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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 24)


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Escuchad. Le buscaré, como os decía, le diré los lazos que me unen a la señorita de Villefort. Si es un hombre delicado, probará su delicadeza renunciando a la mano de su prometida, y desde entonces puede contar hasta la muerte con mi amistad y mi cariño. Si rehúsa, ya porque le obligue su interés personal, o porque un ridículo orgullo le haga persistir, después de probarle que Valentina me ama y no puede amar a ningún otro más que a mí, me batiré con él, dándole las ventajas que quiera, y le mataré o él me matará. Si yo le mato, no se casará con Valentina. Si él me mata, estoy seguro de que Valentina no se casará con él.

Noirtier contemplaba con un placer inefable aquella noble y sincera fisonomía en que estaban retratados todos los sentimientos que expresaban sus labios.

Cuando Morrel terminó de hablar, Noirtier cerró los ojos repetidas veces, lo cual quería decir que no.

¿No? dijo Morrel. ¿Conque desaprobáis este segundo proyecto lo mismo que el primero?

Sí indicó el anciano.

¿Qué hemos de hacer, caballero? preguntó Morrel. Las últimas palabras de la señora de SaintMerán han sido que el casamiento de su nieta se hiciese al punto. ¿Debo dejar marchar las cosas?

Noirtier permaneció inmóvil.

Sí, comprendo dijo Morrel, debo esperar.

Sí.

Pero, señor, una dilación nos perdería repuso el joven. Hallándose sola Valentina y sin fuerzas, la obligarán como a un chiquillo. He entrado aquí milagrosamente para saber lo que pasaba. Os he sido presentado milagrosamente y no debo esperar que se renueven tales milagros. Creedme, no hay más que uno de los dos partidos que os he propuesto. Disculpadle a mi juventud esta vanidad, decidme cuál es el mejor, ¿autorizáis a la señorita Valentina a confiarse a mi honor?

No.

¿Preferís que yo vaya a buscar al señor Franz d'Epinay?

No.

¡Dios mío! ¿De quién nos vendrá el socorro que esperamos del cielo?

El anciano se sonrió con los ojos, como solía cuando le hablaban del cielo. Siempre habían quedado algunos residuos de ateísmo en las ideas del antiguo jacobino.

¿De la casualidad? repuso Morrel.

No.

¿De vos?

Sí.

¿De vos?

Sí repitió el anciano.

Comprendéis lo que os pregunto, caballero, disculpad mi terquedad, porque mi vida depende de vuestra respuesta: ¿Nos vendrá de vos nuestra salvación?

Sí.

¿Estáis seguro de ello?

Sí.

¿Nos dais vuestra palabra?

Sí.

Y había en la mirada que daba esta respuesta una firmeza tal, que no había medio de dudar de la voluntad, sino del poder.

¡Oh!, gracias, caballero, ¡un millón de gracias! Pero, a menos que un milagro del Señor os devuelva la palabra y el movimiento, encadenado en este sillón, mudo a inmóvil, ¿cómo podréis oponeros a ese casamiento?

Una sonrisa iluminó el rostro del anciano, sonrisa extraña, como es la de los ojos de un rostro inmóvil.

¿De modo que debo esperar? preguntó el joven.

Sí.

¿Pero el contrato?

La misma sonrisa de antes brilló en el rostro de Noirtier.

¿Queréis decirme que no será firmado?

Sí dijo Noirtier.

¿De modo que el contrato no será firmado? exclamó Morrel. ¡Oh!, ¡perdonad, caballero! Cuando se recibe una gran noticia, es lícito dudar un poco. ¿El contrato no será firmado?

No dijo el paralítico.

A pesar de esta seguridad, Morrel vacilaba en creerlo.

Era tan extraña esta promesa de un anciano impotente, que en lugar de provenir de una fuerza de voluntad, podía provenir de una debilidad de los órganos. Nada más natural que el insensato que ignora su locura pretenda realizar cosas superiores a su poder. El débil habla de los grandes pesos que levanta; el tímido, de los gigantes que ha vencido; el pobre, de los tesoros que maneja; el más humilde campesino se llama Júpiter.

Sea que Noirtier hubiese comprendido la indecisión del joven, sea que no diese fe a la docilidad que había mostrado, le miró fijamente.

¿Qué queréis, caballero? preguntó Morrel. ¿Que os reitere mi promesa de no hacer nada?

La mirada de Noirtier permaneció fija y firme como para indicar que no bastaba una promesa. Después pasó del rostro a la mano.

¿Queréis que lo jure? preguntó Maximiliano.

Sí dio a entender el paralítico con la misma solemnidad, lo quiero así.

Morrel comprendió que el anciano daba una gran importancia a este juramento.

Y extendió la mano.

Os juro por mi honor dijo esperar que hayáis decidido lo que tengo que hacer.

Bien expresaron los ojos del anciano.

Ahora, caballero preguntó Morrel, ¿queréis que me retire?

Sí.

¿Sin volver a ver a Valentina?

Sí.

Morrel dijo que estaba dispuesto a salir.

¿Y permitís continuó que vuestro hijo os abrace como lo acaba de hacer vuestra hija?

No había la menor duda en cuanto a lo que querían expresar los ojos de Noirtier.

El joven aplicó sus labios sobre la frente del anciano en el mismo sitio en que la joven había puesto los suyos, y saludando al señor Noirtier por segunda vez, salió.

En la pieza contigua encontró al antiguo criado prevenido por Valentina. Este esperaba a Morrel, y lo guió por las revueltas de un corredor sombrío que conducía a una puerta que daba al jardín.

Una vez allí, se dirigió al cercado en un instante, subió al tejadillo de la tapia y por medio de su escala bajó a la huerta, encaminándose a la choza, al lado de la cual le esperaba su cabriolé.

Subió en él, y agobiado por tantas emociones, pero con el corazón más libre, entró a medianoche en la calle de Meslay, se arrojó sobre su cama y durmió como si hubiera estado sumergido en una profunda embriaguez.

A los dos días de ocurridas estas escenas, una multitud considerable se hallaba reunida, a las diez de la mañana, a la puerta de la casa del señor de Villefort, y ya se había visto pasar una larga hilera de carruajes de luto y particulares por todo el barrio de SaintHonoré y de la calle de la Pepinière.

Entre ellos había uno de forma singular, y que parecía haber sido hecho para un largo viaje. Era una especie de carro pintado de negro, y que había acudido uno de los primeros a la cita.

Entonces se informaron y supieron que, por una extraña coincidencia, este carruaje encerraba el cuerpo del marqués de SaintMerán, y que los que habían venido para un solo entierro acompañarían dos cadáveres.

El número de las personas era grande. El marqués de SaintMerán, uno de los dignatarios más celosos y fieles del rey Luis XVII y del rey Carlos X, había conservado gran número de amigos que, unidos a las personas relacionadas con el señor de Villefort, formaban un considerable cortejo.

Mandaron avisar a las autoridades, y obtuvieron el permiso para que aquellos dos entierros se hicieran al mismo tiempo. Un segundo carruaje, adornado con la misma pompa mortuoria, fue conducido delante de la puerta del señor de Villefort, y el ataúd fue también transportado del carro a la carroza fúnebre.

Los dos cadáveres debían ser sepultados en el cementerio del Padre Lachaise, donde hacía ya mucho tiempo el señor de Villefort había hecho edificar el panteón destinado para toda su familia. En él había sido enterrada ya la pobre Renata, con quien su padre y su madre iban a reunirse después de diez años de separación.

París, siempre curioso, siempre conmovido ante las pompas fúnebres, vio pasar con un silencio religioso el espléndido cortejo que acompañaba a su última mansión a dos de los nombres de aquella aristocracia, los más célebres por el espíritu tradicional y por la fidelidad a sus principios.

En el mismo carruaje de luto, Beauchamp y ChateauRenaud hablaban de aquellas muertes casi repentinas.

Vi a la señora de SaintMerán el año pasado en Marsella decía ChateauRenaud, yo volvía de Argel. Parecía destinada a vivir cien años, gracias a su perfecta salud, a su mente tan clara y despierta y a su prodigiosa actividad. ¿Qué edad tenía?

Setenta años respondió Alberto. Al menos así me han asegurado. Pero no es la edad la que le ha causado su muerte. Al parecer, la pena causada por la del marqués la había trastornado completamente, no estaba en sus cabales.

Pero, en fin, ¿de qué ha muerto? preguntó Debray.

De una congestión cerebral, según se dice, o de una apoplejía fulminante. ¿No viene a ser lo mismo?

¡Psch. .. ! , poco más o menos…

De apoplejía dijo Beauchamp es difícil de creer. La señora de SaintMerán, a quien he visto una o dos veces en mi vida, era alta, delgada y de una constitución más bien nerviosa que sanguínea. Son muy raras las apoplejías producidas por la pena en una constitución física como la de la señora de SaintMerán.

En todo caso dijo Alberto, sea cual fuere la enfermedad que la ha llevado al sepulcro, he aquí que el señor de Villefort, o más bien Valentina, o nuestro amigo Franz, entran en posesión de una pingüe herencia, ochenta mil libras de renta, según creo.

Herencia que será duplicada a la muerte de ese viejo jacobino de Noirtier.

Vaya un abuelo tenaz dijo Beauchamp: Tenacem praepositi virum. Ha apostado con la Muerte, según creo, a que enterraría a todos sus herederos. A fe mía, que se saldrá con la suya. Lo mismo que aquel viejo soldado del 93, que decía a Napoleón en 1814: "Decaéis porque vuestro Imperio es lo mismo que una espiga joven fatigada de crecer tanto. Tomad por tutora a la República, volvamos con una buena Constitución a los campos de batalla y yo os prometo quinientos mil soldados, otro Marengo y un segundo Austerlítz. Las ideas no mueren, señor, se adormecen de vez en cuando, pero despiertan más fuertes que antes".

