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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 30)


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Pero, en fin dijo Danglars, que con un talento mediocre parecía abrumado bajo el peso de aquella implacable lógica, cuya calma reflejaba tanta premeditación y firmeza de voluntad, ¿la razón de vuestra negativa, Eugenia?

La razón replicó la joven no es que ese hombre sea más feo, tonto o desagradable que otro cualquiera, no. El señor conde Cavalcanti puede pasar entre los que miran a los hombres por la cara y el talle por un buen modelo. No es porque mi corazón esté menos interesado por ése que por otro. Ese sería motivo digno de una chiquilla, que considero como indigno de mí. No amo a nadie, lo sabéis, ¿no es cierto? No veo por qué sin una necesidad absoluta

iré a obstaculizar mi vida con un compañero eterno. ¿No dice el sabio: nada de más, y en otra parte: Llevadlo todo con vos mismo? Me enseñaron estos dos aforismos en latín y en griego, el uno creo es de Fedro y el otro de Bias. Pues bien, mi querido padre, en el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el naufragio eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi voluntad, dispuesta a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente libre.

¡Desgraciada! dijo Danglars palideciendo, porque conocía por experiencia la fuerza del obstáculo que encontraba.

¿Desgraciada decís, señor? repitió Eugenia, al contrario, y la exclamación me parece teatral y afectada. Más bien dichosa, porque os pregunto, ¿qué me falta? El mundo me encuentra bella, y esto basta para que me acoja favorablemente; me gusta que me reciban bien, eso hace tomar cierta expansión a las fisonomías, y los que me rodean me parecen entonces menos feos. Tengo algo de talento y cierta sensibilidad relativa, que me permite aproveche lo que considero bueno de la existencia general, para hacerlo entrar en la mía como el mono cuando rompe una nuez para sacar lo que contiene. Soy rica, porque poseéis una de las mayores fortunas de Francia, y soy vuestra única hija, y no sois tenaz hasta el punto en que lo son los padres de la Puerta de San Martín y de la Gaité, que desheredan a sus hijas porque no quieren darles nietos. Además, la previsora ley os ha quitado el derecho de desheredarme, al menos del todo, como os ha arrebatado la facultad de obligarme a casarme con éste o con el otro. Así, pues, bella, espiritual, dotada de algún talento, como dicen en las óperas cómicas, y rica, siendo esto la dicha, ¿por que me llamáis desgraciada, señor?

Viendo Danglars a su hija risueña y altanera hasta la insolencia, no pudo contener un movimiento de brutalidad, que se manifestó con un grito, pero fue el único. Bajo el poder de la inquisitiva mirada de su hija, y ante sus hermosas cejas negras un poco fruncidas, se volvió con prudencia y se calmó, domado por la mano de hierro de la circunspección.

En efecto, hija mía, sois todo lo que acabáis de decir excepto una cosa; no quiero deciros bruscamente cuál, prefiero que la adivinéis.

Eugenia miró a su padre, sorprendida de que quisiese quitarle una flor de las de la corona de orgullo que acababa de poner sobre su cabeza.

Hija mía continuó el banquero, me habéis explicado muy bien cuáles son los sentimientos que presiden a las descripciones de una joven como vos, cuando ha decidido que no se casará. Ahora voy a deciros los motivos que tiene un padre como yo para decidir que su hija se case.

Eugenia se inclinó, no como hija sumisa, sino como adversario dispuesto a discutir y que se mantiene a la expectativa.

Hija mía continuó Danglars, cuando un padre pide a su hija que se case, siempre tiene alguna razón para desear su matrimonio. Los unos tienen la manía que decíais ha un momento, verse renacer en sus nietos. Empezaré por deciros que no tengo esa debilidad, los goces de familia me son casi indiferentes. Puedo confesarlo así a una hija bastante filósofa para comprender esta indiferencia, sin reprocharme por ello como si se tratara de un crimen.

Sea en buena hora dijo Eugenia, hablemos francamente, así me gusta.

¡Oh!, veis que sin participar en tesis general de vuestra simpatía por la franqueza, me someto a ella como creo que las circunstancias lo requieren. Proseguiré, entonces. Os he propuesto un marido, no por vos, porque en verdad era lo que menos pensaba en aquel momento. Amáis la franqueza, pues ya veis. Os lo propuse, porque tengo necesidad de que toméis ese esposo, lo más pronto posible, para ciertas combinaciones comerciales que pienso efectuar en estos momentos.

Eugenia hizo un movimiento.

Como os lo digo, hija mía, y no debéis tomarlo a mal, porque vos misma me obligáis a ello. Es bien a pesar mío que entro en estas explicaciones aritméticas con una artista como vos, que teme penetrar en el despacho de un banquero, por no recibir impresiones desagradables o antipoéticas; pero en aquel despacho de banquero donde entrasteis anteayer para pedirme los mil francos que os entrego mensualmente para vuestros caprichos, sabed, mi querida, que se aprenden mochas cosas útiles, hasta las jóvenes que no quieren casarse. Se aprende, por ejemplo, y os lo diré en este salón por miedo de vuestros nervios, se aprende que el crédito de un banquero es su vida moral y física; que ese crédito sostiene al hombre como el alma anima al cuerpo, y el señor de Montecristo me hizo ayer un discurso que no olvidaré jamás. Se aprende que, a medida que el crédito se retira, el cuerpo llega a ser un cadáver, y eso le sucederá dentro de poco al banquero que se precia de ser padre de una hija de tan buena lógica.

Eugenia alzó la cabeza con orgullo.

¡Arruinado! dijo.

Vos decís la expresión exacta dijo Danglars metiendo la mano

por entre el chaleco, conservando, sin embargo, en su ruda fisonomía la sonrisa de un hombre sin corazón, pero que no carecía de talento. Arruinado; sí, eso es.

¡Ah! dijo Eugenia.

Sí, arruinado; y bien: he aquí conocido ese secreto lleno de horror, como dice el poeta trágico. Ahora escuchad cómo esta desgracia puede no ser tan grande, no diré para mí, sino para vos.

¡Oh! repuso Eugenia, sois muy mal fisonomista, si os figuráis que siento por mí el desastre que acabáis de contarme. Arruinada yo, ¿y qué me importa? ¿No me queda mí talento? ¿No puedo, como la Pasta, la Malibrán y la Grisi, adquirir lo que vos jamás podríais darme, fuese cual fuese vuestra fortuna? Ciento o ciento cincuenta mil libras de renta, que deberé únicamente a mis propios esfuerzos, y que en lugar de llegar a mis manos como esos miserables dote mil francos que me dais, reprochándome mi prodigalidad, llegarán acompañados de aclamaciones, aplausos y flores. Y aun cuando no tuviese ese talento, del que dudáis, según vuestra sonrisa, ¿no me quedará aún ese furioso amor de independencia, que vale para mí más que todas las riquezas, y que domina en mí hasta el instinto de conservación? No, no lo siento por mí; sabré siempre salir del paso; mis libros, mis pinceles y mi piano, cosas que no cuestan caras, y que podré comprar siempre, me bastan. Pensaréis quizá que me aflijo por la señora Danglars: desengañaos; o estoy muy equivocada, o mi madre ha tornado sus precauciones contra el desastre que os amenaza y que pasará sin alcanzarle; se ha puesto al abrigo, y sus cuidados no le han impedido el pensar seriamente en su fortuna; a mí me ha dejado toda mi independencia, bajo el pretexto de mi amor a la libertad; mochas cosas he visto desde que era niña, y todas las he comprendido; la desgracia no hará en mí más impresión que la que merece; desde que nací no he conocido que me amase nadie, y así a nadie amo; he aquí mi profesión de fe.

Conque, entonces, señorita, ¿os empeñáis en querer consumar mi ruina? dijo Danglars, pálido de una cólera, que no provenía de la autoridad paterna ofendida.

¿Consumar vuestra ruina? ¿Yo…? dijo Eugenia, no lo entiendo.

Tanto mejor; eso me da alguna esperanza. Escuchad.

Os escucho dijo Eugenia, mirando tan fijamente a su padre, que fue necesario que éste hiciese un esfuerzo para no bajar los ojos ante la poderosa mirada de la joven.

El señor de Cavalcanti se casa con vos, y al casarse os trae tres millones que coloca en mi banco.

¡Ah!, muy bien dijo Eugenia con olímpico desdén, jugando con sus dedos, y alisando uno contra otro sus guantes.

¿Pensáis que os haré un mal si tomo esos tres millones? No; están destinados a producir más de diez; he obtenido con otro banquero, un compañero y amigo, la concesión de un ferrocarril, única industria cuyos resultados son fabulosos hoy día; dentro de ocho días debo depositar cuatro millones, y, os lo repito, me producirán diez o doce.

Pero durante la visita que os hice anteayer, y de la que tenéis la bondad de acordaros dijo Eugenia, os vi poner en caja cinco millones y medio en dos bonos del Tesoro; y por cierto, os admirabais de que no me llamase la atención un papel que tanto valía.

Sí, pero esos cinco millones y medio no son míos únicamente, y sí una prueba de confianza que se tiene en mí; mi título de banquero popular me ha valido la de los hospitales, y a ellos pertenecen los cinco millones y medio; en otro tiempo no hubiera titubeado en emplearlos, pero hoy se saben las grandes pérdidas que he sufrido; y, como os he dicho, el crédito empieza a alejarse de mí. De un momento a otro puede la administración reclamar este depósito, y si lo he empleado, me veo en el caso de hacer una bancarrota vergonzosa. Yo desprecio las bancarrotas, creedlo; pero no las que enriquecen, sino las que arruinan. Si os casáis con Cavalcanti y tomo los tres millones de dote, o si al menos se cree que voy a tomarlos, mi crédito se restablecerá, y mi fortuna, que desde hace uno o dos meses se hunde en un abismo abierto bajo mis pies, por una fatalidad inconcebible, vuelve a consolidarse. ¿Me entendéis?

