Yo! dijo el conde con una sonrisa que heló de espanto al moribundo. ¿Cómo querías que impidiese que Benedetto lo matara, cuando acababas de romper lo puñal contra la cota de malla que resguardaba mi pecho? Quizá lo hubiera evitado si lo hubiese encontrado humilde y arrepentido. Pero lo encontré orgulloso y sanguinario, y dejé que se cumpliese la voluntad de Dios.

¡No creo en Dios! aulló Caderousse, y tú tampoco crees en El… ¡Mientes, mientes!

Calla dijo el abate, porque obligas a salir de lo cuerpo las últimas gotas de sangre que lo quedan. ¡Ah!, no crees en Dios, y mueres herido por Dios. ¡Ah!, no crees en Dios, y Dios, que sólo exige una súplica, una palabra, una lágrima para perdonar… Dios, que podía dirigir el puñal del asesino de modo que expirases en el acto…, lo concedió un cuarto de hora para arrepentirte… ¡Vuelve en ti, desventurado, y arrepiéntete!

No dijo Caderousse, no me arrepiento; no hay Dios, no hay Providencia, no hay más que casualidad.

Hay una Providencia, hay un Dios dijo Montecristo, y la prueba la tienes en que estás tú ahí, tirado, desesperado y renegando de Dios, cuando me ves a mí rico, feliz, sano y salvo, y rogando a ese mismo Dios en quien tú tratas de no creer, y en quien, no obstante, crees en el fondo de lo corazón.

Pues entonces, ¿quién sois vos? preguntó Caderousse clavando sus moribundos ojos en el conde.

¡Mírame bien! dijo Montecristo cogiendo la bujía y acercándosela a la cara.

El abate…, el abate Busoni…

Montecristo se quitó la peluca que le desfiguraba y dejó caer los hermosos cabellos que enmarcaban su pálido rostro.

¡Oh! exclamó Caderousse aterrado, si no fuese por esos cabellos negros, diría que sois el inglés, diría que sois lord Wilmore.

No soy ni el abate Busoni, ni lord Wilmore dijo Montecristo. Mírame con mayor atención, mira más lejos, mira en tus primeros recuerdos.

Tenían estas palabras del conde tal majestuosa entonación, que por última vez reanimaron los apagados sentidos de Caderoussè.

¡Oh!, en efecto dijo, me parece que os he visto, que os he conocido en otro tiempo.

Sí, Caderousse, sí; me has visto. Sí; me has conocido.

Entonces, ¿quién sois?, y si me habéis visto, si me habéis conocido, ¿por qué me dejáis morir?

Porque nada puede salvarte, Caderousse. Porque tus heridas son mortales. Si hubiera sido posible salvarte, yo habría visto en ello otra misericordia del Señor, y por la tumba de mi padre lo juro que hubiera tratado de volverte a la vida y al arrepentimiento.

¡Por la tumba de lo padre! dijo Caderousse reanimado sobrenaturalmente a incorporándose para ver más de cerca al que acababa de proferir ese juramento sagrado para todos los hombres. ¡Ah! ¿Y quién eres? ¿Quién eres?

Soy… le dijo al oído,soy…

Y sus labios, apenas entreabiertos, emitieron una palabra pronunciada tan quedo, que parecía que el mismo conde temía oírla.

Caderousse, que se había incorporado, extendió los brazos, hizo un esfuerzo para retroceder, y luego juntando las manos y levantándose, haciendo un esfuerzo supremo, dijo:

¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, perdonadme si existís, y sois el padre de los hombres en el cielo y su juez en la tierra. ¡Dios mío, Señor, por largo tiempo os he conocido! ¡Perdonadme, Señor! ¡Recibid mi alma!

Y cerrando los ojos, Caderousse cayó de espaldas, exhalando el último suspiro.

La sangre se heló en la abertura de sus heridas. Había muerto.

¡Uno! dijo misteriosamente el conde, con los ojos clavados en el cadáver, ya desfigurado por una muerte tan horrible.

Diez minutos después llegaron el médico y el procurador del rey, conducidos, uno por el conserje y el otro por Alí. Fueron recibidos por el abate Busoni, que estaba orando al lado del muerto.

Durante quince días, el tema predilecto de las conversaciones de París, fue la tentativa de robo tan audaz hecha en casa del conde; el moribundo había firmado una declaración en la que señalaba a Benedetto como su asesino. La policía se encargó de la persecución del matador y lanzó contra él todos sus agentes.

El cuchillo de Caderousse, la linterna sorda, el manojo de ganzúas y los vestidos, menos el chaleco, que no pudo hallarse, fueron depositados en la comisaría. El cadáver se transportó a la Morgue.

El conde decía a todos que esta aventura había sucedido mientras él estaba en su casa de campo de Auteuil, y que solamente sabía lo que le había contado el abate Busoni, que aquella noche, por una feliz coyuntura, le había pedido permiso para pasarla en su biblioteca, buscando varios libros raros que tenía en ella. Bertuccio palidecía cada vez que se nombraba en su presencia a Benedetto, pero nadie tenía motivo para sospechar de su palidez.

Villefort, llamado para verificar la existencia del crimen, habíase encargado del asunto y proseguía la instrucción con la celeridad y el empeño que tenía en todas las causas criminales. Más de tres semanas habían transcurrido sin que las diligencias más activas produjesen resultados y empezaba ya a olvidarse la tentativa de robo y el asesinato del ladrón por su cómplice, para ocuparse del próximo enlace de la señorita Danglars con el conde Cavalcanti. El joven era ya recibido en casa del banquero como su futuro yerno.

Se había escrito al señor Cavalcanti padre, que contestó aprobando este matrimonio, y diciendo sentía infinito que su servicio le impidiese ausentarse de Parma, por lo que se vería precisado a privarse del placer de asistir al acto de su celebración. Al mismo tiempo declaraba estar pronto a entregar el capital de los ciento cincuenta mil francos de renta.

Se había convenido ya en que los tres millones se colocasen en casa del señor Danglars, el cual los haría producir. Varias personas procuraron infundir sospechas en el joven, sobre la sólida posición de su futuro suegro que había sufrido en la bolsa pérdidas de consideración, pero con un desinterés y confianza sublimes, desdeñó los avisos, teniendo la delicadeza de no decir una palabra sobre ellos al señor Danglars. Así es que el barón adoraba al conde Cavalcanti.

No le sucedía lo mismo a la señorita Eugenia Danglars. Su aborrecimiento instintivo al matrimonio le hizo acoger a Andrés como un medio para alejar a Morcef, y ahora que Andrés se formalizaba, sen

tía hacia él una visible repugnancia. Quizás el barón se dio cuenta de ello, pero no pudiendo atribuirlo más que a un capricho, hizo como si no lo conociese.

Con todo, el retraso pedido por Beauchamp, había tocado casi a su término. Morcef, por su parte, podía apreciar lo que valían los consejos de Montecristo. Cuando éste le dijo que dejase que las cosas marcharan por sí mismas, nadie había sospechado todavía del general, nadie había reconocido en el oficial que entregó el castillo de Janina, al noble conde que se sentaba en la Cámara de los Pares.