Parece dijo Alberto que para él los hombres son como las ideas, pero una sola cosa me inquieta, y es saber cómo se las arreglará Franz d'Epinay con un abuelo que no puede pasar sin su nieta; ¿pero dónde está Franz?

Va en el primer carruaje con el señor de Villefort, que le considera ya como de la familia.

La conversación de todos los que seguían a las carrozas fúnebres era poco más o menos la misma. Admirábanse de aquellas dos muertes seguidas la una a la otra con tanta rapidez, pero nadie sospechaba el terrible secreto que la noche anterior había revelado el señor de Avrigny al señor de Villefort en el jardín.

Después de una hora de marcha, llegaron a la puerta del cementerio. El tiempo estaba tranquilo, pero sombrío, y por consiguiente bastante en armonía con la fúnebre ceremonia que tenía lugar. Entre los grupos que se dirigieron al panteón de la familia, ChateauRenaud reconoció a Morrel, que solo y en cabriolé, iba también muy pálido por la calle de los cipreses.

¿Vos aquí? dijo ChateauRenaud cogiendo del brazo al joven capitán. ¿Conocéis al señor de Villefort? ¿Cómo es que nunca os he visto en su casa?

No es al señor de Villefort a quien conozco respondió Morrel, a quien conocía es a la señora de SaintMerán.

En este momento Alberto se acercó a ellos acompañado de Franz.

El momento no es muy adecuado para una presentación dijo Alberto, pero no importa, no somos supersticiosos. Señor Morrel, permitid que os presente al señor Franz d'Epinay, mi querido compañero de viaje por Italia. Mi querido Franz, el señor Maximiliano Morrel, un excelente amigo que he adquirido en lo ausencia, y cuyo nombre oirás en mis labios, siempre que tenga que hablar acerca de los buenos sentimientos, del talento y de la amabilidad.

Morrel quedóse un instante indeciso. Dijo para sí que era una infame hipocresía aquel saludo casi amistoso dirigido al hombre que detestaba interiormente, pero recordó su juramento y la gravedad de las circunstancias, se esforzó por que su rostro no expresase ningún sentimiento de odio, y saludó a Franz disimulando lo que sentía.

La señorita de Villefort estará muy triste, ¿no es verdad? dijo Debray a Franz.

¡Oh!, caballero respondió Franz, sumamente triste. Esta mañana estaba tan pálida y tan demudada que apenas la conocí.

Estas palabras, en apariencia tan sencillas, desgarraron el corazón de Morrel. Aquel hombre había visto ya a Valentina, había hablado con ella.

Entonces fue cuando el joven oficial necesitó de toda su fuerza para resistir al vehemente deseo de violar su juramento.

Cogió el brazo de ChateauRenaud y le arrastró consigo rápidamente hacia el panteón, delante del cual los empleados de las pompas fúnebres acababan de depositar dos ataúdes.

Magnífica habitación dijo Beauchamp dirigiendo una mirada al mausoleo, palacio de verano y de invierno. Vos lo habitaréis también algún día, mi querido Epinay, porque pronto seréis de la familia. Yo, en mi calidad de filósofo, quiero una casita de campo, una fosa debajo de árboles sombríos, y nada de piedras sobre mi cuerpo. Al morir, diré a los que me rodean lo que Voltaire escribía a Pirón: Eo rus y punto concluido… ¡Vamos, qué diantre! ¡Valor, vuestra mujer hereda, después de todo! '

En verdad, Beauchamp dijo Franz, sois insufrible. Los asuntos políticos os han acostumbrado a reíros de todo y a no creer en nada. Pero, en fin, Beauchamp, cuando tengáis el honor de presentaros delante de hombres ordinarios, y la felicidad de dejar por un momento la política, tratad de no dejaros olvidado el corazón en la Cámara de los diputados o en la de los pares.

¡Oh! ¡Dios mío! dijo Beauchamp, ¿qué es la vida? Una espera en la antesala de la muerte.

Dejad a Beauchamp con sus ideas dijo Alberto.

Y se retiró con Franz, abandonando a Beauchamp a sus discusiones filosóficas con Debray.

El panteón de la familia de Villefort formaba un cuadro de piedras blancas de una altura de veinte pies. Una separación interior dividía en dos departamentos a la familia de SaintMerán y a la de Villefort, y cada una tenía su puerta. No se veía, como en las otras tumbas, esos innobles cajones superpuestos en los que una económica distribución encierra a los muertos con una inscripción que parece un rótulo. Todo lo que se veía por la puerta de bronce era una antesala sombría y severa, separada de la verdadera tumba por una pared.

En medio de esta pared estaban las dos puertas de que hablábamos hace poco, y que comunicaban con las sepulturas de Villefort y SaintMerán.

Allí podían exhalarse en libertad los gemidos y los ayes doloridos, sin que los transeúntes, que hacen de una visita al Padre Lachaise, una partida de campo o una cita de amor, pudiesen turbar con su canto, con sus gritos o con sus carreras la muda contemplación o las oraciones bañadas de lágrimas del que visitaba la tumba.

Ambos ataúdes fueron colocados en el panteón de la derecha. Este era el de la familia de SaintMerán, sobre unos pequeños sepulcros preparados ya, y que esperaban su depósito mortal. Solamente Villefort, Franz y algunos parientes cercanos penetraron en el santuario.

Como las ceremonias religiosas habían sido efectuadas a la puerta, y no había ya que pronunciar ningún discurso, los amigos se separaron al punto. ChateauRenaud, Alberto y Morrel se retiraron, y Debray y Beauchamp hicieron lo mismo.

Franz permaneció con el señor de Villefort a la puerta del cementerio. Morrel se detuvo bajo un pretexto cualquiera. Vio salir a Franz y al señor de Villefort en un carruaje de luto, y concibió un mal presagio de esta unión. Volvió a París, y aunque iba en el mismo carruaje que ChateauRenaud y Alberto, no oyó una palabra de lo que dijeron los dos jóvenes.

En efecto. Cuando Franz iba a separarse del señor de Villefort, dijo:

Señor barón, ¿cuándo volveré a veros?

Cuando gustéis, caballero respondió Franz.

Lo más pronto posible.

Estoy a vuestras órdenes, caballero. ¿Queréis que volvamos juntos?

¡Si esto no os causa molestia…!

En absoluto.

Dicho esto, el futuro suegro y el futuro yerno subieron al mismo carruaje, y Morrel al verlos pasar concibió con razón graves inquietudes.

Villefort y Franz volvieron al arrabal SaintHonoré.

El procurador del rey, sin entrar en el cuarto de nadie, sin hablar a su mujer ni a su hija, hizo pasar al joven a su despacho, a indicándole una silla, le dijo:

Señor d'Epinay, como la obediencia a los muertos es la primera ofrenda que se debe depositar sobre su ataúd, debo recordaros el deseo que expresó anteayer la señora de SaintMerán en su lecho de agonía, a saber: que el casamiento de Valentina se efectuara sin tardanza. Vos sabéis que los asuntos de la difunta estaban muy en regla, que su testamento asegura a Valentina toda la fortuna de los SaintMerán. El notario me mostró ayer las actas que permiten que se firme definitivamente el contrato de matrimonio. Podéis verle de mi parte y hacer que os las comuniquen. El notario es el señor Deschamps, plaza de Beauveau, barrio de SaintHonoré.

Caballero respondió Franz, no es éste el momento más oportuno para la señorita Valentina, abismada como está en su dolor, para pensar en la boda. En verdad, yo temería…

Valentina interrumpió el señor de Villefort no tendrá otro deseo más vivo que el de cumplir la última voluntad de su abuela; así, pues, los obstáculos no están de su parte, os respondo de ello.

En ese caso, caballero dijo Franz, como tampoco lo están de la mía, podéis obrar como y cuando mejor os parezca. Está empeñada mi palabra, y la cumpliré, no sólo con placer, sino con felicidad.

Entonces dijo Villefort, nada nos detiene. El contrato debía ser firmado dentro de tres días; todo lo encontraremos preparado, podemos firmarlo hoy mismo.

Pero ¿y el luto? dijo Franz vacilando.

Tranquilizaos, caballero, no es en mi casa donde se hará caso de tales cosas. La señorita de Villefort podrá retirarse durante los tres meses primeros a su posesión de SaintMerán. Digo su posesión, potque desde hoy suya es esa propiedad. Allí, dentro de ocho días, si queréis, sin ruido, sin esplendor, sin fausto, se celebrará el casamiento civil. Era un deseo de la señora de SaintMerán que su nieta se casase en esa finca. Después, vos podréis volver a París, mientras que vuestra mujer pasará el tiempo del luto con su madrastra.

Como gustéis, caballero dijo Franz.

Entonces repuso el señor de Villefort, tomaos el trabajo de aguardar media hora. Valentina va a bajar al salón.

Yo mandaré llamar al señor Deschamps, leeremos y firmaremos el contrato inmediatamente y esta misma noche la señora de Villefort conducirá a Valentina a su propiedad, donde iremos nosotros dentro de ocho días.

Caballero dijo Franz, tengo que pediros un favor.

¿Cuál?

Deseo que Alberto de Morcef y Raúl de ChateauRenaud estén presentes al acto de firmar el contrato. Bien sabéis que son mis testigos.

Media hora es suficiente para avisarles. ¿Queréis irlos a buscar vos mismo? ¿Queréis que se les mande llamar?

Prefiero ir yo mismo, caballero.

Os esperaré dentro de media hora, barón, y dentro de media hora Valentina estará dispuesta.

