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Julio Verne – El faro del fin del mundo (página 3)


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II

DESPUES DEL NAUFRAGIO

Al amanecer del siguiente día, la tempestad se desencadenó con más fuerza todavía. El mar aparecía blanco hasta su limite más lejano. En el extremo del cabo las olas espumaban a quince y veinte pies de altura. No era posible que con tan furioso temporal se pudiera entrar ni salir de la bahía. El aspecto del cielo, siempre amenazador, anunciaba que la tormenta se prolongarla algún tiempo en aquellos parajes magallánicos.

Era pues, de toda evidencia que la goleta no podría zarpar aquella mañana.

Fácil es imaginar la cólera de Kongre y de su banda. Tal era la situación, de la que Vázquez se dio cuenta cuando se levantó al lucir las primeras luces del alba.

Y he aquí el espectáculo que apareció ante sus ojos:

A trescientos pasos yacía el barco náufrago, de unas quinientas toneladas. De su arboladura no quedaba más que tres troncos rotos por su base, bien fuera porque el capitán se vio precisado a hacerlo o porque se hubieran venido abajo en el choque. En la superficie del mar no había ningún resto del naufragio ; pero, bajo el formidable impulso del viento, era muy posible que esos despojos hubieran sido arrojados al fondo de la bahía de Elgor.

Si así era, Kongre debía ya saber que se había perdido un barco en los arrecifes del cabo San Juan.

Vázquez debía, por lo tanto, tomar sus precauciones, y no avanzó hasta asegurarse que estaba desierta la entrada de la bahía.

En pocos minutos llegó al sitio de la catástrofe. La marea estaba baja y pudo dar la vuelta al barco, leyendo en la popa: Century Mobile.

Era, pues, un velero americano, teniendo por puerto de matrícula aquella capital del Estado de Alabama, al sur de la Unión, sobre el golfo de México.

El Century estaba perdido totalmente. No se veía ningún superviviente del naufragio, y en cuanto al barco, no quedaba de él más que un casco informe, que al choque habíase divido en dos. Las olas habían dispersado la carga: cajas, fardos, barricas estaban esparcidas a lo largo del cabo, sobre la playa.

El casco del Century estaba en seco y Vázquez pudo examinar el interior.

La devastación era completa. Las olas lo habían destruido todo.

No había alma viviente, ni oficiales ni, marineros.

Vázquez llamó en voz alta, sin obtener respuesta. Penetró hasta el fondo de la cala, sin encontrar ningún cadáver. O habían sido arrastrados por algún golpe de mar o se ahogaron en el momento que el Century se estrellaba contra las rocas.

Vázquez volvió a la playa, se aseguró de nuevo que ni Kongre m ninguno de la banda se dirigía hacía el lugar del naufragio y luego, a pesar de la borrasca, remontó hasta la extremidad del cabo San Juan.

—¡Quién sabe —decíase Vázquez— si habrá por aquí alguno de los náufragos del Century a quien socorrer!

Sus pesquisas fueron estériles. —Tal vez —pensaba— encuentre alguna caja de conservas que asegure mi subsistencia durante dos o tres semanas.

Bien pronto dio con un barril y una caja, que el mar había lanzado más allá de los arrecifes y que tenían escrito en el exterior su contenido. La caja contenía una provisión de galletas, y el barril, carne en conserva.

Era el alimento asegurado lo menos para un par de meses.

Vázquez transportó primero la caja a la gruta, y después llevó rodando el barril hasta ella.

Desde la punta del cabo echó de nuevo una ojeada por la bahía. No le cabía duda que Kongre estaba ya enterado del naufragio, y puesto que la Maule estaba prisionera del temporal, la banda acudiría a la entrada de la bahía para aprovecharse de los restos de la catástrofe.

Sumido estaba Vázquez en estas reflexiones, cuando llegaron a su oído angustiosos gritos, que eran como un doloroso llamamiento lanzado por una voz doliente.

El torrero se lanzó en dirección de acuella voz.

No había andado cincuenta pasos cuando advirtió un hombre tendido al pie de una roca. Su mano agitábase pidiendo auxilio. Vázquez acudió presuroso a prestárselo.

El hombre que yacía en tan deplorable situación, representaba de treinta a treinta y cinco años, y parecía vigorosamente constituido. Vestido con traje de marinero, acostado del lado derecho, los ojos cerrados, la respiraron anhelante, agitábanle sobresaltos. No parecía estar herido y ninguna huella de sangre manchaba su traje.

Este hombre, acaso el único superviviente del Century, no había oído aproximarse a Vázquez. Sin embargo, cuando éste apoyó la mano en su pecho, hizo un esfuerzo para incorporarse, pero volvió a caer sobre la arena; mas sus ojos se abrieron un instante y las palabras "¡socorro!, ¡socorro!" salieron de sus labios..

Vázquez arrodillado cerca de él, lo recostó con cuidado contra la roca, repitiéndole:

—¡Aquí estoy, amigo mío… Míreme usted… Yo le salvaré.

