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El pathos barthesiano. Una lectura de fragmentos


Partes: 1, 2

  1. La voz de Fragmentos
  2. El cómo
  3. Tics
  4. Átopos
  5. Ética obscena
  6. El duelo amoroso
  7. Análisis literario patético
  8. Bibliografía

Si yo fuera filósofo y quisiera escribir un gran tratado, le daría el nombre de un estudio de análisis literario.

Barthes, El grano de la voz

[S]e admite la realidad del devenir como única realidad y uno se prohíbe toda especie de subterfugios que conduzcan a transmundos y a falsas divinidades –pero no se soporta este mundo que ya no se quiere negar.

Nietzsche, Fragmentos póstumos

Son conocidas las críticas nietzscheanas al aspecto totalizador del filosofar moderno. Ante la racionalidad absoluta, el perspectivismo y el carácter ficcional del pensar se constituyen como nuevas herramientas, que afrontan la carencia de fundamento. Si la realidad del devenir se ad- mite como única realidad, el pensamiento deberá adaptarse a tal forma. La lectura de Nietzsche en el pensamiento de Barthes es clara, incluso si se encuentra deformada (Barthes: 2005). La deconstrucción mitológica de los "50 develaba los mecanismos por los cuales opera la Doxa –gran enemigo barthesiano– al cristalizar el pensamiento y naturalizar la cultura y lo social. Primera etapa de filósofo-crítico que debió ser superada en el momento en que el intelectual se convirtió en creador de mito: la paradoxa, que se postulaba para desgranar la opinión común, se espesaba y se convertía, a su vez, en doxa. Desenmascarar el mito (acción que aún supone un fondo) no era suficiente, pues todo análisis dependía de códigos culturales. La pasión por lo real que recubría sus primeras inter venciones críticas debió reformularse. No se podía sostener un trabajo solamente depurativo, guiado por la sospecha de que la única certeza posible es la muerte. De una búsqueda por el advenimiento de la nada,

Barthes encontró un nuevo modo de pensar, en el cual el perspectivismo nietzscheano y su dramatización tienen gran repercusión.

Con El imperio de los signos,1 Barthes se distancia de la theoria, absoluta y totalizante, para abrir fisuras en la representación del sentido. La estructura ya no es un instrumento al servicio de la ciencia y Japón se construye como ficción. La fascina- ción que leemos por el signo japonés es una fascinación por su vacuidad: nunca se naturaliza, pues no posee significado, ni dios, ni verdad, ni moral en el fondo. Japón se crea como imagen que escapa a toda representación, porque detrás de ella hay nada. Así, veremos, Fragmentos de un discurso amoroso asumirá el problema de la imagen a través del imaginario amoroso. En los "70, Barthes concibe una nueva práctica de escritura: se debe poetizar para que el pensa- miento opere fuera de la interpretación y de la teoría. Desde la ficción, Barthes se sitúa en el interior del sistema endoxal sin necesidad de utilizar armas argumentativas en su trabajo de descomposición. Ya no se trata de depurar las imágenes cristalizadas que nos proporciona lo Imaginario, sino de trabajar dentro de él para liberarlo de la inmovilidad y la detención que le impone la Doxa: se sostiene una praxis de lo imaginario en lo Imaginario (Marty, 2007). Ya que lo Imaginario recubre cada manifestación del lenguaje y, así, constituye a cada uno de nosotros, ahí debe buscarse la potencia de lo real.

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  • El imperio de los signos (1970) abre la nueva práctica de escritura que Bar- thes moldea en los años "70. Lo seguirán la Lección inaugural y Fragmentos de un discurso amoroso, ambos de 1977; El placer del texto, de 1978; así como los seminarios Cómo vivir juntos (1976-1977), Lo Neutro (1977-1978) y La preparación de la novela

(1978-1979).

  • Patético deberá entenderse en los amplios sentidos que conlleva la palabra griega pathos: padeci- miento, pasión (en tanto pasividad); disposición moral, estado del alma; capacidad de ser afectado, conmovido. Ver el significado que el propio Roland Barthes da a esta palabra en La preparación de la novela (2005: 99).

  • La voz de Fragmentos

    Fragmentos asume una voz que Barthes define como inactual e intratable: voz marginal, demo- dé y antimoderna, que constituye el imaginario amoroso. En el prólogo, se precisa el método, leer algunas figuras que sostienen el discurso amoroso, y se afirma: primero, que "el dis-cursus amoroso no es dialéctico", para luego apuntar que las figuras del enamorado no poseen una re- lación jerárquica sino, por el contrario, distribucional y no integrativa (2008: 20). La tendencia a un tercero, que encontrábamos en operaciones como "Niní" de Mitologías (1957), parecería reemplazarse por un "o bien, o bien" no disyuntivo: las figuras se encuentran siempre a un mismo nivel, en una distribución horizontal que las supone a la vez y en alternancia. Barthes respeta esta distribución incidental, sometiendo las figuras al alfabeto. La fijeza del lenguaje se rompe con este azar controlado, que escapa a la solidificación de un sentido (2005): dis-cursus, acción de correr aquí y allá, de emprender nuevas andanzas; dis-cursus, curso discontinuo, aunque falso, impuro, pero aun así discontinuo. El fragmento y el alfabeto promueven esta dis- continuidad: rompen el ritmo (fijo) para someterse a una lógica fluida, musical (nueva noción de forma), que escapa al orden regular, a la persuasión y demostración.