Perfectamente: ¿me empeñáis por tres millones?

Cuanto mayor sea la suma, más lisonjero debe ser ello para vos, pues da una idea de vuestro valor.

Gracias. Una palabra aún: ¿me prometéis serviros de la dote que debe llevar Cavalcanti, pero sin tocar a la cantidad? No lo hago por egoísmo, sino por delicadeza. Os ayudaré a reedificar vuestra fortuna, pero no quiero ser cómplice en la ruina de otros.

Pero si os digo que esos tres millones…

Creéis salir adelante sólo con el crédito, y sin tocar a esos tres millones?

Así lo espero, pero con la condición de que el matrimonio habrá de consolidar mi crédito.

¿Podéis pagar a Cavalcanti los quinientos mil francos que me dais por mi dote?

Al volver de la municipalidad los tomará.

Bien.

¿Qué queréis decir con ese «bien»?

Que al pedirme mi firma me dejáis dueña absoluta de mi persona. ¿No es eso?

Exacto.

Entonces, bien, como os decía, estoy pronta a casarme con Cavalcanti.

¿Pero cuáles son vuestros proyectos?

¡Ah!, es mi secreto: ¿cómo podría mantenerme en superioridad sobre vos si conociendo el vuestro os revelase el mío?

Danglars se mordió los labios.

Así, pues dijo, haced las visitas oficiales que son absolutamente indispensables: ¿Estáis dispuesta?

Sí.

Ahora me toca deciros: ¡Bien!

Y Danglars tomó la mano de su hija, que apretó entre las suyas; pero ni el padre osó decir «gracias, hija mía», ni la hija tuvo una sonrisa para su padre.

¿La entrevista ha terminado? preguntó Eugenia levantándose.

Danglars indicó con la cabeza que no tenía más que decir.

Cinco minutos después el piano sonaba bajo los dedos de la señorita de Armilly, y Eugenia entonaba « La maldición de Brabancio a Desdémona».

Al final entró Esteban, y anunció que los caballos estaban enganchados y la baronesa esperaba.

Hemos visto a las dos ir a casa de Villefort, de donde salieron a proseguir sus visitas.

Tres días después de la escena que acabamos de referir, es decir, hacia las cinco de la tarde del día fijado para firmar el contrato de la señorita Eugenia Danglars y el conde Cavalcanti, que el banquero se empeñaba en llamar príncipe, una fresca brisa hacía mover las hojas de los árboles del jardín que daba acceso a la casa del conde de Montecristo, y cuando éste se disponía a salir, y sus caballos le esperaban piafando, refrenados por el cochero, sentado hacía ya un cuarto de hora en su sitio, el elegante faetón, que ya conocen nuestros lectores, arrojó, más bien que dejó bajar, al conde de Cavalcanti, tan dorado y pagado de sí mismo como si fuese a casarse con una princesa.

Preguntó por la salud del conde con aquella franqueza que le era habitual, y subiendo en seguida al primer piso, se encontró con él al fin de la escalera.

Al ver al joven, se detuvo Montecristo, pero Cavalcanti estaba llamando, y ya nada le detenía.

¡Eh!, buenos días, mi querido señor de Montecristo dijo al conde.

¡Ah! exclamó éste con su voz medio burlona, señor mío, ¿cómo estáis?

Perfectamente, ya lo veis: vengo a hablaros de mil cosas; pero, ante todo, ¿salíais o entrabais?

Salía.

Entonces, para no deteneros subiré en vuestro carruaje, y Tom nos seguirá conduciendo el mío.

No dijo con una leve sonrisa de desprecio el conde, a quien no gustaba sin duda que el joven le acompañara, no; prefiero daros audiencia aquí: se habla mejor en un cuarto, y no hay cochero que sorprenda vuestras palabras.

El conde entró en uno de los salones del primer piso, se sentó y, cruzando sus piernas, hizo señas a Cavalcanti para que acercase un sillón. El joven asumió un aire risueño.

¿Sabéis, querido conde dijo, que la ceremonia se celebra esta noche? A las nueve se firma el contrato en casa del futuro suegro.

¡Ah! ¿De veras? dijo Montecristo.

¡Cómo! ¿No lo sabíais, no os ha prevenido el señor Danglars?

Sí; recibí ayer una carta, pero me parece que no indica la hora.

Es posible que se le haya olvidado.

Y bien dijo el conde, ya sois dichoso, señor Cavalcanti; es una de las mejores alianzas, y además, la señorita de Danglars es bonita.

Sí respondió Cavalcanti con modestia.

Y, sobre todo, es muy rica; al menos, según creo.

¡Muy rica! ¿Vos lo creéis? repitió el joven.

Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su fortuna.

Y confiesa que posee de quince a veinte millones dijo Cavalcanti, en cuyos ojos brillaba la alegría.

Sin contar añadió Montecristo que está en vísperas de entrar en una negociación, ya muy usada en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero que en Francia es completamente nueva.

Sí, sí; sé de lo que queréis hablar, del camino de hierro, cuya adjudicación acaba de obtener, ¿no es eso?

Exacto. Ganará en ella por lo menos diez millones.

¡Diez millones!, es magnífico decía Cavalcanti, a quien embriagaban las doradas palabras del conde.

Aparte de que toda esa fortuna será vuestra un día, y que es

justo, pues la señorita de Danglars es hija única: vuestra fortuna, al menos vuestro padre me lo ha dicho, es casi igual a la de vuestra futura; pero dejemos por un momento las cuestiones de dinero; ¿sabéis, señor Cavalcanti, que habéis conducido admirablemente este asunto?

Sí, no muy mal respondió el joven; yo había nacido para ser diplomático.

Pues bien, entraréis en la diplomacia. Ya sabéis que no es cosa que se aprenda, es instintiva… ¿Tenéis interesado el corazón?

En verdad, lo temo respondió el joven con tono teatral.

¿Y os ama?

Preciso es que me ame un poco cuando se casa; sin embargo, no olvidemos una cosa esencial.

¿Cuál?

Que me han ayudado eficazmente en ese asunto.

¡Bah!

De veras lo digo.

¿Las circunstancias?

No; vos mismo.

¡Yo! Dejadme en paz, príncipe dijo Montecristo recalcando singularmente el título. ¿Qué he hecho yo por vos? ¿Vuestro nombre y vuestra posición social no bastan?

No dijo el joven; no, y por más que digáis, señor conde, yo sostendré que la posición de un hombre como vos ha hecho más que mi nombre, mi posición social y mi mérito.

Os equivocáis dijo con frialdad Montecristo, que conocía la perfidia del joven, y adónde iban a parar sus palabras mi protección la habéis adquirido merced al nombre de la influencia y fortuna de vuestro padre; jamás os había visto, ni a vos ni a él, y mis dos buenos amigos, lord Wilmore y el abate Busoni, fueron los que me procuraron vuestro conocimiento, que me ha animado, no a serviros de garantía, pero sí a patrocinaros, y el nombre de vuestro padre, tan conocido y respetado en Italia; por lo demás, yo personalmente no os conozco.

Aquella calma, aquella libertad tan completa, hicieron comprender a Cavalcanti que estaba cogido por una mano fuerte y no era fácil quebrar el lazo.

¿Pero mi padre es dueño en realidad de esa gran fortuna, señor conde?

Así parece respondió Montecristo.

¿Sabéis si ha llegado la dote que me ha prometido?

He recibido carta de aviso.

¿Pero los tres millones?

Los tres millones están en camino, con toda probabilidad.

¿Pero los recibiré efectivamente?

Me parece que hasta el presente el dinero no os ha faltado.

Cavalcanti se sorprendió tanto que permaneció un momento pensativo; luego dijo:

Me falta solamente pediros una cosa, y ésa la comprenderéis aun cuando deba no seros agradable.

Hablad dijo Montecristo.

Gracias a mi posición, estoy en relaciones con muchas personas de distinción, y en la actualidad tengo una porción de amigos; pero al casarme, como lo hago ante toda la sociedad parisiense, debo ser sostenido por un hombre ilustre, y a falta de mi padre, una mano poderosa debe conducirme al altar; mi padre no vendrá a París, ¿verdad?

Es viejo, está cubierto de llagas, y sufre una agonía en un viaje.

Lo comprendo; y ¡bien!, vengo a pediros una cosa.

¿A mí?

Sí, a vos.

¿Y cuál? ¡Dios mío!

Que le sustituyáis.

¡Ah!, mi querido joven; ¿después de las muchas conversaciones que he tenido la dicha de tener con vos, me conocéis tan mal que me pedís semejante cosa? Decidme que os preste medio millón, y aunque sea un préstamo raro, os lo daré. Sabed, y me parece que ya os lo he dicho, que el conde de Montecristo no ha dejado de tener jamás escrúpulos; mejor, las supersticiones de un hombre de Oriente en todas las cosas de este mundo; ahora bien, yo que tengo un serrallo en El Cairo, otro en Constantinopla y otro en Esmirna, ¿que presida un matrimonio?; eso no, jamás.

¿De modo que rehusáis?

Claro, y aunque fueseis mi hijo, aunque fueseis mi hermano, rehusaría lo mismo.

¡Ah! ¡Dios mío! dijo Cavalcanti desorientado, ¿cómo haré entonces?

Tenéis cien amigos, vos mismo lo habéis dicho.

Sí; pero el que me presentó en casa de Danglars, fuisteis vos.

Nada de eso; rectifiquemos los hechos: os hice comer en mi casa un día en que él comió también en Auteuil, y después os Presentasteis solo; es muy diferente.

Sí; pero habéis contribuido a mi bolo.

