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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 34)


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¿Y qué ha dicho, o por mejor decir, qué ha hecho?

Alí se puso a la luz de modo que su señor pudiera verle, a imitando con su delicada inteligencia la fisonomía del anciano, cerró los ojos como hacía Noirtier cuando quería decir: ¡sí!

¡Bien!, es que aceptadijo Montecristo, ¡partamos!

Apenas había pronunciado esta palabra, cuando ya el carruaje corría y los caballos hacían estremecer el empedrado despidiendo multitud de chispas.

Maximiliano se acomodó en su rincón sin decir una palabra.

Transcurrió media hora. Detúvose el carruaje repentinamente. El conde acababa de tirar del cordón de seda que estaba sujeto a un dedo de Alí. El nubio bajó y abrió la portezuela.

La noche estaba hermoseada por millares de estrellas. Estaban en lo alto del monte de Villejuif, sobre el plano donde París, como una mar sombría, agita los millares de luces que parecen olas fosforescentes, olas en efecto, olas más bulliciosas, más apasionadas, más movibles, más furiosas, más áridas que las del Océano irritado, olas que no conocen la calma como las del vasto mar, olas que chocan siempre, que espumean siempre, que sepultan siempre…

El conde quedó solo y a una señal de su amo, el carruaje avanzó un trecho.

Entonces estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en donde se funden, retuercen y modelan todas las ideas que se lanzan como desde un centro hirviente para correr a agitar el mundo. Después de posar su mirada sobre aquella Babilonia de poetas religiosos y de fríos materialistas:

¡Gran ciudad! exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como para orar, no hace seis meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de Dios me había traído, y que me vuelve triunfante. El secreto de mi presencia en tus muros se lo he confiado al Dios que solamente puede leer en mi corazón. El solo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos. Sólo El sabe que no he hecho use ni por mí ni por vanas causas del poder que me había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en lo seno palpitante he hallado lo que buscaba; minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de ellas el mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no puedes ofrecerme alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós!

Sus ojos se extendieron aún por la vasta llanura como la mirada de un genio nocturno. Después, pasando la mano por la frente, subió al carruaje, que se cerró tras él, y que desapareció bien pronto por el otro lado de la pendiente entre un torbellino de polvo y ruido.

Anduvieron diez leguas sin pronunciar una sola palabra. Morrel dormía, Montecristo le miraba dormir.

Morrel le dijo el conde, ¿os arrepentís de haberme seguido?

No, señor conde, pero dejar París… En París es donde Valentina reposa, y perder París es perderla por segunda vez.

Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano

dijo el conde, están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que siempre nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí. Les consulto en mis dudas, y si hago algún bien, a sus consejos lo debo. Consultad la voz de vuestro corazón, Morrel, a inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal semblante.

La voz de mi corazón es bien triste, amigo mío dijo Maximiliano, y no me anuncia más que desgracias.

Es propio de los espíritus débiles el ver todas las cosas a través de un velo. El alma se forma a sí misma sus horizontes. Vuestra alma es sombría, y os presenta un cielo borrascoso.

Quizás esto sea cierto dijo Maximiliano.

Y cayó de nuevo en su estupor.

El viaje se hizo con aquella maravillosa rapidez, que era una de las propensiones del conde. Las ciudades se presentaban como sombras en su camino. Los árboles, sacudidos por los primeros vientos de otoño, parecían ir delante de ellos como gigantes desgreñados, y huían rápidamente cuando eran alcanzados. A la mañana siguiente llegaron a Chalons, donde les esperaba el vapor del conde. Sin perder un instante, el carruaje fue transportado a bordo. Los dos viajeros quedaron embarcados.

El buque estaba cortado de tal modo que parecía una piragua India. Sus dos ruedas parecían dos alas, con las cuales cortaba el agua como un ave viajera. Morrel mismo sentía una especie de desvanecimiento con la celeridad, y a veces el viento, que hacía flotar sus cabe

llos, parecía disipar por un momento las nubes de su frente.

En cuanto al conde, a medida que se alejaba de París, parecía rodearse como de una aureola con una serenidad casi sobrehumana. Hubiérasele tenido por un desterrado que regresaba a su patria.

Bien pronto Marsella, blanca, erguida, airosa. Marsella, la hermana menor de Tiro y de Cartago, y que las sucedió en el imperio del Mediterráneo. Marsella, más joven cuanto más envejece, presentóse ante sus ojos. Eran para ambos aspectos fecundos en recuerdos, la torre redonda, el fuerte de San Nicolás, la fonda de la ciudad de Puget, el puerto del muelle de ladrillo en donde los dos habían jugado en la niñez.

Así, de común acuerdo, se detuvieron ambos sobre la Cannebière.

Un navío partía para Argel. Los fardos, los pasajeros agolpados

sobre el puente, la multitud de parientes, de amigos que se decían adiós, que gritaban y lloraban, espectáculo siempre conmovedor, aun para los que asisten diariamente a él. Este movimiento no pudo distraer a Maximiliano de una idea que se había apoderado de él, desde el instante en que puso el pie sobre el muelle.

Mirad dijo, tomando por el brazo a Montecristo, he aquí el punto donde se detuvo mi padre cuando el Faraón entró en el puerto. Aquí el bravo, a quien salvasteis de la muerte y del deshonor, se arrojó a mis brazos; siento aún la impresión de sus lágrimas sobre mi rostro, y no lloraba solo, mucha gente lloraba al vernos.

Montecristo se sonrió.

Allí estaba yo dijo, mostrando a Morrel el ángulo de una calle.

Al decir esto, y en la dirección que indicaba el conde, se oyó un gemido doloroso, y se vio a una mujer que hacía una señal a un pasajero del navío que partía. Esta mujer estaba cubierta con un velo. Montecristo la siguió con los ojos con tal emoción que Morrel habría visto fácilmente si no hubiese tenido los ojos fijos sobre el navío, en dirección opuesta a aquella en que miraba el conde.

¡Oh!, ¡Dios mío! exclamó Morrel; no me engaño, ese joven que saluda con el sombrero, ese joven de uniforme, con una charretera de subteniente, ¡es Alberto de Morcef!

Sí dijo Montecristo; lo había conocido.

¿Cómo?, ¡si miráis al lado opuesto!

El conde se sonrió, como hacía cuando no quería responder. Y sus ojos se dirigieron a la mujer embozada, que desapareció a la vuelta de la calle. Entonces se volvió.

Caro amigo dijo Montecristo, ¿no tenéis nada que hacer en este lugar?

Tengo que llorar sobre la tumba.

Está bien. Id y esperadme allá abajo, me reuniré con vos.

¿Me dejáis?

Sí…, tengo también una piadosa visita que hacer.

Morrel dejó caer la mano sobre la que le tendía el conde. Después, con un movimiento de cabeza, cuya melancolía sería imposible describir, le dejó y se dirigió al Este de la ciudad.

El conde dejó alejarse a Maximiliano, permaneciendo en el mismo sitio hasta que desapareció. Dirigióse luego hacia las alamedas de Meillán, a fin de hallar la casita que al principio de esta historia ha debido hacerse familiar a nuestros lectores.

Levántase aún a la sombra de la gran alameda de tilos, que sirve de paseo a los marselleses ociosos, tapizada de extensos vástagos de parra que crecen sobre la piedra amarilla por el ardiente sol del mediodía, con sus brazos ennegrecidos y descarnados por la edad. Dos filas de piedras gastadas por el rote de los pies conducían a la puerta de entrada, puerta formada de tres planchas, que nunca, a pesar de su separación anual, habían reconocido pintura alguna, y esperaban pacientemente que la humedad las reuniese.

Esta casa, encantadora a pesar de su vejez, risueña, a pesar de su mísera apariencia, era la misma que habitaba en otro tiempo el padre de Dantés. El anciano habitaba sólo el piso superior, y el conde había puesto toda la casa a disposición de Mercedes.

Allí entró la mujer de largo velo que Montecristo había visto alejarse del navío que zarpaba, cerrando la puerta en el momento mismo en que él doblaba la esquina, de suerte que la vio desaparecer en el momento de encontrarla. Para él todos los pasos eran desde antiguo conocidos. Sabía mejor que nadie abrir aquella puerta, cuyo pestillo interior se levantaba con un clavo largo. Así entró, sin llamar, sin el menor aviso, como un amigo, como un huésped. Al fin de un sendero enladrillado veíase, rico de luz y de rnlores, un pequeño jardín, el mismo donde, en el plazo designado, Mercedes había hallado la suma, cuyo depósito el conde con su delicadeza había hecho subir a veinticuatro años. Desde el umbral de la puerta de la calle se distinguían los primeros árboles del jardín.

Al entrar el conde de Montecristo percibió un suspiro parecido a una queja. Este suspiro atrajo su mirada, y sobre una tuna de jazmín de Virginia de follaje espeso y de largas flores purpúreas, vino a Mercedes inclinada y llorando.

Había levantado su velo, y la faz del cielo, el rostro oculto entre las manos, dando curso a sus suspiros y sollozos, por tanto tiempo contenidos en presencia de su hijo. El conde avanzó unos pasos, y pudieron oírse sus pisadas. Mercedes levantó la cabeza y lanzó un grito de esparto al ver a un hombre ante sí.

Señora dijo Montecristo, no está en mí poder traeros la ventura, pero os ofrezco un consuelo. ¿Os dignaréis aceptarlo como de un amigo?

Soy, en efecto, muy desventurada respondió Mercedes, sofá en el mundo…, no tenía más que un hijo y me ha dejado.