Alberto no por esto se creía menos insultado, porque la intención de la ofensa existía ciertamente en las pocas líneas que le habían herido. Además, el modo con que Beauchamp había puesto fin a su entrevista, había dejado un recuerdo muy amargo en su corazón. Acariciaba, pues, con toda su voluntad, la idea de un duelo, del que pensaba, si Beauchamp consentía, ocultar la causa aun a sus testigos.

No se había vuelto a ver a Beauchamp desde el día de la visita que le hizo Alberto, y a cuantos preguntaban por él se les respondía que estaba ausente por unos días. ¿Dónde había ido? Nadie lo sabía.

Una mañana, Alberto vio entrar a su ayuda de cámara, que le anunció a Beauchamp. Estaba aún medio dormido, se frotó los ojos, dio orden para que introdujesen a Beauchamp en el salón del piso bajo, rogándole esperase un momento. Vistióse de prisa y bajó.

Le halló paseando de un lado a otro del salón, pero al ver a Alberto se detuvo.

El paso que dais presentándoos en mi casa, sin esperar a que hubiese ido a la vuestra, como me proponía hacerlo hoy, me parece de buen agüero dijo Alberto. Veamos, decidme pronto, ¿debo alargaros la mano diciéndoos: Beauchamp, confesad vuestra falta y seamos amigos? ¿O debo preguntaros cuáles son las armas que habéis escogido?

Alberto respondió éste con una tristeza que llenó de asombro al joven, sentémonos y hablemos.

Creo, caballero, que antes de sentaros debéis responderme.

Alberto dijo el periodista, hay circunstancias en que la dificultad consiste cabalmente en la respuesta.

Yo os haré que sea fácil, repitiéndoos la pregunta: ¿Queréis retractaros? Sí o no.

Morcef, no puede uno contentarse con responder sí o no a las preguntas que interesan al honor, la posición social y la vida de un hombre como el señor teniente general conde de Morcef, par de Francia.

¿Qué es entonces lo que se dice?

Lo que yo voy a decir, Alberto, se dice: el dinero, el tiempo y la fatiga son nada, cuando se trata de la reputación a intereses de una familia. Se dice: es necesario más que probabilidades, es menester certezas, para aceptar un duelo a muerte con un amigo. Se dice: si cruzo la espada, o disparo una pistola sobre un hombre a quien durante tres años he apretado la mano como a un amigo, es necesario al menos que sepa por qué lo hago, para poder llegar sobre el terreno con el corazón en reposo, y la tranquilidad de conciencia de que el hombre necesita cuando su brazo debe salvar su vida.

¡Y bien! ¡Y bien! ¿A qué viene todo eso?

Eso quiere decir que acabo de llegar de Janina.

¿De Janina, vos?

Sí, yo.

Imposible.

Mi querido Alberto, aquí tenéis mi pasaporte, ved los refrendos, Génova, Milán, Venecia, Trieste, Delvino, Janina: ¿Creeréis a la policía de una república, un reino y un imperio?

Alberto bajó los ojos sobre el pasaporte y los levantó sorprendido sobre Beauchamp.

¿Habéis estado en Janina? dijo.

Alberto, si hubieseis sido un extranjero, un desconocido, un simple lord como aquel inglés que vino a exigirme una satisfacción hace tres o cuatro meses, y a quien maté para desembarazarme de él, no me hubiese tomado, como conocéis, tanto trabajo, pero he creído que os debía esta consideración. He empleado ocho días en ir, ocho en volver, cuatro de cuarentena y cuarenta y ocho horas que he permanecido en Janina. Llegué anoche y aquí me tenéis ahora.

¡Dios mío! ¡Dios mío!, cuántos circunloquios, Beauchamp, y cuánto tardáis en decirme lo que espero de vos.

Es que, en verdad, Alberto…

Diría que titubeáis.

Sí, tengo miedo.

¿Teméis confesar que vuestro corresponsal os engañó? ¡Oh!, dejad el amor propio, Beauchamp, confesadlo, nadie puede dudar de vuestro valor.

¡Oh!, no es esodijo el periodista, al contrario…

Alberto palideció horriblemente, procuró hablar, pero la palabra expiró en sus labios.

Amigo mío dijo Beauchamp con el tono más afectuoso, creed que me consideraría dichoso al presentaros mis excusas, y que lo haría de todo corazón, pero desgraciadamente…

¿Pero qué?

La nota tenía razón, amigo mío.

¡Cómo! ¿Ese oficial francés…?

Sí.

Ese Fernando…

Sí.

El traidor que entregó las fortalezas del hombre a quien servía…

Perdonadme sí os digo lo mismo que vos decís: ¡Ese hombre… es vuestro padre!

Furioso, hizo Alberto un movimiento para lanzarse contra Beauchamp, pero éste le contuvo, más con su dulce sonrisa, que con el brazo que extendió hacia él.

Tomad, amigo mío dijo, ved ahí la prueba.

Y le entregó un papel que había sacado de su bolsillo.

Alberto lo abrió. Era una declaración de cuatro habitantes de los más notables de Janina, asegurando que el coronel Fernando Mondego, coronel instructor al servicio del visir AlíTebelín, había entregado el castillo de Janina por la cantidad de dos mil bolsas. Las firmas estaban legalizadas por el cónsul.

Alberto cayó aterrado sobre un sillón. Esta vez no le cabía la menor duda, su apellido se hallaba escrito con todas sus letras. Así es que después de un momento de doloroso silencio, su corazón se oprimió, las venas de su cuello se hincharon extraordinariamente, y un torrente de lágrimas brotó de sus ojos.

Beauchamp, que había mirado con profunda compasión al joven, se acercó a él y cediendo al dolor, le dijo:

Alberto, me comprendéis ahora, ¿no es verdad? He querido verlo todo y juzgar por mí mismo, esperando que la explicación sería favorable a vuestro padre, y que yo podría hacerle justicia. Pero, por el contrario, todos los que me han informado aseguran que ese oficial instructor, ese Fernando Mondego, elevado por AlíBajá al título de general gobernador, es el mismo que hoy se llama el conde Fernando de Morcef. Entonces he corrido a vos, recordando que hace tres años me dispensasteis el honor de llamarme vuestro amigo.

Alberto, hundido en un sillón, ocultaba sus ojos con las manos, como si quisiese impedir que penetrase hasta ellos la claridad del día.

He corrido a vos continuó Beauchamp para deciros: Alberto, las faltas de nuestros padres en estos tiempos de acción y de reacción, no pueden llegar hasta sus hijos; pocos han atravesado la revolución, en medio de la cual hemos nacido, sin que su uniforme de soldado o su toga de juez hayan sido manchados de lodo o sangre. Alberto, ahora que tengo todas las pruebas, ahora que soy dueño de vuestro secreto, nadie en el mundo puede obligarme a un combate que estoy seguro que vuestra conciencia os echaría en cara coma un crimen, pero lo que podéis exigir de mí, vengo a ofrecéroslo. ¿Queréis que desaparezcan estas pruebas, estas revelaciones, estas declaraciones que yo sólo poseo? ¿Este espantoso secreto, queréis que permanezca oculto entre los dos? Confiad en mi palabra de honor. Nunca saldrá de mis labios. Decid, Alberto, ¿lo queréis? Decid, ¿lo queréis, amigo mío?

