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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 17)


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También yo, como le ocurre a todo hombre en la vida, fui conducido por Satanás una vez a la montaña más alta de la Tierra. Llegado allí, me mostró el mundo entero, y como había dicho otra vez a Cristo, me dijo a mí: Veamos, hijo de los hombres, ¿qué quieres para adorarme? Entonces reflexioné, porque desde hacía mucho tiempo, terrible ambición devoraba mi corazón, después le respondí: «Escucha, siempre he oído hablar de la Providencia, y, sin embargo, nunca la he visto, ni nada que se le parezca, lo cual me hace creer que no existe. Quiero ser la Providencia, porque lo más bello y grande que puede hacer un hombre es recompensar y castigar.» Pero Satanás bajó la cabeza y lanzó un suspiro. «Te engañas dijo, la Providencia existe, pero tú no la ves, porque, hija de Dios, es invisible como su padre. No has visto nada que se le parezca, porque procede por resortes ocultos, y marcha por caminos oscuros; todo lo que yo puedo es hacerte uno de los agentes de esa Providencia.» Se realizó el trato, tal vez en él perderé mi alma, pero no importa repuso Montecristo , ahora mismo lo ratificaría.

Villefort le miraba con asombro.

Señor conde dijo, ¿tenéis parientes?

No, caballero, estoy solo en el mundo.

¡Tanto peor!

¿Por qué? preguntó Montecristo.

Porque hubierais podido ver un espectáculo que destruyese vuestro orgullo. Decís que no teméis más que la muerte.

No es que la tema, sino que sólo ella puede detenerme.

¿Y la vejez?

Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo. ¿Y la locura?

Poco me ha faltado para dar en ella, pero ya conocéis el axioma non bis in idem, es principio de jurisprudencia criminal, y por lo tanto está en vuestra cuerda.

Caballero repuso Villefort, otra cosa hay que temer más que la muerte, la vejez o la locura. La apoplejía, por ejemplo, ese rayo que os hiere sin destruiros, y después del cual, no obstante, todo se acabó. Vivís, pero no sois el mismo. Vos que como Ariel rayabais en ángel, ya no sois más que una masa inerte que como Calibán, raya en bestia. Esto se llama una apoplejía. Venid, si queréis, a proseguir esta conversación a mi casa, conde, un día que deseéis encontrar adversario capaz de comprenderos y ansioso de contestaros, y hallaréis a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos jacobinos de la revolución francesa, es decir, la audacia más brillante puesta al servicio de la organización más poderosa, un hombre que no había visto como vos todos los reinos de la tierra, pero ayudó a derribar uno de los más poderosos. En fin, un hombre que, como vos, se creía enviado no de Dios, sino del Ser Supremo; no de la Providencia, sino de la Fatalidad. Pues bien, caballero, todo esto fue destruido no en un día, ni en una hora, sino en un segundo. El día anterior el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo senador, antiguo carbonario, que se reía de la guillotina, del cañón y del puñal; el señor Noirtier, jugando con las revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto juego de ajedrez del cual peones, torres, caballos y reinas debían desaparecer con tal que al rey se le diera mate; el señor Noirtier, tan temido y tan terrible, era al día siguiente, ese pobre Noirtier, anciano paralítico, a merced del ser más débil de la casa, es decir, de su nieta Valentina; un cadáver mudo y helado, que no vive sin alegría ni sufrimiento, sino para dar tiempo a la materia de llegar sin tropiezo a su entera descomposición.

¡Ay!, caballero dijo Montecristo, tal espectáculo no es extraño a mis ojos ni a mi pensamiento. Entiendo un poco de medicina, y he buscado más de una vez el alma en la materia viva o en la materia muerta, y, como la Providencia, ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi corazón. Cien autores, desde Sócrates hasta Séneca, hasta san Agustín, hasta Gall, hicieron, en prosa o en verso, la misma descripción que vos, pero sin embargo, comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar grandes cambios en el espíritu de su hijo. Iré, caballero, puesto que así lo queréis, a contemplar ese terrible espectáculo que debe entristecer vuestra casa.

Sin duda sucedería esto si Dios no me hubiera dado una compensación a esta desgracia. Al lado del anciano que desciende hacia esa tumba, tengo dos hijos que entran en la vida: Valentina, hija de mi primer casamiento, y Eduardo, ése a quien habéis salvado la vida.

¿Y de esa compensación qué resulta? preguntó Montecristo.

Resulta que mi padre, extraviado por las pasiones, ha cometido una de esas faltas que se libertan de la justicia humana, pero no de la justicia de Dios, y que Dios, no queriendo castigar más que a una persona, le ha castigado solamente a él.

Montecristo, con la sonrisa en los labios, arrojó en el fondo de su corazón un rugido que habría hecho huir a Villefort si hubiese podido oírlo.

Adiós, caballero repuso el magistrado, que hacía algún tiempo estaba levantado y hablaba en pie, os dejo, llevando de vos un recuerdo de estimación que espero os será agradable cuando me conozcáis mejor. Por otra parte, habéis hecho de la señora de Villefort una amiga eterna.

Montecristo saludó y se contentó con acompañar hasta la puerta de su gabinete a Villefort, el cual subió a su carruaje precedido de dos lacayos que, a una señal de su amo, se apresuraron a abrir la portezuela.

Luego, así que el procurador del rey hubo desaparecido, dijo Montecristo , dando un profundo suspiro:

¡Vamos, basta de veneno, y ahora que mi corazón está lleno de él, vamos a buscar el remedio!

Y haciendo sonar el timbre, dijo a Alí:

Subo a ver a la señora; que esté preparado el carruaje dentro de media hora.

Capítulo octavo

Haydée

El lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.

La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuente, se había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de su amo.

Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como las otras almas ne. cesitan prepararse para las emociones violentas.

La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación completamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con almohadones movibles de ricas telas de Persia.

Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.

La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría resultado de una coquetería algún tanto afectada.

En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y de perlas, una chaqueta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto ambicionan nuestras elegantes parisienses.

Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este conjunto encantador, la flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su perfume.

Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.

Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a Haydée para entrar a verla.

Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que había delante de la puerta.

El conde entró en la estancia.

Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas:

¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy lo esclava?

Montecristo se sonrió.

Haydéedijo, bien sabéis…

¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? le interrumpió la joven griega. ¿He cometido alguna falta? Si es así castígame, pero no me hables de esa manera.

Haydée replicó el conde, bien sabes que estamos en Francia, y por consiguiente, que eres libre.

Libre ¿de qué? preguntó la joven.

Libre de abandonarme.

¿Abandonarte…?, ¿y por qué habría de hacerlo?

¿Qué sé yo? Vamos a ver el mundo.

Yo no quiero ver a nadie.

Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que lo gustase, no sería yo tan injusto…

Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a nadie más que a mi padre y a ti.

Pobre Haydée dijo Montecristo, es que nunca has hablado más que con lo padre y conmigo.

¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo yo de hablar con otros? Mi padre me llamaba su alegría, tú me llamas tu amor, y ambos me llamáis vuestra hija.

¿Te acuerdas de lo padre, Haydée?

La joven se sonrió.

Está aquí y aquí dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su corazón.

Y yo, ¿dónde estoy? preguntó sonriéndose Montecristo.

Túdijo ella, tú estás en todas partes.

El conde tomó la mano de Haydée para besarla, pero la joven la retiró y le presentó la frente.

Ahora, Haydée le dijo, ya sabes que eres libre, que eres aquí la dueña, que eres reina. Puedes conservar lo traje o dejarlo, según lo capricho. Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siempre estará mi carruaje preparado para ti. Alí y Myrtho lo acompañarán a todas partes y estarán a tus órdenes, pero lo suplico una cosa.

Dime.

Guarda secreto acerca de lo nacimiento, no digas una palabra de lo pasado. No pronuncies en ninguna ocasión el nombre de lo ilustre padre ni el de lo pobre madre.

Ya lo lo he dicho, señor, no veré a nadie.

Escucha, Haydée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París. Sigue aprendiendo la vida de nuestros países del norte, como has hecho en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto lo servirá siempre, ya sigas vivendo aquí o ya lo vuelvas a Oriente.

