Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 12)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
No, excelencia. Yo me entiendo con el repartidor y me trae esos anuncios, como también me trae los anuncios de espectáculos de otros géneros, a fin de que si alguno de los viajeros que tengo la honra de albergar en mi casa desea asistir a la ejecución, lo sepa por anticipado.
¡Ah!, ya comprendo, maese Pastrini exclamó Franz, ¡sois hombre en extremo solícito y delicado, que se desvive por complacer a sus huéspedes!
¡Oh! dijo maese Pastrini sonriendo, puedo vanagloriarme de hacer cuanto está en mi mano para satisfacer los deseos de los nobles extranjeros que me honran con su confianza.
Eso es lo que veo, querido huésped, y lo repetiré a quien quiera oírlo, no lo dudéis. Mientras tanto, desearía leer una de esas tavolette.
Nada más fácil dijo el huésped abriendo la puerta, he dado órdenes de poner una en el corredor.
Salió, descolgó la tavoletta, y la presentó a Franz. He aquí la traducción literal del cartel patibulario:
«Se hace saber a todos los que la presente vieren y entendieren, que el martes, 22 de f ebrero, primer día de Carnaval, y en virtud de sentencia dada por el tribunal de la Rota, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Róndolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de D. César Torloni, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable Luigi Vampa y los demás de su banda. EL primero será mazzolato, y el segundo decapitado. Se ruega a las almas caritativas que pidan al Ser Supremo un sincero arrepentimiento para estos dos infelices reos.»
Esto mismo era lo que Franz había oído la antevíspera en las ruinas del Coliseo, y nada habían cambiado en el programa; los nombres de los condenados, la causa de su suplicio y el género de su ejecución eran exactamente los mismos. Por consiguiente, según toda probabilidad, el transtiberino no era otro que el bandido Luigi Vampa, y el hombre de la caps, Simbad el Marino, que en Roma como en PortoVecchio y en Túnez continuaba con sus filantrópicas expediciones.
Entretanto, el tiempo corría; eran las nueve y Franz iba a despertar a Alberto, cuando con gran asombro de su padre, le vio salir de su cuarto vestido ya de pies a cabeza. El carnaval le había hecho despertar más de mañana de lo que su amigo esperaba.
¡Vamos! dijo Franz a su huésped, ahora que ya estamos listos, ¿creéis, señor Pastrini, que podremos presentarnos en la habitación del señor conde de Montecristo?
¡Oh!, seguramente respondió El conde de Montecristo acostumbra a madrugar, y estoy convencido de que hace dos horas que se ha levantado.
¿Y creéis que no será indiscreción el irle a ver ahora mismo?
En modo alguno.
En tal caso, Alberto, si estáis dispuesto…
Sí, amigo mío, sí; estoy dispuesto a todo dijo Alberto.
Vamos a dar gracias a nuestro vecino por su atención.
Vamos enhorabuena.
Franz y Alberto no tenían que atravesar más que el pasillo. El posadero se adelantó y llamó; un criado salió a abrir.
I signori francesi dijo Pastrini.
El criado se inclinó y les hizo señas de que entrasen.
Atravesaron dos piezas amuebladas con un lujo que no creían encontrar en la fonda de maese Pastrini y finalmente llegaron a un salón sumamente elegante. Cubría el pavimento una alfombra de Turquía, y magníficas sillas de blandos almohadones y de anchos espaldares enervados hacia atrás, brindaban con un descanso tan cómodo como agradable; riquísimos cuadros pintados al óleo, retratos de diferentes personajes, trofeos de magníficas arenas, colgaban de las paredes y anchas cortinas de hermosa tapicería flotaban delante de cada puerta.
Si sus excelencias gustan sentarse dijo el criado, pueden hacerlo mientras entro aviso al señor conde.
Y salió por una de las puertas.
Al abrirse esta puerta, el sonido de una guzla llegó a los oídos de los dos amigos, pero al punto se apagó. La puerta, cerrada casi al mismo tiempo que abierta, no había podido, por decirlo así, dejar penetrar en el salón más que un soplo de armonía. Franz y Alberto cambiaron una mirada y volvieron los ojos hacia los muebles, los cuadros y las arenas. Todo esto les pareció ahora más magnífico que al primer golpe de vista.
¿Qué os parece? preguntó Franz a su amigo.
A fe mía, querido dijo, que es preciso que nuestro vecino sea algún agente de cambio que ha jugado a la baja sobre los fondos españoles, o algún príncipe que viaja de incógnito.
¡Silencio! le dijo Franz, eso es lo que vamos a saber, puesto que ahí viene.
En efecto, el ruido de una puerta que giraba sobre sus goznes acababa de llegar a los oídos de los amigos, y casi al mismo tiempo, levantándose el cortinaje, dio paso al dueño de todas aquellas riquezas. Alberto se levantó y le salió al encuentro, pero Franz, al verle, se quedó clavado en su sitio.
E1 que acababa de entrar no era otro que el hombre de la capa del Coliseo, el desconocido del palco, el misterioso huésped de la isla de Montecristo.
Capítulo trece
La mazzolata
Señores dijo al entrar el conde de Montecristo, recibid mis excusas por haber dado lugar a que os adelantaseis, pero al presentarme antes en vuestro gabinete hubiera temido ser indiscreto. Por. otra parte, me habéis dicho que vendríais y os he estado esperando.
Venimos a daros un millón de gracias, Franz y yo, señor conde dijo Alberto, puesto que verdaderamente nos sacáis de un gran apuro, tanto, que ya estábamos a punto de inventar la estratagema más fantástica en el momento en que nos participaron vuestra atenta invitación.
¡Eh! ¡Dios mío!, señores dijo el conde haciendo seña a los jóvenes de que se comodasen en un diván. Ese imbécil de Pastrini tiene la culpa de que os haya dejado tanto tiempo en esa angustia. No me había dicho una palabra de vuestro apuro, a mí que, solo y aislado como estoy aquí, no buscaba más que una ocasión de conocer a mis vecinos. Así, pues, desde el momento en que supe que podía seros útil en algo, ya habéis visto con qué prisa he aprovechado la ocasión de ofreceros mis servicios. Pero tomad asiento, señores, perdonad mi distracción.
Y el conde señaló a los dos jóvenes un precioso confidente que había junto a ellos. Ambos amigos se inclinaron. Franz no había encontrado una sola palabra que decir, aún no había tomado ninguna resolución, y como nada indicaba en el conde su voluntad de reconocerle o su deseo de ser conocido por él, no sabía si hacer, por una palabra cualquiera, alusión a lo pasado, o dejar que el porvenir les diese nuevas pruebas. Por otra parte, aun cuando estaba seguro de que la víspera era él quien estaba en el palco, no podía, sin embargo, responder tan positivamente de que fuese él quien estaba la antevíspera en el Coliseo. Resolvió, pues, dejar que las cosas siguieran su curso sin hacer ninguna pregunta directa. Además, estaba en condiciones de superioridad sobre él, era dueño de su secreto, mientras que el conde no podía tener ninguna acción sobre Franz, que nada tenía que ocultar. Esto no obstante, resolvió hacer girar la conversación sobre un punto que podía aclarar un poco sus dudas.
Señor conde le dijo, ya que nos habéis ofrecido dos asientos en vuestro carruaje y dos sitios en vuestras ventanas del palacio Rospoli, ¿podríais indicarnos ahora de qué medios nos valdríamos para procurarnos un posto cualquiera, como se dice en Italia, en la Plaza del Popolo?
¡Ah!, sí, es verdad dijo el conde con aire distraído y mirando fijamente a Morcef. ¿No hay en la Plaza del Popolo una… una ejecución?
Sí respondió Franz, viendo que por sí mismo iba donde él quería conducirle.
Esperad, esperad; creo haber dicho ayer a mi mayordomo que se ocupase de eso. Quizá pueda prestaros aún otro pequeño servicio.
Y tendió la mano hacia un cordón de campanilla.
Al punto vio entrar Franz a un individuo de cuarenta y cinco a cincuenta años, que se parecía, como una gota de agua se parece a otra, al contrabandista que le había introducido en la gruta, pero que no pareció reconocerle. Sin duda estaba prevenido.
Señor Bertuccio dijo el conde, ¿os habéis ocupado, como os dije ayer, de procurarme una ventana en la plaza del Popolo?
Sí, excelencia dijo el mayordomo, pero ya era tarde.
¡Cómo! dijo el conde frunciendo el entrecejo, ¿no os dije resueltamente que quería tener una a mi disposición?
Y vuestra excelencia tiene una, la que estaba alquilada al príncipe Labanieff, pero me he visto obligado a pagarle en ciento. ..
Basta, basta; dejémonos de cuentas, señor Bertuccio; tenemos una ventana, esto es lo principal. Dad las señas de la casa al cochero, y estad en la escalera para conducirnos. Esto basta, podéis retiraros.
El mayordomo saludó a hizo ademán de retirarse.
¡Ah! prosiguió el conde. Tened la bondad de preguntar a Pastrini si ha recibido la tavoletta y si quiere enviarme el programa de la ejecución.
Es inútil dijo Franz sacando su cartera del bolsillo. He tenido en la mano ese programa y lo he copiado. Aquí lo tenéis.
Muy bien. Entonces, señor Bertuccio, podéis retiraros, ya no os necesito. Decid que nos avisen cuando esté preparado el almuerzo. Estos señores continuó, volviéndose hacia los dos amigos me harán el honor de almorzar conmigo, ¿no es cierto?
Señor conde dijo Alberto, eso sería abusar.
Al contrario, me daréis en ello una particular satisfacción, a más de que todo esto, uno a otro de vosotros, o tal vez los dos me lo pagaréis en igual moneda cuando yo vaya a París. Señor Bertuccio, haréis poner tres cubiertos.