¡Ah! ¡Noble corazón! exclamó Alberto, dando un abrazo a Beauchamp.

Tomad dijo Beauchamp presentando los papeles a Alberto

Vamos dijo Beauchamp, cogiéndole ambas manos. Anima, amigo mío.

¿Pero de dónde salió era primera nota inserta en vuestro periódico? dijo Alberto. Hay en todo esto un odio secreto, un enemigo invisible.

Y bien dijo Beauchamp, razón de más. Alberto, que desaparezcan de vuestro rostro todas las señales de conmoción. Llevad este dolor dentro de vos, como la nube lleva en su seno la desolación y la muerte. Secreto fatal que sólo se conoce cuando se desencadena la tempestad. Reservad vuestras fuerzas, amigo mío, para aquel momento, si llegase.

¿Pero creéis que no hemos concluido aún? dijo Alberto.

Yo nada creo, amigo mío, pero al fin todo es posible. Este los recibió con mano convulsiva, los apretó, los iba a romper, pero temiendo que el viento se llevase la más pequeña partícula, y ésta viniese un día a darle en la frente, se fue a la bujía que ardía y quemó hasta el último fragmento.

¿Qué? preguntó Alberto, viendo que Beauchamp titubeaba.

¡Querido amigo! ¡Excelente amigo! exclamaba Alberto, ¿Pensáis todavía casaros con la señorita de Danglars?

¿Por qué me hacéis esta pregunta en este momento, Beauchamp?

Porque creo que la consumación de este matrimonio tiene relación con el objeto que nos ocupa en este instante.

No dijo Alberto, mi matrimonio se ha deshecho.

Y bien dijo Beauchamp, ¿qué más hay aún?

Hay respondió Alberto una cosa que ha destrozado mí corazón. Escuchadme, Beauchamp, no se separa uno así, en un momento, de aquella confianza, de aquel orgullo que inspira a un hijo el nombre sin mancha de su padre. ¡Ay, Beauchamp, Beauchamp! ¿Cómo me acercaré yo ahora al mío? ¿Retiraré mi frente cuando acerque a ella sus labios, mi mano cuando la suya vaya a tocarla? Creedme, soy el más desgraciado de los hombres. ¡Ah, mi madre, mi pobre madre! dijo Alberto fijando sus ojos llenos de lágrimas en el retrato de su madre.

Alberto le dijo, si queréis seguir mi consejo, vamos a salir. Un paseo al bosque de Bolonia en faetón o a caballo os distraerá, almorzaremos juntos en cualquier parte, y os marcharéis después a vuestros asuntos y yo a los míos.

Con mucho gusto dijo Alberto, pero salgamos a pie, me parece que el cansancio me hará bien.

Sea dijo Beauchamp. Y los dos amigos salieron a pie siguiendo el boulevard hasta llegar a la Magdalena.

Ya que estamos en camino dijo Beauchamp, vamos a visitar a Montecristo. El os distraerá, es un hombre admirable para serenar los espíritus. Jamás pregunta, y según mi modo de pensar, las personas que jamás preguntan son las que con más habilidad consuelan.

De acuerdo respondió Alberto, vamos a su casa. Ya sabéis que le aprecio.

Capítulo tercero

El viaje

El conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los jóvenes.

¡Ah!, ¡ah! dijo, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.

Sí dijo Beauchamp, noticias absurdas que han caído en descrédito por sí mismas, y que si se renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así, pues, no hablemos más del asunto.

Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, amigos, acabando de pasar la mañana peor de mi vida.

¿Qué hacéis? dijo Alberto, me parece que arregláis vuestros papeles.

Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso, ya que jamás conservo ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.

¿Del señor Cavalcanti? preguntó Beauchamp.

¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran mundo? dijo Morcef.

No, no respondió Montecristo; entendámonos, yo no lanzo a nadie, y menos al señor Cavalcanti que a otro cualquiera.

Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars continuó Alberto procurando sonreírse, y lo podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que esto me afecta cruelmente.

¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? preguntó Beauchamp.

¿Pero es que llegáis del fin del mundo? dijo Montecristo; vos, periodista, el favorito de la Fama: todo París habla de eso.

¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?

¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡yo! ¡Dios me libre de arreglar matrimonios! No; vos no me conocéis; por el contrario, me he opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre la mano de la joven.

¡Ah! lo comprendo dijo Beauchamp; ¿por causa de nuestro amigo Alberto?

¿Por mi causa? dijo el joven, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en atestiguar que le he rogado que desbaratase mi proyectado matrimonio y que afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha sido él, y que no debo darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar Deo ignoto.

Escuchad dijo Montecristo, no soy yo, puesto que mi amistad con el futuro suegro se ha enfriado mucho, lo mismo que con el joven; solamente Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo ella gran vocación al matrimonio, ha visto cuán poco dispuesto estaba yo a contribuir a que ella perdiera su libertad.

¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?

¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto yo he dicho; conozco muy poco al joven, pretenden que es rico y de buena familia; pero para mí esto no pasa de dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars, pero está encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una circunstancia sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole el ama, robado por unos gitanos, o perdido por su preceptor, en lo que no estoy muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por más de diez años, y sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida errante; pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que escribiese al mayor pidiendo sus papeles; helos aquí, voy a enviárselos, pero, como Pilatos, me lavo las manos.

Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le quitáis su educanda?

¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars me ha hablado de ella, y me ha pedido cartas de recomendación para los empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle, que me debe algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis enamorado de la señorita de Danglars?

No dijo Alberto sonriendo tristemente. Beauchamp se puso a mirar los cuadros.

Pero, en fin continuó Montecristo, no estáis en vuestro estado normal. ¿Qué os ocurre? Decídmelo.

Tengo jaqueca dijo Alberto.

Pues bien, mi querido vizconde dijo Montecristo, tengo entonces un remedio infalible que proponeros, y que me ha salido bien siempre que he sufrido algún contratiempo.

¿Cuál? preguntó el joven.

Un viaje.

¿De veras? dijo Alberto.

Sí, y en este momento, que estoy sumamente contrariado, me marcho. ¿Queréis venir conmigo?

¿Vos contrariado, conde? dijo Beauchamp, ¿y por qué?

Vive Dios, quisiera veros con la instrucción de un proceso criminal en casa.

¡Una instrucción…! ¿Qué instrucción?

¡Eh!, la que el señor Villefort dirige contra mi amable asesino, una especie de bandolero escapado del presidio de Tolón, según parece.

¡Ah!, es verdad dijo Beauchamp, he leído el hecho en los periódicos. ¿Y quién era ese Caderousse?

