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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 4)


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El ministro miró con una expresión de despecho a Villefort, que inclinó la cabeza con la modestia del triunfo.

No lo digo por vos, Blacas continuó Luis XVIII, pues si bien nada habéis descubierto, tuvisteis al menos la cordura de sospechar, y sospechar con perseverancia. Otro hombre, acaso hubiera tenido por intrascendente la revelación del señor Villefort, o por hija de una innoble ambición.

Estas palabras aludían a las que el ministro de policía pronunció tan sobre seguro una hora antes.

Villefort comprendió perfectamente al rey. Otro en su lugar acaso se desvaneciera con el humo de la alabanza; pero temió, crearse un enemigo mortal en el ministro de policía, aunque lo tuviese por hombre perdido sin remedio. En efecto, aquel ministro que en la plenitud de su poder no supo adivinar el secreto de Napoleón, podía en sus últimos instantes de vida política descubrir el de Villefort, solamente con interrogar a Dantés. Por esto, en vez de cebarse en el caído le alargó la mano.

Señor dijo, la rapidez de este suceso debe probar a Vuestra Majestad que sólo Dios podía impedirlo. Lo que Vuestra Majestad achaca en mí a una perspicacia notable, es hijo del acaso pura y simplemente. Lo he aprovechado como un servidor fiel, y nada más. No me concedáis mérito mayor que el que tengo, para no veros obligado a recobrar la primera opinión que formasteis de mí.

El ministro de policía, agradecido, dirigió al joven una elocuente mirada, con lo que conoció Villefort que había logrado su deseo, es decir, que sin perder la gratitud del rey, acababa de ganar un amigo con quien podía contar siempre.

Está bien dijo Luis XVIII.

Y añadió luego, volviéndose al ministro de policía y al señor de Blacas:

Podéis retiraros, señores. Lo que hay que hacer ahora atañe al ministro de la Guerra.

Afortunadamente dijo el señor de Blacas, podemos contar con la marina, Vuestra Majestad sabe cuán adicta es a su gobierno, según todos los informes.

No me habléis, conde, de informes, que ya sé la confianza que puedo poner en ellos. Y a propósito de informes, señor barón, ¿habéis sabido algo nuevo sobre el asunto de la calle de Santiago?

¡El asunto de la calle de Santiago! exclamó el sustituto sin poder reprimir una exclamación.

Pero en seguida repuso:

Perdón, señor, si mi adhesión a Vuestra Majestad hace que me olvide, no del respeto que le debo, que ése está grabado profundamente, en mi corazón, sino de la etiqueta de palacio.

Decid y haced lo que queráis, caballero respondió el rey Luis XVIII; en esta ocasión habéis adquirido el derecho de interrogar.

Señor respondió el ministro de policía, venía justamente ahora a comunicar a Vuestra Majestad las últimas noticias que he adquirido sobre el asunto que nos ocupa. La muerte del general Quesnel nos va a dar el hilo de un gran complot.

El nombre del general Quesnel hizo estremecer a Villefort.

En efecto, señor prosiguió el ministro de policía, todo induce a creer que esta muerte no ha sido suicidio, como al principio creía todo el mundo, sino asesinato. Cuando desapareció, salía, al parecer, el general Quesnel de un club bonapartista. Un hombre desconocido le fue a buscar aquella misma mañana, citándole en la calle de Santiago: desgraciadamente el ayuda de cámara del general, que le estaba peinando al entrar el desconocido en el gabinete, aunque recuerda bien que la calle era la de Santiago, no se acuerda del número de la casa.

A medida que el ministro daba estos pormenores al rey, Vinefort, como pendiente de sus labios, mudaba instantáneamente de color.

El monarca se volvió hacia él.

¿No suponéis como yo, señor de Villefort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapartista?

Es probable, señor respondió Villefort; pero ¿no se conocen más detalles?

Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista.

¡Se le sigue la pista! repitió el sustituto.

Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años; moreno, ojos negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamente igual en todo a ese sujeto; pero le perdió de vista en la esquina de la calle de CoqHeron.

Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba, negábanse sus piernas a sostenerle; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le seguía, respiró a sus anchas.

Buscad a ese hombre, caballero dijo el rey al ministro de policía, porque si es verdad, como todo hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caído bajo el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los criminales sean castigados como se merecen.

Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas palabras del rey.

¡Cosa extraña! prosiguió el rey, como bromeando; la policía cree haberlo dicho todo cuando dice: se ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los culpables.

Señor, confío en que Vuestra Majestad quede completamente satisfecho esta vez.

Ya veremos. No quiero deteneros más, barón; iréis a descansar, señor de Villefort, que debéis hallaros muy fatigado del viaje. ¿Os alojáis en casa de vuestro padre?

Villefort se turbó visiblemente.

No, señor dijo. Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon.

Pero supongo que le habréis visto.

Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas.

Pero ¿le veréis?

Ni siquiera trataré de hacerlo.

¡Ah!, es justo dijo el rey sonriéndose como para probar que todas sus preguntas encerraban intención; olvidábame de que estáis algo reñido con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real, que debo recompensaros.

La bondad con que me trata Vuestra Majestad es ya recompensa tan sobre todos mis desos, que nada más tengo que pedir al rey.

No importa, caballero, os tendremos presente, descuidad: entretanto, esta cruz…

Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la dio a Villefort, que repuso:

Señor, Vuestra Majestad se equivoca: esta cruz es de oficial.

Tomadla, a fe mía, sea la que fuere dijo el rey, que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haced que extiendan el diploma al señor de Villefort.

Los ojos de éste se humedecieron con una lágrima de orgullosa alegría; tomó la cruz y la besó.

¿Qué órdenes dijo tiene Vuestra Majestad que darme en este momento?

Descansad el tiempo que os haga falta, y tened presente que si en París no podéis servirme en nada, en Marsella puede ser muy al contrario.

Señor respondió inclinándose Villefort, dentro de una hora habré salido de París.

Marchad, caballero dijo el rey, y si yo os olvidase, que los reyes son desmemoriados, no temáis el hacer por recordaros… Señor barón, ordenad que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quedaos.

¡Ah, señor! dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio. ¡Entráis con buen pie: vuestra fortuna es cosa hecha!

¿Durará mucho? murmuró el magistrado saludando al ministro, cuya fortuna se deshacía, y buscando con los ojos un coche para volver a su casa.

A una seña de Villefort se acercó un fiacre, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos.

Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y mandó a par que le sirviesen el almuerzo y que preparasen los caballos para dentro de dos horas.

Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre.

¿Quién puede saber que estoy en París? murmuró.

En este momento entró el ayuda de cámara.

¿Y bien? le dijo Villefort. ¿Quién ha llamado? ¿Quién pregunta por mí?

Una persona que no quiere decir su nombre.

¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere?

Desea hablaros.

¿A mí?

Sí, señor.

¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo?

Indudablemente.

¿Qué trazas tiene?

Es un hombre de unos cincuenta años.

¿Alto? ¿Bajo?

De la estatura del señor, sobre poco más o menos.

¿Blanco o moreno?

Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros.

¿Y cómo va vestido? preguntó vivamente el magistrado.

Un levitón azul, abotonado hasta arriba, con la roseta de la Legión de Honor.

¡Él es! murmuró Villefort palideciendo.

