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Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 5)


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Durante este tiempo, ¡cuántos acontecimientos podrían abrir las murallas del castillo de If, y romper las puertas, y volverle a la libertad! Entonces aproximaba a su boca aquella comida que, Tántalo voluntario, apartaba al punto con mano firme, pues con el recuerdo de su juramento, esta generosa naturaleza temía despreciarse a sí mismo si lo quebrantaba. Riguroso a implacable consigo mismo, gastó, pues, el asomo de existencia que le quedaba, llegando un día en que no tuvo fuerzas para levantarse a arrojar la comida. Al día siguiente ya no veía, y oía con mucha dificultad. El carcelero creyó que estaba enfermo de gravedad, y Edmundo confió ya en su muerte próxima. Así pasó todo el día. Cierto aturdimiento vago y un si es no es agradable, empezaba a apoderarse de él.

Ya se habían adormecido las convulsiones nerviosas de su estómago; se habían calmado los ardores de su sed. Al cerrar los ojos veía una multitud de resplandores brillantes, como esos fuegos fatuos que oscilan por la noche a flor de los terrenos fangosos: era el crepúsculo de ese ignoto país que se llama la muerte.

De repente, a las nueve de aquella misma noche, oyó en la pared en que se apoyaba su cama un ruido sordo y lento. Venían tantos animales inmundos a hacer ruido por aquel lado, que poco a poco se había acostumbrado Dantés a no despertar siquiera de sus sueños por cosa tan común allí; pero esta vez, ya que la abstinencia tuviese exaltados sus sentidos, ya que fuese el ruido, en efecto, extraordinario, o ya porque en los momentos supremos todo tiene importancia, Edmundo levantó la cabeza para oír mejor. Era una especie de frotamiento acompasado, que parecía provenir, o de unas enormes uñas o de unos dientes fortísimos, o en fin, de un instrumento que chocara con la piedra. Aunque debilitada, en la imaginación del joven bulló al punto esta idea falaz, fija constantemente en la de todo preso: ¡La libertad! La ocasión en que escuchaba aquel ruido, justamente cuando todo ruido muere. El ruido seguía oyéndose, sin embargo, y duró hasta tres horas sobre por más o menos, terminando en una especie de roce, como al arrastrar una cosa.

Horas más tarde se repitió más fuerte y más cercano. Empezaba Edmundo a interesarse en aquel trabajo que le hacía compañía, cuando entró el carcelero.

Habían pasado ocho días desde que decidió morir, y cuatro desde que empezó a poner en práctica su proyecto, y en todo este tiempo no había Edmundo dirigido la palabra a aquel hombre, ni respondido a las que él le dirigía preguntándole por su enfermedad, sino que por el contrario, siempre se volvía del otro lado cuando el carcelero le contemplaba atentamente. Mas hoy podía el carcelero oír aquel sordo ruido y alarmarse, y destruir acaso aquel yo no sé qué de esperanza, cuya idea deleitaba los últimos momentos de Dantés.

El carcelero le traía el almuerzo y Edmundo se incorporó en su cama, y ahuecando la voz se puso a hablar de todas las cosas posibles, de la mala calidad de su alimento, del frío que reinaba en el calabozo, maldiciendo y gruñendo, para tener el derecho de gritar más fuertemente, y agotando la paciencia del carcelero, que precisamente aquel día había pedido para el preso enfermo caldo y pan tierno, y le llevaba ambas cosas. Por fortuna creyó que Dantés deliraba, y salió del calabozo, poniendo el almuerzo en la mesilla coja donde lo solía dejar. Libre entonces Edmundo, volvió a escuchar con deleite. El ruido era ya tan claro que el joven lo escuchaba sin trabajo alguno.

¡No hay dada! exclamó para sí; puesto que, a pesar de la luz del día prosigue este ruido, lo ocasiona algún desdichado preso para escaparse. ¡Oh! ¡Si yo estuviera con él, cómo le ayudaría!

De pronto, una nube sombría pasó eclipsando esta aurora de esperanza por aquella mente, sólo habituada a la desgracia, y que no podía sin macho trabajo volver a concebir la felicidad. Era, pues, la idea de que quizás aquel rumor lo ocasionaban algunos albañiles que se ocupasen por orden del gobernador, en arreglar el calabozo inmediato.

Fácil era cerciorarse; pero ¿cómo se atrevía a preguntarlo? Nada más fácil, repetimos, que esperar la llegada del carcelero, hacerle darse cuenta del ruido, y observar la impresión que le causaba; pero con esta nimia satisfacción de su curiosidad, ¿no podría arriesgar intereses muy altos? Por desgracia, la cabeza de Edmundo, como una campana vacía, estaba aturdida, y tan débil, que su cerebro, flotante como un vapor, no podía condensarse para concebir una idea. No vio más que un medio para dar fuerza a su reflexión y lucidez a su juicio; volvió los ojos hacia el caldo, humeante aún, que el carcelero acababa de poner sobre la mesa, y levantándose como pudo tomó la taza y bebió de un sorbo, sintiendo al punto un indecible bienestar. Y tuvo fuerzas para contenerse, aunque había ya cogido el pan para comerlo; pero el recuerdo de que muchos náufragos, extenuados de hambre, habían muerto por comer mucho de repente, hízole dejar el pan sobre la mesa y volver a acostarse. Edmundo ya no quería morir.

Pronto sintió penetrar la luz en su cerebro. Sus ideas vagas e incomprensibles empezaban a reflejarse en ese espejo maravilloso cuya lucidez distingue al hombre del animal. Pudo, pues, pensar, fortificando su pensamiento con el raciocinio.

Puedo hacer una prueba dijo entonces para sí, pero sin comprometer a nadie. Si el ruido procede de un albañil, en cuanto yo golpee la pared, cesará, porque él intentará saber quién llama y por qué llama; pero como será su trabajo no solamente lícito sino obligatorio, al punto lo proseguirá. Si, por lo contrario, es un preso, el ruido que yo haga debe sobresaltarle, y temiendo ser descubierto abandonará su trabajo hasta la noche cuando todos duerman en el castillo.

Acto seguido volvió a levantarse Edmundo, y esta vez, ni sus piernas vacilaban ni sus ojos se desvanecían. Dirigióse a un rincón del calabozo, arrancó una piedra, que con la humedad iba ya desprendiéndose, y con ella dio tres golpes en la pared, donde parecía sentirse más cercano el ruido. Al primer golpe, el ruido cesó como por ensalmo. Púsose a escuchar Edmundo con toda su alma, y pasó una hora, y pasaron dos, sin que el ruido prosiguiese. Del otro lado de la pared respondía a sus golpes un silencio absoluto. Lleno de esperanza, comió algunos bocados de pan, bebió unos sorbos de agua, y gracias a la poderosa constitución de que le dotara la naturaleza, hallóse poco más o menos como antes. Llegó la noche y no se oyó el ruido.

¡Es un preso! exclamó Dantés con indecible júbilo.

Desde entonces su cabeza fue un volcán, y se hizo su vida violenta a fuerza de ser activa. Pasó la noche sin que él cerrara los ojos ni se oyera el más leve ruido. Con el alba llegó el carcelero a traer las provisiones. Edmundo había agotado las del día anterior, y agotó también las nuevas, escuchando incesantemente aquel ruido que no continuaba, temiendo que no volviese a repetirse, andando al día diez o doce leguas en su calabozo, asiéndose a la reja de hierro de la ventanilla para recobrar la elasticidad de sus miembros, y disponiéndose, en fin, a luchar cuerpo a cuerpo con el porvenir, al igual que los gladiadores, que ejercitaban su cuerpo y lo frotaban con aceite antes de bajar a la arena. En los intervalos de esta febril actividad, escuchaba por si volvía el ruido, impacientándose con la prudencia de aquel preso, que no adivinaba que quien le había interrumpido en sus tareas de libertad era otro preso que deseaba recobrarla tanto como él.