Franz saludó al señor de Villefort y salió.

Apenas se hubo cerrado la puerta de la calle detrás del joven, Villefort ordenó que avisasen a Valentina que bajase al salón dentro de media hora, porque se esperaba al notario y a los testigos del señor d'Epinay.

Esta noticia inesperada produjo una gran impresión en la casa. La señora de Villefort no quería creerlo y Valentina se quedó más aterrada que si hubiese sido fulminada por un rayo.

Miró a su alrededor como para buscar a quien pedir socorro.

Quiso subir a ver a su abuelo, pero en la escalera encontró al señor de Villefort, que la cogió del brazo y la condujo al salón.

Valentina encontró en la antesala a Barrois y dirigió al antiguo criado una mirada desesperada.

Un instante después de Valentina, la señora de Villefort entró en

el salón con Eduardo. Era evidente que la mujer había tenido su parte en los pesares de la familia. Estaba pálida y parecía horriblemente cansada.

Sentóse, colocó a Eduardo sobre sus rodillas y de vez en cuando estrechaba con movimientos casi convulsivos contra su pecho a aquel niño en el cual parecía concentrarse toda su vida.

Al poco rato se oyó el ruido de dos carruajes que entraban en el patio. Uno era el del notario; el otro, de Franz y sus amigos. Todos estuvieron reunidos en seguida en el salón.

Valentina estaba tan pálida que veían dibujarse las azuladas venas de sus sienes alrededor de sus ojos y de sus mejillas. Franz experimentaba también una viva emoción.

ChateauRenaud y Alberto se miraron con asombro. La ceremonia que se había concluido poco antes les parecía menos triste que la que iba a empezar.

La señora de Villefort se había colocado en la sombra, detrás de una cortina de terciopelo, y como estaba siempre inclinada hacia su hijo, era difícil leer en su rostro lo que sentía en su corazón.

El señor de Villefort estaba, como siempre, impasible.

El notario, después de colocar los papeles sobre la mesa, tomó asiento en el sillón, púsose los anteojos y volvióse hacia Franz.

¿Vos sois dijo el señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay? preguntó, aunque lo sabía perfectamente.

Sí, señor respondió Franz.

El notario se inclinó.

Debo preveniros, caballero dijo, y esto de parte del señor de Villefort, que vuestro casamiento proyectado con la señorita de Villefort ha cambiado las disposiciones del señor Noirtier respecto a su nieta y que la desposee de la fortuna que antes pensaba dejarle, pero es de advertir continuó el notario que no teniendo el testador derecho a separar más que una parte de su fortuna, y habiéndolo separado todo, el testamento no resistirá el ataque, pues será declarado nulo, y como si no hubiese sido hecho.

Sí dijo Villefort, pero prevengo de antemano al señor d'Epinay que mientras yo viva no será impugnado el testamento de mi padre; pues mi posición no me permite que se arme semejante escándalo.

Caballero dijo Franz, me disgusta en extremo que se haya promovido semejante cuestión delante de la señorita Valentina. Yo nunca me he informado de su caudal, que, por reducido que sea, será más considerable que el mío. Le que mi familia ha buscado en la alianza de la señorita de Villefort conmigo es la consideración social; lo que yo busco es la felicidad.

Valentina hizo un gesto imperceptible de agradecimiento, mientras que dos lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas.

Por otra parte, caballero dijo Villefort dirigiéndose a su futuro yerno, además de la frustración de una gran parte de vuestras esperanzas, este testamento inesperado no tiene nada que deba heriros personalmente. Todo se explica con la debilidad de espíritu del señor Noirtier. Lo que desagrada a mi padre no es que la señorita de Villefort se case con vos, sino que la señorita de Villefort se case. Una unión con otro cualquiera le hubiera causado la misma impresión. La vejez es muy egoísta, y la señorita de Villefort le servía de compañera fiel, lo cual no podrá hacer siendo ya baronesa d'Epinay. El lamentable estado en que se encuentra mi padre hace que se le hable muy pocas veces de asuntos graves que la debilidad de su cerebro no podría seguir, y yo estoy perfectamente convencido de que ahora, conservando el recuerdo de que su hija se casa, el señor Noirtier ha olvidado hasta el nombre del que va a casarse con su nieta.

No bien acababa Villefort de pronunciar estas palabras, a las que Franz respondía por medio de una cortesía, cuando se abrió la puerta del salón y Barrois entró en él.

Señores dijo con una voz muy firme para un criado que habla a sus amos en una circunstancia tan solemne, señores, el señor Noirtier de Villefort desea hablar inmediatamente al señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.

También el criado, al igual que el notario, daba todos sus títulos al prometido, a fin de que no pudiese haber un error de personas.

Villefort se estremeció y la señora de Villefort soltó a su hijo, a quien tenía sobre sus rodillas, y Valentina se levantó pálida y muda como una estatua.

Alberto y ChateauRenaud cambiaron una segunda mirada más sorprendidos que antes.

El notario miró a Villefort.

Es imposible dijo el procurador del rey. Por otra parte, el señor d'Epinay no puede salir del salón en este momento.

Precisamente ahora es cuando el señor Noirtier, mi amo, desea hablar al señor Franz d'Epinay de asuntos muy importantes repuso el criado con la misma firmeza.

¡Pues qué! ¿Habla ya papá Noírtier? preguntó Eduardo con su impertinencia habitual.

Pero esta salida no hizo sonreír ni siquiera a la señora de Villefort, tan preocupados estaban los ánimos y tan grave era la situación.

Decid al señor Noirtier repuso Villefort que no se puede acceder a lo que pide.

En ese caso, el señor Noirtier me encarga que prevenga a estos señores que va a hacerse conducir aquí.

El asombro llegó a su colmo.

En el rostro de la señorita de Villefort dibujóse una especie de sonrisa. Valentina, como a pesar suyo, levantó los ojos hacia el cielo como para darle gracias.

Valentina dijo el señor de Villefort, os suplico que vayáis a saber qué significa ese nuevo capricho de vuestro abuelo.

Valentina dio algunos pasos para salir, pero luego el mismo señor de Villefort la detuvo.

Esperad dijo, ¡yo os acompañaré!

Perdonad, caballerodijo Franz a su vez, me parece que, puesto que por mí es por quien pregunta el señor Noirtier, yo soy quien debo acudir a su habitación; por otra parte, me aprovecharé de esta ocasión para presentarle mis respetos, no habiendo tenido ocasión de solicitar este honor.

¡Oh! ¡Dios mío! dijo Villefort con visible inquietud. No os incomodéis.

Dispensadme, caballero dijo Franz con el tono de un hombre que ha tomado una resolución. Deseo no desperdiciar esta ocasión de probar al señor Noirtier que no ha tenido razón en concebir contra mí una aversión que estoy decidido a vencer con mi cariño.

Y sin dejarse detener más por Villefort, Franz se levantó a su vez y siguió a Valentina, que bajaba ya la escalera con la alegría de un náufrago que logra al fin asirse a una roca.

El señor de Villefort los siguió.

ChateauRenaud y Alberto de Morcef cambiaron una tercera mirada, más llena de asombro aún que las dos primeras.

Capítulo octavo

Las actas del club

El señor Noirtier esperaba vestido de negro, instalado en un sillón.

Cuando hubieron entrado las tres personas a las que deseaba ver, miró a la puerta, que al punto cerró su criado.

Cuidado dijo Villefort en voz baja a Valentina, que no podía disimular su alegría, cuidado, pues si el señor Noirtier quiere comunicaros algo que impida vuestro casamiento, debéis hacer como si no le comprendierais.

Valentina se sonrojó, pero no respondió.

Villefort se acercó a Noirtier.

Aquí tenéis al señor Franz d'Epinay le dijo. Le habéis llamado, y al punto acude a vuestra llamada. Sin duda todos nosotros deseábamos esta entrevista hace mucho tiempo, y me alegraré de que os demuestre cuán poco fundada era vuestra oposición al casamiento de Valentina.

Noirtier no respondió sino por una mirada que hizo estremecer a Villefort.

Y con sus ojos hizo seña a Valentina de que se acercase.

En un momento, gracias a los medios de que se solía servir en las conversaciones con su abuelo, encontró la palabra llave.

Consultó entonces la mirada del paralítico, que estaba fija en el cajón de una cómoda colocada entre los dos balcones. Abrió el cajón y efectivamente encontró una llave.

Así que el anciano le hizo seña de que era lo que él pedía, los ojos del paralítico se dirigieron hacia un viejo buró, olvidado hacía muchos años, y que según todos creían no encerraba más que papeles inútiles.

¿Queréis que abra el buró? preguntó Valentina.

Sí dijo el anciano.

Bien. Ahora, ¿abro los cajones?

Sí.

¿Los de ambos lados?

No.

¿El de en medio?

Sí.

Valentina lo abrió y sacó un legajo de papeles.

¿Es esto, abuelo, lo que queréis? dijo.

No.

Sacó nuevamente todos los demás papeles, hasta que no quedó uno solo en el cajón.

¡Pero el cajón está vacío ya! dijo la joven.

Los ojos de Noirtier se fijaron en el diccionario.

Sí, abuelo, os comprendo dijo la joven.

Y fue repitiendo una tras otra todas las letras del alfabeto hasta llegar a la S. En esta letra la detuvo Noirtier.

Abrió el diccionario y buscó hasta la palabra secreto.

¡Ah! ¿Conque tiene un secreto? dijo Valentina.

Sí.

¿Y quién lo conoce?

Noirtier miró a la puerta por donde había salido el criado.

¿Barrois? dijo Valentina.

Sí respondió Noirtier.

¿Queréis que le llame?

Sí.

La joven se dirigió a la puerta y llamó a Barrois.