¡Yo!, en nada, creedlo, y acordaos de lo que os respondí cuando

vinisteis a rogarme que pidiese a la joven para vos; jamás contribuyo a ningún matrimonio; es un principio del que nunca me aparto.

Cavalcanti se mordió los labios.

Pero, al fin dijo, ¿estaréis presente al menos?

¿Todo París estará?

Desde luego.

Pues estaré como todo París dijo el conde.

¿Firmaréis el contrato?

No veo ningún inconveniente; no llegan a tanto mis escrúpulos.

En fin, puesto que no queréis condecerme más, preciso me será contentarme; pero una palabra aún, conde.

¿Qué más?

Un consejo.

Cuidado, un consejo es más que un favor.

¡Oh!, éste podéis dármelo sin comprometeros.

Decid.

¿El dote de mi mujer es de quinientos mil francos?

Eso es lo que me dijo el propio Danglars.

¿Debo recibirlo o dejarlo en las manos del notario?

Os diré lo que sucede generalmente cuando esas cosas se hacen con delicadeza. Los dos notarios quedan citados el día del contrato para el siguiente; en él cambian los dotes y se entregan mutuamente recibo; después de celebrado el matrimonio los ponen a vuestra disposición, como jefe de la comunidad.

Es que yo dijo el joven con cierta inquietud mal disimulada he oído decir a mi suegro que tenía intención de colocar nuestros fondos en ese famoso negocio del camino de hierro de que me hablabais hace poco.

Y bien repuso el conde, según asegura todo el mundo, es un medio de que vuestros capitales se tripliquen en un año. El barón Danglars es buen padre y sabe contar.

Vamos, pues, todo va bien, excepto vuestra negativa, que me parte el corazón.

Atribuidla solamente a mis escrúpulos, muy naturales en estas circunstancias.

Vaya dijo Cavalcanti, de todos modos, sea como queréis: hasta esta noche a las nueve.

Hasta luego.

Y a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuyos labios palidecieron, pero que conservó su sonrisa, el joven cogió una de sus manos, la apretó, montó en su faetón y desapareció.

Las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las nueve, las dedicó Cavalcanti a visitar a sus numerosos amigos, invitándolos a que se hallasen presentes a la ceremonia, y tratando de deslumbrarles con la promesa de acciones, que volvieron locos después a tantos, y cuya iniciativa pertenecía a Danglars.

En efecto, a las ocho y media de la noche, el gran salón de Danglars, las galerías y tres salones más estaban llenos de una multitud perfumada, a la que no atraía la simpatía, sino la irresistible necesidad de la novedad.

No hace falta decir que los salones resplandecían con la claridad de mil bujías y dejaban ver aquel lujo de mal gusto que sólo tenía en su favor la riqueza.

Eugenia Danglars estaba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de seda blanco, una rosa blanca medio perdida entre sus cabellos más negros que el ébano, componían todo su adorno, sin que la más pequeña joya hubiese tenido entrada en él. En sus ojos un mentís dado a cuanto podía tener de virginal y sencillo aquel cándido vestido.

La señora de Danglars, a treinta pasos de su hija, hablaba con Debray, Beauchamp y ChateauRenaud. Debray había vuelto a entrar en la casa para aquella solemnidad, pero como otro cualquiera y sin ningún privilegio especial.

Cavalcanti, del brazo de uno de los más elegantes dandys de la Opera, le explicaba impertinentemente, en atención a que era necesario ser bien atrevido para hacerlo, sus futuros proyectos y el progreso de lujo que pensaba hacer con sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.

La multitud se movía en aquellos salones como un flujo y reflujo de turquesas, rubíes y esmeraldas; como sucede siempre, las más viejas eran las más adornadas, y las más feas las que se exhibían con más obstinación. Si había algún blanco lirio o alguna rosa suave y perfumada, era preciso buscarlas en un rincón apartado, custodiadas por una vigilante madre o tía.

A cada instante, en medio de un tumulto y risas se oía la voz de un servidor, que anunciaba un nombre conocido en la Hacienda, respetado en el Ejército o ilustre en las Letras: veíase entonces un ligero movimiento en los grupos; pero para uno que fijase la atención, cuántos pasaban inadvertidos o burlados.

En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba a Endimión dormido, señalaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el nombre del conde de Montecristo resonó también, y como impelida por un rayo eléctrico, toda la concurrencia se volvió hacia la puerta.

El conde venía vestido de negro, con su sencillez habitual; su chaleco blanco destacaba perfectamente las formas de su hermoso y noble pecho, su corbata negra hacía resaltar la palidez de su rostro; llevaba sobre el chaleco una cadena de oro sumamente fina.

Formóse inmediatamente un círculo alrededor de la puerta. De una ojeada divisó el conde a la señora de Danglars en un lado del salón, a Danglars en el opuesto, y delante de él a Eugenia.

Acercóse a la baronesa, que hablaba con la señora de Villefort, que había venido sola, porque Valentina aún no se hallaba restablecida; y sin variar de camino, porque todos le abrían paso, se dirigió de la baronesa a Eugenia, a quien cumplimentó en términos tan rápidos y reservados, que llamaron la atención de la orgullosa artista. Encontrábase a su lado Luisa de Armilly, que dio gracias al conde por las cartas de recomendación que había tenido la bondad de darle para Italia, y de las que pensaba muy pronto hacer uso. Al separarse de aquellas señoras, se encontró con Danglars, que se había acercado para darle la mano.

Cumplidos aquellos tres deberes de sociedad, se detuvo Montecristo , paseando a su alrededor aquella mirada propia de la gente del gran mundo y que parece decir a los demás: he hecho lo que debía; ahora, que los demás hagan lo que deben.

Cavalcanti, que se hallaba en un salón contiguo, oyó el murmullo que la presencia de Montecristo había suscitado, y vino a saludar al conde. Hallóle rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras, como sucede siempre con aquellos que hablan poco y jamás dicen una palabra en vano.

En aquel momento entraron los notarios, y fueron a situarse junto a la dorada mesa cubierta de terciopelo, preparada para firmar el contrato. Sentóse uno de ellos y permaneció el otro a su lado en pie.

Iban a leer el contrato que la mitad de París presente a aquella solemnidad debía firmar: colocáronse todos; las señoras formaron círculo alrededor de la mesa, mientras los hombres, más indiferentes al estilo enérgico, como dice Boileau, hacían sus comentarios sobre la agitación febril de Cavalcanti, la atención de Danglars, la impasibilidad de Eugenia, y la manera frívola y alegre con que la baronesa trataba aquel importante asunto.

Leyóse el contrato en medio del silencio más profundo, pero concluida la lectura empezó de nuevo el murmullo, doble de lo que antes era: aquellas inmensas sumas, aquellos millones, que venían a completar los regalos de la esposa y las joyas exhibidas en una sala destinada a aquel objeto, habían doblado la hermosura de Eugenia a los ojos de los jóvenes, y el sol se oscurecía entonces ante ella.

Las mujeres, codiciando aquellos millones, consideraban, con todo, que no tenían necesidad de ellos para ser bellas.

Cavalcanti, rodeado de sus amigos, agasajado, adulado, empezaba a creer en la realidad del sueño que se había forjado: poco le faltaba para perder el juicio.

El notario tomó solemnemente la pluma, se levantó y dijo:

Señores, va a firmarse el contrato.

El barón debía firmar el primero, en seguida el apoderado del señor Cavalcanti padre, la baronesa, los futuros esposos, como se dice en ese lenguaje que es corriente en el papel sellado.

El barón tomó la pluma y firmó. En seguida lo hizo el apoderado de Cavalcanti padre.

La baronesa se asió del brazo de la señora de Villefort.

Amigo mío dijo tomando la pluma, ¿no es algo muy triste que un incidente imprevisto ocurrido en la causa de asesinato y robo de que faltó poco fuese víctima el señor de Montecristo, nos prive del placer de ver al señor de Villefort?

¡Oh! ¡Dios mío! dijo Danglars, de un modo que equivalía a decir: «me es absolutamente indiferente».

Tengo motivos dijo Montecristo acercándose para temer que soy la causa involuntaria de esta ausencia.

¡Cómo! ¿Vos, conde? dijo la señora Danglars firmando, cuidado, que si es así no os perdonaré.

Cavalcanti tenía el oído listo y atento.

No será mía la culpa dijo el conde, y por esto quiero manifestarla.

Escuchaban ávidamente a Montecristo, cuyos labios raras veces se desplegaban.

¿Recordáis dijo el conde en medio del más profundo silencio que el desgraciado que había venido a robarme y murió en mi casa fue asesinado al salir de ella por su cómplice, según creo?

Sí dijo Danglars.

Pues bien, al querer auxiliarle, le desnudaron y arrojaron sus vestidos no sé dónde; la justicia los recogió; pero al tomar la chaqueta y el pantalón, olvidó el chaleco.

Cavalcanti palideció visiblemente; veía formarse una nube en el horizonte, le parecía que la tempestad que en ella se escondía iba a descargar sobre él.

Pues bien, aquel chaleco se ha encontrado hoy, todo lleno de sangre y agujereado en el lado del corazón.

Las señoras dieron un grito; dos o tres se dispusieron a desmayarse.

Me lo trajeron, nadie podía adivinar de dónde provenía aquel harapo; solamente yo pensé que sería probablemente el chaleco de la víctima. Dé repente, registrando mi camarero con repugnancia y precaución aquella fúnebre reliquia, encontró un papel en el bolsillo y lo sacó; era una carta dirigida a vos, barón.

¿A mí? dijo Danglars.

¡Oh!, a vos; llegué a leer vuestro nombre, a pesar de las manchas de sangre que tenía el papel respondió Montecristo, en medio de la general sorpresa.

