Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 18)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Ahora bien dijo el conde encogiéndose de hombros, ¿queréis que os diga la causa de todas esas torpezas…? Que en vuestros teatros, según he podido juzgar yo mismo leyendo las obras que en ellos se representan, se ve siempre beber un pomo de veneno o chupar el guardapelo de una sortija, y caer al punto muertos. Cinco minutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan. Siempre se ignoran las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de policía con su banda, ni a un cabo con cuatro soldados, y esto autoriza a muchas pobres personas .a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero salid de Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y veréis pasar por las calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese por allí algún genio fantástico, podría deciros al oído: «Ese caballero está envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto completamente.»
Entonces dijo la señora de Villefort, ¿habrán encontrado la famosa aguatofana, que suponían perdida en Perusa?
¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se siguen unas a otras, y dan la vuelta al mundo, las cosas mudan de nombre, y el vulgo es engañado, pero siempre el mismo resultado, es decir, el veneno. Cada veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos, esta tos una fluxión de pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia, lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo fuese, lo sería gracias a los remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene que ver la justicia, como decía un horrible químico amigo mío, el excelente abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, ei cual había estudiado toda clase de fenómenos.
Eso es espantoso, pero admirable repuso la joven. Yo creía, lo confieso, que todas estas historias eran invenciones medievales.
Sí, sin duda alguna, pero que se han perfeccionado en nuestros días. ¿Para qué queréis que sirva el tiempo, las medallas, las cruces, los premios de Monthyon, si no es para hacer llegar a la sociedad a su más alto grado de perfección? Ahora, pues, el hombre no será perfecto hasta que sepa crear y destruir como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino.
De suerte que replicó la señora de Villefort haciendo que la conversación recayera al objeto que ella deseaba, los venenos de los Borgias, de los Médicis, de los René, de los Ruggieri, y probablemente más tarde del barón Trenck, de que tanto han abusado el drama moderno y las novelas…
Eran objetos de arte, señora, nada más que eso repuso el conde. ¿Creéis que el verdadero sabio se dirige únicamente al mismo individuo? No. La ciencia gusta de aventuras, de caprichos, si así puede decirse. Ese excelente abate Adelmonte, de quien os hablaba hace poco, había hecho sobre este punto asombrosos experimentos.
¿De veras?
Sí, os citaré uno solo… Poseía un hermoso huerto lleno de legumbres, de flores y de frutos; entre ellos elegía uno cualquiera, por ejemplo, una lechuga. Por espacio de tres días la regaba con una solución de arsénico, al tercero la lechuga se ponía ya amarillenta, es decir, había llegado el momento de cortarla. Para todos parecía madura y conservaba una apariencia apetitosa. Solamente para el abate Adelmonte estaba emponzoñada. Entonces la llevaba a su casa, cogía un conejo, habéis de saber que el abate tenía una colección de conejos, liebres y gatos, que no desmerecía de su colección de legumbres, flores y frutas. Cogía, pues, un conejo y le hacía comer una hoja de aquella lechuga. El conejo, por supuesto, se moría. ¿Qué jueces de Instrucción, ni qué procurador del rey va ahora a averiguar la causa de la muerte de un conejo? Nadie. Conque ya tenemos al conejo muerto. Después de esto, lo hace desollar por su cocinera, y arroja los intestinos sobre un montón de estiércol. Sobre este estiércol hay una gallina, come estos intestinos, cae enferma a su vez y muere al día siguiente. En el momento en que lucha con las convulsiones de la agonía pasa por allí un buitre, que en el país de Adelmonte hay muchos, se arroja sobre el cadáver, lo conduce entre sus garras a una roca y se lo come. Al cabo de tres días, el pobre buitre, que después de esta comida se encontró algo indispuesto, siente una especie de aturdimiento, justamente cuando se hallaba entre una nube, muere allí mismo y cae' en vuestro estanque. Los sollos, las anguilas y las lampreas le comen ávidamente, ya sabéis que todos estos pescados son muy aficionados a las carnes. Ahora bien, suponed que al día siguiente os sirven en la mesa uña de esas anguilas, uno de esos sollos o de esas lampreas, envenenados hasta la cuarta generación; entonces vuestro convidado será envenenado a la quinta, y morirá al cabo de ocho días de dolores de entrañas, de males de corazón. Muere en uno de sus accesos. Le hacen la autopsia al cadáver, y los médicos dirán:
El pobre señor ha fallecido a causa de un tumor en el hígado, o de una fiebre tifoidea.
Pero dijo la señora de Villefort todas esas circunstancias, encadenadas unas a otras, pueden ser destruidas por el menor accidente. Puede muy bien ocurrir que el buitre no pase a tiempo o caiga a cien pasos del estanque.
¡Ah!, justamente, en eso es en lo que consiste el arte. Para ser un gran químico en Oriente es preciso saber dirigir la casualidad, así es como se obtienen los más difíciles resultados.
La señora de Villefort permanecía pensativa y escuchaba con gran atención.
Pero dijo el arsénico es indeleble. De cualquier manera que se le tome, siempre se encuentra en el cuerpo del hombre, si es que se toma una cantidad suficiente para que pueda causar la muerte.
¡Bien! exclamó Montecristo, eso fue lo que yo dije al abate Adelmonte. Reflexionó un instante y me respondió con un proverbio siciliano que, según creo, es también proverbio francés: «Hijo mío, el
mundo no se hizo en un día, sino en siete. Volved, pues, el domingo.»
» Volví al domingo siguiente. En lugar de regar su lechuga con arsénico, la regó con una solución de sales, cuya base era de estricnina, Strichnina colubrina, como dicen los eruditos. Esta vez la lechuga estaba perfectamente sana a la vista. Así, pues, el conejo no sospechó nada, y a los cinco minutos estaba muerto. La gallina comió el conejo, y al día siguiente dejó de existir. Entonces nosotros hicimos las veces de buitres, cogimos la gallina y la abrimos. Ya habían desaparecido todos los síntomas particulares y no quedaban más que los síntomas generales. Ninguna indicación particular en ningún órgano, irritación del sistema nervioso y nada más. La gallina no había sido envenenada, había muerto de apoplejía. Es un caso raro en las gallinas, lo sé, pero muy común en los hombres.
La señora de Villefort parecía cada vez más pensativa.
Es una dicha dijo, que tales sustancias no puedan ser preparadas más que por químicos, si no la mitad del mundo envenenaría a la otra mitad.
Por químicos o personas que se ocupan de la química repuso cándidamente Montecristo.
Y después de todo dijo la señora de Villefort, por bien preparado que esté, el crimen siempre es crimen. Y si se libra de la investigación humana, no le sucede otro tanto con la mirada de Dios. Los orientales son más sabios que nosotros en punto a conciencia, y han suprimido prudentemente el infierno.
¡Oh!, señora, ese es un escrúpulo que debe brotar naturalmente en un alma honrada como la vuestra, pero que desaparecería pronto con el raciocinio. El lado peor del pensamiento humano estará siempre resumido en esta paradoja de Juan Jacobo Rousseau, el mandarín a quien se mata a cinco mil leguas levantando el extremo del dedo. La vida del hombre transcurre haciendo estas cosas, y su inteligencia se agota en pensarlas.