¡Diantre! dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces. ¡Diantre! ¡Qué conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara?

¡Padre mío…! exclamó el sustituto, no me engañé…, sospechaba que fueseis vos.

Si lo sospechabas contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla-, permíteme entonces, querido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar.

Dejadnos, Germán dijo Villefort.

El criado se retiró, y veíase que le sorprendía lo ocurrido.

Capítulo doce

Padre a hijo

El señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la antecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban aquellas operaciones.

¿Sabes, querido Gerardo le dijo mirándole de una manera indefinible, sabes que me parece que no lo alegras mucho de verme?

Padre mío respondió Villefort, me alegro con toda el alma; pero no esperaba vuestra visita y me ha sorprendido.

Mas ahora que caigo en ello respondió el señor Noirtier, que yo os podría decir otro tanto. Me anunciáis desde Marsella vuestra boda para el 28 de febrero, ¡y estáis en Paris el 3 de marzo!

No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier. He venido por vos, y mi viaje puede salvaros.

¿De veras? dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón; ¿de veras? Contadme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa.

¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago?

¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.

Vuestra sangre fría me hace temblar, padre.

¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de París en un carro de heno, quien ha corrido por las Landas de Burdeos perseguido por los sabuesos de Robespierre, se acostumbra a todo en esta vida. Sigue. ¿Qué ha pasado en ese club de la calle de Santiago?

Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y éste, que salió a las nueve de la noche de su casa, ha sido hallado muerto en el Sena.

¿Y quién os contó esa historia?

El mismo rey, señor.

Pues a cambio de ella voy a daros una noticia prosiguió Noirtier.

Supongo que ya sé de qué se trata.

¡Ah! ¿Sabéis el desembarco de Su Majestad el emperador?

¡Silencio, padre! Os lo suplico por vos y por mí. Ya sabía yo esa noticia, y aún antes que vos, porque hace tres días que bebo los vientos desde Marsella a París, rabioso por no poder apartar de mi imaginación esa idea que me la trastorna.

¡Hace tres días! ¿Estáis loco? Hace tres días no se había embarcado todavía el emperador.

No importa. Yo sabía su intento.

¿Cómo?

Por una carta que os dirigían a vos desde la isla de Elba.

¿A mí?

A vos: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera caído en otras manos, quizás estaríais fusilado a estas horas, padre mío.

El señor Noirtier se echó a reír.

No parece dijo sino que la restauración haya aprendido del imperio el modo de dar remate pronto a los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adónde vamos a parar? ¿Y qué es de esa carta? Os conozco bastante bien para temer que hayáis dejado de destruirla.

La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo fragmento; porque aquella carta era vuestra perdición.

Y la pérdida de vuestra carrera repuso fríamente Noirtier. Ya lo comprendo todo; pero no hay por qué temer, pues me protegéis por vuestro interés.

Más que eso aún: os salvo.

¡Vaya, vaya! El interés dramático sube de punto. Explicaos.

Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.

Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor ya darían con él.

Ya han dado con la pista.

Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices en un asunto, asegura que ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno tranquilamente a que venga a decirle con las orejas gachas: he perdido la pista.

Sí, pero encontró un cadáver. El general ha sido muerto: en todas partes del mundo se llama eso un asesinato.

¿Un asesinato decís? ¿Quién prueba que el general ha sido víctima de un asesinato? Todos los días se encuentran en el Sena cadáveres de desesperados o de personas que no saben nadar.

Sabéis muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como que en el mes de enero nadie se baña. No, no, no os engañéis a vos mismo. Su muerte está bien calificada de asesinato.

¿Y quién la califica así?

El propio rey.

¿El rey? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política haya asesinatos? En política, querido mío, y vos lo sabéis tan bien como yo, no hay hombres, sino ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no se mata a un hombre, sino se allana un obstáculo. ¿Queréis que os diga cómo ha acaecido lo del general Quesnel? Pues voy a decíroslo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo habían recomendado de la isla de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarle para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de Santiago. Accede a ello, se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y cuando lo sabe, cuando ya nada le queda por saber, nos declara que es realista. Entonces nos miramos unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala gana que parecía como si tentase a Dios… Pues oye, a pesar de esto, se le deja salir en libertad, en libertad absoluta… Si no ha vuelto a su casa…, ¿qué sé yo? Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato decís! Me sorprende en verdad, Villefort, que vos, sustituto del procurador del rey, baséis una acusación en tan malas pruebas. ¿Me ha ocurrido nunca a mí, cuando cumpliendo vuestro deber de realista cortáis la cabeza a uno de los míos, me ha ocurrido nunca el iros a decir: habéis cometido un asesinato? No, sino que os he dicho: bien, muy bien; mañana tomaremos el desquite.

Pero tened en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tomemos será terrible.

No os comprendo.

¿Vos contáis con la vuelta del usurpador?

Confieso que sí.

Pues os engañáis. No avanzará diez leguas al corazón de Francia, sin verse perseguido y acosado como un animal feroz.

.Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10 ó 12 llegará a Lyon, y el 20 ó 25, a París.

Los pueblos van a sublevarse en masa.

En su favor.

Sólo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos contra él.

Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido Gerardo, que sois un niño todavía, pues os creéis bien informado porque el telégrafo dice con tres días de atraso: "El usurpador ha desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue". Sin embargo, ignoráis lo que hace y la posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de vuestras noticias. Si son ciertas se le perseguirá hasta París sin quemar un cartucho.

Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable.

Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Creedme: estamos tan bien informados como vosotros, y nuestra policía vale tanto como la vuestra… ¿Queréis que os lo pruebe? Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin embargo la he sabido a la media hora. A nadie sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisamente cuando os ibais a sentar a la mesa. A propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos.

En efecto respondió Villefort mirando a su padre con asombro; en efecto estáis bien informado.

Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos que los que procura el oro, mientras nosotros, que esperamos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión.

¿La adhesión? repuso riendo Villefort.

Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que espera.

Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole:

Esperad, padre mío, oíd una palabra.

Decidla.

A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.

¿Cuál?

Las señas del hombre que se presentó en casa del general Quesnel la mañana del día en que desapareció.

¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuáles son sus señas?

Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombrero de alas anchas y bastón de junco.

¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? dijo Noirtier. ¿Y por qué no le ha echado la mano?

Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de CoqHeron.

¡Cuando yo os digo que es estúpida la policía!

Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.

Sí, si no estuviese sobre aviso dijo Noirtier mirando a su alrededor con la mayor calma; pero como lo está, va a cambiar de rostro y de traje.

Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme quitóse aquellas patillas negras que tanto le comprometían.

Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.

Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le caería bien el sombrero de alas estrechas de Villefort, y dejando el bastón de junco en el rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades distintivas.

¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? preguntó volviéndose hacia su estupefacto hijo.

No, señor balbució el sustituto. A lo menos, así lo espero.

Encomiendo a la prudencia prosiguió Noirtier estos trastos que dejo aquí.

¡Oh! Id tranquilo, padre mío respondió Villefort.

Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré.

Villefort inclinó la cabeza.

Creo que os engañáis, padre mío.

¿Volverás a ver al rey?

¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?

Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.

Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un gran hombre.

¿Y qué he de decir al rey?

«Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. El que en París llamáis el ogro de Córcega, el que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyón Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugitivo, acosado, y en realidad vuela como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar, multiplícanse como los copos de nieve en torno del alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro, que él es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz.» Dile esto, Gerardo…, o mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Andad, andad, mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a los consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis añadió Noirtier sonriendo, salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna política vuelve a levantaros y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa.

Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo momento durante esta conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado, corrió a la ventana, desde donde le pudo ver pasar impasible entre dos o tres hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales, esperaban quizás al de las patillas negras, el gabán azul y el sombrero de alas anchas, para echarle el guante.

Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole desaparecer en la encrucijada de Bussy, se precipitó sobre el malhadado traje, ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata negra, aplastó el sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón arrojándolos al fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ayuda de cámara, vedándole con un gesto las mil preguntas que éste ansiaba hacer; pagóle la cuenta y se precipitó al carruaje que ya le estaba aguardando. En Lyón supo que Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que reinaba en los pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las angustias con que la ambición y los primeros medros suelen envenenarla.

Capítulo trece

Los cien días

El señor Noirtier resultó un profeta verídico. Tal cual los auguró pasaron los sucesos. Todo el mundo conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso extraño, milagroso, que no tiene ejemplo en lo pasado ni tendrá imitadores en lo porvenir probablemente.

Luis XVIII no trató parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su desconfianza de los hombres le hacía desconfiar de los acontecimientos. El realismo, o mejor dicho, la monarquía restaurada por él vaciló en sus cimientos mal afirmados aún; un solo gesto del emperador acabó de demoler el caduco edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no alcanzó de su rey sino aquella gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la prudencia de no enseñar a nadie, aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo, cumpliendo la orden de Su Majestad.

Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba de mucha influencia en la corte de los Cien Días, tanto por los peligros que había corrido, como por los servicios que había prestado. El girondino del 93, el senador de 1806, protegió pues a su protector de la víspera; tal como se lo había prometido.

Durante la resurrección del imperio, resurrección que hasta a los menos avisados se alcanzaba poco duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible secreto que Dantés había estado en trance de divulgar.

El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en sus opiniones bonapartistas. Sin embargo, restablecido apenas el imperio, es decir, apenas habitó Napoleón en las Tullerías que acababa de abandonar Luis XVIII, apenas lanzó sus numerosas y diferentes órdenes desde aquel gabinete que conocemos, donde encontró abierta aún y casi llena sobre la mesa de nogal la caja de tabaco del rey Luis XVIII, Marsella, a pesar del vigor de sus magistrados, empezó a dejar traslucir en su seno las chispas de la guerra civil, nunca apagadas enteramente en el Mediodía. Muy poco faltó para que las represalias fuesen algo más que cencerradas a los realistas metidos en su concha, los cuales se vieron obligados a no poder salir de su casa, porque en las calles los perseguían cruelmente si se dejaban ver.

Por un cambio natural, el naviero, que como dijimos pertenecía al partido del pueblo, llegó a ser en esta ocasión, si no muy poderoso, porque Morrel era prudente y algo tímido, como aquel que con su laborioso trabajo va amasando lentamente una fortuna, por lo menos, alentado por los bonapartistas furibundos que criticaban su moderación, hallóse, repetimos, bastante fuerte para levantar la voz y hacer una reclamación, que como ya se adivinará, fue en favor de Dantés.

Villefort continuaba siendo sustituto, a pesar de la caída del procurador: su boda, aunque resuelta, habíase aplazado para mejores tiempos. Si el emperador se afianzaba en el trono, necesitaba Gerardo de otra alianza, que su padre buscaría y ajustaría; pero como una segunda restauración devolviese Francia al rey Luis XVIII, crecería la influencia del marqués de SaintMeran, y la suya propia, con lo que llegara a ser la proyectada unión más ventajosa que nunca.

El sustituto del procurador del rey era el primer magistrado de Marsella, cuando una mañana se abrió la puerta de su despacho y le anunciaron al señor Morrel.

Otro cualquiera se hubiera alarmado con el solo anuncio de semejante visita; pero el sustituto era un hombre superior, que tenía, si no la práctica, el instinto de todas las cosas. Hizo aguardar al señor Morrel en la antecámara, tal como había hecho en otro tiempo, y no porque estuviera ocupado con alguien, sino porque es costumbre que se haga antesala al sustituto del procurador del rey. Hasta después de un cuarto de hora, pasado en leer tres o cuatro periódicos de diferentes colores políticos, no dio orden de que entrase el naviero, que esperaba encontrar a Villefort abatido, y le halló como seis semanas antes, firme, grave, y con esa ceremoniosa política que es la más alta de todas las barreras que separan al hombre vulgar del hombre encumbrado.

Había entrado en el despacho de Villefort convencido de que el magistrado iba a temblar a su vista, y como sucedió al revés, él fue quien se vio tembloroso y conmovido ante aquel personaje interrogador, que le esperaba con el codo apoyado en la mesa y la barba en la palma de la mano.

El señor Morrel se detuvo a la puerta. Miróle Villefort como si le costase trabajo reconocerle, y después de una larga pausa, durante la cual no hacía el digno naviero sino darle vueltas y más vueltas a su sombrero entre las manos, el sustituto dijo:

Si no me engaño…, sois… el señor Morrel.

Sí, señor; el mismorespondió Morrel.

Acercaos, pues prosiguió el juez, haciéndole con la mano un signo protector; acercaos y decidme a qué debo el honor de esta visita.

¿No lo sospecháis, caballero? le preguntó el señor Morrel.

No, ni remotamente; aunque eso no impide que esté dispuesto a serviros en cuanto de mí dependa.

Todo depende de vos repuso el naviero.

Explicaos, pues.

Señor prosiguió Morrel animándose a medida que iba hablando y conociendo así lo fuerte de su posición, como la justicia de su causa; señor, ya recordaréis que pocos días antes de saberse el desembarco de Su Majestad el emperador, vine a recomendar a vuestra indulgencia a un desdichado joven, segundo de mi barco, a quien se acusaba, como seguramente recordaréis, se acusaba de mantener relaciones en la isla de Elba. Aquellas relaciones, entonces criminales, son hoy títulos de favor. Entonces servíais a Luis XVIII y le castigasteis, caballero…, fue vuestro deber. Hoy servís a Napoleón, debéis protegerle, porque también es vuestro deber. Vengo a preguntaros qué ha sido de aquel joven.

Villefort hizo un violento esfuerzo para decir:

¿Cuál es su nombre? Tened la bondad de decírmelo.

Edmundo Dantés.

De seguro Villefort hubiera preferido batirse en duelo a veinticinco pasos, que oír pronunciar este nombre así a boca de jarro; pero ni pestañeó.

«Con esto dijo para sí, nadie me podrá acusar de haber hecho una cuestión personal de la prisión de ese hombre.»

¿Dantés? repitió: ¿Decís Edmundo Dantés?

Sí, señor.

Abrió entonces Villefort un grueso libro que yacía en un cajón de su mesa, y después de hojearlo mil y mil veces, se volvió a decir al naviero, con el aire más natural del mundo:

¿Estáis bien seguro de no engañaros?

Si Morrel hubiese sido un hombre más versado en estas materias, le chocara que el sustituto del procurador del rey se dignase responderle en cosas ajenas de todo en todo a su jurisdicción. Entonces se hubiera preguntado por qué no le hacía Villefort recurrir al registro general de cárceles, a los gobernadores de las prisiones, o al prefecto del departamento.