La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:

O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?

Sí, hija mía dijo Montecristo. Bien sabes que nunca seré yo quien lo deje. No es el árbol el que abandona a la flor, sino la flor la que abandona al árbol.

Nunca lo abandonaré yo, señor dijo Haydée, porque estoy segura de que no podría vivir sin ti.

¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años tú serás joven aún.

Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que yo le amase. Mi padre tenía sesenta años y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.

Pero dime: ¿crees tú que lo podrás acostumbrar a esta vida?

¿Te veré?

Todos los días.

Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?

Temo que lo aburras.

No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche me acordaré de que has venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, grandes horizontes con el Pindo y el Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los cuales no se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.

Eres digna hija del Epiro, Haydée, graciosa y poética, y se conoce que desciendes de esa familia de diosas que ha nacido en lo país. Tranquilízate, hija mía, yo haré de manera que lo juventud no se pierda, porque si me amas como a un padre, yo lo amo como a una hija.

Te equivocas, señor; yo no amaba a mi padre como lo amo a ti. Mi amor hacia ti es otro amor. Mi padre ha muerto y yo no he muerto, y si tú murieras yo moriría contigo.

El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura. Haydée imprimió en ella sus labios como de costumbre.

Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su familia, partió murmurando estos versos de Píndaro:

«Es la joven una flor, cuyo fruto es el amor…»

Dichoso el que la obtenga después de haberla visto madurar lentamente.

Conforme a sus órdenes, el carruaje estaba pronto. Montó en él y, como de costumbre, partió a galope.

En pocos minutos llegó a la calle Meslay, número 7.

La casa era blanca, risueña, y precedida de una patio, con dos enormes macetas que contenían hermosísimas flores.

El conde reconoció a Coclés en el portero que le abrió la puerta. Pero como éste, ya recordará el lector, no tenía más que un ojo, y después de nueve años se había debilitado considerablemente, no reconoció al conde.

Para detenerse delante de la entrada, los carruajes debían dar una vuelta, a fin de evitar un surtidor de agua cristalina que salía del centro de una gran taza en forma de concha de mármol, la cual había excitado bastantes envidias en el barrio, y era causa de que llamasen a esta casa el pequeño Versalles.

En esa taza nadaban una multitud de peces encarnados y de diversos colores.

La casa, elevada sobre un piso de cocinas y de cuevas, tenía además del bajo otros dos. Los jóvenes la habían comprado con sus dependencias, que consistían en un inmenso taller, un jardín y dos pabellones en éste. Manuel había visto, desde la primera ojeada, en esta disposición, una pequeña especulación. Se había reservado la casa, la mitad del jardín, y había trazado una línea, es decir, había construido una tapia entre él y los talleres, que alquiló con los pabellones y la otra mitad del jardín, de suerte que vivía en una casa sumamente agradable por un precio bastante módico.

El comedor era de encina, el salón de caoba y de terciopelo azul, la alcoba de nogal y de damasco verde. Además, había un gabinete de trabajo para Manuel, que no trabajaba, y un salón de música para Julia, que no estudiaba este bello arte.

El segundo piso estaba destinado a Maximiliano. Era una repetición exacta de la habitación de su hermana, pero el comedor había sido convertido en una sala de billar donde llevaba a sus amigos.

El mismo se hallaba limpiando su caballo, y fumando a la entrada del jardín, cuando se detuvo a la puerta el carruaje del conde de Montecristo.

Coclés abrió la puerta, como hemos dicho, y bajándose Bautista del pescante, preguntó si el señor y la señora Herbault y el señor Maxiniiliano Morrel estaban visibles para el conde de Montecristo.

¡Para el conde de Montecristo! exclamó Morrel arrojando su cigarro y saliendo al encuentro del conde, ya lo creo, ya lo creo que estamos visibles para él. ¡Ah!, gracias, mil gracias, señor conde, por no haber olvidado vuestra promesa.

Y el joven oficial estrechó con tanta cordialidad y efusión la mano del conde, que éste no pudo menos de conocer por la franqueza del hijo de Morrel, que era esperado con impaciencia.

Venid, venid, quiero serviros de introductor dijo Maximiliano; un hombre como vos no debe ser anunciado por un criado. Mi hermana está en su jardín, cortando las flores marchitas. Mi hermano lee sus dos periódicos, La Presse y Les Débats a seis pasos de ella, porque dondequiera que se ve a la señora Herbault, no hay más que mirar a cuatro varas de distancia y veréis al señor Manuel, y recíprocamente, como decimos en la escuela politécnica.

El rumor de los pasos hizo levantar la cabeza a una joven de veinte a veinticuatro años, vestida con una bata de seda, y que estaba cortando cuidadosamente las rosas marchitas de un soberbio rosal.

Esta mujer era nuestra antigua conocida Julia, que al poco tiempo, según se lo había predicho el mandatario de la casa de Thomson y French, convirtióse en señora de Herbault.

Dejó escapar un pequeño grito al ver al extranjero.

Maximiliano soltó una carcajada.

No lo incomodes, hermana dijo, el señor conde no hace más que dos o tres días que está en París. Pero sabe lo que es una apasionada a las flores, y si no lo sabe, tú se lo enseñarás.

¡Ah, caballero dijo Julia, traeros así es una traición de mi hermano, que no usa de ninguna etiqueta… ¡Penelón…! ¡Penelón…!

Un anciano que regaba un plantío de rosales de Bengala, dejó su regadera en el suelo y se acercó con su gorra en la mano. Algunos mechones canos blanqueaban su cabellera aún espesa, mientras que su tez bronceada y su mirar osado y vivo recordaban al viejo marino tostado al sol del Ecuador y curtido con los vientos de las tempestades.

Creo que me habéis llamado, señorita Julia dijo, aquí me tenéis.

Penelón había conservado la costumbre de llamar señorita Julia a la hija de su patrón, y jamás había podido acostumbrarse a lo de señora Herbault.

Penelón dijo Julia, id a avisar al señor Manuel la visita que tenemos, mientras que Maximiliano conduce a este caballero al salón.

Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

¡Me permitiréis que me retire un instante!

Y sin esperar el consentimiento del conde, desapareció por una calle de árboles que conducía a la casa.

¡Ah!, mi querido Morrel dijo Montecristo, observo con dolor que mi visita causa un trastorno en toda la casa.

Mirad, mirad dijo Maximiliano riendo. ¿Veis allí al marido que también va a mudarse el chaquetón y a ponerse una levita? ¡Oh!, es que os conocen en la calle de Meslay, estabais anunciado.

Creo que es una familia dichosa, caballero dijo el conde, respondiendo a su propio pensamiento.

¡Oh!, sí, os lo aseguro, señor conde. ¡Qué queréis! ¡No les falta nada para ser felices! Son jóvenes, alegres, se aman, y con sus veinticinco mil libras de renta, a pesar de haber manejado tan inmensas fortunas, se imaginan poseer las riquezas del Perú.

Sin embargo, veinticinco mil libras de renta es poco dijo Montecristo con una dulzura que conmovió a Maximiliano, como hubiera podido hacerlo la voz de su padre, pero no pararán ahí nuestros jóvenes, ya llegarán a su vez a ser millonarios. Vuestro cuñado es abogado…, o médico…, o…

Era comerciante, señor conde, y tomó a su cargo la casa de nuestro pobre padre. El señor Morrel ha muerto dejando quinientos mil francos de caudal. Yo tenía una mitad y mi hermana otra, porque no éramos más que dos. Su esposo, que se había casado con ella sin tener otro patrimonio que su noble probidad, su inteligencia de primer orden y su reputación intachable, quiso poseer tanto como su mujer, trabajó hasta que hubo reunido doscientos cincuenta mil francos. Seis años le bastaron. Era un tierno espectáculo el de estos dos jóvenes tan laboriosos, tan unidos, destinados por su capacidad a la fortuna más alta, y que, no queriendo cambiar nada de las costumbres de la casa paterna, emplearon seis años en hacer lo que otros comerciantes hubieran hecho en dos o tres. Así, pues, Marsella entera colmó de alabanzas tan laboriosa abnegación. Finalmente, un día Manuel fue a buscar a su mujer, que acababa de pagar las cuentas vencidas.

