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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 3)


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Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro, necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, porque en punto a cosas políticas no tenía muy limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del emperador. Sin embargo, añadió con el interés más vivo:

Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis pronto al pobre Dantés.

Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto.

¡Vaya! ¡Vaya! murmuró para su capote: nos devolváis… ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva… Creo que el comisario dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente… Esto merece la pena de pensarlo seriamente.

Luego añadió en voz alta:

Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.

Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como petrificado.

Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos le miraban con expresión rencorosa.

Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció diciendo:

Que conduzcan aquí al preso.

Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil.

La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión.

Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete.

Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador.

Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación.

¿Quién sois, y cómo os llamáis? le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los espías en esto de prisiones.

Me llamo Edmundo Dantés respondió el joven con voz sonora y tranquila; soy segundo de El Faraón, buque perteneciente a los señores Morrel e hijos.

¿Vuestra edad?

Diecinueve años respondió Dantés.

¿Qué hacíais cuando os prendieron?

Hallábame en la comida de mi boda, señor repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el contraste que hacía aquel recuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa figura de Mercedes.

¡Comida de boda! repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo.

Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años.

A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coincidencia, que junto con la voz melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. El también, como aquel joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de aquel joven.

«Esta homogeneidad filosófica pensó interiormente sorprenderá mucho a los convidados, cuando yo vuelva a casa de SaintMeran.»

En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases pretenciosas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia.

Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con Dantés:

Proseguid le dijo.

¿Qué queréis que diga?

Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia.

Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo: aunque le prevengo añadió con una sonrisa que cuanto puedo decir es de poca monta.

¿Habéis servido bajo el mando del usurpador?

Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra.

Dicen que vuestras opiniones políticas son exageradas prosiguió Villefort, que aunque nada sabía de esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza.

¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión. Con mis diecinueve años escasos, como ya os dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino privadas, se resumen en tres sentimientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho.

A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia. Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo para él más que bondad y dulzura.

¡Cáspita! exclamó para sí Villefort. ¡Qué joven tan interesante! No me costará mucho trabajo cumplir el primer deseo de Renata…, lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el mundo.

De tal modo serenó esta esperanza el ceño de Villefort, que cuando volvió a ocuparse de Dantés, el joven, que había observado atentamente las mudanzas de su rostro, le sonreía también como su pensamiento.

¿Tenéis enemigos? le preguntó Villefort.

¡Enemigos yo! repuso Dantés. Afortunadamente valgo poco para tenerlos. Aunque mi carácter es tal vez demasiado vivo, procuro siempre refrenarlo con mis subordinados. Diez o doce marineros tengo a mis órdenes. Que se les pregunte y os responderán que me aprecian y me respetan, no diré como a un padre, que soy muy joven para eso, sino como a un hermano mayor.

Si no enemigos, podéis tener rivales. Vais a ser capitán a los diecinueve años, lo que para los vuestros es una posición elevada: ibais a casaros con una mujer que os quiere, felicidad rarísima en la tierra. Estos favores del destino os pueden acaso granjear envidias.

Sí, tenéis razón. Es muy posible, cuando vos lo decís: vos, que debéis conocer el mundo mejor que yo; pero si estos rivales fuesen amigos míos, os declaro que no deseo conocerlos por no verme obligado a aborrecerlos.

Os equivocáis, Dantés. Importa mucho conocer el terreno que pisamos, y de mí sé decir que me parecéis tan bueno, que por vos me separaré de las ordinarias fórmulas de la justicia, ayudándoos a descubrir quién sea el que os denuncia. Aquí tenéis la carta que me han dirigido. ¿Reconocéis la letra?

Y sacando la denuncia de su bolsillo la presentó Villefort a Dantés. Al leerla éste pasó como una sombra por sus ojos, y respondió:

No conozco la letra, porque está de propósito disfrazada, aunque correcta y firme. De seguro la trazó mano habilísima. ¡Cuán feliz soy añadió, mirando a Villefort con gratitud, cuán feliz soy en haber dado con un hombre como vos, pues reconozco en efecto que el que ha escrito ese papel es un verdadero enemigo!

Y en la fulminante mirada con que acompañó el joven estas frases, pudo comprender Villefort cuánta energía se ocultaba bajo aquella apariencia de dulzura.

Seamos francos dijo el sustituto, habladme no como preso al juez, sino como hombre en una posición falsa a otro que se interesa por él. ¿Qué hay de verdad en esto de la acusación anónima?

Y Villefort arrojó con disgusto sobre su bufete la carta que Dantés acababa de devolverle.

Todo y nada, señor: voy a deciros la pura verdad, por mi honor de marino, por el amor de Mercedes y por la vida de mi padre.

Hablad dijo en voz alta Villefort.

Luego añadió para sí:

«Si Renata me viese, creo que quedaría contenta de mí, y no me llamaría ya cortacabezas.»

Oíd, señor. Al salir de Nápoles, el capitán Leclerc se sintió atacado de calentura cerebral. Como no había médico a bordo, y el capitán se negaba a que desembarcásemos en cualquier punto de la costa, porque tenía prisa en llegar a la isla de Elba, su enfermedad subió de punto hasta que a los tres días, sintiéndose acabar, me llamó y me dijo:

«Querido Dantés, juradme por vuestro honor que haréis lo que os voy a encargar ahora. De ello dependen los mayores intereses.

»Lo juro, capitánle respondí.

»Pues oíd. Como después de que yo muera os pertenece el mando del Faraón, en calidad de segundo, lo tomaréis, y haciendo rumbo a la isla de Elba desembarcaréis en PortoFerrajo, preguntaréis por el gran mariscal y le entregaréis esta carta. Acaso entonces os darán otra con una comisión, que me estaba reservada a mí. La cumpliréis y todo el honor será vuestro.

»Así lo haré, mi capitán; pero supongo que no será tan fácil como pensáis el llegar hasta el gran mariscal.

»Esta sortija os abrirá todas las puertas, y allanará todas las dificultades respondió Leclerc.

»Y me entregó la sortija. Ya era tiempo, porque dos horas después deliraba, y a la mañana siguiente había ya muerto.

¿Qué hicisteis entonces?

Lo que debía, señor, lo que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho. Siempre son sagrados los deseos de un moribundo, y entre los marinos, órdenes. Hice, pues, rumbo a la isla de Elba, adonde llegué a la mañana siguiente, desembarcando yo solo, después de mandar que nadie se moviese. Conforme había previsto se me presentaron algunas dificultades para ver al gran mariscal, pero todas las allanó la sortija. Tras rogarme que le refiriera los detalles de la muerte de Leclerc, como el pobre capitán había sospechado, me entregó una carta encargándome que la llevara en persona a París. Prometíselo resueltamente porque así cumplía también la última voluntad de mi capitán.

»Lo demás ya lo sabéis. Desembarqué en Marsella, arreglé todos los asuntos de aduana y sanidad, y corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me prendieron asistía como dije a la comida de boda. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta maldita denuncia que parece despreciáis tanto como yo…

Sí, sí murmuró Villefort, todo lo creo, y a ser culpable lo sois de imprudencia, aunque imprudencia legítima, pues vuestro capitán os la impuso. Por consiguiente, dadme esa carta de la isla de Elba, y con palabra de presentaros así que os llame, podéis volver al lado de vuestros amigos.