Pero preguntó la señora Danglars mirando a su marido, cómo impide eso al señor de Villefort…

Es muy sencillo, señora respondió Montecristo; el chaleco y la carta constituyen lo que se llama piezas de convicción, y los he enviado al procurador del rey. Bien conocéis, mi querido barón, que en materias criminales, las vías legales son las seguras. Quizá sería alguna trama urdida contra vos.

Cavalcanti miró fijamente a Montecristo y pasó al segundo salón.

Es posible dijo Danglars; ¿el hombre asesinado, no era un antiguo presidiario?

Sí respondió el conde, un antiguo presidiario llamado Caderousse.

Danglars palideció levemente. Cavalcanti salió del segundo salón, y fue a la antecámara.

Pero firmad, firmad dijo Montecristo. Veo que mis palabras han conmovido a todo el mundo; os pido perdón, señora baronesa, y a vos, señorita Danglars.

La baronesa, que acababa de estampar su firma, entregó la pluma al notario.

El señor príncipe de Cavalcanti dijo el Tabelión. Señor príncipe de Cavalcanti, ¿dónde estáis?

¡Cavalcanti! ¡Cavalcanti! repitieron los jóvenes, que habían llegado a tal intimidad con el italiano, que le llamaban por el apellido sin nombrarle por su título.

Llamad, pues, al príncipe, advertidle que le toca firmar dijo Danglars a un criado.

Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espantada hacia el salón principal, como si un espantoso monstruo hubiese invadido la habitación. Había motivo para huir, espantarse y gritar.

Un oficial de gendarmería colocaba a la puerta dos gendarmes, y se dirigía a Danglars precedido de un comisario de policía con su faja puesta.

La señora Danglars lanzó un grito y se desmayó.

Danglars, que se creía amenazado, porque ciertas conciencias jamás están tranquilas, ofreció a la vista de sus convidados un rostro descompuesto por el terror.

¿Qué ocurre, caballero? preguntó Montecristo dirigiéndose al comisario.

¿Cuál de ustedes, señores preguntó el magistrado sin responder al conde, se llama Andrés Cavalcanti.

Un grito de estupor se dejó oír por doquier.

Buscaron, preguntaron.

¿Pero quién es ese Cavalcanti? inquirió Danglars casi fuera de sí.

Un presidiario escapado de Tolón.

¿Y qué crimen ha cometido?

Se le acusa dijo el comisario con su voz impasible de haber asesinado al llamado Caderousse, su antiguo compañero de cadena, en el instante en que salía de robar en casa del señor conde de Montecristo.

El conde dio una rápida ojeada alrededor.

Cavalcanti había desaparecido.

Unos instantes después de la escena de confusión producida en los salones del señor Danglars por la inesperada aparición del oficial de gendarmería y por la revelación que había seguido, el inmenso palacio se había ido quedando vacío con la misma rapidez que habría ocasionado el anuncio de un caso de peste o de cólera morbo que se hubiera producido entre los invitados. En algunos minutos, por todas las puertas, por todas las escaleras, por todas las salidas, se apresuraron todos a retirarse o, mejor dicho, a huir; porque ésa era una de aquellas circunstancias en que incluso están de más aquellas palabras de consuelo que tan importunos hacen hasta a los mejores amigos en las grandes desgracias.

En la casa del banquero no había quedado más que el propio Danglars, encerrado en su despacho y prestando su declaración entre las manos del oficial de gendarmería. La señora de Danglars, aterrada en el tocador que ya conocemos, y Eugenia, que con la mirada altanera se había retirado a su cuarto, con su inseparable compañera, la señorita Luisa de Armilly.

En cuanto a los numerosos criados, todavía más numerosos en esta noche que de costumbre, porque se les había agregado con motivo de la fiesta los encargados de los helados, los cocineros y los reposteros del café de París, formaban corros en las cocinas y en sus cuartos, acusando a sus amos de lo que ellos llamaban su afrenta, cuidándose muy

poco del servicio, que por otra parte se encontraba naturalmente interrumpido.

En medio de todas las personas a quienes hacían estremecer distintos intereses, únicamente dos merecen que nos ocupemos de ellas: Eugenio Danglars y Luisa de Armilly.

Como hemos dicho, Eugenia retiróse con aire altanero, y con el paso de una reina ultrajada, seguida de su compañera, más pálida y más conmovida que ella. Al llegar a su cuarto, cerró la puerta por dentro, mientras Luisa cayó en su silla.

¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué horror! dijo la joven filarmónica. ¿Quién lo habría imaginado? El señor Cavalcanti…, un asesino…. un desertor de presidio…, un presidiario…

Una sonrisa irónica contrajo los labios de Eugenia.

Estaba predestinada dijo ¡Me escapo de un Morcef para caer en manos de un Cavalcantí!

¡Oh!, no confundas a uno con el otro, Eugenia.

Calla, todos los hombres son unos niños, y me alegro de tener motivo para hacer algo más que aborrecerlos, ahora los desprecio.

¿Qué vamos a hacer? preguntó Luisa.

¿Qué vamos a hacer?

Sí.

Lo que habíamos de hacer dentro de tres días…, marchar.

¡Cómo!, a pesar de que no lo cases, ¿quieres…?

Escucha, Luisa: detesto esta vida ordenada, acompasada y sujeta a reglas como nuestro papel de música. Lo que siempre he deseado, querido y ambicionado, es la vida de artista, la vida libre, independiente, en que una no depende más que de sí misma, y en que a nadie debe dar cuenta de sus actos. ¿Para qué me he de quedar? ¿Para qué tratar de nuevo de aquí a un mes de casarme? ¿Y con quién? ¿Con el señor Debray, quizá, como ya se pensó en ello? No, Luisa, no; la aventura de esta noche me servirá de pretexto.

Qué fuerte y animosa eres dijo la rubia y delicada joven a su morena compañera.

¿No me conocías aún? Vamos. Veamos, Luisa, hablemos de todos nuestros asuntos. La silla de posta.

Por suerte, hace tres días que se ha comprado.

¿La has hecho llevar al sitio donde debemos tomarla?

Sí.

¿Nuestro pasaporte?

Helo aquí.

Y Eugenia, con su natural aplomo, desdobló un papel impreso y leyó:

aEl señor León de Armilly, edad veinte años; profesión artista, pelo negro, ojos negros, viaja con su hermana.»

¡Magnífico! ¿Quién lo ha facilitado ese pasaporte?

Cuando fui a pedir al conde de Montecristo cartas para los directores de los teatros de Roma y Nápoles, le manifesté mis temores de viajar en calidad de mujer. El conde los comprendió perfectamente, y se puso a mi disposición, para facilitarme un pasaporte de hombre, y dos días más tarde recibí éste, en el que he añadido de mi letra: viaja con su hermana.

¡Bravo! dijo Eugenia alegremente, ya sólo se trata de hacer nuestras maletas.

Piénsalo bien, Eugenia.

¡Oh!, todo está reflexionado. Estoy cansada de oír hablar de fines de mes, de alza, de baja, de fondos españoles, de cuentas, etcétera. En lugar de todo eso, Luisa, el aire, la libertad, el canto de los pájaros, las llanuras de Lombardía, los canales de Venecia, los palacios de Roma y la playa de Nápoles. ¿Cuánto tenemos?

Luisa sacó de su bolsillo una cartera, que abrió, y que contenía veintitrés billetes de banco.

¿Veintitrés mil francos? dijo.

Y por lo menos otro tanto en perlas, diamantes y alhajas añadió Eugenia. Somos ricas. Con cuarenta y cinco mil francos tenemos para vivir por espacio de dos años como princesas, o discretamente por espacio de cuatro. Pero antes de medio año habremos doblado nuestro capital, tú con lo música y yo con mi voz. Vamos, encárgate del dinero, yo me encargo de las alhajas. De modo que si una de las dos tuviese la desgracia de perder su tesoro, la otra conservaría el suyo. Ahora las maletas, sin pérdida de tiempo.

Aguarda dijo Luisa, yendo a escuchar a la puerta de la señora de Danglars.

¿Qué es lo que temes?

Que nos sorprendan.

La puerta está cerrada.

Que nos manden abrirla.

Que lo manden. No obedeceremos.

Eres una verdadera amazona, Eugenia.

Y las dos jóvenes se pusieron con una prodigiosa actividad a colocar en una maleta todos los objetos que creían necesitar.

Cierra tú la maleta mientras yo me cambio de vestido dijo Eugenia.

Luisa apoyó sus pequeñas y hermosas manos sobre la tapa de la maleta.

No puedo dijo, no tengo bastante fuerza; ciérrala tú.

¡Ah!, verdad dijo riendo Eugenia, olvidaba que yo soy Hércules y que tú eres la pálida Onfala.

Y la joven Eugenia, apoyando la rodilla sobre la maleta, engarrotó sus blancos y musculosos brazos hasta que juntó las dos divisiones de la maleta y la señorita de Armilly echó el candado a la cadena.

Concluida esta operación, Eugenia abrió una cómoda, cuya llave llevaba siempre consigo, sacó una mantilla de viaje de seda color violeta y dijo:

Toma, con esto no tendrás frío. Ya ves que he pensado en todo.

Pero ¿y tú?

¡Yo! jamás tengo frío, bien lo sabes, y luego con mis vestidos de hombre…

¿Vas a vestirte aquí?

Desde luego.

¿Tendrás tiempo?

No temas, cobarde. Todos están ocupados del ruidoso suceso. Además, ¿es extraño que permanezca encerrada, cuando deben suponerme en un estado fatal?

Tienes razón, con ello me tranquilizas.

Ven, ayúdame.

Y del mismo cajón de donde sacó la mantilla que acababa de dar a la señorita de Armilly, y que ésta tenía ya puesta, sacó un vestido completo de hombre, desde las botas hasta la levita, con provisión de ropa blanca, y si bien no se veía nada superfluo, tampoco se echaba de menos lo necesario.