Transcurrieron tres días… setenta y dos horas mortales contadas minuto por minuto. A1 fin una noche, cuando el carcelero acababa de hacerle su última visita, tenía Edmundo por centésima vez pegado el oído a la pared, y le pareció que un rumor imperceptible vibraba sordamente en su cabeza, puesta en contacto con la pared. Apartóse un poco para refrescar su cerebro exaltado, dio algunas vueltas por la habitación, y volvió a colocarse en el mismo sitio. No había duda: algo pasaba en el otro lado. El preso había reconocido lo arriesgado de su empresa y la proseguía de otro modo. Sin duda había sustituido el cincel por la palanca. Animado por este descubrimiento, Edmundo decidió ayudar a aquel obrero infatigable. Empezando por apartar su cama, pues detrás de ella creía que sonaba el rumor, buscó con los ojos un objeto que le sirviese para rascar la pared y arrancar una piedra de sus húmedos cimientos. No tenía cuchillo ni instrumento cortante alguno, sino sólo los barrotes de la reja, y como más de una vez se había convencido de que era imposible arrancarlos, ni siquiera lo intentó. Todos sus muebles reducíanse a la cama, una silla, una mesa, un jarro y un cántaro. La cama tenía los pies de hierro; pero los tenía unidos a las tablas con tornillos. Para poder arrancarlos necesitaba de un destornillador.

Sólo le quedaba un recurso: romper el cántaro, y emprender su tarea con uno de los pedazos que tuviesen forma puntiaguda. Dicho y hecho: dejó caer el cántaro al suelo, con lo que se hizo mil pedazos. Eligió dos o tres de los más agudos y los ocultó en su jergón, dejando los otros en el suelo. El romperse el cántaro era una cosa tan natural, que no le daba cuidado alguno. Edmundo tenía toda la noche para trabajar; pero con la oscuridad no se daba mucha maña, pues tenía que trabajar a tientas, y conoció bien pronto que su primitiva herramienta se embotaba contra un cuerpo más duro. Volvió, pues, a acostarse y esperó que amaneciera: con la esperanza había recobrado la paciencia, y durante toda la noche no dejó de oír al zapador anónimo que continuaba su trabajo subterráneo.

Al amanecer entró el carcelero. Díjole el joven que bebiendo, la víspera, con el cántaro, se le había caído de las manos, rompiéndose. El carcelero, refunfuñando, fue a traer otra vasija nueva, sin tomarse el trabajo de llevarse los restos de la rota. Volvió con ella un instante después, encargando al preso que tuviese más cuidado, y se marchó.

Dantés escuchó con alegría inexplicable rechinar la cerradura, que en otros tiempos cada vez que se cerraba le oprimía el corazón. Oyó alejarse el ruido de los pasos, y cuando se extinguieron enteramente corrió a retirar la cama de su sitio, con lo que pudo ver, al débil rayo de luz que penetraba en el calabozo, lo inútil de su tarea de la noche anterior, ya que había rascado la piedra y no la cal que por sus extremos la rodeaba y que la humedad había reblandecido bastante. Latiéndole con fuerza el corazón observó Dantés que se caía a pedazos, y que aunque los pedazos eran átomos, en realidad, en media hora arrancó un puñado poco más o menos. Un matemático hubiera podido calcular que con dos años de este trabajo, si no se tropezaba con piedra viva, podría practicarse un boquete de dos pies cuadrados y veinte de profundidad. Entonces el preso se reprendió a sí mismo por no haber ocupado en aquella manera las largas horas que había perdido esperando, rezando y desesperándose. Eran cerca de seis años que llevaba en el calabozo. ¿Qué trabajo no hubiera podido acabar por lento que fuese? Esta idea le infundió alientos.

A los tres días logró, con infinitas precauciones, arrancar todo el cimiento, dejando la piedra al aire. La pared se componía de morrillos interpolados de piedras para mayor solidez. Una de estas piedras era la que había casi desprendido y que ahora anhelaba arrancar de su base. Recurrió Dantés a sus dedos, pero fueron insuficientes, y los pedazos del cántaro, introducidos a manera de palanca en los huecos, se rompían cuando él apretaba. Después de una hora de inútiles tentativas se levantó con la frente bañada en sudor, lleno de angustia el corazón, preguntándose si tendría que renunciar al principio de su empresa. ¿Tendría que esperar, inerte y pasivo, a que su compañero, que quizá se cansaría, lo hiciese todo por su parte?

Pasó entonces por su imaginación una idea que le hizo quedarse parado y sonriendo. Su frente húmeda de sudor se secó al punto. El carcelero le llevaba todos los días la sopa en una cacerola de cinc. Además de su sopa, contenía esta cacerola seguramente la de otro preso, puesto que había observado Dantés que unas veces estaba enteramente llena y otras hasta la mitad únicamente, según que su conductor empezaba a distribuir por él o por su compañero.

La cacerola tenía un mango de hierro, que era justamente lo que Edmundo necesitaba, y lo que hubiera pagado con diez años de su vida. El carcelero solía vaciar la cacerola en la cazuela de Dantés, quien después de comerse la sopa con una cuchara de palo, lavaba la cazuela para que le sirviera al siguiente día. Aquella noche Edmundo colocó la cazuela en el suelo entre la puerta y la mesilla, de modo que al entrar el carcelero la pisó y la hizo mil pedazos sin que pudiese decir nada a Dantés: si éste había cometido la torpeza de dejarla en el suelo, el carcelero había cometido la de no mirar dónde ponía los pies; por lo que tuvo que contentarse con refunfuñar. Miró luego a su alrededor para hallar donde dejarle la comida; pero Dantés no tenía más vasija que la cazuela.

Dejadme la cacerola dijo Edmundo, mañana podréis recogerla cuando me traigáis el desayuno.

Este consejo convenía tanto a la pereza del carcelero, como que así no necesitaba subir y bajar otra vez la escalera. Dejó pues la cacerola. Edmundo tembló de alegría, y comiendo esta vez a toda prisa la sopa y el resto de sus provisiones, que, según costumbre de las cárceles, se juntaban en una sola vasija, esperó más de una hora para cerciorarse de que el carcelero no volvería; separó la cama de la pared, cogió la cacerola, a introduciendo el mango por la junta de piedra, sirvióse de él como de una palanca.

Una ligera oscilación de la piedra le probó que su ensayo tenía buen j resultado; al cabo de una hora, la piedra había salido de la pared, dejando un hueco como de un pie de diámetro. Recogió con cuidado toda la cal, y la esparció en los rincones del calabozo. Luego raspó el suelo con uno de los pedazos del cántaro y mezcló aquella cal con tierra negruzca. Queriendo después aprovechar aquella noche, en que la casualidad, o mejor dicho, su sabia combinación le proveyera de tan precioso instrumento, siguió cavando con mucho afán. Al amanecer volvió a colocar la piedra en su agujero, colocó también la cama en su sitio y se acostó. Su almuerzo consistía en un pedazo de pan, que poco después vino a traerle el carcelero.

¡Cómo! ¿No me bajáis otra cazuela? le preguntó Edmundo.

No, porque todo lo rompéis respondió aquél. Habéis roto a un cántaro, y tenido la culpa de que yo rompiese la cazuela. Si todos los presos hiciesen tanto gasto como vos, el gobierno no podría soportarlo. Os dejaré la cacerola, y en ella os echaré la sopa de hoy en adelante: acaso no la romperéis.

Dantés levantó los ojos al cielo y cruzó las manos debajo de su cobertor porque aquel pedazo de hierro, de que dispondría ya a todas horas, le inspiraba una gratitud al cielo, más viva que la que le habían inspirado todas las venturas de su vida anterior. Había observado solamente que su compañero no trabajaba desde que él había comenzado su tarea. Pero ni esto importaba, ni era razón para desmayar: si su compañero no llegaba hasta él, él llegaría hasta su compañero. Todo el día trabajó sin descanso, de manera que por la noche, gracias a su nuevo instrumento, había arrancado de la pared sobre diez puñados, entre morrillos, cal y piedra del cimiento.

A la hora de la visita enderezó lo mejor que pudo el mango de su cacerola, colocándola en su sitio. Vertió en ella el llavero su ordinaria ración de sopa y de provisiones, o por mejor decir de pescado, porque aquel día, así como tres veces por semana, hacían comer de viernes a los presos. Este habría sido un medio de calcular el tiempo, si Edmundo no hubiera renunciado a él desde hacía mucho.