Pocas personas conoceréis que vayan a clavar brutalmente un cuchillo en el corazón de su semejante, o que le administren para hacerle desaparecer de la superficie del globo, la cantidad de arsénico que decíamos hace poco. Para llegar a este punto es menester que la sangre se caliente a treinta y seis grados, que el pulso descienda a noventa pulsaciones, y que el alma salga de sus límites ordinarios. Pero si pasando de palabra al sinónimo, hacéis una sencilla eliminación, en lugar de cometer asesinato innoble, si apartáis pura y sencillamente de vuestro camino al que os incomode, y esto sin choque, sin violencia, sin el aparato de esos padecimientos que hacen de la víctima un mártir y del que obra un carnicero, en toda la extensión de la palabra, si no hay sangre, ni aullidos, ni contorsiones, ni sobre todo esa horrible instantaneidad del asesinato, entonces os libertáis de la ley humana que os dice: « ¡No turbes la sociedad. .. ! » Este es el modo como proceden los orientales, personajes graves y flemáticos, que se inquietan muy poco de las cuestiones de tiempo en los casos de cierta importancia.
Pero queda la conciencia dijo la señora de Villefort con voz conmovida y un suspiro ahogado.
Sí dijo Montecristo, sí, por fortuna queda la conciencia, sin la cual sería uno muy desgraciado. Después de toda acción un poco vigorosa, la conciencia es la que nos salva, porque nos provee de mil disculpas de que sólo nosotros somos jueces, disculpas que, por excelentes que sean para conservar el sueño, serían mediocres ante un tribunal para conservaros la vida. Así, pues, Ricardo III, por ejemplo, tuvo que agradecer mucho a su conciencia después de la muerte de los dos hijos de Eduardo IV. En efecto, podía decir para sí: Estos dos hijos de un rey cruel, perseguidos y que habían heredado los vicios de su padre, que yo sólo he sabido reconocer en sus inclinaciones juveniles, estos dos niños me molestaban para hacer la felicidad del pueblo inglés, cuya desgracia habrían causado infaliblemente.
Igualmente debía estar agradecida a su conciencia lady Macbeth, que quería dar un trono, no a su marido, sino a su hijo. ¡Ah!, el amor maternal es una virtud tan grande, un móvil tan poderoso que hace perdonar muchas cosas. Así, pues, muerto Duncan, lady Macbeth hubiera sido desgraciada a no ser por su conciencia.
La señora de Villefort absorbía con avidez estas espantosas palabras pronunciadas por el conde con aquella ironía sencilla que le era peculiar.
Después de una pausa, dijo:
¿Sabéis, señor conde, que sois un terrible argumentista y que veis el mundo bajo un aspecto algún tanto lívido? Teníais razón, sois un gran químico, y aquel elixir que hicisteis tomar a mi hijo, y que tan rápidamente le devolvió la vida.. .
¡Oh!, no os fiéis de eso, señora dijo Montecristo; una gota de aquel elixir bastó para devolver la vida a aquel niño que se moría, pero tres gotas habrían hecho que la sangre se agolpara a sus pulmones y le hubieran causado un desmayo muchísimo más grave que aquel en que se hallaba; diez, en fin, le hubieran muerto en el acto. Bien visteis, señora, cuán rápidamente le aparté de aquellos frascos que tuvo la imprudencia de tocar.
¿Acaso es algún terrible veneno?
¡Oh, no! En primer lugar es menester que sepáis que la palabra
veneno no existe, puesto que en medicina se sirven de los venenos más violentos, que llegan a ser remedios saludables por la manera con que son administrados.
¿Y entonces de qué se trataba?
Una magnífica preparación de mi amigo, el abate Adelmonte, de la cual me enseñó a usar.
¡Oh! dijo la señora de Villefort, debe ser un excelente antiespasmódico.
Magnífico, señora, ya lo visteis respondió el conde, y yo hago de él un use bastante frecuente, con toda la prudencia posible, se entiende añadió riendo.
Lo creo replicó la señora de Villefort en el mismo tono En cuanto a mí, tan nerviosa y tan propensa a desmayarme, necesitaría de un doctor Adelmonte para que me inventase los medios de respirar libremente y me tranquilizase sobre el temor que experimento de morir un día ahogada. Entretanto, como la cosa es difícil de encontrar en Francia, y vuestro abate no estará dispuesto a hacer por mí un viaje a París, me atengo a los antiespasmódicos del señor Blanche, y las gotas de Hoffman desempeñan un gran papel en mi organismo. Mirad, aquí tenéis unas pastillas que preparan para mí expresamente, tienen doble dosis.
Montecristo abrió la caja de concha que le presentaba la joven, y aspiró el olor de las pastillas como experto digno de apreciar aquella preparación.
Son exquisitas dijo, pero es preciso tragarlas, cosa imposible en las personas desmayadas. Prefiero mi específico.
¡Oh!, yo también lo preferiría, después de los efectos que he visto. Pero sin duda será un secreto, y yo no soy tan indiscreta que os lo vaya a pedir.
Pero yo, señora dijo Montecristo levantándose de su asiento, soy lo suficientemente galante para ofrecéroslo.
¡Oh!, caballero.
Acordaos de una cosa, y es que, en pequeñas dosis, es un remedio; en grandes dosis, un veneno. Una gota devuelve la vida, como habéis visto; cinco o seis matarían infaliblemente de una manera tanto más terrible que derramadas en un vaso de vino no cambiarían nada el gusto. Pero me detengo, señora, diríase que os quiero aconsejar.
Acababan de dar las diez y media y anunciaron una amiga de la señora de Villefort que venía a comer con ella.
Si yo tuviera el honor de veros por tercera o cuarta vez, señor conde, en vez de ser la segunda dijo la señora de Villefort, si tuviese el honor de ser vuestra amiga, en lugar de ser sólo vuestra deudora, insistiría en que os quedaseis a comer, y no me dejaría abatir por la primera negativa.
Mil gracias, señora respondió Montecristo, tengo un compromiso al cual no puedo faltar. Prometí llevar al teatro a una princesa griega que aún no ha visto la ópera, y que cuenta conmigo para ir esta noche.
Os dejo ir, caballero, pero no olvidéis mi receta.
¿Cómo es posible, señora? Para ello tendría que olvidar la hora de conversación que acabo de tener a vuestro lado, lo cual es enteramente imposible.
Montecristo saludó y salió.
La señora de Villefort se quedó reflexionando.
¡Qué hombre tan extraño! dijo, debiera llamarse también Adelmonte.
Para Montecristo, el resultado fue mejor de lo que él esperaba.
Veamos dijo, al tiempo de marcharse, éste es buen terreno. Estoy convencidísimo de que cualquier clase de grano que en él se siembre, produce inmediatamente su fruto.
Y al otro día, fiel a su promesa, envió a la señora de Villefort la receta que le había prometido.
Capítulo diez
Roberto el diablo
El pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche había gran función en la Academia Real de Música. Levasseur, después de una larga indisposición, se presentó en el papel de Beltrán, y como de costumbre la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de París. Morcef, como la mayor parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta; además el de diez personas conocidas, sin contar con aquel a que tenía derecho, es decir, al de los calaveras de buen tono.
ChateauRenaud ocupaba el palco próximo al suyo.
Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.
Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y lo había ofrecido al conde de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes, lo había enviado a Danglars, mandándole decir que tal vez él iría a hacer aquella noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.
Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado de la oposición no le permitían ir al palco del ministro. La baronesa escribió a Luciano suplicándole que fuese a buscarla, puesto que no podía ir a la ópera sola con Eugenia.
En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal tono, al paso que yendo la señorita Danglars con su madre y el amante de su madre, nada había ya que objetar.
Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.
También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro cuando la función ha empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de parte de los espectadores que van llegando, no en mirar o escuchar la pieza, sino en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido de las puertas y el de las conversaciones.
¡Cómo! dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal. ¡Cómo! ¡La condesa G…!
¿Quién es esa condesa G…? preguntó ChateauRenaud.
¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G…?
¡Ah!, es verdad dijo ChateauRenaud, ¿no es esa encantadora veneciana?
Justamente.
En aquel momento la condesa G… reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una sonrisa.