Con una rapidez que indicaba que no era la primera vez que por broma se había puesto los vestidos del sexo contrario, Eugenia se calzó las botas, se puso un pantalón, anudó la corbata, abrochó hasta arriba su chaleco y se puso una levita que dejaba ver su fino talle.

Estás muy bien, de veras, muy bien dijo Luisa contemplándola con admiración, pero y esos hermosos cabellos negros, y esas trenzas magníficas que hacen respirar de envidia a todas las mujeres, ¿se disimularán en un sombrero de hombre como el que veo allí?

Voy a comprobarlo respondió Eugenia.

Y cogiendo con la mano izquierda la espesa trenza que no cabía entre sus dedos, tomó con la derecha unas largas tijeras. Pronto rechinó el acero entre aquella hermosa cabellera, que cayó a los pies de la joven.

Cortada la trenza superior, pasó a las de las sienes, que cortó sucesivamente sin la menor señal de pesar. Sus ojos, por el contrario, brillaron con más alegría que de costumbre, bajo sus negras pestañas.

¡Oh! ¡Qué lástima de cabellos tan hermosos! dijo Luisa.

¿Y qué, no estoy cien veces mejor así? dijo Eugenia alisando sus bucles, ¿no me encuentras más bonita?

Siempre lo eres respondió Luisa. ¿Ahora, adónde vamos?

A Bruselas, si lo parece. Es la frontera más próxima. De allí iremos a Lieja, a Aquisgrán, subiremos al Rin hasta Estrasburgo, y atravesando Suiza bajaremos a Italia por San Gotardo. ¿Te parece bien así?

Sí.

¿Qué miras?

Te miro; estás adorable así. Diríase que me estás raptando.

Y, por Dios, tienes razón.

¡Oh! Creo que has jurado, Eugenia.

Y las dos jóvenes, a las que creían anegadas en llanto, la una por sí misma y la otra por amor a su amiga, prorrumpieron en una risa estrepitosa, al mismo tiempo que hacían desaparecer las señales más visibles del desorden que naturalmente había acompañado a sus preparativos de fuga.

Después apagaron las luces, y con el ojo alerta y el oído atento, las dos fugitivas abrieron la puerta del tocador, que daba a una escalera interior y conducía hasta el patio de entrada. Eugenia iba delante, sosteniendo con una mano la maleta que por el asa opuesta Luisa apenas podía sostener con las dos.

Estaban dando las doce, y el gran patio estaba solitario. El portero velaba aún, o por lo menos estaba levantado.

Eugenia se acercó poco a poco y vio al suizo que dormía en su cuarto, tendido en un sillón. Volvióse a Luisa, tomó el pequeño baúl que habían dejado un instante en el suelo, y las dos siguieron la sombra del muro y se dirigieron al arco de entrada.

Eugenia hizo ocultar a Luisa en el ángulo de la puerta, de modo que el conserje, si se despertaba no viese más que una persona. Luego, colocándose ella en el sitio que daba de lleno el farol que alumbraba la entrada:

La puerta dijo con su bella voz de contralto, tocando al vidrio.

El conserje se levantó y dio algunos pasos para reconocer al que salía, como Eugenia había previsto, y viendo un joven que golpeaba impaciente su pantalón con el bastón, abrió al momento.

Luisa se escabulló como una culebra por la puerta entreabierta y saltó fuera. Luego salió Eugenia, tranquila en apariencia, aunque es

probable que su corazón latiese con más violencia que de costumbre.

Pasaba un mandadero y le cargaron con el baúl, le indicaron el sitio adonde debía dirigirse, calle de la Victoria, número 3, y marcharon tras aquel hombre cuya compañía daba ánimo a Luisa. Eugenia era tan fuerte como Judit o Dalila.

Llegaron al número indicado y Eugenia dio orden al mandadero de que dejase el baúl en el suelo. Pagóle, retiróse aquél, y entonces llamó a una ventanilla. Vivía en el cuarto una costurera que estaba avisada de antemano y no se había acostado todavía.

Señorita dijo Eugenia, haced sacar por el portero mi silla de posta y enviadle a buscar caballos. Dadle esos cinco francos por su trabajo.

De veras lo admiro respeto.

La costurera miraba asombrada, pero como le dieron veinte luises no hizo observación alguna.

Al cuarto de hora volvió el conserje con el postillón y los caballos, que éste enganchó, mientras aquél colocaba el baúl en la parte trasera.

He aquí el pasaporte dijo el postillón, ¿qué camino tomamos, mi joven señor?

El de Fontaineblau respondió Eugenia con una voz casi masculina.

¿Qué dices? preguntó Luisa.

Le doy unas señas falsas respondió Eugenia. Esa mujer a quien damos veinte luises puede vendernos por cuarenta. Al llegar al Boulevard, tomaremos otra dirección.

Y la joven subió al carruaje casi sin tocar el estribo.

Siempre tienes razón dijo la maestra de canto, colocándose junto a su amiga.

Al cuarto de hora el postillón, puesto ya en el camino que debían seguir, pasaba la barrera de San Martín, haciendo resbalar su látigo.

¡Ah! dijo Luisa respirando, ya estamos fuera de París.

Sí, querida mía, el rapto es bello y bien consumado respondió Eugenia.

Sí, pero sin violencia.

Lo haré valer como circunstancia atenuante.

Estás palabras se perdieron en medio del estrépito de las ruedas sobre el camino de La Villete.

El barón Danglars ya no tenía hija.

Dijo Luisa, y casi diría que me inspiras

Capítulo diez

La fonda de la Campana y la Botella

Dejemos de momento a la señorita de Danglars y su amiga, camino de Bruselas, y volvamos al pobre Cavalcanti, tan desgraciadamente detenido al empezar su fortuna.

A pesar de sus pocos años, era un joven listo a inteligente, y así es que a los primeros rumores que penetraron en el salón, le vimos ir ganando gradualmente la puerta. Olvidamos una circunstancia que no debe omitirse, y es que en uno de los salones que atravesó Cavalcanti estaban los regalos de la novia: diamantes, chales de Cachemira, encajes de Valenciennes, velos ingleses, y en fin, todos aquellos objetos que sólo el nombrarlos basta para hacer saltar de alegría a una joven.

Ahora bien, al pasar por aquel cuarto, y esto prueba que Cavalcanti era no solamente un joven diestro a inteligente, sino también previsor, se apoderó del mejor aderezo. Reconfortado con aquel viático, se sintió la mitad más ligero para saltar por una ventana y escaparse de entre las manos, de los gendarmes.

Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano, Cavalcanti corrió un cuarto de hora sin saber adónde iba, y con el solo fin de alejarse del sitio en que faltó muy poco para que le prendiesen. Salió de la calle de MontBlanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras, como la liebre a su madriguera, se halló sin saber cómo al extremo de la calle de Lafayette.

Allí se detuvo jadeante. Estaba completamente solo, tenía a su izquierda el campanario de San Lázaro y a su derecha París en toda su profundidad.

¿Estoy perdido? se preguntó a sí mismo. No, si mi actividad es superior a la de mis enemigos.

Vio que subía por el arrabal Poissonnière un cabriolé de alquiler, cuyo cochero, fumando su pipa, parecía querer ganar la extremidad del arrabal San Dionisio, donde debía sin duda parar ordinariamente.

¡Eh! ¡Amigo! le gritó Benedetto.

¿Qué hay, señor? preguntó el cochero.

¿Vuestro caballo está muy cansado?

¿Cansado? ¡Bah! Si no ha hecho nada en todo el santo día. Cuatro miserables viajes, y un franco para beber, siete francos en total, y debo llevar diez al patrón.

¿Queréis agregar a esos siete francos otros veinte que veis aquí?

Con mucho gusto. Veinte francos no son de despreciar; ¿qué he de hacer para ello? Veamos.

Una cosa muy fácil, si vuestro caballo no está cansado.

Os aseguro que irá como el viento; basta que me digáis por dónde debo marchar.

Por el camino de Louvres.

¡Ah! ¡Ah! ¡PaU de ratafía!

Exacto. Se trata solamente de alcanzar a uno de mis amigos, con el que debo cazar mañana en la ChapelleenServa; debía esperarme aquí a las once y media con su cabriolé. Son las doce, se habrá marchado solo, cansado de esperar.

Es probable.

Y bien, ¿queréis ver si lo alcanzamos?

¿Cómo no?

Pero si no lo alcanzamos hasta Bourget, os daré veinte francos; si tenéis que ir a Louvres, treinta.

¿Y si lo alcanzamos?

Cuarenta dijo Cavalcanti, que había reflexionado un instante y comprendió que con prometer no arriesgaba nada.

Está bien dijo el cochero, subid y adelante. Porrrrruuuu…

Cavalcanti montó en el cabriolé, atravesaron a la carrera el arrabal San Dionisio, costearon el de San Martín, pasaron la barrera y tomaron el camino de la interminable Villete.

No se preocupaba de alcanzar al quimérico amigo, pero, con todo, Cavalcanti se informaba al paso ya de los viajeros, ya de las ventas que estaban aún abiertas; preguntaba por un cabriolé verde tirado por un caballo castaño oscuro, y como en el camino de los Países Bajos circulaban siempre millares de cabriolés y las nueve décimas partes son verdes, llovían señales a cada paso. Acababan de verlo pasar, sólo llevaría de ventaja quinientos pasos, doscientos, ciento solamente. Finalmente, lo alcanzaban, pasaban delante, y veían que no era él.

Una vez le tocó también que pasaran delante de él, pero fue una magnífica silla de posta tirada por cuatro caballos a galope.