Fuese el carcelero y esta vez quiso Dantés asegurarse de si su vecino había en efecto renunciado o no a su empresa, y se puso a escuchar atentamente. Todo permaneció en silencio como durante aquellos tres días en que los trabajos se habían interrumpido. Suspiró, convencido de que el preso desconfiaba de él. Con todo, no por esto dejó de trabajar toda la noche; pero a las dos o tres horas tropezó con un obstáculo. El hierro no se hundía, sino que resbalaba sobre una superficie plana. Metió la mano, y pudo cerciorarse de que había tropezado con una viga que atravesaba, o, mejor dicho, cubría enteramente el agujero comenzado por él. Era preciso cavar por debajo de ella o por encima. El desgraciado no había pensado en este obstáculo.

¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! exclamó, tanto os recé, que confié que me oyeseis. ¡Dios mío!, después de haberme quitado la libertad en vida… ¡Dios mío!, después de haber hecho renunciar al reposo de la muerte… ¡Dios mío!, que me habéis devuelto al mundo… ¡Dios mío! ¡Apiadaos de mí, no me dejéis morir entregado a la desesperación!

¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? murmuró una voz, que como salida del centro de la tierra, llegaba a Edmundo opaca, por decirlo así, y con un acento sepulcral.

Erizáronsele los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.

¡Ah! dijo, oigo la voz de un hombre.

Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero, y para los presos el carcelero no es un hombre, es una puerta viva que se aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne sujetada a los hierros de su ventana.

En nombre del cielo, quienquiera que seáis el que habló, imploro que sigáis hablando, aunque vuestra voz me asuste: ¿quién sois?

¿Y vos, quién sois? le preguntó la voz.

Un preso desdichado respondió Edmundo, que no tenía ningún inconveniente en responder.

¿De dónde sois?

Francés.

¿Os llamáis?

Edmundo Dantés.

¿Vuestra profesión?

Marino.

¿Cuánto tiempo hace que estáis preso?

Desde el 28 de febrero de 1815.

¿Cuál es vuestro delito?

Soy inocente.

Pero ¿de qué os acusan?

De haber conspirado para que volviera el emperador.

¿El emperador no está ya en el trono?

Abdicó en Fontainebleau en 1814, y fue desterrado a la isla de Elba. Pero ¿desde cuándo estáis vos aquí que ignoráis todo esto?

Desde 1811.

Dantés se estremeció; aquel hombre estaba preso cuatro años antes que él.

Está bien: no cavéis más dijo la voz muy aprisa. Decidme solamente: ¿a qué altura está vuestra excavación?

Al nivel del suelo.

¿Y cómo puede ocultarse?

Con mi cama.

¿No os han mudado la cama desde que estáis preso?

Nunca.

¿Adónde cae vuestro calabozo?

A un corredor.

¿Y el corredor?

Al patio.

¡Ay! murmuró la voz.

¡Dios mío! ¿Qué ocurre? preguntó Dantés.

Que me equivoqué; que lo imperfecto de mi croquis me engañó; que la falta de compás me ha perdido, pues una línea equivocada en mi croquis equivale en realidad a quince pies. He creído que esta pared que nos separa era la muralla.

Pero entonces hubierais salido al mar.

Era lo que yo quería.

¿Y si lo hubieseis logrado?

Nadaría hasta llegar a una de esas islas que rodean al castillo de If, la isla de Daume o la de Tiboulen, o la costa, y me hubiera salvado.

¿Habríais podido nadar tanto?

Dios me habría dado fuerzas. Ahora todo está perdido.

¿Todo?

Sí, tapad muy bien ese agujero, no trabajéis más, no os ocupéis en nada, y esperad que yo os avise…

¿Quién sois? Decidme quién sois, por lo menos.

Soy… soy el número 27.

¿Desconfiáis de mí? le preguntó Dantés.

Y creyó oír por toda respuesta una risa amarga.

¡Oh! Soy buen cristiano exclamó en seguida, adivinando instintivamente que aquel hombre pensaba abandonarle. Os juro por Cristo que primero consentiré que me maten, que dejar entrever a vuestros verdugos y a los míos un átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me privéis de vuestra presencia, no me privéis de vuestra voz, porque, os lo juro, me van abandonando ya las fuerzas… porque me estrellaría contra la pared y tendríais que reprocharos mi muerte.

¿Qué edad tenéis? Vuestra voz parece la de un joven.

No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí. Solamente sé que iba a cumplir diecinueve años cuando me prendieron en 1815.

No ha cumplido aún veintiséis años murmuró la voz. A esa edad el hombre no es traidor todavía.

¡Oh! No, no, os lo juro repitió Dantés. Os lo dije, consentiré que me despedacen antes que haceros traición.

Hicisteis bien en hablarme, hicisteis bien en rogarme, porque ya iba yo a trazar otro plan y a separarme de vos. Pero vuestra edad me tranquiliza; esperadme, que me reuniré con vos.

¿Cuándo?

Antes calcularé nuestros recursos: dejad a mi cargo el avisaros.

Pero no me abandonaréis, no me dejaréis solo, ¿verdad? Os vendréis a reunir conmigo o consentiréis en que vaya a reunirme con vos. Huiremos juntos, y si no podemos huir, hablaremos, vos de las personas a quienes améis, yo de aquellas a quienes amo. Vos debéis de amar a alguien.

Estoy solo en el mundo.

Entonces me amaréis a mí. Si sois joven seré vuestro amigo; si viejo, vuestro hijo. Mi padre debe de contar ahora setenta años, si aún vive; yo sólo amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro de que mi padre no me ha olvidado; pero ella… sabe Dios si aún piensa en mí. Os amaré como amaba a mi padre.

Está bien dijo el preso. Hasta mañana.

Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer ninguna pregunta más se levantó, y tomando para ocultar los escombros las mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su cama a la pared. Desde aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: ya no estaría solo, quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un compañero, y como es sabido, la prisión en compañía es sólo media prisión. Las quejas exhaladas en común son casi oraciones; las oraciones en común son casi himnos de gratitud.

Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su calabozo, saltándosele el corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos le ahogaba. Sentábase en la cama, apretándose el pecho con las manos, y al menor ruido que se oía en el corredor lanzabase hacia la puerta; porque una o dos veces le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre, a quien ya amaba aún sin conocerle. Entonces tomó una resolución: si el carcelero separaba su cama de la pared, y veía la excavación, y se inclinaba para examinarla, él le asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el cántaro de agua.

Le condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y desesperación cuando aquel ruido milagroso le volvió a la vida?

A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que así ocultaba mejor la excavación. Con ojos muy extrañados debió de mirar sin duda al inoportuno carcelero, porque éste le dijo:

Vamos, ¿vais a volveros loco otra vez?

Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase. El carcelero se fue, moviendo la cabeza. Al llegar la noche creyó Dantés que su vecino se aprovecharía del silencio y de la oscuridad para reanudar la conversación; pero nada menos que eso: transcurrió la noche sin que ningún ruido respondiese a su febril ansiedad; pero, por la mañana, después de la visita de costumbre, cuando ya él había separado su cama de la pared, sonaron tres golpecitos acompasados, que le hicieron ponerse apresuradamente de radillas.

¿Sois vos? dijo ¡Aquí estoy!

¿Se ha marchado ya el carcelero? preguntó la voz.

Sí, y no volverá hasta la noche contestó Dantés. Tenemos doce horas a nuestra disposición.

¿Puedo, pues, trabajar? preguntó la voz.

Sí, sí, ¡al instante! ¡Al instante! Yo os lo suplico.

Y en el mismo momento la tierra en que apoyaba Dantés ambas manos, pues tenía la mitad del cuerpo metido en el agujero, vaciló como si le faltara la base. Echóse hacia atrás Dantés, y una porción de tierra y piedras se precipitó por otro agujero que acababa de abrirse debajo del que había abierto él. Entonces, en el fondo de aquel lóbrego antro, cuya profundidad no podía calcularse a primera vista, apareció una cabeza, unos hombros, y un hombre, por último, que salía con bastante agilidad.

Capítulo dieciséis

Un sabio italiano

Dantés recibió en sus brazos a aquel nuevo amigo, por tanto tiempo esperado, y lo llevó junto a su ventana para que le alumbrase por entero la tenue luz del calabozo.