Tender la mano es lo único que pudo hacer el infeliz, que perdió enseguida el conocimiento.

Era preciso, sin perder minuto, prestarle los cuidados que exigía su estado de extrema debilidad.

—Oíos hará que haya llegado a tiempo —se dijo el noble Vázquez.

Era necesario, ante todo, separarse de allí, porque de un momento a otro pudieran llegar los de la banda Kongre con el bote o la chalupa, y transportar aquel hombre a la gruta, donde estaría completamente seguro.

Esto es lo que hizo Vázquez Deslizándose por entre las rocas, con el inanimado cuerpo a la espalda, Vázquez llegó a la gruta, al cabo de un cuarto de hora y deposité su carga sobre una manta, apoyándole la cabeza en un paquete de ropa.

El hombre no había vuelto en si aunque respiraba. Aunque no tenía ninguna herida visible, ¿no se habría roto algún brazo o alguna pierna en un choque contra los arrecifes? Es lo que temía Vázquez que en semejante caso no hubiera sabido qué hacer. Lo palpó por todas partes, examinó el juego de sus extremidades, pareciéndole que todo el cuerpo estaba intacto.

Vázquez echó agua en una taza mezclándola con algunas gotas de aguardiente, e introdujo parte de ella por entre los labios del náufrago; luego le friccionó los brazos y el pecho, reemplazando después sus empapados vestidos por otros que había tomado en la caverna de los piratas. No le era dable hacer más. Pasados algunos minutos, tuvo la satisfacción de ver que el náufrago volvía a la vida. El hombre consiguió incorporarse a medias, y mirando a Vázquez, que le sostenía entre sus brazos, le pidió con voz débil: —¡Agua!…, ¡agua! Vázquez le tendió la taza, preguntándole: —¿Se siente usted mejor? —¡Si, sí! —contestó el náufrago. Y luego, como queriendo reunir sus recuerdos, aún vagos, dijo:

—¡Aquí!…, ¿usted?… ¿Dónde de estoy? —y estrechó débilmente la mano de su salvador.

Expresábase en inglés, idioma que también hablaba Vázquez, que le respondió:

—Está usted en lugar seguro. Lo he encontrado sobre la playa, después del naufragio del Century.

—¡El Century!… SÍ, ya me acuerdo. —¿Cómo se llama usted? —¿Davis… John Davis. —¿El capitán del buque náufrago?

—No… el segundo… ¿Y los otros?

—Todos han perecido —contestó Vázquez—, todos. Usted es el único que ha escapado de la catástrofe. —¿Todos?… —¡Todos! John Davis quedó como aterrado al saber que era el único superviviente del naufragio. Comprendió que debía la vida a aquel desconocido que con tanta solicitud le atendía.

—¡Gracias, gracias! —exclamó emocionado, en tanto que una gruesa lágrima surcaba su mejilla.

—¿Tiene usted hambre?… ¿Quiere usted comer un poco de galleta o carne? —repuso Vázquez. —(no…, no…, beber!… El agua fresca mezclada con aguardiente produjo gran bien a John Davis, pues bien pronto pudo responder a todas las preguntas.

He aquí lo que refirió en pocas palabras:

El Century, velero de tres palos, de quinientas cincuenta toneladas, del puerto de Mobile, había dejado veinte días antes la costa americana. Su tripulación se componía del capitán, Harry Steward; el segundo, John Davis, y doce hombres, comprendidos un grumete y un cocinero. Iba cargado de níquel y de objetos de pacotilla para Melbourne, Australia. Su navegación fue excelente hasta el cincuenta y cinco grado de latitud sur en el Atlántico. Sobrevino entonces la violenta borrasca que turbaba aquellos parajes desde la víspera. El Century fue sorprendido por la tempestad, y una ola enorme barrió el puente, llevándose dos marineros, a los que no se pudo salvar.

La. intención del capitán Steward había sido buscar un abrigo detrás de la Isla de los Estados, en el estrecho de Lemaire.

Por la noche redobló la violencia de la borrasca. No hubo más remedio que picar los palos.

En aquel momento, el capitán creía estar a más de veinte millas de tierra, y no creía ningún peligro en remontarse hasta el momento de divisar la luz del faro. Dejándolo entonces al sur, no corría riesgo de arrojarse sobre los arrecifes del cabo San Juan, y daría sin dificultad con el estrecho.

El Century continuó navegando con viento de popa, y Harry Steward no dudaba que antes de una hora vería la luz del faro, puesto que sus destellos tenían un radio de diez millas.

Pero el faro no lucía aquella noche, y cuando el capitán del Century se consideraba a buena distancia de la isla, prodújose un choque espantoso, y todos se sintieron lanzado» al mar y envueltos en la resaca, sin que pudieran salvarse.

Solamente el segundo de a bordo, gracias a Vázquez, había podido escapar a la muerte.

Pero lo que Davis no podía comprender era en qué costa se había perdido el barco. así es que preguntó a Vázquez: —¿Dónde estamos? —En la Isla de los Estados. —¡En la Isla de los Estados! —exclamó John Davis, estupefacto de esta respuesta.