Durante todo este tiempo, el sudor de la impaciencia bañaba la frente de Villefort, y Franz estaba estupefacto.

El antiguo criado entró en el aposento.

Barrois dijo Valentina, mi abuelo me ha mandado que tome la llave que estaba en esta cómoda, que abriese con ella este secreter, y luego sacase este cajón. Ahora, pues, este cajón tiene un secreto, dice que vos lo conocéis; abridlo.

Barrois miró al anciano.

Obedeced dijo la inteligente mirada del anciano.

Barrois obedeció. Abrió un doble cajón que dejó al descubierto un paquete de papeles atado con una cinta negra.

¿Es esto lo que deseáis, señor? preguntó Barrois.

Sí respondió Noirtier.

¿A quién he de entregar estos papeles? ¿Al señor de Villefort? No.

¿A la señorita Valentina?

No.

¿Al señor Franz d'Epinay?

Sí.

Franz, asombrado, se adelantó un paso.

¿A mí, caballero? dijo.

Sí.

Franz recibió los papeles de manos de Barrois, y echando una mirada sobre la cubierta, leyó:

Para que se deposite después de mi muerte en casa de mi amigo el general Durand; quiero al morir legar estos papeles a su hijo, recomendándole que los conserve, pues son de la mayor importancia.

¡Y bien! dijo Franz. ¿Qué queréis que haga yo con estos papeles, caballero?

¡Que los conservéis cerrados como están! respondió el procurador del rey.

No, no respondió vivamente Noirtier.

¿Tal vez deseáis que el señor los lea? preguntó Valentina.

Sí respondió el anciano.

Ya lo oís, señor barón; mi abuelo os ruega que los leáis repuso Valentina.

Entonces, sentémonos dijo Villefort con impaciencia, por. que esto durará cierto tiempo.

Sentaos dijo el anciano.

Hízolo así Villefort, pero Valentina permaneció en pie al lado de su abuelo, apoyada en su sillón, y Franz en pie delante de él.

Tenía en la mano el misterioso papel.

Leed dijeron los ojos del anciano.

Franz quitó la cinta y rompió el sobre. Un profundo silencio reinaba en la estancia. En medio de este silencio, leyó:

Extracto de las actas de una reunión del club bonapartista de la calle de SaintJacques, efectuada el 5 de febrero de 1815.

Franz se detuvo.

¡El 5 de febrero de 1815 dijo fue el día que asesinaron a mi padre!

Valentina y Villefort permanecieron silenciosos, mas los ojos del anciano dijeron claramente:

Continuad.

¡Al salir de ese club fue asesinado mi padre…!

La mirada de Noirtier continuaba diciendo: Leed.

Y Franz prosiguió en estos términos:

«Los abajo firmantes, Luis Santiago Beaurepaire, teniente coronel de artillería; Esteban Duchampy, general de brigada, y Claudio Lecharpal, director de las aguas y de los bosques:

» Declaran que el 4 de febrero de 1815 llegó una carta de la isla de Elba recomendando a la bondad y a la confianza de los miembros del club bonapartista, al general Flavio de Quesnel, el cual, habiendo servido al emperador desde 1804 hasta 1814, debía ser adicto a la dinastía Bonapartista, a pesar del título de barón que Luis XVIII acababa de agregar a sus tierras de Epinay.

»De consiguiente, se dirigió un billete al general de Quesnel, en que se rogaba que asistiese a la reunión del 5.

»El billete no indicaba la calle ni el número de la casa donde se debía celebrar la reunión. No llevaba firma alguna, pero anunciaba al general que si quería, le irían a buscar a las nueve de la noche.

»Las reuniones tenían lugar de nueve a doce de la noche.

»A las nueve, el presidente del club se presentó en casa del general, que estaba pronto. El presidente le dijo que una de las condiciones de su entrada era que ignoraría el lugar de la reunión, y que se dejaría vendar los ojos, jurando que no procuraría quitarse la venda.

»El general Quesnel aceptó la condición, y prometió por su parte que no trataría de ver adónde le conducían.

»El general había hecho preparar su carruaje, pero el presidente le dijo que era imposible ir en él, ya que no servía de nada que le vendasen los ojos al amo, si el cochero permanecía con los ojos abiertos y reconocía las calles por donde iban a pasar…

»¿Cómo haremos entonces? inquirió el general.

»Yo tengo mi carruaje contestó el presidente.

»¿Estáis seguro de vuestro cochero… para confiarle un secreto que juzgáis imprudente decir al amigo?

»Nuestro cochero es un miembro del club dijo el presidente, seremos conducidos por un consejero de Estado.

»Entonces, ¿corremos peligro de volcar? dijo el general riendo.

»Consignamos esta broma para probar que el general no fue obligado a asistir a la reunión, sino que fue por su voluntad.

»Así que hubieron subido al carruaje, el presidente recordó al general la promesa que había hecho de dejarse vendar los ojos. El general no opuso ninguna resistencia. Un pañuelo negro y espeso, preparado ya en el carruaje, sirvió para ello.

»En el camino, el presidente creyó notar que el general procuraba mirar por debajo de su venda. Recordóle su juramento y el general respondió:

»¡Ah, es cierto!

»El carruaje se detuvo delante de la calle de SaintJacques. El general bajó, apoyándose en el brazo del presidente, cuya dignidad ignoraba y a quien tomaba por un miembro del club. Atravesaron la calle, subieron un escalón y entraron en la sala de las deliberaciones.

» La sesión había empezado. Los miembros del club, prevenidos de la especie de presentación que debía tener lugar aquella noche se habían reunido todos. Así que llegó en medio de la sala, dijeron al general que podía quitarse la venda. Accedió a esta invitación, y pareció muy asombrado de encontrar un número tan crecido de fisonomías conocidas en una sociedad cuya existencia ignoraba hasta entonces.

»Le preguntaron acerca de sus sentimientos, pero limitóse a responder que las cartas de la isla de Elba los habrían enterado ya de…

Franz se interrumpió en la lectura.

Mi padre era realista dijo No tenían necesidad de preguntarle sobre sus sentimientos, harto conocidos eran.

Y de allí dijo Villefort provenía mi estrecha alianza con vuestro padre, mi querido Franz. Fácilmente se forman íntimas amistades, cuando se profesan las mismas ideas.

Leed dijo el anciano con la mirada.

Franz continuó:

»El presidente tomó entonces la palabra para decirle al general que se explicase con más claridad, pero el señor de Quesnel respondió que, ante todo, deseaba saber qué era lo que querían de él.

»Entonces le hablaron de aquella misma carta de la isla de Elba que le recomendaba al club como hombre con quien podían contar. Un párrafo entero explicaba la vuelta probable de la isla de Elba, y prometía una nueva carta y detalles más amplios a la llegada del Faraón, buque perteneciente al naviero Morrel de Marsella, y cuyo capitán pertenecía en cuerpo y alma al emperador.

»Mientras duró esta lectura, el general, con quien habían creído contar como un hermano, dio señales visibles de disgusto y repugnancia.

»Terminada la lectura, se quedó silencioso y frunció las cejas.

»!Y bien! preguntó el presidente, ¿qué decís de esta carta, señor general?

»Digo que hace muy poco tiempo que se ha prestado juramento al rey Luis XVIII para violarlo ya en beneficio del ex emperador.

»Esta vez era demasiado clara la respuesta para poder dudar de sus sentimientos.

»General dijo el presidente, para nosotros no hay rey Luis XVIII ni ex emperador. No hay más que la Majestad.

»El emperador y rey, alejado después de seis meses de Francia por la violencia y la traición.

»Perdonad, señores dijo el general, puede ser muy bien que para vosotros no haya rey Luis XVIII, mas para mí lo hay, puesto que me ha hecho barón y mariscal de campo, y que nunca olvidaré que esos títulos los debo a su regreso a Francia.

»¡Caballero! dijo el presidente con tono grave y poniéndose en pie, mirad lo que decís; vuestras palabras nos demuestran que se equivocan respecto a vos en la isla de Elba, y que nos han engañado. La comunicación que él os ha hecho se basa en la confianza que se tenía de vos, y por consiguiente sobre un sentimiento que os honra. Ahora veo que padecemos un error: un título y un grado os hacen que seáis adicto al nuevo gobierno que todos queremos derribar. No os obligaremos a que nos prestéis vuestra ayuda. No obligamos a nadie contra su voluntad, pero os obligaremos a obrar como caballero, aunque a ello no estéis dispuesto.

»¡Vos llamáis ser caballero a conocer vuestra conspiración y no revelarla!, pues yo llamo a eso ser vuestro cómplice. Ya veis que soy mucho más franco que vosotros…

¡Ah!, ¡padre mío! dijo Franz interrumpiéndose, ahora comprendo por qué lo asesinaron.

Valentina no pudo menos de arrojar una mirada a Franz. El joven estaba realmente hermoso y arrogante en su entusiasmo filial.

Villefort se paseaba de un lado a otro detrás de él.

Noirtier seguía con los ojos la expresión de cada uno de los hombres y conservaba su actitud digna y severa.

Franz volvió al manuscrito y continuó:

»Caballero dijo el presidente, se os dijo que fuerais al seno de la asamblea, no se os obligó por la fuerza, se os propuso que os vendaríais los ojos, vos aceptasteis. Cuando accedisteis a esta doble demanda, sabíais perfectamente que no nos ocupábamos de asegurar el trono de Luis XVIII, pues a ser así no habríamos tomado tantas precauciones para ocultarnos a los ojos de la policía. Ahora ya comprendéís que nada es más fácil que cubrirse de una máscara, con ayuda de la cual se sorprenden los secretos de las personas, y quitársela después para perder a los que se han fiado de vos. No, no; vais a contestar francamente si estáis por el rey que actualmente reina o por Su Majestad el emperador.