»Julia le dijo, aquí está el último cartucho de cien francos que Coclés acaba de entregarme y que completa los doscientos cincuenta mil francos que hemos fijado como límite de nuestras ganancias. ¿Quedarás satisfecha con este poco, con el cual será preciso contentarnos de aquí en adelante? Escucha, la casa efectúa negocios por un millón al año, y puede producir cuarenta mil francos de beneficios. Traspasaremos la clientela, si lo parece, en trescientos mil francos en una hora, porque aquí tengo una carta del señor Delaunay que nos los ofrece en cambio de nuestros fondos, que quiere reunir al suyo. Conque, a ver, ¿qué lo parece que hagamos?

HAmigo mío dijo mi hermana, la casa de Morrel no puede sostenerse sino por un Morrel. Salvar para siempre de los vaivenes de la suerte el nombre de nuestro padre, ¿no vale trescientos mil francos?

»Esta misma era mi opinión respondió Manuel,sin embargo, quería saber la tuya.

»Pues bien, querido, ahí la tienes. Todas nuestras entradas están hechas. Nuestras letras pagadas, podemos trazar una raya al pie de la cuenta de esta quincena y cerrar la casa. Tracémosla y cerremos el escritorio.

»Lo cual hicimos inmediatamente. Eran las tres, a las tres y cuarto se presentó un cliente para hacer asegurar el pasaje de los dos buques; era una ganancia líquida de quince mil francos al contado.

»Caballero dijo Manuel, tened la bondad de dirigiros a nuestro compañero el señor Delaunay. En cuanto a nosotros, ya hemos dejado el negocio.

»¿Y desde cuándo? preguntó el cliente asombrado.

»Desde hace un cuarto de hora.

Y aquí veis, caballero continuó diciendo, sonriendo, Maximiliano,cómo mi hermana y mi cuñado no tienen más que veinticinco mil francos de renta.

Apenas Maximiliano daba fin a su narración, durante la cual el corazón del conde se había dilatado cada vez más, cuando apareció Manuel con una levita abrochada. Saludó como un hombre que conoce la importancia del personaje a quien hablaba, y después condujo al conde a la casa.

El salón estaba ya embalsamado por las perfumadas flores contenidas con gran trabajo en un inmenso vaso japonés. Julia, bien vestida y peinada con coquetería, se presentó para recibir al conde.

Oíase cantar a los pájaros del jardín, y de una pajarera próxima al salón. Las ramas de jazmines y de acacias color de rosa bordaban con sus hojas las colgaduras de terciopelo azul.

Todo en esta encantadora morada respiraba la mayor tranquilidad y el más completo sosiego, desde los gorjeos de los pájaros hasta la sonrisa de los dueños de la casa.

Desde que entró el conde se había impregnado ya de esta felicidad. Así, pues, se quedó mudo y pensativo, olvidando que le miraban y que le oían, para proseguir la conversación interrumpida después de los primeros cumplidos.

Dándose cuenta de este silencio, que ya resultaba poco cortés y saliendo con gran esfuerzo de su ensimismamiento, dijo:

Señores, perdonadme una emoción que debe asombraros, habituados a la paz y a la felicidad que aquí encuentro, pero es para mí una cosa tan nueva la satisfacción sobre un rostro humano, que no me canso de miraros a vos y a vuestro marido.

Somos muy felices, en efecto, caballero repuso Julia, pero hemos sufrido mucho y pocas personas habrán comprado su felicidad tan cara como nosotros.

La curiosidad se reflejó en las facciones del conde.

¡Oh!, es una historia de familia, como os decía el otro día ChateauRenaud replicó Maximiliano; para vos, señor conde, avezado a ver grandes desgracias y grandes alegrías, tendría poco interés este cuadro de familia. Muchos, muchísimos dolores hemos sufrido, como os decía Julia, aunque estén encerrados en este pequeño cuadro.

¿Y Dios os ha dado consuelos para vuestros sufrimientos? inquirió Montecristo.

Julia respondió:

Sí, señor conde, podemos decirlo, porque hizo por nosotros lo que no hace más que para los elegidos. Nos envió uno de sus ángeles.

Un intenso rubor cubrió las mejillas del conde, que tosió para disimular y se llevó el pañuelo a la boca.

Los que han nacido en cuna de púrpura y nunca han deseado nada dijo Manuel, no saben lo que es la felicidad de vivir. Lo mismo que no pueden conocer el precio de un cielo puro los que no han entregado nunca su vida a merced de cuatro tablas arrojadas a un mar enfurecido.

Montecristo se levantó, y sin responder una sola palabra, porque sólo en el temblor se hubiera conocido la emoción de que estaba agitado, se puso a recorrer el salón a largos pasos.

Nuestra magnificencia os hace sonreír, señor conde dijo Maximiliano, que le observaba atentamente.

No, no respondió Montecristo, muy pálido, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, en tanto con la otra mostraba al joven un fanal, bajo el que reposaba un bolsillo de seda sobre una almohadilla de terciopelo negro. Estaba pensando qué significa este bolsillo, que en un lado contiene un papel, me parece, y en el otro un hermoso diamante.

Maximiliano adoptó un aire grave y respondió:

Este bolsillo, señor conde, es el tesoro más preciado de nuestra familia.

En efecto, este diamante es bastante hermoso repuso el conde de Montecristo.

¡Oh!, mi hermano no os habla del valor de la piedra, aunque está valorada en cien mil francos, señor conde. Quiere solamente deciros que los objetos que encierra ese bolsillo son las reliquias del ángel de quien hablábamos hace poco.

No entiendo lo que decís, y sin embargo no debo preguntároslo, señora replicó el conde de Montecristo inclinándose; perdonadme, no he querido ser indiscreto.

¿Indiscreto, decís? ¡Oh!, al contrario, nos hacéis felices con ofrecernos una ocasión de hablar de este asunto. Si ocultásemos como un secreto la acción más hermosa que recuerda ese bolsillo, no lo expondríamos de tal modo a la vista de todos.

¡Oh!, quisiéramos poderla publicar en todo el universo para que un estremecimiento de nuestro bienhechor desconocido nos revelase su presencia.

¡Ah! Ahora voy comprendiendo dijo Montecristo con voz ahogada.

Caballero dijo Maximiliano levantando el fanal y besando religiosamente el bolsillo de seda, esto ha tocado la mano de un hombre por el cual fue salvado mi padre de la muerte, nosotros de la ruina y nuestro nombre de la ignominia, de un hombre, gracias al cual, nosotros, pobres muchachos entregados a la miseria o a las lágrimas, podemos oír hoy a la gente extasiarse en nuestra felicidad. Esta carta y sacando Maximiliano un billete del bolsillo lo presentó al conde, esta carta fue escrita por él un día en que mi padre había tomado una resolución desesperada, y este diamante fue regalado para su dote a mi hermana por el generoso desconocido.

Montecristo abrió la carta y la leyó con una inefable expresión de felicidad. Era el billete que nuestros lectores conocen, dirigido a Julia y firmado «Simbad el Marino> .

¿Desconocido, decís? ¿Conque el hombre que os ha hecho ese servicio ha permanecido ignorado?

Sí, señor. Nunca hemos tenido la dicha de estrechar su mano. No será por no haber pedido a Dios este favor añadió Maximiliano, pero ha habido en toda esta aventura un misterio que aún no hemos podido penetrar, todo ha sido conducido por una mano invisible, poderosa como la de un mago prodigioso.

¡Oh! dijo Julia, aún no he perdido toda esperanza de besar un día aquélla, como beso el bolsillo que ha tocado. Hace cuatro años Penelón estaba en Trieste. Penelón, señor conde, es ese valiente marino a quién habéis visto con una regadera en la mano y que de contramaestre se ha hecho jardinero. Estando, pues, Penelón en Trieste, vio en el muelle un inglés que iba a embarcarse en un yate y reconoció al que fue a casa de mi padre el 5 de julio de 1829 y que me escribió el billete el 5 de septiembre. Era el mismo, según él aseguró, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.