¿La conocéis? dijo ChateauRenaud.
Sí exclamó Alberto, le fui presentado en Roma por Franz.
¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?
Con muchísimo gusto.
¡Silencio! gritó el público.
Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la música.
Estaba en las carreras del Campo de Marte dijo ChateauRenaud.
¿Hoy?
Sí.
En efecto, había carreras. ¿Estabais comprometido en ellas?
¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.
¿Y quién ganó?
Nautilus, yo apostaba por él.
¿Pero había tres carreras?
Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.
¿Qué?
¡Chist… ! gritó el público, impacientándose.
¿Qué. .. ? replicó Alberto.
Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.
¿Cómo?
¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el nombre de Vampa, y un jockey con el nombre de Job, cuando de repente vieron avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño. Viéronse obligados a introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.
¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey?
No.
Decís que el caballo llevaba el nombre de…
Vampa.
Entonces dijo Alberto yo estoy más adelantado que vos, y sé a quién pertenece.
¡Silencio…! gritó por tercera vez el público.
Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes notaron que el público se dirigía a ellos. Volviéronse un momento buscando en aquella multitud un hombre que tomase a su cargo la responsabilidad de lo que miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se volvieron hacia el escenario.
En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su hija y Luciano Debray tomaron sus asientos.
¡Ahí!, ¡ahí! dijo ChateauRenaud, ahí tenéis a varias personas conocidas vuestras, vizconde. ¿Qué diablos miráis a la derecha? Os están buscando.
Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa Danglars, que le hizo un saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia, apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta sus grándes y hermosos ojos negros.
En verdad, amigo mío dijo ChateauRenaud, no comprendo qué es lo que podéis tener contra la señorita Danglars, es una joven lindísima.
No lo niego dijo Alberto, pero os confieso que en cuanto a belleza preferiría una cosa más dulce, más suave, en fin, más femenina.
¡Qué jóvenes estos! dijo ChateauRenaud, que como hombre de treinta años tomaba con Morcef cierto aire paternal, nunca están satisfechos. ¡Cómo! ¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora y no estáis contento!
Pues bien, entonces mejor hubiera yo querido otra Venus de Milo o de Capua. Esta Diana cazadora siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco. Temo que me trate como a otro Acteón.
En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar casi el sentimiento que acababa de confesar el joven Morcef.
Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una belleza un poco varonil. Sus cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros como sus cabellos, adornados de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se maravillaban de encontrar en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa Juno. Sin embargo, su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que hacían resaltar unos labios cuyo carmín demasiado vivo se distinguía sobre la palidez de su tez; en fin, dos hoyitos más pronunciados que de costumbre en los extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía ese carácter decidido que tanto espantaba a Morcef.
Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la cabeza.que acabamos de describir. Como había dicho ChateauRenaud, era Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más muscular en su belleza.
Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era que, lo mismo que en su fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba fácilmente, hacía versos y componía música. De este último arte era sobre todo muy apasionada. Estudiábalo con una de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran compositor profesaba a ésta un interés casi paternal y la hacía trabajar con la esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.
La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre) entrase un día en el teatro, hacía que la señorita Danglars, aunque la recibiese en su casa, no se mostrara en público con ella.
Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, disfrutaba de mucha franqueza y confianza. Unos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco, había bajado el telón, y gracias a la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.
Morcef y ChateauRenaud habían sido de los primeros en salir; la señora Danglars creyó por un momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó al oído de su hija para anunciarle esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al mismo tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto a este punto, apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la condesa G…
¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero dijo ésta presentándole la mano con toda la cordialidad de una antigua amiga, sois muy amable, primero por haberme reconocido, y después por haberme dado la preferencia de vuestra primera visita.
Creed, señora dijo Alberto, que si yo hubiese sabido vuestra llegada a París y las señas de vuestra casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid os presente al barón ChateauRenaud, amigo mío, uno de los pocos hidalgos que aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las carreras del Campo de Marte.
ChateauRenaud se inclinó.
¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? dijo vivamente la condesa.
Sí, señora.
¡Y bien! repuso la señora G…. ¿Podéis decirme de quién era el caballo que ganó el premio del jockey Club?
No, señora dijo ChateauRenaud, y ahora mismo hacía la propia pregunta a Alberto.
¿Deseáis saberlo…, señora condesa? preguntó Alberto.
Con toda mi alma. Figuraos que… ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?
Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos…
¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey de casaca color de rosa me inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que yo en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que si hubiese apostado por ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear como una loca. ¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en mi. escalera al jockey de casaca color de rosa! Creí que el vencedor de la carrera vivía casualmente en la misma casa que yo, cuando lo primero que vi al abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el caballo y el jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía:
«A la condesa G…, lord Ruthwen.»
Eso es, justamente dijo Morcef.
¡Cómo! ¿Qué queréis decir?
Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.
¿Quién es lord Ruthwen?
El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.
¿De veras? exclamó la condesa. ¿Está aquí?
Sí, señora.
¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?
Es mi íntimo amigo, y el señor ChateauRenaud también tiene el honor de conocerle.
¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?
Por su caballo, que lleva el nombre de Vampa.
¿Y qué?
¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que me hizo su prisionero?
¡Ah, es cierto!
¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?
Sí, sí.
Llamábase Vampa. Bien veis que era él.
¿Pero por qué me ha enviado esa copa?
Primeramente, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de vos. Después, porque se habrá alegrado de encontrar una compatriota y de ver el interés que se tomaba por él.
¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?
¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa bajo el nombre de lord Ruthwen…
¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!
¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?
No; lo confieso.
Entonces…
¿Conque está en París?
Sí.
¿Y qué sensación ha producido?
¡Oh! dijo Alberto, se habló de él ocho días, pero después acaeció la coronación de la reina de Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y no se ha hablado más que de eso.
Amigo mío dijo ChateauRenaud, bien se ve que el conde es vuestro amigo y que le tratáis como tal. No creáis lo que dice Alberto, señora condesa. Al contrario, no se habla más que del conde de Montecristo en París. Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la carrera del jockey Club, según parece. Pues yo sostengo, diga Morcef lo que quiera, que no se ocupa la gente en este momento más que del conde de Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa con sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual de vivir.
Es posible dijo Morcef, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador de Rusia?
¿Cuál? preguntó la condesa.
El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.
En efecto dijo ChateauRenaud, ¿había en él alguien durante el primer acto?
¿Dónde?
En ese palco.
No repuso la condesa, no he visto a nadie. De modo que continuó, volviendo a la primera conversación, ¿creéis que es vuestro conde de Montecristo quien ha ganado el premio?
Estoy seguro.
¿Y quien me ha enviado la copa?
Sin duda alguna.
Pero yo no le conozco dijo la condesa, y tengo ganas de devolvérsela.
¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o en algún rubí. Son sus maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con sus manías.
En aquel instante se oyó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba a empezar, y Alberto se levantó para volver a su asiento.
¿Os volveré a ver? preguntó la condesa.
En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil en algo aquí en París.
Señores dijo la condesa, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli, 22, estoy en mi casa para los amigos.
Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.
Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la
platea en pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección general, y se detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a cuarenta años, acababa de entrar en él con una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era admirablemente hermosa y el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto hacia ella.
¡Cómo! dijo Alberto. Montecristo y su griega.
En efecto, eran el conde y Haydée.
Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del público de la platea, sino de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los palcos para ver brillar bajo los luminosos rayos de la lucerna, aquella cascada de diamantes.
El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las grandes reuniones de personas un suceso notable. Nadie pensó en gritar que callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante, era el espectáculo más curioso que se hubiera podido ver.
Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la baronesa deseaba que la visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado amable para hacerse esperar cuando le indicaban claramente que le estaban esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa y Eugenia con su frialdad habitual.