»Yo soy realísta respondió el general, he prestado juramento a Luis XVIII y lo cumpliré.

»A estas palabras siguió un murmullo general, y en las miradas de la mayor parte de los miembros del club era fácil conocer que todos tenían vivos deseos de hacer que el señor d'Epinay se arrepintiera de sus imprudentes palabras.

»El presidente se levantó de nuevo a impuso silencio.

»Caballero le dijo, sois hombre demasiado grave y sensato para no comprender las consecuencias de la situación en que nos hallamos los unos respecto a los otros y vuestra misma franqueza nos dicta las condiciones que hemos de imponer. Vais a jurar por vuestro honor no revelar nada de lo que habéis oído.

»El general llevó la mano a la espalda y exclamó:

»Si habláis de honor, empezad por conocer sus leyes y no impongáis nada por la violencia.

»Y vos, caballero continuó el presidente con una calma más terrible que la cólera del general, no llevéis la mano a vuestra espada. Es un consejo que quiero daros.

»El general dirigió a su alrededor unas miradas que demostraban cierta inquietud.

»Sin embargo, no dio su brazo a torcer, al contrario, reuniendo toda su fuerza, dijo:

»No juraré.

»Entonces moriréis, caballero respondió tranquilamente el presidente.

»El señor d'Epinay palideció. Miró por segunda vez a su alrededor. La mayor parte de los miembros cuchicheaban y buscaban armas bajo sus capas.

»General dijo el presidente, sosegaos, estáis entre personas de honor, que procurarán por todos los medios convenceros antes de recurrir al último extremo, pero también vos lo habéis dicho, estáis entre conspiradores, sabéis nuestro secreto y es preciso que nos lo devolváis.

»Un silencio significativo siguió a estas palabras, y en vista de que el general no respondía, dijo el presidente a los porteros:

»Cerrad esas puertas.

»El mismo silencio de muerte sucedió a estas palabras.

»Entonces el general se adelantó y haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, dijo:

»Tengo un hijo, y no puedo menos de pensar en él al hallarme entre asesinos.

»General dijo con nobleza el jefe de la asamblea, un hombre solo tiene siempre derecho a insultar a cincuenta, tal es el privilegio de la debilidad. Pero hacéis mal en usar de ese derecho. Creedme, general, jurad y no nos insultéis.

»El general, dominado por aquella superioridad del jefe de la asamblea, vaciló un instante, pero al fin, adelantándose hacia la mesa del presidente, preguntó:

»¿Cuál es la fórmula?

»Esta es:

»Juro por mi honor no revelar jamás a nadie en el mundo, lo que he visto y oído el cinco de febrero de mil ochocientos quince, entre nueve y diez de la noche, y declaro merecer la muerte si violo mi juramento.

» El general pareció sufrir una convulsión nerviosa que le impidió responder durante algunos segundos. Al fin, con repugnancia manifiesta, pronunció el juramento exigido, pero con una voz tan baja que apenas se oyó, así que muchos miembros exigieron que lo repitiese en voz más alta y más clara. El lo hizo así.

»Ahora deseo retirarme dijo el general. ¿Estoy ya libre?

»El presidente se levantó y designó a tres miembros de la asamblea para que le acompañasen, y subió al carruaje con el general, después de haberle vendado los ojos.

»En el número de estos tres miembros figuraba el cochero que los había conducido.

»Los otros miembros del club se separaron en silencio.

»_¿Dónde queréis que os conduzcamos? preguntó el presidente.

»A cualquier parte, con tal que me vea libre de vuestra presencia fue la respuesta de d'Epinay.

»Caballero repuso entonces el presidente, os advierto que ahora no estamos en la asamblea, y que estáis frente a hombres solos. No los insultéis si no queréis tenerles que dar una satisfacción delinsulto.

»Pero en lugar de comprender este lenguaje, el señor d'Epinay respondió:

»Sois tan valientes en vuestro carruaje como en el club, por la sencilla razón de que cuatro hombres son más fuertes que uno solo.

»El presidente mandó que se detuviese el carruaje.

»En aquel momento, estaban junto al muelle de Ormes, frente a la escalera que conduce al río.

»¿Por qué mandáis detener aquí? preguntó el general d'Epinay.

»Porque habéis insultado a un hombre dijo el presidente, y este hombre no quiere dar un paso sin pediros lealmente una reparación.

»¡Otro modo de asesinar! dijo el general encogiéndose de hombros.

»Nada de miedo, caballero contestó el presidente, si no queréis que os mire como a uno de esos hombres que designabais hace poco, es decir, como a un cobarde que toma por escudo su debilidad. Estáis solo, un hombre solo os responderá. Tenéis una espada al lado, y yo tengo una en este bastón. Nó tenéis testigo, uno de estos señores lo será de vos. Ahora, si queréis, podéis quitaros la venda.

El general arrancó en seguida el pañuelo que le cubría los ojos.

»Al findijo, voy a conocer a mi antagonista.

»Abrieron la portezuela. Los cuatro hombres bajaron…

Franz se interrumpió de nuevo. Enjugóse un sudor frío que corría por su frente. Era, en efecto, espantoso ver a aquel hijo tembloroso y pálido, leer en alta voz los detalles ignorados hasta entonces de la muerte de su padre. Valentina cruzó las manos como si orase interiormente. Noirtier miraba a Villefort con una expresión casi sublime de desprecio y de orgullo.

Franz prosiguió:

»Era, como hemos dicho, el cinco de febrero. Hacía tres días que había helado a cinco o seis grados. La escalera estaba enteramente cubierta de hielo. El general era grueso y alto, el presidente le ofreció el lado del pasamanos para bajar.

»Los dos testigos los seguían.

»Hacía una noche muy oscura, el terreno de la escalera estaba húmedo y resbaladizo por el hielo. Detuviéronse en la mitad de la escalera, en una grande superficie cubierta enteramente de nieve no derretida.

»Uno de los testigos fue a buscar una linterna a una barca de carbón, y al resplandor de esta linterna examinaron las armas.

»La espada del presidente era cinco pulgadas más corta que la de su adversario y no tenía guarnición.

»E1 general d'Epinay propuso que echaran suertes sobre las dos espadas, pero el presidente respondió que él era quien había provocado, y que al provocarles dijo que cada cual se sirviera de sus armas.

»Los testigos insistieron. El presidente les impuso silencio.

»Pusieron en el suelo la linterna. Los dos adversarios se colocaron uno a cada lado. .. y el combate empezó.

»La luz hacía brillar siniestramente las dos espadas; en cuanto a los hombres, apenas se les veía, tan densa era la oscuridad.

» El general d'Epinay pasaba por uno de los mejores espadachines del Ejército. Pero se vio tan vivamente atacado a los primeros golpes, que retrocedió y al hacerlo cayó.

»Los testigos le creyeron muerto, pero su adversario, que sabía que no le había tocado, le ofreció la mano para ayudarle a levantarse. Esta circunstancia, en lugar de calmarle, irritó al general, que atacó a su adversario con una furia terrible.

»Pero su adversario no retrocedió siquiera un paso. Recibióle con un quite que hizo retroceder al general, pues se vio comprometido. Dos veces volvió a la carga y a la tercera cayó de nuevo.

»Los testigos creyeron que había resbalado como la primera vez; sin embargo, como no se levantaba, se acercaron a él y procuraron ponerle en pie, pero el que le había cogido por la cintura para levantarle sintió bajo su mano un calor húmedo. Era sangre.

»El general, que estaba medio desvanecido, recobró sus sentidos.

»-¡Ah! dijo, me han enviado algún espadachín, algún profesor de regimiento.

»El presidente, sin responder, se acercó al testigo que sostenía la linterna, y levantando su manga mostró su brazo atravesado por dos heridas, y desabrochando su levita y su chaleco, mostró el pecho cubierto de sangre por una tercera herida.

»Y sin embargo, no había arrojado ni tan siquiera un ligero suspiro.

»El general d'Epinay, tras una agonía que duró un cuarto de hora, expiró…»

Franz leyó estas últimas palabras con una voz tan ahogada, que ,apenas pudieron oírlas, y después de haberlas leído, se detuvo, pasando una mano por sus ojos, como para disimular una nube.

Pero, después de una pausa, prosiguió:

»-El presidente subió la escalera, después de haber introducido su espada en su bastón. Un reguero de sangre iba señalando su camino sobre la nieve. Aún no había subido toda la escalera, cuando oyó un ruido sordo en el agua. Era el cuerpo del general que los testigos acababan de precipitar al río, tras haberse cerciorado de que estaba muerto.

»El general ha sucumbido, pues, en un duelo leal, y no en una emboscada, como después habría de sospecharse.

»En fe de lo cual hemos firmado el presente documento para establecer la verdad de los hechos, temiendo que llegue un momento en que alguno de los actores de esta escena terrible sea acusado de asesinato con premeditación, o de haberse salido de las leyes del honor.

»Firmado,

BEAUREPAIRE, DUCH AMPY, LECHARPAL. »

Cuando Franz hubo terminado esta lectura tan terrible para un hijo, y Valentina, pálida de emoción, se enjugó una lágrima; cuando Villefort, temblando en un rincón, hubo tratado de conjurar la tempestad por medio de miradas suplicantes dirigidas al implacable anciano, dijo Franz a Noirtier:

Caballero, puesto que vos sabéis esa terrible historia con todos sus detalles, puesto que la habéis hecho atestiguar por firmas honrosas, puesto que, en fin, parecéis interesaros por mí, no me rehuséis una gracia: decidme el nombre del presidente del club, conozca yo al que mató a mi pobre padre.