¿Conque, es decir, que ya estoy libre, señor? exclamó Dantés lleno de júbilo.

Sí, pero dadme primero esa carta.

Debe de estar en vuestro poder, porque en ese paquete reconozco algunos papeles de los que me cogieron.

Aguardad dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombrero y sus guantes; ¿a quién iba dirigida?

Al señor Noirtier, calle de CoqHeron, París.

Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este imprevisto golpe. Dejóse caer sobre su asiento, del que se había separado un si es no es para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente, entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.

¡Al señor Noirtier, calle de CoqHeron, número 13! murmuró palideciendo cada vez más.

Sí, señor -respondió Dantés. ¿Le conocéis?

No respondió el sustituto vivamente. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.

¿Es una conspiración? le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo a asustarse. De todos modos, os lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.

. Sí repuso Villefort con voz sorda, pero no ignorabais el nombre de la persona a quien va dirigida.

Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.

¿Y no se la habéis enseñado a nadie? dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.

A nadie; os lo juro por mi honor.

¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?

Todo el mundo, señor…, salvo la persona que me la entregó.

Eso ya es mucho…, muchísimomurmuró Villefort.

Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas fantasías.

Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como fuera de sí.

¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? preguntó tímidamente Dantés.

Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva.

¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? volvió a preguntar a Edmundo.

Os juro por mi honor respondió Dantés, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis malo? ¿Queréis que llame?

No, señor dijo el sustituto levantándose vivamente; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy quien manda aquí, no vos.

Era, señor, no más que por ayudaros dijo Dantés un tanto herido en su amor propio.

De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded.

Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.

¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre!

Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los labios.

¡Oh! No vacilemos exclamó de repente.

Pero en nombre del cielo exclamó el desdichado joven, si dudáis de mí, si sospecháis de mi honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros.

Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme:

Caballero le dijo, resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el poneros en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción. Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté…

¡Oh!, sí, señor exclamó Dantés, y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo que un juez.

Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que existe contra vos es esta carta, y ahora veréis…

Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida en cenizas.

Mirad…, ya no existe.

¡Oh, señor! exclamó Dantés; no sois la justicia: sois la Providencia.

Escuchadme prosiguió Villefort: con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es verdad?

¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido.

No dijo Villefort, aproximándose al joven; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos.

Pues bien, los miraré como si fueran órdenes.

Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta.

Os lo prometo, señor.

Era como si el juez rogase y el preso concediese.

Ya comprendéis añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.

Os lo prometo, señor dijo Dantés.

¡Bien! ¡Bien! añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.

¿No teníais más carta que ésa? le preguntó.

No, señor, era la única.

Juradlo.

Lo juro dijo Dantés extendiendo la mano.

Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.

Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza.

Seguidle dijo Villefort a Dantés.

Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.

Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:

¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?

De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento.

Eso es, sí… dijo. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra.

Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida.

Capitulo octavo

El castillo de If

Al atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquierda de Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.

Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva enfrente.

Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta con un candado de hierro, como en respuesta a tres golpes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente en el corazón del preso. Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los calabozos.

Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.

Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo.

Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.

A las diez de la noche, en fin, cuando iba ya perdiendo toda esperanza le pareció que un nuevo ruido se acercaba en efecto a su prisión. Y así fue. Oyéronse en el corredor unos pasos, que junto a su puerta cesaron; giró una llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puerta de encina se abrió, inundando de luz deslumbradora la estancia.

Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro gendarmes.

Había dado ya un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado aparato militar.

¿Venís a buscarme? inquirió.

Sí respondió uno de los gendarmes.

¿De parte del sustituto del procurador del rey?

Eso es lo que creo.

Estoy pronto a seguiros lijo entonces Dantés.

Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía ningún recelo. Adelantóse, pues, con rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en medio de su escolta.

En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un guardia municipal.

¿Es para mí ese carruaje? preguntó Dantés.

Para vos respondió un gendarme, subid.

Quiso Dantés hacer algunas observaciones; pero la portezuela se abrió, sintiéndose empujado para que subiese, y como no tenía ni posibilidad ni intención de resistirse, hallóse al punto en el fondo del carruaje, sentado entre dos gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y el pesado vehículo se puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.

El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero todas tenían rejas: no había hecho sino mudar de prisión; solamente que ésta se movía, transportándole a un sitio de él ignorado. A través de los barrotes, tan espesos que apenas cabía la mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban por la calle de la Tesorería, y que bajaban al muelle por la calle de San Lorenzo y la de Taramis.

Luego, a través de la reja del coche, vio brillar las luces de la Consigna.

El carruaje se paró, apeóse el municipal y se acercó al cuerpo de guardia, de donde salió al punto una docena de soldados que se pusieron en fila, viendo Dantés relucir sus fusiles al resplandor de los reverberos del muelle.

¿Se desplegará para mí ese aparato de fuerza militar? murmuró para sus adentros.

Al abrir el municipal la portezuela, que estaba cerrada con llave, respondió a la pregunta de Dantés sin pronunciar una sola palabra, porque pudo ver entonces entre las dos filas de soldados un como camino preparado para él desde el carruaje al puerto.

Los dos gendarmes que ocupaban el asiento delantero bajaron los primeros, haciéndole a su vez apearse, en lo que le imitaron luego los dos que llevaba al lado. Dirigiéronse hacia una lancha que un aduanero de la marina sujetaba a la orilla con una cadena, mientras los soldados contemplaban al preso con aire de estúpida curiosidad. Inmediatamente encontróse instalado en la popa, siempre entre los cuatro gendarmes, y el municipal a la proa. Una violenta sacudida separó el barco de la orilla, y cuatro remeros vigorosos lo enderezaron hacia el Pillón. A un grito de los remeros bajó la cadena que cierra el puente, y se encontró Edmundo en lo que se llama el freón, es decir, fuera del puerto.

Al salir al aire libre el primer impulso del preso fue de alborozo, porque el aire significa libertad. Así, pues, respiró a sus anchas esa brisa ligera que lleva en sus alas los dulcísimos a incomprensibles misterios de la noche y del mar. Pronto, sin embargo, exhaló un suspiro, porque pasaba por delante de aquella Reserva donde tan feliz había sido aquella misma mañana, antes de su prisión. Para mayor dolor, a través de las luminosas rendijas de dos ventanas, los alegres rumores de un baile llegaban a sus oídos.

Dantés, con las manos puestas en actitud de orar, levantó los ojos al cielo.

El bote proseguía su camino, y pasada ya la TétedeMore, hallábase enfrente de la columna del Faro, donde dobló. Esta maniobra era incomprensible para Dantés.

Pero ¿adónde me lleváis? preguntó a uno de los gendarmes.

Ahora lo sabréis.

Pero…

Nos está prohibido dar ninguna explicación.