Parece que es un provenzal: el señor de Villefort ha oído hablar de él cuando estaba en Marsella, y el señor Danglars se acuerda de haberlo visto; el resultado es que el señor procurador del rey se ha encargado con mucho interés del asunto, según parece, y ha interesado hasta el más alto grado al prefecto de policía; gracias a este interés, al que les estoy sumamente reconocido, hace quince días que me envían a cuantos ladrones pueden coger en París y sus cercanías, bajo el pretexto de que son los asesinos del señor Caderousse, y el resultado será, si esto continúa, que dentro de tres meses no habrá en el bello reino de Francia un ladrón o asesino que no tenga en la uña el plano de mi casa; tomo, pues, el partido de abandonársela toda, y me voy tan lejos como me alcance la tierra. Venid conmigo, vizconde, os llevo de buena gana.

Con mucho gusto.

¿Entonces es cosa hecha?

Sí; pero ¿adónde vamos?

Ya os lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adormece, donde por orgulloso que el hombre sea, se siente humillado y pequeño; amo estas impresiones, yo, a quien llaman el dueño del mundo como a Augusto.

Pero ¿adónde vais?

Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino; siendo niño me he mecido en los brazos del viejo Océano, y me he reposado en el seno de la bella Anfitrite; he jugado con la verde capa del uno y con el azulado vestido de la otra. Amo al mar como se ama a una mujer, y no puedo estar separado mucho tiempo de él.

Vamos, conde, vamos.

¿Al mar?

Sí.

¿Aceptáis?

Desde luego, acepto.

Pues bien, vizconde, esta tarde estará en mi patio un buen briska de viaje, en el que puede uno recostarse como en su cama. Este briska será conducido por cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp, caben cuatro cómodamente. ¿Queréis venir con nosotros?, os llevo también.

Gracias, vengo del mar.

¡Cómo! ¿Que venís del mar?

Sí, he hecho una pequeña excursión a las islas Borromeas.

¡Qué importa!, venid dijo Alberto.

No, mi querido Morcef, debéis conocer que cuando rehúso es porque me es imposible. Además añadió bajando la voz, conviene que permanezca en París, aunque no sea más que para cuidar de las comunicaciones que puedan hacerse al periódico.

¡Ah!, sois un excelente amigo dijo Alberto; vigilad, mi querido Beauchamp, y procurad descubrir al enemigo a quien debemos esta fatal revelación.

Alberto y Beauchamp se separaron y estrechándose la mano, se dijeron cuanto delante de un extraño no podían pronunciar sus labios.

Excelente joven es este Beauchamp dijo Montecristo después que se marchó el periodista. ¿Verdad, Alberto?

¡Ah!, sí; un hombre singular, os lo aseguro, le quiero con toda mi alina; pero ya que estamos solos, aunque me es indiferente, os preguntaré ¿adónde vamos?

A Normandía, si os parece.

¿Estaremos completamente en el cameo, sin sociedad, sin vecinos?

Sí; no tendremos más que caballos para correr, perros para cazar y una barca para pescar; he aquí todo.

Es cuanto necesito; voy a prevenir a mi madre, y estoy a vuestras órdenes.

Pero dijo Montecristo, ¿os permitirán venir?

¿Cómo?

Venir a Normandía.

¡A mí! Soy completamente fibre.

Para ir donde os parezca, solo, sí, lo sé, pues os he encontrado en Italia.

¡Y bien!

¡Pero viajar con el hombre misterioso, a quien llaman el conde de Montecristo… !

Poca memoria tenéis, conde.

¿Por qué?

Porque habéis olvidado el gran afecto y simpatía que os he dicho que mi madre os profesa.

Muchas veces la mujer varía, ha dicho Francisco I: la mujer es como la onda, dijo Shakespeare; el uno era un gran rey, el otro un gran poeta, y ambos debían conocer bien a la mujer.

Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer, es una mujer…

Permitid a un extranjero ignorar la fuerza de las expresiones de vuestro idioma.

Quiero decir que mi madre es poco pródiga en sus afectos, pero una vez que los concede, son para siempre.

¡Ah! dijo suspirando Montecristo, ¿y creéis que me haga el honor de dispensarme algún afecto particular y no la más pura indiferencia?

Oídme bien respondió Morcef, os lo he dicho y os lo repito: es preciso que seáis un hombre muy superior.

¡Oh!

Sí; porque mi madre ha sido subyugada por vos, le inspiráis un gran interés, y cuando estamos solos no hace sino hablarme de vos.

¿Os dice que desconfiéis de Manfredo?

Al contrario, me dice: Morcef, creo al conde noble y generoso, procura que lo quiera.

Montecristo volvió la vista y lanzó un suspiro.

¡Ah! , verdaderamente dijo.

De suerte que continuó Alberto, conoceréis que lejos de oponerse a mi viaje, lo aprobará, puesto que entra en las recomendaciones que me hace diariamente.

Id, pues dijo Montecristo, y hasta la tarde: estad aquí a las cinco, llegaremos allá a las doce o a la una, a más tardar.

¡Cómo! ¿A Treport?

A Treport o a sus cercanías.

¿No necesitáis más que ocho horas para andar cuarenta y ocho leguas?

Y aún es mucho dijo Montecristo.

Desde luego. Sois el hombre de los prodigios, y conseguiréis no sólo ir más veloz que los vagones de los trenes, lo que en Francía no es muy difícil, sino que sobrepujaréis en velocidad al telégrafo.

Con todo, vizconde, como necesitamos siete a ocho horas para llegar allá, sed puntual.

Descuidad, no tengo hasta esa hora ninguna otra cosa más que hacer que preparar mi viaje.

Hasta las cinco, pues.

Hasta las cinco.

Alberto salió. Montecristo, después de saludarle sonriendo, permaneció un instante pensativo y como absorto en una profunda meditación; finalmente, pasando la mano por su frente, como para apartar una molesta idea, se levantó, se acercó a un timbre y llamó dos veces.

Entró Bertuccio.

Señor Bertuccio le dijo, no es ya mañana o pasado mañana, como había pensado antes, sino esta tarde mismo, cuando quiero salir para Normandía; desde ahora hasta las cinco tenéis tiempo sobrado; haced que estén prevenidos los palafreneros del primer relevo; el señor de Morcef me acompaña, id pues.

Bertuccio obedeció; un postillón salió a escape a Poutoise para decir que a las seis en punto pasaría la silla de posta; desde Poutoise transmitió el aviso al relevo siguiente, y así continuó de relevo en relevo, de suerte que seis horas después todos estaban advertidos y prontos.

Antes de salir, el conde subió a ver a Haydée, le anunció su viaje y puso toda la casa a su disposición. Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se modificó poco a poco: Morcef no tenía idea de un modo de viajar tan acelerado y al mismo tiempo cómodo; manifestólo así al conde, y éste le dijo:

Es cierto, no podéis tener idea de este modo de viajar con vuestras postas, que corren solamente dos leguas por hora, y mucho menos con la estúpida ley que prohíbe que ningún viajero pase antes que otro, de modo que un enfermo o majadero detiene y encadena, por decirlo así, tras él a los demás, aunque éstos, sanos y alegres, quieran correr doble; para evitar estos inconvenientes viajo siempre con postillones y caballos míos. ¿No es así, Alí?