Ha hecho bien, señora replicó el conde, y tiene un noble corazón. Ha comprendido que todo hombre debe un tributo a la patria. Unos su talento, otros su industria, éstos sus vigilias, aquellos su sangre. Permaneciendo a vuestro lado, habría consumido una vida inútil. No habría podido acostumbrarse a vuestros dolores. Se hubiera hecho ocioso por indolencia. Se hará grande y fuerte luchando contra su adversidad, que cambiará en fortuna. Dejadle reconstituir vuestro porvenir para los dos, señora. Me atrevo a asegurar que está en manos seguras.

¡Oh! dijo la mujer, moviendo tristemente la cabeza, esta fortuna de que me habláis, y que ruego a Dios le conceda desde el fondo de mi alma, no la gozaré yo. Han fracasado tantas cosas en mí y a mi alrededor, que me siento cerca de la tumba. Habéis hecho bien, señor conde, en traerme al punto donde era dichosa; donde una ha sido dichosa debe morir.

¡Ay! dijo el conde, todas vuestras palabras, señora, caen amargas y abrasadoras sobre mi corazón, tanto más amargas y abrasadoras cuanto que vos tenéis razón para odiarme. He causado todos vuestros males, no me lloréis en vez de acusarme. Me haríais aún más desdichado.

¿Odiaros, acusaros a vos, Edmundo? ¿Odiar, acusar al hombre que salvó la vida de mi hijo, porque era vuestra intención fatal y sangrienta, no es verdad? ¿Matar al señor de Morcef, el hijo de que estaba tan orgullosa? ¡Oh!, miradme, y veréis si hay en mí la apariencia de una reconvención.

El conde levantó la mirada y la posó en Mercedes, que medio en pie, extendía sus dos manos hacia él.

¡Oh!, miradme continuó, con un sentimiento de profunda melancolía, puede resistirse hoy el brillo de mis ojos; no es éste el tiempo en que yo venía a sonreír a Edmundo Dantés, que me esperaba allá arriba, en la ventana del tejado, bajo la cual habitaba su anciano padre… Desde entonces, cuántos días dolorosos han pasado abriendo un abismo de pesares entre él y yo. ¡Acusaros, Edmundo, odiaros, amigo mío, no! A mí es a quien acuso y odio. ¡Oh!, ¡miserable de mí! exclamó juntando las manos y levantando los ojos al cielo. He sido castigada… Tenía religión, inocencia, amor, estas tres venturas de los ángeles, y, miserable de mí, dudo de Dios.

Montecristo dio un paso hacia ella, y le tendió la mano en silencio.

No dijo ella, retirando suavemente la suya, no, amigo mío, no me toquéis. Me habéis perdonado, y sin embargo, de todos aquellos a quienes habéis herido, yo era la más culpable. Todos los demás han obrado por odio, por codicia, por egoísmo; yo, por maldad. Ellos deseaban, yo he tenido miedo. No, no estrechéis mi mano, Edmundo; meditáis alguna palabra afectuosa, lo siento, no la digáis, guardadla para otra, ¡yo no soy digna, yo.. . ! Mirad descubrió de repente su rostro, ved, la desgracia ha puesto mis cabellos grises. Mis ojos han vertido tantas lágrimas que están rodeados de venas violáceas, mi frente se arruga. Vos, por el contrario, Edmundo, vos sois siempre joven, siempre hermoso, siempre altivo. Es que habéis tenido fe, es que habéis tenido fuerza, es que habéis descansado en Dios, y Dios os ha sostenido. Yo he sido malvada; he renegado, Dios me ha abandonado y aquí veis el resultado.

Mercedes rompió en lágrimas. El corazón de la mujer se despedazaba al choque de los recuerdos. Montecristo asió su mano, y la besó respetuosamente, pero Mercedes notó que este beso carecía de ardor, como el que el conde pudiera haber estampado en la mano de mármol de la estatua de una santa.

Hay continuó existencias predestinadas, cuya primera falta destroza todo su porvenir. Os creía muerto, ¡y debería haber muerto yo también!, porque ¿para qué ha servido que yo llevase eternamente vuestro duelo en mi corazón?, para convertir a una mujer de treinta y nueve años en una mujer de cincuenta. He aquí todo. ¿De. qué sirve que sola entre todos, habiéndoos reconocido, haya salvado únicamente a mi hijo? ¿No debía también salvar al hombre, por culpable que fuese, a quien había aceptado por esposo? No obstante, le he dejado morir, ¿qué digo? ¡Dios mío! ¡He contribuido a su muerte con mi torpe insensibilidad, con mi desprecio, no recordando, no queriendo recordar que por mí se hizo traidor y perjuro! ¿De qué sirve en fin que haya acompañado a mi hijo hasta aquí, cuando aquí le abandono, cuando aquí le dejo partir solo, cuando le entrego a la devoradora tierra de África? ¡Oh!, he sido malvada, ¡os lo aseguro!, he renegado de mi amor, y como los renegados, comunico la desgracia a cuanto me rodea.

No, Mercedes dijo Montecristo, no; tened mejor opinión de vos misma. No, vos sois una noble y santa mujer, y me habíais desarmado con vuestro dolor; pero tras de mí, invisible, desconocido, irritado, estaba Dios, de quien yo no era más que mandatario, y que no ha querido contener el rayo que yo mismo había arrojado. ¡Oh!, juro ante el Dios a cuyos pies hace diez años me prosterno diariamente, juro a Dios que os había hecho el sacrificio de mi vida, y con mi vida, de los proyectos a ella encadenados. Pero lo digo con orgullo, Mercedes, Dios tenía necesidad de mí, y he vivido. Examinad el pasado y el presente, tratad de adivinar el porvenir, y ved que soy el instrumento. del Señor. Las más terribles desventuras, los más crueles sufrimientos, el abandono de todos los que me amaban, la persecución de los que no me conocen, he aquí la primera parte de mi vida. Luego, inmediatamente después, el cautiverio, la soledad, la miseria. Después el aire, la libertad, una fortuna tan brillante, tan fastuosa, tan desmesurada, que a no ser ciego he debido pensar que Dios me la enviaba en sus grandes designios. Tal fortuna me pareció un sacerdocio, y no hubo un pensamiento en mí para esta vida, de que vos, pobre mujer, vos habéis acaso saboreado la dulzura; ni una hora de calma, ni una sola, me sentía lanzado como la nube de fuego, pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas. Como los aventureros capitanes que se embarcan para un viaje peligroso, para una osada expedición, preparé víveres, cargué las armas, reuní los medios de ataque y defensa, habituando mi cuerpo a los ejercicios más violentos, mi alma a las cosas más rudas, ejercitando mi brazo en dar muerte, mis ojos en ver sufrir, mis labios a la sonrisa ante los aspectos más terribles. De bueno, confiado y olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces me arrojé por el sendero que me estaba abierto, franqueé el espacio, llegué al término. ¡Horror para los que he hallado en mi camino!

¡Basta! dijo Mercedes, ¡basta, Edmundo! Creed que la única que ha podido reconoceros, sólo ella ha podido también comprenderos. ¡Oh, Edmundo!, ¡la que ha sabido reconoceros, la que ha podido comprenderos, ésta, aunque la hubieseis encontrado en vuestro camino y la hubieseis estrellado como un vaso, ésta ha debido admiraros, Edmundo! Como hay un abismo entre mí y el pasado, hay un abismo entre vos y los demás hombres; y mi más dolorosa tortura, os lo digo, es la de comparar, porque no hay nada en el mundo que equivalga a vos, que a vos se asemeje. Ahora decidme adiós, y separémonos, Edmundo.

Antes de que os deje, ¿qué es lo que deseáis, Mercedes? inquirió Montecristo.

No deseo más que una cosa, Edmundo: que mi hijo sea dichoso.

Rogad al Señor, que tiene la existencia de los hombres entre sus manos, que aleje de él la muerte, yo me encargo dé lo demás.

Gracias, Edmundo.

¿Pero vos, Mercedes?

¡Yo! No tengo necesidad de nada, vivo entre dos tumbas: una de Edmundo Dantés, muerto hace bastante tiempo; ¡le amaba! Esta palabra no sienta bien a mi labio helado, pero mi corazón recuerda constantemente, y por nada del mundo querría borrar de él este recuerdo. La otra es la de un hombre muerto por Edmundo Dantés. Aplaudo al matador, pero debo rogar por el muerto.

Vuestro hijo será dichoso, señorarepitió el conde.

Entonces seré tan dichosa como puedo llegar a ser aseguró Mercedes.

Pero…, en fin…, ¿qué haréis?

Mercedes sonrió tristemente.

Deciros que viviré en este país como la Mercedes de otro tiempo, es decir, trabajando, no lo creeréis. No sé más que orar, pero no necesito trabajar. El pequeño tesoro por vos escondido ha sido hallado en el lugar que designasteis. Se indagará quién soy, se preguntará qué hago, se indagará cómo vivo. ¿Qué importa?? Es un asunto guardado entre Dios, vos y yo.

Mercedes dijo el conde, no os hago una reconvención, pero habéis exagerado el sacrificio abandonando la fortuna acumulada por el señor Morcef, y cuya mitad correspondía de derecho a vuestra economía y desvelos.

Comprendo lo que vais a proponerme, pero no puedo aceptar, Edmundo; mi hijo me lo prohibiría.

Así me guardaré bien de hacer nada por vos que no merezca la aprobación del señor Alberto de Morcef. Sabré sus intenciones y me someteré a ellas. Pero si acepta lo que deseo hacer, ¿le imitaréis sin repugnancia?

Ya sabéis, Edmundo, que no soy una criatura pensadora. Resoluci6n no la hay en mí más que para no determinarme nunca. Dios me ha atormentado tanto en sus borrascas, que he perdido la voluntad. Me hallo entre sus manos como una avecilla en las garras del águila. No quiere que muera, puesto que vivo. Si me envía auxilio, es porque querrá, y yo lo recibiré.