A fe mía, querido dijo Debray, aquí tenéis a un hombre sumamente apurado, y que os llama para que le saquéis del compromiso. La señora baronesa me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y quiere que yo sepa de dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, yo no soy Cagliostro, y para librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce a Montecristo bastante a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.
¿No es increíble? dijo la baronesa que teniendo medio millón de fondos secretos a su disposición, no esté mucho mejor instruido?
Señora dijo Luciano, creed que si yo tuviese medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra cosa que no en tomar informes sobre el señor de Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el ser dos veces más rico que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.
Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil francos v cuatro diamantes de cinco mil francos cada uno.
¡Oh!, los diamantes dijo Morcef riendo, ésa es su manía. Yo creo que, cual otro Potemkin, lleva siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el camino.
Debe haber encontrado alguna mina dijo la señora Danglars. ¿Sabéis que tiene un crédito ilimitado sobre la casa del barón?
No, no lo sabía respondió Alberto, pero se comprende muy bien.
¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en París y gastar seis millones?
Es el sha de Persia que viaja de incógnito.
Y esa mujer, señor Luciano dijo Eugenia, ¿habéis reparado qué hermosa es?
En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como vos.
Luciano acercó su lente a su ojo derecho.
Encantadora dijo.
¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?
Señorita dijo Alberto, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que concierne al misterioso personaje de que nos ocupamos. Esa mujer es una griega.
Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que todo el salón sabe tan bien como nosotros.
Siento dijo Morcef ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que ahí acaban todos mis conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día que almorcé en casa del conde, oí los sonidos de una guzla que sin duda estaba tocando ella.
¿Recibe vuestro conde? preguntó la señora Danglars.
Y de una manera espléndida, os lo aseguro.
Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca alguna comida, algún baile, a fin de que nos lo devuelva.
¡Cómo! ¿Iríais a su casa? dijo Debray riendo.
¿Por qué no? ¡Con mi marido!
Pero si es soltero el misterioso conde.
Ya veis que no lo es dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.
Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.
Convenid, mi querido Luciano dijo la baronesa, que más bien tiene aire de una princesa.
De las Mil y una noches.
De las Mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una princesa? Los diamantes, y en ésa no se ve otra cosa.
Lleva demasiados dijo Eugenia; estaría más hermosa sin ellos, porque quedarían al descubierto su cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.
¡Oh!, la artista dijo la señora Danglars, ¡cómo se entusiasma!
¡Me apasiona todo lo hermoso! dijo Eugenia.
Pero ¿qué decís entonces del conde? dijo Debray. Me parece también muy buen mozo.
¿El conde? dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado, el conde está demasiado pálido.
Precisamente en esa palidez dijo Morcef está el secreto que buscamos. La condesa G… dice que es un vampiro.
¿Está de vuelta la condesa G… ? preguntó la baronesa.
En ese palco de al lado dijo Eugenia, casi enfrente de nosotros, madre mía. Esa mujer de unos cabellos rubios admirables, ella es.
¡Ah! , sí repuso la señora Danglars, ¿no sabéis lo que debierais hacer, Morcef?
Mandad, señora.
Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.
¿Para qué? dijo Eugenia.
¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?
Absolutamente ninguna.
¡Qué rara eres! murmuró la baronesa.
¡Oh! dijo Morcef, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto, señora, y os saluda.
La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora sonrisa.
Vamos dijo Morcef, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio de hablarle.
Id a su palco, es lo más sencillo.
Pero aún no he sido presentado…
¿A quién?
A la bella griega.
Es una esclava, según decís.
Sí, pero vos decís que es una princesa… No. Espero que me vea salir, y él también saldrá.
Es posible, id.
Ahora mismo.
Morcef saludó y se fue.
Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se abrió la puerta, el conde dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el corredor, y se cogió del brazo de Morcef.
Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor un círculo de gente que rodeaba al nubio.
En verdad dijo Montecristo, vuestro París es una ciudad extraña, y vuestros parisienses un pueblo singular. Diríase que es la primera vez que ven a un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre Alí, que no sabe qué significa eso.. Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.
Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale la pena de mirar, pero, creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de moda.
¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?
¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida a la mujer del procurador del rey. Hacéis correr bajo el nombre del mayor Black caballos de raza y jockeys como un puño. En fin, ganáis copas de oro y las enviáis a una mujer bellísima por cierto.
¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?
Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su palco, o más bien porque os vean en él. Después, el periódico de Beauchamp, y últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro caballo, Vampa, si queréis guardar el incógnito?
¡Ah! ¡Es verdad! dijo el conde, es una imprudencia. Pero, decidme, ¿el conde de Morcef viene algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas partes y no lo he visto.
Vendrá esta noche.
¿Dónde?
Creo que al palco de la baronesa.
¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?
Sí.
Os doy mis parabienes.
Morcef se sonrió.
Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente dijo¿Qué decís de la música?
¿De qué música?
¿De qué ha de ser…?, de la que acabamos de oír.
Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y cantada por pájaros sin plumas, como decía Diógenes.
¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso!
Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha oído, duermo.
Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra cosa.
No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir yo con el sueño de que os hablo, necesito tranquilidad y silencio, y además cierta preparación…
¡Ah! ¿El famoso hachís?
Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.
Pero ya la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa dijo Morcef.
¿En Roma?
Sí.
¡Ah! , era la guzla de Haydée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces en tocar algunos aires de su país.
Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.
En este momento oyóse la campanilla.
Disculpadme dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.
¡Cómo!
Mil recuerdos de parte mía a la condesa G…, de parte de su vampiro.
¿Y a la baronesa?
Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que termine el acto.
El tercer acto empezó.
Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora Danglars, según lo había prometido.
El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su presencia. Así, pues, nadie reparó en su llegada más que las personas en cuyo palco entraba.
Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.
En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como todas las naturalezas primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.
El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y Leroux, cantaron sus respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado por RobertoMario. En fin, este majestuoso rey dio su vuelta por el tablado para lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después el telón y toda la concurrencia se dispersó.
El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa Danglars.
Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.
¡Ah!, venid, señor conde exclamó, porque, a la verdad, deseaba añadir mis gracias verbales a las que ya os he dado por escrito.
¡Oh!, señoradijo el conde, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo ya la había olvidado.
Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la señora de Villefort, del peligro que le hicieron correr los mismos caballos.
Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar a la señora de Villefort este eminente servicio.
¿Y fue también Alí dijo el conde de Morcef quien sacó a mi hijo de las manos de los bandidos romanos?
No, señor conde dijo Montecristo, estrechando la mano que le presentaba el general. No; ahora a quien toca dar las gracias es a mí. Vos ya me las habéis dado, yo las he recibido, y me avergüenzo de que me deis tanto las gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a vuestra encantadora hija.
¡Oh!, por lo menos de nombre ya estáis presentado, porque hace dos o tres días que no hablamos más que de vos. Eugenia continuó la baronesa, volviéndose hacia su hija, el señor conde de Montecristo .
El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.
Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde dijo Eugenia, ¿es vuestra hija?
No, señorita dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad extremada o de aquel asombroso aplomo, es una pobre griega de la que soy tutor.
¿Y se llama… ?
Haydée respondió Montecristo.
¡Una griega! murmuró el conde de Morcef.
Sí, conde dijo la señora Danglars, y decidme si habéis visto nunca, en la corte de AlíTebelin, donde habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan precioso como el que tenemos delante.
¡Ah! dijo Montecristo, ¿habéis servido en Janina, señor conde?
He sido general instructor de las tropas del bajá respondió Morcef, y mi poca fortuna proviene de las liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo reparo en decirlo.
¡Pues vedla ahí! insistió la señora Danglars.
¡Dónde! balbució Morcef.