    Una digresión. En sus cursos en el Collège de France, Barthes reflexiona sobre el discurso que se sostiene en un seminario. Cómo vivir juntos presenta el seminario como un curso vivo que se nutre del presente, un fluimiento (en sentido musical); su discurso se consumaría a partir de una sucesión de rasgos, unidades discontinuas, como las figuras, cuya estructura está vacía: se establece, en principio, una red de relaciones sin importar la sustancia. Cada año, se parte de un fantasma (de un retorno de imágenes y deseos) y el curso se constituye como práctica activa, pues es "un damero de casillas, una tópica", que el seminarista llena más o menos, y que pueden ser llenadas por todos (2005: 69). Así también, las figuras de fragmentos serán topos de una Tópica amorosa.

    Se especifica en la Lección que la preocupación por el discurso es una preocupación por el querer-asir: la lengua es fascista (obliga a decir), crea sujetos, rige en donde el poder se inscribe desde tiempos inmemoriales. Por eso, apostar por la discontinuidad como praxis implica la descomposición del discurso, del poder. Frente al fanatismo del lenguaje, Barthes crea derivaciones intrínsecas a ellos: la práctica etimológica expone una palabra a diver- sos significados, mientras la apertura compulsiva de dossiers adopta un carácter infinito. Al igual, el corpus de obras se usa de modo metódico y no temático, uso libre que hace estallar las obras en rasgos. No se respeta el todo, ni se enseña el todo (la figura de maestro no corresponde al Barthes seminarista), sino que se apunta a la diseminación de las obras, como un modo de discontinuar el curso del texto. El rasgo es un operador de dislocamiento, en dos vías: descomposición del curso (regular, asertivo, conclusivo) del seminario y dise- minación del sentido de las obras citadas. Se vislumbra la tarea que Barthes propondrá al intelectual: descomponer los bloques naturalizados de sentido. Es por esto que el seminario escapa a la lección: la conferencia que conocemos como "lección inaugural" es una puesta en abismo de la contracara de esta tarea: el discurso de la conferencia es asertivo, quien lo enuncia es amo y esclavo. Barthes se permite mostrarse prescriptivo para, luego, descom- poner el discurso-lección en los seminarios que dictará a partir del "76, al hacerlos fluir de modo cooperativo: al inicio de cada encuentro, hallamos notas de aportes hechos por dis- tintos co-cursantes; la discontinuidad se da en el carácter polifónico del discurso, del saber. El modo de Vivir-Juntos del seminario es un investigar y discurrir-juntos, que pone en perspectiva el fantasma y saca el discurso del espacio de la propiedad. El yo, unidad imaginaria, se presenta polifónico y vacío.

    Volvamos. Los topos de Fragmentos afrontan al objeto amado; el enamorado es una puesta en acto de su propia suspensión para constituir otro. Tarea fútil dada su imposibilidad: el amado es un fantasma, figura difícil de asir, "que permanece sin interpelar, incluso más allá de la interpelación, no solo porque la interpelación nunca la alcanza, sino porque ésta marca el propio límite de la interpelación" (Link, 2009: 11). Dentro de la escena, el fantas- ma ilumina el deseo: ni microagrupaciones, la pareja, la familia; ni macroagrupaciones, el cenobitismo, los falansterios (2005). Fragmentos persigue la idiorritmia (el propio ritmo; forma irregular, móvil) del enamorado. El discurso amoroso se encuentra en una extrema soledad, por su carácter demodé ante la theoria, como también por la idiorritmia marginal del enamorado, a quien la sociedad considera loco. La enunciación la asume un enamorado, cuyo carácter indefinido desposee del poder de decir yo (Deleuze, 2006). Un vaciamiento constituye al enamorado: su querer-asir. El problema se centra en la relación con el otro. La pregunta por el cómo vivir juntos ya perfila en Fragmentos.