Tenía Dantés mucho de soldado, y calló por parecerle cosa absurda el preguntar a hombres a quienes estaba prohibido responder, y entonces las más bizarras fantasías cruzaron por su imaginación. Como en tal barco era humanamente imposible hacer una larga travesía, y como no se veía ningún otro buque anclado por aquellos alrededores, se imaginó que le iban a desembarcar en algún punto lejano de la costa, diciéndole que estaba libre. Todo contribuía a reforzar con buenos agüeros esta imaginación. Ni estaba atado, ni intentaron siquiera ponerle grillos. Luego, el sustituto, que tan bien le tratara, ¿no le había dicho que con tal de que nunca pronunciase aquel nombre fatal de Noirtier nada le sucedería? Ante sus mismos ojos, ¿no había quemado Villefort aquella carta peligrosa, única prueba que había contra él?

Decidióse, pues, a esperar mudo y pensativo. Sus ojos, acostumbrados a las tinieblas como los de todo marino, devoraban la oscuridad y el espacio.

Habían dejado a la derecha la isla de Ratonmeau con su faro, y bordeando la costa llegaban a la sazón a la altura de los Catalanes. Aquí fueron dobles y devoradoras las miradas del preso; porque estaba cerca de Mercedes, y a cada instante creía ver dibujarse entre las tinieblas de la orilla la forma indecisa y vaga de una mujer.

¿Cómo el corazón no decía a Mercedes que pasaba su amado a trescientos pasos de ella?

Una luz solamente brillaba en los Catalanes. Al buscar Dantés la posición de esta luz, llegó a comprender que alumbraba a su novia: Mercedes era, a no dudar, la única que velaba en la colonia. Con un solo grito que él diera podía oírle y reconocerle.

Un falso amor propio le detuvo, sin embargo. ¿Qué dirían los gendarmes oyéndole gritar como un demente?

Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco proseguía su camino, sin pensar ni en el barco ni en el camino, sino sólo en Mercedes.

Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Volvióse Dantés al punto, y conoció que la embarcación entraba en alta mar.

A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas preguntas al gendarme, acercándose a él, y tomándole una mano:

Camarada le dijo, suplícoos por vuestra conciencia y a fuer de soldado que tengáis piedad de mí y me respondáis. Yo soy el capitán Edmundo Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué traición. ¿Adónde me lleváis? Decídmelo, que os doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte.

El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán como si dijese:

A la altura en que nos hallamos creo que ya no hay peligro.

Y volviéndose el primero a Edmundo:

¡Siendo marino y marsellés preguntáis adónde vamos! le dijo.

Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor.

¿No sospecháis nada?

No lo sospecho.

Es imposible.

Os lo juro por lo más sagrado. Contestadme en nombre del cielo.

Pero la consigna…

La consigna no os prohíbe decirme lo que yo sabré dentro de diez minutos, o tal vez antes. Con decírmelo me ahorráis siglos de incertidumbre. Os lo pregunto como si fueseis mi amigo. Mirad: ni puedo ni quiero moverme ni huir. ¿Adónde vamos?

Si no estáis ciego, como hayáis salido alguna vez por mar de Marsella, podréis adivinarlo.

Pues no acierto.

Mirad a vuestro alrededor.

Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío castillo de If.

Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas y tradiciones lúgubres, como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir.

¡Dios mío! exclamó. ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí?

El gendarme se sonrió.

No se me conducirá allí para dejarme preso prosiguió Dantés, porque el castillo de If es una prisión de Estado donde entran sólo los grandes criminales políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magistrado?

Yo supongo dijo el gendarme que no hay sino murallas de piedra, gobernador, carceleros y guarnición. Ea, ea, amiguito, no os hagáis el sorprendido, que no parece sino que me agradecéis con burlas mi complacencia.

Dantés apretó la mano del gendarme.

¿Sospecháis que me llevan a encerrar al castillo de If?

Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano.

¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones?

Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas.

¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort…?

Ignoro si el señor de Villefort os ha prometido algo dijo el gendarme, pero sé que vamos al castillo de If. ¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Camaradas, a mí!

Rápido como el rayo, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos infatigables y peritos del gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos vigorosos le sujetaron cuando ya sus pies iban a abandonar el suelo de la barca, después de lo cual volvió a caer en el fondo de ésta, rugiendo de cólera.

¡Muy bien! exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla. ¡Muy bien! ¡Así cumplís vuestras palabras de marino! ¡Quién se fía de moscas muertas! Ahora, amiguito, si os movéis tan siquiera, os soplo una bala en el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero os juro que no faltaré a la segunda.

Y Dantés sintió, en efecto, apoyado en su sien el cañón del mosquetón.

De momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para acabar de una vez con aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas, y con esto, y con recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo, aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su sitio primero, sollozando de ira y retorciéndose las manos con furor.

Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó uno de los remeros a la roca en que acababa de tocar la proa; crujió una maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender Edmundo que había llegado al término del viaje y amarraban el bote.

En efecto, sus guardias, que le sujetaban a la vez por los brazos y por el cuello, obligáronle a levantarse y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el municipal los seguía detrás con la bayoneta calada.

Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía la inercia que la resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse soldados por el camino; conoció que subía una escalera que le obligaba a alzar los pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se cerraba detrás de él; pero todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con claridad. Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan su espacio afligidos por no poderlo salvar.

En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo, y darse cuenta de su situación. Miró en derredor, y vio que se encontraba en un patio cuadrado de altísimas paredes; oíase a lo lejos el paso acompasado de los centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proyectado en los muros por dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles.

Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que ya no podría escapárseles, los gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron.

¿Dónde está el preso? preguntó una voz.

Aquí respondieron los gendarmes.

Que venga conmigo, voy a llevarle a su departamento.

Id dijeron los gendarmes a Dantés.

Siguió el preso a su guía, que, en efecto, le condujo a una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y húmedas parecía que sudasen lágrimas. Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía sobre un banco iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su conductor, carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha.

He aquí vuestro cuarto para esta noche le dijo Es ya tarde y el señor gobernador está acostado. Cuando mañana se levante, según las órdenes que tenga, acaso os mudarán de domicilio. Mientras tanto, aquí tenéis pan, agua en ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas noches.

Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase dónde ponía el pan el carcelero, antes que comprendiese dónde estaba el cántaro ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la lamparilla, y cerrando la puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo.

Por consiguiente, encontróse solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste como aquellas paredes cuyo frío glacial helaba el sudor de su frente.

Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad, volvió el carcelero con orden de dejarle en el mismo calabozo. Dantés ni siquiera había mudado de sitio, cual si una mano de hierro le hubiese clavado en él la víspera. Inmóvil y con la cabeza baja, notábasele una alteración solamente: casi cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad.

Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante.

Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no le veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo estremecer.

¿Habéis dormido? le preguntó el carcelero.

No lo sé respondió Dantés.

El carcelero le miró sorprendido.

¿Tenéis hambre? prosiguió.

No lo sé respondió de nuevo Dantés.

¿Queréis algo?

Quisiera ver al gobernador.

El carcelero se encogió de hombros y se marchó.

Siguióle Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta, pero ésta se cerró de repente.

Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Corrieron a torrentes las lágrimas que hinchaban sus pupilas; púsose de hinojos con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo rato, repasando en su imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en aquella vida tan corta aún para merecer tan duro castigo, y así pasó todo el día.

Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora se sentaba absorto en sus meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como una fiera enjaulada.

Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su destino, permaneció tranquilo a inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los más célebres de Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los gendarmes, y ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que algún navío genovés o catalán le llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le inquietaba la miseria en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son raros, sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un castellano viejo. De este modo, pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y con su padre, que también se les juntaría, mientras en la presente situación, encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber de su padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de Villefort! Motivo era para perder el juicio.

A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.

¿Seréis ya más razonable? le preguntó.

Dantés no le respondía.

Vamos, valor prosiguió aquél. ¿Deseáis algo que yo pueda proporcionaros? Decidlo.

Deseo ver al gobernador.

¡Ea!, ya os dije que es imposible repuso el carcelero con impaciencia.

¿Por qué?

Porque el reglamento no lo permite a los presos.

¿Qué es lo que les permite, entonces?

Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.

Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor. Sólo quiero ver al gobernador.

Si me fastidiáis repitiéndome lo mismo prosiguió el carcelero, no os traeré de comer.

Pues me moriré de hambre, no me importa dijo Dantés.

El acento de estas palabras dio a entender al carcelero que no sería el morir desagradable a Edmundo; y como por cada preso tenía diez cuartos diarios sobre poco más o menos, calculando el déficit que su falta le ocasionaría, respondió en tono más dulce:

Escuchad: ese deseo es imposible; desechadlo, porque no hay ejemplo de que haya bajado una sola vez el gobernador al calabozo de un preso; pero si os portáis cuerdamente se os concederá pasear, con lo que acaso algún día veáis al gobernador, y entonces podréis hablar con él.

Pero ¿cuánto tiempo dijo Edmundo tendré que esperar a que se presente esa ocasión?

¡Diantre! respondió el carcelero: Un mes, tres meses, medio año o quizás un año entero.

Eso es mucho exclamó Dantés. Quiero verle en seguida.

No seáis terco; no os empeñéis en ese imposible, o antes de quince días os habréis vuelto loco.

¿Lo creéis así? dijo Dantés.

Sí, loco; así es como empieza la locura. Aquí tenemos un ejemplar. Con el tema de ofrecer un millón al gobernador si le ponía en libertad, ha perdido el seso un abate que antes que vinierais ocupaba este calabozo.

¿Y cuánto tiempo hace que salió de aquí?

Dos años.

¿En libertad?

No, se le ha trasladado al subterráneo.

Escucha dijo Dantés; yo no soy abate ni loco, que por desdicha tengo aún completo mi juicio…; voy a hacerte una proposición.

¿Cuál?

No voy a ofrecerte un millón, porque no podría dártelo, pero sí cien escudos, como quieras el primer día que vayas a Marsella llegar a los Catalanes con una carta mía, para una joven que se llama Mercedes… ¿Qué digo carta? Cuatro letras.

Si se descubriera que había llevado esas cuatro letras, perdería mi destino, que vale mil libras anuales, sin contar las propinas y la comida. ¿No será imbecilidad que yo aventure mil libras por trescientas?

Pues oye, y tenlo presente dijo Edmundo. Si te niegas a avisar al gobernador de que deseo hablarle; si te niegas a llevar mi carta a Mercedes, o siquiera a notificarle que estoy preso aquí, te esperaré el día menos pensado detrás de la puerta, y cuando entres te romperé el alma con ese banco.

¡Amenazas a mí! exclamó el carcelero retrocediendo y poniéndose en guardia. Por lo visto se os trastorna el juicio. Como vos principió el abate: dentro de tres días estaréis como él, loco de atar. Por fortuna hay subterráneos en el castillo de If.

Dantés cogió el banco y lo hizo girar en ademán amenazador.

¡Está bien! ¡Está bien! dijo el carcelero; vos lo habéis querido. Voy a prevenir al gobernador.

¡Enhorabuena! respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y sentándose con la cabeza baja y la mirada vaga, como si realmente se hubiera vuelto loco.

Salió el carcelero, y un momento después volvió con cuatro soldados y un cabo.

De orden del gobernador les dijo, llevad a este hombre a los calabozos del piso bajo.

¿Al subterráneo? preguntó el cabo.

Al subterráneo: los locos deben estar con los locos.

Los cuatro soldados se apoderaron de Dantés, que los seguía sin ofrecer resistencia.

Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que entró murmurando:

Tienen razón: los locos, con los locos.

La puerta se cerró y Dantés caminó hacia delante hasta tropezar con la pared: entonces se acurrucó inmóvil en un ángulo, mientras sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a distinguir los objetos.

El carcelero tenía razón. Poco le faltaba a Dantés para perder el juicio.

Capítulo noveno

La noche de bodas

Como hemos dicho, Villefort tomó el camino de la plaza del GrandCours, y de la casa de la marquesa de SaintMeran, donde encontró a los convidados tomando café en el salón, después de los postres.

Renata le aguardaba con una impaciencia de que participaban todos, por lo que la acogida que tuvo fue una exclamación general.

¡Hola, señor cortacabezas, columna del Estado, moderno Bruto realista! exclamó uno de los presentes; ¿qué hay de nuevo?

¿Nos amenaza quizás otro régimen del Terror? preguntó otro.

¿Ha salido de su caverna el ogro de Córcega? añadió un tercero.

Señora marquesa dijo Villefort acercándose a su futura suegra,vengo a suplicaros que me perdonéis. La necesidad me obliga a dejaros… ¿Tendré el honor, señor marqués, de hablaros un instante en secreto?

¿Tan grave es el asunto…? murmuró la marquesa al notar la nube que ensombrecía el rostro de Villefort.

Tan grave que me obliga a despedirme de vos para una corta ausencia. ¡Mirad si será grave! añadió volviéndose a Renata.

¿Vais a partir? exclamó Renata, sin poder ocultar la emoción que le causaba esta noticia inesperada.

¡Ay, señorita!, es necesario respondió Villefort.

¿Adónde vais? preguntó la marquesa.

Es un secreto, señora; sin embargo, si alguno de estos señores tiene algo que mandar para París, sepa que un amigo mío, que está a sus órdenes, partirá esta misma noche.

Todos se miraron unos a otros.

¿No me habéis pedido una entrevista? preguntó el marqués.

Sí, pasemos, si os place, a vuestro gabinete.

El marqués cogió del brazo a Villefort y salió con él.

Vamos, hablad, ¿qué es lo que ocurre? exclamó el marqués cuando llegaron al gabinete.

Cosas que creo de alta importancia, y que exigen que me traslade a París inmediatamente. Ante todo, marqués, y perdonadme lo indiscreto de la pregunta que os hago, ¿tenéis papel del Estado?

Tengo en papel toda mi fortuna. Unos seiscientos o setecientos mil francos.

Pues vendedlo, vendedlo en seguida, o de lo contrario os vais a ver arruinado.

¿Cómo queréis que desde aquí lo venda?

¿Verdad que tenéis un corresponsal banquero?

Sí.

Dadme una carta para él, encargándole que venda esos créditos sin perder tiempo. Quizá llegaré tarde.