—Si, en la Isla de los Estados —repuso Vázquez—, a la entrada de la bahía de Elgor. —Pero ¿y el faro? —¡Está apagado! John Davis, cuyo rostro expresaba la más profunda sorpresa, esperaba que Vázquez se explicase, cuando éste se levantó de pronto y escucho atentamente. Había creído oír ruidos sospechosos y quería asegurarse de si la banda rondaba por los alrededores.

Deslizándose por entre las rocas paseó la mirada por el litoral hasta la punta del cabo San Juan.

Todo estaba desierto. El huracán no había amainado. Las olas rompían con extraordinaria violencia,

y nubes amenazadoras seguían amontonándose en el horizonte.

El ruido que Vázquez habla oído procedía de la dislocación del Century. El destrozado casco daba vueltas, como un tonel desfondado, y concluyó por destrozarse definitivamente contra el ángulo del acantilado.

Vázquez volvió al lado de John Davis. El segundo del Century iba recobrando las fuerzas y quiso bajar a la playa, apoyado en el brazo de su compañero, que le retuvo. Entonces Davis le preguntó por qué no estaba encendido el faro.

Vázquez le puso al corriente de los criminales sucesos ocurridos siete semanas antes en la bahía de Elgor.

Hasta entonces, desde el día que zarpó el "aviso" Santa Fe, el faro había lucido con regularidad, y unos cuantos barcos que pasaron a la vista de la isla habían hecho señales, que les fueron contestadas. Pero el 26 de diciembre se presentó una goleta a la entrada de la bahía. Desde la cámara de cuarto, Vázquez vio las luces de posición —pues ya había anochecido— y observó toda la maniobra. El capitán debía conocer perfectamente aquellos parajes, pues no mostró la menor vacilación.

La goleta llegó cerca del faro y , echó el ancla. Entonces fue cuando Felipe y Moriz subieron a bordo para ofrecer sus servicios al capitán, y, cobardemente agredidos, perecieron, sin haber podido defenderse.

—; Desgraciados!—exclamó John Davis.

—¡Si, desgraciados compañeros míos! —repitió Vázquez, emocionado ante tan dolorosos recuerdos.

—¿Y usted, Vázquez? —preguntó John Davis.

—Yo oí desde lo alto del faro los gritos de mis camaradas y comprendí lo que había sucedido… Aquella goleta era un barco de piratas. Erramos tres torreros… No habían asesinado más que a dos, pero no se preocuparon por el tercero.

—¿Cómo pudo usted escapar? —preguntó Davis.

—Bajé rápidamente la escalera del faro y me precipité en mi cuarto, recociendo algunos efectos y unos pocos víveres, y antes que la tripulación de la coleta desembarcara corrí a refugiarme en esta parte del litoral.

—¡Miserables!… ¡Miserables!… —repetía el segundo del Century—. Y son los dueños del faro, que mantienen apagado! ¡Los causantes de la pérdida del Century, de la muerte de mi capitán y de todos los de a bordo!

—¡Sí, son los dueños! —dijo Vázquez con acento de amargura—. Y sorprendiendo una conversación del jefe con otro de los bandidos he podido conocer sus proyectos. John Davis supo entonces cómo

estos criminales, establecidos hacia años en la Isla de los Estados, atraían los barcos hacia las rocas y asesinaban a los supervivientes de los naufragios, encerrando todo el producto de sus pillajes en una caverna, hasta tanto pudieran apoderarse de un barco.

Cuando empezaron los trabajos de construcción del faro, la banda se vio obligada a abandonar la bahía de Elgor y refugiarse en el cabo San Bartolomé, donde nadie podía sospechar su presencia.

Concluidos los trabajos, hacia mes y medio que habían vuelto a la bahía: pero esta vez en posesión de una goleta que acababa de embarrancar en el cabo San Bartolomé, y cuya tripulación había perecido.

—¿Y cómo es que esos criminales no han zarpado ya? —preguntó Davis.

—A causa de las importantes reparaciones que han tenido que hacer en la goleta. Pero ya están completamente concluidas: yo mismo me he cerciorado, y la partida debía tener lugar esta misma mañana. —,Para…? —Para las islas del Pacifico, donde se creen en seguridad para continuar su criminal oficio de piratas.

—Sin embargo, la coleta no podrá salir de la bahía mientras dure este temporal.

—Seguramente, y, según el cariz del cielo, es posible que el mal tiempo se prolongue toda una semana.

—¿Y en tanto dios estén allí, el faro continuara apagado?

—Desde luego, Davis. —Entonces otros barcos corren el peligro de sufrir la misma suerte que el Century.

—Así es.

—¿Y no se podría señalar la costa a los barcos que se aproximen durante la noche?

—SÍ, tal vez se consiga encendiendo fuego en la. punta del cabo San Juan. Es lo que anoche quise hacer para advertir al Century. Intenté encender una hoguera con pedazos de madera y hierbas secas ; pero el viento soplaba con tal furia que fue vano mi intento.