    Si la historia amorosa siempre está frustrada, Fragmentos será el intento de un sistema de amor. Señala Barthes sobre la tarea de los intelectuales de El Banquete: "lo que los convida- dos intentan producir no son declaraciones probadas, relatos de experiencia, sino que es una doctrina: Eros es para cada uno de ellos un sistema" (2008: 259). Barthes, lejos de la theoria, propone un tercer lenguaje y concreta la mitificación del mito. La escritura se consuma como praxis: hay que someterse al mito para escapar a él y descomponerlo. El método es una práctica dramática: con el acontecimiento ya acaecido (vuelto el sujeto un enamorado), se pone en es- cena una enunciación que no cuenta el acontecimiento sino que lo practica en tanto pasión: el soliloquio que acompaña a la historia de amor sin llegar a conocerla. El deseo pasa a la forma: las figuras, en variación continua, no se encuentran articuladas en vista a un telos. La forma se decide según el par discontinuidad/continuidad: el fragmento y no la novela (el curso y no el seminario académico). Fragmentos de un discurso y no fragmentos interpretativos (no se trata de decir al sujeto). En adelante, Barthes opera un cambio en las condiciones retóricas de lo In- telectual: el sujeto que dice yo es un sujeto puramente formal, sin referente ni verdad, del que parte la enunciación y en quien se pone en práctica un imaginario. La escritura de Fragmentos implica realizar constantemente una simulación ("Es pues un enamorado el que habla y dice"). En francés, tenir un discours: acto de habla, efecto de teatralización. La simulación pone en situación de sostener un discurso amoroso para superar el problema del sentido: el qué (es el amor) y el quién (qué es para mí). El acento se desplaza hacia el cómo: los efectos de escritura y de lenguaje provocados, en principio, por la simulación y la suspensión como prácticas que permiten el acceso a lo imaginario. Al hablar fragmentos se descompone lo continuo, para llegar a un universo hecho de migajas, excéntrico, heteróclito, panorámico (sin profundidad, sin interior). Un cómo que abarca una preocupación técnica y ética: el discurso y la idiorritmia de un sujeto simulado; el problema de la lengua y de cómo vivir juntos.

    El cómo

    La escritura barthesiana conforma una ética de la forma contra un objeto malo: la Doxa, cuya forma supone una repetición muerta que crea y fija incansablemente imágenes. La imagen entrega al objeto como certeza y no enseña nada: amiga de la fe, la Doxa resiste al cambio. Su horizonte es la repetición invariable de imágenes, según un principio de identidad que reduce la diferencia a lo mismo.

    Contra ella, Barthes propone dos tácticas. Por un lado, la simulación, elemento formal, es una fuerza activa que postula un tal como si que permite escribir y acercarse al mundo bajo la forma de una práctica y de una distancia (Marty, 2007). Por otro lado, el fragmento se opone a la novela, hija pródiga de la Doxa, para desnaturalizarla. Fragmentos localiza y sus- pende las herramientas formales de preparación de la novela, a fin de acceder al espesor de lo imaginario: no hay historia amorosa, causalidad ni linealidad temporal, como tampoco héroe o caracterización (sí hay desplazamiento hacia el cuerpo, aquello que no se amolda a la generalidad del lenguaje). El discurso amoroso declama una historia ya acaecida; la no- vela amorosa sólo podría escribirla el Otro (el Mundo, la Opinión general). Con el sentido suspendido, la simulación se torna fabuladora. El fragmento, forma sin centro: lo Novelesco, la Novela sin Relato.

    Se trata, pues, de distanciarse de las imágenes endoxales. El ideal fantaseado sería lograr en cada uno un silencio de imágenes. Deseo de abstinencia que debe ser leído como un deseo ascético: suspensión de las imágenes que me conforman, tendencia a lo Neutro. En este sentido, Fragmentos es un retrato, en su propensión al diario: monólogo monótono, relata acontecimientos ínfimos y fútiles que sólo existen por su repercusión. El ideal sería un Diario de mis repercusiones, donde la comunicatividad aparecería bloqueada. El diario deseado es una contemplación de los propios desechos, narcisista (1987); al ser hierático, el acontecimiento amoroso trae la fatiga del lenguaje.

    Tics

    Hay, en la obra de Barthes, una recurrencia a ciertos gestos, pequeños tics, que funcionan estratégicamente como articuladores del pensamiento. Los llamo tics y no conceptos dado que Barthes no les otorgó ese estatuto, pero sí poseen una recurrencia reconocida y buscada por el autor. Tics que conforman un cierto destello de fantasma, de deseo o de goce, y se acercan a las palabras-objetos (Barthes, 1987: 147): están investidos, son deseados y superficiales. Cada uno de estos tics emerge aleatoriamente, sin posición fija, creando un ritmo irregular y poco sistemático. Son gestos que le permiten articular estética y ética en un mismo pliegue de pensamiento, y constituyen así el rhytmós barthesiano, su modo de entender el mundo.

    El campo semántico del amor es uno de los tics más conocidos: las figuras de Orfeo, Eros y Narciso, el escritor como enamorado, el corazón oprimido. Aquí me interesaré por otros dos, centrales para pensar Fragmentos: el teatro y la música.