Y el conde, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido para excitar a los caballos; parecía como si les hubieran nacido alas.

El coche corría veloz como el rayo, y todos volvían la cabeza al verlo pasar. Alí se sonreía mostrando sus blancos dientes; repetía este chillido, y llevando apretadas las riendas, excitaba a los caballos, cuyas bellas crines flotaban con el viento: Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su cara negra, sus ardientes ojos y su turbante blanco parecía, en medio del torbellino de polvo que levantaban los caballos, el genio del simún o el dios del huracán.

He aquí un placer que no conocía dijo Morcef, y desaparecieron de su frente las últimas señales de tristeza. ¿Pero dónde habéis encontrado semejantes caballos? preguntó al conde, ¿los habéis criado ex profeso?

Adivinasteis. Hace seis años que hallé en Hungría un caballo semental, famoso por la ligereza: lo compré, no me acuerdo en cuánto. Bertuccio lo pagó. En aquel año tuvo treinta y dos hijos; vamos a pasar revista a toda esa prole. Son todos iguales, negros, sin una mancha, excepto una estrella blanca en la frente, porque tuve cuidado de que se le escogiesen yeguas excelentes, como el sultán escoge favoritas.

¡Es admirable… ! Pero decidme, conde, ¿qué habéis hecho con todos esos caballos?

Ya lo veis, viajo con ellos. Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá. Dice que ganará treinta o cuarenta mil francos en ellos.

Pero no habrá rey en Europa bastante rico para comprarlos todos.

Los venderá a algún visir del Oriente, que dejará vacío su tesoro para pagarlos y que lo volverá a llenar administrando a sus súbditos la bastonada en la planta de los pies.

¿Queréis, conde, que os participe una idea que acaba de ocurrírseme?

Decid.

Que, después de vos, Bertuccio debe ser el simple particular más rico de Europa.

Pues bien, os engañáis, vizconde, estoy seguro de que no tiene dos reales.

¿Es posible? preguntó el joven. Ese Bertuccio es un fenómeno; mi querido conde, me contáis cosas maravillosas, casi increíbles.

Nada hay de maravilloso, Alberto: los números y la razón os lo probarán; escuchad pues: cuando un mayordomo roba, ¿por qué lo hace?

Porque tal es la condición de todos ellos, según creo dijo Alberto.

Os equivocáis. Roba porque tiene mujer, hijos y deseos ambiciosos para él y su familia; roba principalmente porque no tiene la certeza de permanecer siempre con su amo, y quiere asegurar su porvenir. Ahora bien, Bertuccio es solo, no tiene pariente alguno, toma de mi dinero lo que necesita sin tener que darme cuenta, y está seguro de que no se separará nunca de mí.

¿Por qué?

Porque no encontraré otro tan bueno.

No salís de un círculo vicioso, cual es el de las probabilidades.

¡Oh!, no; estoy en lo cierto: el buen criado para mí es aquel sobre quien tengo derecho de vida y muerte.

¿Y lo tenéis sobre Bertuccio?

Sí respondió con frialdad el conde.

Hay palabras que ponen fin para siempre a una conversación; el sí del conde era una de ellas. El viaje continuó con la misma velocidad; los treinta y dos caballos, divididos en ocho relevos corrieron las cuarenta y ocho leguas en ocho horas.

Llegaron a medianoche a la puerta de un hermoso parque; el conserje tenía la reja abierta, y de pie junto a ella parecía esperar a su amo; le había advertido de su llegada el postillón del último relevo.

A las dos y media de la mañana llevaron a Morcef a su cuarto, halló un baño y la cena preparada; el criado que venía durante el camino sentado detrás estaba a sus órdenes. Bautista, que había venido en la delantera, servía al conde.

Alberto tomó un baño, cenó y se acostó; adormecióle el ruido de las alas, melancólico y triste; al levantarse se fue derecho a la ventana, la abrió y se encontró en una azotea, desde la que veía perfectamente el mar, es decir, la inmensidad, y por la espalda, el hermoso parque y un bosque.

En una rada inmediata mecíase una ligera corbeta, estrecha en la carena, elegante en su armadura, y que llevaba en el árbol mayor un pabellón con las armas de Montecristo, que era un monte de oro, con una cruz sobre un mar azul, lo que podía muy bien ser una alusión a su título, recordando el Calvario, que la pasión de Nuestro Señor convirtió en una montaña más preciosa que el oro, y la cruz, infame antes, que su pasión divina hizo santa, o también alguna alusión personal al sufrimiento y regeneración que se ocultaba en los antecedentes, ignorados de todos, de aquel hombre misterioso.

En torno a la goleta había un grupo de barcas de pescadores de los lugarcillos inmediatos, que parecían súbditos esperando la orden de su reina. Allí, como en cualquier otra parte en que Montecristo se detenía, se encontraban todas las comodidades de la vida tan perfectamente metodizadas, que con facilidad se acostumbraba cualquiera a ellas.

Alberto encontró en su antecámara dos escopetas y todos los utensilios necesarios a un cazador; una pieza situada en el piso bajo estaba destinada a guardar todas las ingeniosas máquinas que los ingleses, grandes pescadores, porque son muy cachazudos y ociosos, no han podido aún hacer adoptar a los rutinarios franceses.

Pasóse el día en estos ejercicios, en los que Montecristo era sobresaliente; mataron una docena de faisanes en el parque, pescaron infinidad de truchas, y tomaron el té en la biblioteca.

Al tercer día por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que parecía un juego para Montecristo, dormía en un sillón inmediato a la ventana, y el conde trazaba con su arquitecto el plan de un invernadero que quería construir en su jardín, cuando el galope de un caballo despertó al joven; miró por la ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no había querido traer consigo, por no causar tantas molestias a Montecristo.

¡Florentín, aquí! gritó levantándose apresurado. ¿Está mala mi madre?

Y salió con precipitación. Montecristo le siguió con la vista, le vio, acercóse al criado, y éste, sin poder respirar aún, sacó del bolsillo un paquete cerrado y sellado, y se lo entregó: contenía una carta y un periódico.

¿De quién es esa carta? inquirió Alberto.

Del señor Beauchamp respondió Florentín.

¿Es Beauchamp el que os ha enviado?

Sí, señor; me llamó a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, hizo que me entregasen un caballo de posta, y que le prometiera no pararme hasta llegar a veros; he corrido quince horas seguidas.

Alberto abrió la carta conmovido; apenas leyó los primeros renglones, lanzó un grito y cogió el periódico con manos trémulas. De repente oscurecióse su vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a caerse se apoyó en el brazo que Florentín le presentaba.

Pobre joven dijo Montecristo, pero tan bajo que nadie pudo oír aquellas palabras de compasión. Está escrito que las faltas de los padres recaerán sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación.

