Resumen de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas (página 22)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
¡Dios mío! ¡Me asustáis!, pero no importa, hablad, ya os escucho.
Ya sabéis lo que ocurrió aquella dolorosa noche en que estabais en vuestra cama casi expirando, en aquel cuarto forrado de damasco rojo, mientras que yo casi sufriendo tanto como vos esperaba vuestra libertad. Recibí al niño en mis brazos sin movimiento, sin voz; le creímos muerto.
La señora Danglars hizo un movimiento rápido, como si quisiera lanzarse fuera del sillón. Pero Villefort la detuvo cruzando las manos como para implorar su atención.
Le creímos muerto repitió, le puse en un cofre que había de hacer las veces de ataúd, bajé al jardín, cavé una fosa y le enterré apresuradamente. Apenas acababa de cubrirle de tierra, se extendió hacia mí el brazo del corso. Vi elevarse una sombra, vi relucir un relámpago. Sentí un dolor agudo, quise gritar, un estremecimiento helado me recorrió todo el cuerpo y se me ahogó la voz en la garganta…, caí moribundo y me creí muerto. Jamás olvidaré vuestro sublime valor; cuando una vez vuelto en mí me arrastré expirante hasta el pie de la escalera, donde expirante vos también me salisteis a recibir. Era preciso guardar silencio acerca de la horrible desgracia; vos tuvisteis valor para volver a vuestra casa, sostenida por vuestra nodriza; un duelo fue el pretexto de mi herida. Contra lo que vos y yo esperábamos, el secreto permaneció oculto, me transportaron a Versalles; durante tres meses luché contra la muerte; al fin, cuando ya parecía volver a la vida, me recomendaron el sol y los aires del Mediodía.
Cuatro hombres me llevaron de París a Chalons, andando seis leguas al día. La señora de Villefort seguía la camilla en su carruaje; en Chalons, me pusieron en el Saona, después pasé al Ródano; con la fuerza de la corriente llegamos hasta Arlés; desde Arlés tomé mi litera y proseguí mi viaje hasta Marsella. Mi convalecencia duró diez meses; no oí pronunciar vuestro nombre, no me atreví a informarme de lo que había sido de vos. Cuando volví a París supe que, viuda del señor Nargonne, habíais contraído nuevas nupcias con el señor Danglars.
»¿En qué había yo pensado desde que recobré el conocimiento? Siempre en la misma cosa, siempre en aquel cadáver del niño que en mis sueños se elevaba del seno de la tierra y se me aparecía amenazándome con su gesto y su mirada; así, pues, apenas estuve de vuelta en París me informé, la casa no había sido habitada desde que salimos de ella, pero acababa de ser alquilada por nueve años. Fui a ver al inquilino, fingí tener un gran deseo de no ver pasar a manos extrañas aquella casa que pertenecía al padre y a la madre de mi mujer; ofrecí una indemnización por que rescindiesen la escritura de arrendamiento; me pidieron seis mil francos, yo hubiera dado diez mil, veinte mil. Los tenía en mi mano; hice firmar en seguida y delante de mí el permiso, y apenas me lo entregaron, partí a galope con dirección a Auteuil. Nadie había entrado en la casa desde que yo había salido de ella.
»Eran las cinco de la tarde, subí a la alcoba de damasco encarnado, y esperé a que se hiciera de noche.
en mitad de la plazoleta para encenderla y en seguida continué mi camino.
»Allí se presentó a mi imaginación todo lo que me había ocurrido
»El mes de noviembre tocaba a su fin; todo el verdor del jardín había desaparecido.
»Los árboles se asemejaban a esqueletos con brazos descarnados, y oíase el crujir de las hojas secas a cada Paso mío…
»Era tal mi espanto, que al acercarme al árbol, saqué mi pistola y la monté.
»Siempre creía ver aparecer a través de las camas la figura amenazadora del torso…
»Dirigí la luz de mi linterna al árbol: no había nadie…
»Miré en derredor; me hallaba completamente solo…
»Ningún ruido turbaba el silencio de la noche, salvo el lúgubre canto de la lechuza que parecía evocar los fantasmas de la noche.
»Coloqué mi linterna en el suelo, en el mismo sitio donde la colocara un año antes para cavar la fosa.
»La hierba había brotado más espesa hacia aquel punto en el otoño, y nadie se había cuidado de arrancarla. Sin embargo había un sitio en que no había casi nada: era evidente que allí fue donde le enterré. Así pues, puse manos a la obra.
»¡Al fin había llegado aquella hors tan esperada ha cía un año!
Seguía trabajando, creyendo sentir una resistencia cada vez que dejaba caer el azadón, ¡pero nada!, y no obstante hice un hoyo dos veces mayor que el primero. Creí haberme equivocado de sitio; miré los árboles, procuré reconocer los detalles que se habían quedado grabados en mi imaginación; una brisa fría y aguda silbaba a través de las camas despojadas de sus hojas, y, sin embargo, mi frente estaba bañada en sudor. ¡Recordé haber recibido la puñalada en el momento de estar apisonando la tierra para volver a cubrir la fosa! Haciendo esta operación, me apoyé contra un sauce; detrás de mí había una roca artificial destinada a servir de banco a los paseantes, porque al dejar caer la mano, sentí el frío de aquella piedra; a mi derecha estaba el sauce, detrás de mí, la roca. Caí aniquilado sobre la piedra, me volví a levantar, y me puse a ensanchar el agujero; nada, siempre nada; el cofre no estaba allí.»
¡No estaba el cofre! murmuró la señora Danglars sofocada por el espanto.
No creáis que me limité a esta sola tentativa continuó Villefort; no: registré perfectamente todo aquel lugar; yo pensaba que el asesino, habiendo desenterrado el cofre y creyendo que era un tesoro, querría apoderarse de él y se lo llevá; dándose cuenta después de su error, haría a su vez otro hoyo donde lo depositase, pero nada.
hacta un ano, pero bajo un aspecto mas amenazador.
»Aquel torso que había jurado vengarse, que me había seguido de Nimes a París, aquel torso, que estaba escondido en el jardín, que me había herido, me había visto cavar la fosa, me había visto enterrar al niño, podía conoceros, tal vez os conocía… ¿No podía hacer pagar algún día el secreto de aquella terrible escena? ¿No sería una venganza más dulce para él, cuando se enterase de que yo no había muerto de su puñalada? ¡Era, pues, urgente que antes de nada hiciese yo desaparecer las huellas de aquel pasado, destruyese todo vestigio material; demasiada realidad había en mi imaginación y en mis recuerdos!
»Por esto había anulado la escritura de arrendamiento, por esto había ido al jardín, por esto esperaba.
»Llegó la noche, dejé que transcurrieran varias horas; yo estaba sin luz en aquel cuarto, donde las ráfagas de viento hacían temblar las vidrieras y las puertas, detrás de las cuales creía yo ver siempre emboscado algún espía; de vez en cuando, me estremecía, me parecía oír detrás de mí vuestros lastimeros quejidos, y no me atrevía a volverme.
»Mi corazón latía en silencio, y yo lo sentía latir tan violentamente que temía volviese a abrirse mi herida; al fin fueron extinguiéndose, uno tras otro, todos esos diversos ruidos del cameo.
»Conocí que no tenía nada que temer, que no podía sec visto ni oído, y me decidí a bajar.
»Escuchad, Herminia prosiguió Villefort, me considero tan valiente como el que más, pero cuando saqué de mi pecho aquella llavecita de la escalera, aquella llave a la que tanto cariño profesábamos, cuando abrí la puerta, cuando a través de las ventanas vi el pálido reflejo de la luna caer sobre los escalones en espiral como una ráfaga blanca parecida a un espectro, me apoyé en la pared y estuve a punto de gritar.
»¡Creí volverme loco!
»Al fin supe dominar mis nervios.
»Bajé la escalera, escalón por escalón: lo único que no pude contener fue un extraño temblor en las rodillas. Me agarré al pasamanos, puesto que si le suelto un instante habría rodado por la escalera.
»Llegué a la puerta que está al pie de la escalera; un azadón estaba apoyado contra la misma. Lo cogí y me adelanté hacia la alameda que está enfrente de la puerta. Yo llevaba una linterna sorda; me detuve
Después me ocurrió la idea de que tal vez no habría tomado tantas precauciones y lo habría arrojado a algún rincón. Así, pues, para cerciorarme de ello, tenía que esperar a que llegase el día: volví a la alcoba y esperé.
¡Oh! ¡Dios mío!
Cuando amaneció, bajé de nuevo. Mi primera visita fue al árbol; esperaba encontrar en él algunas señales que me hubieran pasado inadvertidas durante la oscuridad. Yo había levantado la tierra sobre una superficie de más de veinte pies cuadrados y sobre una profundidad de más de dos pies. Apenas hubiera sido suficiente un día a un jornalero para lo que yo había hecho en una hora. Nada, no vi absolutamente nada.
»Entonces me puse a buscar el cofre por donde yo había supuesto que tal vez estaría. Por lo tanto, me dirigí al camino que conducía a la puerta de salida; pero esta nueva investigación fue tan inútil como la primera, y me volví al árbol con el corazón oprimido.»
¡Oh! exclamó angustiada la señora Danglars, ¡era para volverse loco…!