Pero Morrel, que había esperado encontrar a Villefort temeroso, creía hallarle condescendiente. El sustituto lo había comprendido.

No, caballero, no me equivoco respondió Morrel. Conozco hace diez años a ese joven, y hace cuatro que le tengo a mi servicio. Hace seis semanas, ¿no os acordáis?, vine a rogaros que fuerais con él clemente, así como hoy vengo a rogaros que seáis justo. ¡Harto mal me recibisteis entonces, y aún me contestasteis peor; que los realistas entonces trataban a la baqueta a los bonapartistas!

¡Caballero! respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada sangre fría, yo era entonces realista porque creía ver en los Borbones no solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos del pueblo; pero las jornadas milagrosas de que hemos sido testigos pruébanme que me engañaba. El genio de Bonaparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado.

Enhorabuena exclamó Morrel con su natural franqueza; me da gusto oíros hablar así, y ya pronostico buenas cosas al pobre Edmundo.

Aguardad repuso Villefort hojeando otro registro: ya caigo…, ¿no es un marino que se iba a casar con una catalana? Sí…, sí…, ya recuerdo. Era un asunto muy grave.

¿Cómo?

¿No sabéis que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de Justicia?

Sí; ¿y bien?

Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé…, ¿qué queréis? Mi deber lo exigía. Ocho días después de su prisión me arrebataron al reo.

¿Os lo arrebataron? exclamó Morrel; ¿y qué han hecho con él?

¡Oh, tranquilizaos! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a Pignerol o a las islas de Santa Margarita…, lo que se llama deportación en lenguaje jurídico, y el día menos pensado le veréis volver a tomar el mando de su buque.

Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido ya? Paréceme que el primer cuidado de la policía debió de ser poner en libertad a los presos de la justicia realista.

Mi querido señor Morrel, ésa es una acusación temeraria respondió Villefort. Para todo hay una fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y de arriba ha de venir la de ponerle en libertad.

Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía no es tarde.

Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros mandamos, ¿verdad? Tengo amigos y alguna influencia: puedo lograr que se eche tierra a la sentencia.

No ha sido sentencia.

Pues que le borren del registro general de cárceles.

En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los gobiernos que un hombre desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones del registro general podrían servir de hilo conductor al que le buscara.

Eso sucedería quizás en tiempo de los Borbones; pero ahora…

En todos tiempos sucede lo mismo, mi querido señor Morrel. Los gobiernos se suceden unos a otros imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy parecida a la Bastilla. El emperador ha sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey mismo, y el número de los presos que no constan en el registro general de cárceles es incalculable.

Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que Morrel no tenía por otra parte.

Pero, en fin, señor de Villefort le dijo, ¿qué os parece que haga para apresurar la vuelta del pobre Dantés?

Una sola cosa: haced una solicitud al ministro de Justicia.

¡Oh!, caballero, ya sabemos el destino de las solicitudes; el ministro recibe doscientas cada día y no lee cuatro.

Sí respondió Villefort, pero leería una dirigida por mi conducto, recomendada al margen por mí, y remitida directamente por mí.

¿De modo que os encargaríais de que llegara a sus manos esa solicitud?

Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es inocente, y es mi deber el devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela.

Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio le perdería.

¿Cómo se escribe al ministro?

Sentaos ahí, señor Morrel dijo Villefort levantándose y cediéndole su asiento. Voy a dictaros.

¿Tendríais tanta bondad?

Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado.

Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá se desespera.

Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que le maldeciría desde el fondo de su prisión; pero había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición.

Dictad dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano.

Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Napoleón. Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho.

Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta.

Así está bien dijo Ahora confiad en mí.

¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero?

Hoy mismo.

¿Recomendada por vos?

La mejor recomendación que yo podría ponerle es certificar que es cierto cuanto decís en la solicitud.

Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado.

Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? le preguntó el armador.

Esperar repuso Villefort yo me encargo de todo.

Esta seguridad volvió las esperanzas a Morrel; de modo que cuando dejó al sustituto le había ganado enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a su hijo.

En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, caso de que sucediese una cosa que ya los sucesos y el aspecto de Europa dejaban entrever: otra restauración.

Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no oyó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso aún de la del trono del emperador.

Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta aparición imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo.

Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda restauración hubiese sido comprometerse en vano.

Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa.

Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señorita Renata de SaintMeran, cuyo padre tenía más influencia que nunca.

Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios a lo menos.

Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hombres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la Providencia.

Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima, logrando que el naviero le recomendase a un comerciante español, a cuyo servicio entró a fin de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías.

Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero.

Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con esto se contentaba.

¿Qué le había sucedido?

No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se ingenió como pudo, ora para engañar a Mercedes sobre las causas de la desaparición de Edmundo, ora para meditar planes de emigración y robo. Quizás, y eran estos momentos los más tristes de su vida, se sentaba a la punta del cabo Pharo, desde donde se distinguen a la par Marsella y los Catalanes, contemplándolos triste e inmóvil como un ave de rapiña, y soñando a cada instante ver venir a su rival vivo y erguido, y para él también nuncio de terribles venganzas. Para entonces estaba tomada su decisión: mataba a Edmundo de un tiro, y después se suicidaba; pero esto se lo decía a sí mismo para disculpar su asesinato.

Fernando se engañaba a sí mismo. Nunca se hubiera él suicidado, porque tenía esperanzas aún.

En medio de estos tristes y dolorosos acontecimientos, el imperio llamó a sus banderas la última quinta, y todos cuantos podían empuñar las armas se lanzaron fuera del territorio francés a la voz del emperador. Fernando fue de éstos; abandonó a Mercedes y su cabaña con doble dolor, pues temía que en su ausencia volviese su rival y se casase con la que adoraba. Si alguna vez debió Fernando matarse fue al abandonar a su amada Mercedes. Sus atenciones con ella, la compasión que demostraba a su desdicha, el cuidado con que adivinaba sus menores deseos, habían producido el efecto que producen siempre las apariencias de adhesión en los corazones generosos. Mercedes había querido mucho a Fernando como amigo; y su amistad creció con el agradecimiento.

Hermano mío le dijo atando a la espalda del catalán la mochila del quinto hermano mío, mi único amigo, no lo dejes matar, no me dejes sola en este mundo en que lloro, y en el que estaré enteramente abandonada si tú me faltas.

Estas palabras, dichas por despedida, fueron para Fernando un rayo de esperanza. Si Dantés no regresaba, quizá Mercedes llegaría a ser suya.

Esta se quedó, pues, enteramente sola en aquella tierra árida, que nunca se lo había parecido tanto, con el mar inmenso por único horizonte. Bañada en lágrimas, como aquella loca cuya doliente vida cuenta el pueblo, veíasela de continuo errante en torno a los Catalanes; ora quedándose muda a inmóvil como una estatua bajo el ardiente sol del Mediodía, para contemplar a Marsella; ora sentándose a la orilla del mar, como si escuchara sus gemidos, eternos como su dolor, y preguntándose al propio tiempo a sí misma si no le fuera mejor que esperar sin esperanza, inclinarse hacia delante y dejarse caer por su propio peso en aquel abismo que la tragaría. Mas no fue valor lo que le faltó, sino que vino en su ayuda la religión a salvarla del suicidio.