¡Pensad, señora dijo Montecristo, que no es así como se adora a Dios! Dios quiere que se le comprenda y que se le discuta su poder. Por esto nos ha dado el libre albedrío.

¡Desventurado! exclamó Mercedes, no me habléis así. Si yo creyese que Dios me ha dado el libre albedrío, ¿qué me quedaba para librarme de la desesperación?

El conde palideció ligeramente, y bajó la cabeza, agobiado por la vehemencia de este dolor.

¿No queréis decirme hasta la vuelta? exclamó, tendiéndole la mano.

Sí, Edmundo, os digo hasta la vuelta replicó Mercedes señalando hacia el cielo con ademán solemne; esto es probaros que espero todavía.

Y después de tocar la mano del conde con la suya temblorosa, Mercedes descendió apresuradamente la escalera, y desapareció a los ojos de Edmundo.

Montecristo salió entonces lentamente de la casa y tomó el camino del puerto. Pero Mercedes no le vio alejarse, aunque se hallaba ante la ventana de la habitación del padre de Dantés. Sus ojos buscaban a lo lejos el buque que llevaba a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar suyo, murmuró muy quedo:

¡Edmundo! ¡Edmundo! ¡Edmundo!

Capítulo diecisiete

Lo pasado

Edmundo salió con el alma acongojada de aquella casa, en la que dejaba a Mercedes para no volverla a ver jamás, según todas las probabilidades.

Desde la muerte del pequeño Eduardo, habíase operado una gran transformación en el conde de Montecristo. Llegado a la cima de su venganza por la pendiente lenta y tortuosa que había seguido, se encontraba al otro lado de la montaña con el abismo de la duda.

Había más. La conversación que acababa de tener con Mercedes había despertado tantos recuerdos en su corazón, que en sí mismos necesitaban ser combatidos.

Un hombre del temple del conde de Montecristo no podía estar mucho tiempo sumergido en la melancolía que suele reinar en las almas vulgares, dándoles una originalidad aparente, pero que aniquila las almas superiores. El conde se decía que para que llegase a vituperarse él mismo era bastante el que se introdujese un error en sus cálculos.

Miro mal lo pasado dijo, y no puedo haberme engañado así. ¡Cómo! continuó, ¡el objeto que me había propuesto sería un objeto insensato! ¡Cómo!, ¡habría andado un camino equivocado por espacio de diez años! ¡Cómo!, ¡una hora bastaría para probar al arquitecto que la obra de todas sus esperanzas era, si no imposible, al menos sacrílega!

» No quiero habituarme a esta idea, me volvería loco. Lo que falta a mis razonamientos de hoy es la apreciación exacta de lo pasado, porque veo este pasado del otro lado del horizonte. En efecto, a medida que se avanza, lo pasado, parecido al paisaje a cuyo través se marcha, se borra a medida que nos alejamos. Me ocurre lo que a los que se hieren durmiendo, ven y sienten la herida, y no recuerdan haberla recibido.

»¡Ea, pues, hombre degenerado! ¡Ea, rico extravagante! ¡Ea, vos que dormís despierto! ¡Ea, visionario omnipotente! ¡Ea, millonario invencible!, recuerda por un instante la funesta perspectiva de lo vida miserable y hambrienta. Repasa los caminos por donde la fatalidad lo ha lanzado, o la desgracia lo ha conducido, o la desesperación lo ha recibido. Bastantes diamantes, oro y ventura brillan hoy en los cristales del espejo en donde Montecristo mira a Dantés. Oculta esos diamantes, pisa ese oro, borra esos rayos. Rico, vuelve a hallar al pobre; libre, vuelve a encontrar al preso; resucitado, vuelve a reconocer al cadáver.»

Y diciéndose a sí mismo todas estas cosas, Montecristo seguía por la calle de la Caissierie. Era la misma por donde hacía veinticuatro años había sido llevado por una guardia silenciosa y nocturna; sus casas, de un aspecto risueño, estaban aquella noche sombrías, silenciosas y cerradas.

No obstante, son las mismas murmuró Montecristo, sólo que entonces era de noche; hoy es de día, el sol lo alumbra todo y llena de alegría.

Descendió al muelle por la calle de SaintLaurent, y avanzó hacia la Consigna, punto del puerto en donde había embarcado. Distinguió un barco de paseo, y Montecristo llamó al patrón, quien se dirigió al punto hacia él.

El tiempo estaba magnífico, el viaje fue una fiesta. El sol descendía hacia el horizonte, rojo y resplandeciente, y se dibujaba entre las olas. La mar, tersa como un espejo, se rizaba a veces con el movimiento de los peces, que perseguidos por algún enemigo oculto, salían fuera del agua en busca de otro elemento. En fin, por el horizonte veíanse pasar blancas y graciosas, como mudas viajeras, las barcas de los pescadores que van a las Martigues, o los buques mercantes cargados para Córcega o para España.

A pesar de tan hermoso cielo, de las barcas de graciosos contornos, de los dorados rayos que inundaban el paisaje, el conde, envuelto en su capa, recordaba uno por uno todos los pormenores del terrible viaje. La luz única y aisl'ada que alumbraba a los Catalanes, la vista del castillo de If, que le reveló dónde se le llevaba; la lucha con los gendarmes cuando quiso arrojarse al mar, su desesperación cuando se sintió vencido, y la fría sensación de la boca del cañón de la carabina, apoyada sobre su sien como un anillo de hierro. Y poco a poco, como las fuentes secadas por el estío, cuando se amontonan las nubes del otoño, que se humedecen paulatinamente y comienzan a caer gota a gota, el conde de Montecristo sintió igualmente caer sobre su pecho la antigua hiel extravasada que había otras veces inundado el corazón de Edmundo Dantés.

Para él no hubo desde entonces nada de bello cielo, de barcas graciosas, de luz ardiente. El cielo se cubrió de un fúnebre crespón, y la aparición de la negra y gigantesca mole del castillo de If le hizo estremecerse, como si se le hubiese aparecido de repente el fantasma de un enemigo mortal.

Llegaron. Instintivamente el conde retrocedió hasta la extremidad de la barca. El patrón creyó deber decirle con la voz más cariñosa:

Hemos llegado, señor.

Montecristo recordó que en aquel mismo punto, sobre la misma roca, había sido violentamente arrastrado por sus guardias, y que se le había obligado a subir aquella pendiente con la punta de una bayoneta.

El camino le había parecido en otro tiempo muy largo a Dantés. Montecristo le encontraba muy corto. Cada golpe de remo le había hecho brotar, con la húmeda espuma del mar, un millar de pensamientos y recuerdos. Desde la revolución de julio no había prisioneros en el castillo de If. Un puesto destinado a impedir el contrabando ocupaba sólo sus cuerpos de guardia. A la puerta del castillo se hallaba un conserje aguardando a los curiosos para mostrarles aquel monumento de terror, convertido en un monumento de curiosidad. Y no obstante, aunque enterado de todos esos pormenores, cuando entró bajo su bóveda, cuando bajó la negra escalera, cuando fue conducido a los calabozos que deseaba ver, una palidez mortal cubrió su frente, y un sudor helado refluyó hasta su corazón.

El conde preguntó si quedaba algún antiguo carcelero del tiempo de la Restauración. Todos habían sido despedidos, o pasado a ocupar otros puestos.

El conserje que le guiaba estaba sólo desde 1830. Fue conducido a su propio calabozo.

Vio la luz opaca del día entrar por el estrecho ventanuco. El sitio donde estaba su lecho, sacado después, y detrás, aunque cerrada, visible aún por su piedra más nueva, la abertura hecha por el abate Faria.

Montecristo sintió debilitarse sus piernas. Tomó un asiento de madera y se sentó.

¿Se refieren algunas historias de este castillo, a más de la prisión de Mirabeau? preguntó el conde, ¿hay alguna tradición en esta mansión lúgubre que haga creer que los hombres han encerrado en ella algún viviente?

Sí, señor dijo el conserje, y de este mismo calabozo me ha transmitido una el carcelero Antonio.

El conde se estremeció. Ese carcelero Antonio era el suyo. Había casi olvidado su nombre y su fisonomía. Pero al oírle nombrar, le recordó tal cual era, con su poblada barba, su ropa parda y su manojo de llaves, de las que le parecía oír aún el ruido.

Montecristo se volvió y creyó verle en la sombra del corredor, muy oscuro a pesar de la luz de la antorcha que ardía en las manos del conserje.

¿Queréis que os la cuente? preguntó el conserje.

Sí contestó el conde, empezad.

Y puso la mano sobre su corazón, para comprimir un violento latido y conmovido al oír contar su propia historia.

Decid repitió.

Este calabozo repuso el conserje estaba ocupado hace mucho tiempo por un prisionero, hombre muy peligroso, a lo que parece, y tanto más cuanto que era industrioso a inteligente. Otro ocupaba este castillo al mismo tiempo que él. Este no era malvado, era un pobre sacerdote loco.

¡Ah!, sí, locorepitió el conde, ¿y cuál fue su locura?

Ofrecía millones a cambio de la libertad.

Montecristo levantó los ojos al cielo, pero no lo veía. Existía una barrera impenetrable entre él y el firmamento. Pensó en que había mediado otra no menos espesa entre los ojos de aquellos a quienes había ofrecido el abate Faria sus tesoros, y entre estos mismos tesoros ofrecidos.

¿Podían verse unos a otros? preguntó Montecristo.

¡Oh!, no, señor; estaba rigurosamente prohibido. Pero burlaron esta prohibición abriendo una galería de un calabozo a otro.

¿Y quién de los dos abrió esa galería?

¡Oh!, fue ciertamente el joven dijo el conserje, el joven era diestro y fuerte, mientras el abate era viejo y débil, y su inteligencia era además demasiado vacilante para seguir una idea.