Allí dijo Montecristo.
Y apoyando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del palco.
En este momento, Haydée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su cabeza pálida al lado de la de Morcef, a quien tenía abrazado.
Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un movimiento hacia adelante, como para devorar a los dos con sus miradas, y al mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un débil grito, que fue oído, sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto abrió la puerta.
¿Cómo? dijo Eugenia. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor conde?, parece que se ha sentido indispuesta.
Así es dijo el conde, pero no os asustéis, señorita. Haydée es muy nerviosa, y por consiguiente muy sensible a los olores. Un perfume que le sea antipático, basta para causarle un desmayo. Pero añadió el conde, sacando un pomo del bolsillo, tengo aquí el remedio.
Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars.
Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le cogió una mano. Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas.
¿Con quién hablabais, señor? preguntó la griega.
Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de lo ilustre padre, y que confiesa deberle su fortuna respondió el conde.
¡Ah, miserable! exclamó Haydée, él fue quien lo vendió a los turcos y esa fortuna es el pago de su traición. ¿No sabíais eso?
Había oído algo de esa historia en Epiro dijo Montecristo, pero ignoraba los detalles. Ven, hija mía, ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.
¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más tiempo viendo a ese hombre.
Y levantándose vivamente, Haydée se envolvió en su albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas y de coral, y salió en el momento en que se levantaba el telón.
¡En nada se parece ese hombre a los demás! dijo la condesa G… a Alberto, que había vuelto a su lado. Escucha religiosamente el tercer acto de Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.
CUARTA PARTE
Capítulo primero
El alza y la baja
Transcurridos unos días, después del encuentro referido en el capítulo anterior, Alberto de Morcef fue a hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales. Iba a reiterarle las gracias de la señora de Danglars.
Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las palabras de su amigo algunas frases corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde.
Parecióle que Luciano venía a verle impulsado por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d'Antin. En efecto, era de suponer, sin temor de engañarse, que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un millón en diamantes, había suplicado a la persona más íntima que le diese algunos informes acerca de tal interior. Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la curiosidad de la baronesa.
¿Mantenéis las relaciones casi continuas con el barón Danglars? preguntó a Alberto de Morcef.
¡Oh!, sí, señor conde; bien sabéis lo que os he dicho.
¿Todavía continúa eso?
Más que nuncadijo Luciano, es un negocio corriente.
Y juzgando sin duda Luciano que esta palabra mezclada en la conversación le daba derecho a permanecer extraño a ella, colocó su lente en su ojo, y mordiendo el puño de oro de su bastón, comenzó a pasear lentamente alrededor de la sala, examinando las armas y los cuadros.
¡Ah! dijo Montecristo. Al oíros hablar de eso no creía, en verdad, que se hubiese tomado ya una resolución.
¿Qué queréis? Las cosas marchan sin que nadie lo sospeche; mientras que vos no pensáis en ellas, ellas piensan en vos, y cuando volvéis os quedáis asombrado del gran trecho que han recorrido. Mi padre y el señor Danglars han servido juntos en España, mi padre en el ejército, el señor Danglars en las provisiones. Allí fue donde mi padre, arruinado por la revolución, y el señor Danglars, que no tenía patrimonio, empezaron a hacerse ricos.
Sí, efectivamente dijo Montecristo, creo que durante la visita que le he hecho, el señor Danglars me ha hablado de eso y dirigió una mirada a Luciano, que en aquel momento estaba hojeando un álbum. La señorita Eugenia es una joven bellísima, creo que se llama Eugenia, ¿verdad?
Bellísima respondió Alberto, pero de una belleza que yo no aprecio; soy indigno de ella.
¡Habláis de vuestra novia como si ya fueseis su marido!
¡Oh! exclamó Alberto, mirando lo que hacía Luciano.
¿Sabéis? dijo Montecristo, bajando la voz, que no me parecéis muy entusiasmado con esa boda?
La señorita Danglars es demasiado rica para mí dijo Morcef, eso me asusta.
¡Bah! dijo Montecristo, razón de más, ¿no sois vos también rico?
Mi padre tiene algo…, como unas cincuenta mil libras de renta, y me dará diez o doce mil cuando me case.
Algo modesto es eso, sobre todo en París; pero no todo consiste en el dinero, algo valen un nombre esclarecido y una elevada posición social. Vuestro nombre es célebre, vuestra posición magnífica; y además, el conde de Morcef es un soldado, y gusta ver que se enlazan la integridad de Bayardo con la pobreza de Duguesclin; el desinterés es el rayo de sol más hermoso a que puede relucir una noble espada. Yo encuentro esta unión muy conveniente; ¡la señorita Danglars os enriquecerá y vos la ennobleceréis!
Alberto movió la cabeza y quedóse pensativo.
Aún hay más dijo.
Confieso repuso Montecristo que me cuesta trabajo el comprender esa repugnancia hacia una joven hermosa y rica.
¡Oh! ¡Dios mío! dijo Morcef, esa repugnancia no es tan sólo de mi parte.
¿De quién más?, porque vos mismo me habéis dicho que vuestro padre deseaba ese enlace.
De parte de mi madre; y la ojeada de mi madre es prudente y segura. ¡Pues bien!, no se sonríe al hablarle yo de esta unión, tiene yo no sé qué prevención contra los Danglars.
¡Oh! dijo el conde con un tono algo afectado, eso se concibe fácilmente. La condesa de Morcef, que es la distinción, la aristocracia, la delicadeza personificada, vacila en tocar una mano basta, grosera y brutal; nada más sencillo.
Yo no sé si es eso dijo Alberto; pero lo que sé es que este casamiento la hará desgraciada. Ya debían haberse reunido para hablar del asunto hace seis semanas; pero tuve tales dolores de cabeza…
¿Verdaderos…? dijo el conde sonriendo.
¡Oh!, sí, sin duda el miedo…, en fin, aplazaron la cita hasta pasados dos meses. No corría prisa, como comprenderéis; yo no tengo todavía más que veintiún años, y Eugenia diecisiete; pero los dos meses expiran la semana que viene. Se consumará el sacrificio; no podéis comprender, conde, qué apurado me encuentro… ¡Ah!, ¡qué dichoso sois al ser libre!
¡Pues bien!, sed libre también, ¿quién os lo impide?, decid.
¡Oh!, sería un desengaño muy grande para mi padre si no me casara con la señorita Danglars.
Pues casaos, entonces dijo el conde, encogiéndose de hombros.
Sí dijo Morcef; mas para mi madre no sería eso desengaño, sino una pesadumbre mortal.
Entonces no os caséis exclamó el conde.
Yo veré, lo reflexionaré, vos me daréis consejos, ¿no es verdad?; y si es posible, me libraréis del compromiso. ¡Oh!, por no dar un disgusto a mi pobre madre, sería yo capaz de quedar reñido hasta con el conde, mi padre.
Montecristo se volvió; parecía sumamente conmovido.
¡Vaya! dijo a Debray, que estaba sentado en un sillón, en un extremo del salón, con un lápiz en la mano derecha y en la izquierda una cartera, ¿hacéis álgún croquis de uno de estos cuadros?
¿Yo? dijo tranquilamente. ¡Oh!, sí, un croquis; amo demasiado la pintura para eso. No; estoy haciendo números.
¿Números?
Sí, calculo; esto os atañe indirectamente, vizconde; calculo lo que la casa Danglars ha debido ganar en la última alza de Haití; de 206 subieron los fondos en tres días a 409, y el prudente banquero había comprado mucho a 206. Ha debido ganar, por lo menos, 300 000 libras.
No es ésa su mejor jugada dijo Morcef, no ha ganado este año un millón. ..
Escuchad, querido dijo Luciano, escuchad a Montecristo, que os dirá, como los italianos:
Denaro a santità
Metá della metá.
