"Un lugar donde están, sin confundirse,
todos los lugares del Orbe"
El Aleph. J.L.Borges
Esta narración es un trazo sobredibujado que libremente serpentea, no muy brillante por cierto, siguiendo la senda y husmeando a la sombra de otra que arribó a nuestro ámbito enriquecida de alarmantes imaginaciones y maestrías. A esa otra, que voló desde el extremo Sur, se le otorgan más que merecidos sitiales de grandeza. Pero este transitar que aquí se emprende, sin mayores pretensiones, es sencillo, y puede pecar de ligereza y de sobrada admiración. Aquél, el cuento sólido en el que éste se apoya, es El Aleph, que abarca en pocas páginas la plenitud de un Universo concentrado en una pequeña esfera que flota en la Nada de un sótano oscuro y que es reconocido por los llamados especialistas del género como el relato cimero de Borges.
Y siendo palabras mayores con tan sólo esa firma ciega llena de visiones, hasta para la inteligencia de los más conocedores, entonces se debe entender que para leer a un mago como él, que no a este subproducto ineficiente que soy yo, si lo intentas por quedar intrigado y con deseos de desenmarañar esa historia que nos contó, y ojalá sea así, debes estar a tono y coger al unísono altura y profundidad, pues en esos menesteres andarás en ocasiones por el aire, rodeado de luces y horizontes lejanos, y en otras por pendientes y túneles con tan sólo la insana oscuridad al alcance de la mano, minados ambos de huecos y de rocas donde con toda facilidad puedes ir tropezando hasta caer en múltiples estrépitos. Y sabiendo causarlo mejor que lo casual de un cierto desvarío, él te hará tropezar y caer, con toda intención, para que sepas de errores y de posibles desconfianzas, pero sin soltar tu brazo. Y te sujetará, y te levantará para guiarte en la penumbra. O llevándote de la mano te hará girar en un torbellino, haciéndote soñar que asciendes y luego te despeñas entre espirales, por otros tipos de mundos, por veredas donde no se advierten señales ni orientaciones, unas derechas y despejadas, o curvas, o de todos los ángulos, y otras diametralmente opuestas y tenebrosas, o multiplicadas, o embriagantes, o sobrenaturales, pero siempre con el rigor de ser inesperadas y fantásticas. Tan sólo necesitas decidirte a penetrar en la amplitud de rutas y destinos del delta de su imaginación, donde desembocan todos los ríos, y tener el deseo de asimilar tanto lo dicho como lo sutil y engañosamente insinuado, para no perderte entre las paradojas insólitas del mundo que te mostrará. Y ya allí, siempre juntos, acompañarlo con la atención bien despierta, escrutador y libre en tus adentros, deseoso de conocer, pero sin dudas ni temores, siempre apoyado en la seguridad y convicciónde de que arribarás a un buen refugio aún en medio de la ventisca y los relámpagos con este incomparable compañero de aventuras. Sentirás entonces, cuando leas las últimas palabras del magistral recorrido, la satisfacción de haber degustado y agotado en excelente compañía de unas copas del mejor licor para el gusto del intelecto que puedas imaginar. Te embriagarás de vuelos y contrastes, y de nuevos horizontes, y de las sorpresas de su pertinaz y profusa imaginación. Su débil mano te guiará por los caminos de la inteligencia y de los impecables razonamientos, salpicados ambos de una inmensa cultura.