Era un hombre pequeño de estatura, encanecido más por las penas que por los años, ojos de mirada penetrante ocultos por espesas cejas, también un tanto canas, y de larguísima barba que todavía se conservaba negra. Lo demacrado de su rostro, que surcaban arrugas profundísimas, la línea atrevida de sus facciones, todo en él, en fin, revelaba al hombre más acostumbrado a ejercer las facultades del alma que las del cuerpo. La frente del recién llegado estaba bañada en sudor y en cuanto al traje, era imposible distinguir la forma primitiva, porque se le caía a pedazos. Lo menos representaba sesenta y cinco años, aunque cierto vigor en las acciones .demostraba que tal vez tenía menos edad que la que le hacía representar su prolongado encierro.

Acogió el recién llegado las entusiastas protestas del joven con una especie de agrado, y parecía como si su alma helada reviviese por un instante para confundirse con aquella alma ardiente. Agradecióle, pues, efusivamente su cordialidad, aunque le había causado una impresión muy terrible hallar un segundo calabozo donde creyó encontrar la libertad.

Veamos primeramente le dijo si hay medio de que los carceleros no den con el quid de nuestras entrevistas. Nuestra tranquilidad futura consiste en que ellos ignoren lo que ha pasado.

Y, al decir esto, se inclinó hacia la excavación, y alzando la piedra en vilo, aunque era grande su peso, la volvió a colocar en su sitio.

Esta piedra ha sido arrancada con poca precaución dijo al inclinarse. ¿Tenéis herramientas?

¿Y vos le respondió Dantés admirado, las tenéis acaso?

He construido algunas. A excepción de lima, tengo todas las que necesito: escoplo, tenazas y palanca.

¡Oh! Cuánta curiosidad tengo de ver esos productos de vuestra paciencia y de vuestra industria dijo Dantés.

Mirad, aquí traigo el escoplo.

Y diciendo esto, le enseñó una hoja de hierro fuerte y aguda: el mango era de madera.

¿Cómo habéis hecho esto? le dijo Dantés.

Con uno de los goznes de mi cama. Con esta herramienta he abierto todo el camino que me condujo aquí: cerca de cincuenta pies.

¡Cincuenta pies! exclamó el preso con una especie de terror.

Hablad más quedo, joven, hablad más quedo. Muchas veces hay detrás de las puertas quien escucha a los presos.

Saben que estoy solo.

No importa.

¿Y decís que habéis cavado cincuenta pies para llegar hasta aquí?

Tal es, poco más o menos, la distancia que separa mi calabozo del vuestro. Empero, como me faltaban instrumentos de geometría para tirar la escala de proporción, he trazado mal una curva, de modo que en vez de cuarenta pies de elipse he hallado cincuenta. Mi intención, como ya os dije, era salir a la muralla exterior, horadarla también y arrojarme al mar. En vez de pasar por debajo de vuestro calabozo, he costeado el corredor a que sale, lo que hace que todo mi trabajo sea inútil, pues el corredor cae a un patio lleno de centinelas.

Es verdad dijo Dantés, pero ese corredor sólo pertenece a una de las paredes de este calabozo, y éste, como veis, tiene cuatro.

Desde luego; pero esta pared primera está edificada en la piedra viva: necesitarían para horadarla diez mineros con buenas herramientas diez años: esta otra debe empalmar con los cimientos de las habitaciones del gobernador; saldríamos a las cuevas, que están cerradas con llave: allí nos atraparían. La pared cae…, esperad, esperad…, ¿adónde cae la otra pared?

Esta pared era la del tragaluz por donde entraba la luz. A imitación de laa troneras, este respiradero iba estrechándose hasta el fin de un modo tal, que sin contar las tres hileras de hierros, capaces de hacer dormir tranquilo al gobernador más pusilánime, no hubiera podido escaparse ni un niño por allí. Al hacer esta pregunta el recién llegado, arrastró la mesa hasta colocarla debajo del tragaluz.

Subid dijo a Dantés.

Dantés obedeció, subió sobre la mesa, y adivinando el intento de su compañero apoyó la espalda en la pared y le alargó ambas manos desde encima de la mesa. Entonces el hombre que se había llamado a sí mismo con el número de su calabozo, y cuyo verdadero nombre ignoraba Dantés aún, con más ligereza que la que su edad hacía presumir, subió del suelo a la mesa, y luego, flexible como un gato o un reptil, de la mesa a las manos de Dantés, y de las manos a las espaldas. De este modo, doblándose extremadamente, porque no le permitía otra cosa el techo del calabozo, pudo meter la cabeza entre la primera fila de hierros y mirar arriba y abajo, retirando al momento la cabeza con mucha prima a la vez que exclamaba:

¡Oh!, ¡oh! ¡Ya lo sospechaba yo!

Y volvió a bajar a la mesa, y de la mesa saltó al suelo.

¿Qué sospechabais? le preguntó ansioso el joven, saltando también.

El anciano se quedó meditabundo.

Sí dijo, eso es… la cuarta pared del calabozo da a una galería exterior, a una especie de ronda por donde pasan patrullas y donde hay centinelas.

¿Estáis seguro de ello?

He visto el morrión de un soldado y la boca de su fusil. Me retiré tan pronto por miedo de que él también me viese.

En resumen… dijo Dantés.

Ya veis que es imposible huir por vuestro calabozo.

¿De modo que…? preguntó el joven con acento interrogador.

Conque ¡hágase la voluntad de Dios! contestó. Y las facciones del anciano se cubrieron de un aspecto de resignación.

Dantés no pudo menos de mirar con extrañeza que rayaba en admiración, a un hombre que con tanta filosofía renunciaba a una esperanza alimentada tantos años.

¿Queréis decirme ahora quién sois? le preguntó.

¡Oh!, sí, como os interese todavía, aunque no pueda ya serviros para nada.

Podéis servirme de consuelo y de sostén, puesto que me parece sin igual vuestra fortaleza de espíritu.

Yo soy dijo el anciano sonriendo tristemente el abate Faria, preso, como ya sabéis, desde 1811 en el castillo de If; pero antes de esa fecha llevaba ya tres años en la fortaleza de Fenestrelle. En esa fecha me trasladaron del Piamonte a Francia. Supe entonces que el destino, hasta allí su vasallo, había dado un hijo al emperador Napoleón, hijo que en la misma cuna se llamaba ya rey de Roma. Estaba yo entonces muy lejos de sospechar lo que me habéis dicho, a saber: que cuatro años más tarde el coloso se haría pedazos. ¿Quién reina ahora en Francia? ¿Es acaso Napoleón II?

No; Luis XVIII.

¿El hermano de Luis XVI? ¡Extraños y misteriosos decretos del Altísimo! ¿Cuál es el objeto de la Providencia haciendo caer al hombre que había elevado, y elevar al que había hecho caer?

Dantés seguía con la vista a aquel hombre que olvidaba un momento su propio destino para ocuparse de tal del mundo.

Sí, sí prosiguió, lo mismo que en Inglaterra. Después de Carlos I, Cromwell; después de Cromwell, Carlos II, y quizá después de Jacobo II, algún pariente, algún príncipe de Orange, algún Statuder que se corone rey, y con él nuevas concesiones al pueblo, y ¡constitución y libertad! Vos lo veréis, joven dijo volviéndose hacia Dantés, y mirándole con ojos brillantes y profundos, como debían de tenerlos los profetas. Vos lo veréis, puesto que todavía tenéis edad para verlo.

¡Ay!, si salgo de aquí.

Justamente respondió el abate Faria. Estamos presos aunque hay momentos en que lo olvido y que me creo libre, atravesando mi vista por entre los muros que me encierran.

Pero ¿por qué estáis preso?

Por haber soñado en 1807 lo que Napoleón quiso realizar en 1811; porque como él, quise formar con todos esos principados que hacen de Italia un nido de reyezuelos tiránicos y débiles, un imperio compacto y fortísimo; porque creí hallar mi César Borgia en un bobo coronado que aparentó comprenderme para engañarme mejor. Mi proyecto era el de Alejandro VI y el de Clemente VII; siempre fracasará, puesto que ellos lo emprendieron inútilmente, y Napoleón no pudo acabar de realizarlo. No hay duda: ¡Italia está maldita!

El anciano inclinó la cabeza… Dantés no comprendía cómo un hombre puede arriesgar su existencia por semejantes intereses; bien que a decir verdad, si conocía a Napoleón por haberle visto y haberle hablado, en cambio, ignoraba completamente quiénes fuesen Clemente VII y Alejandro VI. Con lo cual fue contagiándose de la creencia de su carcelero, creencia general en el castillo de If, y dijo al anciano:

¿No sois vos el eclesiástico a quien se cree… enfermo?