Y es mucho todavía. Así, pues, cuando me hablan de eso me encojo de hombros.
¿Pero no hablabais de Haití? dijo Montecristo. ¡Oh!, Haití; eso es otra cosa; ese écarté del agiotaje francés. Se puede amar el whist, el boston, y sin embargo, cansarse de todo esto; el señor Danglars vendió ayer a 409 y se embolsó 300 000 francos; si hubiese esperado a hoy, los fondos bajaban a 205, y en vez de ganar 300 000, perdía 20 ó 25 000.
¿Y por qué han bajado los fondos de 409 a 205? preguntó Montecristo. Perdonad, soy muy ignorante en todas estas intrigas de bolsa.
Porque respondió Alberto las noticias se siguen unas a otras y no se asemejan.
¡Ah, diablo! dijo el conde. ¿El señor Danglars juega a ganar o perder 300 000 francos en un día? ¡Será inmensamente rico!
¡No es él quien juega! exclamó vivamente Luciano, es la señora Danglars; es una mujer verdaderamente intrépida.
Pero vos que sois razonable, Luciano, y que conocéis la poca seguridad de las noticas, pues que estáis en la fuente, debierais impedirlo, dijo Morcef sonriendo.
¿Cómo es eso posible, si a su marido no le hace ningún caso? respondió Luciano. Vos conocéis el carácter de la baronesa; nadie tiene influencia sobre ella, y no hace absolutamente sino lo que quiere.
¡Oh, si yo estuviera en vuestro lugar… ! dijo Alberto.
¿Y bien?
Yo la curaría; le haría un favor a su futuro yerno.
¿Pues cómo?
Nada más sencillo. Le daría una lección.
¡Una lección!
Sí; vuestra posición de secretario del ministro hace que dé mucha fe a vuestras noticias; apenas abrís la boca y al momento son taquigrafiadas vuestras palabras. Hacedle perder unos cuantos miles de francos, y esto la volverá más prudente.
No os entiendo murmuró Luciano.
Pues bien claro me explico respondió el joven, con una sencillez que nada tenía de afectada; anunciadle el mejor día una noticia telegráfica que sólo vos hayáis podido saber; por ejemplo, que a Enrique IV le vieron ayer en casa de Gabriela; esto hará subir los fondos; ella obrará inmediatamente, según la noticia que le hayáis dado, y seguramente perderá cuando Beauchamp escriba al día siguiente en su periódico:
«Personas mal informadas han dicho que el rey Enrique IV fue visto anteayer en casa de Gabriela; esta noticia es completamente falsa; el rey Enrique IV no ha salido de PontNeuf.»
Luciano se sonrió.
El conde, aunque indiferente en la apariencia, no había perdido
una palabra de esta conversación, y su penetrante mirada creyó leer un secreto en la turbación del secretario del ministro.
De esta turbación de Luciano, que no fue advertida por Alberto, resultó que Debray abreviase su visita; se sentía evidentemente disgustado. El conde, al acompañarle hacia la puerta, le dijo algunas palabras en voz baja, a las cuales respondió:
Con mucho gusto, señor conde, acepto.
Montecristo se volvió hacia Morcef.
¿No pensáis le dijo que habéis hecho mal en hablar de vuestra suegra delante de Debray?
Escuchad, conde dijo Morcef, no digáis en adelante una palabra acerca de esto.
Decid la verdad, ¿la condesa se opone a ese matrimonio?
Rara vez viene a casa la baronesa, y mi madre creo que no ha estado dos veces en su vida en la de la señora Danglars.
Entonces dijo el conde eso me alienta a hablaros con franqueza: el señor Danglars es mi banquero; el señor de Villefort me ha colmado de atenciones en agradecimiento al servicio que una dichosa casualidad me proporcionó hacerle. Bajo todo esto yo descubro una infinidad de comidas y diversiones, y además, para tener siquiera el mérito de adelantarme, si queréis, he proyectado reunir en mi casa de campo de Auteuil al señor y señora Danglars, y al señor y señora Villefort. Yo os invito a esa comida, así como al señor conde y a la señora condesa de Morcef; esto, sin que nadie sospeche que ha de ser una entrevista matrimonial; por lo menos, la señora condesa de Morcef no considerará la cosa así, sobre todo si el barón Danglars me hace el honor de no traer a su hija. De lo contrario, vuestra madre me cobraría antipatía; de ningún modo quiero yo que suceda esto, y haré todo lo posible por que nó llegue a odiarme.
A fe mía, conde dijo Morcef, os doy mil gracias por esa franqueza que usáis conmigo, y acepto la proposición que me hacéis. Decís que no queréis que mi madre os cobre antipatía, y sucede todo lo contrario.
¿Lo creéis así? exclamó el conde con interés.
¡Oh!, estoy seguro. Cuando os separasteis el otro día dè nosotros estuvimos hablando una hora de vos; pero vuelvo a lo que decíamos antes. ¡Pues bien!, si mi madre pudiese saber esa atención de vuestra parte, estoy seguro de que os quedaría sumamente reconocida; es verdad que mi padre se pondría furioso.
Montecristo soltó una carcajada.
¡Y bien! dijo a Morcef, ya estáis prevenido. Pero ahora que me acuerdo, no sólo vuestro padre se pondrá furioso; el señor y la señora Danglars me considerarán como a un hombre de malas maneras. Saben que nos tratamos con cierta intimidad, que sois mi amigo parisiense más antiguo, y si no os encuentran en mi casa, me preguntarán por qué no os he invitado. Al menos, buscad un compromiso anterior que tenga alguna apariencia de probabilidad, y del cual me daréis parte por medio de cuatro letras. Ya sabéis, con los banqueros, sólo los escritos son válidos.
Yo haré otra cosa mejor, señor conde dijo Alberto; mi padre quiere ir a respirar el sire del mar. ¿Qué día tenéis señalado para vuestra comida?
El sábado.
Hoy es martes, bien; mañana por la tarde partimos, y pasado estaremos en Tréport. ¿Sabéis, señor conde, que sois un hombre muy complaciente en proporcionar así a todas las personas su comodidad?
¡Yo!, en verdad que me tenéis en más de lo que valgo, deseo seros útil y nada más.
¿Qué día empezaréis a hacer las invitaciones?
Hoy mismo.
¡Pues bien!, corro a casa del señor Danglars, y le anuncio que mañana mi madre y yo saldremos de París. Yo no os he visto; por consiguiente, no sé nada de vuestra comida.
¡Qué loco sois! ¡Y el señor Debray, que acababa de veros en mi casa!
¡Ah!, es cierto.
Al contrario, os he visto y os he convidado aquí sin ceremonia, y me habéis respondido ingenuamente que no podíais aceptar porque partíais para Tréport.
¡Pues bien!, ya está todo arreglado; pero vos vendréis a ver a mi madre entre hoy y mañana.
Entre hoy y mañana es difícil; porque estaréis ocupados en vuestros preparativos de viaje.
¡Pues bien!, haced otra cosa; antes no erais más que un hombre encantador; seréis un hombre adorable.
¿Qué he de hacer para llegar a esa sublimidad?
¿Qué habéis de hacer?
Sí, eso es lo que os pregunto.
Sois libre como el sire; venid a comer conmigo; seremos pocos: vos, mi madre y yo solamente. Aún no habéis casi conocido a mi madre, pero la veréis de cerca. Es una mujer muy notable, y no siento más que una cosa, y es no encontrar una mujer como ella con
veinte años menos; pronto habría, os lo juro, una condesa y una vizcondesa de Morcef. En cuanto a mi padre, no le encontraréis en casa; está de comisión, y come en la del gran canciller. Venid, hablaremos de viajes; vos que habéis visto el mundo entero, nos hablaréis de vuestras aventuras; nos contaréis la historia de aquella bella griega que estaba la otra noche con vos en la ópera, a la que llamáis vuestra esclava, y a quien tratáis como a una princesa. Hablaremos italiano y español, ¿aceptáis?, mi madre os dará las gracias.