El conde de Montecristo tomó la cartera de las manos de Franz y el señor Bertuccio salió.
De modo que decíamos continuó con el mismo tono que si hubiera leído un anuncio de teatro, que… « hoy, 22 de febrero, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Rondolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de don César Torlini, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable bandido Luigi Vampa y los demás de su banda.» ¡Hum! «El primero será mazzolatto, el segundo decapitato.» En efecto prosiguió el conde, así era como debía suceder al principio, pero tengo entendido que de ayer acá han surgido algunos cambios en el orden y marcha de la ceremonia.
¡Bah! dijo Franz.
Sí, ayer en casa del cardenal Rospigliosi, donde estuve de tertulia, se hablaba de una prórroga concedida a uno de los condenados.
¿Andrés Rondolo? preguntó Franz.
No replicó sencillamente el conde, al otro… y volviendo los ojos hacia la cartera como para acordarse del nombre añadió, a Pepino, llamado Rocca Priori. Esto os priva de asistir a ver gillotinar, pero os queda la mazzolatta, que es un suplicio muy curioso cuando se ve por primera vez, y aun por segunda, mientras que el otro, que debéis ya conocer, es muy sencillo y no ofrece nada de particular. El Mandaia no se engaña, no tiembla, no da golpe en vano, no vuelve a herir treinta veces como el soldado que cortaba la cabeza al conde de Chalais y al cual acaso Richelieu recomendara al paciente. ¡Ah, callad! continuó el conde con tono despectivo. No me habléis de los europeos para los suplicios; no entienden nada de eso y puede decirse que están en la infancia sobre este punto.
En verdad, señor conde respondió Franz, se creería al oíros que habéis hecho un gran estudio comparando los diferentes suplicios de todas las partes del mundo.
Pocos habrá que no haya visto respondió fríamente el conde.
¿Y hallasteis algún placer asistiendo a tan horribles espectáculos?
El primer sentimiento que experimenté fue el de la repugnancia, el segundo la indiferencia y el tercero la curiosidad.
¡La curiosidad! ¿Habéis medido esta palabra? ¿Sabéis que es terrible?
¿Por qué? En la vida sólo hay una preocupación: la de la muerte. Y qué, ¿no os parece curioso estudiar de cuántas maneras puede el alma salir del cuerpo, y cómo, según los caracteres, los temperamentos y aun las costumbres del país, sufren los individuos ese supremo traspaso del ser a la nada? En cuanto a mí, os respondo una cosa: que mientras más he visto morir, más fácil me parece. La muerte será tal vez un suplicio, pero no una expiación.
No os comprendo bien dijo Franz; explicaos, pues no sabéis hasta qué punto me interesa lo que decís.
Oíd dijo el conde, y su rostro adquirió una expresión de odio Si un hombre hubiese hecho perecer por medio de un tormento atroz, un tormento terrible, un tormento sin fin, a vuestro padre, a vuestra madre, a vuestra amada, a uno de esos seres, en fin que, cuando se les separa del corazón dejan en él un vacío eterno y una llaga incurable, ¿creeríais suficiente la reparación que os concede la sociedad porque el hierro de la guillotina ha pasado entre la base del occipital y los músculos trapecios del cuello, y porque aquel que os ha hecho sentir años de sufrimientos morales ha experimentado algunos segundos de dolores físicos…?
Sí, ya lo sé replicó Franz, la justicia humana es tan insuficiente como consoladora. Puede derramar la sangre a cambio de la sangre. Preciso es preguntarle lo que puede y nada más.
Y aún os expongo un caso material replicó el conde, aquel en que la sociedad, atacada por la muerte de un individuo en la base sobre la cual se asienta, venga la muerte con la muerte. Decidme, sin embargo, ¿no hay millares de dolores con los que pueden ser desgarradas las entrañas de un hombre, sin que la sociedad se ocupe de ello, sin que le ofrezca el medio insuficiente de venganza de que hablamos hace poco? ¿No hay crímenes para los cuales el palo de los turcos, las gamellas de los persas, los nervios retorcidos de los iroqueses, serían suplicios demasiado dulces, y que, con todo, la sociedad indiferente deja sin castigo…? Responded, ¿no hay tales crímenes?
Sí respondió Franz, y para castigarlos está tolerado el duelo. ¡El duelo! ¡El duelo! exclamó el conde. ¡Buen modo, a fe mía de conseguir la venganza! Un hombre os ha robado a la mujer que amabais; un hombre ha deshonrado a vuestra hija; de una existencia entera, que teníais derecho a esperar de Dios la parte de felicidad que ha prometido a todo ser humano al crearlo, ha hecho una vida de dolor, de miseria o de infamia, y os creéis vengado, porque a ese hombre, que ha hecho nacer el delirio en vuestra mente y la desesperación en vuestra alma, os creéis vengado, digo, porque le habéis dado una estocada en el pecho o porque de un pistoletazo le habéis hecho saltar la tapa de los sesos. ¡Oh!, y eso sin contar que es él quien con frecuencia sale victorioso de la mancha a los ojos del mundo, y en cierto modo absuelto por Dios. No, no continuó el conde, si alguna vez tuviera que vengarme, no me vengaría así.
¿Conque desaprobáis el duelo? ¿Conque no os batiríais en duelo? preguntó a su vez Alberto, sorprendido ante tan extraña teoría.
Desde luego dijo el conde. Entendámonos. Me batiría por una fruslería, por un insulto, por una palabra, por una bofetada, y eso con tanto más desprecio cuanto que, gracias a la habilidad que he adquirido en todos los ejercicios de armas y en la costumbre que tengo del peligro, estaría casi seguro de matar a mi contrario. ¡Oh!, sí, por todo esto me batiría en duelo; pero por un dolor lento, profundo, infinito, eterno, devolvería, si era posible, un dolor semejante al que me habrían hecho: ojo por ojo, diente por diente, como dicen los orientales, nuestros maestros en todo, esos elegidos de la creación que han sabido formarse una vida de sueños y un paraíso de realidades.
Pero dijo Franz. al conde, con esa teoría que os constituye juez y verdugo en vuestra propia causa, es difícil que vos mismo escapéis del poder de la ley. El odio y la cólera ofuscan la mente, y el que toma la venganza por su mano se expone a beber un amargo brebaje.
Sí, si se es pobre y torpe; no, si es millonario y hábil. Por otra parte, lo peor sería ese último suplicio de que hablábamos hace poco, el que la filantrópica revolución francesa ha sustituido al descuartizamiento y a la rueda. ¡Y bien! ¿Qué es el suplicio si se está vengado? En realidad casi lamento que ese miserable Pepino no sea decapitado, como ellos dicen; veríais el tiempo que dura y si merece la pena de hablarse de ello. Pero, en verdad, señores, que tenemos una conversación un poco singular para un día de carnaval. ¿Cómo hemos venido a parar a este tema? ¡Ah!, ya recuerdo. Me habíais pedido un sitio
en mi balcón. Pues bien, lo tendréis. Pero primero sentémonos a la mesa, pues justamente nos vienen a anunciar que ya está servido el almuerzo.
En efecto, un criado abrió una de las cuatro puertas del salón y pronunció las palabras sacramentales de:
Al suo commodo!
Los dos jóvenes se levantaron y pasaron al comedor. Durante el almuerzo, que era excelente, y servido con un esmero delicado, Franz buscó con los ojos las miradas de Alberto, a fin de leer en ellas la impresión que no dudaba habrían producido en él las palabras de su huésped, pero ya sea que en medio de su desdén habitual no les hubiese prestado grande atención, ya sea que lo que el conde de MonteCristo le había dicho con relación al duelo le hubiese agradado, sea, en fin, que los antecedentes que hemos referido, conocidos sólo de Franz, hubiesen aumentado para él el efecto de la teorías del conde, no se dio cuenta de que su compañero estuviese tan preocupado. Hacía los honores a la comida como hombre condenado desde cuatro a cinco años a la cocina italiana, es decir, a una de las peores del mundo. Respecto al conde, poseído de una viva preocupación que parecía inspirarle la persona de Alberto, apenas probó un bocado de cada plato; hubiérase dicho que al sentarse a la mesa con sus convidados cumplía un sencillo deber de política, y que esperaba su partida para hacerse servir algún plato extraño o particular. Esto le recordaba a Franz el terror que el conde había inspirado a la condesa G…, y la convicción en que le había dejado de que el conde, el hombre que él le mostrara en el palco de enfrente, era un vampiro.
Terminado el almuerzo, Franz sacó su reloj.
¡Y bien! le dijo el conde, ¿qué hacéis?
Dispensadnos, señor conde respondió Franz, pero tenemos mil cosas que hacer.
¿De qué se trata?
Nos hallamos sin disfraces, y hoy éstos son de rigor.
No os preocupéis. Tenemos, según creo, en la plaza del Popolo, un cuarto particular; haré llevar a él los trajes que me indiquéis, y nos disfrazaremos en seguida.
¿Después de la ejecución? exclamó Franz.
Sin duda; después, durante o antes, como gustéis.
¿Enfrente del patíbulo?
¿Y por qué no? El patíbulo forma parte de la fiesta.
Pues bien, señor conde; he reflexionado dijo Franz, mucho os agradezco vuestros ofrecimientos, pero me contentaré con aceptar un asiento en vuestro carruaje y un sitio en el palacio Rospoli, dejándoos en libertad de disponer del lugar del balcón de la piazza del Popolo.
Pues os advierto que perdéis un espectáculo curioso respondió el conde.
Ya me lo contaréis replicó Franz, y en vuestra boca me impresionará tanto como si lo viese. Por otra parte, más de una vez quise asistir a una ejecución, y nunca me he podido decidir. ¿Y vos, Alberto?