¡Diablo! exclamó el marqués; entonces no perdamos ni un minuto.

Y sentándose a la mesa se puso a escribir a su banquero una carta, encargándole que vendiera a cualquier precio.

Ahora que tengo esta carta dijo Villefort guardándola cuidadosamente en su camera, necesito otra.

¿Para quién?

Para el rey.

¿Para el rey?

Sí.

Pero yo no me atrevo a escribir directamente a Su Majestad.

Tampoco os la pido a vos, sino que os encargo que se la pidáis al señor de Salvieux. Es necesario que me dé una carta que me ayude a llegar hasta el rey sin las formalidades y etiquetas que me harían perder un tiempo precioso.

Pero ¿no podría serviros el guardasellos de intermediario? Tiene entrada en las Tullerías a todas horas.

Sí, mas no quiero partir con otro el mérito de la nueva de que soy portador. ¿Comprendéis? El guardasellos se lo apropiaría todo, hasta mi parte en los beneficios. Baste, marqués, con esto que digo. Mi fortuna está asegurada si llego antes que nadie a las Tullerías, porque voy a prestar al rey un servicio que jamás podrá olvidar.

En ese caso, amigo mío, id a hacer vuestros preparativos, mientras hago yo que Salvieux escriba esa carta.

No perdáis tiempo. Dentro de un cuarto de hora tengo que estar en la silla de postas.

Haced parar el carruaje en la puerta.

Me disculparéis, ¿no es verdad?, con la señora marquesa y con Renata, a quien dejo en ocasión tan grata con el más profundo sentimiento.

En mi gabinete las encontraréis a la hora de vuestra partida.

Gracias mil veces. No olvidéis la carta.

El marqués llamó y poco después se presentó un lacayo.

Decid al conde de Salvieux que le espero aquí. Ya podéis iros continuó el marqués dirigiéndose a Villefort.

Bueno; al instante estoy de regreso.

Y Villefort salió de la estancia apresuradamente; pero ocurriósele al llegar a la calle que un sustituto del procurador del rey podría ocasionar la alarma de un pueblo con que se le viese andar muy de prisa. Volvió, pues, a su paso ordinario, que era en verdad, digno de un juez.

Junto a la puerta de su casa parecióle distinguir una cosa como un fantasma blanco que le esperaba inmóvil.

Era la linda catalana, que al no tener noticias de Edmundo, iba a enterarse por sí misma de la causa del arresto de su amante.

Al acercarse Villefort salióle al paso, destacándose de la pared en que se apoyaba. Como Dantés le había hablado ya de su novia, nada tuvo que hacer Mercedes para que la reconociera. Villefort, sorprendido de la belleza y dignidad de aquella mujer, y cuando le preguntó el paradero de su amado, le pareció que él era el acusado y ella el juez.

El hombre de quien habláis dijo Villefort es un gran criminal, y en nada puedo favorecerle, señorita.

Mercedes lanzó un gemido, y detuvo a Villefort al ver que éste intentaba proseguir su camino.

Pero decidme al. menos dónde está, para que pueda siquiera informarme de si vive aún o ha muerto.

Ni lo sé, ni eso me atañe a mí respondió Villefort.

Y molestado por aquellos ojos penetrantes y aquel ademán de súplica, rechazó Villefort a Mercedes, y entró en su casa cerrando apresuradamente la puerta y dejando a la joven entregada al dolor y a la desesperación.

Pero el dolor no se deja rechazar tan fácilmente. Parecido a la flecha mortal de que habla Virgilio, el hombre herido por él lo lleva siempre consigo.

Aunque había cerrado la puerta, al llegar Villefort a su gabinete sintió que sus piernas flaqueaban, y lanzando, más que un suspiro, un sollozo, dejóse caer en un sillón.

Entonces brotó en el fondo de aquel pecho enfermo el primer germen de una úlcera mortal. Aquel hombre sacrificado a su ambición, aquel inocente que pagaba culpas de su propio padre, apareciósele pálido y amenazador, acompañado de su novia, pálida como él, y seguido del remordimiento, no del remordimiento que hace enloquecer al que lo sufre como en los antiguos sistemas fatalistas, sino de ese sordo y doloroso golpear sobre el corazón, que a veces nos hiere como el recuerdo de un crimen casi olvidado, herida cuyos dolores ahondan la llaga que nos conduce a la muerte.

El alma de Villefort todavía vaciló un instante. Había pronunciado muchas sentencias de muerte sin otra emoción que la de la lucha moral del juez con los reos; y aquellos reos ajusticiados gracias a su terrible elocuencia, que convenció al jurado y a los jueces, no puso en su frente una sola arruga, porque aquellos hombres eran criminales, por lo menos en la opinión del sustituto. Mas ahora variaba la cuestión; acababa de aplicar la reclusión perpetua a un inocente que iba a ser feliz, arrebatándole la felicidad y además la libertad; ya no era juez, era verdugo. Y al pensar en esto empezaba a sentir ese sordo golpear que hemos descrito, desconocido de él hasta entonces; oído en el fondo de su corazón, llenando su mente de quimeras. De este modo un dolor instintivo y violento notifica a los que sufren que no deben sin temblar poner el dedo en sus llagas antes que se cicatricen.

Pero la de Villefort era de esas que no se cicatrizan nunca, o que se cierran aparentemente para volver a abrirse más enconadas y dolorosas.

Si en esta situación la dulce voz de Renata le hubiera recomendado clemencia; si entrara la bella Mercedes a decirle: "En nombre de Dios que nos ve y nos juzga, devolvedme a mi prometido" ¡Oh!, sí, aquella voluntad doblegada al cálculo hubiese cedido, y sin duda con sus manos frías, a riesgo de perderlo todo, hubiera firmado inmediatamente la orden de poner a Dantés en libertad; sin embargo, ninguna voz le habló al oído, ni se abrió la puerta sino para el criado que vino a anunciarle que los caballos estaban ya enganchados a la silla de posta.

El sustituto se levantó, o mejor dicho, saltó de la silla como aquel que triunfa de una lucha secreta, y corriendo a su bufete puso en sus bolsillos todo el oro que encerraban sus cajones. Luego dio por la estancia dos o tres vueltas con las manos en la frente, articulando palabras sin sentido, hasta que los pasos del ayuda de cámara que venía a ponerle la capa, le sacaron de su éxtasis, y lanzándose al carruaje ordenó lacónicamente que parara en la calle de GrandCours, en casa del marqués de SaintMeran.

El infortunado Dantés estaba condenado.

Como le había prometido el señor de SaintMeran, Renata y la marquesa estaban en su gabinete. Al ver a la joven tembló el sustituto: porque pensaba que le pediría de nuevo la libertad del preso; pero, ¡ay!, que es forzoso decirlo para afrenta de nuestro egoísmo, la linda joven sólo pensaba en una cosa: en el viaje que Villefort iba a emprender.

Le amaba, y Villefort iba a partir en el mismo instante en que habían de enlazarse para siempre, y sin anunciar cuándo volvería. En vez de compadecer a Edmundo, Renata maldijo al hombre que con su crimen la separaba de su amado.