—Pues bien; lo que usted no pudo conseguir, Vázquez, los dos lo conseguiremos —declaró el animoso John Davis—. Los restos de mi pobre barco, y desgraciadamente los de tantos otros, nos proporcionarán combustible en abundancia. SÍ se retrasa la salida de la goleta y continúa apagado el faro, ¡quién sabe los naufragios que todavía se producirán!…

—De todos modos —le hizo observar Vázquez—, Kongre y su banda no pueden prolongar su estancia en la bahía, y la goleta partirá en cuanto amaine el temporal y sea posible hacerse a la mar.

—¿Y por qué? —preguntó Davis.

—Porque ellos no ignoran que el relevo del servicio del faro está al llegar. —¿El relevo? —Si, en los primeros días de marzo, y estamos a dieciocho de febrero.

—¿De modo que ha de venir un barco?

—Sí, el "aviso" Santa Fe debe venir desde Buenos Aires el diez de marzo, y acaso más pronto.

John Davis tuvo el mismo pensamiento que embargaba el espíritu de Vázquez.

—¡Ahí — exclamó— ¡Quiera Dios que sea así, que estos miserables estén aún aquí cuando el Santa Fe deje caer el ancla en la bahía de Elgor.

IIT LOS RESTOS DEL "CENTURY"

Allí estaban Kongre, Carcante y toda la banda, atraída por el instinto del pillaje.

La víspera, en el momento que el sol iba a desaparecer en el horizonte, Carcante había divisado desde la galería del faro un barco de tres palos que navegaba hacia el este. Kongre pensó que este barco trataba de ganar el estrecho de Lemaire, para buscar abrigo en la costa occidental de la isla. Mientras fue de día siguieron sus movimientos, y cuando se hizo de noche pudieron distinguir las luces de situación, no tardando en advertir que estaba sin gobierno y que no demoraría en estrellarse contra la costa cuya proximidad no sospechaba. Si Kongre hubiera encendido el faro, tal vez hubiese desaparecido el peligro; por eso se guardó bien de hacerlo, y cuando las luces del Century se hubieron apagado, no dudaron que el barco acababa de parecer entre el cabo San Juan y la punta Several.

Al día siguiente, el huracán continuó desencadenándose con furor. Era absurdo pensar que la goleta pudiera hacerse a la mar. Imponíase un retraso tal vez de algunos días, circunstancia grave estando bajo la amenaza de la llegada del relevo del faro. No había más remedio que esperar a todo evento; después de todo, no era más que 19 de febrero. Lo probable era que el temporal amainase antes de fin de mes y en cuanto el mar se calmara, la Carcante levaría anclas.

Entretanto, puesto que un barco se había perdido en la costa, era la ocasión de aprovecharse del naufragio y recoger entre los restos lo que fuera de algún valor, aumentando de ese modo el precio del cargamento de la goleta. El aumento del beneficio compensaría en cierto modo la agravación del riesgo corrido.

Nadie hizo ln menor objeción, y toda aquella banda de aves de rapiña se dispuso a caer sobre la nueva presa. Una docena de hombres se embarcaron en la chalupa del faro dispuestos a vencer a fuerza de remo las violentas ráfagas que empujaban las olas hacia la bahía. Hora y media fue necesaria para alcanzar la extremidad del cabo; pero en cambio, el regreso se efectuaría rápidamente con la ayuda de la vela.

La chalupa atracó a la orilla norte, frente a la caverna. Los piratas desembarcaron, precipitándose hacia el lugar del naufragio.

Fue el momento en que se oyeron los gritos que habían interrumpido la conversación de John Davis y de Vázquez, quien se deslizó hasta la entrada de la gruta con toda clase de precauciones para no ser descubierto.

Momentos después, John Davis estaba a su lado.

—Usted no; déjeme soto. Necesita usted reposo —le dijo el bravo torrero.

—Me encuentro perfectamente, y quiero ver esa banda de criminales.

El segundo del Century era un hombre enérgico, no menos resuelto que Vázquez; uno de esos americanos de temperamento de hierro, y que, como vulgarmente se dice, debía tener siete vidas, como los gatos", para no haber perecido en el naufragio.

Excelente marino, había servido como contramaestre en la flota de los Estados Unidos antes de navegar en los barcos mercantes, y los

armadores del Century tenían acordado confiarle el mando del navío, porque Henry Steward iba a retirarse del servicio.

Esto era para él otro motivo de cólera y de odio. De aquel navío, del que tan pronto pensaba ser capitán, no veía más que restos informes entregados a una banda de piratas.

Si Vázquez hubiera necesitado que se le alentase, allí tenía un hombre valeroso para sostenerle en su dura prueba.

Pero por determinados, por bravos que fuesen los dos, ¿qué podían hacer contra Kongre y sus compañeros?

Ocultándose tras las rocas, Vázquez y John Davis observaron prudentemente el litoral hasta el extremo del cabo San Juan.

Kongre. Carcante y los otros se habían detenido primero en el ángulo adonde el huracán acababa de arrojar la mitad del casco del Century reducido a despojos amontonados al pie del acantilado.