Yo respondió el vizconde, he visto ejecutar a Casteins, pero creo que estaba un poquitín alegre aquel día, pues era el de mi salida del colegio.
Sin embargo repuso el conde, el que no hayáis hecho una cosa en París no es razón para que dejéis de hacerla en el extranjero; cuando se viaja es por instruirse, cuando se cambia de lugares es para ver. Pensad qué papel haríais cuando os preguntasen cómo ejecutan en Roma y que respondieseis: No lo sé. Dicen además que el condenado es un tunante, un pícaro que ha matado a fuerza de golpes con un caballete de chimenea a un buen canónigo que le había educado como si fuese su hijo. Si viajarais por España, iríais a ver las corridas de toros, ¿verdad? ¡Pues bien!, suponed que vamos a ver un combate, acordaos de los antiguos romanos en el circo, de las cazas en que se mataban trescientos leones y un centenar de hombres. Recordad aquellos ochenta mil espectadores que aplaudían, aquellas matronas que conducían allí a sus hijas, y aquellas vestales de blancas manos que hacían con el dedo una encantadora señal que quería decir: «¡Vamos, no haya pereza, acabad con ese hombre que ya está moribundo! »
¿Iréis, Alberto? preguntó Franz.
Desde luego que sí, querido. Vacilaba como vos, pero la elocuencia del conde me decide.
Vamos, puesto que así lo queréis dijo Franz, pero al dirigirme a la plaza del Popolo, deseo pasar por la calle del Corso. ¿Es posible, señor conde?
A pie, sí; en carruaje, no.
Entonces iré a pie.
¿Es indispensable que paséis por la calle del Corso?
Sí, tengo que ver cierta cosa.
¡Pues bien!, pasemos por esa calle; enviaremos el coche a que nos espere en la plaza del Popolo por la entrada del Babuino; y además, ahora que recuerdo, tampoco me vendrá mal pasar por la calle del Corso para ver si han cumplido algunas órdenes que he dado.
Excelencia dijo el criado abriendo la puerta, un hombre vestido de penitente pregunta si puede hablar con vos unos instantes.
-¡Ah!, sí dijo el conde, ya sé lo que es. Señores, si queréis pasar al salón, allí encontraréis excelentes cigarros de la Habana, y os suplico os sirváis disculparme por los breves instantes que tardaré en reunirme con vosotros.
Los dos jóvenes se levantaron y salieron por una puerta, mientras que el conde, después de haberles renovado sus excusas, salió por otra.
Alberto, que desde que estaba en Italia, se veía privado de los cigarros del Café de París, gran sacrificio para él, se aproximó a la mesa y lanzó un grito de alegría al encontrar en ella verdaderos cigarros puros.
Querido le preguntó Franz, ¿qué pensáis del conde de Montecristo?
¿Qué pienso? dijo Alberto visiblemente sorprendido de que su compañero le hiciese tal pregunta. Pienso que es un hombre encantador, que hace los honores de su casa a las mil maravillas, que ha visto mucho, que ha estudiado mucho, reflexionado mucho, que es como Bruto de la escuela estoica, y sobre todo añadió lanzando una bocanada de humo que subió en forma de espiral hacia el techo, que posee excelentes cigarros.
Esta era la opinión que Alberto tenía con respecto al conde, y de consiguiente, como Franz sabía que Alberto pretendía no formar opinión de los hombres y de las cosas sino después de muchas reflexiones, no intentó cambiar en nada la suya.
Pero dijo, ¿habéis notado una cosa singular?
¿Cuál?
La atención con que ponía en vos los ojos.
¿En mí?
Sí, en vos.
Alberto reflexionó un instante.
¡Ah! dijo lanzando un suspiro, nada tiene eso de extraño. Estoy ausente de París hace un año, y el conde, al reparar en mi traje, que no está cortado según la última moda, me habrá supuesto un provinciano; sacadle, pues, de tal error, amigo mío, y decidle, os ruego, en la primera ocasión que se os presente, que no hay nada de esto.
Franz se sonrió. Poco después entró el conde.
Aquí estoy, señores, a vuestra disposición. Las órdenes están dadas para que el carruaje vaya por su lado a la plaza del Popolo; mientras, iremos nosotros, si queréis, por la calle del Corso. Tomad algunos cigarros de éstos, señor Morcef añadió apoyando su acento de una manera extraña sobre este nombre que pronunciaba por vez primera.
Acepto encantado dijo Alberto, porque los cigarros italianos son peores aún que los de la tercena. Cuando vayáis a París os devolveré todo esto.
No lo rehúso, pues tengo intención de ir allí algún día, y puesto que lo permitís, iré a llamar a vuestra puerta. Vamos, señores, vamos, no tenemos tiempo que perder, son las doce y media, partamos.
Los tres bajaron la escalera. E1 cochero recibió entonces las órdenes de su amo y siguió la vía del Babuino mientras que los que iban a pie subían por la plaza de España y por la vía Frattina, que les conducía en derechura entre el palacio Tiano y el palacio Rospoli. Todas las miradas de Franz se dirigieron a los balcones de este último palacio. No había olvidado la señal convenida en el Coliseo entre el hombre de la capa y el transtiberino.
¿Cuáles son vuestros balcones? preguntó al conde, dando a la pregunta el tono más natural que pudo.
Los últimos respondió éste sencillamente, pues no podía adivinar en qué sentido se le hacía aquella pregunta.
La mirada de Franz se dirigió rápidamente hacia los tres balcones. Los dos laterales estaban colgados de un damasco amarillo, y el de en medio de damasco blanco con una cruz roja. El hombre de la capa había cumplido su palabra al transtiberino, y ya no le cabía la menor duda de que el embozado del Coliseo y el conde eran una misma persona. Los tres balcones se hallaban aún vacíos. Además, por todas partes se hacían preparativos, se colocaban sillas, se levantaban tablados, se cubrían de colgaduras los balcones y las ventanas. Las máscaras no podían presentarse, y los carruajes no podían circular hasta que sonara la campana, pero sentíase la presencia de las máscaras detrás de todas las ventanas y la de los carruajes detrás de todas las puertas.
Franz, Alberto y el conde continuaron bajando por la calle del Corso. A medida que se acercaban a la plaza del Popolo, la turba era cada vez más espesa, y por encima de las cabezas de aquella multitud veíanse elevarse dos cosas: el obelisco rematado por una cruz que indica el centro de la plaza, y delante del obelisco, justamente en el punto de correspondencia visual de las tres calles del Babuino, del Corso y de Ripetta, los dos terribles potros del patíbulo, entre los cuales brillaba el hierro de la Mandaia. Junto a la esquina, encontraron al mayordomo del conde que esperaba a su señor. El balcón, alquilado a un precio exorbitante sin duda, pertenecía al segundo piso del gran palacio situado entre la calle del Babuino y el monte Pincio. Era una especie de gabinete de tocador que comunicaba con una al
coba, de manera que los que estuviesen en el gabinete quedaban perfectamente independientes. Sobre las sillas se habían colocado trajes de payaso, de seda blanca y azul, de los más elegantes.
Como me dijisteis que eligiera los trajes dijo el conde a los dos amigos, os he hecho preparar éstos. En primer lugar, será lo que más se lleve este año; en segundo, son los más adecuados y cómodos para recibir las descargas de confetti…
Franz no oyó bien las palabras del conde, y no apreció tal vez como debía aquel nuevo servicio, pues toda su atención se concentraba en el espectáculo que presentaba la plaza del Popolo y en el instrumento terrible que entonces resultaba su principal adorno.
Aquélla era la primera vez que Franz veía una guillotina, porque la Mandaia romana tiene casi la misma forma que nuestro instrumento de muerte. La cuchilla es un semicírculo que corta por la parte convexa, pero cae de menos altura.
Mientras tanto, dos hombres sentados sobre la plancha donde tienden al condenado, se hallaban almorzando y comían, según podía alcanzar la vista de Franz, pan y salchicha; uno de ellos levantó la plancha, sacó un frasco de vino, bebió un trago y pasó el frasco a su compañero. Estos dos hombres eran los ayudantes del verdugo. Esta sola escena bastó para que Franz se sintiera horrorizado.
Los condenados, que habían sido transportados el día antes por la noche, desde las cárceles nuevas a la reducida iglesia de Santa María del Popolo, habían pasado la noche asistidos cada uno de ellos por un sacerdote, en una capilla cerrada por una reja, delante de la cual se paseaban los centinelas, que de hora en hora se relevaban. Dos filas de carabineros colocados a cada lado de la puerta, se extendían hasta el patíbulo, a cuyo alrededor iban formando un círculo, dejando libre un camino de dos pies de ancho, y en torno a la guillotina, un espacio de cien pasos de circunferencia.
El resto de la plaza estaba abarrotado de hombres y de mujeres. Muchas de éstas sostenían a sus hijos sobre sus hombros, y estos niños que dominaban la turba, estaban admirablemente colocados.
El monte Pincio parecía un vasto anfiteatro, cuyas gradas estuviesen llenas de espectadores. Los balcones de las dos iglesias que formaban la esquina de las calles de Babuino y de Ripetta, estaban ya llenos de curiosos privilegiados. Los escalones de los peristilos semejaban una ola movible y de varios colores, que empujaba hacia el pórtico una incesante marea. Cada ángulo saliente de la pared capaz de sostener a un hombre tenía su estatua viviente. Era verdad lo que decía el conde. Lo más curioso que hay en la vida es el espectáculo de la muerte. Y sin embargo, en lugar del silencio que parecía exigir la solemnidad del espectáculo, un gran ruido reinaba en aquella turba, informe mezcolanza de risas, silbidos y gritos de gozo. Era evidente, como había dicho el conde, que aquella ejecución no significaba para todo el pueblo más que el principio del Carnaval.