Es lo que por un momento pensé que iba a ocurrirme; pero no tuve esa dicha; sin embargo, reuniendo mis fuerzas y por consiguiente mis ideas:
< ¿Para qué se habrá llevado ese hombre el cadáver? », me pregunté a mí mismo.
Vos mismo lo habéis dicho repuso la señora Danglars; para tener una prueba.
No, señora, no podía ser así; no se guarda un cadáver un año; se le muestra a un magistrado y se le hace una declaración. Ahora, pues, nada de esto había sucedido.
¿Entonces…? inquirió Herminia, anhelante.
Entonces hay una cosa más terrible, más fatal, más espantosa para nosotros: que el niño estaba vivo tal vez y que el asesino le salvó la vida.
La señora Danglars lanzó un grito terrible, y agarrando las dos manos de Villefort:
¡Mi hijo estaba vivo! exclamó; ¡enterrasteis vivo a mi hijo, caballero! ¡No teníais seguridad de que estaba muerto, y le habéis enterrado. .. ! ¡Ah. .. !
La señora Danglars se había levantado y estaba en pie delante del procurador del rey, cuyas manos estrechaba entre las suyas con ademán amenazador.
¿Qué sé yo? Os digo esto como podría deciros otra cosa respondió Villefort con una mirada que indicaba que aquel hombre tan
poderoso estaba rozando… los límites de la desesperación y de la locura.
¡Ah! ¡Hijo mío! ¡Pobre hijo mío! exclamó la baronesa, cayendo sobre su silla y ahogando en su pañuelo los sollozos.
Villefort volvió en sí, y comprendió que, para aplacar la tempestad maternal que le amenazaba, era preciso comunicar a la señora Danglars el terror que él mismo experimentaba.
Ya podéis figuraros que si es así dijo levantándose y acercándose a la señora Danglars para hablarle en voz más baja, estamos perdidos. Ese niño vive, alguien lo sabe, y alguien sabe nuestro secreto, y teniendo en cuenta que Montecristo habla delante de nosotros de un niño desenterrado, siendo así que este niño no estaba, él es quien posee el secreto.
¡Dios! ¡Dios justo! ¡Dios vengador! murmuró la baronesa.
Villefort no respondió más que con una especie de rugido.
¿Pero ese niño, ese niño, caballero? repuso aquélla con obstinación.
¡Oh! ¡Cuánto le he buscado! prosiguió Villefort retorciéndose los brazos. ¡Cuántas veces le he llamado en mis largas noches de insomnio! ¡Cuántas veces he deseado una riqueza real para comprar un millón de secretos a un millón de hombres, y para encontrar mi secreto entre los suyos! En fin, un día que por centésima vez tomaba mi azadón, me pregunté por la centésima vez, ¿qué podía haber hecho el corso con el niño? Un recién nacido estorba mucho a un fugitivo; ¡tal vez, al reparar que estaba vivo, lo habría arrojado al río!
¡Oh, imposible! exclamó la señora Danglars; se asesina a un hombre por venganza; ¡pero no se ahoga a un niño a sangre fría!
Tal vez continuó Villefort, ¿lo habría puesto en el torno de la inclusa?
¡Oh!, sí, sí exclamó la baronesa, ¡mi hijo está allí, caballero!
Corrí al. hospicio, y me enteré de que aquella noche misma, la del 20 de septiembre, había sido depositado un niño en el torno; estaba envuelto en la mitad de una toalla de tela fina, cortada con intención. Esta mitad de toalla llevaba la parte de una corona de barón y la letra H.
¡Eso es!, ¡eso es! exclamó la señora Danglars, toda mi ropa estaba marcada así; el señor de Nargonne era barón y yo me llamo Herminia. ¡Gracias, Dios mío! ¡Mi hijo no había muerto!
No, no había muerto.
¡Y me lo decís así! ¿Sin temor de matarme de alegría, caballero? ¿Dónde está, dónde está mi hijo?
Villefort se encogió de hombros.
¿Lo sé yo acaso? dijo; ¿y creéis que si lo supiera os haría sufrir todas estas pruebas? ¡No!, ¡ay!, no lo sé. Me informaron de que una mujer fue a reclamarlo hacía seis meses con la otra mitad de la toalla, y habiendo presentado todas las garantías que exige la ley, se lo entregaron.
Pero vos debíais haberos informado de aquella mujer, debíais haberla descubierto.
¿Y qué es lo que creéis que hice, señora? Fingí una instrucción criminal, y empleé todos los medios de la policía para descubrirla. Siguieron sus huellas hasta Chalons, en donde las perdieron.
¿Las perdieron?
Sí, las perdieron para siempre.
La señora Danglars había escuchado esta relación sin proferir un grito, sin derramar una lágrima, pero al llegar a este punto no pudo contenerse y rompió en amargo llanto.
¿Y no habéis hecho más? dijo ¿Os habéis limitado únicamente a eso… ?
¡Oh!, no dijo Villefort, jamás he cesado de averiguar, de buscar, de informarme. Sin embargo, hacía unos cuantos años que habían cesado mis pesquisas. Pero hoy voy a volver a empezar con más perseverancia y encarnizamiento que nunca, y triunfaré, porque no es sólo la conciencia la que me remuerde y la que me impele, es el miedo.
Pero el conde de Montecristo replicó la señora Danglarsno sabe nada; si así no fuera, no obraría como lo hace, es decir, que haría su declaración.
¡Oh!, ¡la maldad de los hombres es muy profunda! dijo Villefort, puesto que es más profunda que la bondad de Dios. ¿Habéis notado las miradas de aquel hombre mientras nos hablaba?
No.
¿Pero le habéis examinado detenidamente?
Sin duda es extraño, pero nada más; una cosa me ha admirado notablemente, y es que de toda aquella exquisita comida que nos ofreció, él no probó ningún plato.
Sí, sí dijo Villefort, también yo lo he notado. Si yo hubiera sabido lo que sé ahora, no hubiera probado tampoco ningún plato; hubiera creído que nos había querido envenenar.
Y os hubierais engañado, como veis.
Sí, sin duda; pero, creedme, ese hombre lleva otras intenciones; por esto he querido veros, por esto os he pedido una conferencia, por esto he querido preveniros contra todo el mundo, pero contra él sobre todo. Decidme continuó Villefort, fijando más profunda
mente sus ojos en la baronesa; ¿no habéis hablado a nadie de nuestras relaciones?
jamás, a nadie.
Me comprendéis replicó afectuosamente Villefort, cuando digo a nadie, perdonadme esta insistencia, a nadie en el mundo, ¿no es verdad?
¡Oh!, sí, sí, comprendo muy bien dijo la baronesa sonrojándose; nunca, os lo juro.
¿No acostumbráis escribir por la noche lo que hacéis durante el día? ¿No escribís vuestro diario?
¡No!, mi vida es arrastrada por la frivolidad; yo misma me olvido luego de lo que hago.
¿No soñáis en voz alta, al menos, que sepáis?
Tengo un sueño de niño…, ¿no os acordáis?
Sonrojóse la baronesa, y el rostro de Villefort se cubrió de una viva palidez.
Es verdad dijo en voz tan baja que apenas se oyó.
La baronesa inquirió:
¿Y bien?
¡Y bien!, comprendo lo que tengo que hacer respondió el procurador del rey; antes de ocho días sabré quién es el conde de Montecristo, de dónde viene, adónde va, y por qué habla delante de nosotros de niños desenterrados en su jardín.
Villefort dijo estas palabras con un acento que hubiera hecho estremecer al conde si hubiera podido oírlas.
Estrechó después la mano, que la baronesa vacilaba en darle, y la condujo con respeto hasta la puerta.
La señora Danglars tomó otro coche de alquiler que la condujo al Puente Nuevo, cerca del cual encontró su carruaje y su cochero, que la esperaba durmiendo apaciblemente sobre el pescante.
El mismo día, a la hora en que la señora Danglars acudía a la cita que hemos referido en el despacho del señor de Villefort, un coche de viaje, entrando por la calle Helder, atravesaba la puerta de la casa número 27, y se detenía en el patio.
Un instante después se abrió la portezuela y la señora de Morcef bajó apoyada en el brazo de su hijo.
Apenas hubo conducido Alberto a su madre a su habitación, mandando que diesen un baño a sus caballos, y después de cambiar de vestido, se hizo conducir a los Campos Elíseos, a casa del conde de Montecristo.
Recibióle éste con su sonrisa habitual. Era una cosa extraña; nunca se podía adelantar un paso en el corazón o en el espíritu de aquel hombre. Los que intentaban, por decirlo así, atravesar la barrera de su intimidad, tropezaban con un muro.
Morcef, que corría a su encuentro con los brazos abiertos, los dejó caer al verle, a pesar de su sonrisa amistosa, y se atrevió todo lo más a darle la mano.
Montecristo, por su parte, tocó como siempre aquella mano pero sin estrecharla.
¡Y bien!, aquí me tenéis, querido condedijo.
Muy bien venido seáis.
He llegado hace cosa de una hora.
¿De Dieppe?
De Treport.
¡Ah!. ¡es verdad!
Y mi primera visita es para vos.
Sois muy amable dijo Montecristo con indiferencia.
Y bien, veamos, ¿qué noticias hay?
¡Noticias! ¿Me las pedís a mí, a un extranjero?
Yo me entiendo; cuando os pregunto si hay noticias, pregunto si habéis hecho algo por mí.
¿Pues qué? ¿Me habíais encargado alguna comisión? dijo Montecristo fingiendo sorpresa.