Caderousse fue, como Fernando, llamado por la patria; pero tenía ocho años más y era casado, con lo que se le destinó a las costas. El viejo Dantés, a quien sólo la esperanza sostenía, la perdió con la caída del imperio, y cinco meses más tarde, día por día de la ausencia de su hijo, y a la misma hora en que Edmundo fue preso, expiró en brazos de Mercedes. El señor Morrel cubrió todos los gastos del entierro y las mezquinas deudas que el pobre viejo había contraído durante su enfermedad. Esto, más que filantropía, era valor, porque el país estaba en llamas, y socorrer, aunque moribundo, al padre de un bonapartista tan peligroso como Dantés, podía ser tomado por un verdadero crimen político.

Capítulo catorce

El preso furioso y el preso loco

Al cabo de un año aproximadamente después de la vuelta de Luis XVIII, el inspector general de cárceles efectuó una visita a las del reino.

Desde su calabozo, Dantés percibía el rumor de los preparativos que se hacían en el castillo, y no por el alboroto que ocasionaban, aunque no era grande, sino porque los presos oyen en el silencio de la noche hasta la araña que teje su tela, hasta la caída periódica de la gota de agua que tarda una hora en filtrarse por el techo de su calabozo, y adivinó que algo nuevo sucedía en el mundo de los vivos: hacía tanto tiempo que le habían encerrado en una tumba, que podía muy bien tenerse por muerto.

En efecto, el inspector iba visitando una tras otra las prisiones, calabozos y subterráneos. A muchos presos interrogaba, particularmente a aquellos cuya dulzura o estupidez los hacía recomendables a la benevolencia de la administración: sus preguntas se redujeron a cómo estaban alimentados y qué reclamaciones tenían que hacer a su autoridad. Todos convinieron unánimemente en que la comida era detestable, y pedían la libertad. El inspector les preguntó entonces si tenían otra cosa que decirle. Su respuesta fue un ademán de cabeza. ¿Qué otra cosa que la libertad pueden pedir los presos?

El inspector se volvió sonriendo, y dijo al gobernador del castillo:

No sé para qué nos obligan a estas visitas inútiles. Quien ve a un preso los ve a todos. ¡Siempre lo mismo! Todos están mal alimentados y son inocentes por añadidura. ¿Hay algunos más?

Sí, tenemos los peligrosos y los dementes, que están en los subterráneos.

Vamos dijo el inspector con aire de aburrimiento. Cumplamos nuestra obligación en regla. Bajemos a los subterráneos.

Aguardad por lo menos a que vayan a buscar dos hombres respondió el gobernador que los presos, sea por hastío de la vida, sea para hacerse condenar a muerte, intentan tal vez crímenes desesperados, y podríais ser víctima de alguno.

Tomad, pues, precauciones dijo el inspector.

En efecto, enviaron a buscar dos soldados, y comenzaron a bajar una escalera, tan empinada, tan infecta y tan húmeda, que el olfato y la respiración se lastimaban a la par.

¡Oh! ¿Quién diablos habita este calabozo? dijo el inspector a la mitad del camino.

Un conspirador de los más temibles: nos lo han recomendado particularmente como hombre capaz de cualquier cosa.

¿Está solo?

Sí.

¿Y cuánto tiempo hace?

Un año, con corta diferencia.

¿Y desde su entrada en el castillo está en el subterráneo?

No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida.

¿Ha querido matar al llavero?

Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? le preguntó el gobernador.

Como lo oye, señor respondió el llavero.

¿Está loco este hombre?

Peor que loco, es el diablo.

¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? preguntó el inspector al gobernador.

Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco.

Mejor para él dijo el inspector, pues sufrirá menos.

Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del filantrópico empleo que gozaba.

Tenéis razón, caballero repuso el gobernador y vuestra reflexión da a entender que habéis estudiado la materia a fondo. En otro subterráneo que está separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende por otra escalera, tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde 1811. Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es divertida y os aseguro que no os entristecerá.

A uno y otro veré respondió el inspector. Hagamos las cosas como se deben hacer.

Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que deseaba dar a sus jefes buena idea de sí.

Entremos, pues, en éste dijo.

Bien respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta.

A1 rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado en un rincón del calabozo recreándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un tragaluz con gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado por el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad superior, saltó hacia él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta, temiendo que el preso se dirigiese al inspector con malas intenciones; éste retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de humildad y mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia piadosa que admiró a todos los circunstantes trató de conmover al recién llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés, y volviéndose al gobernador le dijo en voz baja:

Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle. Observad cómo el temor obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al preso:

En resumenle dijo, ¿qué pedís?

Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se me fusile si soy culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente.

¿Coméis bien? le preguntó el inspector.

Sí, yo lo creo…, no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a mí, pobre preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos manda, es que el inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos.

¡Qué humilde estáis hoy! le dijo el gobernador. No siempre sucede lo mismo, de otra manera hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián.

Es verdad, señor respondió Dantés, y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué queréis? Yo estaba loco, yo estaba furioso.

¿Y ahora, ya no lo estáis?

No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy aquí!

¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? le preguntó el inspector.

El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde.

El inspector se puso a calcular.

Estamos a 30 de julio de 1816; no hace más que diecisiete meses que estáis preso.

¿No hace más? repuso Dantés. ¿Os parecen pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignoráis lo que son diecisiete meses de cárcel; diecisiete años, diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que estaba próximo a ser feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera destruida, que no sabe si le ama aún la mujer que antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre está muerto o vivo. Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano. Compadeceos de mí, caballero, y pedid para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia. Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso?

Está bien, ya veremos dijo el inspector.

Y volviéndose hacia su acompañante añadió:

En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el libro de registro su partida.

Con mucho gusto respondió el gobernador, pero creo que hallaréis notas tremendas contra él.

Caballero prosiguió Edmundo, bien sé que vos no podéis hacerme salir de aquí por vuestra propia decisión, pero podéis transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se me juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo se me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios.

Contadme, pues, detalles del asunto dijo el inspector.

Señor exclamó Dantés, por vuestra voz comprendo que estáis conmovido. ¡Señor! ¡Decidme que tenga esperanza!

No puedo decíroslo respondió el inspector, sino solamente prometeros examinar vuestra causa.

¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado!

¿Quién os mandó detener? preguntó el inspector.

El señor de Villefort respondió Edmundo Dantés. Vedle y entendeos con él.

Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en Tolosa.

¡Ah! , no me extraña balbució Dantés. ¡He perdido a mi único protector!

¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos?

Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo.

¿Podré fiarme de las notas que haya dejado escritas sobre vos, o que me proporcione él mismo?

Sí, señor.

Pues bien: tened esperanza.

Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una oración aquel hombre que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar, pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés.

¿Queréis ver ahora el libro de registro dijo el gobernador, o bajamos antes al calabozo del abate?

Acabemos la visita respondió el inspector. Si volviese a salir al aire libre quizá no tendría valor para acabarla.

Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino.

¿Cuál es su locura?

¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año ofreció al gobierno un millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el tercero, tres, y así progresivamente. Ahora está en el quinto año: es probable que os pida una entrevista, y os ofrezca cinco millones.

Manía rara es, en efecto dijo el inspector. ¿Y cómo se llama ese millonario?