¡Ah! dijo entre sí Cavalcanti, ¡si yo tuviera esa silla, sus buenos caballos, y sobre todo, el pasaporte que ha sido preciso sacar para viajar de ese modo! y lanzó un profundo suspiro.

En ella iban las señoritas Danglars y Armilly.

Vamos, vamos dijo Cavalcanti, no podemos tardar en alcanzarle.

Y el pobre caballo volvió a emprender el trote veloz que había traído desde la barrera y llegó a Louvres lleno de espuma.

Está visto dijo Cavalcanti que no alcanzaré a mi amigo y mataré vuestro caballo. Así, es mejor que me detenga aquí. Ahí tenéis vuestros treinta francos, yo me voy a acostar a la fonda del Caballo Rojo, y en la primera diligencia en que halle un asiento lo tomaré. Buenas noches, amigo mío.

Y poniendo seis piezas de cinco francos en la mano del cochero saltó con presteza del carruaje.

El auriga metió su dinero en el bolsillo y tomó alegremente, al paso, el camino de París.

Cavalcanti hizo como que iba a la fonda del Caballo Rojo. Paróse un instante a la puerta, y cuando ya el ruido del carruaje no se oía emprendió el camino, y con paso bastante acelerado anduvo aún dos leguas. Paróse al fin y calculó que debía estar ya muy cerca de la ChapelleenServal, adonde había dicho que iba…

No se detuvo por cansancio, sino porque convenía tomar una resolución, adoptar un plan. Subir en diligencia era imposible; tomar la posta, todavía más. Para viajar, de uno a otro modo, es preciso un pasaporte. Tampoco era posible quedarse en el departamento del Oise, es decir, en uno de los más descubiertos y vigilados de Francia, sobre todo a un hombre como Cavalcanti, tan experimentado en materia criminal.

Sentóse al borde de una cuneta, dejó caer la cabeza entre sus manos y reflexionó; a los diez minutos se levantó: había tomado ya su resolución.

Llenó de polvo un lado de su paletó, que tuvo tiempo de descolgar de la antecámara, y abotonárselo por encima de su traje de baile, y entrando en la ChapelleenServal, fue a llamar resueltamente a la puerta de la única posada que hay en la región. Abrióle el posadero.

Amigo dijo Cavalcanti, iba de Morfontaine a Sculis, y mi caballo, que es asombradizo, emprendió la fuga, arrojándome a diez pasos; me precisa llegar esta noche a Compiègne, so pena de causar sumo cuidado a mi familia; ¿tenéis un caballo que alquilarme?

Bueno o malo, un posadero dispone siempre de un caballo. El de la ChapelleenServal llamó al mozo de cuadra, y le dijo que ensillara el Blanco; despertó a su hijo, chico de siete años, que debía montar en grupa y volver a traer el cuadrúpedo.

Cavalcanti dio veinte francos al posadero, y al sacarlos del bolsillo dejó caer una tarjeta; era la de uno de sus amigos del café de París, de suerte que el posadero, cuando Cavalcanti se marchó y recogió la tarjeta que vio en el suelo, se convenció de que había al

quilado su caballo al señor conde de Mauleón, calle de Santo Domingo, 25. Era el nombre que había visto en la tarjeta.

El Blanco no iba ligero, pero llevaba un paso igual y constante. En tres horas y media anduvo Cavalcanti las nueve leguas que le separaban de Compiègne. Daban las cuatro en el reloj del Ayuntamiento cuando llegó a la plaza adonde paran las diligencias.

Hay en Compiègne una fonda excelente que no olvidan los que en ella se han alojado una vez. Cavalcanti, que había hecho alto allí en una de sus correrías por los alrededores de París, se acordó de la fonda de la Campana y la Botella. Orientóse y vio a la luz de un reverbero la muestra indicadora, y habiendo despedido al chico, al que dio cuanta moneda menuda tenía, llamó a la puerta, pensando con razón que aún disponía de tres o cuatro horas, y que lo mejor que podía hacer era prepararse con un buen sueño y una buena cena para las fatigas del viaje.

Abrióle un camarero.

Amigo le dijo Cavalcanti, vengo de SaintJeanduBois, donde he comido. Creía tomar la diligencia que pasa a medianoche, me he desorientado como un imbécil, y hace cuatro horas que me paseo a la ventura. Dadme uno de esos lindos cuartos que dan al patio y subidme un pollo frito y una botella de Burdeos.

El camarero no sospechó nada. Cavalcanti hablaba con la mayor tranquilidad. Tenía el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos del paletó. Su vestido era elegante y calzaba botas de charol. Parecía un vecino que llegaba un poco tarde.

Mientras el mozo preparaba el cuarto, se levantó el ama. El joven la recibió con su más lisonjera sonrisa, y le preguntó si no podría darle el número tres, que había ocupado ya otra vez en su último viaje a Compiègne. Desgraciadamente el número tres lo ocupaba un joven que viajaba con su hermana.

Cavalcanti pareció desesperado, pero se consoló cuando el ama le dijo que el número siete, que le preparaban, tenía absolutamente las mismas condiciones que el número tres, y calentándose los pies y hablando de las últimas carreras de caballos de Chantilly, esperó a que le avisasen que el cuarto estaba preparado.

No sin razón había hablado Cavalcanti de los lindos cuartos que daban al patio de entrada. Este, con su triple orden de galerías, que le hacen parecer un teatro, con sus jazmines y sus clemátides, que suben enredadas en las delgadas columnas como una decoración natural, es una de las entradas de fonda más encantadoras que existen en el mundo.

El pollo estaba tierno, el vino era añejo, y en la chimenea ardía un buen fuego. Cavalcanti se quedó sorprendido al ver que cenaba con tan buen apetito, como si nada le hubiese sucedido. Acostóse inmediatamente, y se durmió con aquel sueño que el hombre tiene siempre a los veinte años, aun cuando tenga remordimientos.

Nos vemos precisados a confesar que Cavalcanti podía haber tenido remordimientos, pero no los tenía. He aquí el plan que le había dado la mayor parte de su seguridad.

Levantarse tan pronto como amaneciese. Salir de la fonda después de haber pagado rigurosamente su cuenta, internarse en el bosque; comprar, bajo el pretexto de hacer estudios de pintura, la hospitalidad de un campesino, procurarse un traje de leñador y un hacha, despojarse del traje del elegante para vestir el del obrero; luego, con las manos llenas de tierra, oscurecidos los cabellos con un peine de plomo, y ennegrecido el rostro con una receta que le habían dado sus compañeros, ir de bosque en bosque hasta la frontera más cercana, caminando de noche y durmiendo de día, sin acercarse a lugares habitados más que de vez en cuando para comprar un pan.

Cuando hubiere pasado la frontera, reduciría a dinero sus diamantes, y juntando su importe a unos diez billetes de banco que llevaba siempre consigo para caso de apuro, se hallaba aún con cincuenta mil libras, lo que según su filosofía, no era malo del todo.

Contaba además con el interés que Danglars tenía en echar tierra a aquel asunto. Por estas razones y por el cansancio, Cavalcanti se durmió en un momento.

Para despertarse temprano, dejó abierta la ventana, pasó el cerrojo de la puerta y dejó abierto sobre la mesa de noche un cuchillo de aguda punta y excelente temple que llevaba siempre consigo.

Serían las siete cuando un brillante rayo de sol hirió su rostro, despertándose al mismo tiempo.

En todo cerebro bien organizado, la idea dominante, y siempre hay una, es la primera que se presenta al despertarse, como es también la última que se tiene al dormirse. Cavalcanti no había aún abierto bien los ojos cuando ya conoció que había dormido más tiempo del que debía. Saltó de la cama y se dirigió a la ventana.

Un gendarme cruzaba por el patio.

El gendarme es el objeto que más llama la atención hasta del hombre que no tiene que temer, pero para una conciencia intranquila, y con motivo para estarlo, el pajizo, azul y blanco de que se compone su uniforme, toman unas tintas espantosas.

¿Por qué un gendarme? se preguntó Cavalcanti.

En seguida se respondió a sí mismo con aquella lógica que el lector ha debido ya observar en él:

=Un gendarme nada tiene que deba espantar en una fonda. No nos espantemos, pues, pero vistámonos.

Y el joven se vistió con una rapidez que no había perdido con la costumbre de servirse del ayuda de cámara, durante el tiempo que como un gran señor vivía en París.

Bueno dijo Cavalcanti vistiéndose, esperaré, y cuando se marche me iré.

Diciendo estas palabras, acababa de vestirse, se acercó a la ventana y levantó la cortina de muselina.

No sólo no se había marchado el primer gendarme, sino que el joven vio un segundo uniforme azul, pajizo y blanco, al pie de la escalera, única por donde él podía bajar, mientras que otro tercero, a caballo y con la carabina en la mano, estaba de centinela en la puerta de entrada, única por la que podía salir.

Este tercer gendarme era muy significativo, pues delante de él había formado un semicírculo por una turba de curiosos que sitiaban la puerta de la fonda.

«Me buscan a mí pensó Cavalcanti, ¡diablo! »

La palidez se apoderó de su frente, miró en derredor con ansiedad. Su cuarto, como todos los de aquel piso, no tenía más salida que la galería exterior, que estaba precisamente a la vista de todos.

«Estoy perdido», fue su segundo pensamiento.

Efectivamente, para un hombre en la situación de Cavalcanti, la prisión significa el jurado, el juicio, la muerte; pero la muerte sin misericordia y sin dilación.

Durante un momento oprimió su cabeza entre sus manos, y poco le faltó para enloquecer de miedo; pero en seguida, en medio de aquella multitud de ideas contrarias, se dejó ver una, llena de esperanza.

Dejóse ver una triste sonrisa sobre sus cárdenos labios. Miró nuevamente a su alrededor, y vio sobre una mesa los objetos que necesitaba, pluma, tinta y papel.