A quien se cree loco, queréis decir, ¿no es verdad?

No me atrevía dijo sonriendo Dantés.

Sí, sí prosiguió el abate con amarga sonrisa yo soy el que pasa por loco, soy el que divierte hace tanto tiempo a los huéspedes de este castillo, y el que divertiría a los niños, si los hubiera en esta mansión del duelo sin esperanza.

Quedóse Dantés un momento inmóvil y mudo.

¿Conque renunciáis a huir? dijo al cabo.

Lo reconozco imposible. Es volverse contra Dios intentar lo que Dios no quiere.

¿Por qué os desanimáis? También es pedir mucho a la Providencia querer a la primera tentativa, de manera que ¿no podéis volver a la excavación por otro lado?

Pero ¿así habláis de volver? ¿No sabéis lo que ya he hecho? ¿Ignoráis que he necesitado cuatro años pare construir las herramientas que poseo? ¿No sabéis que hace diez años que pico y cavo una tierra tan dura como el granito? ¿Sabéis que he necesitado desencajar piedras que en otro tiempo hubiera yo creído imposible mover; que he pasado días enteros en esa empresa titánica, creyéndome dichoso por la noche con haber minado una pulgada en cuadro de ese vetusto cimiento, que hoy está ya tan duro como la misma piedra? ¿Ignoráis acaso que pare ocultar los escombros que sacaba, he necesitado horadar la bóveda de una escalera, y que en ella los he ido depositando hasta el punto de que hoy no puede ya contener un puñado de polvo más? ¿No sabéis, por último, que ya creía tocar al fin de mi trabajo, que no me quedaban más fuerzas que las precisas pare esto, cuando Dios no solamente lo aleja sino que lo alarga indefinidamente? Así, os repito lo que os dije: nada haré desde ahora pare alcanzar mi libertad, puesto que Dios quiere que por siempre la haya perdido.

Edmundo bajó la cabeza pare no reveler a aquel hombre que la alegría de tener un compañero le impedía compartir como debiera el dolor que experimentaba el preso, de no haber podido salvarse. El abate se dejó caer sobre la cama de Edmundo, que permaneció de pie. Jamás había pensado en la fuga el joven. Tienen algunas cosas tal aire de imposibles, que no se nos ocurre la idea de intentarlas, y hasta las evitamos instintivamente. Efectuar una mina de cincuenta pies, empleando tres años pare salir por todo triunfo a un precipicio que cae al mar; arrojarse desde cincuenta, sesenta, setenta o acaso cien pies de altura, pare hacerse pedazos en una roca, si antes la bala del centinela no ha hecho su oficio; verse obligado, si se escape de tantos peligros, nada menos que a nadar una legua, era lo bastante pare que cualquiera se resignara, y ya hemos visto que a Dantés le faltó poco pare llevar esta resignación hasta el suicidio.

Pero ahora que el joven había visto a un anciano agarrarse a su vide con tanta energía, dándole ejemplo de resoluciones desesperadas, se puso a reflexionar y hacer cuentas con su valor. Otro hombre había intentado lo que él no se imaginó siquiera; otro, menos joven, menos fuerte, menos atrevido que él, a fuerza de astucia y de paciencia, se había procurado cuantas herramientas necesitaba pare esta operación increíble, que sólo pudo fracasar por una línea mal trazada; todo esto lo había hecho otro hombre, conque nada era imposible a Dantés; Faria había minado cincuenta pies; él minaría ciento; Faria, con cincuenta años de edad, había consagrado tres a su obra; él, que sólo tenía la mitad de los años de Faria, consagraría seis; Faria, hombre de iglesia, abate y sabio, no había temido aventurarse a ir nadando desde el castillo de If a la isla de Daume, de Ratonneau, o de Lamaire; ¿cómo él, Edmundo el marino, el hábil nadador que tantas veces había bajado al fondo del mar a coger una rama de coral, vacilaría para pasar una legua a nado? ¿Una hora solamente, cuando él había estado horas enteras en el mar sin hacer pie ni descanso alguno? No, no, Dantés no tenía necesidad más que de ser estimulado por un ejemplo. Todo lo que pudiese hacer otro hombre lo haría él. Se quedó pensativo diciendo al cabo al anciano:

Ya encontré lo que buscabais.

Faria se conmovió.

¿Vos? exclamó levantando la cabeza, como si diera a entender a Edmundo que a decir verdad, su desaliento no sería de gran duración. Veamos, ¿qué encontrasteis?

El túnel que hicisteis para llegar hasta aquí tiene la misma dirección que la galería exterior, ¿no es verdad?

Sí.

¿Debe de estar a una distancia de cincuenta pasos?

A lo sumo.

Pues bien, hacia la mitad del túnel abrimos otro que forme como los brazos de una cruz. Esta vez tomáis mejor vuestras medidas; salimos a la galería exterior, matamos al centinela y nos escapamos. Sólo dos cosas se necesitan para llevar adelante este plan: ánimo, vos le tenéis; fuerzas, no me faltan a mí. No hablo de paciencia, vos me habéis probado ya la vuestra, y yo os probaré la mía.

Aguardad, que aún no sabéis, mi querido compañero, de qué especie son mis ánimos respondió el abate, y qué use puedo hacer de mis fuerzas. En cuanto a la paciencia, creo que demostré bastante al volver a empezar por la mañana la tarea de la noche, y por la noche la tarea del día. Pero cuando lo hice, me imaginaba servir a Dios dando libertad a una de sus criaturas, que por ser inocente no podía ser condenado.

Y ¿no sucede lo mismo ahora que entonces? le preguntó Dantés. ¿O es que os reconocéis culpable desde que me habéis encontrado?

No; pero no quiero llegar a serlo. Hasta ahora no creí tener que habérmelas sino con las cosas, pero según vuestro plan, tendré que habérmelas con los hombres. Yo he podido muy bien atravesar una pared y destruir una escalera, pero no atravesaré un pecho ni destruiré una existencia.

¡Cómo! le dijo Dantés haciendo un leve ademán de sorpresa- ¡pudiendo escaparos, renunciaríais por semejante escrúpulo!

Y vos repuso Faria, ¿por qué no habéis asesinado a vuestro carcelero y habéis huido disfrazado con su traje?

Porque nunca se me ocurrió tal cosa.

No; no lo hicisteis porque el crimen os inspira horror instintivo, por eso no se os ocurrió tal cosa replicó el anciano. Nuestro mismo instinto nos advierte que lo natural y lo sencillo es no apartarnos de la línea del deber. El tigre que se alimenta de sangre, y cuyo destino es bañarse en sangre, sólo necesita que le indique su olfato dónde hay una presa que devorar. Al punto se abalanza contra ella y la destroza. Este es su instinto, obedece a él, pero al hombre, por el contrario, le repugna la sangre, y no creáis que son las leyes sociales las que le prohiben el asesinato, no, que son las leyes de la Naturaleza.

Dantés se quedó confundido. Aquellas palabras eran en efecto la explicación de las ideas que habían pasado por su cerebro, o dicho mejor, por su alma, porque hay ideas que brotan del cerebro a ideas que brotan del corazón.

Además añadió Faria, en los doce años que llevo de calabozo, he recordado las fugas célebres, y aunque pocas, las que ha coronado el éxito fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente. Así huyó de Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort PEveque el abate de Buquoi, y así Latude de la Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad, y ésas son las mejores. Creedme, esperemos una ocasión, y si se presenta aprovechémosla.

A vos os ha sido fácil esperar dijo Dantés suspirando. Vuestra continua tarea os ocupaba todos los instantes, y cuando no, teníais esperanza para consolaros.

Tened presente que no me ocupaba sólo en eso dijo el abate.

Pues ¿qué hacíais?

Escribir o estudiar.

¿Os dan papel, tinta y plumas?

No, pero yo me lo he hecho.

¡Vos hacéis papel, tinta y plumas! exclamó Dantés.

Sí.

Dantés, admirado, miró a aquel hombre, aunque costándole trabajo creer lo que le decía. Faria notó esta ligera duda y le dijo:

Cuando vengáis a mí cuarto, os enseñaré una obra completa, resultado de todos los pensamientos, reflexiones a indagaciones de toda mi vida. La había imaginado a la sombra del Coliseo, en Roma, al pie de la columna de San Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Entonces yo no sospechaba siquiera que mis verdugos me obligarían a escribirla en un calabozo del castillo de If. Intitúlase mi libro Tratado sobre la posibilidad de una sola monarquía italiana. Formará un volumen en cuarto muy abultado.