El abate Faria.

Número 27 dijo el inspector.

Aquí es. Abrid, Antonio.

El llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por el calabozo del abate loco, que así solían llamar a aquel preso.

En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un pedazo de yeso de la pared, veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en hacer dentro del círculo líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema como Arquímedes cuando le mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa cuando el resplandor de las antorchas iluminó con desusado brillo el húmedo suelo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la numerosa comitiva que acababa de entrar en su calabozo.

Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que yacía a los pies de su miserable lecho para envolverse y recibir con mayor decencia a los recién venidos.

¿Qué es lo que pedís? le dijo el inspector sin alterar la fórmula.

¿Yo, caballero…?, no pido nada respondió el abate como admirado.

Sin duda no me comprendéis dijo el inspector. Yo soy un delegado del gobierno para visitar las cárceles y atender las reclamaciones de los presos.

¡Oh!, entonces es otra cosa, caballero exclamó vivamente el abate Espero que vamos a entendernos.

¿Lo veis? dijo el gobernador por lo bajo El principio, ¿no os indica que va a parar a lo que yo os decía?

Caballero prosiguió el preso, yo soy el abate Faria, natural de Roma. A los veinte años era secretario del cardenal Rospigliossi. Sin saber por qué, me detuvieron a principios de 1811, y desde entonces suplico vanamente mi libertad a las autoridades italianas y francesas.

¿Y por qué a las francesas? le preguntó el gobernador.

Porque me prendieron en Piombino, y supongo que, como Milán y Florencia, Piombino será actualmente capital de un departamento francés.

El inspector y el gobernador se miraron sonriendo.

¿Sabéis, amigo mío le dijo el inspector, que no son muy frescas vuestras noticias de Italia?

Datan del día en que fui preso, caballero repuso el abate Faria y como Su Majestad el emperador había creado el reino de Roma para el hijo que el cielo acababa de darle, supongo que, siguiendo el curso de sus conquistas, haya realizado el sueño de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia entera un solo y único reino.

Caballero dijo el inspector, la Providencia, por fortuna, ha modificado ese gigantesco plan de que parecéis partidario tan ardiente.

Ese es el único medio de hacer de Italia un Estado fuerte, independiente y feliz respondió el abate.

Puede ser repuso el inspector; pero yo no he venido a estudiar un curso de política ultramontana, sino a preguntaros, como ya lo hice, si tenéis algo que reclamar sobre vuestra habitación, trato y comida.

La comida es igual a la de todas las cárceles, quiero decir, malísima respondió el abate la habitación ya lo veis, húmeda a insalubre, aunque muy buena para calabozo. Pero no tratemos de eso sino de revelaciones de la más alta importancia que tengo que hacer al gobierno.

Ya va a su negocio dijo en voz baja el gobernador al inspector.

Me felicito, pues, de veros prosiguió el abate, aunque me habéis interrumpido un cálculo excelente que a no fallarme cambiaría quizás el sistema de Newton. ¿Podéis concederme una entrevista secreta?

¿Eh? ¿Qué decía yo? dijo el gobernador al inspector.

Bien conocéis a vuestra gente respondió este último sonriéndose, y volviéndose a Faria le dijo:

Caballero, lo que me pedís es imposible.

Sin embargo, ¿y si se tratase, caballero repuso el abate, de hacer ganar al gobierno una suma enorme, una suma de cinco millones?

A fe mía que hasta la cantidad adivinasteis dijo el inspector volviéndose otra vez hacia el gobernador.

Vamos prosiguió el abate, conociendo que el inspector iba a marcharse, no hay necesidad de que estemos absolutamente solos. El señor gobernador puede asistir a nuestra entrevista.

Amigo mío dijo el gobernador, sabemos por desgracia de antemano lo que queréis decirnos. De vuestros tesoros, ¿no es verdad?

Miró Faria a este hombre burlón con ojos en que un observador desinteresado hubiera leído la razón y la verdad.

Sin duda alguna le respondió. ¿De qué queréis que yo os hable, sino de mis tesoros?

Señor inspector repuso el gobernador, puedo contaros esa historia tan bien como el abate, porque hace cuatro o cinco años que no me habla de otra cosa.

Eso demuestra, señor gobernador dijo Faria, que sois como aquellos de que habla la Escritura, que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.

Amigo añadió el inspector, el gobierno es rico, y a Dios gracias no necesita de vuestro dinero. Guardadlo, pues, para cuando salgáis de vuestro encierro.

Dilatáronse los ojos del abate, y asiendo de la mano al inspector, le dijo:

Pero, ¿y si no salgo nunca? ¿Y si contra toda justicia permanezco siempre en este calabozo? ¿Y si muero sin haber legado a nadie mi secreto? ¡El tesoro se perderá! ¿No es preferible que lo poseamos el gobierno y yo? Daré hasta seis millones, caballero, sí, le daré hasta seis millones, y me contentaré con el resto si se me pone en libertad.

A fe mía dijo a media voz el inspector, habla con tal acento de convicción, que se le creería a no saber que está loco.

No estoy loco, caballero, digo la verdad repuso Faria, que con ese oído finísimo de los presos no perdió una sola palabra. El tesoro de que hablo existe ciertamente, y me comprometo a firmar con vos un tratado por el cual me llevaréis adonde yo designe, se cavará en la tierra, y si yo miento, si no se encuentra nada, si estoy loco como decís, consentiré en volver al calabozo, y en permanecer toda mi vida, y en esperar la muerte sin volver a pedir nada ni a vos ni a nadie.

El gobernador se echó a reír.

¿Y está muy lejos el lugar de vuestro tesoro?

A cien leguas de aquí, sobre poco más o menos.

No está mal imaginado dijo el gobernador. Si todos los presos se divirtiesen en pasear a sus guardias por un espacio de cien leguas, y si los guardias consintiesen en tales paseos, sería un magnífico motivo para que los presos tomaran las de Villadiego a la primera ocasión, que no dejaría de presentarse, ciertamente, en tan larga correría.

Es un ardid muy gastado dijo el inspector. Ni siquiera tiene el mérito de la invención.

Después, volviéndose al abate, le dijo:

Ya os he preguntado si os dan bien de comer.

Caballero respondió Faria, juradme por Cristo nuestro Señor que me pondréis en libertad si no miento, y os diré dónde está el tesoro.

¿Os dan buen alimento? repitió el inspector.

Nada aventuráis, caballero, y no será un truco para escaparme, pero consiento en permanecer aquí mientras vos vayáis…

¿No contestáis a mi pregunta? repuso impaciente el inspector.

¡Ni vos a mi solicitud! respondió el abate. ¡Maldito seáis como los insensatos que no han querido creerme! ¿No queréis mi oro? Para mí será. ¿Me negáis la libertad? Dios me la dará. Idos. Ya nada tengo que decir.

Y el abate tiró el cobertor sobre la cama, recogió su pedazo de yeso, y fue a sentarse en medio de su círculo, donde continuó trazando sus figuras.

¿Qué hace? decía el inspector al irse.

Cuenta sus tesoros le contestó el gobernador.

Faria respondió a este sarcasmo con una mirada sublime de desprecio.

Salieron y el llavero cerró la puerta.

¿Si habrá poseído, en efecto, algún tesoro? decía el inspector subiendo la escalera.