De pronto este ruido cesó como por encanto, la puerta de la iglesia acababa de abrirse. Apareció una cofradía de penitentes, cada miembro de la cual vestía un saco gris con dos agujeros para los ojos únicamente y con un cirio encendido en la mano. El jefe de la cofradía iba al frente de la misma. Detrás de los penitentes iba un hombre de elevada estatura. Este hombre estaba desnudo, excepto un calzón de lienzo que le cubría de medio cuerpo abajo, y unas sandalias atadas a sus piernas por unas toscas cuerdas. De su cintura colgaba un enorme cuchillo oculto en su correspondiente vaina, y su hombro derecho sostenía una pesada maza de hierro; era el verdugo.
Detrás de éste, marchaban, en el orden que debían ser ejecutados, primero Pepino, en seguida Andrés, acompañado cada uno de un sacerdote. Ni uno ni otro iban con los ojos vendados. Pepino caminaba con paso firme, porque sin duda había sido prevenido de lo que debía acontecer. Andrés iba sostenido por un sacerdote, y ambos besaban de vez en cuando el crucifijo que les presentaba su confesor.
Al ver esto, Franz sintió que le flaqueaban las piernas; miró a Alberto. Estaba pálido como su camisa y con un movimiento maquinal arrojó lejos de sí su cigarro, a pesar de no haberlo fumado más que hasta là mitad. El conde era el único que parecía impasible, antes bien, un ligero tinte sonrosado había cubierto sus mejillas de intensa palidez.
Su nariz se dilataba como la de un animal feroz que huele la sangre, y sus labios, ligeramente abiertos, dejaban ver sus dientes blancos, pequeños y agudos como los de un chacal. Y no obstante, a pesar de todo esto, su fisonomía brillaba con una expresión de dulzura que Franz no había aún advertido. Sus ojos negros tenían sobre todo una expresión de bondad indescriptible.
Los dos condenados, entretanto, continuaban andando hacia el patíbulo, y a medida que avanzaban, podíanse distinguir sus facciones. Pepino era un buen mozo, de veinticuatro a veintiséis años, de tez tostada por el sol, de mirada franca y orgullosa al mismo tiempo. Andaba con la cabeza erguida, y la agitaba en diferentes direcciones, como para ver de qué lado vendría su libertador. Andrés era grueso y rechoncho, su cara, de una vileza cruel, no indicaba la edad. Sin embargo, podría tener unos treinta años. En la prisión había dejado crecer su barba. Su cabeza caía sobre uno de sus hombros, y sus piernas
se doblegaban bajo su peso; todo su ser parecía obedecer a un movimiento maquinal en el cual no entraba ya para nada su voluntad.
Si no recuerdo mal dijo Franz al conde, creo que me anunciasteis que no habría más que una ejecución.
Os he dicho la verdad respondió el conde fríamente.
Sin embargo, dos son los condenados.
Sí, pero esos dos condenados, el uno pronto va a morir, y al otro le quedan todavía largos años de vida y de perdón.
Pues me parece que si ha de venir, no tiene tiempo que perder.
Mirad, pues justamente ahí viene. Mirad dijo el conde.
En efecto, en el momento en que Pepino llegaba al pie de la Mandaia, un penitente que parecía haberse retardado, atravesó por entre las dos filas sin que los soldados le opusiesen ningún obstáculo, y adelantándose hacia el jefe de la cofradía, le entregó un papel plegado en cuatro dobleces. La ardiente mirada de Pepino no había perdido ninguno de estos detalles. El jefe de la cofradía desdobló el papel, lo leyó y levantó la mano.
El Señor sea bendecido y Su Santidad sea loada dijo en alta e inteligible voz;hay perdón de la vida para uno de los reos.
¡Perdón! exclamó el pueblo a un solo grito. ¿Hay perdón?
Al oír la palabra de perdón, Andrés pareció saltar y levantar la cabeza.
Perdón, ¿para quién? gritó.
Pepino permaneció inmóvil, mudo y jadeante.
Hay perdón de pena de muerte para Pepino, llamado Rocca-Priori dijo el jefe de la cofradía, y pasó el papel al capitán que mandaba los carabineros, el cual, después de haberlo leído, se lo devolvió.
¡Perdón para Pepino! exclamó Andrés, saliendo del sopor en que parecía estar sumido. ¿Por qué perdón para él y no para mí? Debíamos morir juntos, me habían prometido que moriría antes que yo, no tienen derecho a hacerme morir solo, ¡no quiero morir solo, no quiero!
Y diciendo esto se agarró a los brazos de los dos sacerdotes, retorciéndose, dando alaridos, rugiendo y haciendo esfuerzos insensatos para romper las cuerdas que le ligaban las manos. El verdugo hizo señal a sus dos ayudantes, que bajaron del cadalso y se apoderaron del reo.
¿Qué ha ocurrido? preguntó Franz, pues como todo esto se decía en lengua italiana, no había comprendido muy bien.
¿No lo adivináis? dijo el conde. Ha ocurrido que esa criatura humana que va a morir está furiosa porque su semejante no muere con ella, y que si a dejasen le desgarraría con sus uñas y con sus dientes más bien que dejarle gozar de la vida de que ella misma se va a ver privada. ¡Oh, los hombres!, raza de cocodrilos, como dice Karl Moor exclamó el conde extendiendo los puños hacia toda la turba, ¡qué bien se os conoce en eso, y qué dignos sois en todo tiempo de vosotros mismos!
Entretanto Andrés y los dos ayudantes del verdugo se revolcaban por el suelo, mientras que el condenado seguía gritando: «Debe morir, quiero que muera, no tienen derecho para matarme a mí solo. »
Observad continuó el conde cogiendo a cada uno de los jóvenes por la mano Mirad, porque a fe mía es cosa curiosa. Allí tenéis un hombre que estaba resignado a su suerte, que marchaba al patíbulo, que iba a morir como un cobarde, es verdad, pero, después de todo, iba a morir sin blasfemar y sin resistirse, ¿y sabéis lo que le daba alguna fuerza? ¿Sabéis lo que le consolaba? ¿Sabéis lo que le hacía sufrir el suplicio con resignación…?, el que otro participaba de su angustia, que otro iba a morir como él, que otro iba a morir antes que él. Llevad dos carneros o dos bueyes al matadero, y haced comprender a uno de ellos que su compañero no morirá. El carnero balará de gozo y el buey mugirá de placer. Pero el hombre, el hombre que Dios ha creado a su imagen, el hombre a quien Dios impuso por primera, por única, por suprema ley, el amor al prójimo, el hombre a quien ha dado una voz para expresar su pensamiento, ¿cuál será su primer grito al saber que su compañero se ha salvado? Una blasfemia. ¡Oh!, ¡honor al hombre, a esa obra maestra de la naturaleza, a ese rey de la creación!
Dicho esto, el conde empezó a reír, pero con una risa terrible, feroz, que indicaba haber sufrido horriblemente para conseguir reír de aquella manera.
Sin embargo, la lucha continuaba, y era algo espantoso. Los dos ayudantes llevaban a Andrés al patíbulo; todo el pueblo había tomado partido contra él y veinte mil voces gritaban a un tiempo: « ¡Muera!, ¡muera! » Franz se retiró, pero el conde le cogió por el brazo y le retuvo delante de la ventana.
¿Qué hacéis? le dijo ¿Os compadecéis de él? Si oyeseis ladrar a un perro rabioso, tomaríais vuestra escopeta, saldríais a la calle, mataríais sin misericordia a boca de jarro al pobre animal, que al fin y al cabo no sería culpable más que de haber sido mordido por otro perro, y devolver lo que le habían hecho, y ahora tenéis piedad de un hombre a quien ningún otro hombre ha mordido y que, no obstante, después de haber asesinado vilmente a su bienhechor, no pudiendo ya ahora matar a nadie porque tiene las manos atadas, quiere a toda fuerza ver morir a su compañero de cautiverio, ¡a su camarada de infortunio! ¡No, no, mirad, mirad!
Aquella recomendación era ya inútil. Franz estaba como fascinado por el horrible espectáculo. Los dos ayudantes habían llevado el condenado al patíbulo, y allí, a pesar de sus esfuerzos, de sus mordiscos, de sus gritos, le habían obligado a ponerse de rodillas. Durante este tiempo, el verdugo se había colocado a su lado con la maza levantada. Entonces, a una señal, los dos ayudantes se separaron. El condenado quiso volverse a levantar, pero antes que hubiese tenido tiempo para ello, desplomóse la maza sobre su sien izquierda, oyóse un ruido sordo y seco, y el paciente cayó como un buey, con el rostro contra el suelo, después se volvió de espaldas por el choque. Entonces el verdugo dejó caer su maza, sacó el cuchillo de su cinturón, le abrió la garganta de un solo tajo y subiendo en seguida sobre su vientre, se puso a patearlo con sus pies.
A cada golpe, un chorro de sangre se escapaba del cuello del condenado. Franz no pudo tenerse en pie, se retiró vacilando y fue a caer casi desmayado sobre un sillón. Alberto, con los ojos cerrados, permaneció de pie, pero asido a las cortinas del balcón, sin cuyo apoyo seguramente se habría desplomado. El conde estaba en pie y triunfante como un ángel malo.
Capítulo catorce
El carnaval en Roma
Al recobrar Franz el conocimiento encontró a Alberto bebiendo un vaso de agua, juzgando por su palidez lo conveniente de aquella acción, y al conde vistiéndose ya de payaso. Arrojó maquinalmente una mirada a la plaza. Todo había desaparecido, patíbulo, verdugos, víctimas, no quedaba más que el pueblo azorado, alegre, bullicioso. La Campana de Montecitorio, que no se tocaba más que para la muerte del Papa y la apertura de la mascarada, repicaba velozmente.