Los piratas estaban a menos de doscientos pasos de la gruta, desde donde se les distinguía fácilmente. Llevaban impermeables ceñidos a la cintura y gorros de marinero con barbuquejo, para evitar que se los llevara el viento. Advertíase que a duras penas podían resistir el empuje de las ráfagas; a veces tenían que apoyarse en los salientes de las rocas para no ser derribados. Vázquez designó a John Davis los que conocía, por haberlos visto cuando entraron a la caverna.

—Aquel alto es el que figura como jefe de esos canallas, y se llama Kongre.

—¿Y el otro con quien está hablando ahora?

—Es Carcante, su segundo; bien le vi desde lo alto del faro, pues fue uno de los que asesinaron a mis camaradas.

—Le aplastaría usted con mucho gusto la cabeza, ¿verdad Vázquez?

—¡A, él, a su jefe y a todos esos perros rabiosos! —contestó el torrero.

Transcurrió cerca de una hora antes que los bandidos concluyeran de examinar aquella parte del casco. La inspección fue minuciosa. El níquel, que constituía el cargamento del Centurv, y del que no sabían qué hacer, se abandonaría en la playa. Pero entre la pacotilla que también llevaba a. bordo el buque náufrago, tal vez hubiese algo que les conviniera. Efectivamente, se vio que transportaban dos o tres cajas y otros tantos fardos, que Kongre ordenó embarcar en la chalupa.

—Si esos bribones buscan oro, plata o alhajas, pierden el tiempo —dijo John Davis.

—Desde luego es lo que prefieren —contestó Vázquez—. De todo eso había en la caverna, y para ello preciso era que los barcos perdidos en el litoral llevasen a bordo una cierta cantidad de materias preciosas. Así es que la goleta debe tener ahora en la bodega un cargamento de gran valor.

—Comprendo que tengan mucho interés en ponerlo pronto en seguridad. ¡Pero tal vez no lo consigan…

—Será preciso que se mantenga este temporal una quincena todavía —objetó Vázquez. —Si encontráramos un medio… John Davis no acabó su pensamiento. ¿Cómo impedir que la goleta saliese de la bahía en cuanto la tempestad rindiese sus furores y el mar tornase a la calma?

En ese momento, los bandidos abandonaron esta mitad del barco, dirigiéndose hacia la otra mitad, en la punta misma del cabo.

Desde el lugar donde estaban Vázquez y John Davis podían verlos todavía, aunque de más lejos.

La marea bajaba, y aunque rechazada por el viento, descubríase gran parte de los arrecifes. Era, pues, bastante fácil poder llegar a esta parte del casco del Century.

Se introdujeron en él Kongre y dos o tres de los suyos.

Según la opinión de Davis, en aquella parte debían quedar intactas algunas provisiones.

Efectivamente, los bandidos sacaron caías de conservas y barriles, dirigiéndose por la playa a la chalupa.

Las pesquisas continuaron todavía durante dos horas; luego, Carcante y dos de sus compañeros, provistos de hachas, volvieron a dirigirse hacia el barco —¿Qué pretenden todavía esos bandidos? —preguntó Vázquez—. ¿Es que el barco no está bastante demolido? ¿Por qué diablos quieren acabar con él?

—Adivino lo que quieren —contestó John Davis—; que no quede nada de su nombre ni de su nacionalidad; que no se sepa nunca que el Century se ha perdido en los parajes del Atlántico.

John Davis no se había equivocado. Pocos momentos después, Kongre salía con el pabellón americano, encontrado en el camarote del capitán, y lo iba desgarrando en mil pedazos.

—¡Ah, canalla! —exclamó John Davis— ¡La bandera… la bandera de mi país!…

Apenas si Vázquez tuvo tiempo de retenerle por el brazo, en el momento en que, fuera de sí, iba a lanzarse a la playa.

Terminado el pillaje, y completamente llena la chalupa, Kongre y Garante remontaron hacia el pie del acantilado, pasando dos o tres veces delante de la gruta donde se ocultaban Vázquez y John Davis, que pudieron oír que decían: —¿No será posible salir mañana? —Mañana no; pero no creo que este mal tiempo dure muchos días.

—Y no habremos perdido el retraso.

—Sin duda, pero yo esperaba encontrar algo más en un americano de este tonelaje. El último barco que hicimos naufragar nos ha valido cincuenta mil dólares.

—Los naufragios se suceden, pero no se parecen —respondió Carcante con filosofía—. Ahora hemos dado con gente de poco más o menos: he aquí todo.

Exasperado John Davis, había tomado un revólver, y en un irreflexivo movimiento de cólera hubiera roto la cabeza al jefe de la banda, si Vázquez no lo hubiera evitado.

—SÍ, tiene usted razón —reconoció John Davis—; pero no puedo hacerme a la idea que esos miserables queden impunes. Y, sin embarco, si la goleta lograra salir de la isla, ¿dónde encontrarla…? ¿Dónde perseguirla?