¡Un inglés! exclamó Montecristo, cuya inquietud aumentaba a cada mirada de Julia, ¿un inglés, decís?

Sí replicó Maximiliano, un inglés que se presentó en nuestra casa como comisionado de la casa Thomson y French, de Roma. He aquí por qué cuando dijisteis el otro día en casa de Morcef que los señores Thomson y French eran vuestros banqueros, me estremecí involuntariamente. Caballero, esto sucedió como os hemos dicho, en 1829. ¿Habéis conocido a ese inglés?

Pero ¿no habéis dicho también que la casa Thomson y French había negado siempre que os hubiese prestado ese servicio?

Sí.

Entonces, ese inglés, ¿no sería un hombre que, reconocido a vuestro padre por alguna buena acción que él mismo habría olvidado, pudiera haber tomado ese pretexto para recompensársela?

Todo es posible, caballero, en semejante circunstancia, hasta un milagro.

Montecristo preguntó:

¿Cuál era su nombre?

Nunca ha dejado otro respondió Julia, mirando al conde con profunda atención que el del billete: Simbad el Marino.

Que no sería su nombre verdadero.

Es probable dijo Julia, sin dejar de mirarle.

El conde iba a proseguir, pero al ver que Julia le examinaba con tanta atención, como queriendo reconocer el sonido de su voz, se detuvo para reponerse algún tanto de su emoción, y continuó alterado.

Veamos, ¿no es un hombre de mi estatura casi, tal vez un poco más delgado, enterrado en una inmensa corbata, con una levita abrochada hasta el cuello y siempre con el lápiz en la mano?

¡Oh!, ¿pero le conocéis? exclamó Julia con los ojos brillantes de alegría.

No dijo Montecristo, lo supongo solamente. He conocido sólo a un tal… lord Wilmore, de una generosidad admirable.

¿Sin darse a conocer?

Era un hombre extraño, y no creía en el agradecimiento.

¡Oh! ¡Dios mío! exclamó Julia con un acento sublime y cruzando las manos, pues ¿en qué creía ese desgraciado?

Por lo menos, así le sucedía en la época en que yo le conocí dijo Montecristo, a quien esta voz que partía del fondo del alma le había estremecido hasta la última fibra, pero después de este tiempo, tal vez habrá tenido alguna prueba de que la gratitud existe.

¿Y vos conocéis a ese hombre, caballero? preguntó Manuel.

¡Oh!, si le conocéis, caballero exclamó Julia, decid, decid, ¿podéis llevarnos a su lado, mostrárnoslo, enseñarnos dónde está? ¡Oh!, Maximiliano, ¡oh!, Manuel, si le encontrásemos le haríamos creer en el agradecimiento.

Montecristo sintió asomarse dos lágrimas a sus ojos, y de nuevo empezó a pasear por el salón.

¡En nombre del cielo, caballero áijo Maximíliano, si sabéis alguna cosa de ese hombre, decídnoslo!

¡Ay! dijo el conde conteniendo la emoción de su voz, si vuestro bienhechor es lord Wilmore, temo que no le encontremos nunca. Me separé de él en Palermo, y partía para los países más fabulosos, conque mucho dudo que vuelva.

¡Ah!, caballero, ¡sois cruel! exclamó Julia con espanto.

Y a la joven se le saltaron las lágrimas.

Señora dijo gravemente Montecristo devorando con los ojos las dos perlas líquidas que rodaban por las mejillas de Julia, si lord Wilmore hubiese visto lo que yo acabo de ver aquí, amaría aún la vida, porque las lágrimas que derramáis le reconciliarían con la humanidad.

Y presentó la mano a Julia, que le dio la suya, dejándose arrastrar de la mirada y del acento del conde.

Pero ese lord Wilmore dijo tenía país, familia, parientes, en fin, era conocido, ¿no podríamos…?

¡Oh!, no insistáis dijo el conde, no procuréis interpretar esas palabras que se me han escapado. No, lord Wilmore no es probablemente el hombre que buscáis, era mi amigo, yo sabía todos sus secretos, y me hubiera contado ése.

¿Y no os ha dicho nada? preguntó Julia.

Nada, en absoluto.

¿Ni una palabra que os hiciera suponer…?

Ni una sola palabra.

Sin embargo, hace poco le nombrasteis.

¡Ah!, no era más que una suposición.

Hermana, hermana dijo Maximiliano, saliendo en ayuda del conde, el señor tiene razón. Acuérdate de lo que tantas veces nos ha dicho nuestro padre, no es un inglés el que nos ha hecho tan felices.

Vuestro padre os decía…, ¿qué os decía, señor Morrel? repuso vivamente.

Mi padre, caballero, veía en esa acción un milagro. Mi padre creía en un bienhechor que había salido de su tumba para favorecernos. ¡Oh! ¡Qué tierna superstición!, caballero, y aunque yo no la creía, estaba muy lejos de querer destruir esta creencia en su noble corazón. Así pues, ¡cuantas veces pensaba en ello, pronunciaba en voz baja un nombre que le era muy querido, un nombre de un amigo perdido! Y cuando se vio próximo a morir, cuando la inminencia de la eternidad hubo dado a su imaginación una cosa parecida a la iluminación de la tumba, este pensamiento, que hasta entonces había sido una duda, se trocó en convicción, y las últimas palabras que pronunció al morir fueron éstas:

«¡Maximiliano: era Edmundo Dantés…! »

La palidez del conde, que hacía algunos segundos iba aumentando, fue espantosa cuando oyó estas palabras. Toda su sangre se agolpó a su corazón, no podía hablar, sacó su reloj como si hubiera olvidado la hora, tomó su sombrero, hizo a la señora Herbault una cortesía brusca y embarazada, y estrechando las manos de Manuel y Maximiliano, dijo:

Señora, concededme el honor y el placer de que venga algunas veces a visitaros. Aprecio mucho vuestra casa, y os estoy sumamente reconocido por vuestro recibimiento, porque es la primera vez que en muchos años me he olvidado de mí mismo.

Y salió apresuradamente.

Este conde de Montecristo es un hombre singular dijo Manuel.

Sí respondió Maximiliano, pero yo creo que tiene un corazón excelente, y estoy seguro de que nos ama.

Y a mí dijo Julia me ha llegado su voz al corazón, y dos o tres veces se me ha figurado que no era la primera vez que le veía.

Capítulo noveno

Píramo y Tisbe

Cerca del barrio de SaintHonoré, detrás de una hermosa casa notable entre las de este suntuoso barrio, se extiende un vasto jardín, cuyos espesos castaños rebasan con mucho las grandes tapias, y dejan caer cuando llega la primavera sus flores sobre dos enormes jarrones de mármol colocados paralelamente sobre dos pilastras cuadrangulares, en que encaja una reja de hierro de la época de Luis XIII.

Esta grandiosa entrada está condenada, a pesar de los magníficos geranios que brotan en los dos jarrones, y que mecen al viento sus hojas marmóreas y sus flores de púrpura, desde que los propietarios se contrajeron a la posesión del palacio, del patio plantado de árboles que cae a la calle principal, y del jardín que cierra esta valla que caía antes a una magnífica huerta de una fanega de tierra, perteneciente a la propiedad. Pero habiendo tirado una línea el demonio de la especulación, es decir, una calle en el extremo de esta huerta, con nombre antes de existir, merced a una placa de vidrio, pensaron poder vender esta huerta para edificar casas en la calle, y facilitar el tránsito en ese magnífico barrio de SaintHonoré.

Pero en punto a especulación, el hombre propone y el dinero dispone. La calle bautizada murió en la cuna. El que adquirió la huerta, después de haberla pagado cabalmente, no pudo encontrar, al venderla, la suma que quería, y esperando una subida de precio, que no podía dejar de indemnizarle un día a otro, se contentó con alquilar la huerta a unos hortelanos por quinientos francos anuales.