Con mano bastante segura trazó las siguientes líneas:

No tengo dinero para pagar, peso joy hombre de bien, y dejo empeñado mi alfiler, que vale diez veces más que el gasto que he hecho: He salido al ser de día, porque me daba vergüenza hacer esta declaración personalmente al ama.

Quitóse el alfiler de la corbata y lo puso sobre el papel. Luego, en lugar de dejar corridos los cerrojos, los abrió, y aun dejó la puerta entornada como si hubiese salido del cuarto olvidándose de cerrar. Encaramóse a la chimenea como hombre acostumbrado a esta suerte de acrobacias, borró las pisadas con anticipación y se preparó a escalar el cañón que le ofrecía el único medio de salvación en que esperaba.

Tuvo el tiempo preciso para esconderse, pues el primer gendarme subía la escalera, acompañado del comisario de policía, sostenido por el segundo, que estaba al pie de ella, al que a su vez sostenía el colocado en tercera línea a la puerta de la fonda.

Veamos ahora a qué circunstancia debía Cavalcanti aquella visita que con tanto trabajo trataba de evitar.

Al despuntar el día el telégrafo había empezado a funcionar en todas direcciones, y cada localidad, prevenida instantáneamente, había despertado a las autoridades y lanzado la fuerza pública en busca del asesino de Caderousse.

Compiègne, residencia real, pueblo de caza, ciudad de guarnición, está ampliamente provista de autoridades y gendarmes. Las visitas habían empezado tan pronto como llegó la orden telegráfica, y siendo la fonda de la Campana y la Botella la primera de la ciudad, naturalmente fue la primera que visitaron.

Además, según el parte dado por el centinela que había estado de guardia en la casa del Ayuntamiento, que está junto a la fonda, constaba que muchos viajeros habían llegado durante la noche.

El centinela que había sido relevado a las seis de la mañana recordaba que en el momento en que acababan de dejarle en su puesto, es decir a las cuatro y algunos minutos, había visto un hombre montado en un caballo blanco, con un chico a la grupa, que se apeó en la plaza, despachó al chico y llamó a la fonda de la Campana, en la que se quedó. Sospechaban, pues, de aquel joven que llegó tan tarde, y éste era precisamente Cavalcanti.

Con tales antecedentes, el comisario de policía y el gendarme, que era un sargento, se dirigieron al cuarto de Cavalcanti. La puerta estaba entreabierta.

¡Vaya! dijo el sargento, perro viejo y acostumbrado a todos los ardides del oficio, mal indicio da una puerta abierta. Hubiera preferido verla con tres cerrojos.

En efecto, el alfiler y la carta, dejados por Cavalcanti encima de la mesa, confirmaron, o mejor dicho, apoyaron esta triste verdad. El sujeto había huido.

Merced a las precauciones que tomó, no se conocían sus pisadas en las cenizas, pero como era una salida, en aquellas circunstancias debía ser objeto de una seria investigación.

El sargento hizo traer un manojo de sarmientos y paja, llenó la chimenea y la encendió. El fuego hizo crujir los ladrillos, una espesa columna de humo se levantó hacia el cielo, igual a la que sale de un vol

cán, pero no vio caer al que buscaba, contrariamente a lo que había pensado.

Es que Cavalcanti, que desde su infancia había estado en lucha con la sociedad, valía tanto como un gendarme, aunque éste hubiese llegado al respetable grado de sargento. Y previendo lo que había de suceder, había salido al tejado y se escondió junto al cañón.

Durante un instante conservó la esperanza de escapar, porque oyó al sargento llamar a los gendarmes y gritarles: «No está.» Pero estirando un poco el cuello vio que los gendarmes en lugar de retirarse como era natural a semejante anuncio, vio, decimos, que por el contrario redoblaban su atención.

Miró a su alrededor, vio a su derecha la casa del Ayuntamiento, edificio colosal, desde cuyas claraboyas se distinguía perfectamente el tejado, como desde una elevada montaña se divisa el valle.

Comprendió que muy pronto iba a ver asomarse por alguna de las claraboyas la cabeza del sargento. Si le descubrían, estaba perdido; una caza sobre el tejado no le ofrecía favorables perspectivas. Resolvió, pues, bajar, no por el mismo camino por el que había venido, sino por otro parecido.

Buscó una chimenea que no humease, dirigióse a ella andando a gatas, y se deslizó por ella sin haber sido visto por nadie.

En el mismo instante, una ventanilla de la casa del Ayuntamiento se abría, y por ella asomaba la cabeza del sargento de gendarmería. Permaneció inmóvil un momento como uno de los relieves de piedra que adornan el edificio, y dando en seguida un gran suspiro, desapareció.

¿Y bien? le preguntaron los dos gendarmes.

Hijos míos respondió el sargento, preciso es que el tunante se haya marchado esta mañana muy temprano. Vamos a enviar al camino de VillersCoterete y de Nogon para registrar el bosque, y le hallaremos indudablemente.

Apenas había pronunciado aquellas palabras el honrado funcionario, cuando un grito, acompañado del agudo sonido de una campanilla tirada con fuerza, dejóse oír en el patio de la fonda.

¡Oh! , ¡oh! ¿Qué es eso? preguntó el sargento.

He ahí un viajero que lleva mucha prisa añadió el amo ¿En qué número llaman?

En el tres.

Corre, muchacho, pronto.

En aquel momento, los gritos y los campanillazos redoblaron, y el mozo echó a correr.

No dijo el sargento deteniendo al criado, el que llama necesita sin duda algo más que un criado. Vamos a mandarle un gendarme. ¿Quién se aloja en el número tres?

Un joven que llegó anoche con su hermana en una silla de posta y pidió un cuarto con dos camas.

La campanilla resonó por tercera vez, como si la agitase una persona llena de angustia.

Venid conmigo, señor comisario gritó el sargento, seguidme, y acelerad el paso.

Un momento dijo el amo, en el cuarto número tres hay dos escaleras, una interior y otra exterior.

Bueno dijo el sargento, yo tomaré la interior, es mi departamento. ¿Están cargadas las carabinas?

Sí, sargento.

Pues bien, vigilad vosotros la exterior, y si quiere huir, haced fuego. Es un gran criminal, según dice el telégrafo.

El sargento, seguido del comisario, desapareció por la escalera interior, acompañado del rumor que sus revelaciones sobre Cavalcanti habían hecho nacer en la multitud de ociosos que presenciaban aquella escena.

He aquí lo que había sucedido:

Cavalcanti había bajado diestramente hasta dos tercios de la chimenea; pero al llegar allí le falló un pie, y a pesar del apoyo de sus manos, bajó más rápido, y sobre todo con más ruido del que hubiera querido; nada hubiese importado esto si el cuarto no estuviera ocupado como estaba.

Dos mujeres dormían en una cama, y el ruido las despertó. Sus miradas se fijaron en el sitio en que habían oído el ruido, y por el hueco de la chimenea vieron aparecer un hombre.

Una de las dos, la rubia fue la que dio aquel terrible grito que se oyó en toda la casa; mientras que la otra, que era pelinegra, corrió al cordón de la campanilla, y dio la alarma tirando de ella con toda su fuerza.

Cavalcanti jugaba la partida con desgracia.

¡Por piedad! decía pálido, fuera de sí, sin ver a las personas a las que estaba hablando, ¡por piedad! ¡No llaméis! ¡Salvadme!, no quiero haceros daño.

¡Cavalcanti, el asesino! gritó una de las dos mujeres.

¡Eugenia, señorita Danglars! dijo Cavalcanti, pasando del miedo al estupor.

¡Socorro! ¡Socorro! gritaba la señorita de Armilly, cogiendo el cordón de la campanilla de manos de Eugenia, y tirando con más fuerza que antes.

¡Salvadme, me persiguen! ¡Por piedad! ¡No me entreguéis!

Es tarde, ya suben respondió Eugenia.

Pues bien, ocultadme en cualquier parte. Diréis que tuvisteis miedo sin motivo. Haréis desaparecer las sospechas, y me salvaréis la vida.

Las dos jóvenes, arrimadas la una a la otra y tapándose completamente con las colchas, permanecieron mudas ante aquella voz que les suplicaba. Mil ideas contrarias y la mayor repugnancia se leía en sus ojos.

Pues bien, sea dijo Eugenia, tomad el camino por el cual habéis venido, y nada diremos. ¡Marchaos, desgraciado!

¡Aquí está! ¡Aquí está! gritó una voz casi ya junto a la puerta, ¡aquí está!, ya le veo.

En efecto, mirando el sargento por el ojo de la cerradura, había visto a Cavalcanti en pie y suplicando.

Un fuerte culatazo hizo saltar la cerradura; otros dos los cerrojos, y cayó la puerta al suelo.

Cavalcanti corrió a la otra puerta que daba a la galería, y la abrió para precipitarse por ella. Los dos gendarmes que estaban allí se prepararon para hacer fuego.

Cavalcanti se detuvo, en pie, pálido, con el cuerpo un poco echado hacia atrás, y con su inútil cuchillo en la mano.

Huid le dijo la señorita de Armilly, en cuyo corazón empezaba a entrar la piedad a medida que se retiraba el miedo. Huid, pues, si podéis.

¡Oh!, mataos dijo Eugenia con un tono semejante al que usaban las vestales al mandar en el circo al gladiador que concluyese con su enemigo vencido.

Cavalcanti tembló, miró a la joven con una sonrisa de desprecio, que demostraba que su corrupción le impedía conocer la sublime ferocidad del honor.

¿Matarme? dijo, arrojando su cuchillo, ¿y por qué?

¿Pues no habéis dicho replicóle Eugenia que os condenarán a muerte y que os ejecutarán inmediatamente como al último de los criminales?