¿Qué era entretanto de Mercedes?

La pobre había encontrado a Fernando en la esquina de la calle de la Logia, a Fernando, que había seguido sus huellas, y volviendo a los Catalanes se arrojó en su lecho moribunda y desesperada. De rodillas y acariciando una de sus heladas manos, que Mercedes no pensaba en retirar, Fernando la cubría de ardientes besos, ni siquiera sentidos de ella.

Así transcurrió la noche. Cuando no tuvo aceite se apagó la lámpara; pero Mercedes no advirtió la oscuridad, como no había advertido la luz. Hasta la aurora vino sin que ella la advirtiese.

El dolor había puesto en sus ojos una venda que no la dejaba ver más que a Edmundo.

¡Ah! ¿Estáis aquí? exclamó al fin volviéndose a Fernando.

Desde ayer no os he abandonado un momento respondió éste lanzando un suspiro.

El señor Morrel, por su parte, no se había desanimado: supo que Dantés, después de su interrogatorio, fue conducido a una prisión, y entonces corrió a casa de todos sus amigos, y con todas aquellas personas de Marsella que gozaban de alguna influencia; pero ya corría el rumor de que Dantés había sido preso por agente bonapartista, y como en esa época hasta los visionarios tenían por insensatez cualquier tentativa de Napoleón para recobrar su trono, el buen Morrel, acogido con frialdad de todos, regresó a su casa desesperado, aunque confesando que el lance era crítico, y que nadie podría disminuir su gravedad.

Caderousse también se había inquietado mucho por su parte. En lugar de revolver el mundo como Morrel, en vez de hacer algo por Edmundo, encerróse con dos botellas en su cuarto, a intentó ahogar su inquietud por medio de la embriaguez.

Pero en la situación moral en que se hallaba era poco dos botellas para hacerle perder el juicio. Lo perdió, sin embargo, lo suficiente para impedirle que fuese a buscar más vino, y demasiado poco para borrar sus recuerdos; con lo que, puesta la cabeza entre las manos sobre la mesa coja, y al lado de sus dos botellas, se quedó como si dijéramos entre dos luces, viendo danzar a la de su candil aquellos espectros de que ha henchido Hoffman sus libros empapados en ron.

Danglars era el único que no estaba inquieto ni atormentado, sino más bien alegre, por haberse vengado de un enemigo, asegurando en El Faraón su empleo que temía perder. Danglars era uno de esos hombres calculistas que nacen con una pluma detrás de la oreja y un tintero por corazón. Para él todas las cosas del mundo eran sumas o restas, y un número de más importancia que un hombre, cuando el número podía aumentar la suma que el hombre podía disminuir.

Danglars se había acostado a la hora de costumbre y durmió tranquilamente.

Después de recibir Villefort la carta del señor Salvieux, y besado a Renata en las dos mejillas y en la mano a la marquesa de SaintMeran, y de despedirse del marqués con un apretón de manos, corría la posta por el camino de Aix.

El padre de Dantés se moría de dolor y de inquietud.

En cuanto a Edmundo, ya sabemos cuál era su suerte.

Capítulo diez

El gabinete de las Tullerías

Dejemos entretanto a Villefort camino de París, gracias a ir derramando dinero, y atravesando los dos o tres salones que le preceden, penetremos en aquel gabinetito ovalado de las Tullerías, famoso por haber sido la estancia favorita de Napoleón, de Luis XVIII y de Luis Felipe.

Sentado a una mesa, que procedía de Hartwel, y que por una de esas manías comunes a los altos personajes tenía en particular estimación, el rey Luis XVIII escuchaba distraído a un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años, cabello cano y continente aristocrático y pulcro.

Sin dejar de escucharle iba haciendo anotaciones en el margen de un volumen de Horacio, de. la edición de Griphins, que aunque incorrecta es la más estimada, y que se prestaba mucho a las sagaces observaciones filosóficas del rey.

¿Decíais, pues, caballero…? murmuró el rey.

Que estoy muy inquieto, señor.

¿De veras? ¿Habéis visto acaso en sueños siete vacas gordas y siete flacas?

No, señor, pues esto anunciaría solamente siete años de abundancia y otros siete de hambre, que con un rey tan previsor como Vuestra Majestad no se deben de temer.

Pues ¿qué otros cuidados os apenan, mi querido Blacas?

Creo, señor, y lo creo fundamentalmente, que se va formando una tempestad hacia el lado del Mediodía.

Y bien, mí querido conde respondió Luis XVIII; os creo mal informado, y sé positivamente que hace muy buen tiempo allá abajo.

Aunque hombre de talento, Luis XVIII gustaba a veces de burlarse.

Señor dijo el señor de Blacas, aunque no fuese sino para tranquilizar a un fiel servidor, ¿no podría Vuestra Majestad enviar al Languedoc, a la Provenza y al Delfinado hombres fíeles que informaran sobre la situación política de aquellas tres provincias.

Canimus surdis respondió el rey, prosiguiendo en sus notas a Horacio.

Señor repuso el cortesano, sonriéndose para dar a entender que comprendía el hemistiquio del poeta de Venusa; señor, Vuestra Majestad puede confiar en el espíritu público reinante en Francia; pero yo creo tener también mis razones para temer alguna tentativa desesperada.

¿De quién?

De Bonaparte, o por lo menos, de sus partidarios.

Mí querido Blacas dijo el rey, vuestros temores no me dejan trabajar.

Y vos, señor, con vivir tan tranquilo, me quitáis el sueño.

Esperad, esperad. Se me ocurre una excelente nota acerca de aquello del Pastor cum traheret. Ya continuaréis luego.

Hobo un momento de silencio, durante el cual Luis XVIII escribió con una letra todo lo microscópica que pudo, una nota nueva al margen de su Horacio, y dijo luego, levantándose con la satisfacción del que se imagina haber concebido una idea, cuando no ha hecho sino comentar las de otro:

Proseguid, querido conde, proseguid.

Señor dijo Blacas, que por un momento abrigó la esperanza de explotar a Villefort en su favor, obligado me veo a deciros que no son simples rumores lo que sin fundamento me inquieta. Un hombre merecedor de mi confianza, un hombre de saber, a quien he dado el encargo de vigilar el Mediodía (el conde vaciló al pronunciar estas palabras), llega en posta en este mismo instante a decirme: «El rey está amenazado de un gran peligro.» Por eso he venido a advertiros, señor.

Mala ducis avi domum continuó anotando Luis XVIII.

¿Me ordena Vuestra Majestad que no insista en eso otra vez?

No, mi querido conde, pero alargad la mano.

¿Cuál?

La que queráis…, ahí a la izquierda…

¿Aquí, señor?

Dígoos que a la izquierda y buscáis a la derecha… guise decir a mi izquierda. Hallaréis ahí un informe del ministro de policía con fecha de ayer. Pero, ¡calla!, aquí aparece en persona el señor Dandré… ¿No habéis dicho que era el señor Dandré? exclamó Luis XVIII dirigiéndose al ujier, que en efecto acababa de anunciar al ministro de la policía.

Sí, señor, el barón de Dandrérepuso el ujier.