¡Ciegos! murmuró Montecristo.

El joven abrió, pues, la galería. ¿Con qué?, se ignora, pero la abrió, y la prueba es que pueden observarse aún las señales. Mirad, ¿lo veis?

Y acercó la antorcha a la muralla.

¡Ah!, sí, ciertamente dijo el conde con una voz fuertemente conmovida.

Resulta que los presos se comunicaron. ¿Cuánto duró esta comunicación? No se sabe. Un día, el preso viejo cayó enfermo y murió. Adivinad lo que hizo el joven dijo el conserje interrumpiéndose.

Decid.

Cogió el cadáver, y lo puso encima de su propio lecho, la nariz hacia la muralla. Después volvió al calabozo vacío, abrió el agujero, y se metió en el saco mortuorio. ¿Habéis visto nunca una idea semejante?

Montecristo cerró los ojos, y se sintió agitado por todas las impresiones que había experimentado, cuando la tela grosera del frío cadáver le tocó y le rozó con su semblante.

El carcelero prosiguió:

Ved, ved aquí su proyecto. Creía que se enterraban los cadáveres en el castillo de If, y como dudaba mucho de que se hicieran gastos de funeral para los presos, contó con levantar la tierra con sus espaldas, pero había por desgracia una costumbre que frustró su intento. No se enterraba a los muertos, se les ataba una piedra a los pies y se les arrojaba al mar, y esto es lo que se hizo. Nuestro hombre fue lanzado al agua desde lo alto de la galería. Al día siguiente se halló el verdadero cadáver en su lecho, y se descubrió todo, porque los sepultureros dijeron entonces lo que antes no habían osado decir. Que en el momento de lanzar el cuerpo oyeron un grito terrible, ahogado en el instante mismo por el agua en la cual fue a desaparecer.

Montecristo respiraba fatigosamente. El sudor cubría su rostro. La angustia oprimía su corazón.

¡No! murmuró, ¡no!, la duda que he experimentado era un principio de olvido, pero el corazón se abre de nuevo, y vuelve a estar sediento de venganza.

¿Y el preso? preguntó ansioso. ¿Se ha vuelto a oír hablar de él?

Jamás. Se cree una de dos cosas, o que murió en el acto, o que se ahogó en el mar.

Decís que se le ató una bala a los pies. Caería derecho.

Caería tal vez así repuso el conserje, y el peso de la bala le llevaría al fondo, en donde debió de quedar el pobre hombre.

¿Le lloráis?

Por vida mía que sí, aunque estuviese así en su elemento.

¿Qué queréis decir?

Que por aquel entonces se decía que aquel desgraciado había sido en su tiempo oficial de marina detenido por bonapartista.

¡Cierto! murmuró Montecristo. Dios lo ha hecho para sobrenadar en las aguas y en las llamas.

Así el pobre marino vio en sus recuerdos algunos contornos de la historia que se refería sin duda en el hogar doméstico, estremeciéndose tal vez con la consideración de que había hendido el espacio para sepultarse en lo profundo de los mares.

¿No se supo nunca su nombre? preguntó el conde en voz alta.

¡Oh!, no dijo el conserje. No era conocido más que por el número treinta y cuatro.

¡Villefort! ¡Villefort! murmuró Montecristo, he aquí lo que hartas veces has debido decirte cuando mi espectro causaba tus insomnios.

¿Queréis continuar la visita? preguntó el conserje.

Sí; sobre todo, si tenéis la bondad de mostrarme la morada del pobre abate.

¡Ah! El número veintisiete.

Sí, veintisiete repitió Montecristo.

Y le parecía oír aún la voz del abate Faria, cuando le pedía su nombre, diciéndole aquel número a través de la muralla.

Venid.

Esperad dijo Montecristo que eche la mirada sobre todas las fases de este calabozo.

Bueno dijo el guía, ahora resulta que he olvidado la llave del otro.

Idla a buscar.

Os dejo la antorcha.

No; lleváosla.

Pero os vais a quedar a oscuras.

Es que puedo ver en medio de la oscuridad.

¡Lo mismo que él!

¿Que quién?

E1 número treinta y cuatro. Se dice que estaba tan habituado a la oscuridad, que hubiera distinguido una espina en lo más oscuro del calabozo.

Necesitó diez años para llegar a tal estado murmuró el conde.

El guía se alejó, llevándose la antorcha.

El conde había dicho la verdad. Apenas estuvo algunos segundos en la oscuridad, cuando ya lo distinguía todo como en medio del día. Entonces miró a su alrededor y reconoció palpablemente su calabozo.

Sí dijo, ¡he aquí la piedra donde me sentaba, he aquí señaladas mis espaldas en el muro! ¡He aquí el rastro de la sangre que corrió de mi frente el día que quise romperla contra la pared! ¡Oh!, estos caracteres…, los recuerdo…, los escribí un día que calculaba la edad de mi padre para ver si lo volvería a encontrar vivo, y la edad de Mercedes para ver si la encontraría libre… Tuve un momento de esperanza después de efectuar el cálculo… ¡No tenía en cuenta el hambre y la infidelidad!

Y una amarga sonrisa se escapó de la boca del conde. Acababa de ver, como en un sueño, a su padre llevado a la tumba… ¡A Mercedes caminando hacia el altar!

En la otra pared atrajo su mirada una inscripción. Veíase aún, en el verdoso muro.

DIOS MIO leyó Montecristo, ¡CONSERVADME LA MEMORIA!

»¡Oh!, sí exclamó; he ahí la última plegaria de mis últimos tiempos. No pedía la libertad, pedía la memoria, temiendo volverme loco y olvidar. Dios mío, me habéis conservado la memoria, y todo lo recuerdo ahora, ¡gracias, gracias, Dios mío! »

En este momento la luz de la antorcha reflejó en el muro. Era el guía que bajaba.

El conde le salió al encuentro.

Seguidme dijo, y sin necesidad de la luz del día, le hizo seguir un corredor subterráneo que conducía a otra entrada.

Aún allí fue asaltado Montecristo por un torbellino de pensamientos.

Lo primero que vio fue el meridiano trazado en la muralla, con cuyo auxilio sabía las horas el abate Faria. Luego, los restos del lecho en que murió el pobre preso.

Al verlo, en vez de la angustia que el conde había experimentado en el calabozo, abrió su corazón a un sentimiento dulce y tierno, un sentimiento de gratitud, y las lágrimas saltaron de sus ojos.

Aquí es dijo el guía donde estaba el abate loco, por allí venía a encontrarle el joven y señaló a Montecristo la abertura de la galería aún no cerrada. Por el color de la piedra prosiguió ha reconocido un sabio que deba de hacer diez años poco más o menos que los dos presos se comunicaban en estos sitios. ¡Pobres gentes, cuánto debieron de aburrirse en diez años!

Dantés sacó algunos luises de su bolsillo y tendió la mano hacia el hombre que por segunda vez le compadecía sin conocerle.

El conserje los recibió, creyendo eran algunas monedas de poco valor, pero a la luz de la antorcha, diose cuenta de la suma que se le entregaba.

Señor le dijo, os habéis equivocado.

¿En qué?

Es oro lo que me dais.

Ya lo sé.

¡Cómo! ¿Lo sabéis?

Sí.

¿Teníais la intención de darme este oro?

Sí.

¿Y puedo guardármelo sin recelo alguno?

El conserje contempló lleno de admiración a Montecristo.

¡Y honrosamente! dijo el conde, como Hamlet.

Señor repuso el conserje, no atreviéndose a creer en su suerte, señor, no comprendo vuestra generosidad.

Es fácil de comprender sin embargo dijo el conde. He sido marino, y vuestra historia me ha conmovido extraordinariamente.

Entonces, señor dijo el guía, puesto que sois tan generoso, merecéis que os ofrezca yo alguna cosa.

¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo mío? ¿Conchas, obras de paja?, gracias.

No, señor, no. Alguna cosa que se refiere a la historia presente. ¿De veras? exclamó el conde, ¿y qué es ello?

Escuchad dijo el conserje, he aquí lo que pasó. Dije para mí, siempre se descubre algo en una morada ocupada diez años por un preso, y me puse a registrarlo todo; observé que sonaba a hueco debajo del lecho y en el hogar de la chimenea.

Sí dijo el conde, sí.

Levanté las piedras, y hallé…

Una escala de cuerda, herramientas exclamó el conde Montecristo .

¿Cómo sabéis eso? preguntó el conserje, sorprendido.

No lo sé, lo adivino dijo el conde,son cosas que se hallan ordinariamente en los escondrijos de los presos.

Sí, señor, sí dijo el guía, una escala de cuerda y herramientas.

¿Y las tenéis aún? exclamó Montecristo.

No, señor; vendí estos diferentes objetos, que eran muy curiosos a los visitantes, pero me queda otra cosa.

¿Qué? preguntó el conde con impaciencia.

Me queda una especie de libro escrito sobre tiras de tela.

¡Oh! exclamó el conde, ¿conserváis ese libro?

No sé si es un libro dijo el conserje, pero me queda lo que os digo.

Ve a buscármelo, amigo mío, ve dijo Montecristo, y si es lo que presumo, estate tranquilo.

Voy, señor.

Y el guía salió.

Edmundo fue a arrodillarse piadosamente ante los restos del lecho que la muerte había convertido para él en altar.

¡Oh!, mi segundo padre dijo, tú que me diste libertad, ciencia, riqueza; tú, que parecido a las criaturas de una especie superior a la nuestra, tenías la ciencia del bien y del mal, si en el fondo de la tumba queda de nosotros alguna cosa que se levante a la voz de los que moran sobre la tierra, si en la transformación que sufre el cadáver alguna cosa animada flota en los lugares en donde hemos amado o sufrido mucho, noble corazón, espíritu supremo, alma profunda, con una palabra, con un signo, con una revelación cualquiera, líbrame, lo ruego, en nombre del amor paternal que me dispensabas, y del respeto filial que lo profesé, del resto de duda, que vendrá a ser un remordimiento si no se cambia en mí en convicción.