O habrá soñado que lo poseía, y despertó demente repuso el gobernador.

Si realmente fuera tan rico, no estaría preso añadió el inspector con la sencillez del hombre corrompido.

Así concluyó para el abate Faria esta aventura. Siguió preso sin que lograse con la visita otra cosa que afirmar su fama de loco.

Caligula o Nerón, aquellos célebres rebuscadores de tesoros, que se dieron de cabezadas por todo lo imposible, hubiesen atendido a este pobre hombre, le hubiesen concedido el aire que deseaba, el espacio que en tanto tenía, la libertad que tan cara quería pagar; pero los reyes de ahora, encerrados en los límites de lo probable, no tienen la audacia de la voluntad, temen el oído que escucha las órdenes que ellos mismos dan, el ojo que ve sus acciones; no sienten en sí lo superior de la esencia divina, son hombres coronados, en una palabra. En otro tiempo se creían o a lo menos se decían hijos de Júpiter, y conservaban algo del ser de su padre; que no se plagian fácilmente las cosas de ultranubes. Ahora los reyes se hacen muy a menudo vulgares. Sin embargo, como ha repugnado siempre al gobierno despótico que se vean a la luz pública los efectos de la prisión y de la tortura; como hay pocos ejemplos de que una víctima de la inquisición haya podido pasear por el mundo sus huesos triturados y sus sangrientas llagas, así la locura, esta úlcera causada por el fango de los calabozos, se esconde casi siempre cuidadosamente en el sitio en que ha nacido, o si sale de él es para enterrarse en un hospital sombrío, donde el médico no puede distinguir ni al hombre ni al pensamiento entre las informes ruinas que el carcelero le entrega.

Vuelto loco en la prisión el abate Faria, por su misma locura, estaba condenado a no salir nunca de ella. En cuanto a Dantés, el inspector le cumplió su palabra, examinando el libro de registro cuando volvió a los aposentos del gobernador. Así decía la nota referente a él:

Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngase muy vigilado y con el mayor secreto. Esta nota era de otra letra y de otra tinta que las demás del registro, lo que prueba que no ha sido anotada de la prisión de Edmundo. La acusación era bastante positiva para dudar de ella. El inspector escribió, pues, debajo:

«Nada se puede hacer por él.»

Esta visita había hecho revivir a Dantés. Desde su entrada en el calabozo se había olvidado de contar los días; pero el inspector le había dado una fecha nueva, y no la olvidó esta vez, sino que arrancando de la pared un pedazo de yeso escribió en el muro: «30 de julio de 1816.» Desde este momento señaló con una raya cada día que pasaba para poder calcular el tiempo.

Transcurrieron días, semanas y meses, y Dantés seguía confiado. Empezó por fijar para su salida de la cárcel un término de quince días, pues suponiendo que el inspector no tuviese en su asunto sino la mitad del interés que él mismo tenía, le bastaba con ese plazo. Transcurrido también éste, pensó que era absurdo creer que el inspector se ocupase en tal cosa antes de su regreso a París, y como su vuelta era imposible sin terminar la visita, que debía durar lo menos un mes o dos, alargó Edmundo su plazo hasta tres meses. Pasados éstos hizo otro cálculo, prolongándolos hasta seis; pero cuando éstos pasaron también, halló que juntos los primeros días con los meses había esperado diez y medio.

Durante dicho tiempo en nada había mudado su situación; ninguna nueva de consuelo había tenido, y seguía como siempre mudo su carcelero. Dantés empezó a dudar de sus sentidos, a creer que lo que tomaba por un recuerdo no era sino una visión de su fantasía, y que aquel ángel consolador solamente había bajado a su calabozo en alas de un sueño.

Al cabo de un año trasladaron al gobernador del castillo, obteniendo el antiguo el mando de la fortaleza de Ham, a la que se llevó muchos de sus dependientes, entre ellos el carcelero de Edmundo. Llegó el nuevo gobernador, y como le costase mucho trabajo recordar los nombres de los presos, se los hizo representar por números. Este horrible hotel tenía unas cincuenta habitaciones, cuyos números respectivos tomaron sus habitantes. ¡El desgraciado marino dejó de llamarse Edmundo Dantés, conociéndose tan sólo por el número 34!

Capítulo quince

El número 34 y el número 27

Dantés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos olvidados en el fondo de sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que es una consecuencia de la esperanza y un íntimo convencimiento de la propia inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un tanto las suposiciones de locura del gobernador, y por último cayó del pedestal de su orgullo, y no para implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso. El desgraciado que debería comenzar por él, no llega a implorarle sino después de haber agotado todas sus esperanzas.

Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese más negro y más oscuro. Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio, y le proporcionaría por algún tiempo distracción. Pidió asimismo que le concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros a instrumentos. Nada le fue concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar con su carcelero, que era más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un hombre, aunque no le respondiese, había llegado a parecerle una gran felicidad. Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó en hablar a solas, su voz le dio miedo.

Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al recuerdo de esas cárceles comunes de las poblaciones, donde los vagabundos están mezclados con los bandoleros y con los asesinos, que con innoble placer contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía espantosa. Pues, a pesar de todo, llegó incluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos antros, por ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a echar de menos el presidio con su infamante traje, su cadena asida al pie, y la marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en sociedad con sus semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo: los presidiarios deben ser muy dichosos.

Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese el abate loco de que había oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más que sea muy ruda, queda siempre algo de humanidad, y éste, a pesar de que nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma compadeció muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que transmitió al gobernador la solicitud del número 34; pero el gobernador, prudentísimo como si fuera un hombre político, se figuró que Dantés quería insurreccionar a los presos, fraguar una conspiración, contar con algún amigo para alguna tentativa; y le negó lo que pedía.

Habiendo agotado todos los recursos humanos, y no encontrando remedio de ninguna clase para sus males, fue cuando se dirigió a Dios. Vinieron entonces a vivificar su alma todos esos pensamientos piadosos que baten sus alas sobre los desgraciados. Recordó las oraciones que le enseñaba su madre, hallándoles una significación entonces de él desconocida, porque las oraciones para el hombre que es dichoso son a veces palabras vacías de sentido, hasta que el dolor viene a explicar al infortunio ese lenguaje sublime con que nos habla Dios.

Oró, pues, mas no con fervor sino con rabia. Rezando en alta voz no le asustaban sus palabras: caía en una especie de éxtasis; a cada palabra que pronunciaba se le aparecía Dios; sacaba lecciones de todos los hechos de su vida humilde y oscura, atribuyéndolos a Dios, imponiéndose deberes para el porvenir, y al final de cada rezo intercalaba ese deseo egoísta que los hombres dirigen a sus semejantes más a menudo que a Dios:

«… Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores… »

Y esto le puso sombrío, y un velo cubrió sus ojos. Dantés era un hombre sencillo y sin educación. Lo pasado permanecía para él envuelto en ese misterio que la ciencia desvanece. En la soledad de un calabozo, en el desierto de su imaginación, no le era posible resucitar los tiempos pasados, reanimar los pueblos muertos, restaurar las antiguas ciudades, que el pensamiento poetiza y agiganta, y que pasan delante de los ojos alumbradas por el fuego del cielo, como los cuadros babilónicos de Martin. Dantés no conocía más que su pasado, tan breve; su presente, tan sombrío, y su futuro tan dudoso. ¡A la luz de los diecinueve años ver la oscuridad de una noche eterna! Como ninguna distracción le entretenía, su espíritu enérgico, a cuyas aspiraciones bastara solamente el tender su vuelo a través de las edades, se veía obligado a ceñirse a su calabozo como un águila encerrada en una jaula. Entonces se aferraba, por decirlo así, a una idea, a la de su ventura, desvanecida sin causa aparente por una fatalidad inconcebible; aferrábase, pues, a este pensamiento, le daba mil vueltas examinándolo bajo todas sus fases, devorándolo como el implacable Ugolino devora el cráneo del arzobispo Roger en el Infierno del Dante. Edmundo, que sólo tenía una fe pasajera en el poder, la perdió como la pierden otros después del triunfo, con la única diferencia de que él no había sabido aprovecharla.