Alberto había ido entretanto recobrando sus fuerzas; continuó leyendo, separando con la mano los cabellos que cayeron sobre su frente bañada de sudor, y arrugó entre sus manos la carta y el periódico.

Florentín dijo, ¿vuestro caballo está en disposición de tomar el camino de París?

Es un mal jaco de posta y está desherrado.

¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaban en casa cuando salisteis?

Bastante tranquilos; pero cuando volví de casa del señor Beauchamp encontré a la señora llorando, me llamó para que la informase de cuándo volveríais; le dije que iba a buscaros de parte del señor Beauchamp, hizo un movimiento como para detenerme, mas luego reflexionó un instante y me dijo:

Id, Florentín, y que vuelva pronto.

Sí, madre mía, sí dijo Alberto, volveré; ¡ah!, tranquilizaos, ¡y ay del infame… ! Pero lo primero es pensar en volver y dirigióse al cuarto en que había dejado a Montecristo.

No era ya el mismo hombre; cinco minutos habían sido suficientes para producir una triste metamorfosis en Alberto; había salido del cuarto en estado normal; volvió a entrar con la voz alterada, la cara enrojecida, los ojos centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.

Conde dijo, os doy las gracias por vuestra generosa hospitalidad, hubiera deseado disfrutar de ella más tiempo, pero me es preciso volver a París.

¿Pues qué ha ocurrido?

Una gran desgracia; mas permitidme que me vaya: se trata de una cosa que es mil veces más preciosa que la vida; no me preguntéis, conde, os lo suplico; mandad, eso sí, que me den un caballo.

Todos los míos están a vuestra disposición, vizconde, pero vais a destrozaros corriendo la posta a caballo; tomad mi silla, o si no un cabriolé.

No; tardaría más, y además, ese mismo cansancio me hará bien, no temáis.

Dio una vuelta en derredor, como un hombre herido por una bala, y fue a caer en un sillón junto a la puerta. Montecristo no vio este segundo momento de debilidad porque estaba asomado a la ventana, gritando:

Alí, un caballo para el señor de Morcef; pronto, que lleva prisa.

Estas palabras volvieron la vida a Alberto, lanzóse fuera del cuarto y el conde le siguió.

Gracias dijo el joven montando a caballo, venid tras de mí, lo más pronto que podáis, Florentín. ¿Qué debo decir para que continúen dándome caballos?

Nada, basta que vean el que montáis para que os ensillen inmediatamente otro.

Alberto iba a partir, pero se detuvo.

Pensaréis que mi viaje es extraño dijo el joven, no comprenderéis cómo algunas líneas escritas en un periódico han podido reducir a un hombre a la desesperación. Pues bien añadió dándole el periódico, leed eso, pero solamente cuando yo me haya marchado, a fin de que no veáis mi confusión.

Y mientras el conde recibía el periódico, hincó las espuelas al caballo, que admirado de que hubiese jinete que pudiese creer que las necesitaba, partió a escape, veloz como una flecha.

Siguióle el conde con la vista, y su mirada expresaba un sentimiento de compasión indefinible, y cuando desapareció leyó lo siguiente en el periódico:

El oficial francés al servicio de AlíBajá, de Janina, de que hablaba hace tres semanas El Imparcial, y que no solamente vendió el castillo de Janina, sino que entregó a los turcos a su bienhechor, se llamaba, efectivamente, Fernando en aquella época, como dijo nuestro honorable colega, pero después agregó a su nombre un título de nobleza y el de una de sus tierras.

Actualmente se llama el conde de Morcef, y es miembro de la Cámara de los Pares.

Por consiguiente, aquel terrible secreto que Beauchamp había ocultado tan generosamente aparecía como un fantasma armado; y otro periódico cruelmente informado había publicado al día siguiente de la salida de Alberto para Normandía, aquellos pocos renglones que casi volvieron loco al joven.

Capítulo cuarto

El juicio

Serían las ocho de la mañana cuando cayó Alberto como un rayo en casa de Bqauchamp. El ayuda de cámara estaba avisado, a introdujo a Morcef en el cuarto de su amo, que acababa de entrar en el baño.

¡Y bien! le dijo Alberto. ,

Os estaba esperando, amigo mío contestó Beauchamp.

Aquí me tenéis. No os diré, Beauchamp, que os creo demasiado honrado y demasiado noble para sospechar que habéis hablado a nadie de nuestro asunto; no, amigo mío. Además, el mensaje que me habéis enviado es una garantía del aprecio que os merezco. Por consiguiente, no perdamos tiempo en preámbulos, ¿tenéis alguna idea de quién puede venir el golpe?

Os diré lo que sé.

Sí; pero antes, amigo mío, debéis referirme la historia de esta abominable traición con todos sus pormenores.

Y Beauchamp refirió al joven, abrumado de vergüenza y dolor, los hechos que vamos a referir con toda su sencillez.

La mañana de la antevíspera, el artículo había aparecido en EL Imparcial y en otro periódico, y lo que es más todavía, en un periódico muy conocido por pertenecer al gobierno. Beauchamp se hallaba almorzando cuando leyó el artículo: envió inmediatamente a buscar un cabriolé, y sin acabar de almorzar marchó a la redacción del diario ministerial.

Aunque de ideas políticas enteramente opuestas a las del director del periódico acusador, Beauchamp, como sucede algunas veces, y aun diremos siempre, era íntimo amigo suyo.

Halló al director, que tenía en la mano su propio periódico, y parecía que estaba leyendo con la mayor complacencia su articulito sobre el azúcar de remolacha, que probablemente sería de su cosecha.

¡Ah! dijo Beauchamp, puesto que tenéis en la mano vuestro periódico, querido ***, excuso deciros a qué vengo.

¿Sois acaso partidario de la caña de azúcar? preguntó el director del periódico ministerial.

No contestó Beauchamp, y hasta hoy soy extraño a la cuestión; vengo por otro asunto.

¿Cuál?

Por el artículo acerca de Morcef.

¡Ah! , ya: ¿no es verdad que es bastante curioso?

Tan curioso que creo que os exponéis a veros complicado en una causa de dudoso resultado.

No, por cierto: hemos recibido con la nota todos los documentos justificativos, y estamos perfectamente convencidos de que el señor de Morcef no dará ningún paso; por otra parte, es hacer un bien al país al denunciarle a los miserables, indignos del honor que se les hace.

Beauchamp quedó desconcertado.

¿Pero quién os ha dado tan completos pormenores? preguntó, porque mi periódico, que fue el primero que habló del particular, tuvo que abstenerse por falta de pruebas, y sin embargo, estamos más interesados que vos en arrancar la máscara al señor Morcef, puesto que es par de Francia, y nosotros representamos la oposición.

¡Oh!, nada más sencillo; no hemos corrido detrás del escándalo, ha venido él a buscarnos. Un hombre que acaba de llegar de Janina nos trajo ayer todos esos documentos, y como manifestásemos algún reparo en insertar la acusación, nos dijo que si nos negábamos se publicaría el artículo en otro periódico. Nadie sabe mejor que vos cuánto vale una noticia interesante; no quisimos desperdiciarla. El golpe está bien dado; es terrible y resonará en toda Europa.