Montecristo bajó la cabeza y juntó las manos.

Ved, señor le dijo una voz a sus espaldas.

El conde tembló y se volvió.

El conserje le entregó las tiras de tela en donde el abate Faria había depositado todos los tesoros de su ciencia. Este manuscrito era la gran obra del abate Faria sobre el reino de Italia.

El conde se apoderó de él con presteza, y sus ojos, mirando el epígrafe, leyeron:

«Arrancarás los dientes al dragón, y pisotearás los leones, ha dicho el Señor. »

¡Ah! exclamó, ¡he aquí la respuesta! ¡Gracias, padre mío, gracias!

Y sacando del bolsillo una cartera que contenía diez billetes de banco de mil francos cada uno:

Tómala dijo al conserje.

¿Me la dais?

Sí, pero a condición de que no la mirarás hasta que yo haya partido.

Y guardando en el pecho la reliquia que acababa de encontrar, y que para él equivalía al más preciado tesoro, salió del subterráneo y subió a la barca.

¡A Marsella! dijo.

Luego, alejándose, con los ojos fijos en la sombría prisión:

¡Horror! dijo, ¡para los que me encerraron en ella, y para los que han olvidado que en ella estuve!

Al pasar otra vez por los Catalanes, el conde se volvió, y envolviendo la cabeza en la capa, murmuró el nombre de una mujer.

La victoria era completa. Montecristo había vencido la duda por dos veces.

Ese nombre, que pronunció con una expresión de ternura que era casi amor, era el nombre de Haydée.

Al poner el pie en tierra, el conde se dirigió al cementerio, seguro de encontrar a Morrel.

También él, diez años antes, había buscado piadosamente una tumba en el cementerio, y la había buscado inútilmente. Volviendo a Francia con millones, no había podido encontrar la tumba de su padre, muerto de hambre. Morrel mandó poner en ella una cruz, pero esta cruz se cayó y el enterrador la quemó, como hacen todos ellos, encendiendo lumbre en el cementerio. El honrado naviero había sido más afortunado. Muerto en brazos de sus hijos, fue llevado por ellos a enterrar cerca de su mujer, dos años antes entrada en la eternidad. Dos largas losas de mármol, con sus nombres inscritos en ellas, estaban extendidas, una al lado de otra, en un pequeño recinto, rodeado por una balaustrada de hierro, y sombreado por cuatro cipreses.

Maximiliano se apoyaba en uno de estos árboles, y tenía clavados sus ojos inciertos sobre las dos tumbas.

Su dolor era profundo, casi le trastornaba.

Maximiliano le dijo el conde, no es ahí donde se debe mirar, sino allí.

Y le señaló el cielo.

Los muertos se encuentran en todas partes dijo Morrel, ¿no me lo dijisteis al hacerme abandonar París?

Maximiliano dijo el conde, me pedisteis durante el viaje deteneros algunos días en Marsella. ¿Es éste aún vuestro deseo?

No tengo deseos, conde. Aunque creo que esperaré menos penosamente en Marsella que otras veces.

Tanto mejor, Maximiliano, porque os dejo, llevándome vuestra palabra, ¿no es verdad?

¡Ah!, lo olvidaré, condedijo Morrel, lo olvidaré.

No, no lo olvidaréis, porque sois hombre de honor antes que todo, Morrel, porque lo habéis jurado, porque vais a jurarlo de nuevo.

¡Oh!, conde, ¡tened piedad de mí!, conde, ¡soy tan desgraciado!

Conocí a un hombre más desgraciado que vos, Morrel.

Es imposible.

¡Ah! dijo Montecristo, es uno de los orgullos de nuestra pobre humanidad el creerse cada hombre más desgraciado que cualquier otro que gime y llora a su lado.

¿Qué mayor desgracia que la del que pierde el único bien que amaba y deseaba en el mundo?

Escuchad, Morrel dijo el conde, y fijad un momento vuestro espíritu en lo que voy a deciros. He conocido un hombre que, como vos, había depositado todas sus esperanzas de ventura en una mujer. Ese hombre era joven, tenía un padre anciano al que amaba, una mujer que pronto iba a ser su esposa, y a la cual idolatraba. Iba a casarse, cuando de repente, uno de esos caprichos de la suerte que haría dudar de la bondad de Dios, si Dios no se revelase al cabo, mostrando que todo es para El un medio de guiar a su unidad infinita, cuando de repente un capricho de la suerte le robó la libertad, la novia, el porvenir que entreveía y que creía cierto, porque, ciego como estaba, no podía leer más que en lo presente, para sumergirle en la lobreguez de un calabozo.

¡Ah! dijo Morrel, ¡se sale de un calabozo al cabo de ocho días, de un mes, de un año!

Estuvo en él catorce años, Morrel dijo el conde poniendo la mano en el hombro del joven.

Maximiliano se estremeció.

¡Catorce años! murmuró.

¡Catorce años! repitió el conde, y también durante ellos tuvo hartos momentos de desesperación. También, como vos, Morrel, creyéndose el más desdichado de los hombres, pensó en suicidarse.

¿Y bien? preguntó Morrel.

¡Y bien!, en el momento supremo, Dios se reveló a él por un medio humano, porque Dios hace milagros. Acaso en el primer momento, es preciso tiempo para que los ojos anegados en lágrimas vean claro, no comprendió la misericordia infinita del Señor, pero al fin, tuvo paciencia y esperó. Un día salió milagrosamente de la tumba, transformado, rico, poderoso, casi un dios; su primer grito fue para su padre; su padre había muerto.

Y también el mío dijo Morrel.

Sí, pero vuestro padre murió en vuestros brazos, dichoso, honrado, rico, lleno de ilusiones. El otro murió pobre, desesperado, dudando de Dios, y cuando, diez años después, el hijo buscaba su tumba, ésta había desaparecido, y nadie ha podido decirle: «Aquí descansa en Dios el corazón que tanto lo ha amado.»

¡Oh! dijo Morrel.

Era, pues, más desventurado que vos, porque no sabía dónde hallar la tumba de su padre.

Pero dijo Morrel restábale al menos la mujer amada.

Os engañáis, Morrel; esa mujer…

¿Había muerto? exclamó Maximiliano.

Peor aún. Era infiel, se había casado con uno de los perseguidores de su amante. Bien veis, Morrel, que era más desgraciado amante que vos.

¿Y ha enviado Dios preguntó Morrel consuelos a ese hombre?

Le ha dado la calma, al menos.

¿Y ese hombre podrá ser dichoso algún día?

Lo espera, Maximiliano.

El joven dejó caer la cabeza sobre el pecho.

Ya tenéis mi promesa dijo, tras un momento de silencio, y tendiendo la mano a Montecristo, recordad únicamente. ..

El 5 de octubre, Morrel, os espero en la isla de Montecristo. El 4 hallaréis una embarcación en el puerto de Bastia, llamada el Eurus. Daréis el nombre al patrón, que os conducirá cerca de mí. ¿De acuerdo, Maximiliano?

De acuerdo, conde; así lo haré. Pero recordad que el 5 de octubre…

Sois un niño que no sabe aún lo que vale la promesa de un hombre… Os he dicho veinte veces que ese día, si aún queréis morir, os ayudaré a ello, Morrel. Adiós.

¿Me dejáis?

Sí; tengo que hacer en Italia. Os dejo solo, solo en lucha con la desgracia, solo con el águila de poderosas alas que el Señor envía a sus elegidos para transportarlos a sus plantas. La historia de Ganimedes no es una fábula, es una alegoría, Maximiliano.

¿Cuándo partís?

En seguida, el vapor me espera, dentro de una hora estaré lejos de vos, ¿me acompañaréis al puerto, Morrel?

Soy todo vuestro, conde.

Dadme un abrazo.

Morrel acompañó al conde hasta el puerto. Ya el humo salía como un inmenso penacho del negro tubo que lo lanzaba hasta el cielo. Pronto partió el buque, y una hora después, como había dicho Montecristo , esta misma cola de humo blanquecino cortaba apenas visible el horizonte oriental, sombreado por las primeras brumas de la noche.

Capítulo dieciocho

Pepino

En el preciso instante en que el vapor del conde desaparecía detrás del cabo Morgion, un hombre que viajaba en posta por el camino de Florencia a Roma, se presentaba en la villa de Aquapendente. Seguía precipitadamente su camino para ganar tiempo sin hacerse sospechoso.

Vestido con una levita o más bien un sobretodo, sumamente deteriorado por el viaje, pero que dejaba ver brillante y nueva aún una cinta de la Legión de Honor cosida al pecho. Este hombre, no solamente por su aspecto, sino también por el acento con que hablaba a su postillón, debía ser tenido por francés. Una prueba más de que había nacido en el país de la lengua universal, es que no sabía otras palabras italianas que las músicas, que pueden, como el goddan de Fígaro, reemplazar todos los modismos de una lengua particular.

Allegro! decía a los postillones a cada subida.

Moderato! a cada bajada.

¡Y Dios sabe si hay subidas y bajadas yendo de Florencia a Roma por el camino de Aquapendente!

Estas dos palabras, por otra parte, provocaban grandes risas en las gentes a quienes se dirigían.

A la vista de la Ciudad Eterna, es decir, al llegar a la Storta, punto desde donde se divisa Roma, el viajero no experimentó el sentimiento de curiosidad entusiasta que lleva a cada extranjero a elevarse desde el fondo del asiento para tratar de distinguir la famosa cúpula de San Pedro, que se remonta sobre todos los demás objetos que la rodean.