    Barthes ha trabajado mucho sobre el fenómeno teatro (Brecht, teatro griego y oriental). Paralelamente, ha manipulado un campo estratégico en torno a él, que le permitió pensar la escritura como práctica del intelectual.

    Apuntamos que Fragmentos practica un imaginario; las figuras, poses; el enamorado, un actor. La puesta en escena implica una graduación del imaginario. Pero, también, hay un carácter puramente teatral en el papel del enamorado: "hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo"; "tomo un papel; soy el que va a llorar […] soy ante mí mi propio teatro" (2008: 136, 197). El teatro es el espacio mismo de la acción, que simula y no representa. Desde el interior de una estructura burguesa fuertemente homogeneizante, Barthes recupera la diferencia. El teatro articula el pensamiento de una acción política. El cine, del otro lado, excluye de sí toda praxis: "la imagen en él es la ausencia irremediable del cuerpo representado" (1987: 91). La representación está del lado del placer, de la cultura (nunca del deseo) y es fuertemente ideológica. El teatro afronta el problema de la reproducibilidad de la lengua (el estereotipo, el mito, la doxa) para introducir una fisura dentro de la fijeza del sentido. El tic teatro se construye como un procedimiento de la lengua y de su escritura, para sustituir el aura imaginaria y burguesa por un aura real. Bajo el tinte del aura, el teatro pone en escena un distanciamiento: toca y no observa, extraña lo más conocido, nombra aquello hasta el momento innombrado, simula lo antes representado; hace ingresar nuevas categorías al Imaginario. El teatro ataca la ideología, desde su reproducibilidad de la lengua.

    La teatralización también da lugar al fantasma: para que éste aparezca hace falta guión y lu- gar (2005). El fantasma recorta una escena, ilumina un personaje y deja a la sombra otros; el teatro es, en este sentido, la escena recortada. El teatro sirve, a su vez, para pensar las figuras como gestos del cuerpo sorprendidos en acción, como coreografía. Se despliega un trabajo minucioso y preciso de lo fragmentario: el gesto, la escena, la focalización. Pero, aun más, desde el teatro como procedimiento de escritura, Barthes asume la tarea del intelectual, la descomposición de la conciencia burguesa:

    [H]ay que conservar a la imagen toda su precisión; esto quiere decir que fingimos voluntariamente quedarnos dentro de esta conciencia y que la vamos a deteriorar, desplomar, desmoronar, desde dentro, como se haría con un terrón de azúcar que se sumerge en el agua. (1987: 70)

    Se ve el aspecto político: simular mantener la imagen en toda su precisión, poner en escena un imaginario para desarticularlo. Nada de representaciones, pues no sólo lo real resulta irrepresentable, sino también lo político (1987). Barthes, detrás de la puerta, escucha la Doxa, oye aquello de lo que se encuentra excluido. La simulación es el gran artilugio que le permite afrontar la Medusa, incluso a expensas de petrificarse ante su mirada. Así concibe el intelectual Barthes el cómo ético-estético. La escritura de Fragmentos implica una unión simulada y autodestructiva, práctica de un intelectual enamorado:

    Imagen, imitación: hago la mayor parte de las cosas posibles como el otro. Quiero ser el otro, quiero que él sea yo, como si estuviéramos unidos, encerrados en una misma bolsa de piel, no siendo la vestimenta sino el envoltorio liso de esa materia coalescente de la que está hecho mi Imaginario amoroso (2008: 128. Cursivas mías).

    De allí que el temor amoroso sea definido como temor de autodestrucción, que se entrevea "segura, bien plasmada, en el brillo de la palabra, la imagen" (2008: 246).

    El fragmento adquiere, también, un matiz musical: "idea musical de un ciclo", "intermezzo", el fragmento está intercalado e intercala, pero sin saber entre qué y qué. El fragmento es el retorno de lo discontinuo: interrumpe la Doxa, la Opinión General. Su ideal es una alta condensación no de pensamiento o saber, sino de música (1987), y en cada fragmento se intercalan figuras, arias de ópera. La figura es una música excepcional o excesivamente repetitiva, que, en tanto intensidad, trae el goce, y nos adentra en la pérdida de significado. A su vez, cada figura alberga una frase madre, "aria sintáctica", que carece de un mensaje acabado y pleno; cada frase madre es matriz de una figura: dice el afecto y se detiene. La frase madre es el germen de la emoción de cada figura. El pathos del discurso amoroso viene dado, así, por esta frase madre.