¿Y la habéis escrito…?

En dos camisas. He inventado una preparación que pone al lienzo liso y compacto como el pergamino.

¿Sois también químico?

Poca cosa. He conocido a Lavoisier, y tratado amistosamente a Cabanis.

Pero para esa obra habréis necesitado algunos apuntes históricos. ¿Tenéis libros?

En Roma tenía una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes, y a fuerza de leerlos y releerlos comprendí que con ciento cincuenta obras elegidas con inteligencia, se posee, si no el resumen completo del saber humano, lo más útil tan siquiera. Dediqué tres años de mi vida a leer y releer esas ciento cincuenta obras, de modo que cuando me prendieron las sabía casi de memoria, y con un leve esfuerzo las he ido recordando todas en mi prisión. De cabo a rabo podría recitaros a Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet. Solamente os cito los más importantes.

¿Sabéis muchos idiomas?

Hablo cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español. Con ayuda del griego antiguo comprendo el griego moderno; aunque lo hablo mal, lo estoy al presente estudiando.

¿Lo estáis estudiando? dijo Dantés.

Sí, ciertamente. He hecho un vocabulario de las palabras que sé, combinándolas de todas las maneras para que puedan expresar lo que pienso. Sé cerca de mil palabras, y en rigor no necesito de más, aunque haya cien mil en los diccionarios, si no me equivoco. No seré quizás elocuente, pero me daré a entender, y con esto me basta.

Cada vez más asombrado, Edmundo empezaba a juzgar sobrenaturales las facultades de aquel hombre. Puso empeño en cogerle en descubierto en algún punto y continuó:

Pero si no os han dado plumas, ¿cómo habéis podido escribir esta obra tan voluminosa?

He hecho plumas excelentes que, a ser conocidas, las preferiría todo el mundo, con los cartílagos de la cabeza de esas enormes pescadillas que algunas veces nos dan a comer los días de vigilia. Por lo cual, veo con mucho placer llegar los miércoles, los viernes y los sábados, porque espero aumentar mi provisión de plumas, y porque son mi tarea más dulce los trabajos históricos, yo lo confieso. Absorbiéndome en el pasado me olvido del presente, volando libre y a mis anchas por la historia, me olvido de que no tengo libertad.

Pero ¿y la tinta? ¿Con qué hacéis la tinta? dijo Dantés.

En otro tiempo contestó Faria había en mi calabozo una chimenea, que sin duda estuvo tapiada antes de mi venida, pero por espacio de muchos años han encendido en ella lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. He disuelto este hollín en el vino que me dan todos los domingos, y he ahí una tinta magnífica. Para las notas, y para aquellos pasajes que han de atraer poderosamente la atención de los lectores, me pico los dedos con un alfiler y los escribo con mi sangre.

Y ¿cuándo podré yo ver todo eso? le preguntó Dantés.

Cuando queráis respondió Faria.

¡Oh! ¡Ahora! ¡Ahora mismo! exclamó el joven.

Pues seguidme dijo Faria, y se metió en el camino subterráneo. Dantés le siguió.

Capítulo diecisiete

El calabozo del abate Faria

Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lindaba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estrecho, que apenas bastaba a un hombre.

El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, púsose a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.

Bueno dijo el abate, no son más que las doce y cuarto, podemos disponer aún de algunas horas.

Dantés miró en torno suyo buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.

Observad le dijo Faria ese rayo de luz que entra por mi ventana, y reparad en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe en derredor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.

Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.

Veamos dijo al abate. Estoy impaciente por examinar vuestros tesoros.

Dirigióse Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.

El abate le preguntó:

¿Qué queréis ver primero?

Enseñadme vuestra obra sobre Italia.

Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.

Ved, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagesimoctavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.

Sí respondió Dantés, bien lo veo. Enseñadme ahora, yo os lo suplico, las plumas con que habéis escrito esta obra.

Vedlas dijo Faria.

Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y coma el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que habló a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando con la mirada por el cuarto el instrumento con que había sido cortado.

¡Ah! Buscáis el cortaplumas, ¿no es cierto? le preguntó Faria. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.

El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.

Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.

En cuanto a la tinta dijo Faria, ya sabéis cómo me la proporciono; sabed además que la voy haciendo a medida que la necesito.

Pero lo que más me admira dijo Dantés es que los días os hayan bastado para trabajos tan grandes.

Disponía también de las noches respondió el abate.

¿Sois como los gatos? ¿Veis a oscuras?

No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.

¿De qué modo?

De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mirad mi luz.

Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.

Pero ¿y el fuego?

He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.

Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.

Y esto no es todo prosiguió Faria, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.

En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.

Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.

Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.

¿Quién os dio la cuerda que habréis necesitado para esta obra maravillosa?

Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.

Pero ¿no advirtieron que las sábanas de vuestra cama se iban quedando sin dobladillos?

No, que yo las cosía.

¿Con qué?

Con esta aguja.

Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.

Sí prosiguió Faria, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como veis, es más grande que la vuestra, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes os decía.

Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.

¿En qué pensáis? le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.

Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que habéis empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habríais hecho gozando de libertad?

Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabéis, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.

Yo no sé nada contestó Dantés humillado por su ignorancia, casi todas las palabras que pronunciáis carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso sois sabiendo tanto!

El abate se sonrió.

¿No decíais ahora que pensabais en dos cosas?

Sí.

Sólo me habéis dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?

La segunda es que vos me habéis contado vuestra historia y yo no os he referido la mía.

Vuestra historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.

Sin embargo repuso Dantés, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.

¿Os creéis inocente del crimen de que os acusan?

Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes.

Veamos, contadme vuestra historia dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.

Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con éste, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:

Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo os decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averiguad quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa vuestra desaparición?

A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!

No respondáis así, que falta a vuestra respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey precisa de sus millones.

»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.

»Volvamos, pues, a vuestro mundo. ¿Decís que ibais a ser nombrado capitán del Faraón?

Sí.

¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón? Podía interesar a alguno que no os casaseis con Mercedes? Contestad ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fueseis capitán del Faraón?

No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido elegir su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.

Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?

Danglars.

¿Cuál era su empleo a bordo?

Sobrecargo.

Si hubieseis llegado a ser capitán, ¿le conservaríais en su empleo?

No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas alguna inexactitud.

Bien. Decidme ahora¿presenció alguien vuestra última entrevista con el capitán Leclerc?

No, porque estábamos solos.

¿Pudo oír alguien la conversación?

Sí, porque la puerta estaba abierta y aún… esperad… sí… sí… Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Lederc me entregaba el paquete para el gran mariscal.

Bien murmuró el abate, ya dimos con la pista. Cuando desembarcasteis en la isla de Elba ¿os acompañó alguien?

Nadie.

¿Y os entregaron una misiva?

Sí, el gran mariscal.

¿Qué hicisteis con ella?

La guardé en mi cartera.

¿Llevabais vuestra cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una carta oficial podía caber en un bolsillo?

Tenéis razón. Mi cartera estaba a bordo.

Luego fue a bordo donde colocasteis la carta en la cartera.

Sí.

Desde PortoFerrajo a bordo, ¿qué hicisteis de la carta?

La tuve en la mano.

Cuando abordasteis de nuevo al Faraón, ¿pudieron ver todos que

llevabais una carta?

.Sí.

¿Y Danglars también lo vio?

También.

Poco a poco. Escuchad bien: refrescad vuestra memoria. ¿Os acordáis de los términos en que estaba concebida la denuncia?

¡Oh!, sí, sí: la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.

Repetídmelas.

Dantés reflexionó un instante y repuso:

Así decía textualmente:

«Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo del Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en PortoFerrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.

»Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo del Faraón.»

El abate se encogió de hombros.

Eso está claro como la luz del día dijo, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para no comprenderlo todo desde el principio.

¿Lo creéis así? exclamó Edmundo. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!

¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?

Cursiva, y muy hermosa.

¿Y la del anónimo?

Inclinada a la izquierda.

El abate se sonrió:

Una letra desfigurada, ¿no es verdad?

Muy correcta era para desfigurada.

Esperad dijo.

Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba pluma, la mojó en tinta, y escribió con la mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la denuncia.

Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:

¡Oh! ¡Es asombroso! exclamó. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!

Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa prosiguió el abate.

¿Cuál?

Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la mano izquierda.

¡Cuánto habéis visto! ¡Cuánto habéis observado!

Continuemos.

¡Oh!, sí, sí.

Pasemos a mi segunda pregunta.

Os escucho.

¿Podía interesar a alguien que no os casaseis con Mercedes?

Sí, a un joven que la amaba.

¿Su nombre?

Fernando.

Ese es un nombre español.

Era catalán.

¿Y creéis que ése haya sido capaz de escribir la carta?

No, lo que él hubiera hecho era darme una puñalada.

Eso es muy español. Una puñalada sí, una bajeza, no.

Además, ignoraba todos los pormenores que contiene la delación indicó Edmundo. ¿No se los habíais contado a nadie?

A nadie.

¿Ni a vuestra novia?

Ni a mi novia.

Pues ya no me cabe duda alguna: fue Danglars.

¡Oh!, ahora estoy seguro.

Esperad un poco… ¿Conocía Danglars a Fernando?

No… sí… ahora me acuerdo…

¿Qué?

La víspera de mi boda los vi sentados juntos a la puerta de la taberna de Pánfilo. Danglars estaba afectuoso y al mismo tiempo burlón, y Fernando pálido y como turbado. ¿Estaban solos?

No; se hallaba con ellos otro compañero, muy conocido mío, y que fue sin duda el que los relacionó…, un sastre llamado Caderousse; éste estaba ya borracho… Esperad, esperad… ¿cómo no he recordado esto antes de ahora? Junto a su mesa había un tintero…, papel y pluma… murmuró Edmundo llevándose la mano a la frente. ¡Oh! ¡Infames! ¡Infames!

¿Queréis aún saber más? le dijo el abate, sonriendo.

Sí, sí; puesto que veis claro en todo, y todo lo adivináis, quiero saber por qué no he sido interrogado más que una sola vez y por qué he sido condenado sin formación de causa.

¡Oh!, eso es más difícil dijo el abate. La policía tiene misterios casi imposibles de penetrar. Lo averiguado hasta ahora en eso de vuestros dos enemigos es una bagatela. En esto de la justicia tendréis que darme informes más exactos.

Preguntadme, pues, porque a decir verdad, más claro veis vos en mis asuntos que yo mismo.

¿Quién os tomó declaración? ¿El sustituto, el procurador del rey o el juez de instrucción?

El sustituto.

¿Era joven o viejo?

Joven, como de veintisiete a veintiocho años.

No estaría corrompido aún; pero ya podía tener ambición dijo el abate. ¿Que tal se portó con vos?

Más bien amable que severo.

¿Se lo contasteis todo?

Todo.

¿Y cambió de maneras durante el interrogatorio?

Cuando leyó la denuncia, parecióme que sentía mi desgracia.

¿Vuestra desgracia?

Sí.

¿Estabais seguro de que era vuestra desgracia lo que le apenaba?

Por lo menos me dio una prueba muy grande de su simpatía hacia mí.

¿Cuál?

Quemó el único documento que podía comprometerme.

¿Qué documento? ¿La denuncia?

No, la carta.

¿Estáis seguro?

Lo vi con mis propios ojos.

La cuestión varía. Este hombre puede ser más perverso de lo que vos creéis.

¡Me hacéis estremecer! dijo Dantés. ¿No estará poblado el mundo sino de tigres y cocodrilos?

Sí, con la diferencia de que los tigres y cocodrilos de dos pies son más temibles que los otros. ¿Conque decís que quemó la carta?

Sí, diciéndome por añadidura: «Ya lo veis, ésta es la única prueba que existe contra vos, y la destruyo.»

Muy sublime es esa conducta para ser natural.

¿De veras?

Estoy seguro. ¿A quién iba dirigida esa carta?

Ál señor Noirtier, calle de CoqHeron, número 13, en París.

¿Y no sospecháis que el sustituto pudiera tener interés en que desapareciese esa carta?

Quizá, porque diciéndome que por mi interés lo hacía, me obligó a jurarle dos o tres veces que a nadie hablaría de la carta, ni menos de la persona a quien iba dirigida.

¡Noirtier! ¡Noirtier! murmuró el abate. Yo he conocido un Noirtier en la corte de la antigua reina de Etruria, un Noirtier que había sido girondino en tiempo de la revolución. ¿Cómo se llama el sustituto de que habéis hablado?

Villefort es su apellido.

El abate se echó a reír a carcajadas. Dantés lo miraba estupefacto.

¿De qué os reís?

¿Veis ese rayo de luz? le preguntó Faria.

Sí.

Pues todo está tan claro como ese rayo transparente. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre joven! ¿Conque era muy bondadoso el magistrado?

Sí.

¿De modo que el digno sustituto quemó la carta?

Sí.

¿De modo que el honrado abastecedor del verdugo os hizo jurar que a nadie hablaríais de Noirtier?

Sí.

Pues ese Noirtier, ¡qué pobre ciego sois! Ese Noirtier, ¿no sabéis quién era? Ese Noirtier era su padre.

Un rayo caído a sus pies, que abriera la boca del infierno, para tragárselo, habría causado a Edmundo menos impresión que aquellas palabras inesperadas. Como un loco recorría la habitación, sujetando se la cabeza con las manos por temor de que estallara.

¡Su padre! ¡Su padre! exclamaba.

Sí, su padre, que se llama Noirtier de Villefort repuso el abate. Entonces un resplandor vivísimo iluminó la inteligencia del preso. Todo lo que hasta entonces le había parecido oscuro, se le apareció con la mayor claridad. Las bruscas alteraciones de Villefort durante el interrogatorio, la carta quemada, el juramento que le exigió, el tono casi de súplica el magistrado, que en vez de amenazar parecía que suplicase, todo le vino a la memoria. Profirió un grito, vaciló un instante como si estuviera borracho y lanzándose al agujero que conducía a su calabozo, exclamó:

¡Oh!, necesito estar a solas para pensar en todo esto.

Y al llegar a su calabozo se arrojó sobre la cama, donde le halló por la noche el carcelero, sentado, con los ojos fijos, las facciones contraídas, a inmóvil y mudo como una estatua. Durante aquellas horas de meditación que habían corrido para él unos segundos, tomó una resolución terrible a hizo un juramento atroz.

Una voz sacó a Edmundo de sus reflexiones, era la del abate Faria, que habiendo recibido también la visita del carcelero, venía a convidar a Edmundo a comer. Su calidad de loco, y en particular de loco divertido, le proporcionaba algunos privilegios, como eran un pan más blando y una copa de vino los domingos. Precisamente aquel día era domingo, y el abate brindaba a su joven compañero la mitad de su pan y su vino.

Dantés le siguió. Se había serenado su rostro; pero al recobrar su ordinario aspecto le quedaba un no sé qué de sequedad y firmeza, que demostraba una resolución invariable. El abate le miró fijamente.

Siento le dijo el abate el haberos ayudado en vuestras averiguaciones de ayer y haberos dicho lo que os díje.

¿Por qué?

Porque he engendrado en vuestro corazón un sentimiento que antes no abrigaba: la venganza.

Dantés se sonrió y dijo:

Hablemos de otra cosa.

Contemplóle el abate un momento todavía, y bajó tristemente la cabeza. Después, como Dantés le había exigido, se puso a hablar de otra cosa. El anciano era uno de esos hombres cuya conversación, como la de todos aquellos que han sufrido mucho, a la par que sirve de enseñanza, interesa y conmueve, empero no era egoísta, pues nunca hablaba de desgracias. Dantés escuchaba todas sus palabras con admiración, unas le revelaban ciertas ideas, de que él ya tenía noción por rozarse con la marina, que profesaba, y otras, referente a cosas desconocidas, le abrían horizontes nuevos, como esas auroras polares que alumbran a los navegantes en las regiones australes. Dantés comprendió entonces cuánta felicidad sería para una inteligencia bien organizada, seguir a la del abate en su vuelo por las esferas morales, filosóficas y sociales, en que ordinariamente se cernía.

Debíais de enseñarme algo de lo que sabéis, aunque no fuese sino para no cansaros de mí le dijo una vez. Paréceme que la soledad os sería preferible a un compañero sin educación ni modales, como yo. Si accedéis a lo que os pido, empeño mi palabra en no hablaros más de la fuga.