Justamente repuso Luis XVIII con imperceptible sonrisa. Entrad, barón, entrad, y decid al duque lo que sepáis más reáente del señor de Bonaparte. No disimuléis la gravedad de la situación, si la tiene, sea lo que fuere… Veamos: ¿es en efecto la isla de Elba un volcán pronto a vomitar sobre nosotros las llamas de la guerra: bella, horrida bella?

El señor Dandré pavoneóse con gracia, apoyando las manos en el respaldo de un sillón, y contestó:

¿Se ha dignado Vuestra Majestad pasar los ojos por mi informe de ayer?

Sí, sí, pero decídselo al conde, decidle lo que reza este informe, que no puede encontrar. Explicadle lo que hace el usurpador en su isla.

Señor dijo el barón al conde, todos los vasallos de Su Majestad deben de regocijarse con las noticias que tenemos de la isla de Elba. Bonaparte…

Y el señor Dandré fijó los ojos en Luis XVIII, que, ocupado en escribir una nota, no levantó la cabeza.

Bonaparte continuó el barón se aburre mucho, y pasa los días de sol a sol viendo trabajar a los mineros de PortoLongonne.

Y se rasca para distraerse añadió el monarca.

¿Se rascal preguntó el conde; ¿qué quiere decir Vuestra Majestad?

¿Olvidáis, mi querido conde, que ese coloso, ese héroe, ese semidiós sufre de una enfermedad cutánea que le consume?

Y hay más, señor conde continuó el ministro de policía: estamos casi seguros de que dentro de poco tiempo estará loco,

¿Loco?

De remate: su cabeza se debilita. Tan pronto llora a mares como ríe a carcajadas. Otras veces se pasa las horas muertas arrojando al agua piedrecitas, y al verlas rebotar en la superficie se queda tan satisfecho como si hubiera ganado otro Marengo a otro Austerlitz. No me negaréis que éstos son síntomas de locura.

O de sobrado juicio, señor barón dijo Luis XVIII riendo; arrojando piedrecitas a la mar se solazaban los grandes capitanes del tiempo antiguo. Leed si no en Plutarco la vida de Escipión el Africano.

A la vista de estos dos hombres tan tranquilos, el señor de Blacas vaciló unos instantes; porque Villefort no había querido decirle todo lo que sabía, sino lo que bastaba a alarmarle, para no perder todo el valor de su secreto.

Vamos, vamos, Dandré dijo Luis XVIII, Blacas aún no está convencido. Contadle la conversión del usurpador.

El ministro de policía se inclinó.

¿Conversión del usurpador? murmuró el conde mirando al rey y a Dandré. ¿El usurpador se ha convertido?

Del todo, querido conde.

Pero ¿a qué?

A los buenos principios. Vamos, explicádselo, barón.

Escuchad, pues… dijo el ministro con mucha gravedad. Hace unos días, ha pasado Napoleón una revista, en que dos o tres de sus viejos gruñones, como él los llama, manifestaron deseos de volver a Francia, en lo que consintió exhortándoles a servir a su buen rey. Tales fueron sus propias palabras, señor conde, lo sé de buena tinta.

Y ahora, Blacas, ¿qué diréis? exclamó el triunfante monarca dejando de compulsar el volumen que tenía abierto delante de él.

Digo, señor, que o el ministro de policía o yo nos equivocamos; peso como es imposible que el equivocado sea él, que tiene el cargo de velar por Vuestra Majestad, es más probable que yo lo sea. No obstante, señor, yo en lugar vuestro interrogaría por mí mismo a la persona que aludo; y por mi parte insistiré en que siga Vuestra Majestad este consejo.

Enhorabuena, conde. Presentádmelo y lo recibiré; pero con las armas en la mano. Señor ministro, ¿tenéis algún parte de fecha más moderna que éste, que es del 20 de febrero y estamos a 3 de marzo?

No, señor; pero lo estaba esperando de un momento a otro, cuando salí esta mañana, y es posible que haya llegado durante mi ausencia.

Id, pues, a la prefectura, y si no ha llegado…, ejem…, ejem… dijo riendo Luis XVIII, inventad uno. ¿Sería la primera vez…? ¿Eh?

¡Oh, señor! dijo el ministro, a Dios gracias, nada hay que inventar en cuanto a eso; porque todos los días nos llueven denuncias, y muy detalladas, de infelices que creen hacer un servicio y esperan que se les pague. La mayor parte ven visiones; pero esperan que la casualidad las convierta hoy o mañana en realidad.

Está bien, id, y tened en cuenta que os espero dijo el rey Luis XVIII.

No haré sino it y volver. Antes de diez minutos estoy de vuelta.

Yo, señor, voy en busca de mi mensajero dijo el señor de Blacag.

Aguardad, aguardad un instante respondió Luis XVIII. A decir verdad, conde, debo cambiaros las armas del escudo: pondréis desde ahora un águila volando con una presa entre sus garras que pugna en vano por escapársele, y esta divisa: Tenax.

Ya escucho, señordijo impaciente el señor de Blacas.

Quería consultaros sobre este pasaje: Molli fugies anhelitu…, ya sabéis…, se trata del ciervo que huye del lobo. ¿No sois cazador, y de lobos? Entonces, ¿qué os parece el molli anhelitu?

¡Admirable, señor!, pero mi hombre es como el ciervo de que habláis. En tres días escasos ha recorrido doscientas veinte leguas, en silla de posta.

Buena tontería, cuando el telégrafo sin cansarse nada gasta tres o cuatro horas solamente.

¡Ah, señor!, qué mal pagáis a ese pobre joven, que viene tan apresurado a dar a Vuestra Majestad un aviso útil. Aunque no sea sino por el señor de Salvieux que me lo recomienda, os ruego que le recibáis bien.

¿El señor de Salvieux, el chambelán de mi hermano?

El mismo.

Está efectivamente en Marsella.

Desde allí me ha escrito,

¿Os habla también de esa conspiración?

No; pero me recomienda al señor de Villefort, encargándome que le traiga a la presencia de Vuestra Majestad.

¡El señor de Villefort! exclamó el rey. ¿Ese mensajero es el señor de Villefort?

Sí, señor.

¿Y es el que viene de Marsella?

En persona.

¿Por qué no me dijisteis su nombre desde un principio? exclamó el rey, cuyo semblante reflejó de repente cierto aire de inquietud.

Creía que os era desconocido.

No, no, Blacas; es un hombre de talento, de miras elevadas y sobre todo ambicioso. Me parece que vos conocéis de nombre a su padre.

¿A su padre?

Sí, a Noirtier.

¿Noirtier, el girondino? ¿Noirtier, el senador?

Exacto.

¡Y Vuestra Majestad emplea al hijo de semejante hombre!

Blacas, amigo mío, vos no sabéis vivir. ¿No os dije que Villefort es ambicioso? Por medrar sacrificará hasta a su padre.

Conque ¿le traigo?

En seguida, en seguida… ¿Dónde está?

Debe de esperarme abajo, en su carruaje.

Id a buscarle.

Voy en seguida.