¡Vamos, vamos dijo Alberto, no os hagáis el indiferente! Dicen que hay avisos simpáticos que atraviesan la distancia: pues bien, en Treport he recibido una sacudida eléctrica; vos habéis, si no trabajado, al menos pensado en mí.
Es muy posible dijo Montecristo. En efecto he pensado en vos; pero la corriente magnética de que yo era conductor reconozco que obraba independientemente de mi voluntad.
¡De veras! ¡Contadme eso, os lo suplico…!
Nada más fácil; el señor Danglars ha comido en mi casa.
¡Eso ya lo sé, puesto que mi madre y yo nos marchamos huyendo de su presencia!
Pero ha comido con el señor Andrés Cavalcanti.
¿Vuestro príncipe italiano?
No exageremos. El señor Andrés se da sólo el título de conde. ¿Se da, decís?
Se da, es lo que digo.
¿Acaso no lo es?
¡Eh!, qué sé yo, él se da el título de conde; yo se lo doy, todos se lo dan; ¿no es lo mismo que si lo tuviera?
Qué hombre tan extraño sois, ¿y bien?
¡Y bien… ! , ¿qué queréis decir?
¿Ha comido aquí el señor Danglars?
Sí.
¿Con vuestro conde Andrés Cavalcanti?
Con el conde Andrés, con el marqués su padre, con el señor Danglars, los señores de Villefort, el señor Debray, Maximiliano Morrel, ¿y quién más…?, esperad… ¡Ah!, ¡ya…!, el señor de ChateauRenaud.
¿Hablaron de mí?
Ni una palabra siquiera.
Tanto peor.
¿Por qué? Yo creo que si os han olvidado no han hecho sino lo que vos deseabais.
Si no hablaban de mí es porque pensaban mucho, querido conde, y por eso estoy desesperado.
¿Qué os importa, puesto que la señora Danglars no era del número de los que pensaban así? ¡Ah!, verdad es que podia pensar en su casa.
¡Oh!, en cuanto a eso no, estoy seguro, o si pensaba, seguramente era del mismo modo que yo.
¡Oh!, ¡tierna simpatía…! dijo el conde. ¿De modo que tanto os detestáis?
Escuchad dijo Morcef, si la señorita Danglars se apiadase del martirio que yo no sufro por ella, y me recompensase sin casarse conmigo, me vendría a las mil maravillas; para abreviar, yo creo que la señorita Danglars sería como amante, encantadora; ¡pero mmo mujer…!, ¡diablo!
¡Vaya! dijo Montecristo, ¿es ese vuestro modo de pensar respecto a vuestra futura?
¡Oh!, sí, esto es una barbaridad, pero es exacto. Mas como no se puede hacer de este sueño una realidad, como para alcanzar cierto objeto… es preciso que la señorita Danglars sea mi mujer, es decir, que viva conmigo, que piense a mi lado, que haga versos y mmponga música también a mi lado, y durante toda mi vida, esto me espanta; a una querida se la puede dejar cuando uno quiere; ¡pero a una esposa, demonio!, eso es otra cosa: preciso es quedarse con ella eternamente, teniéndola cerca o lejos, y sería horrible tener que quedarse con la señorita Danglars siempre, aunque fuese de lejos.
Sois muy descontentadizo, vizconde.
Sí, porque no dejo de pensar en una cosa irrealizable.
¿Cuál?
El encontrar una mujer como mi padre ha encontrado para él.
Montecristo palideció y miró a Alberto, mientras jugaba con unas pistolas magníficas, cuyos gatillos montaba y desmontaba rápida. mente.
¿De modo que vuestro padre ha sido muy feliz? dijo.
Ya sabéis mi opinión acerca de mi madre, señor conde; un ángel del cielo; ahí la tenéis hermosa aún, siempre espiritual, más buena que nunca. Acabo de llegar de Treport; para otro hijo cualquiera acompañar a su madre habría sido una condescendencia o una gabela; pues bien, yo he pasado cuatro días en conversación con ella, más satisfecho, más contento, más poético que si hubiera llevado conmigo a Treport a la reina Mak o a Tirania.
¡Esa es una perfección y una cualidad bellísima! Y hacéis entrar a los que os escuchan en deseos de permanecer en el celibato.
Exacto dijo Morcef; porque sé que existe en el mundo una mujer perfecta, no tengo ganas de casarme con la señorita Danglars. ¿No habéis notado algunas veces cómo siembra nuestro egoísmo de colores brillantes todo lo que nos pertenece? El diamante que poseían Marlé o Fossin es mucho más hermoso desde que es nuestro; pero si la evidencia os enseña que existe un brillo más puro, y vos os veis obligado a llevar eternamente el inferior al otro, ¿comprendéis lo que se debe sufrir?
¡Mundano! murmuró el conde.
Por eso mismo saltaré de alegría el día en que la señorita Eugenia se dé cuenta de que yo no soy tan rico como ella, y de que apenas tengo tantos cientos de miles de francos como ella millones.
Montecristo se sonrió.
Yo había pensado en una cosa continuó Alberto; Franz ama todo lo excéntrico; yo he querido hacer que se enamorase de la señorita Danglars, pero a pesar de cuatro cartas que he escrito en el estilo más entusiasta y ponderativo, Franz me ha respondido imperturbablemente:
«Es verdad que soy excéntrico, pero mi excentricidad no se extiende hasta retirar mi palabra cuando ya la he dado.»
Eso es lo que se llama un sacrificio de amistad; endosar a otro la mujer que uno no desea sino para querida.
Alberto se sonrió.
A propósito prosiguió, dentro de pocos días llega ese querido Franz, pero a vos os importa poco, no le queréis, según creo.
¡Yo! dijo Montecristo, querido vizconde, ¿quién os ha contado que yo no le quiero? Yo quiero a todo el mundo.
Y a mí me englobáis en todo el mundo… Gracias.
¡Oh!, no nos confundamos dijo Montecristo; yo amo a todo el mundo como Dios manda que amemos al prójimo, cristianamente, pero no aborrezco más que a ciertas personas. Volvamos al señor Franz d'Epinay. Decís que va a llegar.
_.Sí, mandado llamar por el señor de Villefort, que tiene tanta impaciencia por casar a la señorita Valentina, como el señor Danglars pór casar a la señorita Eugenia. Decididamente, no parece sino que es un oficio muy fatigoso el de padre de hijas casaderas. Creen que no pueden vivir hasta verlas casadas, y que su pulso late noventa veces por minuto hasta verse libres de tal carga.
Pero el señor Franz no se parece a vos; yo creo que lleva su mal con paciencia.
Mejor todavía, él lo toma por lo grave; se pone corbata blanca y habla ya de su familia. Además, tiene en grande estima a todos los Villefort.
Estima merecida, ¿no es cierto?
Ya lo creo; el señor de Villefort ha pasado siempre por un hombre severo, pero justo.
Enhorabuena dijo Montecristo, al fin encontré a uno al que no tratáis como a ese pobre señor Danglars.
Eso consistirá quizás en que no tengo que casarme con su hija respondió Alberto riendo.
Es cierto, amigo mío dijo Montecristo, sois un inocente.
¡Yo!
Sí, vos. Tomad un cigarro.
Con mucho gusto. ¿Y por qué decís que soy un inocente?
Porque no hacéis más que defenderos y hacer por evitar el casamiento con la señorita Danglars. ¡Oh! ¡Dios mío!, dejad marchar las cosas, y probablemente no seréis vos quien retire primero su palabra.
¡Bah! exclamó Alberto estremeciéndose de gozo.
Sin duda, querido vizconde, no os harán casar a la fuerza, ¡qué diablo!, pero hablando en serio, ¿tenéis ganas de una ruptura?
Daría por ello cien mil francos.
¡Pues bien!, alegraos: el señor Danglars está pronto a dar el doble por el mismo deseo.
¿Será verdad? dijo Alberto, que no pudo, sin embargo, al decir esto, impedir que pasase por su frente una nube imperceptible. Pero mi querido conde, ¿tiene el señor Danglars razones para ello?
¡Ah! ¡Ya lo encontré, naturaleza orgullosa y egoísta! Enhorabuena, tengo delante al hombre que quiere agujerear el amor propio de otro a fuerza de hachazos, y que gime y grita cuando intentan hacer lo mismo al suyo con una aguja.
No, no, pero me parece que el señor Danglars…
¿Debía estar encantado de vos, no es verdad? Pues bien, el señor Danglars es un hombre de mal gusto, está más encantado de otro…
¿De quién?
Lo ignoro; estudiad, mirad, coged al paso las alusiones, y aprovechaos de ellas.
Bueno, comprendo; escuchad, mi madre…, no; mi madre no, me engaño; a mi padre le ha ocurrido la idea de dar un baile.
¡Un baile en este tiempo!
Los bailes en verano están de moda.
Aunque así no fuera, si la condesa quisiera, se pondrían de moda.
Gracias; son bailes puramente parisienses; los que se quedan en París en el mes de julio son verdaderos parisienses. ¿Queréis encargaros de invitar a los señores Cavalcanti?
¿Cuándo será el baile?
El sábado.
Quizá se haya marchado el señor Cavalcanti padre.
Pero se queda aquí su hijo. ¿Queréis encargaros de llevar al señor Andrés Cavalcanti?
Escuchad, vizconde, yo no le conozco.