¡Bah! respondió Cavalcanti cruzando los brazos, de algo servirán los amigos.

El sargento se dirigió a él sable en mano.

Vamos, vamos dijo Cavalcanti, guardad ese sable, buen hombre, no hay necesidad de tanto ruido; me rindo.

Y alargó las manos a las esposas.

Las jóvenes miraban con terror aquella espantosa metamorfosis que se efectuaba ante su vista. El hombre de mundo, despojándose de su traje y volviendo a ser el hombre de presidio.

Cavalcanti se volvió hacia ellas y con la sonrisa de la imprudencia les dijo:

¿Queréis algo para vuestro padre, señorita Eugenia? Porque según todas las probabilidades vuelvo a París.

Eugenia ocultó su rostro entre sus manos.

¡Oh! ¡Oh!, no hay por qué avergonzarse. No tiene nada de particular que hayáis tomado la posta para correr tras de mí. ¿No era yo casi vuestro marido?

Después de su burla, Cavalcanti salió, dejando a las dos fugitivas entregadas a la vergüenza y a los chismes de la gente.

Una hora después, vestidas ambas con su traje de señora, subían a la silla de posta.

Habían cerrado la puerta de la fonda para librarlas de las primeras miradas, pero con todo fue necesario pasar por medio de dos hileras de curiosos que murmuraban.

¡Oh! ¿Por qué el mundo no es un desierto? dijo Eugenia bajando las persianas de la silla para que no la viesen.

Al día siguiente se apeaban en la fonda de Flandes, en Bruselas.

Desde el día anterior, Cavalcanti se hallaba en la cárcel de la Conserjería.

Hemos visto la tranquilidad con que las señoritas de Danglars y de Armilly habían hecho su transformación y emprendido su fuga. Debieron esta tranquilidad a que cada cual estaba bastante ocupado en sus asuntos para no mezclarse en los de los demás.

Dejaremos al banquero, con la frente bañada de sudor, alinear, a la vista de la bancarrota, las inmensas columnas de su pasivo, y seguiremos a la baronesa, que después de haber permanecido un instante aterrada con la violencia del golpe que la hiriera, había ido en busca de su consejero ordinario, Luciano Debray.

Contaba la baronesa con que aquel matrimonio la libraría de una tutela que con una muchacha del carácter de Eugenia no dejaba de ser incómoda, porque en la especie de contrato tácito que sostiene los lazos de la jerarquía social, la madre no es verdaderamente dueña de su hija, sino con la condición de ser continuamente para ella un ejemplo de moralidad y un tipo de perfección.

Ahora bien, la señora Danglars temía la perspicacia de Eugenia y los consejos de Luisa de Armilly. Había observado ciertas miradas desdeñosas lanzadas por su hija a Debray, las que parecían significar que su hija conocía todo el misterio de sus relaciones amorosas y Pecuniarias con el secretario íntimo, mientras que una interpretación más sagaz y más profunda hubiese, por el contrario, demostrado a la baronesa que Eugenia la detestaba, no porque era la piedra de escándalo de la casa paterna, sino porque la colocaba en la categoría de los bípedos que Platón no llama hombres, y Diógenes designa con la denominación de animales de dos pies y sin plumas.

La señora Danglars, a su modo de ver, y desgraciadamente todos en el mundo tenemos nuestro modo de ver que nos impide conocer el de los demás, la señora Danglars, decimos, lamentaba infinitamente que el matrimonio de Eugenia se hubiese desbaratado; no porque fuese o dejase de ser conveniente, sino porque la privaba de su entera libertad.

Corrió, pues, como hemos dicho, a casa de Debray, que después de haber asistido como todo París a la firma del contrarto y al escándalo que hubo en ella, se retiró a su club, donde con algunos amigos hablaba del suceso que era tema de todas las conversaciones en las tres cuartas partes de la ciudad eminentemente chismosa, llamada la capital del mundo.

Cuando la señora Danglars, vestida de negro y cubierta con un velo, subía la escalera que conducía a la habitación de Debray, a pesar de haberle dicho el conserje que no estaba, se ocupaba él en rechazar las insinuaciones de un amigo que procuraba demostrarle que después del suceso escandaloso que se había producido, era su deber, como amigo íntimo de la casa, casarse con Eugenia y sus dos millones.

Debray se defendía como hombre que quiere ser vencido, porque aquella idea se había presentado muchas veces a su imaginación. Mas como conocía a Eugenia, y sabía su carácter independiente y altanero, tomaba de vez en cuando una actitud defensiva diciendo que aquella unión era imposible, dejándose con todo dominar interiormente por aquella mala idea que, según todos los moralistas, preocupa incesantemente al hombre más puro y honrado, velando en el fondo de su alma cual tras la cruz el diablo.

El té, el juego y la conversación, interesante como se ve, pues se discutían graves intereses, duraron hasta la una de la madrugada.

Entretanto, la señora Danglars, introducida por el criado de Luciano en su habitación, esperaba con el velo echado sobre el rostro y con el corazón palpitante, en el pequeño salón verde, entre dos grandes floreros que ella misma le envió por la mañana, y que Debray había arreglado tan cuidadosamente que hizo que la pobre mujer le perdonara su ausencia.

A las once y cuarenta minutos la señora Danglars, cansada de esperar inútilmente, montó en un carruaje y se hizo conducir a su casa. Las mujeres de cierto rango tienen de común con las grisetas, que no vuelven jamás después de medianoche, cuando van a alguna aventura. La baronesa entró en su casa con la misma precaución con que Eugenia había salido de ella. Subió pronto y con el corazón oprimido la escalera de su cuarto, contiguo, como se sabe, al de Eugenia. Temía dar lugar a comentarios, y creía firmemente la pobre mujer, respetable al menos en este punto, en la inocencia de su hija y en su fidelidad al hogar paterno.

Cuando llegó a su cuarto, escuchó a la puerta de Eugenia, y no oyendo ruido, quiso entrar, pero estaba corrido el pestillo. Creyó que Eugenia, fatigada de las terribles emociones de la tarde, se había acostado y dormía. Llamó a la camarera y le preguntó:

La señorita respondió ésta ha entrado en su cuarto con la señorita Luisa, han tomado el té juntas, y me han despedido en seguida, diciéndome que no me necesitaban.

La camarera había estado desde entonces en la repostería, y creía a las dos jóvenes acostadas.

La señora Danglars se retiró sin la menor sospecha, pero tranquila en cuanto a las personas, su espíritu se fijó en el hecho mismo. A medida que sus ideas eran más claras, las proporciones de la escena del contrato se engrandecían. Era ya algo más que un escándalo, era no una vergüenza, y sí una ignominia.

A pesar suyo, la baronesa recordó que no había tenido piedad de la pobre Mercedes, que tanto sufrió con lo ocurrido a su marido y a su hijo.

Eugenia dijo está perdida y nosotros también. El suceso, tal cual va a contarse, nos cubre de oprobio, porque en una sociedad como la nuestra ciertos ridículos son llagas vivas, sangrantes a incurables. ¡Qué dicha que Dios haya dado a Eugenia ese carácter extravagante que tantas veces me ha hecho temblar!

Y elevó al cielo una mirada de gratitud hacia aquella Providencia misteriosa que lo dispone todo, según los sucesos que deben tener lugar, y hace que un defecto o un vicio sirvan a veces para nuestra dicha.

Luego, su imaginación tomó un rápido vuelo, y se detuvo en Cavalcanti.

Ese era un miserable, un ladrón, un asesino, y con todo, sus maneras indicaban una mediana educación, si no completa. Cavalcanti había hecho su aparición en el mundo con las apariencias de una gran fortuna y el apoyo de hombres ilustres.

¿Cómo orientarse en aquel inmenso dédalo? ¿A quién dirigirse para salir de aquella situación?

Debray, a quien había ido a buscar en el primer impulso de la mujer que ama y quiere ser socorrida y ayudada por el hombre a quien dio su corazón y muchas veces le pierde, Debray no podía darle más que un consejo; debía, pues, dirigirse a persona más poderosa.

Pensó en Villefort. Este era quien había hecho prender a Cavalcanti y quien sin piedad había venido a turbar la paz en el seno de su familia como si hubiera sido una familia extraña.

Mas, pensándolo bien, no era un hombre sin piedad el procurador del rey; era un magistrado esclavo de sus deberes, un amigo leal y firme, que brutalmente, pero con mano segura, había dado el golpe de escalpelo en la parte enferma; no era un verdugo, era un cirujano que había visto perder ante el mundo el honor de los Danglars por la ignominia del joven que había presentado al mundo como su yerno.

Puesto que Villefort, amigo de la familia Danglars, obraba así, era de suponer que el banquero nada sabía de antemano, y era inocente, no teniendo participación alguna en los manejos de Cavalcanti. Reflexionándolo bien, la conducta del procurador del rey se explicaba ventajosamente.

Pero hasta allí debía llegar su inflexibilidad. Se propuso ir a verle al día siguiente y obtener de él, si no que faltase a sus deberes de magistrado, al menos que tuviera la mayor indulgencia posible.

La baronesa invocaría el tiempo pasado, rejuvenecería sus recuerdos; suplicaría en nombre de un tiempo culpable, pero dichoso. El señor de Villefort atajaría el asunto, o por lo menos, y para eso le bastaba volver los ojos a otra parte, dejaría escapar a Cavalcanti, y no perseguiría al criminal sino en contumacia. Entonces durmióse más tranquilizada.

El día siguiente a las nueve se levantó, y sin llamar a su camarera, y sin dar señal de que existía en el mundo, se vistió con la misma sencillez que el día anterior, bajó la escalera, salió de casa, marchó hasta la calle de Provenza, tomó allí un carruaje de alquiler y se dirigió a casa de Villefort.

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