—El temporal no lleva trazas de amainar—observó Vázquez—. Si el viento persiste, continuará el fuerte oleaje durante algunos días…, y no saldrá de la bahía, créame usted.

—Sí, Vázquez; pero, ¿no me ha dicho usted que el "aviso" no llegará hasta los primeros días del mes próximo?

—Tal vez llegue antes, Davis, ¡quién sabe!…

—¡Dios lo quiera, Vázquez, Dios lo Quiera?

Era evidente que la tormenta no perdía nada de su violencia, y en aquella latitud, aun en verano, esas turbulencias atmosféricas suelen durar una quincena.

Pero, en fin, era de temer que si se producía una calma, por breve que fuera, la goleta la aprovecharía para hacerse a la mar.

Serian las cuatro de la tarde cuando Kongre y sus compañeros reembarcaron. Izada la vela, la chalupa desapareció en pocos minutos, siguiendo la orilla norte de la bahía.

Al llegar la noche se acentuaron las ráfagas. Nubes procedentes del sur descargaron una lluvia fría, torrencial.

Vázquez y John Davis no pudieron dejar la gruta. El frío era bastante vivo y tuvieron que hacer lumbre para contrarrestarlo.

El litoral estaba desierto, la oscuridad profundísima y nada tenían que temer.

La noche fue horrible. El mar batía furiosamente en el acantilado.

Del casco del Century no quedaba más que restos esparcidos por la playa y entre las rocas.

¿Había llegado el temporal a su máximum de intensidad? Era lo que Vázquez y su compañero se apresuraron a observar en cuanto hubo amanecido.

Imposible imaginar una revolución más formidable de los elementos desencadenados. El agua del cielo se confundía con la del mar, y continuó diluviando todo el día y toda la siguiente noche.

Durante cuarenta y ocho horas ningún barco apareció a la vista de la isla, y se comprende que procuraran apartarse de aquellas peligrosas costas, batidas directamente por la tempestad.

No era, seguramente, en el estrecho de Magallanes ni en el de Lemaire donde hubieran encontrado refugio contra las embestidas de semejante huracán. La salvación para ellas era la huida por la libre extensión del mar.

Afortunadamente, la cuestión de las subsistencias no debía preocupar a Vázquez ni a su compañero. Con las conservas que procedían del Century tendrían para más de un mes. Para entonces, el Santa Fe habría fondeado en la bahía de Elgor, pues el temporal ya no impediría que el "aviso" se aproximara sin temor alguno al cabo San Juan.

Este era el tema de todas sus conversaciones.

—Que el temporal dure lo bastante para impedir que salga la goleta y que amaine para permitir arribar al Santa Fe; esto es lo que hace falta —decía Vázquez con la mayor ingenuidad.

—¡Ah! —contestaba John Davis— si dispusiéramos del mar y del viento, otro gallo nos cantaría.

Pero eso no pertenece más que a Dios.

—El no permitirá que estos miserables escapen al castigo que merecen sus crímenes —afirmaba John Davis, apropiándose los términos que Vázquez empleara anteriormente.

Como los dos sentían el mismo odio y la misma sed de venganza, estaban imbuidos de un mismo pensamiento.

El 21 y el 22, la situación no varió sensiblemente. Hubo un momento en que el viento mostró tendencias hacia el nordeste; pero al cabo de una hora volvió contra la isla con todo el cortejo de sus espantosas ráfagas huracanadas.

Dicho se está que ni Kongre ni ninguno de los suyos volvió a aparecer. Indudablemente, estaban ocupados en preservar a la coleta de toda avería en aquella caleta que la marea, engrosada por el huracán, debía llenar hasta desbordarla.

En la mañana del 23, las condiciones atmosféricas mejoraron un poco. Después de alguna indecisión, el viento parecía fijarse al nortenordeste. Cesó la lluvia, y aunque el viento continuaba soplando violentamente, el cielo iba despejándose poco a poco. Las olas no dejaban de batir con furia, y la entrada de la bahía continuaba impracticable. La coleta no podría zarpar seguramente aquel día.

Kongre y Carcante tal vez aprovecharían la relativa calma para volver al cabo San Juan para observar el estado del mar.

Sin embargo, John Davis y Vázquez se arriesgaron fuera de la gruta, de donde no salían hacia cuarenta y ocho horas.

— ¿Cederá el viento? —pregunté Vázquez.

—Mucho me lo temo —contestó John Davis, a quien su instinto de marino no engañaba—. ¡Nos harían falta diez días más de temporal!; ¡diez días!… y no los tendremos.

Con los brazos cruzados observó atentamente el mar y el cielo,

Después echó a andar detrás de Vázquez.

De pronto su pie tropezó con un objeto medio enterrado en la arena, cerca de una roca, y que al choque despidió un ruido metálico… Al bajarse reconoció la caja que encerraba la pólvora de a bordo para los dos cañones de a cuatro que el Century empleaba para sus señales.