¿Decís que no le conocéis?
No; le he visto por primera vez hará tres o cuatro días, y no respondo de nada.
¿Pero le recibís?
Eso es otra cosa; me fue recomendado por un buen abate que también pudo haberse engañado. Invitarle indirectamente, bien; pero no me digáis que le presente; si fuese luego a casarse con la señorita Danglars, me acusaríais de entrometido, y querríais romperos la cabeza conmigo; por otra parte yo tampoco sé si iré.
¿Adónde?
A vuestro baile.
¿Por qué no?
En primer lugar, porque aún no me habéis invitado.
Pues precisamente he venido a invitaros.
¡Oh!, sois muy amable; pero puedo estar ocupado.
Cuando os haya dicho una cosa, creo que seréis tan amable que asistáis.
Decid.
Mi madre os lo suplica.
¿La señora condesa de Morcef? repuso Montecristo estremeciéndose.
.¡Ah, conde! dijo Alberto, os advierto que la señora de Morcef habla libremente conmigo; y si vos no habéis sentido latir en vuestro cuerpo las fibras simpáticas de que os hablaba yo hace poco, es porque no tenéis esas fibras, porque hace cuatro días que no hablamos más que de vos.
¡De mí! , en verdad que me hacéis demasiado honor…
Nada de eso, escuchad: ése es el privilegio de vuestro empleo, ¡como sois un problema viviente… !
¡Ah! ¿También soy problema para vuestra madre? ¡Oh!, yo no la creía tan falta de juicio que fuese a creer tamaños desvaríos.
Problema, mi querido conde, problema para todos, lo mismo para mi madre que para los demás, problema aceptado, pero no adivinado; seguís siendo un enigma, y mi madre no hace más que preguntar cómo sois tan joven. Yo creo que en el fondo, mientras que la condesa G… os toma por lord Ruthwen, mi madre os toma por Cagliostro o el conde San Germán. La primera vez que vayáis a ver a la señora de Morcef, confirmadla en esta opinión; no os será difícil, poseéis la fisonomía del uno y el talento del otro.
Gracias por habérmelo advertido dijo el conde sonriendo, procuraré hacer lo posible para confirmarlo, como decís, en su opinión.
¿De modo que iréis el sábado?
Puesto que la señora de Morcef me lo suplica…
Sois muy galante.
¿Y el señor Danglars?
¡Oh!, ya habrá recibido su invitación; mi padre se encargó de ello. Procuraremos también que vaya el señor de Villefort, pero no le esperamos.
No hay que desesperar de nada, dice el proverbio.
¿Bailáis, querido conde?
¿Yo?
Sí, vos. ¿Qué tiene eso de extraño?
¡Ah!, en efecto, cuando todavía no se ha llegado a los cuarenta… No, no bailo, pero me gusta ver bailar. ¿Y la señora de Morcef, baila?
Nunca; hablaréis, tanto mejor; ¡tiene tantos deseos de hablar con vos!
¿De veras?
Palabra de honor. Y os declaro que sois el primer hombre por quien haya manifestado curiosidad mi madre.
Alberto tomó su sombrero y se levantó; el conde lo condujo hasta la puerta.
Una cosa me estoy reprochando dijo, deteniéndole en medio de la escalera.
¿Cuál?
He sido indiscreto; no debía hablaros del señor Danglars.
Al contrario, habladme, habladme de él siempre; pero del mismo modo que lo habéis hecho.
Bien; me tranquilizáis. A propósito, ¿cuándo llega el señor d'Epinay?
¡Psch!, dentro de cinco o seis días a más tardar.
¿Y cuándo se casa?
En cuanto lleguen el señor y la señora de SaintMerán.
Traédmele en cuanto esté en París. Aunque digáis que no le quiero, tendré sumo gusto en verle.
Vuestras órdenes serán cumplidas.
Hasta la vista.
Si no os veo antes, hasta el sábado, ¿no es cierto?
¡Oh!, sí, sí; he dado mi palabra.
El conde siguió con la vista a Alberto, saludándole con la mano.
Así que subió en su tílbury, se volvió y vio detrás de él a Bertuccio.
¿Y bien? inquirió.
Ha ido al palacio respondió el mayordomo.
¿Ha permanecido allí mucho tiempo?
Hora y media.
¿Y ha vuelto a su casa?
Directamente.
Pues bien, mi querido Bertuccio dijo el conde, si queréis seguir mi consejo, creo que debierais ir a Normandía, a ver si encontráis aquel terreno de que ya os he hablado.
Bertuccio saludó, y como sus deseos estaban en perfecta armonía con la orden que había recibido, partió aquella misma noche.
El señor de Villefort cumplió la palabra dada a Danglars, procurando averiguar de qué modo había podido saber Montecristo la historia de la casa de Auteuil.
Aquel mismo día escribió a un tal señor Boville, que, después de haber sido inspector de prisiones, adquirió un grado superior en la Policía de Seguridad, para tener los informes que deseaba, y éste pidió dos días de plazo para saber de seguro los informes que pudiera obtener.
Expirado el plazo, el señor de Villefort recibió la nota siguiente:
«La persona llamada el conde de Montecristo es conocido muy particularmente de Lord Wilmore, rico extranjero que viene a París algunas veces, y que está en él hace algunos meses; es también conocido del abate Busoni, sacerdote siciliano de gran reputación en Oriente, y he aquí los informes que recibió:
El abate, que no se encontraba en París más que por un mes, vivía detrás de San Sulpicio, en una casita compuesta de un solo piso y unos bajos; cuatro piezas, dos arriba y dos abajo, formaban toda la morada, de la que él era el único inquilino.
Las dos piezas bajas constaban de un comedor con mesas, sillas y un bufete de nogal, y un salón blanqueado, sin adornos, sin tapices y sin reloj. Se conocía que el abate no se servía sino de los objetos que le eran más necesarios.
Verdad es que el abate habitaba con preferencia el salón del piso principal. Este salón, en el que abundaban los libros de teología y los pergaminos, en medio de los cuales se le veía enterrarse, según decía su criado, meses enteros, era en realidad, más una biblioteca que un salón.
Este criado miraba a través de un ventanillo a las personas que iban a visitar a su señor, y cuando su fisonomía le era desconocida, o no le agradaba, respondía que el señor abate no estaba en París, con lo cual muchos quedaban satisfechos, pues sabían que viajaba a menudo y permanecía largo tiempo de viaje.
Además, ora estuviese en su casa o no estuviese, ora se hallase en París o en El Cairo, el abate daba siempre, por el ventanillo que servía de torno, limosnas que el criado repartía en nombre de su amo.
El otro aposento, situado junto a la biblioteca, era una alcoba. Una cama sin cortinas, cuatro sillones y un sofá de terciopelo de Utrecht amarillo eran, junto con un reclinatorio, todos los muebles de la pieza.
En cuanto a lord Wilmore, vivía en la calle de FontaineSaintGeorges. Era uno de esos ingleses ambulantes que gastan toda su fortuna en viajes.
Tenía alquilada la habitación a la cual iba a pasar dos o tres horas al día, y donde rara vez dormía.
Una de sus manías era la de no querer absolutamente hablar la lengua francesa, que, sin embargo, escribía con extraordinaria perfección. >
Al día siguiente en que fueron entregados estos informes al procurador del rey, un hombre que se apeaba de un coche de alquiler en la esquina de la calle de Feron, detrás de San Sulpicio, fue a llamar a una puerta pintada de verde, y preguntó por el abate Busoni.
Ya os he dicho que no está repitió el criado.
Entonces, cuando vuelva, dadle esta carta y este papel. ¿Estará el señor abate esta tarde a las ocho?
¡Oh!, sin falta, caballero, a no ser que esté trabajando, y entonces es lo mismo que si hubiese salido.
Volveré esta noche a la hora convenida repuso el desconocido.
Y se retiró.
En efecto, a la hora indicada, el mismo hombre volvió en otro coche, que en vez de pararse esta vez en la esquina de la calle de Feron, se detuvo delante de la puerta verde.
Llamó, le abrieron y entró.
En las señales de respeto que prodigó el criado al desconocido conoció éste que su carta había hecho el efecto deseado.
¿Está en casa el señor abate? inquirió.
Sí; trabaja en su biblioteca, pero os espera respondió el criado.
El desconocido subió una escalera bastante angosta, y delante de una mesa cuya superficie estaba iluminada por la luz que despedía una gran lámpara, mientras que el resto de la habitación se hallaba sumergida en la sombra, vio al abate con traje eclesiástico y cubierta la cabeza con un sombrero negro de anchas alas.
¿Es al señor Busoni a quien tengo el honor de hablar? preguntó el desconocido.
Sí, señor respondió el abate; ¿y vos sois la persona que el señor de Boville me envía de parte del señor prefecto de policía?
Exacto, caballero.
¡Uno de los agentes de Seguridad de París!
Sí, señor respondió el desconocido con cierta indecisión y sonrojándose.
E1 abate se puso sus anteojos, que no sólo cubrían los ojos, sino las sienes, y volviéndose a sentar, hizo señas de que se sentase el agente.
Os escucho, caballero dijo el abate con un pronunciado acento italiano.
El encargo que me han hecho, señor abate, se reduce a saber de parte del señor prefecto de policía, como magistrado que es, una cosa que interesa a la seguridad pública, en nombre de la cual vengo a informarme. Confiamos, pues, que no habrá lazos de amistad, ni consideración humana, que puedan induciros a ocultar la verdad a la justicia.