No. Sacó una cartera del bolsillo, y de ella un papel plegado en cuatro dobleces, que desdobló y dobló con una atención parecida a respeto, contentándose con decir:

¡Bueno!, no me abandones.

El carruaje atravesó la puerta del Popolo, giró a la izquierda y se detuvo ante la fonda de España.

Nuestro antiguo conocido, el señor Pastrini, recibió al viajero en la puerta y con el sombrero en la mano.

El viajero bajó, encargó una buena comida, y tomó las señas de la casa Thomson y French, que le fue indicada en el instante mismo, y era una de las más conocidas de Roma, situada en la calle del Banchi, cerca de San Pedro.

En Roma, como en todas partes, la llegada de una sills de posta

constituye un acontecimiento. Diez jóvenes, descendientes de Mario y de los Gracos, con los pies desnudos, los codos rotos, un puño sobre la cadera, y el otro brazo pintorescamente encorvado alrededor de la cabeza, miraban al viajero, la silla de posta y los caballos. A estos bodoques ,de la ciudad por excelencia, se habían juntado unos cincuenta papamoscas de los Estados del Papa, de los que forman corrillos escupiendo en el Tíber desde el puente de Santángelo, cuando el Tíber lleva agua.

Además, como los bodoques y los papamoscas de Roma, más dichosos que los de París, entienden todas las lenguas, y sobre todo la lengua francesa, oyeron al viajero pedir una habitación y comida, y las señas de la casa de Thomson y French.

Resultó de esto que cuando el nuevo viajero salió de la fonda con el cicerone de rigor, un hombre se separó del grupo de los curiosos, y sin parecer ser notado por el guía, marchó a poca distancia del extranjero, siguiéndole con tanta cautela como hubiera podido emplear un agente de la policía parisiense.

El francés estaba tan impaciente por efectuar su visita a la casa Thomson y French, que no había tenido tiempo de esperar fuesen enganchados los caballos. El carruaje debía encontrarle en el camino, o esperarle a la puerta del banquero. Llegó sin que el carruaje le alcanzase.

El francés entró, dejando en la antecámara su guía, que inmediatamente trabó conversación con dos o tres de esos industriales sin industria, o más bien de cien industrias, que ocupan en Roma las puertas de los banqueros, de las iglesias, de las ruinas, de los museos y de los teatros. Al propio tiempo que el francés, entró el hombre que se había separado del grupo de curiosos. El francés abrió la puerta y entró en la primera pieza. Su sombra hizo lo mismo.

¿Los señores Thomson y French? preguntó el extranjero.

Una especie de lacayo se levantó a la señal de un encargado de confianza, guarda solemne de la primera mesa.

¿A quién anunciaré? preguntó el lacayo preparándose a preceder al extranjero.

El viajero respondió:

Al barón Danglars.

Pasaddijo el lacayo.

Abrióse una puerta. El lacayo y el barón entráron por ells.

El hombre que había seguido a Danglars se sentó a esperar en un banco.

El que le había recibido primero continuó escribiendo por espacio de cinco minutos aproximadamente, durante los cuales el hombre sentado guardó profundo silencio y la más completa inmovilidad.

Luego, la pluma del primero dejó de chillar sobre el papel. Levantó la cabeza, miró atentamente en derredor suyo, y bien asegurado:

¡Ah!, ¡ah! dijo, ¡tú aquí, Pepino!

¡Sí! respondió lacónicamente.

¿Tú has olfateado algo de bueno en la cara de ese hombre gordo?

No hay gran mérito en esto. Estamos prevenidos.

¿Sabes lo que viene a hacer aquí, curioso?

Pardiez, viene a tocar, aunque falta saber qué suma.

En seguida lo sabrás, amigo.

Muy bien, pero no vayas, como el otro día, a darme noticias falsas.

¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a aquel inglés que sacó de aquí tres mil escudos el otro día?

No; ése tenía en efecto los tres mil escudos y nosotros los hemos hallado. Hablo del príncipe ruso.

¿Y bien?

¡Y bien! Nos habías dicho treinta mil libras, y no hemos hallado más que veintidós.

Las habréis buscado mal.

Luigi Vampa es el que hizo el registro en persona.

En tal caso, tendría deudas y las pagaría.

¿Un ruso?

O gastaría su dinero.

Después de todo, es posible.

Es seguro, pero déjame ir a mi observatorio, el francés puede efectuar su negocio sin que yo sepa la cantidad exacta.

Pepino hizo una señal afirmativa, y sacando un rosario del bolsillo se puso a rezar algunas oraciones, mientras el empleado desapareció por la misma puerta que había dado paso al otro empleado y al bárón. Al cabo de unos diez minutos, el empleado apareció gozoso.

¿Y bien? preguntó Pepino a su amigo.

¡Alerta! ¡Alerta! respondió, la suma es respetable.

Cinco o seis millones, ¿no es verdad?

Sí; ¿cómo lo sabes?

Por un recibo de su excelencia el conde de Montecristo.

¿Conoces al conde?

Se le acredita sobre Roma, Venecia y Viena.

¿Es posible? exclamó, ¿cómo lo has informado tan bien? Te he dicho que se nos había avisado de antemano.

Entonces, ¿por qué lo diriges a mí?

Para estar seguro de que es el hombre a quien buscábamos.

El es…, cinco millones. Una hermosa suma. ¿Eh, Pepino?

Sí.

No volveremos a ver otra parecida.

Al menos respondió filosóficamente Pepino, recogeremos alguna tajada.

¡Silencio! Ahí viene nuestro hombre.

El empleado tomó la pluma, y Pepino el rosario. El uno escribía, el otro oraba cuando volvió a abrirse la puerta.

Danglars apareció radiante de satisfacción, acompañado del banquero, que le guió hasta la puerta.

Detrás de Danglars salió Pepino.

Según lo convenido, el carruaje que debía ir a buscar a Danglars esperaba delante de la casa Thomson y French. El cicerone tenîa la portezuela abierta. El cicerone es un ser muy complaciente y que puede destinarse a cualquier cosa.

Danglars montó en el carruaje, ligero como un joven de veinte años.

El cicerone cerró la portezuela y subió con el cochero.

Pepino se acomodó detrás.

¿Quiere su excelencia ver San Pedro? preguntó el cicerone. ¿Para qué? repuso el barón.

Pues… para ver.

No he venido a Roma para ver dijo en voz alta Danglars; después añadió en voz baja con una sonrisa codiciosa: he venido para tocar.

Y tocó en efecto su camera, en la cual acababa de guardar una letra.

Entonces, ¿su excelencia va…?

A la fonda.

A casa de Pastrini dijo al cochero el cicerone.

Y el carruaje partió rápido, como carruaje de gran señor.

Diez minutos más tarde, el barón había entrado en su aposento, y Pepino se instalaba en un banco situado delante de la fonda, después de pronunciar unas palabras al oído de uno de aquellos descendientes de Mario y de los Gracos que hemos designado al principio de este capítulo, mozo que tomó a todo correr el camino del Capitolio.

Danglars estaba cansado, satisfecho, y tenía sueño. Se acostó, colocó su cartera bajo la ahnohada y se quedó dormido.

Pepino tenía tiempo de más. jugó a la morra con los faquines, perdió tres escudos, y para consolarse bebióse una botella de vino de Orvieto.

Al día siguiente, el banquero se levantó tarde, aunque se había acostado temprano. Hacía cinco o seis noches que dormía muy mal, cuando dormía. Almorzó mucho, y poco deseoso, como había dicho, de ver las bellezas de la Ciudad Eterna, pidió los caballos de posta para el mediodía.

Pero Danglars no había contado con las formalidades de la policía y con la pereza del maestro de postas. Los caballos tardaron dos horas en estar enganchados, y el cicerone no trajo el pasaporte visado hasta después de las tres. Todos estos preparativos atrajeron a la puerta del señor Pastrini a buen número de curiosos. Tampoco faltaron los descendientes de los Gracos y de Mario.

El barón atravesó triunfalmente estos grupos, que le llamaban excelencia para obtener un bayoco.

Como Danglars, hombre muy popular, como sabemos, se había contentado con el dictado de barón hasta entonces, sin ser tratado de excelencia, este título le lisonjeó, y distribuyó una docena de monedas a toda aquella canalla, dispuesta por otras doce a tratarle de alteza.

¿Adónde? inquirió el postillón en italiano.

Camino de Ancona respondió el barón. El señor Pastrini tradujo la pregunta y la respuesta, y el carruaje partió al galope.

Danglars quería, en efecto, trasladarse a Venecia a recoger una parte de su.fortuna, y después a Viena a realizar el resto.

Su intención era fijarse en esta última ciudad, que se le había asegurado ser el vergel de los placeres.

Apenas anduvo tres leguas por las campiñas de Roma, cuando empezó a anochecer. Danglars no creía haber salido tan tarde; de otro modo se habría quedado. Así preguntó al postillón cuánto faltaba para llegar a la población cercana.

Non capisco respondió el postillón.

Danglars hizo un movimiento de cabeza que quería decir ¡muy bien!

El carruaje prosiguió la marcha.

En la primera parada dijo para sí Danglars me detendré.

Danglars experimentó aún un resto de bienestar que había gozado la víspera, y que le proporcionó tan buena noche. Estaba muellemente extendido en una buena calesa inglesa de dos resortes, y se sentía llevado al galope por dos buenos caballos. La parada era de siete leguas, lo sabía. ¿Qué hacer cuando se es banquero, y se ha hecho con fortuna bancarrota?