—¡Ah!… ¡Si pudiéramos darle fuego a la cala de la goleta que ha de llevarse a esos bandidos!…

—No hay que pensar en ello — contestó Vázquez, sacudiendo la cabeza—. No obstante, cuando volvamos abarraré la caja y la llevaré a la gruta.

Continuaron bajando hacia la playa, sin poder llegar a la punta del cabo, porque el mar batía allí furiosamente. Cuando estuvieron cerca de los arrecifes, Vázquez descubrió entre dos rocas uno de los cañoncitos, que había rodado hasta allí cuando el naufragio del Century. Algunos pasos más allá había algunas balas, que las olas empujaron tierra adentro.

—¡Lástima que no podamos aprovechar todo esto! —dijo John Davis.

—¡Quién sabe! —repuso Vázquez—. Debemos cargar este cañón por si se nos presenta oportunidad de servirnos de la pieza. —Lo dudo. —¿Por qué? Puesto que el faro está apagado, si se presenta de noche un barco en condiciones del Century, podríamos advertirle a cañonazos la proximidad de la costa.

John Davis miró a su compañero con gran fijeza. Parecía como que un pensamiento extraordinario atravesaba su mente, y se limitó a contestar:

—¿Eso es lo que a usted se le ocurre, Vázquez;?

—Sí, Davis, y no creo que sea descabellado. Seguramente que las detonaciones delatarán nuestra existencia en la isla; los bandidos harán todo lo posible por descubrirnos, y acaso nos cueste la vida. Pero, ¡cuántas habremos salvado a cambio de la nuestra! Y, de todos modos, habremos cumplido con nuestro deber.

—¡Hay otra, manera de cumplir nuestro deber! —murmuró John Davis, sin ser más explícito.

Sin embargo, no hizo más objeciones, y, conforme al parecer de Vázquez, el cañoncito fue arrastrado hasta la gruta; luego transportaron el afuste, las balas y la caja de pólvora. Este trabajo fue muy penoso y exigió mucho tiempo. Cuando Vázquez y John Davis se pusieron a almorzar, la altura de sol indicaba que eran las diez de la mañana próximamente. Apenas habían desaparecido, Kongre, Carcante y el carpintero Vargas daban la vuelta al ángulo del acantilado. Habían hecho el camino a pie, porque embarcados en la chalupa hubiera sido muy penoso.

Como lo había presentido Vázquez, los bandidos iban al cabo a observar el estado del mar. Seguramente se darían cuenta que la goleta corría grandes peligros saliendo de la bahía.

así lo reconocieron Kongre y Carcante. Situados cerca del lugar del siniestro del Century, del que no quedaban más que algunos restos, apenas podían mantenerse contra el viento. Hablaban con animación, gesticulaban, mostrando con la mano el horizonte, y retrocedían cuando una ola grande y encrespada amenazaba anegarles.

Vázquez y su compañero no les perdieron de vista durante la media l hora que pasaron observando la entrada de la bahía. Al fin se fueron hacia el faro.

—Ya se han ido —dijo Vázquez—. Aún volverán esos canallas a observar el mar. John Davis movió la cabeza con aire contristado. No le cabía duda que el temporal cesaría antes de las cuarenta y ocho horas. El oleaje, y aunque no completamente calmado, permitiría a la goleta doblar el cabo San Juan. Aquel día, Vázquez y Davis lo pasaron casi todo en el litoral. Se acentuaba la modificación del estado atmosférico.

Al anochecer, Vázquez y Davis entraron en la gruta y satisficieron su apetito con galleta, carne fiambre y agua mezclada con brandy. Luego, Vázquez se dispuso a dormir bajo su manta.

—Antes que se duerma usted, hágame el favor de escucharme una proposición —le dijo Davis. —Hable, usted. —Vázquez, le debo a usted la vida, y no pienso hacer nada que no merezca su aprobación. He aquí una idea que se me ha ocurrido. Examínela usted y deme su opinión, sin preocuparse de la mía. —Le escucho a usted, Davis. —El tiempo cambia, el temporal toca a su fin; el mar estará tranquilo muy en breve. Espero que la goleta habrá desaparecido antes de cuarenta y ocho horas.

—Desgraciadamente, es así —repuso Vázquez, completando su pensamiento con un gesto que significaba: "¡No podemos hacer nada!" John Davis repuso: —Si, antes de dos días habrán salido de la bahía; la goleta habrá doblado el cabo y desaparecerá en el oeste, y les camaradas de usted, mi capitán y mis compañeros del Century no serán vengados.

Vázquez había bajado la cabeza; luego levantó la vista y miró a John Davis, cuyo rostro estaba iluminado por los últimos resplandores del fuego.

Este continuó:

—Una sola eventualidad podría impedir la salida de la goleta, o al menos retenerla hasta la llegada del "aviso": una avería que la obligase a volver al fondeadero. Pues bien, tenemos un cañón, pólvora y proyectiles… Montemos el cañón sobre su afuste en la punta del acantilado; carguémosle, y cuando pase la goleta disparemos sobre ella. Es posible que no podamos echarla a pique, pero la tripulación no se aventurará a una larga navegación con una nueva avería. Los miserables no tendrán más remedio que volver al fondeadero para repararla… Será preciso desembarcar la carga… Esto exigirá toda una semana, y entre tanto, el Santa Fe... John Davis se calló; había asido la mano de su compañero y la oprimía.