Con tal que las cosas que queréis saber no perjudiquen a los
escrúpulos de la conciencia. Soy sacerdote, y los secretos de la confesión deben permanecer callados, como fácilmente concebiréis.
¡Oh!, tranquilizaos, señor abate dijo el desconocido; en todo caso, pondremos a cubierto vuestra conciencia.
A estas palabras el abate acercó hacia sí la pantalla, la levantó del lado opuesto, de suerte que, iluminando de lleno el rostro del desconocido, el suyo permanecía siempre en la sombra.
Disculpadme, señor abate dijo el enviado del prefecto; pero esta luz me fatiga horriblemente la vista.
El abate bajó la pantalla verde.
Ahora, caballero, os escucho, hablad.
¿Conocéis al señor conde de Montecristo?
¿Supongo que queréis hablar del señor de Zaccone?
¡Zaccone… ! ¿No se llama Montecristo?
Montecristo es un nombre de tierra, o más bien un nombre de roca, y no un nombre de familia.
Pues bien, sea; no discutamos más, y puesto que el señor de Montecristo y el señor Zaccone son el mismo hombre…
El mismo, absolutamente.
Hablemos del señor de Zaccone.
Bien.
Os preguntaba si le conocíais.
Mucho.
¿Qué es?
Es hijo de un rico naviero de Malta.
Sí, ya lo sé; eso se dice, pero ya comprenderéis que la policía no se puede contentar con un «se dice».
No obstante repuso el abate con una sonrisa afable, cuando ese se dice es la verdad, es preciso que todo el mundo se contente, y que la policía haga lo mismo que todo el mundo.
¿Pero estáis seguro de lo que decís?
¡Cómo que si estoy seguro!
Caballero, os repito, que yo no sospecho de vuestra buena fe y os digo: ¿estáis seguro?
Escuchad, yo he conocido al señor Zaccone padre.
¡Ah!, ¡ah…!
Sí, cuando era niño he jugado muchas veces con su hijo.
No obstante, ¿ese título de conde…?
Ya sabéis que se compra…
¿En Italia…?
En todas partes.
Pero según todo el mundo asegura, esas riquezas sin inmensas.
Inmensas, sí, ésa es la palabra.
¿Cuánto creéis que poseerá, vos que le conocéis?
¡Oh! Tendrá de ciento cincuenta a doscientas mil libras de renta.
¡Ah!, eso es algo dijo el agente; ¡pero decían que de tres a cuatro millones… !
Doscientas mil libras de renta, caballero, son cuatro millones justos de capital.
Pero aseguraban que de tres a cuatro millones de renta.
¡Oh!, eso no es creíble.
¿Y conocéis su isla de Montecristo?
Seguramente; todo el que haya venido de Palermo, de Nápoles o de Roma a Francia por mar, la conoce, puesto que tiene que pasar junto a ella.
¿Es una morada encantadora, según se dice?
Es una roca.
¿Y por qué ha comprado el conde una roca?
Precisamente para poder ser conde. En Italia, para ser conde, se necesita un condado.
¿Sin duda habéis oído hablar de las aventuras del señor Zaccone?
¿El padre?
No, el hijo.
¡Ah!, aquí empiezan mis incertidumbres, porque aquí he perdido de vista a mi joven camarada.
¿Ha sido militar?
Creo que sí.
¿En qué cuerpo?
En el de marina.
Veamos: ¿no sois su confesor?
No señor: me parece que es luterano.
¿Cómo, luterano?
Digo que creo; no lo afirmo. Por otra parte, yo creía restablecida en Francia la libertad de cultos.
Sin duda; pero no nos ocupamos de sus creencias, sino de sus acciones; en nombre del señor prefecto de policía, decidme todo lo que sepáis.
. Dícese que es un hombre muy caritativo. Nuestro Santo Padre el Papa le ha hecho Caballero de Cristo, favor que no concede más que a los príncipes, por los servicios eminentes que ha hecho a los cristianos de Oriente; tiene cinco o seis cordones conquistados por los servicios hechos a los príncipes o a los Estados.
¿Y los lleva?
No, pero se siente muy orgulloso de ellos; dice que quiere mejor las recompensas concedidas a los bienhechores de la humanidad que las que se conceden a los destructores de los hombres.
¿Ese hombre es algún cuáquero?
Una cosa por el estilo.
¿Sabéis si tiene algunos amigos?
Para él todos los que conoce son amigos suyos.
Pero, en fin, ¿tiene algún enemigo?
Uno solo.
¿Cuál es su nombre?
Lord Wilmore.
¿Dónde está?
En París en este momento.
¿Y puede darme informes…?
Preciosos. Estaba en la India al mismo tiempo que el señor Zaccone.
¿Conocéis sus señas?
En la Chaussée d'Antin; pero ignoro la calle y el número.
¿No os lleváis bien con ese inglés?
Le aprecio y le detesto: nos tratamos con mucha frialdad.
Señor abate, ¿creéis que haya venido otra vez a Francia Montecristo antes de ahora?
¡Ah!, en cuanto a eso puedo responderos positivamente. No, señor, no ha venido nunca, puesto que se dirigió a mí hace seis meses para adquirir las noticias que deseaba. Pero como yo ignoraba en qué época estaría yo en París a punto fijo, le dirigí al señor Cavalcanti.
¿Andrés?
No, Bartolomé, el padre.
Muy bien, señor abate; no me resta ahora preguntaros más que una cosa, y os suplico en nombre del honor de la humanidad y de la religión, que me respondáis pronto.
Hablad, caballero.
¿Sabéis con qué objeto ha comprado el señor de Montecristo una casa en Auteuil?
Cierto que sí, pues me ha hablado de ello.
¿Con qué objeto?
Con el de hacer un hospital de locos semejante al que ha fundado el barón de Pisani en Palermo. ¿Conocéis ese hospital?
He oído hablar de él, señor abate.
Es una institución magnífica.
Y dichas estas palabras, el abate saludó al desconocido como con deseo de que le dejase proseguir su interrumpido trabajo. El agente, ya sea que hubiera comprendido los deseos del abate, ya que hubiese acabado su interrogatorio, se levantó. El abate le condujo hasta la puerta.
Dais limosnas a menudo, y limosnas bastante crecidas dijo el agente, y aunque seáis rico, me atreveré a ofreceros algo para vuestros pobres; ¿tendréis a bien aceptar mi oferta?
No, gracias, caballero, pues deseo que todo el bien que haga pro. venga de mí.
Sin embargo…
Nada, es una resolución invariable. Además, caballero, buscad; ¡ay!, ¡habrá tantos por el camino que tengan necesidad de vuestro socorro!
El abate saludó por última vez abriendo la puerta; el desconocido respondió a su saludo y salió.
El carruaje le condujo a casa del señor de Villefort.
Una hora después, el carruaje salió de nuevo, y esta vez se dirigió a la calle de FontaineSaintGeorges. Detúvose en el número 5.
Aquí vivía lord Wilmore.
El desconocido había escrito a lord Wilmore para pedirle una cita, que éste fijó a las diez. Así, pues, como el enviado del prefecto de policía llegó a las diez menos diez minutos, le respondieron que lord Wilmore, que era sumamente puntual no había vuelto todavía, pero que volvería a las diez en punto.
El desconocido aguardó en el salón.
Este salón nada tenía de notable, y era como todos los salones de las fondas.
Una chimenea con dos jarrones de Sèvres modernos, un reloj con un cupido extendiendo su arco, un espejo roto en dos pedazos; a cada lado de este espejo dos grabados representando el uno a Homero con su guía, el otro a Belisario pidiendo limosna; un papel gris; sillería de paño en encarnado labrado de negro; tal era el salón de lord Wilmore.
Estaba iluminado por globos de cristal deslustrado que esparcían un débil reflejo muy a propósito para la fatigada vista del enviado del prefecto de policía.
Después de esperar diez minutos, el reloj dio las diez: a la quinta campanada se abrió la puerta y apareció lord Wilmore.
Era éste un hombre más alto que bajo, con unas patillas pequeñas y rojas, la tez blanca, y los cabellos también rojos. Vestía con toda la excentricidad inglesa; es decir, que llevaba un frac azul con botones de oro y un cuello sumamente alto, un chaleco de casimir blanco y un pantalón de nankin, cuatro pulgadas más corto de lo regular, pero al que unas trabillas de la misma tela impedían que
llegase a la rodilla.
Las primeras palabras que pronunció al entrar fueron éstas:
Ya sabéis, caballero, que yo no hablo francés.
Sé al menos que no os gusta nuestro idioma respondió el enviado del prefecto de policía.
Pero vos podéis expresaros en esa lengua repuso lord Wilmore, porque si yo no la hablo, la comprendo.
Y yo respondió el enviado del prefecto cambiando de idioma hablo el inglés con bastante soltura para sostener la conversación en esta lengua. No os incomodéis, pues, caballero.
¡Hallo! exclamó lord Wilmore con esa entonación que no pertenece más que a los naturales de la Gran Bretaña.
El desconocido presentó a lord Wilmore su carta de introducción. Este la leyó con esa flema particular de los ingleses, y así que hubo terminado su lectura:
Comprendo dijo el inglés, comprendo perfectamente.
Entonces empezaron las interrogaciones.