Y cuando avances con Borges por las oquedades de sus laberintos, tomados del brazo como amigos y confidentes de toda la vida, recorriendo sus ominosas ideas, como dice él, y como las anduve yo, o creí hacerlo (después de esa experiencia ya no puedo estar seguro de nada) podrás aceptar la cierta posibilidad donde caben todas las posibilidades que anteriormente pudiste haber negado. Y si acaso alcanzas a culminar la travesía en su compañía, tú tampoco podrás alcanzar esa seguridad que se tornará vaga y confusa, porque en incontrolables giros dudarás de cuanto has aprendido. Y entonces conocerás los escenarios donde se enlazan la realidad y la fantasía de un mundo mágico que contiene numerosas enseñanzas y certezas, y desvaríos, y refutaciones. Y vislumbro también que, quizás por el vicio de la admiración, lo hago aquí de nuevo en este zigzagueo entre su vocabulario y sus símbolos, siempre atado a su maestría y total influencia, pero sabiendo que de seguro él me estará observando con indulgencia y sin alarma alguna por entender mis tropiezos al recordar los suyos de otros tiempos, cuando hacía lo mismo que hago, al calcar y andar otros caminos sin perder detalle cuando buscaba los suyos recolectando ideas y maneras. Andaré pisando débilmente y con extremo cuidado sobre sus pisadas, no siendo excepción porque siempre ha sido así, sin causar asombro y sin molestar a nadie. Las mismas historias se han contado miles de veces, simplemente cambiando de paisajes y de tonos y de tiempos.
Y estando ya en la madeja de sus ideas, por momentos neblinosa pero al final siempre esclarecida e infalible, aunque se juegue a la verdad y al engaño de recorrer varios senderos simultáneamente, no podrás evitar el sentimiento de transitar por un lóbrego laberinto de misterios y de sortilegios y atrocidades, y asaz de engaños, donde él lo ve todo y tú no ves prácticamente nada. Y en verdad que tanto para ti como para los personajes que encontrarás en esos andares, y que allí conviven sin confundirse ni asombrarse, muchas veces con el propio Borges incluido, porque fueron colocados por él en esos caminos como auxiliares de sus figuraciones dialécticas y de sí mismo, estarás en una cerrada espesura de tinieblas donde se encuentran y aparecen las personalidades más transcendentales de la Historia junto a los objetos más inauditos. En esas páginas hallarás, desde puntos brillantes flotando en el espacio, que pasan en segundos de quietos y anodinos a un loco movimiento que puede dibujar líneas pasmosas que en loca simultaneidad son y no son paralelas con sólo mirarlas, hasta genios mudos que deambulan y se esconden sin sentido como sombras cobardes huyendo del manantial de las tinieblas de donde proceden, y trogloditas desnudos y sapientes que te hablan en cualquier lengua, conocedores de todos los temas, y astrolabios y telescopios sin espejos ni escalas, ni otras formas de medir que no sean el pensamiento y la intuición, pero que son precisos hasta el límite de las infinitudes que no son fáciles de aceptar.
En ese idioma y esas formas que tendrás que aprender a descifrar (experiencia sin igual si pones toda tu inteligencia y empeño en lograrlo) lo más sencillo puede llegar a ser absurdo y sobrenatural. Pero aún así, y por el conjunto inusitado de detalles, y por otros millones de millones más (porque él no cuenta los siglos y los hombres y los hechos sino por números infinitos de repeticiones cíclicas donde reina la interrogante admirable del Eterno Regreso que fue su obsesión), esas lecturas serán una experiencia integral y aleccionadora. No en balde allí conocerás a Heráclito, y a Nietzsche, y a Mahoma, y a Kafka, y a Averroes, y a Homero y a Ulises y a Platón, y a Leonardo, y oirás hablar en un rincón dictando su Diccionario al ciego Abensida (quizá un precursor del regreso cíclico para el posible futuro duplicado sureño que fue Borges), y a Buddha, y a Galileo, y a Newton, y a Shakespeare, y a los nunca existidos Hamlet y el Quijote, y al divinizado y encantador Nazareno.