También yo os las doy dijo el conde; el convite es de los más halagüeños, y siento vivamente no poder aceptarlo. Yo no soy libre, como pensáis; y tengo, por el contrario, una cita de las más importantes.
¡Ah!, acordaos, conde, que me acabáis de enseñar cómo se zafa uno de las cosas desagradables. Necesito una prueba. Afortunadamente, yo no soy banquero como el señor Danglars, pero os prevengo que soy tan incrédulo como él.
Por lo mismo, voy a dárosla dijo el conde.
Y llamó.
¡Hum! dijo Morcef; ya son dos veces seguidas que rehusáis comer con mi madre. ¿Habéis tomado ese partido, conde?
Montecristo se estremeció.
¡Oh!, no lo creáis dijo; además, pronto os demostraré lo contrario.
Bautista entró y se quedó a la puerta en pie y esperando.
Yo no estaba prevenido de vuestra visita, ¿no es verdad?
Sois tan extraordinario, que no aseguraría que no lo estuvieseis.
Por lo menos, ¿no podía adivinar que me invitaríais a comer?
¡Oh!, en cuanto a eso, es probable.
Escuchad, Bautista: ¿qué os dije yo esta mañana, cuando os llamé a mi gabinete de estudio?
Que no dejase entrar a nadie a ver al señor conde después de las cinco respondió el criado.
¿Y qué más?
¡Oh!, señor conde… dijo Alberto.
No, no, quiero absolutamente librarme de esa reputación misteriosa que me habéis adjudicado, mi querido vizconde: es muy difícil representar eternamente el Manfredo. ¿Qué más.. . ?, continuad, Bautista.
En seguida no recibir más que al señor mayor Bartolomé Cavalcanti y a su hijo.
Ya lo oís, al señor mayor Bartolomé Cavalcanti, de la más antigua nobleza de Italia; además, su hijo, un apuesto joven de vuestra edad, o poco más, vizconde, que lleva el mismo título que vos, y que hace su entrada en el mundo con los millones de su padre. El mayor me trae esta tarde a su hijo Andrés, el contessino, como decimos en Italia. Me lo confía y yo lo protegeré si tiene algún mérito. Me ayudaréis, ¿no es así?
¡Desde luego! ¿Es algún antiguo amigo vuestro ese mayor Cavalcanti? preguntó Alberto.
No, por cierto, es un digno señor, muy modesto, discreto, como muchos de los que hay en Italia, descendiente de una de las más antiguas familias. Lo he encontrado muchas veces en Florencia, en Bolonia, en Luca, y me ha avisado de su llegada. Los conocimientos de viaje son exigentes, reclaman de vos en todas partes la amistad que se les ha manifestado una vez por casualidad. Este mayor Cavalcanti va a volver a París, que no ha visto más que de paso en tiempos del Imperio, y va a helarse a Moscú. Yo le daré una buena comida y me dejará su hijo; le prometeré vigilarle, le dejaré hacer todas las locuras que quiera y estamos en paz.
¡Estupendo! dijo Alberto; veo que sois un excelente mentor. Adiós, pues, estaremos de vuelta el domingo. A propósito, he recibido noticias de Franz.
¡Ah!, ¿de veras? dijo Montecristo; ¿sigue divirtiéndose en Italia?
Creo que sí; no obstante, os echa mucho de menos. Dice que sois el sol de Roma, y que sin vos está eclipsado. Yo no sé si aun llega a decir que llueve. Aún persiste en errores fantásticos, y he aquí por lo que os echa de menos.
Es un muchacho muy simpático dijo Montecristo, y por el cual he sentido una viva simpatía la primera tarde que le vi buscando una cena cualquiera, y que tuvo a bien aceptar la mía. Creo que es hijo del general d'Epinay.
Justamente.
El mismo que fue tan vilmente asesinado en 1815.
¿Por los bonapartistas?
¡Cierto! ¿No tiene él proyectos de matrimonio?
Sí, debe casarse con la señorita de Villefort.
¿Es eso cierto?
Tan cierto como que yo debo casarme con la señorita Danglars respondió Alberto riendo.
¿Os reís?
Sí.
¿Y por qué?
Porque creo que Franz tiene tanta simpatía por su matrimonio
como la hay entre la señorita Danglars y yo. Pero, en verdad, conde, que hablamos de las mujeres como las mujeres hablan de los hombres; esto es imperdonable.
Alberto se levantó.
¿Os vais?
Me gusta la pregunta: hace dos horas que os estoy molestando y tenéis la bondad de preguntarme si me voy.
¡Oh!, de ningún modo.
¡En verdad, conde, sois el hombre más diplomático de la tierra! Y vuestros criados, ¡qué bien educados están! ¡Especialmente, el señor Bautista! Jamás he podido tener uno como ése. Los míos parece que toman el ejemplo de los del teatro francés, que, precisamente porque no tienen que decir más que una palabra, siempre la dicen mal. Conque si despedís alguna vez a Bautista, os lo pido para mí antes que nadie.
Convenido respondió Montecristo.
No es esto todo; saludad de mi parte a vuestro discreto mayor, al señor de Cavalcanti, y si por casualidad desease establecer a su hijo, buscadle una mujer muy rica, noble, baronesa cuando menos, yo os ayudaré por mi parte.
¡Vaya! ¿Hasta eso llegaríais?
Sí, sí.
¡Oh!, no se puede decir de esta agua no beberé.
¡Ah, conde! exclamó Morcef, qué gran favor me haríais y cómo os apreciaría cien veces más si lograseis dejarme soltero siquiera por diez años.
Todo es posible respondió gravemente Montecristo, y despidiéndose de Alberto entró en su habitación y llamó tres veces con el timbre.
Bertuccio compareció.
Señor Bertuccio le dijo, ya sabéis que el sábado recibo en mi casa de Auteuil.
Bertuccio se estremeció levemente.
Bien, señordijo.
Os necesito continuó el conde, para que todo se prepare como sabéis. Aquella casa es muy hermosa, o al menos puede llegar a serlo.
Para eso sería preciso cambiarlo todo, señor conde; las paredes han envejecido.
Cambiadlo todo, excepto una sola habitación; la de la alcoba de damasco encarnado; la dejaréis tal como está actualmente.
Bertuccio se inclinó.
Tampoco tocaréis el jardín; pero del patio haréis lo que mejor os parezca; me alegraría de que nadie pudiese reconocerlo.
Haré todo lo que pueda para que el señor conde quede satisfecho; sin embargo, quedaría más tranquilo si quisiera vuestra excelencia darme sus instrucciones para la comida.
En verdad, mi querido señor Bertuccio dijo el conde, desde que estáis en París, os encuentro desconocido; ¿no os acordáis ya de mis gustos, de mis ideas?
Pero, en fin, ¿podría decirme vuestra excelencia quién asistirá? Aún no lo sé, y tampoco vos tenéis necesidad de saberlo.
Bertuccio se inclinó y salió.
Acababan de dar las siete, y el mayordomo partió acto seguido para Auteuil, según la orden que acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareció huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años, vestido con una de esas largas levitas verdes, cuyo color es indefinible, un ancho pantalón azul, unas botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado; guantes de ante, un sombrero con la forma del de un gendarme, y una corbata negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje que llamó a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas hubo oído la respuesta afirmativa del portero, se dirigió hacia la escalera.