Y bien preguntó al conde, ¿qué ha pasado?
Nada, absolutamente nada dijo, como veis, pero el Carnaval ha comenzado, vistámonos pronto.
Es cierto respondió Franz al conde; sólo restan de tan horrible escena las huellas de un sueño.
Pues no es otra cosa que un sueño, lo que habéis tenido.
Sí, pero, ¿y el condenado?
También. Pero él ha quedado dormido, al paso que vos habéis despertado, y ¿quién puede decir cuál de los dos será el privilegiado?
Pero, ¿qué ha sido de Pepino?
Pepino es un muchacho juicioso que no tiene ningún amor propio, y que, contra la costumbre de los hombres, que se enfurecen cuando no se ocupan de ellos, se ha alegrado de que la atención general se fijase en su compañero. Por consiguiente, se ha aprovechado de esta distracción para deslizarse por entre la turba y desaparecer sin dar siquiera las gracias a los dignos sacerdotes que le habían acompañado. Verdaderamente el hombre es un animal muy ingrato y egoísta… Pero vestíos, mirad cómo os da el ejemplo M… de Morcef.
En efecto, Alberto se ponía maquinalmente su pantalón de tafetán encima de su pantalón negro y de sus botas charoladas.
Y bien, Alberto preguntó Franz, ¿estáis dispuesto a cometer algunas locuras? Veamos, responded francamente.
No dijo, pero os aseguro que ahora me alegro de haber visto este espectáculo, y comprendo lo que decía el señor conde, que cuando uno ha podido acostumbrarse a él, es el único que aún puede causar algunas emociones.
Además de que en ese momento se pueden hacer estudios de los caracteres dijo el conde; en el primer escalón del patíbulo, la muerte arranca la máscara que se ha llevado toda la vida y aparece el verdadero rostro. Preciso es convenir que el de Andrés no estaba muy bonito… ¡Pícaro, infame…! ¡Vistámonos, señores, vistámonos! Tengo necesidad de ver máscaras de cartón para consolarme de las máscaras de carne.
Ridículo hubiera sido para Franz el aparentar aún conmoción y no seguir el ejemplo que le daban sus dos compañeros. Púsose, pues, su traje y su careta, que no era seguramente más pálida que su rostro. Después de disfrazarse, bajaron la escalera. El carruaje esperaba a la puerta, lleno de dulces y de ramilletes.
Difícil es formarse una idea de un cambio más completo que el que acababa de operarse.
En vez de aquel espectáculo de muerte, sombrío y silencioso, la plaza del Popolo presentaba el aspecto de una orgía loca y bulliciosa. Un sinnúmero de máscaras salía por todas partes, escapándose de las puertas y descendiendo por los balcones. Los carruajes desembocaban por todas las calles cargados de pierrots, de figuras grotescas, de dominós, de marqueses, de transtiberinos, de arlequines, de caballeros, de aldeanos; todos gritando, gesticulando, lanzando huevos llenos de harina, confites, ramilletes, atacando con palabras y proyectiles a los amigos y a los extraños, a los conocidos y desconocidos, sin que nadie tuviese derecho para enfadarse, sin que nadie hiciese otra cosa más que reír.
Franz y Alberto parecían esos hombres que, para distraerse de un violento pesar, van a una orgía, y que a medida que beben y se embriagan, sienten interponerse un denso velo entre el presente y lo pasado. Siempre veían o más bien conservaban el reflejo de lo que habían visto. Pero poco a poco los iba dominando la embriaguez general, parecióles que su razón vacilante iba a abandonarlos, sentían una extraña necesidad de tomar parte en aquel ruido, en aquel movimiento, en aquel vértigo.
Un puñado de confites dirigido a Morcef desde un carruaje próximo y que cubrióle de polvo, así como a sus compañeros, el cuello y la parte de rostro que no estaba cubierto por la máscara, como si le hubiesen lanzado cien alfileres, acabó por impelerle a la lucha general, en la que entraban todas las máscaras que encontraban. Púsose de pie a su vez en el carruaje, agarró puñados de proyectiles de los sacos y con todo el vigor y la habilidad de que era capaz, envió a su vez huevos y yemas de dulce a sus vecinos. Desde entonces se trabó el combate.
Lo que habían visto media hora antes se borró enteramente de la imaginación de los dos jóvenes; tanto había influido en ellos aquel espectáculo movible, alegre y bullicioso que tenían a la vista. Por lo que al conde de Montecristo se refiere, nunca había parecido impresionado un solo instante. En efecto; figúrese el lector aquella grande y hermosa calle, limitada a un lado y a otro de palacios de cuatro o cinco pisos, con todos sus balcones guarnecidos de colgaduras. En estos balcones, trescientos mil espectadores romanos, italianos, extranjeros venidos de las cuatro partes del mundo; reunidas todas las aristocracias de nacimiento, de dinero, de talento; mujeres encantadoras, que sufriendo la influencia de aquel espectáculo se inclinan sobre los balcones y fuera de las ventanas, hacen llover sobre los carruajes que pasan una granizada de confites, que se les devuelve con ramilletes; el aire se vuelve enrarecido por los dulces que descienden y las flores que suben; y sobre el pavimento de las calles una turba gozosa, incesante, loca, con trajes variados, gigantescas coliflores que se pasean, cabezas de búfalo que mugen sobre cuerpos de hombres, perros que parecen andar con las patas delanteras, en medio de todo esto una máscara que se levanta; y en esa tentación de San Antonio soñada por Cattot, algún Asfarteo que ve un rostro encantador a quien quiere seguir, y del cual se ve separado por especies de demonios semejantes a los que se ven en sueños, y tendrá una débil idea de lo que es el Carnaval en Roma.
A la segunda vuelta el conde hizo detener el carruaje, y pidió a sus compañeros permiso para separarse de ellos, dejándolo a su disposición. Franz levantó los ojos; hallábase frente al palacio Rospoli, y en el balcón de en medio, el que estaba colgado de damasco blanco con una cruz roja, había un dominó azul, bajo el cual la imaginación de Franz se representó sin trabajo la bella griega del teatro Argentino.
Señores dijo apeándose el conde, cuando os canséis de ser actores y queráis ser espectadores, ya sabéis que tenéis un sitio en mi balcón. Entretanto, disponed de mi carruaje y de mis criados.
Olvidamos decir que el cochero del conde iba vestido gravemente con una piel de oso, negra del todo, y semejante a la del Odry, en El oso y el pachá, y que los dos lacayos iban en pie detrás del carruaje con dos vestidos de mono verde, perfectamente ceñidos a sus cuerpos, y con caretas de resorte con las que hacían gestos a los paseantes.
Franz dio gracias al conde por su delicada oferta. Alberto, por su parte, estaba coqueteando con un carruaje lleno de aldeanas romanas detenido, como el del conde, por uno de esos descansos tan comunes en las filas y tirando ramilletes por todas partes. Desgraciadamente para él, la fila prosiguió su movimiento, y mientras él descendía hacia la plaza del Popolo, el carruaje que había llamado su atención subía hacia el palacio de Venecia.
¡Ah! dijo Franz, ¿no habéis visto ese carruaje que va cargado de aldeanas romanas?
No.
Pues estoy seguro de que son mujeres encantadoras.
¡Qué desgracia que vayáis disfrazado, querido Alberto! dijo Franz. Este era el momento de desquitaros de vuestras desdichas amorosas.
¡Oh! respondió Alberto, medio risueño y medio convencido. Espero que no pasará el Carnaval sin que me acontezca alguna aventura.
Sin embargo, todo el día pasó sin otra aventura que el encuentro renovado dos o tres veces del carruaje de las aldeanas romanas. En uno de estos encuentros, sea por casualidad, sea por cálculo de Alberto, se le cayó la careta.
Entonces tomó el resto de ramilletes y lo arrojó al carruaje de las mujeres que él juzgara encantadoras. Conmovidas por esta galantería, cuando volvió a pasar el carruaje de los dos amigos, arrojaron un ramillete de violetas. Alberto se precipitó sobre el ramillete. Como Franz no tenía ningún motivo para creer que iba dirigido a su persona, dejó que Alberto recogiese el ramillete. Este lo puso victoriosamente en sus ojales, y el carruaje continuó su marcha triunfante.
¡Y bien! le dijo Franz, éste es un principio de aventura.
Reíos cuanto queráis respondió, pero creo que sí; así pues, no me separo de este ramillete.
¡Diantre!, bien lo creo respondió Franz riendo, es una señal de reconocimiento.
La broma, por otra parte, tomó un carácter de realidad, porque cuando, siempre conducidos por la fila, Franz y Alberto se cruzaron de nuevo con el carruaje de las aldeanas, la que había lanzado el ramillete comenzó a aplaudir al verlo en su ojal.
¡Bravo!, querido, ¡bravo! le dijo Franz. El asunto marcha. ¿Queréis que os deje, si preferís estar solo?
No dijo, no nos arriesguemos demasiado. No quiero dejarme engañar como un tonto a la primera demostración; a una cita bajo el reloj, como decimos en el baile de la Opera. Si la bella aldeana quiere ir más allá, ya la encontraremos mañana, o ella nos encontrará; entonces me dará señales de existencia, y yo veré lo que tengo que hacer.
Es verdad, mi querido Alberto dijo Franz, sois sabio como Néstor y prudente como Ulises, y si vuestra Circe llega a cambiarse en una bestia cualquiera, preciso será que sea muy diestra o muy poderosa.
Alberto tenía razón; la bella desconocida había resuelto sin duda no llevar la intriga más lejos aquel día, pues aunque los jóvenes dieron aún muchas vueltas, no volvieron a ver el carruaje que buscaban con los ojos; había desaparecido por una de las calles adyacentes.