Villefort buscó maquinalmente el pestillo de la puerta. Valentina, que había comprendido antes que nadie la respuesta del anciano, y que varias veces había visto en su brazo dos cicatrices, retrocedió horrorizada.

¡En nombre del cielo, señorita dijo Franz dirigiéndose a su prometida, unid vuestros ruegos a los míos, para que yo sepa el nombre del que me dejó huérfano a los dos años de edad!

Valentina permaneció inmóvil y silenciosa.

Mirad, caballero dijo Villefort, creedme, no prolonguéis esta terrible escena. Los nombres han sido ocultados a propósito. Mi padre no conoce tampoco a ese presidente, y si lo conoce, no lo podría decir, pues los nombres propios no están en ese diccionario.

¡Oh, desgraciado! exclamó Franz, la única esperanza que me ha sostenido durante toda esta lectura, y que me ha dado fuerzas para llegar hasta el fin, era saber el nombre del que mató a mi padre. ¡Señor, señor! exclamó volviéndose hacia Noirtier, ¡en nombre del cielo!, haced lo que podáis…, intentad indicarme el nombre de…

Sí dijo Noirtier.

¡Oh, señorita, señorita! exclamó Franz, vuestro abuelo ha hecho señas de que podía indicarme… ese nombre… Ayudadme… Vos lo comprendéis…, prestadme vuestro auxilio…

Noirtier miró al diccionario.

Franz pronunció temblando las letras del alfabeto.

Noirtier le detuvo con una mirada significativa en la Y griega.

¿La Y griega? preguntó Franz.

Aproximó el diccionario, y el dedo del joven iba apuntando todas las palabras que empezaban con Y griega.

Valentina ocultaba la cabeza entre sus manos.

Aquí Franz llegó a la palabra… Yo…

¡Sí, eso es! afirmó el anciano con una mirada llena de nobleza.

¿Vos, vos…? exclamó Franz, cuyos cabellos se erizaron de horror. ¿Vos, señor Noirtier, vos sois quien mató a mi padre…, vos…?

Sí repuso Noírtier, fijando en el joven una segunda y majestuosa mirada.

Franz cayó anonadado sobre un sillón.

Villefort abrió la puerta y salió por ella rápidamente, porque no deseaba arrancar aquel resto de existencia que quedaba aún en el corazón del terrible anciano.

Capítulo noveno

Los progresos del señor Cavalcanti hijo

Entretanto, el señor Cavalcanti padre, había partido para volver a su servicio, mas no al ejército de su majestad el emperador de Austria, sino a su pueblo de Luca, de donde era uno de los más asiduos cortesanos.

No olvidemos decir que había llevado consigo hasta el último franco de la suma que le fue entregada para su viaje, y en recompensa al modo majestuoso y solemne con que supo representar su papel de padre.

Andrés había heredado en esta partida todos los papeles que atestiguaban que tenía el honor de ser hijo del señor Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari.

Ya había sido introducido en una sociedad parisiense, tan fácil en recibir a los extranjeros, y en tratarlos, no como lo que son, sino como lo que quieren ser.

Por otra parte, ¿qué es lo que exigen en París a un joven? Que hable su lengua, que vaya vestido con elegancia, que sea buen jugador y que pague en oro.

Añadamos que tratan con más indulgencia a un extranjero que a un parisiense nativo.

Andrés había, pues, adquirido en quince días una buena posición. Llamábanle señor conde, decíase que tenía cincuenta mil libras de renta, y ya se hablaba de tesoros inmensos de su señor padre, enterrados en Saravezza.

Un sabio, delante del cual hablaron de estos tesoros, dijo que cuando hizo su viaje a Italia pasó por Saravezza, lo cual bastó para que todo el mundo creyese en la existencia de los tesoros.

Un día fue Montecristo a hacer una visita al señor Danglars. Este había salido, pero propusieron al conde si quería entrar a ver a la baronesa, que estaba visible. Montecristo aceptó.

Después de la comida de Auteuil, la señora Danglars se estremecía cada vez que oía pronunciar el nombre de Montecristo. Si la presencia del conde no seguía a su nombre, la sensación dolorosa era más intensa. Si, por el contrario, se presentaba, su fisonomía franca, sus ojos brillantes, su galantería para con ella, disipaba al momento de su mente el menor recelo. Parecía imposible a la baronesa que un hombre tan encantador pudiese abrigar malos designios contra ellos.

Por otra parte, los corazones más corrompidos no pueden creer en el daño sino apoyándolo en un interés cualquiera. El mal inútil y sin causa repugna como una anomalía. Cuando Montecristo entró en el gabinete donde ya hemos introducido a nuestros lectores, y donde la baronesa seguía con miradas inquietas unos dibujos que le presentaba su hija, después de haberlos mirado el señor Cavalcanti hijo, su presencia produjo un efecto ordinario, y después de haberse trastornado un poco al oír su nombre, trató de sonreír y saludó al conde. Este, por su parte, abarcó toda la escena de una ojeada.

Al lado de la baronesa estaba Eugenia sentada sobre una butaca, delicadas. y Cavalcanti, en pie, a su lado. Andrés, vestido de negro como un héroe de Goethe, con zapatos bajos de charol y medias de seda blanca, pasaba una mano bastante blanca y cuidada por sus rubios cabellos, en medio de los cuales brillaba un diamante, que a pesar de los consejos del conde de MonteCristo, el vanidoso joven no había podido resistir al deseo de poner en su dedo meñique. Este movimiento iba acompañado de miradas asesinas lanzadas a la señorita Danglars, y suspiros enviados en la misma dirección que las miradas.

La señorita Danglars continuaba siendo la misma, es decir, hermosa, fría a irónica. Ni siquiera una de las miradas, uno de los suspiros del joven Andrés pasaron inadvertidos para ella, pero hubiérase dicho que resbalaban sobre la coraza de Minerva, coraza con que algunos filósofos cubren el pecho de Safo.

Eugenia saludó al conde con frialdad, y se aprovechó de las primeras preocupaciones de la conversación para retirarse a su gabinete de estudio, donde pronto se oyeron dos votes alegres y ruidosas, mezcladas a los primeros acordes de un piano. Montecristo comprendió que la señorita Danglars prefería a la suya y a la del señor Cavalcanti, la compañía de la señorita Luisa de Armilly, su maestra de canto.

Entonces fue cuando, mientras hablaba con la señora Danglars, notó el conde la solicitud del señor Andrés Cavalcanti, cómo iba a escuchar la música a la puerta, que no se atrevía a abrir, y su manera de expresar su éxtasis y admiración.

Al cabo de un rato entró el banquero; su primera mirada fue para Montecristo, más la segunda para Andrés. En cuanto a su mujer, saludó ésta a su marido, como solía hacerlo, con una frialdad y una ceremonia poco adecuada a un matrimonio de veinte años.

¡Cómo! ¿No os han invitado eras señoritas a cantar con ellas? preguntó Danglars a Andrés.

_¡Ah!, no señorrespondió éste, lanzando otro suspiro.

Danglars se adelantó hacía la puerta y la abrió.

Entonces se pudo ver a las dos jóvenes sentadas en el mismo sillón delante del mismo piano. Cada una acompañaba con una mano, ejercicio al cual se habían acostumbrado por capricho, y en el que habían adquirido una facilidad admirable.

La señorita de Armilly, que entonces pudo verse, gracias a la puerta, formando con Eugenia un cuadro encantador, era también de una belleza notable o más bien de una dulzura y una gratis

Era delgada y rubia como un hada, con unos rizos largos que caían sobre su esbelto cuello, como suele pintar Perugino para sus vírgenes, y unos ojos grandes, rasgados y velados por la fatiga. Decían que tenía la voz un poco débil, y que, como Antonia, del Violín de Cremona, moriría un día cantando.

El conde de Montecristo dirigió a aquel grupo una mirada rápida y curiosa; era la primera vez que veía a la señorita de Armilly, de quien tanto había oído hablar en la cara.

¡Y bien! preguntó el banquero a su hija, nos habéis excluido, ¿verdad?

Condujo entonces al joven al saloncito, y fuese por casualidad o por astucia, detrás de Andrés se entornó la puerta, de modo que desde el sitio en que estaban Montecristo y la baronesa, no pudiesen ver nada. Pero como el banquero siguió a Andrés, la señora Danglars no pareció notar esta circunstancia.

Unos momentos más tarde, el conde oyó la voz de Andrés unida a los acordes del piano, acompañando una canción corsa.

Mientras el conde escuchaba sonriendo esta canción que le hacía olvidar a Andrés, para atraerle a la memoria Benedetto, la señora Danglars alababa a Montecristo la serenidad de su marido, que había perdido aquella misma mañana tres o cuatrocientos mil francos.

Y en verdad, el elogio era merecido, porque si el conde no lo hubiera sabido por la baronesa, o tal vez por uno de los medios que tenía de saberlo todo, la fisonomía del banquero no le habría revelado nada.

¡Bueno! dijo para sí Montecristo, ya oculta lo que pierde; hace un mes se vanagloriaba de ello.

Luego dijo en voz alta:

¡Oh! , señora, el señor Danglars conoce tan bien la Bolsa que siempre recobrará el doble de lo que ha perdido.

Veo que participáis del error común dijo la baronesa Danglars.

¿Y qué error es ése? dijo Montecristo.

Que el señor Danglars no juega nunca.

¡Ah!, sí, es verdad, señora; me acuerdo de que el señor Debray me dijo… a propósito, ¿qué ha sido de él…?, hace tres o cuatro días que no le veo.

Yo tampoco dijo la señora Danglars con un aplomo milagroso. Pero comenzasteis una frase que no habéis acabado.

¿Cuál?