Fueron poco más o menos las mismas que las que había dirigido al abate Busoni. Pero como lord Wilmore, en su calidad de enemigo del conde de Montecristo, no tenía tanta reserva, fueron más extensas; contó la juventud de Montecristo, que había entrado a la edad de diez años al servicio de uno de esos pequeños soberanos de la India que hacen la guerra a los ingleses; allí se encontraron y combatieron uno contra otro; en aquella guerra Zaccone fue hecho prisionero, enviado a Inglaterra y arrojado a presidio, de donde se escapó a nado. Luego empezaron sus viajes, sus duelos, sus pasiones; entonces aconteció la insurrección de Grecia, y sirvió en las filas de los griegos. Mientras estaba a su servicio, descubrió una mina de plata en las montañas de Tesalia, pero se guardó muy bien de hablar a nadie de tal descubrimiento.
Después de Navarino, y así que hubo consolidado el gobierno griego, pidió al rey Otón un privilegio para explotar aquella mina, el cual se lo concedió. De aquí provenía aquella inmensa fortuna, que según lord Wilmore, podría ascender a uno o dos millones de renta, fortuna que podía agotarse de repente, si la mina dejaba de producir.
Pero preguntó el desconocido ¿para qué ha venido a Francia?
Ha venido a especular en los caminos de hierro dijo lord Wilmore; y después, como es hábil químico y físico no menos distinguido, ha descubierto un nuevo telégrafo cuya aplicación prosigue.
¿Cuánto gastará al año? preguntó el enviado.
¡Oh!, quinientos o seiscientos mil francos a lo sumo dijo lord Wilmore; es avaro.
Era evidente que el odio hacía hablar al inglés, y no teniendo nada que achacar al conde, le acusaba de avaro.
¿Sabéis algo de su casa de Auteuil?
Sí, señor.
¡Y bien! ¿Qué sabéis? ¿Querréis decirme con qué objeto la ha comprado?
El conde es un especulador que seguramente se va a arruinar en pruebas y descubrimientos; ha creído que hay en Auteuil, en los alrededores de la casa que acaba de adquirir, una corriente de agua mineral que puede rivalizar con las de Bagnéres, de Luchón y de Cauterest. Quiere hacer de su adquisición un badhaus, como dicen los alemanes. Varias veces ha mandado ya remover la tierra de su jardín para encontrar la famosa corriente de agua, y como no la ha descubierto, no tardará en comprar las casas de los alrededores. Ahora, pues, como yo le detesto y ando buscando una ocasión de burlarme de él, le observo para ver si se acaba de arruinar un día a otro con ese descubrimiento y otras especulaciones, lo cual tiene que suceder de todos modos.
¿Y por qué le detestáis? preguntó el desconocido.
Porque… porque al pasar por Inglaterra sedujo a la mujer de uno de mis amigos.
¿Y por qué no os vengáis…?
Ya me he batido tres veces con él dijo el inglés: la primera vez a pistola, la segunda a espada y la tercera a sable.
Y el resultado de esos duelos ha sido…
Que la primera vez me rompió un brazo, la segunda estuvo a punto de atravesarme el pulmón, y la tercera me hizo esta herida.
El inglés bajó el cuello de su camisa, que le llegaba a las orejas, y mostró una cicatriz, cuyo color rojo indicaba que no había sido hecha hacía mucho tiempo.
De suerte que le detesto hasta más no poder repitió el inglés, y seguramente morirá a mis manos.
Pues según veo no lleváis el mejor camino dijo el enviado del prefecto.
¡Hallo! dijo el inglés, cada día voy al tiro, y cada dos días viene a mi casa Grisier.
Esto era cuanto quería saber el desconocido, o más bien lo que parecía saber el inglés. E1 agente se levantó, y se retiró después de haber saludado a lord Wilmore, que por su parte le respondió con la gravedad y cortesía que son peculiares de los habitantes de su país.
Lord Wilmore, después de haber oído cerrar la puerta de la calle habiendo dado paso al agente, entró en su gabinete donde en menos de dos minutos desaparecieron sus cabellos rubios, sus patillas rajas y su cicatriz, para dar lugar a los cabellos negros, a la blanca tez y los dientes de perla del conde de Montecristo. Verdad es que tampoco fue el enviado del prefecto de policía quien entró en casa de Villefort, sino el señor de Villefort en persona. El procurador del rey quedó algo tranquilizado con esta doble visita que nada le había revelado de seguro, pero que, sin embargo, le hizo dormir con algún sosiego después de la comida de Auteuil.
Capítulo sexto
El baile
El verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del señor de Morcef.
Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.
En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; sucedíanse los valses a los galopes, mientras numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz penetraban en el jardín a través de las persianas.
En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los que la dueña de la casa, tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno, había dado orden de disponer la mesa para la cena.
Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga tienda de cutí que se había erigido en una verdadera alameda. Aquel hermoso cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito en favor de la tienda y de la alameda.
Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se acostumbra en Italia, y estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se hace en todos los países donde se comprende un poco este lujo de mesa, el más raro de todos cuando se le quiere completo.
Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas órdenes, empezaban éstos a llenarse de convidados atraídos más por la encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que por la posición distinguida del conde; porque todos estaban seguros de antemano de que aquella fiesta ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.
La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían inspirado profundas inquietudes, vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef, cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del señor de Villefort. Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las portezuelas entablaron el siguiente diálogo:
Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? preguntó el procurador del rey.
No respondió la señora Danglars, me encuentro aún muy afectada.
Hacéis mal repuso Villefort con una mirada significativa, sería importante que os viesen en ella.
¡Ah! ¿Lo creéis así? preguntó la baronesa.
Sí.
En tal caso, iré.
¿Qué queréis decir?
Quiero decir que esto marcha muy bien repuso el vizconde riendo, y que ya me han preguntado diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde… !, ya le daré mi parabién.
¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?
¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, señora; tendremos aquí esta noche al hombre de moda, somos de sus privilegiados.
¿Estabais ayer en la ópera?
No.
Pues él estaba.
Sí…, el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.
¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en «El Diablo enamorado»; la princesa griega estaba deslumbrante. Después de la Cachucha, ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la encantadora bailarina, que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo. ¿Y vendrá también su princesa griega?
No, no vendrá; su posición en casa del conde no se conoce aún a punto fijo.
Mirad, dejadme; id a saludar a la señora de Villefort dijo la baronesa; veo que está deseando hablaros.
Alberto saludó a la señora de Danglars, se dirigió a la de Villefort, que abrió la boca a medida que se acercaba.
Apostaría dijo Alberto interrumpiéndola a que sé lo que me vais a preguntar.
Me parece que no dijo la señora de Villefort.
¿Me lo confesaréis si lo adivino?
Sí.
¿Palabra de honor?
Palabra de honor.
Ibais a preguntarme si había entrado el conde de Montecristo, o si vendría.
No era eso. No me ocupo de él en este momento. Os iba a preguntar si habíais recibido noticias del señor Franz.
Sí, ayer.
¿Qué os decía?
Que salía para París al mismo tiempo que su carta.
Decidme, pues, ahora, ¿y el conde?
El conde vendrá, tranquilizaos.
¿Sabéis que tiene otro nombre, además de Montecristo?
Lo ignoraba.
Montecristo es un nombre de isla, y él tiene un nombre de familia.
No lo he oído pronunciar.
¡Pues bien! Yo estoy más enterada que vos; se llama Zaccone.
Es posible.
Es maltés.
Muy posible también.
Hijo de un armador.
¡Oh!, os aseguro que debíais referir esas cosas en voz alta, tendríais el éxito más feliz.
Ha servido en la India, explota en la Tesalia una mina de plata, y viene a París para abrir en Auteuil un establecimiento de aguas minerales.
¡Bien!, enhorabuena dijo Morcef, buenas noticias; ¿me permitís que las repita por ahí?
Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que yo os las he contado.
¿Por qué?
Porque es un secreto.
¿De quién?
De la policía.
Entonces esas noticias corrían…
Ayer noche, en casa del prefecto. Todo París se había conmovido, como sabéis, a la vista de ese lujo inusitado, y la policía obtuvo informes…
¡Bien…!, sólo les falta prender al conde como un vagabundo, so pretexto de que es demasiado rico.
A fe mía, os aseguro que eso le habría podido suceder, si los informes no hubieran sido tan favorables.
¡Pobre conde! ¿Y sospecha el peligro que ha corrido?
Creo que no.
Entonces es una obra de caridad advertírselo. En cuanto llegue, no dejaré de hacerlo.
En este momento, un gallardo joven de ojos negros y vivos, de cabellos negros, de negro y lustroso bigote, fue a saludar respetuosamente a la señora de Villefort. Alberto le estrechó una mano.
Señora dijo Alberto, tengo el honor de presentaros al señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis, uno de nuestros mejores y más distinguidos oficiales.
Ya he tenido el gusto de encontrar a este caballero en Auteuil en casa del conde de Montecristo respondió la señora de Villefort, volviéndose con marcada frialdad.
Esta respuesta, y sobre todo, el tono con que fue pronunciada, dejaron helado a Morrel; pero le estaba preparada una compensaáón; al volverse vio en el quicio de la puerta un hermoso y blanco rostro, cuyos ojos azules, dilatados y sin expresión aparente, se fijaban en él mientras el ramillete de jazmines subía lentamente a sus labios.