No obstante, ya hemos dicho que la reja del jardín que daba a la huerta estaba condenada, y el orín roía sus goznes. Aún hay más: para que los hortelanos no curioseen con sus miradas vulgares el interior del aristocrático jardín, un tabique de tablas está unido a las barras hasta la altura de seis pies. Es verdad que las tablas no están tan bien unidas que no se pueda dirigir una mirada furtiva por entre las junturas, pero esta casa no es tan severa que tema las indiscreciones.

En esta huerta, en lugar de coliflores, lechugas, escarolas, rábanos, patatas y melones, crecen sólo grandes alfalfas, único cultivo que denota que aún hay alguien que se acuerda de este lugar abandonado. Una puertecita baja, abriéndose a la calle proyectada, da acceso a este terreno cercado de tapias, que sus habitantes acaban de abandonar a causa de su esterilidad, y que después de ocho días, en lugar de producir un cincuenta por ciento, como antes, no produce absolutamente nada.

Por el lado de la casa, los castaños de que hemos hablado coronan la tapia, lo cual no impide que otros árboles verdes y en flor deslicen en los espacios que median entre unos y otros sus ramas ávidas de aire. En un ángulo en que el follaje es tan espeso que apenas deja penetrar la luz, un ancho banco de piedra y sillas de jardín indican un lugar de reunión o un retiro favorito de algún gabinete de la casa, situada a cien pasos, y que apenas se distingue a través del espeso ramaje que la envuelve. En fin, la elección de este asilo misterioso, está justificada a la vez por la ausencia del sol, por la perpetua frescura, aun durante los días más ardientes del estío, por el gorjeo de los pájaros y por el alejamiento de la casa y de la calle, es decir, de los negocios y del bullicio.

En una tarde del día más caluroso de primavera, había sobre este banco de piedra un libro, una sombrilla, un canastillo de labor y un pañuelo de batista empezado a bordar, y no lejos de este banco, junto a la reja, en pie, delante de las tablas, con los ojos aplicados a una de las aberturas, hallábase una joven, cuyas miradas penetraban en 4 terreno desierto que ya conocemos.

Casi al mismo tiempo, la puertecilla de este terreno se cerraba sin ruido, y un joven alto, vigoroso, vestido con una blusa azul, una gorrilla de terciopelo, pero cuyos bigotes, barba y cabellos negros cuidadosamente peinados desentonaban de este traje popular, después de una rápida ojeada a su alrededor, para asegurarse de que nadie le espiaba, pasando por esta puerta que cerró tras sí, se dirigió con pasos precipitados hacia la reja.

Al ver al que esperaba, pero no probablemente con aquel traje, la joven tuvo miedo y dio dos pasos hacia atrás. Y, sin embargo, ya al través de las hendiduras de la puerta, el joven, con esa mirada que sólo pertenece a los amantes, había visto flotar el vestido blanco y el largo cinturón azul. Corrió hacia el tabique, y aplicando su boca a una abertura, dijo:

No temáis, Valentina, soy yo.

La joven se acercó.

¡Oh, caballero! dijo. ¿Por qué habéis venido hoy tan tarde? ¿Sabéis que pronto vamos a comer y que me he tenido que valer de mil medios para desembarazarme de mi madrastra, que me espía, de mi camarera que me persigue, y de mi hermano que me atormenta, para venir a trabajar aquí en este bordado que temo no se acabe en mucho tiempo…? Así que os excuséis de vuestra tardanza, me diréis qué significa ese nuevo traje que habéis adoptado, y que casi ha sido la causa de que no os reconociera de momento.

Querida Valentina dijo el joven, demasiado conocéis mi amor para que os hable de él, y sin embargo, siempre que os veo tengo necesidad de deciros que os adoro, a fin de que el eco de mis propias palabras me acaricie dulcemente el corazón cuando dejo de veros. Ahora os doy mil gracias por vuestra dulce reconvención, la cual me prueba que pensabais en mí. ¿Queríais saber la causa de mi tardanza y el motivo de mi disfraz? Pues bien, voy a decírosla, y espero que me excusaréis. Me he establecido.

¿Establecido…? ¿Qué queréis decir, Maximiliano? ¿Y somos bastante dichosos para que habléis de lo que nos concierne con ese tono de broma?

¡Oh! Dios me libre dijo el joven de bromear con lo que decidirá de mi suerte. Pero, fatigado de ser un corredor de campos, y un escalador de paredes, espantado de la idea que me hicisteis abrigar la otra tarde de que vuestro progenitor me haría juzgar un día como ladrón, lo cual comprometería el honor del ejército francés, no menos espantado de la posibilidad de que se asombren de ver eternamente rondar alrededor de este terreno, donde no hay la menor ciudadela que sitiar o el más pequeño bloqueo que defender, a un capitán de spahis, me he hecho hortelano, y adoptado el traje de mi profesión.

Bueno, ¡qué locura!

Al contrario, es la idea más feliz que he tenido en toda mi vida, porque al menos nos deja en toda seguridad.

Veamos, explicaos.

Pues bien. Fui a buscar al propietario de esta huerta, el alquiler con los antiguos inquilinos había concluido, y yo se la alquilé de nuevo. Toda esta alfalfa me pertenece, Valentina. Nada me prohíbe que yo haga construir una cabaña aquí cerca, y viva de aquí en adelante a veinte pasos de vos. ¡Oh!, no puedo contener mi alegría y mi felicidad. ¿Comprendéis, Valentina, que se puedan pagar estas cosas? Es imposible, ¿no es verdad? ¡Pues bien!, toda esta felicidad, toda esta dicha, toda esta alegría, por las que yo hubiera dado diez años de mi vida, me cuestan, ¿no adivináis cuánto…? Así, pues, ya lo veis. De aquí en adelante no hay que temer. Estoy aquí en mi casa, puedo poner una escala apoyada contra mí tapia, y mirar por encima, y sin temor de que venga una patrulla a incomodarme, tengo derecho a deciros que os amo, mientras no se resienta vuestro orgullo de oír salir esa palabra de la boca de un pobre jornalero con una gorra y una blusa.

Valentina dejó escapar un ligero grito de sorpresa, y luego, de repente, dijo con tristeza, y como si una nube hubiese velado el rayo de sol que iluminaba su corazón:

¡Ay!, Maximiliano, ahora seremos demasiado libres. Nuestra felicidad nos hará tentar a Dios. Abusaremos de nuestra seguridad, y nuestra seguridad nos perderá.

¿Podéis decirme eso, amiga mía, a mí, que desde que os conozco os doy pruebas de que he subordinado mis pensamientos y mi vida a vuestra vida y vuestros pensamientos? ¿Quién os ha dado confianza en mí? Mi honor, ¿no es así? Cuando me dijisteis que un vago instinto os aseguraba que corríais algún peligro, todo mi anhelo fue serviros, sin pedir otro galardón más que la felicidad de serviros. ¿Desde este tiempo os he dado ocasión con una palabra, con una seña, de arrepentiros por haberme preferido a los que hubieran sido felices en morir por vos? Me dijisteis, pobre niña, que estabais prometida al señor Franz d'Epinay, que vuestro padre había decidido esta alianza, es decir, que era segura, porque todo lo que quiere el señor de Villefort se realiza de un modo infalible. Pues bien, he permanecido en la sombra, esperando, no de mi voluntad ni de la vuestra, sino de los sucesos de la providencia de Dios, y sin embargo, me amabais. Tuvisteis piedad de mí, Valentina, y vos misma me lo habéis dicho. Gracias por esa dulce palabra, que no os pido sino que me la repitáis de vez en cuando, y que hará que me olvide de todo lo demás.

Y eso es lo que os ha animado, Maximiliano, y eso mismo me proporciona una vida dulce y desgraciada hasta tal punto que me pregunto a veces qué es lo que vale más para mí, sí el pesar que me causaba antes el rigor de mi madrastra y su ciega preferencia a su hijo, o la felicidad llena de peligros que experimento al veros.