    De las diversas modulaciones musicales,3 quizás la que más sirva para pensar este tic sea aquella del te-amo. Al adquirir sentido sólo en el momento en que se pronuncia, éste no pertenece ni al enunciado ni a la enunciación, sino que es en sí el ideal del fragmento (2008: 273). Te amo es una holofrase: frase madre y pura condensación musical. Lenguaje del ena- morado, funciona como su intermezzo: puede ser intercalado en cualquier momento, sin pertinencia alguna. Es el goce del deseo.

    Al te amo se pueden proferir distintas respuestas: una perfecta (yo también), revelación que muestra una verdad loca, que todo es posible; una no respuesta (no hay respuesta), en donde se niega el lenguaje (la existencia) del enamorado; una fantaseada y utópica: el te amo proferido por ambos al mismo tiempo. Cada respuesta teatraliza la relación con el otro, pero lo común a todas es que exigen respuesta: el enamorado necesita reciprocidad y, sobre todo, escucharlo decir. Lo que importa es obtener la música proferida corporalmente: el canto del amado, su voz. El te amo es un activo que se afirma contra las fuerzas despreciadoras de la ciencia y la doxa pues es tautológico y como tal se encuentra en el límite del lenguaje. El enamorado se aferra al deseo de te-amo: "La voz sostiene, da a leer y por así decir consuma el desvanecimiento del ser amado, porque pertenece a la voz de morir. […] La voz del ser amado no la conozco nunca sino muerta" (2008: 147). La voz del amado no ofrece al enamorado más que el encantamiento del mundo, la repetición de aquello que "ya ha vivido, conocido, sufrido, pura y simplemente aquello que es él mismo" (Foucault, 2004: 56). Por eso, si el lenguaje es una piel, hacer "como si estuviéramos encerrados en una misma bolsa de piel" implicaría un querer-asir al otro y su canto: sueño de unión total. Atroz tarea: para consumar el deseo de una estructura de lo Mismo, sería necesario que ambos ocupasen el mismo lugar o que careciesen de lugar, pero el amado se descubre siempre átopos. Entonces,

    ¿cómo vivir juntos?

    Átopos

    Asumido el carácter mortuorio de su canto, el amado se reconoce átopos: sin lugar. De ahí, la recurrencia a figuras negativas: intratable, inexpresable, incognoscible, que lo descubren inasible: "Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se puede hablar de él, sobre él; todo atributo es falso […]: el otro es incalificable" (2008: 52). El enamorado choca con un vacío de lenguaje (no hay interpelación, comentario, interpretación posible) y su discurso desborda en fantasma. Ante el encantamiento, el enamorado sólo puede hablar de la propia fascina- ción: el otro me es adorable. Enamorado, quiero alcanzar un conocimiento del otro tal cual es; lo cubro de adjetivos intentando desgranar su qualitas. Sin embargo, subsiste siempre la misma impresión: el otro persevera en sí mismo, siendo él justamente esa perseverancia. De ahí que el enamorado sea incapaz de reconocer la alteridad del otro: para sostenerse, debe crear una sólida arquitectura homogeneizante, que reduzca al amado a sí mismo: misma imagen, sin diferencia. El enamorado insiste en el leguaje para conocer al otro (a sí mismo) a través de adjetivos, que no describirían sino el propio encantamiento. Como sabemos, el adjetivo en Barthes es fúnebre: no hace sino someter al otro a una (auto)representación, espacio de la no-acción. La frustración de esa persistencia (clic en que se reconoce el fracaso del lenguaje, ¡Es eso!) devela al amado como incognoscible: fuera del encierro calificativo, el otro pasa del terreno de lo relativo al terreno de lo absoluto. El amado es único, pleno: un Todo que sólo puede señalarse con una palabra vacía que dice todo lo que es pero también todo lo que no se puede decir, todo lo que le falta. El otro trae la experiencia de "plenitud del vacío" y esa plenitud es, justamente, lo atractivo (Foucault, 2004: 26). La apelación al tal cual es la aceptación de la incapacidad de designarle un lugar. Al signarlo como tal, el enamorado suspende todo juicio y arranca al amado del terror del sentido. Ya no se ama al otro por lo que es, sino porque es, dando lugar a la existencia: una palabra vacía es la única posibilidad que tengo del otro, espacio de la nada, en donde el deseo del enamorado se for- ma. Se suspende toda posibilidad asertiva del otro (es esto, es aquello). Tal es la atracción que el otro ejerce en el sujeto enamorado: tercer término, en que centella lo Neutro, al resolver la ambivalencia de la predicación: el amado desaparece en beneficio de la cualidad y tensiona fuerzas. Con el tal, el acento recae en el cuerpo del otro, incalificable.

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    • Así, a modo de ejemplo: "Una sola información va variando, a la manera de un tema musical"; "No tengo conciencia sino de una máquina que se alimenta a sí misma de una sinfonía cuyo ma- nubrio gira titubeante un tocador anónimo"; "como una mala sala de concierto, el espacio afectivo tiene rincones muertos" (cfr. Barthes, 2008: 60, 195, 208).