Que el señor Debray os había dicho…

¡Ah!, es verdad. Me ha dicho que sacrificabais al demonio del juego.

He tenido afición durante algún tiempo, lo confieso dijo la señora de Danglars, pero ya no juego nunca.

Y hacéis mal, señora. ¡Oh!, las casualidades, hijas de la fortuna, son precarias, y si yo fuese mujer, y mujer de un banquero, por mucha confianza que tuvieseén la buena suerte de mi marido, porque en cuanto a especulación todo es gracia y desgracia, pues bien, por mucha confianza que tuviese en la buena suerte de mi marido, comenzaría por asegurarme una fortuna independiente, aunque tuviese que adquirirla poniendo mis intereses en manos que le fuesen desconocidas.

La señora Danglars se sonrojó.

Mirad dijo Montecristo, como si nada hubiese visto, se habla mucho de una jugada muy buena sobre los intereses de Nápoles.

Bien, bien, no quiero pensar en ello dijo vivamente la baronesa. Pero verdaderamente, señor conde, ya hablamos demasiado de Bolsa. Parecemos dos agentes de cambio. Hablemos un poco de esos pobres Villefort, tan atormentados en este momento por la fatalidad.

¡Oh!, ya lo sabéis. Después de haber perdido al señor de Saint-Merán tres o cuatro días después de su partida, acaban de perder a la marquesa, tres o cuatro días después de su llegada.

¡Ah!, es verdad dijo Montecristo, ya me he enterado, pero como dice Claudio en Hamlet, es una ley de la naturaleza. Sus padres habían muerto antes que ellos, y los habrán llorado. Ellos morirán antes que sus hijos y sus hijos los llorarán.

Pero aún no es eso todo.

¿Qué queréis decir?

Vos sabéis que iban a casar a su hija…

Con el señor Franz d'Epinay… ¿Se ha desbaratado tal vez el casamiento?

Ayer por la mañana, según parece, Franz les ha devuelto su palabra.

.¡Ah, de veras… ! ¿Y se conocen las causas de esa ruptura?

No.

¿Qué me decís, señora…? Y el señor de Villefort, ¿cómo acepta esa desgracia?

Como siempre, con filosofía.

En este momento entró Danglars solo.

¡Y bien! dijo la baronesa. ¿Dejáis al señor Cavalcanti solo con vuestra hija?

Y la señorita de Armilly dijo el banquero, ¿es que no es nadie?

Volvióse en seguida a Montecristo, diciendo:

Qué joven tan encantador, el príncipe Cavalcanti, ¿no es verdad…?; pero, decidme, ¿sabéis que es príncipe?

No respondo de ello dijo Montecristo. Me presentaron a su padre como marqués. Sería conde, pero yo creo que él no hace mucho caso de ese título.

¿Por qué? dijo el banquero, si es príncipe, hace mal en no vanagloriarse de ello. Cada cual en su derecho. No me gusta que reniegue de su origen.

¡Oh!, sois un auténtico demócrata dijo Montecristo sonriendo.

Pero mirad a lo que os exponéis dijo la baronesa. Si el señor de Morcef viniese por casualidad, encontraría al señor Cavalcanti en un cuarto, donde el prometido de Eugenia no ha podido nunca entrar.

Hacéis bien en decir por casualidad repuso el banquero, porque diríase que era la casualidad la que le traía, puesto que se le ve en tan contadas ocasiones.

En fin, si viniese y encontrase aquí a este joven al lado de vuestra hija, podría disgustarse.

¡El! ¡Oh, Dios mío! Os equivocáis. El señor Alberto no nos hace el honor de estar celoso de su prometida, no la ama tanto para eso. Por otra parte, ¿qué me importa que se disguste o no?

No obstante, en el estado en que nos hallamos…

Sí, el estado en que nos hallamos, ¿queréis saberlo? Que en el baile de su madre no ha bailado más que una vez con mi hija, que el señor Cavalcanti ha bailado tres veces con ella, y ni siquiera se ha enterado.

Un criado anunció:

¡El señor vizconde de Morcef!

La baronesa se levantó vivamente. Iba a pasar al salón de estudio para prevenir a su hija, cuando Danglars la detuvo.

Dejadle dijo.

Ella le miró asombrada.

MonteEristo fingió no haber observado esta escena.

Alberto entró. Estaba alegre y satisfecho. Saludó a la baronesa con gracia, a Danglars con familiaridad, a Montecristo con afecto, y volviéndose hacia la baronesa, dijo:

Señora, ¿me permitís que os pregunte por la señorita Danglars?

Muy bien, caballero respondió vivamente el banquero. En este momento está cantando en su salón de estudio con el señor Cavalcanti.

Alberto conservó su sire tranquilo a indiferente. Tal vez sufría algún despecho interior, pero observó la mirada de Montecristo clavada en la suya.

El señor Cavalcanti tiene una hermosa voz de tenor dijo, y la señorita Eugenia es una magnífica soprano, sin contar con que toca el piano cual otro Thalberg. Debe ser un concierto encantador.

El caso es dijo Danglars que concuerdan perfectamente.

Alberto pareció no haber notado este equívoco tan grosero, que hizo sonrojar a la señora Danglars.

Yo también canto continuó el joven. Canto, según dicen mis maestros al menos; pues bien, ¡cosa extraña!, nunca he podido arreglar mi voz a ninguna otra, ni a las de soprano. ¡Es particular!

Danglars se sonrió de un modo significativo y exclamó:

Enfadaos, enhorabuena. En cambio, mi hija y el príncipe prosiguió, esperando sin duda conseguir el objeto deseado han excitado la admiración general. ¿No os encontrabais allí, señor de Morcef?

¿Qué príncipe? preguntó Alberto.

El príncipe Cavalcanti repuso Danglars, que siempre se obstinaba en dar este título al joven.

¡Ah! , ¡perdonad! dijo Alberto. Yo ignoraba que lo fuese. ¡Ah!, ¡el príncipe Cavalcanti cantó ayer con la señorita Eugenia! Estaría encantador, y siento vivamente no haberme hallado presente. Pero no pude asistir, porque tuve que acompañar a la señora de Morcef a casa de la baronesa de ChateauRenaud, donde cantaban los alemanes.

Tras un momento de silencio, y como si nada hubiera ocurrido, repitió Morcef:

¿Me será permitido saludar a la señorita Danglars?

¡Oh!, aguardad, aguardad dijo el banquero deteniendo al

joven. ¿Oís esa deliciosa cavatina…? Ta, ta, ra, ra, ti, ta, ti, ta… eso es magnífico, ahora va a concluir…, dentro de un segundo. ¡Perfectamente! ¡Bravo, bravísimo, bravo!

Y el banquero empezó a aplaudir frenéticamente.

En efecto dijo Alberto, eso es magnífico, y es imposible comprender mejor la música de su país que como lo hace Cavalcanti. Habéis dicho que es príncipe, ¿no es verdad?, ¡pues bien!, si no lo es, lo harán, en Italia eso es muy fácil. Mas volviendo a nuestros adorables cantantes, deberíais hacernos un favor, señor Danglars; sin decir que hay un extraño, deberíais suplicar a la señorita Danglars y al señor Cavalcanti que cantasen un poco. ¡Es tan hermoso gozar de la música a cierta distancia y sin ver a los músicos, a fin de que ellos puedan entregarse a todo el entusiasmo de su corazón!

Esta vez Danglars se desconcertó al ver la irónica calma del joven. Llamando a Montecristo aparte le dijo:

¡Y bien! ¿Qué os parece nuestro amante?

¡Diantre! ¡Me parece frío, indudablemente, pero qué queréis, estáis comprometido!

Sin duda, estoy comprometido. Pero a dar a mi hija a un hombre que la ame, y no a uno que no la ame. Ahí tenéis a ese amante frío como un mármol, orgulloso, como su padre. Si fuese rico, si poseyese la fortuna de los Cavalcanti, podría perdonársele. Todavía no he consultado a mi hija, pero si tuviese buen gusto…

¡Oh! dijo Montecristo, no sé si me cegará mi amistad hacia él, pero os aseguro que el señor de Morcef es un joven muy simpático que hará feliz a vuestra hija, y que tarde o temprano llegará a ser algo, porque, en fin, la posición de su padre es excelente.

¡Hum!, ¡hum! exclamó Danglars.

¿Por qué dudáis?

Siempre queda el pasado…, ese pasado oscuro…

Pero el pasado del padre nada tiene que ver con el hijo.

¡No digáis eso!

Veamos, no os acaloréis. Hace un mes encontrabais ese casamiento bajo todos conceptos execelente…, ya comprenderéis, yo estoy desesperado, en mi casa es donde habéis visto a ese joven Cavalcanti, a quien yo no conozco, os lo repito.

Pues yo sí le conozco dijo Danglars, y esto me basta.

¿Vos le conocéis? ¿Habéis pedido informes? preguntó Montecristo .

¿Hay acaso necesidad de ello? ¿No se conocen a primera vista todas las ventajas de una persona? En primer lugar, es rico.

Yo no lo aseguro.

Sin embargo, ¿respondéis de él?

De cincuenta mil libras, una miseria.

Tiene una educación esmerada.

¡Hum! exclamó Montecristo a su vez.

Es músico.

Como todos los italianos.

Vamos, conde. Sois injusto con ese joven.

¡Pues bien!, sí, lo confieso, veo con disgusto que, conociendo vuestros compromisos con los Morcef, venga a interponerse y a dar al traste con el casamiento.

Danglars soltó una carcajada.

¡Oh, sois un puritano! dijo, pero eso sucede todos los días en el mundo.

Sin embargo, no podéis romper así como así, querido señor Danglars. Los Morcef cuentan con la boda.