La rabia sucedió al ascetismo. Tales blasfemias decía Edmundo, que el carcelero retrocedía espantado: se daba golpes contra las paredes, y con cuanto tenía a la mano, principalmente en sí mismo se vengaba de las contrariedades que le hacía sufrir un grano de arena, una paja o una ráfaga de viento. Entonces aquella carta acusadora que él había visto, que él había tocado, que le enseñó Villefort, volvía a clavársele en el magín y cada línea brillaba en la pared como el Mane Thécel Pharés, de Baltasar. Decía para sí que era el odio de los hombres, no la venganza de Dios el que lo hundió en aquella sima; entregaba aquellos hombres desconocidos a todos los suplicios que inventaba su exaltada imaginación, y aún le parecían dulces los más tremendos, y sobre todo livianos para ellos, porque tras el suplicio viene la muerte, y la muerte es, si no el reposo, la insensibilidad, que se le parece mucho.

A fuerza de repetirse a sí mismo, a propósito de sus enemigos, que la calma es la muerte, y el que desea castigar con crueldad necesita de otros recursos que no son los de la muerte, cayó en el horrible ensimismamiento que ocasiona la idea del suicidio. ¡Pobre de aquel a quien detienen en la pendiente de la desgracia estas tristes ideas! ¡Son como uno de esos mares muertos que reflejan el purísimo azul del cielo; pero que si el nadador se arroja a ellos, siente hundirse sus pies en un suelo fangoso, que le atrae, le aspira y le traga! En esta situación, sin auxilio divino, no hay remedio para él, y cada esfuerzo que hace le hunde más, y le arrastra más y más a la muerte.

Esta agonía moral es, sin embargo, menos terrible que el dolor que la precede y el castigo que acaso la sigue; es una especie de consuelo vertiginoso, que nos muestra la profundidad del abismo, pero que también en su fondo nos muestra la nada. Edmundo se consoló, pues, un tanto con esta idea. Todos sus dolores, todos sus sufrimientos, con su lúgubre cortejo de fantasmas, huyeron hacia aquel rincón del calabozo, donde parecía que el ángel de la muerte pudiese fijar su silenciosa planta. Contempló ya con tranquilidad su vida pasada, con terror su vida futura, y eligió ese término medio que le ofrecía un asilo.

Tal vez en mis lejanas correrías, cuando yo era aún hombre, y cuando este hombre libre y potente daba a otros hombres órdenes que eran ejecutadas en el acto, tal vez (decía para sí) he visto nublarse el cielo, bramar las olas y encresparse, nacer la tempestad en un extremo del espacio, y como un águila gigantesca venir llenando con sus alas los dos horizontes. Quizá conocía ya entonces que mi barco era un refugio despreciable, puesto que parecía temblar y estremecerse, ligero como una pluma en la mano de un gigante. Después el terrible mugido de las olas, la vista de los escollos me anunciaban la muerte, y la muerte me espantaba, y hacía inauditos esfuerzos para librarme de ella, y reunía en un punto todas las energías del hombre y toda la inteligencia del marino para luchar con Dios. Y esto, porque yo entonces era feliz; porque volver a la vida era para mí volver a la felicidad; porque aquella muerte yo no la había llamado ni la había elegido; porque el sueño, en fin, me parecía intolerable en aquel lecho de algas y de légamo…, era que me indignaba a mí, criatura, imagen de Dios, el servir de pasto a los albatros o a los tiburones. Pero hoy ya es otra cosa: he perdido cuanto me encariñaba con la existencia; hoy la muerte me sonríe como una nodriza al niño que va a amamantar; hoy muero como se me antoja; muero cansado, como dormía en aquellas noches de desesperación y rabia después de haber dado tres mil vueltas en mi camarote; es decir, treinta mil pasos; es decir, diez leguas sobre poco más o menos.

En cuanto esta idea germinó en la imaginación del joven, púsose un tanto más alegre, más risueño, se conformó más con su pan negro y con su dura cama, comió menos, dejó de dormir, y comenzó a parecerle soportable aquel resto de existencia, que podría dejar cuando quisiese, como se deja un vestido viejo.

Dos maneras tenía de morir; una era sencilla: atar su pañuelo a un hierro de la ventana y ahorcarse; otra era dejarse morir de hambre, sin que su carcelero se diera cuenta de ello. La primera repugnaba mucho a Dantés, porque recordaba a los piratas que mueren ahorcados en las vergas de los navíos que los apresan: tenía pues a la horca por un suplicio infamante y no quería aplicárselo a sí mismo, por lo que adoptó el segundo medio, empezando desde aquel día a ponerlo en práctica.

Cerca de cuatro años habían transcurrido en las alternativas que hemos referido. A fines del segundo dejó de contar los días, y había vuelto a esa ignorancia del tiempo, de que le sacara en otra época el inspector.

Habiendo dicho Dantés «quiero morir», y habiendo elegido hasta la muerte que se daría, lo calculó bien todo, y por temor de arrepentirse hizo juramento consigo mismo de morir de aquella manera. «Cuando me traigan las provisiones las tiraré por la ventana decíase, y aparentaré que las he comido.»

Hízolo como se lo había prometido. Dos veces cada día tiraba su comida por la ventanilla con reja, que apenas le dejaba ver el cielo, primeramente con alegría, después con reflexión, y por último con pesar. Para fortalecerse en tan horrible lucha, necesitaba recordarse a cada instante el juramento que se había hecho. Aquella comida que otras veces le repugnaba, gracias al aguijón del hambre, le parecía tentadora a la vista, exquisita al olfato, y más de una vez pasó horas enteras con la cazuela en las manos contemplando fijamente iba a cesar para él, hízole figurarse que Dios se compadecía al fin de aquella carne nauseabunda, aquel pescado podrido, y aquel pan negro sus sufrimientos. Dominaban aún en él los postreros instintos de la vida. Su calabozo de sus amigos, alguno de esos seres amados, en quien tantas veces le parecía entonces menos sombrío, y su situación menos desesperada. pensó, siempre que pensaba, no se ocuparía de él en aquellos momentos. Todavía era joven, puesto que debía contar veinticinco o veintiséis años, y le quedaban con corta diferencia cincuenta que vivir, o sea el doble de lo que había vivido. Pero no, sin duda Edmundo se engañaba; aquello no era más que una de esas visiones fantásticas que se forjan a las puertas de lamentos, y no trataría de disminuir la distancia que los separaba?

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