    • Ética obscena

      Ante el amado, solo resta afirmar: repetir hasta cansar al lenguaje te amo. Contra la mala repetición de la Doxa, una buena: aquella que proviene del cuerpo y afirma activamente la diferencia. El intelectual que asume el imaginario amoroso debe afirmarlo ante la theoria, más allá de ella, incluso tautológicamente. Así hace Barthes desde el inicio de Fragmentos, sosteniendo, en este sentido, una ética obscena: el intelectual asume (no reprime ni paro– dia) la extrema tontería, el corazón oprimido, como forma necesaria de lo imposible y de lo soberano. Exiliado de la theoria, el intelectual da voz a una lengua excluida y marginal, la lengua amorosa. Este exilio se funda en un principio de delicadeza: un goce de lo fútil en el límite de lo extravagante. La delicadeza activa la percepción y descubre el poder de metaforizar: destaca un rasgo y lo hace proliferar en el lenguaje. La delicadeza como lo obsceno social se apodera del margen excesivo, intersticio absoluto del conformismo y la moda: el sentimiento amoroso. Barthes no introduce sólo una pizca de sentimentalidad, si no que se zambulle en ella para hacer regresar al amor en un lugar distinto.4 El discurso choca con un real inalienable y poético, que muestra lo imposible de asir en las cosas: ¡es eso! La obscenidad ni es destructiva, ni implica un querer-asir. Por el contrario, es del orden de lo abyecto: aquello que ningún discurso de la transgresión puede ya recuperar. Lo obs- ceno, abierto al peligro del moralismo de la antimoral, debe tender al límite de la lengua; lo obsceno como Neutro, que consistiría en confiarse a la banalidad (Barthes, 2004: 135). Ética obscena de centro vacío: el amado es átopos, impredicable; el te-amo carece de significado, sale del lenguaje. En la deriva de lo inactual, fuera de todo gregarismo, Fragmentos se afirma obscenamente.

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      • En su libro sobre Nietzsche y respecto de la posibilidad de un devenir activo de las fuerza reacti- vas, Deleuze afirma: "Concretamente: ¿no hay una bajeza, una vileza, una tontería, etc., que se con- vierten en activas a fuerza de ir hasta el límite de lo que pueden? "Rigurosa y grandiosa tontería…" escribirá Nietzsche" (Deleuze, 1995). Lo obsceno, la sentimentalidad, son consideradas como fuer- zas activas, que al ser separadas de lo que pueden, han devenido reactivas. Ahora bien, la caracterís- tica de toda fuerza activa es ir hasta el límite de lo que puede. Así, al separar, las fuerzas devenidas reactivas se convertirán, a su vez, en activas. Barthes lleva el discurso amoroso, voz marginal, hasta el límite de lo que puede, en vistas de que devenga fuerza activa.

      Se vuelve, siempre, a la pregunta por cómo vivir-juntos. En el seminario homónimo, Bar- thes sienta dos ejes: el espacio y los nombres. Por un lado, la distancia entre los sujetos que cohabitan, el cuerpo como espacio de deseo; por otro, la posibilidad de nombrar a aquel con quien cohabito, la clasificación del otro como medio de control. En el espacio que nos abre el discurso amoroso, la única posibilidad de vivir-juntos es utópica. Primero, por la ya señalada imposibilidad de asir al otro a través del lenguaje: si el nombre propio es peligroso porque puede ser proferido por otros cuerpos, el pronombre, finalmente, ausenta y anula al otro. Decir él a quien se ama es una suerte de asesinato por el lenguaje. La única posibi- lidad remanente, vimos, es el tal cual. Segundo, el vivir-juntos amoroso es utópico por la imposibilidad de unión total y de una proferición simultánea del te-amo. Lo que resta es la conquista de la originalidad de la relación, sin topos, plano o discurso (2008: 53). La única relación posible es atópica y fuera del lenguaje, puramente afirmativa: huir del servilismo de la lengua, salir de ella en la proferición embriagante de un te-amo tautológico.5

      De la mano de esta ética obscena, Barthes propone una moral de la afirmación. La afirma- ción del enamorado en esa voz ctónica que es el objeto amado nos muestra que tampoco se puede hablar de la propia fascinación: no hay nada más allá del estoy fascinado. El lenguaje fracasa ante la precisión del deseo. El enamorado atraviesa dos instancias: de la polinimia, momento de despliegue voluminoso de nombres (querer-asir), a la anonimia, instancia ac- tiva de invención de palabras que arrastran la predicación al grado cero. Exponiendo un mundo indeterminado, el enamorado alcanza una actitud loca, pues sale de la lógica recí- proca de las imágenes. El lenguaje choca con su propio umbral: cuando lo obsceno coincide con la afirmación, éste encuentra su caída. Nada más que decir, porque no hay nada más que decir. El destino del ¡es eso! es: ¡es no más que eso! Sólo puedo responder al encantamiento del canto con mayor encantamiento: se suspende la operación lógica propia del lenguaje, se sale del campo del me gusta/no me gusta, para afirmar, como un disco rayado, te-amo, es-eso, tal. El enamorado se topa con la vitalidad de lo Neutro: un querer-vivir, fuera del querer-asir.