Y entonces percibirás que todos estos protagonistas sin igual te estarán observando y te sonreirán sin extrañeza alguna, como si fuesen tus vecinos y conocidos de toda la vida. Para él, lo eran. Y con ellos alternaba. Y tú lo harás y contigo lo serán por la magia de otra realidad paralela que él te irá mostrando. Pero antes, una vez ubicado en el naciente del laberinto, y después de poco andar, verás cómo los senderos a elegir se bifurcan en cientos de rutas con aspecto de irreconciliables. Rutas ante las que, si acaso él te deja por un instante a solas frente a ellas, comenzarás a desvariar en desconcierto. Y seguirás delirando hasta el aturdimiento casi total, porque, sin poderlo eludir, al irlas andando y extraviándote, te llevarán en otro tipo de regreso circular al mismísimo punto de partida, desde el que te enfrentarás, en caótica confusión de repeticiones y ciclos, no a uno sino a cientos de nuevos laberintos con iguales condiciones de confusión. Y no terminará ahí. Porque éstos, a su vez, se multiplicarán como el primero, tal que fuesen galaxias infinitas, hasta traerte de nuevo tras miles de traspiés y de extravíos, al punto donde comenzaste a andar y tropezar. Y de ahí tendrás que partir sin escape ni alternativas de fugas que puedan aliviarte, por caminos que simularán ser los mismos pero que siempre serán diferentes. Y en esas multiplicadas sendas, si pierdes la atención y anidas en el desvarío, quedarás convertido en una réplica del perpetuo Sísifo, con tu particular condena de mantenerte vagando, con las manos vacías y las visiones negras, sin laderas eternas que subir ni rocas que empujar, pero abandonado y sin orientación posible en el vacío de la repetición que ni siquiera conoce la muerte como punto final de alivio.
En cualquier laberinto uno se extravía de primeras, pero Borges no, porque él anda clarividente y a sus anchas, como si percibiese el enredo de vías desde la altura de una atalaya, asomándose sonriente con su mente infalible y escrutadora de escondrijos y subterfugios, con sus piernas endebles y sus ojos apagados que pueden ver todo con la imaginación y el conocimiento, cual un oráculo diez veces pitoniso que pudiese reorganizar y armar todas las historias con todos sus finales. Para nosotros, la senda es inextricable y amurallada, y amenaza ser abismo después de cada paso incierto frente a nuestra mirada perdida de ojos que supuestamente pueden ver con claridad. Para él, el más intrincado laberinto es superfluo y fácil, y es luz, y es nítida visión, y es su mundo feliz, y es línea recta dentro de un mapa perfectamente delineado con el que es imposible desorientarse.
No importa que al abrir y leer uno de sus cuentos él te haya llevado, siguiendo sus pasos, por los arrabales de Buenos Aires, o los bulliciosos bazares de Estambul, o los bulevares lluviosos de árboles y cielos borrados del París de Pissarro, o los caminos indefinidos del Sahara, o las aguas del Danubio. Andarás con él siempre siguiendo la absurda ruta que haya escogido y que para ti será de imágenes y situaciones insólitas pero que para él serán como la línea de un pensamiento. O que tal vez, para su preferencia hayan transitado un tormentoso recorrido de planicies deliberadas en los extremos de Suramérica, a largo y cansado andar, hasta arribar a una chacra en medio de la Pampa, donde el viento silba su frío y soledad al arrastrar el aire seco del Sur, y donde es necesario conocer el lenguaje y la actitud de los malencarados gauchos para poder peligrosamente compartir una noche con ellos sin parecer debilucho ni afeminado, aunque se sienta el poncho caliente y el facón esté bien afilado entre la faja y la cintura y la voz sea grave, y cañosa, y aparentemente segura y bravía. Él estará a tu alcance, observándote, más será inaccesible por la acción de un estiramiento bochornoso de distancias que lo irá alejando dentro de la noche si acaso intentas alcanzarlo, transformándote, en proporciones, en casi una nada imperceptible ante la magnitud de la noche que te rodea. Y aún así te sentirás extrañamente protegido bajo su mirada vacía de una dualidad y suave fuerza apenas concebible. Pero igualmente, aparentando no darle mayor importancia, te situará y te dejará abandonado y a tu suerte, indefenso, entre un coro de alcoholes pendencieros y risas sin bochornos que se apuran en largos tragos que enturbian la mirada y enredan la lengua y retan de primeras. Y te obligarán al mate circular que va de mano en mano entre silbidos y refranes mil veces repetidos, y prostitutas montaraces que sudan sexo y alcohol, y negros desafiantes, y guitarras y bravatas de tangos y milongas y miradas torvas desde el brocal del desafío. Y en esa noche y ese ambiente aprenderás y sentirás dónde y cómo se muere más de una vez en historias repetidas a manos de un malevo (que al final se desdoblará e inevitablemente será una imagen del eterno Martín Fierro), que hace presente a la muerte siempre de una certera puñalada desgarrando el filo profundo de la noche y jamás de un disparo surgiendo de las sombras. La muerte allí es oscura y silenciosa, de sangre a borbotones y con el tiempo anónima y anodina, o de varias identificaciones que se pierden en diferentes historias y leyendas y nombres criollos de antiguas batallas, o borrada de las fábulas en peleas no contadas ni sucedidas de barracas y boliches sin importancia alguna.