Dedicó diez minutos a pensar en su mujer, que quedaba en París, otros diez en su hija, que recorría el mundo en compañía de la señorita de Armilly. Otros diez minutos en sus acreedores y en la manera como emplearía el dinero. Después, no teniendo en qué pensar, cerró los ojos y se quedó dormido.

Sin embargo, sacudido por un movimiento fuerte del carruaje, Danglars abrió un momento los ojos. Entonces se sintió llevado con la misma celeridad a través de la misma campiña de Roma, toda sembrada de acueductos rotos, que parecían gigantes de granito petrificados. Pero en una noche fría, sombría, lluviosa, era mejor para un hombre medio dormido permanecer en el fondo de la silla con los ojos cerrados, que asomar la cabeza a la ventanilla para preguntar dónde estaba a un postillón que no sábía responder otra cosa que: non capisco!

Danglars continuó durmiendo, pensando que ya tendría tiempo de levantarse al llegar a la parada.

El carruaje se detuvo. Danglars pensó que llegaba por fin al término deseado. Abrió los ojos, miró a través del vidrio, creyendo hallarse en medio de alguna ciudad, o por lo menos aldea, pero no vio más que una casucha aislada y tres o cuatro hombres yendo y viniendo como sombras.

El banquero esperó un momento a que el postillón, que había acabado su parada, viniese a reclamarle el coste de la posta. Creía poder aprovechar esta ocasión para pedir algunas noticias a su nuevo conductor, pero se cambiaron los tiros sin que nadie pidiese nada al viajero. Danglars quedó asombrado, abrió la portezuela, pero le rechazó bien pronto una mano vigorosa y la silla empezó a rodar.

El barón se levantó estupefacto.

¡Eh! dijo al postillón. ¡eh!, mio caro!

Palabras italianas de una romanza que Danglars había retenido cuando su hija cantaba dúos con el príncipe Cavalcanti.

Pero mio caro no respondió.

Danglars se contentó entonces con bajar el cristal.

¡Eh!, amigo ¿dónde vamos? dijo sacando la cabeza.

Dentro la testa! exclamó una voz grave a imperiosa, acompa.ñada de un grito de amenaza.

Danglars comprendió que dentro la testa quería decir: meted la cabeza. Hacía, como puede verse, rápidos progresos en el italiano.

Obedeció, no sin inquietud, y como esta inquietud subía de punto a cada minuto que transcurría, al cabo de algunos instantes su espíritu, en lugar del vacío que dijimos cuando se puso en camino, y que le produjo el sueño, tenía pensamientos más propios unos y otros para despertar el interés del viajero, y sobre todo de un viajero en la situación de Danglars. Sus ojos adquirieron en las tinieblas el brillo que les confieren en el primer momento las emociones fuertes, y que se apaga al fin por haberse excitado demasiado. Antes de tener miedo se ve claro. Mientras se tiene, se ve doble, después de haberle tenido se ve turbio.

Danglars vio un hombre envuelto en una capa que galopaba junto a la portezuela de la derecha.

Algún gendarme dijo. ¿Habré sido denunciado por los telégrafos franceses a las autoridades pontificias?

Resolvió salir de esta ansiedad.

¿Adónde me lleváis? dijo.

Dentro la testa! repitió la misma voz con el propio acento de amenaza.

Danglars se volvió a la portezuela de la izquierda. Otro hombre a caballo galopaba al mismo lado.

Evidentemente se dijo Danglars con el sudor en el rostro, he caído en una trampa.

Y se arrojó al fondo de la calesa, esta vez no para dormir, sino para soñar.

Poco después apareció la luna en el cielo.

Desde el fondo de la calesa echó una ojeada a la campiña. Volvió a ver entonces los grandes acueductos, fantasmas de piedra que había notado al pasar, solamente que en vez de verlos a la derecha, los tenía ahora a la izquierda. Creyó que habían dado media vuelta al carruaje, y que se le llevaba a Roma.

¡Oh, desdichado de mí! exclamó, se habrá conseguido mi extradición.

El carruaje continuó corriendo con admirable velocidad. Pasó una hora terrible, porque a cada nuevo indicio que se le ofrecía al paso, el fugitivo reconocía, a no dudarlo, que se le volvía atrás. En fin, no volvió a ver la masa sombría contra la cual le pareció que el carruaje iba a estrellarse. Pero el carruaje se ladeó, bordeando la masa sombría, que no era otra cosa que la cintura de muralla que envuelve a Roma.

¡Oh!, ¡oh! murmuró Danglars, no entramos en la ciudad. Luego no es la justicia la que me detiene. ¡Gxan Dios!, otra idea, será posible…

Sus cabellos se erizaron. Acordóse entonces de las interesantes historias de los bandidos romanos, tan poco creídas en París, y que Alberto de Morcef contaba a la señora Danglars y a Eugenia, cuando se trataba de que el joven vizconde fuera yerno de una y marido de otra.

¡Ladrones tal vez! murmuró.

De repente, el carruaje rodó sobre alguna cosa más dura que el suelo de un camino enarenado. Danglars aventuró una mirada a los dos lados del camino. Distinguió unos monumentos de una forma extraña, y su pensamiento preocupado con la relación de Morcef, que al presente se le representaba en todos sus pormenores, este pensamiento le dijo que debía estar sobre la vía Apia.

A la izquierda del carruaje, en un espacio del valle, distinguíanse unas ruinas de forma circular. Eran las termas de Caracalla.

A una palabra del hombre que galopaba a la derecha del carruaje, éste se detuvo. Al mismo tiempo se abrió la portezuela de la izquierda.

¡Scendi! dijo una voz.

Danglars se apeó inmediatamente. No hablaba todavía el italiano, pero lo entendía ya. Más muerto que vivo, el barón miró en torno suyo. Cuatro hombres le rodeaban, sin contar el postillón.

Di quá dijo uno de ellos bajando por un pequeño sendero que conducía de la vía Apia al medio de las anfractuosidades de la campiña de Roma.

Danglars siguió a su guía, sin oponer resistencia, y no tuvo necesidad de volverse para saber que era seguido por otros tres hombres. Sin embargo, parecióle que éstos se quedaban como de centinela a distancias iguales.

Después de diez minutos de marcha aproximadamente, durante los cuales Danglars no cambió una sola palabra con su guía, se halló entre un cerro y un matorral. Tres hombres en pie y mudos formaban un triángulo de que él era el centro.

Quiso hablar. Su lengua se le trabó.

Avanti dijo la misma voz con acento breve a imperativo.

Esta vez el banquero comprendió de dos modos, por la palabra y por el gesto, porque el hombre que marchaba detrás le empujó tan rudamente hacia adelante que casi tropezó con su guía.

Este guía era nuestro amigo Pepino, que se deslizó por los matorrales en medio de una sinuosidad que sólo los lagartos podían tener por un camino expedito.

Pepino se detuvo ante una roca coronada de una espesa mata. Esta roca, entreabierta, abrió paso al joven, que desapareció como desaparece el diablo en algunos de nuestros sortilegios. La voz y el gesto del que siguió a Danglars obligaron al banquero a hacer otro tanto. No cabía la menor duda. El quebrado banquero francés tenía que habérselas con bandidos romanos.

Danglars obró como un hombre colocado entre dos males terribles y cuyo valor es excitado por el mismo miedo. A pesar de su vientre, que le dificultaba el atravesar las anfractuosidades de la campiña de Roma, se colocó tras de Pepino, y dejándose resbalar con los ojos cerrados, cayó a sus pies. Al tocar la tierra volvió a abrir los ojos. El camino era largo, pero oscuro. Pepino, poco cuidadoso de ocultarse, estando ahora en su casa, hizo lumbre y encendió una luz. Otros dos hombres bajaron tras de Danglars, formando la retaguardia, y empujando al banquero cuando éste se detenía casualmente, le hicieron tomar una pendiente suave por medio de una encrucijada de siniestra apariencia.

En efecto, las paredes de murallas, formando nichos sobrepuestos unos a otros, parecían en medio de piedras blancas, abrir los ojos negros y profundos que se observan en las calaveras. Un centinela hizo sonar con su mano los arreos de su carabina.

¿Quién vive? dijo.

¡Amigos! ¡Amigos! contestó Pepino. ¿Dónde está el capitán?

Allí dijo el centinela, señalando por detrás de su espalda una gran cavidad abierta en la roca y cuya luz se reflejaba en la entrada por sus ovaladas aberturas.

Buena presa, capitán, buena presadijo Pepino en italiano.

Y cogiendo a Danglars por el cuello de la levita le condujo hacia una entrada, semejante a una puerta, y por la cual se penetraba al punto donde el capitán parecía haber hecho su alojamiento.

¿Es éste el hombre? inquirió el capitán mientras leía con la mayor atención la Vída de Alejandro, por Plutarco.

El mismo, capitán, el mismo.

Muy bien, mostrádmelo.

A esta orden imperativa, Pepino acercó tan bruscamente la luz al rostro de Danglars, que éste retrocedió vivamente para no quemarse las cejas.

Su rostro trastornado ofrecía todos los síntomas de un terror indescriptible.

Este hombre está cansado dijo el capitán, llévesele a la cama.

¡Oh! murmuró el banquero, esa cama es probablemente uno de los nichos de la muralla, ese sueño es la muerte que va a darme uno de los puñales que veo resplandecer.

En efecto, en las profundidades lóbregas de aquella cavidad inmensa veíanse agitarse sobre hierbas secas y pieles de lobo, los compañeros del hombre a quien Alberto de Morcef había hallado leyendo los Comentarios de César, y a quien Danglars encontraba leyendo la Vida de Alejandro.

El banquero lanzó un sordo gemido y siguió a su guía. No profirió súplica ni queja alguna. No tenía fuerza, ni voluntad, ni poder, ni sentimiento; dejábase llevar.