      El duelo amoroso

      Superado el orden Simbólico, Fragmentos se dirige al encuentro de un real: la atopía del amado, su voz muerta. En El imperio…, lo real había tenido una primera aproximación como muerte y ésta como asignificativa. Aquí la muerte se traslada a una figura no conceptualizada, pero que bien podría funcionar como una: el duelo.

      En "Abismarse", el enamorado equipara la pérdida de estructura del enamorado a un duelo artificial y señala que esa pérdida es "algo así como un no-lugar" (2008: 27). Luego, el duelo regresa como relación: ser ascético implica remarcar histéricamente el duelo que presumo para el otro. La ascesis, fuerza activa, busca que el otro regrese, me mire, me constituya, busca manipular su ausencia constitutiva.6 El otro es quien abandona: "ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura" (2008: 135). El lenguaje nace de la ausencia; lo novelesco conserva el vacío del otro, su promesa de un canto futuro. La ausencia implica una práctica activa: en torno a ella, se crea una escenificación lingüística que permita alejar la muerte del otro. Ante el abandono, el duelo se consuma como el pasaje de la ausencia a la muerte y, en tanto tal, es la pérdida de un imaginario: amoroso, en este caso, pero también, finalmente, es la muerte de un lenguaje. Ante la crisis de imaginario, surge la demanda de apaciguamiento, demanda de Neutro. El problema, ético, es la responsabilidad del propio imaginario, del que dependía vitalmente el enamorado.

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      • El te-amo está del lado de Dionisios, aquí, en su definición nietzscheana: como éxtasis, embria- guez, música encantadora y seductora donde estalla el exceso desmesurado de la naturaleza en alegría, dolor y conocimiento. Así, el te-amo, como contrasigno de los "signos del amor" (el amor representado, apolíneo, aquél de las novelas de amor), es dionisiaco: "no se niega el sufrimiento (ni siquiera la queja, la repugnancia, el resentimiento), pero tampoco la interioriza la proferición; decir te-amo (repetirlo) es expulsar lo reactivo" (Barthes, 2008: 279).

      Por otro lado, y más importante, el duelo es aquello que patentiza la siempre presente ausencia del otro. En este sentido, podemos pensar al amado, en términos blanchotianos, como aquel cuya presencia implica su insoportable ausencia (2002), alteridad con la que persevera en mí en un presente insostenible. El enamorado, desde el duelo, se hace cargo de la muerte del otro, única muerte que nos concierne. Como señala Blanchot, lo común a los hombres es el acontecimiento primero y último que en cada uno deja de poder ser uno. La muerte sería la única comunión entre mortales, imposible. En este sentido, la muerte patentiza la ausencia y el enamorado, al asumir el duelo, se expone a ella. La imposibilidad de una comunidad de amantes viene dada por su amor sin condiciones, que cancela el comercio, propio de una sociedad mercantil. El modo de vivir-juntos de los amantes sería el gasto:

      Los que quieren la proferición de la palabra [te amo] son sujetos del Gasto: gastan la palabra como si fuera impertinente (vil) que alguna parte de ella debiese ser recuperada; están en el límite extremo del lenguaje, allí donde el lenguaje mismo (¿y quién más lo haría en su lugar?) reconoce que carece de garantías (Barthes, 2008: 279).

      La única posibilidad de vivir-juntos sería una economía perversa del despilfarro, un Gas– to abierto al infinito. El goce amoroso no se cierra al intercambio. El Gasto, exuberancia amorosa, es un puro despliegue narcisista que nada contiene. De ahí que la comunidad de amantes tenga como fin la destrucción de la sociedad (Blanchot, 2002). Sin embargo, tal posibilidad de vivir-juntos es utópica, imaginaria (Barthes, 2008). En Barthes, nunca se trata de una invitación anárquica, destructiva, porque se sabe que esa posibilidad se construye en vista de un auténtico ulterior, de una exterioridad y fijeza de la palabra que remite al lenguaje dogmático. Destruir es una práctica reactiva que conforma doxa: borrar es más violento que fracturar (Barthes, 2002).