Beauchamp conoció que no había más remedio que bajar la cabeza, y salió a la desesperada para enviar un correo a Morcef.

Pero lo que no había podido escribir a Alberto, porque lo que vamos a referir fue posterior a la salida del correo, es que el mismo día, en la Cámara de los Pares, se había notado una extraordinaria agitación. Los pares iban llegando antes de la hora y hablaban del siniestro acontecimiento que iba a ocupar la atención pública y a fijarla en uno de los miembros más conocidos del ilustre Cuerpo.

Leíase el artículo en voz baja, hacíanse comentarios, y los recuerdos que se suscitaban iban precisando cada vez más los hechos. El conde de Morcef no era querido de sus colegas. Como todos los que han salido de la nada, para conservarse a la altura de la clase, tenia que observar un exceso de altivez. Los grandes aristócratas se reían de él; los talentos le repudiaban y las glorias puras le despreciaban instintivamente. A este fatal extremo de la víctima expiatoria había llegado el conde. Una vez designada por el dedo del Señor para el fatal sacrificio, todos se preparaban para gritar: ¡Justicia!

El conde de Morcef era el único que lo ignoraba todo. No recibía el periódico que publicaba la noticia, y había pasado la mañana en escribir camas y probar su caballo.

Llegó, pues a la hora de costumbre, con la cabeza erguida, mirada orgullosa y andar insolente; se apeó del coche, atravesó los pasillos y entró en la sala, sin notar las vacilaciones de los ujieres, ni la frialdad de sus colegas al saludarle.

Cuando Morcef entró hacía ya media hora que había empezado la sesión.

A pesar de que el conde, ignorante, como hemos dicho, de cuanto había ocurrido, no había alterado en lo más mínimo su aire, ni sus ademanes, su presencia en esta ocasión pareció de tal suerte agresiva a esta asamblea celosa de su honor, que todos vieron en ello una inconveniencia, muchos una bravata y algunos un insulto. Era evidente que la Cámara entera deseaba entablar el debate.

Se veía el periódico acusador en manos de todos los pares; pero, como siempre, nadie quería cargar con la responsabilidad del ataque. Finalmente, uno de los honorables pares, enemigo declarado del conde de Morcef, subió a la tribuna con una solemnidad que anunció que había llegado el momento esperado.

Guardóse un silencio sepulcral. Sólo Morcef ignoraba la causa de la atención profunda que se prestaba a un orador a quien no se acostumbra a oír con tanta complacencia.

El conde dejó pasar tranquilamente el preámbulo, en que el orador establecía que iba a hablar de una cosa tan grave, tan sagrada y tan vital para la Cámara, que reclamaba toda la atención de sus colegas.

A las primeras palabras de Janina y del coronel Fernando, el conde de Morcef se puso intensamente pálido, lo que causó un estremecimiento general en la asamblea, y codas las miradas se fijaron en él.

Las heridas mortales tienen de particular que se ocultan, pero no se cierran: siempre dolorosas, permanecen vivas y abiertas en el corazón.

Terminó la lectura del artículo en medio del mismo silencio, turbado entonces por un rumor que cesó tan pronto como el orador volvió a tomar la palabra. El orador expuso sus escrúpulos, y manifestó cuán difícil era su posición: era el honor del señor de Morcef, el honor de toda la Cámara lo que pretendía defender, provocando un debate en que se iba a entrar en esas cuestiones personales que siempre resultan odiosas. Concluyó pidiendo que se procediese a una investigación bastante rápida para confundir, antes de que tomase cuerpo, la calumnia, y para restablecer al señor de Morcef en la posición en que la opinión pública le había colocado.

Morcef se hallaba tan abatido, que apenas pudo pronunciar algunas palabras ante sus colegas para justificarse: aquella conmoción, que podía atribuirse lo mismo al asombro del inocente que a la vergüenza del culpable, le atrajo algunas simpatías. Los hombres generosos son siempre compasivos, cuando la desgracia de su adversario es mayor que su odio.

El presidente puso a votación la sumaria, y ésta dio por resultado que había méritos para formarla.

Preguntaron al conde cuánto tiempo necesitaba para preparar su justificación. Morcef se había reanimado, sintiendo aún algún vigor después de aquel terriblesuceso, y respondió:

Señores, no es con tomarse tiempo con lo que se rechaza un ataque, como el que contra mí dirigen enemigos solapados, y que sin duda permanecerán escondidos en las sombras del incógnito; en el momento, y como un rayo, es preciso que yo responda a las inculpaciones que contra mí se han hecho. ¡Ah!, ¡ojalá, en lugar de semejante justificación, me fuese permitido derramar toda mi sangre, para probar a mis nobles compañeros que soy digno de sentarme a su lado!

Tales palabras produjeron en el auditorio una impresión favorable para el acusado.

Pido dijo que la sumaria información se forme lo más pronto posible, y yo exhibiré ante la Cámara los documentos necesarios.

¿Qué día señaláis para eso? preguntó el presidente.

Desde este momento estoy a la disposición de la Cámara.

El presidente tocó la campanilla.

¿La Cámara prosiguió quiere que esta sumaria información se efectúe hoy mismo?

Sí fue la unánime respuesta de la asamblea.

Nombróse una comisión integrada por doce miembros para examinar los documentos que debía presentar Morcef; se señaló la hora en que debía celebrarse la primera sesión, y se fijó la de las ocho de la noche, en la sala de comisiones de la Cámara, y se determinó que si fuesen necesarias más sesiones, se celebrasen a la misma hora.

Tomada esta resolución, Morcef pidió permiso para retirarse; debía coordinar los documentos que, para hacer frente a esta tempestad, había guardado durante tanto tiempo; pues su genio cauteloso y previsor la esperaba siempre.

Beauchamp contó al joven cuanto acabamos de referir; sólo que su relato tuvo de ventaja sobre el nuestro la animación producida en él por la amistad.

Alberto le escuchó temblando, tan pronto de esperanza como de cólera, y algunas veces de vergüenza; pero Beauchamp sabía que su padre era culpable, y se preguntaba cómo siéndolo podría llegar a probar su inocencia.

¿Y después? preguntó Alberto.

¿Después? dijo Beauchamp.

Sí.

Amigo mío, eso sí me pone en un terrible compromiso. ¿Queréis saber lo que sucedió?

Es preciso; prefiero que seáis vos el que me lo cuente, a saberlo por cualquier otro conducto.

Bien dijo Beauchamp, preparaos, Alberto; jamás habéis tenido tanta necesidad como ahora de demostrar vuestro valor.

Alberto pasó la mano por su frente, para asegurarse de su propia fuerza, como el hombre que se prepara a defender su vida, prueba su corazón y la hoja de su espada. Sintióse fuerte, porque tomaba por energía lo que no era más que un estado febril.

Continuad dijo.