Emprendió la marcha, y comprendiendo que tenía una escalera ante sí, levantó maquinalmente los pies cuatro o cinco veces. Entonces se abrió ante él una puerta baja. Inclinóse instintivamente para no romperse la frente, y se halló en una cavidad abierta en la roca viva.

Era regularmente formada, aunque sin muebles. Seca, aunque situada bajo la tierra, a una profundidad inconmensurable.

Una cama de hierba seca, cubierta de pieles de cabra, estaba no hecha, sino tendida en un rincón del cuarto.

Danglars, al verla, creyó hallar un símbolo inequívoco de su salvación.

¡Oh! Dios sea loado murmuró, es una cama verdadera.

Por segunda vez en el término de una hora invocaba el nombre de Dios. No le había sucedido otro tanto en diez años.

Ecco dijo el guía.

Y metiendo a Danglars en el cuarto, cerró la puerta tras de sí. Sonó un cerrojo; el banquero se hallaba prisionero. Además, aunque no hubiera habido cerrojo, sólo san Pedro y teniendo por guía un ángel del cielo, pudiera pasar por medio de la guarnición que ocupaba las catacumbas de San Sebastián, y que acampaba con un jefe en quien nuestros lectores habrán desde luego reconocido al famoso Luigi Vampa.

Danglars había también reconocido al bandido cuya existencia no quiso creer cuando Morcef trató de naturalizarlo en Francia. No sólo le había reconocido a él, sino también la celda en donde Morcef estuvo encerrado, y que según todas las probabilidades era el alojamiento de los extranjeros.

Estos recuerdos, campo de cierto deleite en medio de todo para Danglars, le devolvieron la tranquilidad. No habiéndole dado muerte en el primer momento los bandidos, no deberían tener intención de matarle.

Habíasele detenido para robarle, y como no tenía más que unos luises, se le pediría rescate.

Acordóse de que Morcef había tenido que aprontar unos cuatro mil escudos, y como él mismo se creía de una apariencia de mayor importancia que Morcef, calculó que se le exigiría doble suma.

Ocho mil escudos equivalían a cuarenta y ocho mil libras. Le quedarían aún unos cinco millones cincuenta mil francos. Con esto se salía del paso en cualquier parte.

Así, pues, quedó casi seguro de salir del paso, teniendo en cuenta que no había ejemplo de que se hubiese tasado nunca un hombre en cinco millones cincuenta mil libras. Danglars se echó en la cama, en donde después de dar algunas vueltas a un lado y a otro, se durmió con la tranquilidad del héroe cuya historia Luigi Vampa estaba leyendo. De todo sueño, si no es del que temía Danglars, se despierta. Danglars se despertó. Para un parisiense habituado a cortinajes de seda, a paredes adamascadas, al perfume que sale de las maderas delicadas de la chimenea y se extiende y baja de los techos de raso, despertar en una gruta de piedra debe de ser un momento poco apacible. Al tocar las cortinas de piel de cabra, Danglars debía creer que se hallaba entre lapones o cosa parecida. En tales circunstancias, un segundo basta para convertir la mayor de las dudas en palpable certeza.

Sí murmuró; estoy en poder de los bandidos de que habló Alberto de Morcef.

Su primer movimiento fue respirar para asegurarse de que no estaba herido. Era un medio que había aprendido en Don Quijote, único libro no que había leído, sino que conservaba alguna cosa en la memoria.

No dijo, no me han matado ni herido, pero ¿me habrán robado acaso?

Y metió la mano en los bolsillos. Estaban intactos. Los cien luises que se había reservado para hacer el viaje de Roma a Venecia se hallaban en el bolsillo de su pantalón, y la cartera con la letra de cinco millones cincuenta mil francos estaba en el bolsillo de la levita.

¡Qué bandidos tan raros se dijo, que me han dejado mi bolsa y mi cartera! Como pensé ayer al acostarme, van a ponerme a rescate. ¡Veamos!, ¡conservo también el reloj! Veamos la hora que es.

El reloj de Danglars, obra de Breguet, al que había cuidado de dar cuerda la víspera de su viaje, señalaba las cinco y media de la mañana. Sin él, Danglars hubiera ignorado completamente la hora que era, penetrando ya la luz del día en el aposento.

¿Sería preciso exigir una explicación de los bandidos? ¿Convendría esperar pacientemente a que se la diesen? En tal alternativa, lo último era más prudente. Danglars esperó. Esperó hasta el mediodía. Durante todo este tiempo un centinela había velado a su puerta. A las ocho de la mañana fue relevado.

Apoderóse de Danglars el deseo de ver quién le custodiaba.

Había notado que los rayos, no del día, sino de una lámpara, se filtraban por las hendiduras mal unidas de la puerta. Acercóse a una de ellas en el momento mismo en que el bandido echaba algunos tragos de aguardiente, los cuales, debido al pellejo que lo contenía, esparcían un olor repugnante para Danglars.

¡Puf! exclamó retrocediendo hasta el fondo de la habitación.

A mediodía, el hombre del aguardiente fue reemplazado por otro funcionario. Danglars tuvo la curiosidad de ver a su nuevo guardián, y se acercó otra vez a la hendidura. Era un bandido de complexión atlética, un Goliat de grandes ojos, labios gruesos, nariz aplastada. Su cabellera roja pendía por las espaldas en mechas retorcidas, como culebras.

¡Oh!, ¡oh! dijo Danglars, éste parece más bien un ogro que una criatura humana. En todo caso soy perro viejo, soy duro de mascar.

Como se ve, Danglars no había perdido todavía el buen humor. En el mismo instante, como para probarle que no era un ogro, su guardián se sentó frente a la puerta del cuarto, y sacó de su zurrón pan negro, cebolla y queso, y se puso in continenti a devorarlos.

¡Que me lleve el diablo! dijo Danglars, echando a través de las hendiduras de la puerta una mirada a 1a comida del bandido, el diablo me lleve si comprendo cómo pueden comerse semejantes porquerías.

Y fue a sentarse sobre las pieles, recordando en ellas el olor de aguardiente del primer centinela. Sin embargo, la situación de Danglars era crítica, y los secretos de la naturaleza son incomprensibles. Hay en ellos harta elocuencia en ciertas invitaciones materiales que dirigen las más groseras sustancias a los estómagos vacíos.

Danglars sintió de pronto que el suyo lo estaba en este momento, y así vio al hombre menos feo, al pan menos duro, al queso más fresco. En fin, las cebollas crudas, sucia alimentación del salvaje, le recordaron ciertas salsas Robert, y cierta ropa vieja que su cocinero preparaba de una manera superior cuando Danglars le decía: «Señor Deniseau, hágame para hoy un buen platito de canalla.»

Se levantó y fue a llamar a la puerta. El bandido levantó la cabeza. Al ver Danglars que le había oído, volvió a llamar.

Che cosa? preguntó el bandido.

¡Hola, amigo! dijo Danglars, dando con los dedos contra la puerta, ¡me parece que será tiempo que se piense en darme de comer también a mí!

Pero sea que no comprendiese, sea que no tuviese órdenes relativas a la comida de Danglars, el gigante continuó comiendo. Danglars sintió humillado su orgullo, y no queriendo meterse con semejante bruto, se echó sobre las pieles sin decir nada más.

Transcurrieron cuatro horas. El gigante fue reemplazado por otro bandido. Danglars, que sentía fuertes movimientos de estómago, se levantó despacio, aplicó en seguida el ojo a las hendiduras de la puerta y reconoció la figura inteligente de su guía. Era, efectivamente, Pepino, que se preparaba a entrar de guardia del mejor modo posible, sentándose frente a la puerta, y colocando entre ambas piernas una cazuela que contenía, calientes y olorosos, guisantes fritos con tocino. Cerca de estos guisantes, Pepino colocó un canastillo de racimos de Velletri, y una botella de vino de Orvieto. Seguramente Pepino era inteligente. Viendo estos preparativos gastronómicos, el hambre atormentaba a Danglars.

¡Ah!, ¡ah! dijo, veamos si éste es más tratable que el otro. Y tocó pausadamente la puerta.

Allá van dijo en mal francés el bandido, que, frecuentando la casa del señor Pastrini, había acabado por aprender aquella lengua hasta en sus modismos.

Y abrió en efecto.

Danglars le reconoció por el que le había gritado de una manera harto furiosa: "Meted la cabeza". Pero no era aquella hora para recriminaciones, y adoptó, por el contrario, el ademán más agradable, y con graciosa sonrisa:

Perdonad le dijo, pero ¿no se me dará de comer a mí también?

¡Cómo, pues! exclamó Pepino. ¿Vuestra excelencia tendrá hambre acaso?

¡Acaso! ¡Es magnífico! murmuró Danglars, hace veinticuatro horas justas que no como. Sí, señor añadió, levantando la voz, tengo hambre, sobrada hambre.

¿Y vuestra excelencia quiere comer?

Al instante, si es posible.

Nada más fácil dijo Pepino, aquí se proporciona todo, pagando, por supuesto, como se hace entre buenos cristianos.

¡Ni que decir tiene! exclamó Danglars, aunque en realidad, las gentes que detienen y aprisionan deberían al menos alimentar a los prisioneros.

¡Ah!, excelenciarepuso Pepino, eso ya no se estila.

No es mala la razón siguió Danglars, contando ganar a su guardián con su amabilidad, yo me satisfago con ella. Veamos qué es lo que se me sirve de comer.

En seguida, excelencia, ¿qué deseáis?

Y Pepino puso su escudilla en el suelo, de tal manera que el vapor subía directamente a las narices del banquero.

Mandadme dijo.

¿Hay cocina aquí? preguntó Danglars.

¿Que si hay cocina? ¡Cocina perfecta!

¿Y cocineros?

¡Excelentes!

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