Fue tan bien comprendido este saludo, que Morrel, con la misma expresión de mirada, acercó a su vez su pañuelo a la boca, y las dos estatuas vivas, cuyo corazón latía con tanta violencia bajo el mármol de su rostro, separadas por toda la longitud de la sala, se olvidaron un instante o más bien olvidaron el mundo en aquella muda contemplación.
Habrían podido permanecer más tiempo de este modo, perdidas una en otra, sin que nadie notase su olvido de cuanto los rodeaba, pues… el conde de Montecristo acababa de entrar.
Como hemos dicho anteriormente, el conde, fuese prestigio ficticio, fuese prestigio natural, llamaba la atención en todas partes donde se hallaba; no era su frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón, de cuyo botín salía un pie de la forma más delicada, los que llamaban la atención; eran, sí, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados ligeramente, su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin, su boca dibujada con una delicadeza maravillosa, y que sabía tomar tan fácilmente la expresión del mayor desdén, lo que hacía fijar en él todas las miradas.
Podía haber hombres más apuestos; pero seguramente no los habría más significativos (permítasenos esta expresión); todo en el conde quería decir algo y tenía su valor; porque la costumbre del pensamiento útil había dado a sus facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una flexibilidad y una firmeza incomparables.
Y además, el mundo parisiense es tan raro, que no hubiera dado a esto ninguna importancia, si no hubiese habido debajo de todo ello una historia dorada por una inmensa fortuna.
Finalmente, el conde se adelantó bajo el peso de las miradas y a través de los saludos, hasta la señora de Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le había visto en un espejo que estaba frente de la puerta y se preparó a recibirle.
Volvióse hacia él con una sonrisa encantadora, y en el momento en que se inclinaba delante de ella.
Sin duda creyó que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte creyó que iba a dirigirle la palabra; pero ambos permanecieron mudos, y después de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo se dirigió hacia Alberto, que corría hacia él con la mano abierta.
¿Habéis visto a mi madre? preguntó Alberto.
Acabo de tener el honor de saludarla dijo el conde, pero no he visto a vuestro padre.
Vedle, allí está hablando, en aquel grupo de grandes celebridades.
¡Ah! dijo Montecristo, ¿aquellos señores que hay allí son celebridades? No sabía nada. ¿Y de qué género? Hay celebridades de toda especie, como sabéis.
Allí tenéis primeramente un gran sabio, aquel señor alto y flaco; ha descubierto en la campiña de Roma una especie de lagarto que tiene una vértebra más que los otros, y ha venido a participar este descubrimiento al Instituto. Al principio hubo sus disputas. La vértebra causó mucha sensación en el mundo erudito; el señor alto y flaco no era más que caballero de la Legión de Honor y le nombraron oficial.
¡Enhorabuena! dijo Montecristo, esa es una cruz perfectamente merecida; entonces, si encuentra una segunda vértebra ¿le harán comendador?
Es probable dijo Morcef.
¿Y aquel otro que ha tenido la feliz ocurrencia de ponerse un frac azul bordado de verde, quién podrá ser?
La ocurrencia no fue de él, sino de la República, la cual, como sabéis, era tan poco artista que, queriendo dar un uniforme a los académicos, suplicó a David que les dibujase un traje.
¡Ah, ya! dijo Montecristo. ¿Conque ese caballero es un académico?
Hace ocho días que forma parte de la docta corporación.
¿Y cuál es su mérito, su especialidad?
¿Su especialidad? Yo creo que introduce alfileres en la cabeza de los conejos, que hace comer rubia a las gallinas y yo no sé cuántos otros méritos.
¿Y por eso ha de pertenecer a la Academia de Ciencias?
No, a la Academia Francesa.. .
Pero ¿qué tiene que ver con eso la Academia Francesa?
Voy a deciros, parece…
Que sus experimentos han fomentado sin duda el progreso de la ciencia.
No, pero escribe en muy buen estilo.
¡Oh! dijo Montecristo, eso debe lisonjear soberanamente
el amor propio de los conejos en cuyas cabezas introduce alfileres, a las gallinas cuyos huevos tiñe de encarnado, y, etc…
Alberto soltó una carcajada.
¿Y aquel otro? inquirió el conde.
¿Aquel otro?
Sí, el tercero.
¡Ah!, el del frac azul.
Eso es.
Ese es un colega del conde, el que tan encarnizadamente se opuso a que la cámara de los Pares tenga uniforme; ha tenido un gran éxito de tribuna respecto a este punto: se dice que le van a nombrar embajador.
¿Y cuáles son sus méritos?
Ha escrito dos o tres óperas bufas; ha adquirido cuatro o cinco acciones en el Siècle, y ha votado cinco o seis veces con el ministerio.
¡Bravo!, vizconde dijo Montecristo riendo, sois un cicerone encantador: ahora me haréis un favor, ¿no es cierto?
¿Cuál?
No me presentaréis a esos señores, y si os lo piden, me avisaréis.
En este momento el vizconde sintió que alguien apoyaba la mano en su brazo, se volvió y vio a Danglars.
¡Ah! ¡Sois vos, barón! dijo.
¿Por qué me llamáis barón? dijo Danglars; bien sabéis que no use mi título. No soy como vos, vizconde, vos lo usáis, ¿no es verdad?
Desde luego respondió Alberto, porque si no fuese vizconde no sería nada, mientras que vos, aunque sacrifiquéis vuestro título de barón, siempre quedaréis millonario.
Ese título me parece el más hermoso, en estos tiempos por lo menos dijo Danglars.
Por desgracia dijo Montecristo no dura tanto ese título como el de barón, el de par de Francia o el de académico; díganlo si no los millonarios de Franck y Polmaun, de Francfort, que acaban de quebrar.
¿Cómo? dijo Danglars palideciendo.
Esta tarde he recibido la noticia; yo tendría aproximadamente un millón en su casa; pero, habiendo sido avisado a tiempo, exigí el reembolso hará un mes.
¡Ah! ¡Dios mío! dijo Danglars, por lo menos me hacen perder doscientos mil francos.
Pero ya estáis avisado, su firma vale un cinco por ciento.
Sí, pero avisado demasiado tarde dijo Danglars, he hecho honor a su firma.
¡Bueno! dijo Montecristo, juntando esos doscientos mi] francos con…
¡Chist!, ¡silencio! dijo Danglars, no habléis de esas cosas y acercándose a Montecristo…, sobre todo delante de Cavalcanti hijo añadió el banquero, que al pronunciar estas palabras se volvió sonriendo hacia el joven.
Morcef se separó del conde para ir a hablar con su madre.
Danglars le dejó también para ir a saludar a Cavalcanti hijo.
Montecristo se quedó solo un instante.
El calor era excesivo. Los criados circulaban por los salones con bandejas cargadas de dulces, frutas y helados.
Montecristo se enjugó con su pañuelo el rostro bañado en sudor; pero se retiró cuando el criado le presentó una bandeja y no tomó nada para refrescarse.
La señora de Morcef no perdía de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja sin que tomase nada de ella; también observó el movimiento que hizo cuando el criado le presentó la bandeja.
Alberto dijo, ¿no habéis reparado en una cosa?
¿Qué es ello, madre mía?
Que el conde no acepta la comida en casa del señor de Morcef.
Sí, pero aceptó el almuerzo en mi casa, puesto que por ese almuerzo hizo su entrada en el mundo.
Vuestra casa no es la del conde murmuró Mercedes, y desde que está aquí, no le pierdo de vista.
¿Y qué?
Que no ha tomado nada.
El conde es muy sobrio.
Mercedes se sonrió tristemente.
Acercaos a él, y a la primera bandeja que pase, insistid.
¿Por qué motivo, madre mía?
Hacedme ese favor, Alberto dijo Mercedes.
Alberto besó la mano de su madre y fue a colocarse junto al conde.
Pasó otra bandeja cargada como las precedentes: Alberto insistió aún, tomó un helado y se lo presentó, pero rehusó obstinadamente.
Alberto volvió al lado de su madre; la condesa estaba muy pálida.
¡Y bien! dijo, ya veis como no ha querido tomar nada.
Sí, ¿pero por qué os preocupa esto tanto?
Bien lo sabéis, Alberto; las mujeres somos muy singulares. Hubiera visto con placer tomar al conde algo en mi casa, aunque no fuese más que un grano de granada. Quizá no esté al corriente de
las costumbres francesas, tal vez tiene preferencia por alguna cosa.
¡Oh!, no, no, yo le he visto en Italia comer de todo; sin duda está indispuesto esta noche.
¡Oh!, tal vez dijo la condesa, como ha habitado siempre climas ardientes, es menos sensible que cualquier otro al calor.
No lo creo así, porque se quejaba de que se ahogaba de calor, y preguntaba por qué no han abierto las celosías, puesto que han abierto las ventanas.
En efecto dijo Mercedes, ése es un medio de asegurarme si esa abstinencia es algo premeditado o no.
Y salió del salón.
Un instante después, las persianas se abrieron y a través de los jazmines que rodeaban las ventanas, pudo verse todo el jardín iluminado con linternas, y la cena servida debajo de una tienda.
Los bailadores y los jugadores lanzaron un grito de alegría; todos aquellos pulmones medio sofocados aspiraban con delicia el aire que entraba en abundancia.
Al momento volvió a entrar Mercedes más pálida que había salido, pero con la seriedad que era de notar en ella en ciertas circunstancias. Se dirigió al grupo en medio del cual se hallaba su marido.