O puede ser que te lleve y te enrede con lo absurdo y misterioso de la vieja moneda que por instantes tiene una sola cara, y que, ya reconocida, se deja abandonada en una mano sudada o en un mostrador en cualquier tienda del enjambre de las calles más apartadas de los suburbios de Buenos Aires, con la intención de que pase de mano en mano y no regrese jamás. Moneda que es imposible gastar, ni olvidar, ni perder una vez vista. Porque en sagrada obstinación siempre vuelve para ser reconocida. O que te lleve de la mente y sin voluntad hasta un paciente banco, frente a una mesa que se alarga sin fin, rodeado y abarcado por una Biblioteca sin dimensiones de tan alta y grande que es, donde se entrecruzan miles de escaleras que se cortan en afluencias y tejidos escabrosos en todos los ángulos imaginables. Allí perderás la conciencia del reloj y de la brújula y de las dimensiones. Y ya en ella, sabiéndose el dueño del ambiente, en manos del encantamiento, amablemente te inste a sentarte, dándote palmadas ciegas en la espalda, frente a un libro de polvo y de infinitas páginas que se repiten y se borran y se desmenuzan sin cesar al ser leídas, cayendo las palabras como arena fina, mientras relatan historias diferentes para cada lector y para cada lectura. Y todo esto es así porque él prefiere y no descarta el disponer del sortilegio y los peligros de los entreveros para jugar con tu pensamiento y para trasponer las fantasías y las ideas que se apoderarán de tu mente, que a su merced quedará sin defensa alguna.
Y de una a otra, como estando junto a él en una máquina del tiempo, abriéndose el espacio del relato, no podrás evitar en un instante el aparecer en un camino azaroso en cualquier punto de esa travesía rodeado de herejes y de piras de Inquisición en un día de lluvia gris en plena Edad Media, con los pies en el fango, sumergido en la neblina, andando un camino entre montículos pedregosos iluminados por cruces y cadáveres desplomados en llamas que no se apagan nunca, como residuos y testigos del abominable Santo Oficio. O estarás ubicado entre claustros donde sólo se escuchan cantos gregorianos que no pueden cesar, acompañados por las notas de un órgano estremecedor que llena el espacio con sus graves y agudos previsibles, mientras los monjes se desplazan en filas y coros con sus túnicas sin botones, con su lentitud de anochecer y las caras ocultas entre las sombras hondas de las capuchas. Y entonces, de repente, en otro recorrido de alucinaciones, regresándote, aparecerás rodeado de libros sagrados o prohibidos que se ubican en polvorientos entrepaños, que no tienen fin de alto ni de largo, flanqueando los corredores de una biblioteca que reconocerás como la Biblioteca Universal en que no falta nada que haya sido escrito. O estarás frente a un conjunto de derviches que sincronizan sus danzas milenarias de movimientos y detenciones súbitas en una llanura del Turkestán; o esperando la aparición del Minotauro que escuchas amenazante al final del túnel del Laberinto sin saber si grita o brama o se queja de su destino mientras