Subieron entonces al palacio Rospoli, pero el conde también había desaparecido con el dominó azul. Los dos balcones colgados de damasco amarillo seguían, por otra parte, ocupados por personas a las que él sin duda había convidado.
En este momento, la campana que había sonado para la apertura de la mascarada, sonó para la retirada, la fila del Corso se rompió al punto, y, en el instante, todos los carruajes desaparecieron por las calles transversales.
Franz y Alberto se hallaban en aquel momento enfrente de la vía delle Maratte. El cochero arreó los caballos, y llegando a la plaza de España, se detuvo delante de la fonda.
Maese Pastrini salió a recibir a sus huéspedes al umbral de la puerta.
El primer cuidado de Franz fue informarse acerca del conde y expresar su pesar por no haberle ido a buscar a tiempo; pero Pastrini le tranquilizó, diciéndole que el conde de Montecristo había mandado un segundo carruaje para él y que este carruaje había ido a buscarle a las cuatro al palacio Rospoli.
Por otra parte, tenía encargo de ofrecer a los dos amigos la nave de su palco en el teatro Argentino.
Franz interrogó a Alberto acerca de sus intenciones, pero éste tenía que poner en ejecución grandes proyectos antes de pensar en ir al teatro.
Por lo tanto, en lugar de responder, se informó de si maese Pastrini podía procurarle un sastre.
¿Un sastre? preguntó el huésped, ¿y para qué?
Para hacerme de hoy a mañana dos vestidos de aldeano romano, lo más elegante que sea posible dijo Alberto.
Maese Pastrini movió la cabeza.
¡Haceros de aquí a mañana dos trajes! exclamó. ¡Dos trajes, cuando de aquí a ocho días no encontraréis seguramente ni un sastre que consintiese coser seis botones a un chaleco, aunque le pagaseis a escudo el botón!
¿Queréis decir que es preciso renunciar a procurarnos los trajes que deseo?
No, porque tendremos esos dos trajes hechos. Dejad que me ocupe de eso, y mañana encontraréis al despertaros una colección de sombreros, de chaquetas y de calzones, de los cuales quedaréis satisfechos.
¡Ah!, querido dijo Franz a Alberto, confiemos en nuestro huésped; ya nos ha probado que era hombre de recursos. Comamos, pues, tranquilamente, y después de la comida vamos a ver La italiana en Argel.
Sea por La italiana en Argel dijo Alberto, pero pensad, maese Pastrini, que este caballero y yo continuó señalando a Franz, tenemos mucho interés en tener esos trajes mañana mismo.
El posadero repitió a sus huéspedes que no se inquietasen por nada, y que serían servidos, con lo cual Franz y Alberto subieron para quitarse sus trajes de payaso.
Alberto, al despojarse del suyo, guardó con el mayor cuidado su ramillete de violetas. Era su señal de reconocimiento para el día siguiente.
Los dos amigos se sentaron a la mesa, pero al comer, Alberto no pudo menos de advertir la diferencia notable que existía entre el cocinero de maese Pastrini y el del conde de Montecristo.
Franz tuvo que confesar, a pesar de las prevenciones que debía tener contra el conde, que la ventaja no estaba de parte de maese Pastrini.
A los postres, el criado del conde, preguntó la hora a que deseaban los jóvenes el carruaje. Alberto y Franz se miraron, temiendo ser indiscretos. El criado les comprendió.
Su excelencia, el conde de Montecristo les dijo, ha dado órdenes terminantes para que el carruaje permaneciese todo el día a la disposición de sus señorías. Sus señorías pueden, pues, disponer de él con toda libertad.
Los dos jóvenes resolvieron aprovecharse de la amabilidad del conde, y mandaron enganchar, mientras que ellos sustituían por trajes de etiqueta sus trajes de calle, un tanto descompuestos por los numerosos combates, a los cuales se habían entregado.
Luego se dirigieron al teatro Argentino y se instalaron en el palco del conde.
Durante el primer acto entró en el suyo la condesa G…; su primera mirada se dirigió hacia el lado en donde la víspera había visto al singular desconocido, de suerte que vio a Franz y Alberto en el palco de aquél, acerca del cual había formado una opinión tan extraña.
Sus anteojos estaban dirigidos a él con tanta insistencia que Franz creyó que sería una crueldad tardar más tiempo en satisfacer su curiosidad.
Así, pues, usando del privilegio concedido a los espectadores de los teatros italianos, que consiste en hacer de las salas de espectáculos un salón de recibo, los dos amigos salieron de su palco para ir a presentar sus respetos a la condesa. Así que hubieron entrado en su palco, hizo una seña a Franz para que se sentase en el sitio de preferencia. Alberto se colocó detrás de ella.
¡Y bien! dijo a Franz, sin darle siquiera tiempo para sentarse. No parece sino que no habéis tenido nada que os urgiera tanto como hacer conocimiento con el nuevo lord Rutwen, y, según veo, ya sois los mejores amigos del mundo.
Sin que hayamos progresado tanto como decís, en una intimidad recíproca, no puedo negar, señora condesa respondió Franz, que hayamos abusado todo el día de su amabilidad.
¿Cómo, todo el día?
A fe mía, sí, señora. Esta mañana hemos aceptado su almuerzo, durante toda la mascarada hemos recorrido el Corso en su carruaje, en fin, esta noche venimos al teatro a su palco.
¿Le conocíais?
Sí… y no.
¿Cómo?
Es una larga historia.
Razón de más.
Esperad, al menos, a que esa historia tenga un desenlace.
Bien. Me gustan las historias completas. Mientras tanto, decidme: ¿cómo os habéis puesto en contacto con él? ¿Quién os ha presentado?
Nadie; él es quien se ha hecho presentar a nosotros ayer noche, después de haberme separado de vos.
¿Por qué intermediario?
¡Oh! ¡Dios mío! Por el muy prosaico intermediario de nuestro huésped.
¿Vive, pues, ese señor en la fonda de Londres, como vos?
No solamente vive en la misma fonda, sino en el mismo piso.
¿Cuál es su nombre? Porque sin duda lo conocéis.
Perfectamente; el conde de Montecristo.
¿Qué nombre es ése? No será un nombre de familia.
No; es el nombre de una isla que ha comprado.
¿Y el conde?
Conde toscano.
Sufriremos al fin a ése como a los demás respondió la condesa, que era de una de las más antiguas familias de los alrededores de Venecia. ¿Qué clase de hombre es?
Preguntad al vizconde de Morcef.
Ya le oís, caballero, me remiten a vos dijo la condesa.
Haríamos muy mal si no le juzgásemos encantador, señora respondió Alberto. Un amigo de diez años no hubiera hecho por nosotros lo que él, y esto con una gracia, con una delicadeza, una amabilidad, que revela verdaderamente a un hombre de mundo.
Vamos dijo la condesa riendo, veréis cómo mi vampiro será sencillamente un millonario que quiere gastar sus millones. Y a ella, ¿la habéis visto?
¿A quién? preguntó Franz sonriendo.
A la graciosa griega de ayer.
No. Nos pareció, sí, haber oído el sonido de su guzla, mas ella permaneció invisible.
Así, pues, cuando decís invisible, mi querido Franz dijo Alberto, es con el fin de hacerla más misteriosa. ¿Quién creéis que era aquel dominó azul que estaba en el balcón colgado de damasco blanco, en el palacio de Rospoli?
¡Pues qué! ¿El conde tenía tres balcones en el palacio Rospoli?
¡Sí! ¿Habéis pasado por la calle del Corso?
Desde luego. ¿Quién es el que hoy no ha pasado por la calle del Corso?
¿No visteis entonces tres balcones, y uno de ellos colgado de damasco blanco, con una cruz roja? Pues ésos eran los tres balcones del conde.
¿Es que ese hombre es algún nabab? ¿Sabéis lo que cuestan tres balcones como ésos durante ocho días de Carnaval, y en el palacio Rospoli, es decir, en el mejor sitio del Corso?
Doscientos o trescientos escudos romanos.
Decid más bien dos o tres mil.
¡Diantre!
¿Es acaso su isla la que produce tanto?
Su isla no produce ni un solo bejuco.
¿Por qué la ha comprado entonces?
Por capricho.
Es un hombre original.
Lo cierto es dijo Alberto, que me ha parecido bastante excéntrico. Si habitase en París, si frecuentase nuestros teatros, os diría que es un pobre diablo a quien la literatura moderna ha trastornado la cabeza. En verdad, me ha dado syer dos o tres golpes dignos de Didier o de Antoni.
En este momento entró una visita, y, según la costumbre, Alberto cedió su lugar al recién llegado. Esta circunstancia, además de mudar de lugar, hizo también que la conversación tomase otro giro. Una hora después, los dos amigos volvieron a entrar en la fonda.
Maese Pastrini estaba ya ocupado en sus disfraces para el día siguiente, y les prometió que quedarían satisfechos de su inteligente actividad.
En efecto, al día siguiente, a las nueve, entró en el cuarto de Franz, acompañado de un sastre cargado con ocho o diez clases de vestidos de aldeanos romanos.
Los dos amigos escogieron dos trajes parecidos que casi se ajustaban a su cuerpo, encargaron a su huésped que les pusiese unas veinte cintas en cada uno de sus sombreros y que les procurase dos de esas fajas de seda, de listas transversales y colores vivos, con la cuales los hombres del pueblo, en los días de fiesta, tienen la costumbre de ceñir su cintura.
Alberto se hallaba impaciente por ver cómo le estaría su improvisado vestido, el cual se componía de una chaqueta y unos calzones de terciopelo azul, medias con cuchillas bordadas, zapatos con hebillas y un chaleco de seda.