¡De peligros! exclamó Maximiliano, ¿sois capaz de decir una palabra tan dura y tan injusta? ¿Habéis visto nunca un esclavo más sumiso que yo? Me habéis permitido algunas veces la palabra, Valentina, pero me habéis prohibido seguiros. He obedecido. Desde que encontré un medio para penetrar en esta huerta, para hablaros a través de esta puerta, de estar, en fin, tan cerca de vos sin veros, ¿os he pedido alguna vez que me deis vuestra mano a través de esta valla? ¿He intentado siquiera saltar esta tapia, ridículo obstáculo para mi juventud y mi fuerza? Nunca me he quejado de vuestro rigor, nunca os he manifestado en voz alta un deseo. He sido fiel a mi palabra, como un caballero de los tiempos pasados. Confesad eso al menos para que no os crea injusta.

Tenéis razón dijo Valentina pasando por entre dos tablas el extremo de los lindos dedos, sobre los cuales aplicó los labios Maximiliano. Es verdad que sois un amigo honrado. Pero, en fin, vos no habéis obrado sino por vuestro propio interés, mi querido Maximiliano. Bien sabíais que el día en que el esclavo fuese exigente lo perdería todo. Me prometisteis la amistad de un hermano, a mí, a quien mi padre olvida, a quien mi madrastra persigue, y que no tengo por consuelo más que un anciano, inmóvil, mudo, helado, cuya mano no puede estrechar la mía, cuya mirada sola puede hablarme, y cuyo corazón late sin duda por mí con un resto de calor. Amarga ironía de la suerte que me hace enemiga o víctima de todos los que son más fuertes que yo, y que me da un cadáver por único sostén y amigo. ¡Oh! ¡Maximiliano, Maximiliano, soy muy desgraciada, y hacéis bien en amarme por mí y no por vos!

Valentina dijo el joven profundamente conmovido, no diré que sois el único objeto de mi cariño en el mundo, porque también amo a mi hermana y a mi cuñado, pero es con un amor dulce y tranquilo, que nada se parece al sentimiento que me inspiráis. Cuando pienso en vos, hierve mi sangre, mi pecho se levanta y no puedo reprimir los latidos de mi corazón. Pero esta fuerza, este ardor, este poder sobrehumano los emplearé únicamente en amaros hasta el día en que me digáis que los emplee en servicio vuestro. Dicen que el señor Franz d'Epinay estará ausente un año todavía, y en un año, ¡cuántas vicisitudes podrán secundar nuestros proyectos! ¡Sigamos, pues, esperando, nada más grato ni más dulce que la esperanza! Pero, entretanto, vos, Valentina, vos que me echáis en cara mi egoísmo, ¿qué habéis sido para mí? La bella y fría estatua de la Venus púdica. En pago de mi cariño, de mi obediencia, de mi moderación, ¿qué me habéis concedido?, casi nada. Me habláis del señor d'Epinay, vuestro futuro esposo, y suspiráis con la idea de ser suya algún día. Veamos, Valentina, ¿es eso todo lo que siente vuestra alma? ¿Es posible que cuando yo os dedico mi vida entera, mi alma, el latido más imperceptible de mi corazón, cuando soy todo vuestro, cuando siento que me moriría si os perdiera, vos permanezcáis tranquila y no os asuste la sola idea de pertenecer a otro? ¡Oh! Valentina, Valentina, si yo estuviera en vuestro lugar, si yo supiera que era amado con la seguridad que vos tenéis de que os amo, ya hubiera pasado cien veces mi mano por entre esas rendijas y hubiera estrechado la mano del pobre Maximiliano, diciéndole: «Sí, vuestra, sólo vuestra, Maximiliano, en este mundo y en el otro.»

Valentina no respondió, pero el joven la oyó suspirar y llorar.

La reacción de Maximiliano fue instantánea.

¡Valentina! exclamó. ¡Valentina!, olvidad mis palabras si en ellas ha habido algo que pueda ofenderos.

No contestó ella, tenéis razón, pero ¿no os dais cuenta de que soy una infeliz criatura, abandonada en una casa extraña, porque mi padre es casi un extraño para mí, criatura cuya voluntad ha ido quebrantando día por día, hora por hora, minuto por minuto, en el espacio de diez años, la voluntad de hierro de otros superiores a quienes estoy sujeta? Nadie ve lo que yo sufro, y a nadie, sino a vos lo he confiado. En apariencia y a los ojos de todo el mundo, nada se opone a mis deseos, todos son afectuosos para mí. En realidad, todo me es hostil. El mundo dice: «El señor de Villefort es demasiado grave y severo para ser muy cariñoso con su hija. Pero ésta a lo menos ha tenido la felicidad de volver a encontrar en la señora Villefort una segunda madre.» ¡Pues bien!, el mundo se equivoca, mi padre me abandona con indiferencia, y mi madrastra me odia con un encarnizamiento tanto más terrible cuanto más lo disimula con su eterna sonrisa.

¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pudiera odiaros?

Por desgracia, amigo mío dijo Valentina, me veo obligada a confesar que ese odio contra mí proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su hijo, a mi hermano Eduardo.

¿Y qué?

Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo, pero, amigo mío, creo que éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes por su parte, y yo soy ya rica por los bienes de mi madre, los cuales se acrecentarán con los de los señores de SaintMerán, que heredaré algún día, creo, ¡Dios me perdone por pensar así, que está envidiosa. Y Dios sabe si yo le daría con gusto la mitad de esta fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría ni un instante.

¡Pobre Valentina!

Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me parece que estos lazos me sostienen y tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no es un hombre cuyas órdenes pueda yo desobedecer impunemente. Es muy poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os lo juro, no me decido a luchar porque temo que, tanto vos como yo, sucumbiríamos en la lucha.

Pero, Valentina repuso Maximiliano, ¿por qué desesperar así y ver siempre el porvenir sombrío?

Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.

Sin embargo, veamos. Si yo no soy para vos un buen partido, desde el punto de vista aristocrático, no obstante tengo una posición honrosa en la sociedad. El tiempo en que había dos Francias ya no existe. Las familias más altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia de la lanza se ha unido con la del cañón. Ahora bien, yo pertenezco a esta última. Yo tengo un hermoso porvenir en el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero independiente; la memoria de mi padre es venerada en nuestro país como la de uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nuestro país, Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.

No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me recuerda a mi buena madre, aquel ángel llorado por todo el mundo, y que después de haber velado sobre su hija, mientras su corta permanencia en la tierra, vela todavía, así lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre madre, Maximiliano, no tendría yo nada que temer, le diría que os amo, y ella nos protegería.

No obstante, Valentina repuso Maximiliano, si viviese, yo no os habría conocido, porque, como habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz me hubiera contemplado con desdén desde lo alto de su grandeza.

¡Ah!, amigo mío exclamó Valentina, ¡ahora sois vos el injusto! Pero decidme…

¿Qué queréis que os diga? repuso Maximiliano, viendo que Valentina vacilaba.

Decidme continuó la joven, ¿ha habido en otros tiempos algún motivo de disgusto entre vuestro padre y el mío en Marsella?

Que yo sepa, ninguno respondió Maximiliano, a no ser que vuestro padre era el más celoso partidario de los Borbones y el mío un hombre adicto al emperador. Esto, según presumo, es la única diferencia que había entre ambos. Pero ¿por qué me hacéis esa pregunta, Valentina?

Voy a decíroslo repuso ésta, porque debéis saberlo todo. El día que publicaron los periódicos vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor, estábamos todos en la casa de mi abuelo, señor Noirtier, donde también se encontraba el señor Danglars, ya sabéis, ese banquero cuyos caballos estuvieron anteayer a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico en voz alta a mi abuelo mientras los demás hablaban del casamiento probable del señor de Morcef con la señorita Danglars. Al llegar al párrafo que trataba de vos, y que ya había yo leído, porque desde la mañana anterior me habíais anunciado esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz…, pero temerosa al mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro nombre, y es seguro que lo hubiera omitido a no ser por el temor de que diesen una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas mis fuerzas y 1eí el párrafo.

¡Querida Valentina!

Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la cabeza. Estaba yo tan convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de hacer el efecto de un rayo, que creí notar un estremecimiento en mi padre, y aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que fue una ilusión de mi parte. «Morrel dijo mi padre, ¡espera un poco! » Frunció las cejas y continuó: « ¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos furiosos bonapartistas que tantos males nos causaron en 1815?