No encadenéis a estos señores, señor conde dijo; preferirán tal vez respirar el aire del jardín a ahogarse aquí.
¡Ah!, señora dijo un viejo general muy galante, no creo que iremos solos al jardín.
Biendijo Mercedes, yo voy a daros el ejemplo.
Y dirigiéndose a Montecristo:
Señor conde dijo, hacedme el honor de ofrecerme vuestro brazo.
El conde vaciló al oír estas sencillas palabras; después miró a Mercedes un momento, rápido como el relámpago, y sin embargo, este momento fue un siglo para la condesa, tantos pensamientos reflejaba aquella mirada.
Ofreció su brazo a la condesa; ella apoyó ligeramente en él su pequeña mano, y los dos bajaron una de las escaleras limitada a un lado y a otro por heliotropos y camelias.
Detrás de ellos y por otra escalera, se lanzaron al jardín, con estrepitosas exclamaciones de alegría, unos veinte convidados.
La señora de Morcef entró con su compañero debajo de una bóveda de follaje; era un paseo de tilos en dirección a un invernadero.
Hacía mucho calor en el salón, ¿no es verdad, señor conde? dijo.
Sí, señora, y vuestra idea de abrir las puertas y las ventanas ha sido excelente.
Al decir estas palabras, el conde notó que la mano de Mercedes temblaba.
Pero vos dijo, con ere vestido tan ligero y con el cuello al aire, tendréis frío, sin duda.
¿Sabéis adónde os llevo? dijo la condesa, sin responder a la pregunta de Montecristo.
No, señora dijo éste, pero ya veis que no hago ninguna resistencia.
Al invernadero, que está al final del paseo que seguimos.
El conde miró a Mercedes como para interrogarla; pero ella siguió su camino sin decir nada, y Montecristo permaneció callado. Llegaron al lugar indicado, lleno de flores y frutas magníficas, que desde el principio de julio, llegaban a su madurez bajo aquella temperatura calculada siempre para reemplazar el calor del sol. La condesa soltó el brazo de Montecristo y fue a coger de una parra un racimo de uva moscatel.
Tomad, señor conde dijo con una triste sonrisa, tan triste que casi asomaron dos lágrimas a sus párpados; tomad, ya sé que nuestros racimos de Francia no son comparables a los de Sicilia o a los de Chipre, más espero que seréis indulgente con nuestro pobre sol del Norte.
El conde se inclinó y dio un paso atrás.
¿Me despreciáis? dijo Mercedes con voz temblorosa.
Señora dijo Montecristo, os suplico que me disculpéis, pero no como nunca moscatel.
Mercedes dejó caer el racimo, suspirando. Un precioso albaricoque colgaba de un árbol próximo, calentado lo mismo que la parra, por aquel calor artificial del invernadero. Mercedes se acercó a la fruta y la cogió.
Tomad entonces ere albaricoque dijo.
Pero el conde hizo el mismo ademán negativo.
¡Oh!, ¡tampoco! dijo con un acento tan doloroso que evidentemente ahogaba un gemido; en verdad tengo desgracia.
Un largo silencio siguió a esta escena; el albaricoque, lo mismo que el racimo de uvas, rodó por la arena.
Señor conde repuso Mercedes mirando a Montecristo con ojos suplicantes, hay una tierna costumbre árabe que hace eternamente amigos a los que han comido el pan y la sal juntos bajo el mismo techo.
Lo sé, señora respondió el conde; pero estamos en Francia y no en Arabia, y en Francis ni se parten el pan y la sal, ni hay amistades eternas.
Pero, en fin dijo la condesa, palpitante, y con los ojos fijos en el conde de Montecristo, cuyo brazo estrechó convulsivamente Pntre sus manor; somos amigos, ¿no es verdad?
Toda la sangre se agolpó al corazón del conde, que se quedó pálido como la muerte, subiendo después del corazón a la garganta, invadió sus mejillas y sus ojos se abrieron desorbitadamente durante algunos
Claro que somos amigos, señora replicó; ¿por qué no habíamos de serlo?
Este tono estaba tan lejos de ser el que deseaba la señora de Morcef que se volvió para dejar escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.
Gracias dijo.
Y empezó a andar.
Dieron una vuelta al jardín sin pronunciar una palabra.
Caballero exclamó de repente la condesa después de diez minutos de paseo silencioso, ¿es verdad que habéis visto y viajado tanto, que tanto habéis sufrido?
Es verdad, señora, he sufrido mucho respondió Montecristo.
¿Sois feliz ahora?
Sin duda respondió el conde, puesto que nadie me oye quejarme.
¿Y os dulcifica el alma vuestra felicidad presente?
Mi felicidad presente iguala a mi miseria pasada dijo el conde.
¿No estáis casado? inquirió la condesa.
¡Yo casado! respondió Montecristo estremeciéndose, ¿quién ha podido deciros tal cola?
No me lo han dicho, pero muchas veces os han visto conducir a la ópera a una hermosísima joven.
Es una esclava que he comprado en Constantinopla, señora; una hija de príncipe a quien miro mmo hija mía, porque no me liga al mundo ningún otro vínculo.
¿De modo que vivís solo?
Solo.
¿No tenéis hermana…, hijo…, padre?
No tengo a nadie en el mundo.
¿Cómo podéis vivir así, sin nada que os haga apreciar la vida?
No es culpa mía, señora. En Malta amé a una joven; estaba a punto de casarme cuando vino la guerra, y me arrastró lejos de ella como un torbellino. Yo había creído que me amaría bastante para esperarme, para serme fiel aun después de la muerte. Cuando volví, estaba casada. Esta es la historia de todo hombre que ha pasado por la edad de veinte años. Quizá tenía yo el corazón más débil que otro cualquiera, y he sufrido más que otros en mi lugar.
La condesa se detuvo un momento, como si hubiese tenido necesidad de ello para respirar.
Sí dijo, y os ha quedado en el corazón ese amor…, no se ama verdaderamente más que una vez…, ¿y habéis vuelto a ver a esa mujer?
Nunca.
¡Nunca!
No he vuelto al país donde ella vivía.
¿A Malta?
Sí, a Malta.
¿De modo que está en Malta?
Creo que sí.
¿Y le habéis perdonado lo que os ha hecho sufrir?
A ella sí.
Pero a ella solamente; ¿seguís odiando a los que os alejaron de su lado?
Yo no: ¿por qué había de odiarlos?
La condesa se colocó frente a Montecristo y volvió a ofrecerle otro racimo de uvas.
Tomad dijo.
No como nunca moscatel, señora respondió Montecristo, como si fuera la primera vez que la condesa le hacía aquel ofrecimiento.
La condesa arrojó las uvas contra la arena con un ademán lleno de desesperación.
¡Sois inflexible! murmuró.
Montecristo permaneció tan impasible como si aquella queja no hubiera sido dirigida a él.
En este momento Alberto corría hacia ellos.
¡Oh!, ¡madre mía! dijo, una gran desgracia.
¿Qué ha sucedido? preguntó la condesa como si después de un sueño se despertase y conociese la realidad; ¡una desgracia!, en efecto, ¡muchas desgracias deben suceder!
Está aquí el señor de Villefort.
¿Y bien?
Viene a buscar a su mujer y a su hija.
¿Por qué?
Porque la señora marquesa de SaintMerán ha llegado a París,
ha traído la noticia de que el señor de SaintMerán ha muerto al salir de Marsella, en la primera parada. La señora de Villefort, que estaba muy alegre, no quería comprender ni dar crédito a aquella desgracia, aunque su padre tomó algunas precauciones, todo lo adivinó; este golpe la aterró como si la hubiese herido un rayo, y cayó desmayada.
Y el señor de SaintMerán, ¿qué es de la señorita de Villefort? preguntó el conde.
Su abuelo materno. Venía para acelerar el casamiento de Franz y de su nieta.
¡Ah!, ya…
He aquí aplazada la boda. ¡Qué lástima que el señor de SaintMerán no fuese también abuelo de la señorita Danglars!
¡Alberto! ¡Alberto! dijo la señora de Morcef con un tono de dulce reproche, ¿qué decís? ¡Ah!, señor conde, vos, a quien él tiene tanta consideración, decidle que eso está mal.
Y dio unos pasos hacia adelante.
Montecristo la miró de un modo tan extraño y con una expresión tan pensativa y llena de una admiración tan afectuosa, que Mercedes se volvió.
Cogióle entonces una mano mientras estrechaba la de su hijo, y mirándole exclamó:
Somos amigos, ¿no es verdad?
¡Oh!, vuestro amigo, señora; no aspiro a tanto; pero, en todo caso, soy vuestro más respetuoso servidor.
La condesa se separó de ellos con el corazón tan lastimado y tan conmovido, que antes de haber andado diez pasos, el conde la vio acercarse su pañuelo a los ojos.
¿Cómo? ¿Os habéis disgustado con mi madre? preguntó Alberto asombrado.
El conde respondió:
Al contrario, puesto que acaba de decirme delante de vos que éramos amigos.
Y volvieron al salón, del cual acababan de salir Valentina y el señor y la señora de Villefort.
Excusado es decir que Morrel salió detrás de ellos.
En efecto, tal como había dicho Alberto, acababa de desarrollarse en la casa de Villefort una lúgubre escena.
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