El conde salió de la cámara con la rapidez de un joven, porque su sincero realismo le prestaba el ardor propio de los veinte años, y se

quedó Luis XVIII solo, volviendo a hojear el libro entreabierto y murmurando:

Justum et tenacem propositi virum.

Con la misma rapidez volvió el señor de Blacas; pero en la antecámara se vio obligado a invocar la autoridad del rey, porque el traje empolvado y no conforme a la etiqueta de Villefort alarmó al señor de Brezé, que no comprendía cómo un hombre pudiera atreverse a presentarse al rey de aquella manera.

Pero el conde allanó todos los obstáculos con esta sola frase: Por orden de Su Majestad; y a pesar de cuantas reflexiones hizo el maestro de ceremonias, penetró Villefort en la cámara regia.

El rey se hallaba sentado donde le dejara Blacas, por lo que al abrir la puerta Villefort hallóse frente a frente del monarca. En el primer momento, el joven magistrado se detuvo, titubeando.

Entrad, señor de Villefort le dijo el rey, entrad.

Saludó el sustituto adelantándose algunos pasos y esperando que le interrogaran.

Señor de Villefort continuó Luis XVIII, asegura el señor de Blacas que tenéis que hacernos importantes revèlaciones.

Señor, el conde tiene razón, y espero que Vuestra Majestad se la dará también por su parte.

Pero, ante todo, decidme, ¿es en vuestra opinión el mal tan grave como me lo quieren hacer creer?

Señor, yo lo creo gravísimo, pero no irreparable, merced a mis precauciones. Así lo espero.

Hablad, hablad todo lo que queráis, caballero dijo el rey, que empezaba a contagiarse del temor del señor Blacas y del que revelaba también la voz de Villefort; hablad y, sobre todo, comenzad por el principio, porque me gusta el orden en todas las cosas.

Señor dijo Villefort, haré a Vuestra Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación.

Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con benevolencia.

Señor continuó, he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Vuestra Majestad que en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares a insignificantes, como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Vuestra Majestad. Señor, el usurpador se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En estos momentos debe de

haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Vuestra Majestad no ignora que el soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia.

Sí, lo sé, caballero dijo el rey muy conmovido, y hace poco nos avisaron de que en la calle de Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continuad, os lo ruego. ¿Cómo obtuvisteis esas noticias?

Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás vigilaba. Le hice prender el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tened presente, señor, que copio el interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima.

¿Y qué ha sido de ese hombre? preguntó Luis XVIII.

Está preso, señor.

Así, pues, ¿os parece tan grave el asunto?

Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi boda, y lo he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Vuestra Majestad mis temores y mi adhesión.

Es cierto dijo Luis XVIII. ¿No existía un proyecto de matrimonio entre vos y la señorita de SaintMeran?

Hija de uno de los más fieles servidores de Vuestra Majestad.

Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort.

Temo que sea más que un complot, una conspiración.

Una conspiración en estos tiempos repuso sonriendo Luis XVIII, es cosa muy fácil de proyectar, pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono de nuestros abuelos, estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilizaos pues, caballero; mas no por eso estéis menos seguro de nuestra real gratitud.

Aquí está el señor barón de Dandré exclamó en esto el conde de Blacas.

En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.

Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas.

Capítulo once

El ogro de Córcega

Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII rechazó violentamente la mesa a que estaba sentado.

¿Qué tenéis, señor barón? exclamó. ¡Estáis turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Blacas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?

Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.

Señor… balbució el barón.

Acabad dijo Luis XVIII.

Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.

¿No hablaréis? dijo.

¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.

Caballero dijo Luis XVIII, os mando que habléis.

Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.

¿Dónde? preguntó el rey vivamente.

En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan.

¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia… ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco.

¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.

Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.

¡En Francia! exdamó. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?

¡Oh, señor! exclamó el conde de Blacas, a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía. Este es todo su crimen.

Pero… dijo Villefort, y repuso al momento reportándose. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Vuestra Majestad excusarme.

Hablad, caballero, hablad libremente contestó el rey Luis XVIII. Ya que nos habéis prevenido del mal, ayudadnos a buscarle el remedio.

Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.

Sin duda dijo el ministro; pero viene por Gap y Sisteron.

¡Viene! exclamó Luis XVIII. ¿Viene a París?

El silencio del ministro equivalía a una confesión.

¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? preguntó el rey a Villefort.

Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.

Vamos murmuró Luis XVIII, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?

Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ignorodijo el ministro de policía.

¡No lo sabéis! ¿No os habéis informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante añadió el rey con una sonrisa irónica.

No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el usurpador.

¿Por qué medio habéis recibido ese despacho?

El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su semblante.

Por el telégrafo, señor dijo Dandré.

Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido de cólera:

¡Conque una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hombre, conque un milagro de Dios me ha restituido el trono de mis padres tras veintitrés años de exilio, conque he estudiado, sondeado y analizado en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce de mis anhelos, el mismo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme!

Señor, es la fatalidad… murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras.

¿De modo que es verdad lo que murmuraban nuestros enemigos? ¿Nada hemos aprendido? ¿Nada hemos olvidado? Si me vendiesen como a él le vendieron, me consolaría; pero estar rodeado de personas encumbradas por mí, que deben velar por mí, con más cuidado que por ellas mismas, porque mi fortuna es su fortuna, porque no eran nada antes que yo subiese al trono, porque nada serán si yo caigo, y caer, y por torpeza, y por incapacidad. ¡Ah! ¡Cuánta razón tenéis, señor mío, la fatalidad… !

El ministro se inclinaba bajo el peso de tan terrible anatema; Blacas se limpiaba la frente cubierta de sudor, y Villefort, viendo crecer su importancia, estaba satisfecho en su fuero interno.

¡Caer…! prosiguió Luis XVIII, que de una sola mirada sondeó el abismo que amenazaba tragar su trono. ¡Caer! ¡Y saber por el telégrafo la noticia! ¡Oh!, mejor quisiera subir al cadalso de mi hermano Luis XVI, que bajar así las escaleras de las Tullerías, expuesto de ese modo al ridículo… ¿Sabéis, caballero, lo que el ridículo puede en Francia? No lo sabéis, aunque debíais de saberlo.

Señor, ¡señor! murmuró el ministro, ¡por piedad!

Acercaos, señor de Villefort continuó el rey encarándose con el joven, que de pie y un tanto retirado observaba el desarrollo de esta conversación, en que se trataba el destino de un reino, acercaos y decid a este caballero que pudo saber antes lo que no supo.

Señor, era materialmente imposible adivinar proyectos que el usurpador ocultaba a todo el mundo.

¡Materialmente imposible! ¡Gran palabra! Desgraciadamente hay palabras tan grandes como grandes hombres: ya conozco a ellas y a ellos. ¡Imposible a un ministro que cuenta con una administración, con oficinas, con agentes, con gendarmes, con espías, con un millón y quinientos mil francos de fondos secretos, imposible saber lo que pasa a sesenta leguas de las costas de Francia! Pues oíd: este caballero no contaba con ninguno de tales recursos; este caballero, simple magistrado, sabía más que vos con toda vuestra policía, y hubiese salvado mi corona a tener como vos el derecho de dirigir un telégrafo.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35
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