Sí respondió Danglars, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.

Así es, en efecto dijo Maximiliano. ¿Y qué respondió vuestro padre?, decid, Valentina.

¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.

No importa dijo Maximiliano sonriendo, decidlo todo.

Su emperador continuó, frunciendo las cejas, sabía darles el lugar que merecían a todos esos fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único nombre que merecían. Veo con placer que el nuevo gobierno vuelve a poner en vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la conquista de Argel, le felicitaría doblemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.

En efecto, es una política un tanto brutal dijo Maximiliano, pero no sintáis, querida mía, lo que ha dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin cesar: « ¿Por qué el emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y abogados y los lleva a primera línea de fuego?» Ya veis, amiga mía, ambas opiniones se equilibran por lo pintoresco de la expresión y la dulzura del pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la salida del procurador del rey?

¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a mí me parece feroz. Pocos momentos después, se levantaron ambos y se marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo estaba muy conmovido. Preciso es deciros, Maximiliano, que yo sola soy la que adivina las agitaciones de ese pobre paralítico, y creí entonces que la conversación promovida delante de él, porque nadie hace caso del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente, en atención a que se había hablado mal de su emperador, ya que, según parece, ha sido un fanático de su causa.

En efecto dijo Maximiliano, es uno de los nombres conocidos del Imperio, ha sido senador, y como sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo complicado en todas las conspiraciones bonapartistas que se hicieron en tiempo de la Restauración.

Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan muy extrañas. El abuelo bonapartista, el hijo realista…, en fin, ¿qué queréis…? Entonces me volví hacia él, y me indicó el periódico con la mirada.

¿Qué os ocurre, querido papá? le dije, ¿estáis contento?

Hízome una señal afirmativa con la cabeza.

¿De lo que acaba de decir mi papá? le pregunté.

Díjome por señas que no.

¿De lo que ha dicho el señor Danglars?

Otra seña negativa.

¿Será tal vez porque al señor Morrel no me atreví a decir Maximiliano lo han nombrado oficial de la Legión de Honor?

Entonces me hizo seña de que así era, en efecto.

¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado oficial de la Legión de Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su parte, puesto que dicen que vuelve algunas veces a la infancia, y es por una de las cosas que le quiero mucho.

Es muy particular dijo Maximiliano, reflexionando, odiarme vuestro padre, al contrario que vuestro abuelo… ¡Qué cosas tan raras producen esos afectos y esos odios de partidos!

¡Silencio! exclamó de repente Valentina. ¡Escondeos, huid, viene gente!

Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.

Señorita, señorita gritó una voz detrás de los árboles, la señora os busca por todas partes. ¡Hay una visita en la sala!

¡Una visita! exclamó Valentina agitada, ¿y quién ha venido a visitarnos?

Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo .

Ya voy dijo en voz alta Valentina.

Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de Valentina servía de despedida al fin de cada entrevista.

¡Qué es esto! dijo Maximiliano apoyándose en actitud de meditación sobre la azada, ¿cómo conoce el conde de Montecristo al señor de Villefort?

En efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del señor de Villefort, con el objeto de devolver al procurador del rey la visita que éste le había hecho, y como es de suponer, toda la casa se puso en movimiento al escuchar su nombre.

La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anunciaron al conde, hizo venir al instante a su hijo, para que el niño reiterase sus gracias al conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar

del gran personaje durante dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la cual pudiera acompañar uno de los gestos que hacía decir a su madre: « ¡Oh! ¡Qué muchacho tan malo; pero bien merece que le perdonen, porque tiene tanto talento… ! »

Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el señor de Villefort.

Mi esposo come hoy en casa del señor canciller respondió la joven, acaba de salir en este momento y estoy segura de que sentirá infinito no haber tenido el honor de veros.

Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo devoraban con los ojos, se retiraron después del tiempo razonable exigido a la vez por la cortesía y la curiosidad.

A propósito, ¿qué hace lo hermana Valentina? dijo la señora de Villefort a Eduardo; que la avisen de que quiero tener el honor de presentarla al señor conde.

¿Tenéis una hija, señora? inquirió el conde, será todavía una niña.

Es la hija del señor de Villefort replicó la señora, hija del primer matrimonio, esbelta y hermosa figura.

Pero melancólica interrumpió el joven Eduardo arrancando, para adornar su sombrero, las plumas de la cola de un precioso guacamayo, que gritó de dolor en el travesaño dorado de su jaula.

La señora de Villefort se contentó con decir:

Silencio, Eduardo.

Luego añadió:

Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir muchas veces con amargura, porque la señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos por distraerla, tiene un carácter triste y un humor taciturno que perjudica muchas veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la causa de ello.

Es que la buscan donde no está.

¿Dónde la buscan?

En el cuarto del abuelo Noirtier.

¿Y tú opinas que no está allí?

No, no, no, no, no está allí respondió Eduardo tarareando.

¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.

Está debajo del castaño grande continuó el travieso niño presentando, a pesar de los gritos de su madre, una porción de moscas vivas al guacamayo, que parecía muy ansioso de esta clase de caza.

La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la campanilla para indicar a su doncella el sitio donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se presentó.

La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera podido descubrir en sus ojos las huellas de sus lágrimas.

Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado a nuestros lectores sin darla a conocer, era una alta y esbelta joven de diecinueve años, con pelo castaño claro, ojos de un azul inteso, continente lánguido, y en el cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su madre. Sus manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color imperceptible, le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a quienes se ha comparado bastante poéticamente, en sus movimientos, con los cisnes.

Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había oído hablar, saludó sin ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con una gracia tal, que redobló la atención del conde.

Este se levantó.

La señorita de Villefort, mi hijastra dijo la señora de Villefort a Montecristo, que se inclinó hacia adelante, presentando la mano a Valentina.

Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la Cochinchina dijo el pilluelo, dirigiendo a su hermana una mirada socarrona.

Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse contra aquella plaga doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el conde se sonrió y miró al muchacho con complacencia, lo cual elevó a su madre al colmo del entusiasmo.

Pero, señora dijo el conde reanudando la conversación y mirando alternativamente a la madre y a la hija, yo he tenido el honor de veros en alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello, y cuando se presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un porvenir confuso, dispensadme por la expresión.

No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficionada a la sociedad, y nosotros salimos muy rara vez dijo la joven esposa.

Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos, señora, y también a este gracioso picaruelo. La sociedad parisiense, por otra parte, me es absolutamente desconocida, porque creo haber tenido el honor de deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que recuerde…, esperad… Y el conde llevó su mano a la frente como para coordinar las ideas.

No, es en otra parte…, es en… yo no sé.. pero me parece que este recuerdo es inseparable de un sol brillante y de una especie de solemnidad religiosa… La señorita tenía flores en la mano, el niño corría detrás de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, estabais debajo de un emparrado… Ayudadme, señora, ¿no os recuerda nada todo lo que os digo?

De veras que no respondió la señora de Villefort, y sin embargo, me parece que si os hubiese visto en alguna parte, vuestro recuerdo estaría presente en mi memoria.

El señor conde nos habrá visto quizás en Italia dijo tímidamente Valentina.

En efecto, en Italia…, es muy posible dijo Montecristo. ¿Habéis viajado por Italia, señorita?

La señora y yo estuvimos allí hace dos meses. Los médicos temían que enfermase del pecho, y me recomendaron los aires de Nápoles. Pasamos por Bolonia, Perusa y Roma.

¡Ah!, es verdad, señorita exclamó Montecristo, como si aquella simple indicación hubiese bastado para fijar todos sus recuerdos. Fue en Perusa, el día del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo donde la casualidad nos reunió a vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el honor de veros.

Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fiesta de que habláis dijo la señora de Villefort, pero por más que me esfuerzo, me avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber tenido el honor de veros.

Es muy extraño, ni yo tampoco dijo Valentina levantando sus hermosos ojos y mirando a Montecristo.

Eduardo dijo:

Yo sí me acuerdo.

Voy a ayudaros dijo el conde. El día había sido muy caluroso, os hallabais esperando y los caballos no venían a causa de la solemnidad. La señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño desapareció corriendo detrás del pájaro.