El abate se sonrió.

¡Ay, hijo mío! le contestó. El saber humano es tan limitado que cuando os enseñe las matemáticas, la física, la historia y las tres o cuatro lenguas que poseo, sabréis tanto como yo; ahora, pues, siempre necesitaré dos años para enseñaros toda mi ciencia.

¡Dos años! exclamó Dantés. ¿Creéis que podré aprender tantas cosas en dos años?

En su aplicación, no; en sus principios, sí. Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos y los sabios, la memoria forma a los unos, y la filosofía a los otros.

Pero ¿no se puede aprender la filosofía?

La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en que puso Dios el pie para subir a la gloria.

Veamos dijo Dantés. ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo deseos de empezar, tengo sed de aprender.

Todo contestó el abate.

En efecto, aquella noche imaginaron los dos presos un sistema de educación, que desde el día siguiente se puso en práctica. Tenía Dantés una memoria prodigiosa y una extremada facilidad en concebir las ideas. La inclinación matemática de su inteligencia le predisponía a comprenderlo todo con ayuda del cálculo, al paso que el instinto poético del marino corregía lo que hubiese de aridez sobrada y materialismo en la demostración reducida a números o a líneas. Sabía ya, como se ha dicho, el italiano y un poco del romanico o griego moderno, aprendido en sus viajes a Oriente. Estas dos lenguas le hicieron comprender fácilmente el mecanismo de las demás, por lo que a los seis meses empezaba a hablar el español, el inglés y el alemán.

Tal como le había prometido al abate Faria, bien que la distracción del estudio le sirviese como de libertad, o que él fuese rígido cumplidor de su palabra, como hemos visto, Edmundo no hablaba ya de escaparse, y los días pasaban para él tan rápidos como instructivos. Al año estaba convertido en otro hombre.

En cuanto al abate Faria, reparaba Dantés que, a pesar de la distracción que en su cautividad le había proporcionado su compañía, cada día se iba poniendo más taciturno. Como si le dominase un pensamiento persistente a incesante, caía en profundas abstracciones, suspiraba involuntariamente, se incorporaba de súbito, y cruzando los brazos se ponía muy meditabundo a dar vueltas por su calabozo. Cierto día se paró de repente en medio de uno de esos círculos que sin tregua trazaba en derredor de la estancia, y exclamó:

¡Ah! ¡Si no hubiera centinela!

Si vos queréis, no lo habrá dijo Dantés, que había seguido el curso de su pensamiento a través de las arrugas de su frente, como a través de un cristal.

Ya os dije que el crimen me repugna repuso el abate.

Y, sin embargo, si cometiéramos ese crimen, sería por instinto de conservación, por un sentimiento de defensa personal.

No importa, yo sería incapaz de…

Pero ¿pensáis en ello?

A todas horas, a todas horas murmuró el abate.

Y habéis encontrado algún medio, ¿no es así? dijo Edmundo.

Sí, como pusieran en la galería un centinela ciego y sordo.

Será ciego y sordo respondió Dantés con una resolución que asustaba al abate.

¡No!, ¡no!, ¡imposible! exclamó éste.

Dantés quiso seguir hablando de aquello, pero Faria movió la cabeza y se negó a decir nada más. Pasaron tres meses.

¿Tenéis fuerza? le preguntó el abate un día.

Dantés, sin responderle, cogió el escoplo, lo dobló como un cayado, y lo volvió a su forma primitiva.

¿Me prometéis no matar al centinela, sino en el último extremo?

Bajo palabra de honor.

Entonces podemos ejecutar nuestro plan dijo el abate.

¿Cuánto tiempo necesitaremos?

Un año, por lo menos.

Pero ¿cuándo podemos empezar nuestros trabajos?

Al instante.

Ya lo veis, hemos perdido un año exclamó Dantés.

¿Creéis que lo hayamos perdido? le replicó el abate.

¡Oh! ¡Perdonadme! dijo Edmundo sonrojándose.

¡Callad! El hombre siempre es hombre, y vos uno de los mejores que yo haya conocido. Oíd mi plan.

El abate mostró entonces a Dantés un plano que había trazado, conteniendo su calabozo, el de Dantés y la excavación que juntaba uno con otro. En medio de este corredor estableció un ramal semejante a los que se abren en las minas; por él llegaban a la galería del centinela, y una vez allí desprendían del suelo una baldosa, que en un momento dado se hundiría bajo el peso del centinela, que desaparecería en la excavación. Edmundo se abalanzaba entonces a él, cuando aturdido por el golpe de la caída no pudiera defenderse, le sujetaba, le ataba, y luego, saliendo por una de las ventanas de aquella galería, se descolgaban ambos por la muralla exterior, para lo cual les serviría la escala del abate.

Este plan era tan sencillo, que no podía menos de salir bien, y Dantés lo aplaudió con entusiasmo. Desde aquel instante se pusieron a trabajar los mineros con tanto más ardor cuanto que habían descansado mucho tiempo, y aquel trabajo, según todas las probabilidades, no era sino continuación del pensamiento íntimo y secreto de cada uno de ellos.

Sólo lo interrumpían en la hora en que se veían obligados a estar en su calabozo para recibir cada uno la visita de su carcelero. Se habían además acostumbrado tanto a distinguir el rumor imperceptible de los pasos de aquel hombre cuando bajaba la escalera, que nunca los sorprendió de improviso. La tierra que sacaban de la nueva mina, que habría llenado sin duda la cavidad antigua, la arrojaban puñado a puñado con precauciones inauditas por una a otra ventana, así del calabozo de Dantés como del abate, pulverizándola con mucho esmero, y el viento de la noche se la llevaba sin dejar la menor huella.

Más de un año se pasó en este trabajo, ejecutado con un escoplo, un cuchillo y una palanca de madera. En este período, y al mismo tiempo que trabajaban, el abate seguía instruyendo a Dantés, hablándole ora en una lengua, ora en otra, enseñándole la historia de los pueblos y la de los grandes hombres que dejan en pos de sí de siglo en siglo una de esas estelas brillantes que llaman la gloria. Hombre de mundo, Faria, y del gran mundo, tenía además en sus maneras una como grandeza melancólica que Dantés, gracias al espíritu de asimilación de que le había dotado la naturaleza, supo convertir en la finura elegante que le faltaba, y en esas maneras aristocráticas que no se adquieren sino con las costumbres y el continuo trato de las clases elevadas o de los hombres distinguidos.

Al cabo de quince meses, la excavación estaba terminada debajo de la galería. Oíanse los pasos del centinela, y los dos obreros, precisados a esperar una noche sin luna para que su evasión tuviese más probabilidades aún de buen éxito, tenían sólo un temor, y era que el suelo, falto de su base, se hundiera por sí mismo bajo los pies del soldado. Este inconveniente se remedió un tanto, colocando una especie de puntal que habían encontrado en sus excavaciones. Ocupado en asegurarlo estaba Dantés, cuando de pronto oyó al abate Faria, que se había quedado en el calabozo del joven aguzando una clavija para asegurar la escala, oyó, repetimos, que lo llamaba con acento de dolorosa angustia. Acudió Dantés al punto y encontró al abate de pie en medio de la estancia, pálido, con las manos crispadas, e inundada la frente de sudor.

¡Oh, Dios mío! exclamó Dantés, ¿qué sucede? ¿Qué tenéis?

¡Pronto! ¡Pronto! respondió el abate, escuchadme.

Fijóse Dantés en su rostro lívido, sus ojos rodeados de una aureola negruzca, sus labios blancos, sus cabellos erizados, y lleno de terror dejó caer al suelo el escoplo que tenía en la mano.

Pero ¿qué sucede?

¡Estoy perdido! dijo el abate, escuchadme. Una enfermedad horrible y acaso mortal, va a acometerme, ya la siento llegar, ya la siento. El año antes de mi prisión me acometió también. Sólo tiene un remedio y os lo voy a decir: corred a mi calabozo, levantad el pie de mi cama, que está hueco, y allí encontraréis un frasquito de cristal medio lleno de un líquido rojo, traédmelo… O si no… antes… es verdad, podrían sorprenderme fuera de mi calabozo… ayudadme a volver, ahora que tengo algunas fuerzas todavía. ¿Quién sabe lo que va a suceder y el tiempo que durará el acceso?

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