avanza atropellador hacia ti en una distancia y una carrera que no puedes definir; o aparecerás en una carpa en medio del desierto, sobre alfombras de equilibrados arabescos y colores, rodeado de huríes y de danzas alucinantes que anuncian perfumes y abandonos junto a guerreros moriscos de nombres hermosos y sonoros, presumiendo estar en Arabia, o en Marruecos, o en Damasco o en Al-Ándalus. Y allí verás y sin saber cómo reconocerás a Abenjacán el Bojarí, a Hakim Zahid, a Mohamed El Magrebí, a Zolthan el Nunca Duplicado, a Abdul-Halil y cientos de nombres y de hombres más, montados en briosos, sudorosos e incansables caballos, armados de cimitarras y portando sus turbantes de purísimas telas sostenidas en la frente con broches incrustados de piedras preciosas donde predomina la sangre encendida del rubí. Hombres oscuros de sol y de tiempo y de música de percusión, y de laúd y de desierto que sin cesar recitan y veneran el Korán y nombran con la máxima devoción y respeto y sumisión a su Profeta Muhámmad (porque él conoce todos los nombres), el Elegido, el Único, el Apóstol, el Verdadero, el Mensajero de Alá.
Ya inmerso y entregado en brazos de aquel mundo que él va creando y regando de personajes en cada pasaje de su propio laberinto, sin quitarte de encima los ojos que ya no serán ciegos y que sentirás como manos que te guían, puedes perder la noción de la realidad que crees conocer y de la Historia encubierta y mentida que te pudieron contar. Y en ese recorrido, en cualquier parada de esos vericuetos que engañan y extravían, o en cada rincón sin salida que crees haber visitado imnumerables veces en las vueltas y vueltas que has dibujado en tu viaje por las marañas y las armillas del laberinto donde él te abandonó, se encuentran, si acaso sabes ver y leer en la penumbra y en el misterio, los vislumbres de los argumentos de que se nutre la Imaginación sin fin que pertenece por derecho a él y a otro tipo de elegidos y visionarios de creación, que comparten el enjambre y la cerrazón de los laberintos, de los que logran extraer la luz sin matar la oscuridad. Es el mundo de los chispazos repentinos que los hombres que no saben descansar atrapan para convertirlos en claridad permanente en brazos de sus amantes. "Pero Alá es más grande y conoce más palabras", como aguda y sutilmente sentencia en repetidas oportunidades el propio Borges en sus páginas y en su eterno soñar arábigo, con la histórica y oriental autoridad de su buen gusto.
Y quizá lo dice burlándose de sí mismo, para empequeñecerse en simulacro de humildad ante un Dios del que duda, y así, por siempre irónico y ladino y exacto, ir borrando sin un ápice de pedantería, que fácilmente se le adivina desde que dio sus primeros pasos, pero que muy honestamente expone, toda posible interpretación de saberse superior y no la de ser un mísero esclavo de lo desconocido. Grande es también el amado surtidor que brinda el agua aún en medio de la sed de las arenas del desierto, sin vanagloriarse de ello y más que muy agradecido de poder hacerlo. Pero igualmente Alá es más grande.