Y le cogí, mamá, ¿no lo acuerdas? dijo Eduardo, ¡vaya!, como que le arranqué tres plumas de la cola.

Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras estabais sentada en un banco de piedra y mientras que, como os digo, la señorita de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber hablado mucho tiempo con alguien?

Desde luego dijo la señora de Villefort poniéndose colorada,

con un hombre envuelto en una gran capa…, con un médico, según creo.

Justamente, señora, aquel hombre era yo. En los quince días que hacía que me alojaba en la fonda, curé a mi ayuda de cámara de calentura y al fondista de ictericia, de suerte que me tenían en el concepto de un médico famoso. Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de costumbres, de modas, de aquella famosa agua tofana, cuyo secreto, según creo, os habían dicho varias personas que se conservaba todavía en Perusa.

¡Ah, es verdad! dijo vivamente la señora de Villefort con cierta inquietud, ahora recuerdo.

Yo no sé ya lo que vos me dijisteis detalladamente, señora replicó el conde con una tranquilidad perfecta, pero participando del error general, me consultasteis sobre la salud de la señorita de Villefort.

Como vos erais médico dijo la señora de Villefort puesto que habíais curado varios enfermos…

Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que justamente porque no lo era, no he curado a mis enfermos, sino que mis enfermos se han curado. Yo me contentaré con deciros que he estudiado bastante a fondo la química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado…, ya comprenderéis.

En este momento dieron las seis.

Son las seis dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación, ¿no vais a ver si come ya vuestro abuelo, Valentina?

La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar una palabra.

¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita de Villefort? dijo el conde, así que Valentina hubo salido.

No lo creáis repuso vivamente la joven, pero ésta es la hora en que hacemos que den al señor Noirtier la comida que sostiene su triste existencia. Ya sabéis, caballero, en qué lamentable estado se encuentra mi suegro.

Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una parálisis, según creo.

¡Ay!, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa máquina humana, pálida y temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse. Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios domésticos, os he interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.

No he dicho yo eso, señora respondió Montecristo sonriéndose. He estudiado la química, porque, decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el ejemplo del rey Mitrídates.

Mithridates, rex Ponticus dijo el niño, cortando de un magnífico álbum unos dibujos de paisaje que iba doblando y guardando en el bolsillo.

¡Eduardo, no seas malo! exclamó la señora de Villefort arrebatando el mutilado libro de las manos de su hijo. Eres insoportable, nos aturdes, déjanos, ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.

¡El álbum…! dijo Eduardo.

¿Qué quieres decir, el álbum?

Sí, sí, quiero el álbum…

¿Por qué has cortado los dibujos?

Porque me da la gana.

Vete, ¡vete!

No, no, no me iré hasta que me des el álbum dijo el niño acomodándose en un sillón, fiel siempre a su costumbre de no ceder nunca.

Toma, y déjanos en paz dijo la señora de Villefort; y dio el álbum a Eduardo, que salió acompañado de su madre.

El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.

Veamos si cierra la puerta murmuró.

Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a entrar. El conde no pareció darse cuenta de ello.

Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.

Permitidme que os haga observar, señora dijo el conde con aquella bondad que ya nos es conocida, que sois muy severa con ese niño encantador.

Es necesario, caballero replicó la señora de Villefort, con un verdadero aplomo de madre.

Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que prueba que su preceptor no ha perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está muy adelantado para su edad.

¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más defectos que ser muy voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos, por ejemplo, señor conde, que Mitrídates emplease aquellas precauciones y que pudieran ser eficaces?

Con tanta más razón, señora, cuanto que yo las he empleado para no ser envenenado en Palermo, Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a no ser por esa precaución, hubiera perecido.

¿Y os salió bien?

Completamente.

Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa parecida.

¡De veras! exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida, pues yo no lo recuerdo.

Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre los hombres del Norte que sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los temperamentos fríos y linfáticos de los septentrionales no presentan la misma disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.

Es cierto dijo Montecristo, yo he visto a rusos devorar sustancias vegetales que hubiesen matado infaliblemente a un napolitano o a un árabe.

¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nosotros que en los orientales y en medio de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se acostumbraría más fácilmente que bajo un clima caliente a esa absorción progresiva del veneno?

Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a que se haya acostumbrado.

Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien, cómo os habéis acostumbrado?

Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué veneno deben usar contra vos…, suponed que este veneno sea…, la brucina, por ejemplo…

Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo dijo la señora de Villefort.

Exacto, señora respondió Montecristo, pero veo que me queda muy poco que enseñaros; recibid mi enhorabuena, semejantes conocimientos son muy raros en las mujeres.

¡Oh!, lo confieso dijo la señora de Villefort, soy muy aficionada a las ciencias ocultas, que hablan a la imaginación como una poesía y se resuelven en cifras como una ecuación algebraica; pero continuad, os suplico, lo que me decís me interesa sobremanera.

¡Pues bien! repuso Montecristo, suponed que este veneno sea la brucina, por ejemplo, y que tomáis un miligramo el primer día. Dos miligramos el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un centigramo. Al cabo de veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es decir, una dosis que toleraréis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para otra persona que no hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al cabo de un mes, bebiendo agua en la misma jarra, mataréis a la persona que haya bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un poco de malestar, producido por una sustancia venenosa mezclada en aquella agua.

¿No conocéis otro contraveneno?

No conozco ningún otro.

Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates dijo la señora de Villefort pensativa, y la había tomado por una fábula.

No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me decís, señora, lo que me preguntáis, no es el resultado de una pregunta caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho preguntas idénticas y me habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.

Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la botánica y la mineralogía, y cuando he sabido más tarde que el use de los simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de las gentes de Oriente, como las flores explican todo su pensamiento amoroso, sentí no ser hombre para llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.

Tanto más, señora respondió Montecristo cuanto que los orientales no se limitan como Mitrídates, a hacer de los venenos una coraza. Hacen también de él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una arma defensiva, sino a veces ofensiva. La una les sirve contra sus sufrimientos, la otra contra sus enemigos. Con el opio, la belladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les ha negado en realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el laurel, adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres, egipcia, turca o griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asuntos de química con que dejar estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un confesor.

¿De veras? exclamó la señora de Villefort, cuyos ojos brillaban durante este coloquio con el conde.

¡Oh!, sí, señora continuó Montecristo. Los dramas secretos de Oriente se desenvuelven de este modo, desde la planta que hace morir, desde el brebaje que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el infierno. Tienen tantas rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y moral, y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el remedio y el mal a sus necesidades de amor o a sus deseos de venganza.

Pero, caballero repuso la joven, esas sociedades orientales, en medio de las cuales habéis pasado una parte de vuestra vida, son fantásticas como los cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede suprimir a un hombre impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland? Los sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituyen lo que se llama en Francia el gobierno, son otros HarumalRatschild y Giaffar, que no sólo perdonan al envenenador, sino que lo hacen primer ministro, si el crimen ha sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de oro para divertirse en sus horas de tedio.

No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay también personas disfrazadas bajo otro nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía, jueces de instrucción y procuradores del rey. Allí se ahorca, se decapita, y se empala a los criminales. Aquí un necio poseído del demonio del odio, que tiene un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y bajo otro nombre que el suyo propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le impiden dormirse, cinco o seis dracmas de arsénico. Si es hombre diestro, va a cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan pronto como tiene en sus manos el específico, administra a su enemigo, o a su pariente, una dosis que haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a la víctima, y todo el barrio se alarma. Entonces viene una nube de agentes de policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y extrae del estómago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan el hecho con el nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los drogueros prestan su declaración y afirman: «Yo fui quien vendí a este caballero el arsénico», y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que reconocer a veinte por habérselo vendido. Entonces el criminal es preso, interrogado, confundido, condenado y guillotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es como vuestros septentrionales entienden la química, señora. No obstante, Desrues sabía más que todo esto, debo confesarlo.

¿Qué queréis, caballero? dijo riendo la joven, cada cual hace lo que puede. No todos poseen el secreto de los Médicis o de los Borgias.

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