La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote espeso y gris, fueron reconocidos por Bautista, que ya tenía conocimiento del aspecto del personaje que le esperaba en el vestíbulo. Así, pues, apenas pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.
El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño. ¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os esperaba.
¡De veras! dijo el mayor Cavalcanti, ¿me esperaba vuestra excelencia?
Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.
¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?
Completamente.
¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; yo creía que habrían olvidado esta precaución.
¿Cuál?
La de avisaros.
¡Oh!, ¡no!
¿Pero estáis seguro de no equivocaros?
Segurísimo.
¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?
A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.
¡Oh!, si me esperabais dijo el mayor, ¡no merece la penal
¡Al contrario! dijo Montecristo.
El mayor pareció ligeramente inquieto.
Veamos dijo Montecristo, sois el marqués Bartolomé Cavalcantí, ¿verdad?
Bartolomé Cavalcanti repitió el mayor, eso es.
¿Ex mayor al servicio de Austria?
¡Ah!, ¿era mayor…? preguntó tímidamente el veterano.
Sí dijo Montecristo, mayor. Este nombre se da en Francia al grado que teníais en Italia.
Bueno dijo el mayor, no pregunto más, ya comprendéis…
Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? repuso Montecristo.
¡Oh!, seguramente.
¿Venís dirigido a mí por alguna persona?
Sí.
¿Por el excelente abate Busoni?
Eso es exclamó el mayor con alegría.
¿Y tenéis una carta?
Aquí está.
Dádmela, entonces.
Y Montecristo tomó la carta que abrió y leyó.
El mayor miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a cada objeto del salón, pero que se volvían inmediatamente hacia el dueño de la casa.
Esto es… ¡Oh!, ¡querido abate!, < el mayor Cavalcanti; un digno patricio de Luca», descendiente de los Cavalcanti de Florencia continuó Montecristo leyendo, que tiene medio millón de renta…
Èl conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.
Medio millón dijo; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.
¿Dice medio millón? preguntó el mayor.
Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hombre que mejor conoce todos los caudales de Europa.
¡De acuerdo con que sea medio millón! dijo el mayor; pero es doy mi palabra de honor de que no sabía que ascendiese a tanto.
Porque tendréis un mayordomo que os robará; ¿qué queréis, señor Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por todo!
Acabáis de darme una idea dijo gravemente el mayor; pondré al muy bribón en la calle.
Montecristo continuó:
«Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso.»
¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola dijo el mayor suspirando.
Encontrar un hijo adorado.»
¿Un hijo adorado?
Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas gitanas.
¡A la edad de cinco años, caballero! dijo el mayor con un profundo suspiro y levantando los ojos al cielo.
¡Pobre padre! dijo Montecristo.
El conde prosiguió:
«Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le podéis hacer encontrar este hijo, a quien busca en vano hace quince años.»
El mayor miró a Montecristo con una inefable expresión de inquietud.
Yo puedo hacerlo respondió Montecristo.
El mayor se incorporó.
¡Ah, ah! dijo ¿La carta era verdadera?
¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?
¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter religioso como el abate Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído todo, excelencia!
¡Ah!, es verdaddijo Montecristo,hay una posdata.
Sí replicó el mayor, sí…, hay… una… posdata.
«Para no causar al mayor Cavalcanti la molestia de sacar fondos de casa de su banquero, le envío una letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil francos.»
El mayor seguía con la mirada esta posdata con visible ansiedad.
¡Bueno! dijo Montecristo.
Ha dicho bueno murmuró el mayor, conque… repuso el mismo.
¿Conque?… inquirió el conde.
Conque, la posdata…
¡Y bien!, la posdata…
¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?
Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y yo. Vos, según veo, ¿dabais mucha importancia a esa posdata, señor Cavalcantí?
Os confesaré respondió el mayor, que confiado en la carta del abate Busoni, no me había provisto de fondos; de modo que
si me hubiese fallado este recurso, me habría encontrado muy mal en París.
¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte? dijo Montecristo.
¡Diablo!, no conociendo a nadie… ¡Oh!, pero a vos os conocen… Sí, me conocen; conque…
Acabad, querido señor Cavalcanti.
¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?
Al momento.
El mayor no podía disimular su estupor.
Pero sentaos dijo Montecristo, en verdad, no sé en qué estoy pensando…, hace un cuarto de hora que os tengo ahí de pie…
No importa, señor conde. ..
El mayor tomó un sillón y se sentó.
Ahora dijo el conde, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?
De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.
Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?
Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.
Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.
¿Qué traéis? preguntó en voz baja.
EL joven está ahí respondió en el mismo tono el criado.
Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?
En el salón azul, como había mandado su excelencia.
Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos.
Bautista salió de la estancia.
En verdad dijo el mayor, os molesto de una manera…
¡Bah!, ¡no lo creáis! dijo Montecristo.
Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.
El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido que contenía la botella cubierta de telas de araña y de todas las señales que indican lo añejo del vino. El mayor tomó el vaso lleno y un bizcocho.
El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su huésped, que comenzó por gustar el Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de aprobación, a introdujo delicadamente el bizcocho en el vaso.
De modo, caballero dijo Montecristo, ¿vos vivíais en Luca, erais rico, noble, gozabais de la consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz a un hombre?
Todo, excelencia dijo el mayor, comiendo el bizcocho, absolutamente todo.
¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?
¡Ay!, una solarepuso el mayor.
¿Encontrar a vuestro hijo?
¡Ah! exclamó el mayor tomando un segundo bizcocho eso únicamente me faltaba.
El digno mayor levantó los ojos al cielo a hizo un esfuerzo para suspirar.
Veamos ahora, señor Cavalcanti dijo Montecristo, ¿de dónde os vino ese' hijo tan adorado? Porque a mí me habían dicho que vos habíais permanecido en el celibato.
Así creía, caballero dijo el mayor, y yo mismo…
Sí repuso Montecristo, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un pecado de juventud que vos queríais ocultar a los ojos de todos.
El mayor asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras bajaba modestamente los ojos, para asegurar su aplomo, o ayudar a su imaginación, mirando de reojo al conde, cuya sonrisa anunciaba siempre la más benévola curiosidad.
Sí, señor dijo; falta que yo quería ocultar a los ojos de todos.
No por vos dijo Montecristo, porque un hombre no se inquieta por esas cosas.
¡Oh!, no por mí, ciertamente dijo el mayor sonriendo maliciosamente.
Sino por su madre dijo el conde.
¡Eso es! exclamó el mayor tomando un tercer bizcocho, ¡por su pobre madre!
Bebed, querido Cavalcanti dijo Montecristo llenando un tercer vaso; la emoción os embarga.
¡Por su pobre madre! murmuró el mayor haciendo los mayores esfuerzos por humedecer sus párpados con una falsa lágrima.
¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?, según creo.
¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!
¿Y se llamaba. .. ?
¿Deseáis saber su nombre?
Es inútil que me lo digáis dijo el conde; lo sé yo.
El señor conde lo sabe todo dijo el mayor inclinándose.
Olivia Corsinari, ¿no es verdad?
¡Olivia Corsinari!
¿Marquesa…?
¡Marquesa!
Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia…
Señor conde, al fin y al cabo me casé. –
¿Y traéis en regla los papeles? repuso Montecristo.
¿Qué papeles? preguntó el mayor.
Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bautismo del niño. ¿No se llamaba Andrés?
Creo que sí dijo el mayor.
¡Cómo!, ¿no estáis seguro?
¡Diantre! , hace mucho tiempo que le he perdido.
Es justo dijo Montecristo. En fin, ¿traéis todos esos papeles?
Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo lo necesarios que eran, se me olvidó traerlos.
¡Diablo! exclamó el conde.
¿Tanto urgían?
Como que son indispensables.
El mayor se rascó la frente.
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