Y andar con Borges por sus caminos, y sentirlo sin sombras con el paso seguro que da la Razón al recorrer los serrallos e infiernos de sus múltiples carmenes, es develarlo y saber de sus memorias, y respetarlo con devoción aún en presencia y conocimiento de sus numerosas trampas y escondrijos y ardides de dominante escritor. Y es saber que con él no te perderás porque a pesar de lo dicho su paso es cierto como pocos. Y que si acaso te extravías por tu cuenta, por alejarte o detenerte en un descuido ante uno cualquiera de los personajes que encontrarás, él siempre aparecerá en auxilio para rectificarte y enseñarte el camino a seguir. Y andar así es ser también su cómplice en el silencio, (como cuando callas al leer esa historia del Aleph donde estamos serpenteando con torpes pisadas desde el principio con este relato sin identificaciones y locos personajes) donde existen todos los mundos contenidos en un solo punto, como él lo dibujó en esa narración-cúspide. Y yo, como me corresponde, soy también su secuaz y encubridor en ese tema donde niega su conocimiento previo de ese punto, porque ya habíamos visto juntos ese asentamiento del pasmoso lugar hace muchos años, antes de yo nacer y mucho antes de conocer el nombre de Borges y el de esa primera letra semítica que terminó conteniendo al Universo entero y que he sabido callar sin pronunciarla para no denunciarlo en su mentira, hasta su nueva muerte, y la mía. Porque en un principio lo negó. Para después, conocido el punto infinito de la letra mágica, retornar ambos a la vida (obsesivo es el eterno regreso), y con él presente y admirado caminando por las calles de Buenos Aires en un nuevo ciclo, y sabiendo de él y sus quehaceres, acompañarlo en sus recorridos por las bibliotecas y los parques. Y con el tiempo, rompiendo su silencio de amargura más que adivinado en sus expresiones, conocer más de aquella soñada e inaccesible Beatríz de la que no podía apartarse y de la narrada visita que hizo a su morada, hermoso dolor y nostalgia que nunca pudo arrancar de su interior. Allí reencontró el Aleph debajo del piso de esa casa tantas veces amargamente recorrida, antes en su plena frescura, y posteriormente, después de la muerte de ella. Beatriz por siempre fue para él mucho más que el encuentro con el Aleph que latía en las entrañas de su casa con su inconmensurable misterio.
Junto con él en esa perdida y remota ocasión, en esa casa de Beatriz en la calle Garay, sin mentar de lo ocurrido y contado después en el relato que lleva ese nombre por tanto tiempo impronunciable, por vetado y por secreto, vi, junto a él, sin que se percatara, todas las maravillas del Aleph (ya pronunciable) en el laberinto 19 que derivaba del camino central de su imaginación y que constituía un ramal más de sus maravillosos y cuidados secretos. Todos los laberintos secundarios más importantes y conquistados por esa su imaginación portentosa, como éste del escalón 19 de una oscura escalera donde estaba el Aleph, se identificaban con un número primo cuyo significado nunca se pudo conocer ni se conocerá. Él sabría explicarlo, pero nunca lo hizo. (Quizá lo haga cuando regrese, y sea el mismo Borges, o sea Homero, o Abensida, o Platón, o Sócrates; y entonces Buenos Aires vuelva a ser lo que fue para él y para cada uno de sus personajes; y la casa de Beatríz, y ella misma, o quien ella representa, vuelvan a ser las que él conoció en todo detalle, con su espíritu, sus muebles y sus perfumes, indefensos todos ante las fuerzas del eterno regreso). Seguramente cada número primo pertenecía a una cábala de identificación y relación que sólo él conocía y podía descifrar. Y quién sabe a cuáles otras aventuras más que extraordinarias que reservó para sí nos hubiera llevado por una multiplicación de peldaños que nos llevase al 31, o 37, o 53, o 607 o uno cualquiera de los restantes e infinitos números primos de otra a su vez infinita escalera. En otra ocasión será, cuando regrese. Euclides y Eratóstenes, reyes antiguos de los números primos, seguidos por el asombrado Fermat, lo agradecerán.