Llegó la noche siguió diciendo Beauchamp, todo París esperaba el resultado.

» Muchos había que decían que vuestro padre no necesitaba más que presentarse para echar por tierra la acusación; otros decían que el conde no se presentaría, y otros aseguraban por último haberle visto partir para Bruselas; algunos hubo que fueron a la policía a preguntar si era verdad que el conde había sacado su pasaporte.

» Debo confesaros que hice cuanto pude para obtener de uno de los miembros de la Cámara, joven par, amigo mío, que me permitiesen entrar en una tribuna reservada; a las siete vino a buscarme, y antes que nadie llegase, me recomendó a un ujier, el cual me encerró en una especie de palco: ocultábame una columna, y estaba como perdido en la oscuridad; esperaba así ver y oír hasta el fin la terrible escena que iba a presentarse a mis ojos.

» A las ocho en punto todo el mundo había llegado.

» El señor de Morcef entró al sonar la última campanada, traía en la mano algunos papeles y su aspecto era tranquilo; contra su costumbre, su aire era sencillo y su traje austero: llevaba un frac abotonado como suelen usar los militares antiguos. Su presencia produjo el mejor efecto, la comisión le era favorable en general, y muchos de sus miembros se acercaron al conde y le dieron la mano.

El corazón de Alberto se desgarraba al oír estos detalles; pero en medio de su dolor, dejó entrever un sentimiento de gratitud; hubiera querido poder abrazar a los que dieron a su padre aquella señal de amistad en medio del horrible compromiso en que se hallaba su honor.

» En aquel instante se presentó un ujier y entregó una carta al presidente.

» Señor de Morcef, tenéis la palabra dijo éste, abriendo la carta.

» El conde empezó su apología, y os aseguro, Alberto, que estuvo hábil y elocuente: presentó los documentos que probaban que el visir de Janina le había honrado hasta el último momento con toda su confianza, puesto que le había encargado una negociación de vida o muerte para con el emperador mismo. Mostró el anillo, signo de amistad, y con el cual AlíBajá sellaba ordinariamente sus cartas, y que le había entregado, para que pudiese, a su vuelta, penetrar hasta su habitación, a cualquier hora del día o de la noche, y aunque estuviese en su harén. Desgraciadamente dijo, la negociación salió mal, y cuando volvió para defender a su bienhechor, éste había fallecido ya; pero añadió el conde al morir AlíBajá, era tal su confianza, que me mandó entregar su favorita y su hija.

Alberto tembló, porque a medida que Beauchamp hablaba, acudían a su imaginación las palabras de Haydée, y recordaba que la hermosa griega le había contado algo de aquella negociación, de aquel anillo, y del modo en que fue vendida como esclava.

¿Y qué efecto produjo el discurso del conde? preguntó con ansiedad Alberto.

Confieso que me conmovió, y lo mismo a toda la comisión dijo Beauchamp.

» Mientras tanto, el presidente pasó ligeramente los ojos por una carta que acababan de traerle; mas a las primeras líneas despertóse su atención, y después de leerla y releerla, fijó los ojos en Morcef, y dijo:

» Señor conde, ¿habéis dicho que el visir de Janina os había confiado su mujer y su hija?

» Sí, señor respondió Morcef, pero la desgracia me ha perseguido en esto como en todo. A mi vuelta, Basiliki y su hija Haydée habían desaparecido.

» ¿Las conocíais vos?

» Pude verlas más de veinte veces, debido a mi intimidad con el bajá, y la gran confianza que en mi lealtad tenía.

» ¿Y tenéis alguna idea de la suerte que les ha cabido después?

» Sí. He oído decir que habían sucumbido a su dolor, y tal vez a su miseria. Yo no era rico; mi vida corría grandes peligros y, con gran pesar mío, no pude consagrarme a buscarlas.

» El presidente frunció imperceptiblemente el ceño.

» Señores dijo entonces. Habéis oído las explicaciones del conde de Morcef. Señor conde, para apoyar vuestra declaración, ¿podéis presentar algún testigo?

» ¡Ay!, no respondió el conde, todos cuantos rodeaban al visir, y que me conocieron en su come, han muerto, o desaparecido; únicamente yo, según creo, únicamente yo, al menos entre mis compatriotas, he sobrevivido a guerra tan cruel; no conservo más que las cartas de AlíTebelín, y las he presentado; no me queda más que el anillo que me dio en prenda de su voluntad; helo aquí; pero tengo la prueba más convincente que se puede suministrar contra un ataque anónimo, es decir, la ausencia de toda clase de testimonio contra mi palabra de hombre honrado, y la pureza de toda mi vida militar.

» Un murmullo de aprobación circuló por la asamblea; en este momento, Alberto, si no hubiera sobrevenido ningún accidente, la causa de vuestro padre habría vencido.

» Ya no faltaba más que proceder a la votación, cuando el presidente tomó la palabra.

» Señores dijo, y vos, señor conde, presumo no llevaréis a mal oír un testigo muy importante, según asegura, y que viene a ofrecerse de motu propio; este testigo, según lo que acaba de decirnos el señor conde, no dudo que es llamado a probar la total inocencia de nuestro colega. Esta es la carta que acabo de recibir acerca del particular: ¿deseáis que se lea, o decidís que se haga caso omiso de este incidente?

» El señor de Morcef se puso pálido, y estrujó los papeles que tenía en las manos.

» La comisión acordó que se leyera: en cuanto al conde, estaba pensativo, y nada dijo.

» El presidente leyó la siguiente misiva:

« Señor presidente:

» Puedo dar datos positivos a la comisión encargada de examinar la conducta que el teniente general, conde de Morcef, observó en Epiro y Macedonia.»

» El presidente hizo una breve pausa.

» El conde de Morcef palideció; el presidente interrogó con la vista al auditorio.

Continuad dijeron todos a una voz.

«Asistí a los últimos momentos de AlíBajá; sé cuál fue la suerte de Basiliki y Haydée; estoy a las órdenes de la comisión, y reclamo el honor de que se me oiga. Estaré en el vestíbulo de la Cámara en el momento en que os entreguen esta carta.»

» ¿Y quién es ese testigo, o por mejor decir, ese enemigo? inquirió el conde con voz profundamente alterada.

» Vamos a saberlo contestó el presidente. ¿Quiere oír la comisión a ese testigo?

» ¡Sí, sí! contestaron todos a una.

» El presidente llamó al ujier y le preguntó si había alguna persona esperando en el vestíbulo.

» Sí, señor presidente.

» ¿Quién es esa persona?

» Una señora con un criado.

» Y todos le miraron.

» Cinco minutos después volvió a entrar el ujier; todas las miradas se dirigían a la puerta, y yo mismo dijo Beauchamp participaba de la ansiedad general.

» Detrás del ujier entró una mujer cubierta con un gran velo negro. Fácilmente se adivinaba, por las formas y por los perfumes que exhalaba, que era una mujer joven y elegante.

» ¡Ah! dijo Morcef, era ella.

» ¿Cómo, ella?

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