El joven, pues, no podía menos de ganar con ese traje tan pintoresco, y cuando su cinturón hubo oprimido su elegante talle, cuando su sombrero, ligeramente ladeado, dejó caer sobre su hombro una infinidad de cintas, Franz se vio obligado a confesar que el traje influye mucho para la superioridad física en ciertas poblaciones. Los turcos, tan pintorescos antes con sus largos trajes de vivos colores, ¿no están ahora horribles con sus levitas azules abotonadas y los gorros griegos, que parecen botellas de vino con tapón encarnado? Franz felicitó a Alberto, que, en pie delante del espejo, se sonreía con aire de satisfacción, que nada tenía de equívoco. En este momento entró el conde de Montecristo.
Señores les dijo, como por agradable que sea la compañía en las diversiones, la libertad lo es más aún, vengo a comunicaros que por hoy y los días siguientes dejo a vuestra disposición el carruaje de que os habéis servido ayer. Nuestro huésped ha debido deciros que tenía tres o cuatro en sus cuadras. No os privéis, pues, de ir en carruaje; usad de él libremente para ir a divertiros o a vuestros asuntos. Nuestra cita, si algo tenemos que decirnos, será en el palacio Rospoli.
Los dos jóvenes quisieron hacer algunas observaciones, pero verdaderamente no tenían motivos para rehusar una oferta que, por otra parte, les era agradable. Concluyeron por aceptar.
El conde de Montecristo permaneció un cuarto de hora con ellos, hablando de todo con una facilidad extremada. Estaba, como ya se habrá podido notar, muy al corriente de la literatura de todos los países. Una ojeada que arrojó sobre las paredes de su cuarto había probado a Franz y a Alberto que era aficionado a los cuadros. Algunas palabras que pronunció al pasar, les probó que no le eran extrañas las ciencias; sobre todo, parecía haberse ocupado particularmente de la química.
Los dos amigos no tenían la pretensión de devolver al conde el almuerzo que él les había ofrecido. Hubiera sido una necedad ofrecerle, en cambio de su excelente mesa, la comida muy mediana de maese Pastrini. Se lo dijeron francamente y él recibió sus excusas como hombre que apreciaba su delicadeza.
Alberto estaba encantado de los modales del conde, al que, sin su ciencia, hubiera tenido por un caballero. La libertad de disponer enteramente del carruaje le llenaba, sobre todo, de alegría. Tenía ya sus
miras acerca de aquellas graciosas aldeanas y como se habían presentado la víspera en un carruaje muy elegante, no le desagradaba aparecer en este punto con igualdad.
A la una y media los dos jóvenes bajaron, el cochero y los lacayos habían imaginado poner sus libreas sobre pieles de animales, lo cual les formaba un cuerpo aún más, grotesco que el día anterior, y esto también les valió el que Alberto y Franz les alabasen por aquella invención.
Alberto había colocado sentimentalmente su ramillete de violetas ajadas en su ojal.
Al primer toque de la campana partieron y se precipitaron a la calle del Corso por la vía Vittoria. A la segunda vuelta, un ramillete de violetas que salió de un grupo de colombinas y que vino a caer sobre el carruaje del conde, indicó a Alberto, que como él y su amigo, las aldeanas de la víspera habían cambiado de traje y que, sea por casualidad, sea por un sentimiento semejante al que le había hecho obrar, mientras que él había vestido elegantemente su traje, ellas, por su parte, habían vestido el suyo.
Alberto se puso el ramillete fresco en el lugar del otro, pero guardó el ajado en su mano, y cuando cruzó de nuevo el carruaje lo llevó amorosamente a sus labios, acción que pareció divertir mucho, no solamente a la que se lo había arrojado, sino a sus locas compañeras. El día fue no menos animado que el anterior; es probable que un profundo observador hubiese reconocido cierto aumento de bullicio y alegría.
Un instante vieron al conde en su balcón, pero cuando el carruaje volvió a pasar, había ya desaparecido.
Inútil es decir que el flirteo entre Alberto y la colombina de los ramilletes de violetas, duró todo el día.
Por la noche, al entrar Franz, encontró una carta de la embajada; le anunciaba que tendría el honor de ser recibido al día siguiente por Su Santidad.
En todos los viajes que antes había hecho a Roma había solicitado y obtenido el mismo favor, y tanto por religión como por reconocimiento, no había querido salir de la capital del mundo cristiano sin rendir su respetuoso homenaje a los pies de uno de los sucesores de San Pedro, que ha dado el raro ejemplo de todas las virtudes. Por consiguiente, este día no había que pensar en el Carnaval, pues a pesar de la bondad con que rodea su grandeza, siempre es con un respeto lleno de profunda emoción como se dispone uno a inclinarse ante ese noble y santo anciano a quien llaman Gregorio XVI.
Al salir del Vaticano, Franz volvió directamente a la fonda, evitando el pasar por la calle del Corso. Llevaba un tesoro de piadosos sentimientos, para los cuales el contacto de los locos goces de la mascarada hubiese sido una profanación.
A las cinco y diez minutos Alberto entró. Estaba radiante de alegría; la colombina había vuelto a ponerse su traje de aldeana, y al cruzar con el carruaje de Alberto había levantado su máscara; era encantadora.
Franz dio a Alberto la más sincera enhorabuena, y éste la recibió como hombre que la merecía.
Había conocido decía, por ciertos detalles inimitables de elegancia, que su bella desconocida debía pertenecer a la más alta aristocracia.
Estaba decidido a escribirle al día siguiente. Al recibir estas muestras de confianza, Franz notó que Alberto parecía tener que pedirle alguna cosa, y que, sin embargo, vacilaba en dirigirle esta demanda.
Insistió, declarando de antemano que estaba pronto a hacer por su dicha todos los sacrificios que estuviesen en su poder. Alberto se hizo rogar todo el tiempo que exigía una política amistosa, pero, al fin, confesó a Franz que le haría un gran servicio si le dejase para el día siguiente el carruaje a él solo.
Alberto atribuía a la ausencia de su amigo la extremada bondad que había tenido la bella aldeana de levantar su máscara. Fácil es de comprender que Franz no era tan egoísta que detuviese a Alberto en medio de una aventura que prometía a la vez ser tan agradable para su curiosidad y tan lisonjera para su amor propio. Conocía bastante la perfecta indiscreción de su amigo, para estar seguro de que le tendría al corriente de los menores detalles de su aventura, y como después de dos largos años que corría Italia en todos sentidos, jamás había tenido ocasión de meterse en una intriga semejante, por su cuenta, Franz no estaba disgustado de saber cómo pasarían las cosas en semejante caso.
Prometió, pues, a Alberto que se contentaría al día siguiente con mirar el espectáculo desde los balcones del palacio Rospoli. Efectivamente, al día siguiente vio pasar y volver a pasar a Alberto. Llevaba un enorme ramillete al que sin duda había encargado fuese portador de su epístola amorosa. Esta probabilidad se cambió en certidumbre, cuando Franz vio el mismo ramillete, notable por un círculo de camelias blancas, entre las manos de una encantadora colombina, vestida de satén color de rosa. Así, pues, aquella noche no era alegría, era delirio.
Alberto no dudaba de que su bella desconocida le correspondiese del mismo modo. Franz le ayudó en sus deseos, diciéndole que todo aquel ruido le fatigaba, y que estaba decidido a emplear el día siguiente en revisar su álbum y en tomar algunas notas. Por otra parte, Alberto no se había engañado en sus previsiones; al día siguiente, por la noche, Franz le vio entrar dando saltos en su cuarto y ostentando triunfalmente en una mano un pedazo de papel que sostenía por una de sus esquinas.
¡Y bien! dijo ¿Me había engañado?
¡Ha respondido! exclamó Franz.
Leed.
Esta palabra fue pronunciada con una entonación imposible de describir.
Franz tomó el billete y leyó:
El martes por la noche, a las siete, bajad de vuestro carruaje, enfrente de la vía Pontefici, y seguid a la aldeana romana que os arranque vuestro moccoletto.
Cuando lleguéis al primer escalón de la iglesia de San Giacomo, procurad, para que pueda reconoceros, atar una cinta de color de rosa en el hombro de vuestro traje de payaso. Hasta entonces no me volveréis a ver.
Constancia y discreción.
¡Y bien! dijo a Franz cuando éste hubo terminado la lectura, ¿qué pensáis de esto, mi querido amigo?
Pienso respondió Franz que la cosa toma el aspecto de una aventura muy agradable.
Esa es también mi opinión dijo Alberto, y tengo miedo de que vayáis solo al baile del duque de Bracciano.
Franz y Alberto habían recibido por la mañana, cada uno, una invitación del célebre banquero romano.
Cuidado, mi querido Alberto dijo Franz, toda la aristocracia irá a casa del duque, y si vuestra bella desconocida es verdaderamente aristocrática, no podrá dejar de ir.
Que vaya o no, sostengo mi opinión acerca de ella continuó Alberto. Habéis leído el billete, ya sabéis la poca educación que reciben en Italia las mujeres del Mexxo sito (así llaman a la clase media), pues bien, volved a leer este billete, examinad la letra y buscadme una falta de idioma o de ortografía.
En efecto, la letra era preciosa y la ortografía purísima.
Estáis predestinado dijo Franz a Alberto, devolviéndole por segunda vez el billete.
Reíd cuanto queráis, burlaos respondió Alberto, estoy enamorado.
¡Oh! ¡Dios mío! Me espantáis exclamó Franz, y veo que no solamente iré solo al baile del duque de Bracciano, sino que podré volver solo a Florencia.
El caso es que si mi desconocida es tan amable como bella, os declaro que me quedo en Roma por seis semanas como mínimo. Adoro a Roma, y por otra parte, siempre he tenido afición a la arqueología.