De ahí el recuerdo del número preciso del escalón observado y disfrutado por él desde aquel ángulo debajo de la escalera, estando acostado en el suelo, mirando el punto donde se encontraba ese mundo absoluto ubicado en el sótano de la misma casa compartida por Beatríz y su primo. Personaje éste que ingenuamente le reveló su hallazgo en el mágico escalón. Para que después, esclavo de una baja pasión, extrañamente, Borges en la historia que magistralmente escribió saliera de la situación negando esa visión y esa existencia, tildándola de una locura de este primo, para enajenar aún más a este buen hombre que fuera tan honesto con él al mostrársela. Y a todo eso sin hacer referencia a que ya la conocía y así decidiera que intentaba callarlo para siempre, obstinado, sin reconocer el casual triunfo de aquél, ni alimentado su alegría al haberlo sin pretenderlo visualizado y generoso posteriormente compartido con él y sólo con él. Tal fue una ridícula y egoista venganza donde el amor celoso y sufrido por la punzada de Beatríz, actuando sin justificación alguna, y ahogado en timidez durante tanto tiempo, estuvo involucrado y hundido en la carne como una aguja, pasando a ser definitivo en esa decisión de sangre dolida y rencorosa, en apariencia tan incongruente por vil, y tan desjustada con su personalidad.
Pero, gigante como ha sido, quizá sacudiéndose de un peso de culpabilidad, con descarada y amarga honradez lo reconoce ulteriormente en el mismo relato sobre el que hemos caminado. Grande es el corazón ciego que sangra después de la muerte y el desespero y sigue amando en su pobre latir sin esperanza alguna. Posiblemente así hubiera dicho el mismo Borges, con dolor propio pero con mejores palabras, sin nombrar para nada a esa mujer de sufrimiento que causó tan terrible desgarradura ni a Alá al estar bajo esa pasión apegado a los dolidos asuntos terrenales. Y jamás sabremos algo más de la tan mentada Beatríz (hay quienes la recuerdan como sustituta de otra realidad femenina, sedienta, de carne y hueso, bajo otro nombre, Estela Canto, y otras circunstancias que esconden la miseria humana de su apagada virilidad y que recubren el rechazo y la distancia y el posterior desprecio repetido de ella hacia él). Y tampoco sabremos lo que verdaderamente pudo significar esta renunciada mujer en su vida, que es igual a decir en sus creaciones, y en sus sueños, y en sus callados y oscuros sufrimientos de una manifiesta impotencia emocional y mojigata que nunca se intentó ocultar y que siempre se entendió. A partir de ahí el Amor quedó proscrito, de su vida y de sus creaciones.
Y al fin, ya de regreso de este viaje, con sus asomos de juguetona y no escabrosa realidad atrapada entre el mundo de lo prodigioso y fantástico, (con Borges cualquier historia paralela o superpuesta que cuentes, como ésta, es más fácil de desarrollar porque nada que imagines, o que digas o que sientas deja de ser posible si él viene a tu lado y apoya su indecisa mano sobre tu hombro o sobre tu imaginada pluma y te sopla tras el cuello las debidas y tartamudas palabras como un sabueso conocedor y cómplice). Sus amantes palabras suelen ser las mejores y siempre suenan y encajan perfectas al dibujar y clarificar las ideas, aún hasta de lo más inverosímil. Y si por esta pretensión de laberíntica historia, que terminó siendo un relato de acompañante pobremente duplicado, sin importancia alguna, sustentándose en otra historia mejor contada, y a su vez posiblemente en otras que existieron amontonadas antes del mismo Borges, si alguien preguntara por qué se escogió este tema del "laberinto", bástele con saber que ésta fue, dentro de su léxico y su imaginación, junto con el singular uso de "atroz", una de las palabras más preciadas para este argentino universal. Palabras que entretejieron ideas que al leerlas siempre dan la impresión de haberse dictado con facilidad de iluminado, como susurradas en vuelos de colibrí, transportadas en ese aletear invisible por las venas hacia las manos y descargadas en la escritura del amanuense. Pero, como él mismo ha dicho una y otra vez en su siempre latente y particular dibujo oriental de citas y recuerdos, y de notables ironías, y de 1001 noches estrelladas sobre el laberinto sin paredes ni caminos de las arenas de un desierto que no puede faltar y que por años temperó en su pecho: Alá es más grande aún.