¿De veras?

Desde luego.

Entonces que se expliquen ellos. Vos deberíais decir dos palabritas al padre respecto a este asunto, conde, vos que lo tratáis tan íntimamente.

¡Yo! ¿De dónde habéis sacado eso?

En un bade. ¡Cómo!, la condesa, la orgullosa Mercedes, la desdeñosa catalana, que apenas se digna abrir la boca para saludar a sus antiguos conocidos, os cogió del brazo, salió con vos al jardín, se fue por una de las alamedas y no volvió sino media hora después.

¡Ah!, barón, barón dijo Alberto, nos impedís que oigamos, ¡eso es una tiranía!

Está bien, está bien, señor burlón dijo Danglars. Y volviéndose hacia Montecristo añadió: ¿Os encargáis de decir esto al conde?

Con mucho gusto, si así lo deseáis.

Mas, por esta vez, que lo haga de manera más explícita y definitiva. Sobre todo, que me pida a mi hija, que fije una época, que declare sus condiciones pecuniarias, a fin de que todos nos entendamos; pero no más dilaciones.

¡Pues bien!, daremos ese paso.

No os diré que le espero con placer, pero en fin, le espero. Un banquero debe ser esclavo de su palabra.

Y Danglars arrojó uno de esos suspiros que momentos antes arrojaba Cavalcanti.

dúo.

¡Bravo, bravo! exclamó Morcef, aplaudiendo el final de un

Danglars empezaba a mirar a Alberto de reojo, cuando vinieron a decirle unas palabras al oído.

Vuelvo al momento dijo el banquero a Montecristo, esperadme, tal vez tenga algo que deciros.

Y salió. La baronesa se aprovechó de la ausencia de su marido para abrir la puerta del salón de estudio de su hija, y Andrés se puso en pie rápidamente, pues estaba sentado delante del piano, al lado de Eugenia.

Alberto saludó sonriendo a la señorita Danglar, que sin manifestar la menor turbación, le devolvió un saludo con su frialdad habitual.

Cavalcanti pareció evidentemente turbado. Saludó a Morcef, que le devolvió el saludo con la mayor impertinencia del mundo.

Entonces Alberto empezó a hacer mil elogios sobre la voz de la señorita Danglars, y sobre el sentimiento que experimentaba, por no haber asistido el día anterior a la soirée.

Cavalcanti empezó a hablar con Montecristo.

Basta de música y de cumplidos. dijo la señora Danglars, venid a tomar el té.

Ven, Luisa dijo la señorita Danglars a su amiga.

Pasaron al salón próximo, donde en efecto, estaba preparado el té. En el momento en que empezaba a dejar, a la inglesa, las cucharillas en las tazas, abrióse la puerta y Danglars se presentó, visiblemente agitado.

Montecristo observó al punto esta agitación a interrogó al banquero con una mirada.

.¡y bien! dijo Danglars, acabo de recibir un correo de Grecia.

¡Ah, ah! exclamó el conde, ¿para eso os llamaron?

Sí.

¿Cómo está el rey Otón? preguntó Alberto con tono jovial.

Danglars le miró de reojo sin responderle, y Montecristo se volvió para ocultar la expresión de lástima que apareció en su rostro, pero que se borró instantáneamente.

Nos marcharemos juntos, ¿verdad?

Como queráis dijo Alberto al conde.

Alberto no podía comprender aquella mirada del banquero. Así, pues, volviéndose hacia Montecristo, que le había comprendido muy bien, dijo:

¿Habéis visto cómo me ha mirado?

Sí respondió el conde, pero ¿halláis algo de particular en su mirada?

Sí, pero ¿qué quiere decir con sus noticias de Grecia?

¿Cómo queréis que yo lo sepa…?

Porque supongo que vos tenéis relaciones en ese país.

Montecristo se sonrió como persona que trata de eludir una respuesta.

Mirad dijo Alberto, ahora se acerca a vos, y yo voy a hablar un poco a la señorita Danglars. Mientras tanto el padre tendrá tiempo de deciros algo.

Si le habláis, habladle de su voz, por lo menos dijo Montecristo .

No; eso lo haría todo el mundo.

Mi querido vizconde dijo Montecristo a veces sois un hombre muy raro.

Alberto se dirigió a Eugenia con la sonrisa en los labios.

Durante este tiempo Danglars se inclinó al oído del conde.

Me habéis dado un excelente consejo dijo, estas dos palabras encierran toda una historia: Fernando y Janina.

¡Ah, ah! exclamó Montecristo.

Sí. Ya os lo contaré. Pero llevaos al joven. Sólo de verle me turbo, a pesar mío.

Eso es lo que hago. Va a acompañarme. Ahora, decidme, ¿persistís en que os envíe el padre?

Más que nunca.

Bien.

El conde hizo una seña a Alberto.

Los dos saludaron a las señoras y salieron. Alberto, con un aire indiferente a los desdenes de la señorita Danglars. Montecristo, repitiendo a la señora Danglars los consejos acerca de la prudencia que debe tener la mujer de un banquero en asegurarse su porvenir.

El señor Cavalcanti quedó dueño del campo de batalla.

Apenas los caballos del conde doblaron la esquina del bulevar, cuando Alberto se volvió hacia el conde, soltando una carcajada demasiado fuerte para no ser un poco forzada.

¡Y bien le dijo Yo os preguntaré lo que el rey Carlos IX preguntaba a Catalina de Médicis después de la noche de San Bartolomé: ¿Qué tal he desempeñado mi papel?

¿Cuándo y sobre qué? preguntó Montecristo.

Sobre la instalación de mi rival en casa del señor Danglars…

¿Qué rival?

¿Quién ha de ser? Vuestro protegido, el señor Andrés Cavalcanti.

¡Oh!, dejémonos de bromas, vizconde. Yo no protejo al señor Cavalcanti, al menos en casa del señor Danglars…

Y yo no me quejaría si lo hicieseis. Pero, felizmente, puede pasar sin vuestra protección.

¡Cómo! ¿Creéis que hace la corte… ?

Os lo aseguro. ¿No os habéis dado cuenta de sus miradas, sus suspiros, las modulaciones de sus sonidos armoniosos…? ¡Nada!, aspira a la mano de la orgullosa Eugenia. Palabra de honor, lo repito, aspira a la mano de la orgullosa Eugenia.

¿Y eso qué importa, si no piensa más que en vos?

No digáis eso, mi querido conde, ¿no veis la amabilidad con que me han tratado?

¡Cómo! ¿Quién…?

Sin duda, la señorita Eugenia apenas me ha respondido, y la señorita de Armilly, su confidente, no me ha contestado en absoluto.

Sí, pero el padre os adora dijo Montecristo.

¿El padre? Al contrario, me ha hundido mil puñales en el corazón. Puñales que sólo se introducen en la ropa, es verdad; puñales de tragedia, pero no era esa su intención.

Los celos indican que hay cariño.

Sí, pero yo no estoy celoso.

¡El sí lo está!

¿De quién? ¿De Debray?

No, de vos.

¿De mí? Apuesto a que antes de ocho días me da con la puerta en las narices.

Os equivocáis, mi querido vizconde.

¿Una prueba?

¿La queréis?

Sí.

Estoy encargado de indicar al señor conde de Morcef que dé un paso definitivo sobre el casamiento.

¿Quién os lo ha encargado?

El propio barón.

¡Oh! dijo Alberto con tono suplicante. No haréis eso, ¿verdad, señor conde?

Os equivocáis, Alberto, lo haré, pues lo tengo prometido.

Vamos dijo Alberto, ¡qué empeño tenéis también vos en casarme!

Quiero estar bien con todo el mundo. Pero, a propósito de Debray, ya no le veo en casa de la baronesa.

Está reñido.

¿Con ella?

No, con él.

¿Se ha dado cuenta de algo?

Vaya con lo que ahora salís.

Pues qué, ¿sospechaba antes…? dijo Montecristo con una sencillez encantadora.

¡Ah! ¡Diantre! ¿De dónde venís, mi querido conde?

Del Congo, si queréis.

Pues no está muy lejos.

¿Conozco por ventura a vuestros maridos parisienses…?

¡Ah!, mi querido conde, los maridos son iguales en todas partes. Desde el momento en que estudiéis al individuo en un país cualquiera, conocéis la raza.

Entonces, ¿qué causa ha podido indisponer a Danglars con Debray? Parecían tan amigos… añadió Montecristo con mayor sencillez aún.

¡Ah!, atañe ya a los misterios de familia. Cuando el señor Cavalcanti se case, se lo podéis preguntar.

El carruaje se detuvo.

Ya hemos llegado dijo Montecristo. No son más que las diez y media, subid.

Con mucho gusto.

Mi carruaje os llevará.

No, gracias; mi cabriolé ha debido seguirnos.

Ahí viene, en efecto dijo Montecristo, bajando de su carruaje.

Entraron en la casa y luego en el salón, que estaba iluminado.

Decid que nos hagan té, Bautista dijo Montecristo.

Bautista salió sin hablar una palabra. Dos segundos después volvió con una bandeja con el servicio del té, como si hubiera surgido de debajo de la tierra.

En verdad dijo Morcef, lo que admiro en vos, mi querido conde, no es vuestra riqueza, otros habrá más ricos que vos. No es vuestro talento, Beaumarchais no tendría más, pero sí tanto como vos. Es vuestro modo de ser servido, sin que nadie os responda una palabra, al minuto, al segundo, como si adivinasen en la manera con que llamáis lo que deseáis, y como si todo lo que deseáis estuviese preparado.

Lo que decís no deja de tener fundamento. Ya conocen mis costumbres. Por ejemplo, ahora veréis. ¿No deseáis hacer algo después de beber el té?

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