      El tal ya suspende todo imaginario de relación y revela al amado como singularidad, irrepresentable y sustituible. Así la imagen corrompida de "Alteración": el amado deja de ser el otro, para ser otro entre otros, extraño. El enamorado está condenado a la errancia. Si la única comunión posible es la muerte, si la única muerte que conozco es la del otro, así también solo los otros conocen el fin de mi amor. La única comunión posible, podríamos reformular, es la comunión del final de la historia de amor, que para el enamorado es, siempre, el final de la historia de otros:

      edu.rededu.red

      • Cabe señalar que la noción de ascesis que se sostiene a lo largo de Fragmentos no resulta, como parecería a primera vista, incompatible con una idea de Neutro y un método dramático, dado que ésta se concibe vitalmente: como chantaje, como la creación de la propia ausencia, de "la propia desaparición, tal como se producirá seguramente si no cede (¿a qué?)" (Barthes, 2008: 50). En este punto, la ascesis se nos presenta como fuerza activa que pone a la ética barthesiana del lado de la creación: la ascesis como silencio del lenguaje, como suspensión del juicio y de las imágenes, ten- diente a lo Neutro (cfr. Barthes, 2004: 132 y ss.).

      No puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin mi historia de amor: no soy su poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, exactamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros: a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico (Barthes, 2008: 121).

      Hay, en el discurso amoroso, una experiencia del afuera: nunca puedo conocer el fin (la muerte) de mi historia de amor, que me es inapropiable. De igual modo, en la atracción propia de la voz del amado, el enamorado experimenta la presencia del afuera y su marginalidad respecto a ese afuera: la voz del amado, inapresable, consuma su desvanecimiento. Por su parte, el te-amo se afirma contra el lenguaje y lo lleva al propio límite en el que va a des- aparecer. Al contener el te-amo, como modo de no-querer-asir, el enamorado se abandona en algún lugar fuera del lenguaje. El te-amo es potencia: "El N.Q.A (el no-querer-asir, expre- sión imitada del Oriente) es un sustituto inverso del suicidio. No matarse (de amor) quiere decir: tomar esa decisión, la de no asir al otro" (Barthes, 2008: 231). Tomar la decisión de no asir al otro, decidir arrancarlo del carácter asertivo y fanático del lenguaje, da la bienvenida al no-Ser como potencia, pasividad fundamental: el enamorado experimenta la oscuridad, la posibilidad de privación. ¿Quién, más que el enamorado, podría sostener, obscenamente, un ser-para-el-gasto? La ética obscena se hace cargo de esta potencia constitutiva que trae la experiencia del afuera: el te-amo no retorna jamás al mismo lugar, si no que dispersa. Lo Neutro del discurso amoroso asoma o en una lógica simultánea o en una que permite entrar en alternancia: se suspende toda necesidad resolutiva, porque no hay posibilidad de simplificación.

      Barthes intelectual opta por hacer trampas a la lengua y exponer la propia inactualidad: la Historia, dios moderno, prohíbe que seamos inactuales, permitiéndonos soportar sólo el pasado en ruinas o monumental. El discurso amoroso, demodé, ni siquiera posee la gracia de lo interesante o de lo divertido. Excéntrico a cualquier sentido histórico, se vuelve obsce- no. Lo inactual, como fuerza creadora, permite operar una distancia activa: descomponer y suspender repetitivamente, escribir como si se estuviese enamorado, desde el cuerpo hasta la fatiga. Barthes atraviesa el duelo de la imagen y del Imaginario burgueses y, por eso, es capaz de afirmar una escritura-fragmento que es puro inicio. No hay fin de la historia amorosa porque no hay historia cognoscible para el enamorado: la novela amorosa sólo puede ser escrita por lo Otro. El discurso amoroso se crea excéntrico, vacío; el lenguaje es arrastrado y cae en el abismo, sin sujeto. El te-amo pone en escena una ética obscena indisociable de una estética: el fragmento sin historia, el discurso sin conclusión, el imaginario cuyas imágenes se descomponen.

      Análisis literario patético

      Releamos nuestro primer epígrafe: Si yo fuera filósofo y quisiera escribir un gran tratado, le daría el nombre de un estudio de análisis literario. Si existiese una filosofía barthesiana debería ser comprendida como un estudio de análisis literario que funcionaría de pretexto para postular una ética, aunque sea en términos amplios. El pensamiento barthesiano encierra una responsabilidad por la forma, que descompone la Doxa y la conciencia burguesa, suspende el sentido y encuentra un real vertiginoso innegable. La forma, idiorrítmica y corporal, es una fuerza afirmativa que introduce lo Otro sin reducciones. La Doxa, por el contrario, es una repetición muerta; la forma barthesiana asume una repetición vital que produce diferencia: "¿Cómo? ¿Siempre, hasta mi muerte, escribiré artículos –o con suerte, libros–, daré cursos, conferencias sobre temas que serán lo único que varíe (¡y tan poco!)?" (2005: 37). Lo que se repite es el cambio, la ruptura, la discontinuidad: afirmación del devenir, única realidad.

      Partes: 1, 2
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