Vamos, un encuentro o dos como ése, y no desespero de veros miembro de la Academia dè las Inscripciones y de las Bellas Letras.
Sin duda Alberto iba a discutir seriamente sus derechos al sillón académico, pero vinieron a anunciar a los dos amigos que estaban servidos.
Ahora bien, el amor en Alberto no era contrario al apetito.
Se apresuró, pues, así como su amigo, a sentarse a la mesa, prometiendo proseguir la discusión después de comer.
Pero luego anunciaron al conde de Montecristo.
Hacía dos días que los jóvenes no le habían visto. Un asunto, había dicho Pastrini, le llamó a Civitavecchia.
Había partido la víspera por la noche y había regresado sólo hacía una hora.
El conde estuvo amabilísimo, sea que se abstuviese, sea que la ocasi6n no despertase en él las fibras acrimoniosas que ciertas circunstancias habían hecho resonar dos o tres veces en sus amargas palabras, estuvo casi como todo el mundo. Este hombre era para Franz un verdadero enigma.
El conde no podía ya dudar de que el joven viajero le hubiese reconocido y, sin embargo, ni una sola palabra desde su nuevo encuentro parecía indicar que se acordase de haberle visto en otro punto. Por su parte, por mucho que Franz deseara hacer alusión a su primera entrevista, el temor de ser desagradable a un hombre que le había colmado, tanto a él como a su amigo, de bondades, le detenía.
El conde sabía que los dos amigos habían querido tomar un palco en el teatro Argentino, y que les habían respondido que todo estaba ocupado; de consiguiente, les llevaba la llave del suyo; a lo menos éste era el motivo aparente de su visita. Franz y Alberto opusieron algunas dificultades, alegando el temor de que él se privase de asistir. Pero el conde les respondió que como iba aquella noche al teatro Vallé, su palco del teatro Argentino quedaría desocupado si ellos no lo aprovechaban. Esta razón determinó a los dos amigos a aceptar. Franz se había acostumbrado poco a poco a aquella palidez del conde, que tanto le admirara la primera vez que le vio. No podía menos de hacer justicia a la belleza de aquella cabeza severa, de la cual aquella palidez era el único defecto o tal vez la principal cualidad.
Verdadero héroe de Byron, Franz no podía, no diremos verle, ni aun pensar en él, sin que se'presentase aquel rostro sobre los hombros de Manfredo, o bajo la toga de Lara. Tenía esa arruga en la frente que indica la incesante presencia de algún amargo pensamiento; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo de las almas; tenía ese labio altanero y burlón que da a las palabras que salen por él un carácter singular que hacen se graben profundamente en la memoria de los que las escuchan.
El conde no era joven. Tendría por lo menos cuarenta años y parecía haber sido formado para ejercer siempre cierto dominio sobre los jóvenes con quienes se reuniese.
La verdad es que, por semejanza con los héroes fantásticos del poeta inglés, el conde parecía tener el don de la fascinación. Alberto no cesaba de hablar de lo afortunados que habían sido él y Franz en encontrar a semejante hombre. Franz era menos entusiasta; no obstante, sufría la influencia que ejerce todo hombre superior sobre el espíritu de los que le rodean. Pensaba en aquel proyecto, que había manifestado varias veces el conde, de ir a París, y no dudaba que con su carácter excéntrico, su rostro caracterizado y su fortuna colosal, el conde produjese gran efecto. Sin embargo, no tenía deseos de hallarse en París cuando él fuese.
La noche pasó como pasan las noches, por lo regular, en el teatro de Italia, no en escuchar a los cantantes, sino en hacer visitas o hablar. La condesa G… quería hacer girar la conversación acerca del conde, pero Franz le anunció que tenía que revelarle un acontecimiento muy notable, y a pesar de las demostraciones de falsa modestia a que se entregó Alberto, contó a la condesa el gran acontecimiento que hacía tres días formaba el objeto de la preocupación de los dos amigos.
Dado que estas intrigas no son raras en Italia, a lo menos, si se ha de creer a los viajeros, la condesa lo creyó y felicitó a Alberto por el principio de una aventura que prometía terminar de modo tan satisfactorio.
Se separaron prometiéndose encontrarse en el baile del duque de Bracciano, al cual Roma entera estaba invitada. Pero llegó el martes, el último y el más ruidoso de los días de Carnaval.
El martes los teatros se abren a las diez de la mañana, porque pasadas las ocho de la noche entra la Cuaresma. El martes todos los que por falta de tiempo, de dinero o de entusiasmo no han tomado aún parte en las fiestas precedentes, se mezclan en la bacanal, se dejan arrastrar por la orgía y unen su parte de ruido y de movimiento al movimiento y al ruido general.
Desde las dos hasta las cinco, Franz y Alberto siguieron la fila, cambiando puñados de dulces con los carruajes de la fila opuesta y los que iban a pie, que circulaban entre los caballos y las carrozas, sin que sucediese en medio de esta espantosa mezcla un solo accidente, una sola disputa, un solo reto. Los italianos son el pueblo por excelencia, y en este aspecto las fiestas son para ellos verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia, por espacio de cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad turbada por uno solo de esos acontecimientos que sirven siempre de corolario a los nuestros.
Alberto triunfaba con su traje de payaso. Tenía sobre el hombro un lazo, de cinta de color de rosa, cuyas puntas le colgaban bastante, para que no le confundieran con Franz. Este había conservado su traje de aldeano romano.
Mientras más avanzaba el día, mayor se hacía el tumulto. No había en todas las calles, en todos los carruajes, en todos los balcones, una sola boca que estuviese muda, un brazo que estuviera quieto, era verdaderamente una tempestad humana compuesta de un trueno de gritos, y de una granizada de grageas, de ramilletes, de huevos, de naranjas y de flores.
A las tres, el ruido de las cajas sonando a la vez en la plaza del Popolo, y en el palacio de Venecia, atravesando aquel horrible tumulto, anunció que iban a comenzar las carreras. Las carreras, cómo los moccoli, son unos episodios particulares de los últimos días de Carnaval. Al ruido de aquellas cajas, los carruajes rompieron al instante las filas y se refugiaron en la calle transversal más cercana. Todas estas evoluciones se hacen, por otra parte, con una habilidad inconcebible y una rapidez maravillosa, y esto sin que la policía se ocupe de señalar a cada uno su puesto, o de trazar a cada uno su camino.
Las gentes que iban a pie se refugiaron en los portales o se arrimaron a las paredes, y al punto se oyó un gran ruido de caballos y de sables.
Un escuadrón de carabineros a quince de frente, recorría al galope y en todo su ancho la calle del Corso, la cual barría para dejar sitio a los barberi. Cuando el escuadrón llegó al palacio de Venecia, el estrépito de nuevos disparos de cohetes anunció que la calle había quedado expedita.
Casi al mismo tiempo, en medio de un clamor inmenso, universal, inexplicable, pasaron como sombras siete a ocho caballos excitados por los gritos de trescientas mil personas y por las bolas de hierro que les saltan sobre la espalda. Unos instantes más tarde, el cañón del castillo de San Angelo disparó tres cañonazos, para anunciar que el número tres había sido el vencedor.
Inmediatamente, sin otra señal que ésta, los carruajes se volvieron a poner en movimiento, llenando de nuevo el Corso, desembocando por todas las bocacalles como torrentes contenidos do instante, y que se lanzan juntos hacia el río que alimentan, y la ola inmensa de cabezas volvió a proseguir más rápida que antes su carrera entre los dos ríos de granito. Pero un nuevo elemento de ruido y de animación se había mezclado aún a esta multitud, porque acababan de entrar en la escena los vendedores de moccoli.
Los moccoli o moccoletti son bujías que varían de grueso, desde el cirio pascual hasta el cabo de la vela, y que recuerdan a los actores de esta gran escena que pone fin al Carnaval romano, suscitando dos preocupaciones opuestas, cuales son, primero la de conservar encendido su moccoletto, y después la de apagar el moccoletto de los demás.
Con el moccoletto sucede lo que con la vida. Es verdad que el hombre no ha encontrado hasta ahora más que un medio de transmitirla y este medio se lo ha dado Dios, pero, en cambio ha descubierto mil medios para quitarla, aunque también es verdad que para tal operación el diablo le ha ayudado un poco.
El moccoletto se enciende acercándolo a una luz cualquiera. Pero
¿quién será capaz de describir los mil medios que para apagarlo se han inventado? ¿Quién podría describir los fuelles monstruos, los estornudos de prueba, los apagadores gigantescos, los abanicos sobrehumanos que se ponen en práctica? Cada cual se apresuró a comprar y encender moccoletto y lo propio hicieron Franz y Alberto.
La noche se acercaba rápidamente, y ya al grito de ¡Moccoli! repetido por las estridentes voces de un millar de industriales, dos o tres estrellas empezaron a brillar encima de la turba. Esto fue lo suficiente para que antes de que transcurrieran diez minutos, cincuenta mil luces brillasen descendiendo del palacio de Venecia a la plaza del Popolo y volviendo a subir de la plaza del Popolo al palacio de Venecia. Hubiérase dicho que aquella era una fiesta de fuegos fatuos, y tan sólo viéndolo es como uno se puede formar una idea de aquel maravilloso espectáculo.
Imaginemos que todas las estrellas se destacan del cielo y vienen a mezclarse en la tierra a un baile insensato. Todo acompañado de gritos, cual nunca oídos humanos han percibido sobre el resto de la superficie del globo.
En este momento sobre todo, es cuando desaparecen las diferencias sociales. El facchino se une al príncipe, el príncipe al transteverino, el transteverino al hombre de la clase media, cada cual soplando, apagando, encendiendo. Si el viejo Eolo apareciese en este momento sería proclamado rey de los moccoli, y Aquilón, heredero presunto de la corona.
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