Sin vacilar, Vázquez le contestó con una sola palabra: —¡Convenido!

IV

AL SALIR DE LA BAHIA

En la mañana del 25 de febrero, el viento se había aplacado y eran manifiestos los síntomas de tiempo bonancible.

Aquel día decidieron los piratas hacerse a la mar con la goleta, y Kongre hizo sus preparativos para zarpar por la tarde. Era de creer que a esa hora el sol habría ya disipado la niebla, y la marea descendente favorecería la salida. La goleta llegaría a la altura del cabo San Juan hacia las siete y el largo crepúsculo de aquellas latitudes le permitiría doblarlo antes de anochecer.

De no haberlo impedido la bruma, la goleta hubiera podido partir aprovechando el reflujo de la mañana. Efectivamente, todo estaba dispuesto a bordo: cargamento completo, víveres en abundancia, los que procedían del Century y los que se habían retirado del almacén del faro, en el que no quedaba más que el mobiliario y los utensilios, con los que Kongre no había querido abarrotar más la cala. Aunque se había aligerado de parte de su lastre, la goleta calaba más de lo normal y no hubiera sido prudente rebasar todavía algunas pulgadas su línea de flotación.

Poco antes de mediodía, en tanto se paseaban cerca del faro, Carcante dijo a Kongre:

—La niebla empieza a levantarse y pronto el mar quedará despejado. Con estas brumas suele calmarse el viento y el mar.

—Creo que al fin saldremos — contestó Kongre—, y que nada dificultará nuestra navegación hasta el estrecho.

—No más allá —dijo Carcante. Sin embargo, Kongre, la noche será obscura; estamos apenas en el primer cuarto de luna.

—Poco importa. Carcante; no me hacen falta la luna ni las estrellas. Conozco toda la Costa norte y espero doblar los islotes New-Year y el cabo Colnett a buena distancia para no tropezar con sus rocas. —Mañana habremos perdido de vista el cabo San Bartolomé, y espero que cuando llegue la noche la Isla de los Estados habrá quedado a unas veinte millas a popa.

—Ya es hora, Kongre, después del tiempo que llevamos aquí. —¿Es que lo lamentas, Carcante? —No, ahora que todo ha concluido, que hemos hecho fortuna, que un buen barco nos va a llevar con sus riquezas. Pero ¡mil diablos! yo creí que todo estaba perdido cuando la Maule…, no la Carcante, fondeó aquí con una vía de agua. Si no hubiéramos podido reparar las averías, ¡quién sabe el tiempo que todavía hubiésemos tenido que permanecer en la isla!… A la llegada del "aviso" hubiéramos tenido que volvernos al cabo de San Bartolomé.

—Si —contestó Kongre, cuya feroz fisonomía se obscurecía—, y la situación hubiera sido más grave todavía. Al ver el faro sin torreros, el comandante del Santa Fe hubiera tomado sus medidas, hubiera practicado pesquisas… Seguramente registraría toda la isla, y quién sabe si lograría descubrir nuestro refugio… Y luego que acaso se le uniera el tercer torrero que se nos ha escapado.

—Por este lado no tengas temor alguno, Kongre: no hemos encontrado sus huellas. ¿Y cómo, sin ningún recurso, ha podido vivir cerca de dos meses?… Pues hay que tener en cuenta que pronto hará dos meses que la Carcante fondeó en la bahía de Elgor; y a menos que ese individuo haya vivido todo ese tiempo de pescado crudo. ..

—Después de todo, nosotros habremos partido antes de la llegada del "aviso", que es lo importante.

—El Santa Fe no debe llegar hasta dentro de ocho días lo menos, a juzgar por el libro del faro —declaró Carcante.

—Y en ocho días —añadió Kongre— estaremos lejos del cabo de Hornos, en ruta hacia las Salomón o las Nuevas Hébridas.

—Por supuesto, Kongre. Voy a subir por última vez a la galería para observar el mar. Si hay algún barco a la vista…

—¡Qué nos importa! —le interrumpió Kongre, encogiéndose de hombros—. El Atlántico y el Pacífico son de todo el mundo. La Carcante tiene sus papeles en regla; yo me he ocupado de que así sea, y puedes estar tranquilo. Y aunque encontráramos el Santa Fe a la entrada del estrecho, le enviaríamos nuestro saludo, pues nunca está de más la cortesía.

Como se ve, Kongre confiaba en el éxito. Verdad es que todo parecía favorecerlo.

En tanto que su capean descendía hacia la playa, Carcante subió la escalera que conduce a la galería del faro, y permaneció en observación durante una hora.

El cielo aparecía ya completamente despejado, y la línea del horizonte se dibujaba con toda claridad.

Aunque el mar estaba un poco agitado todavía, el oleaje no era lo suficientemente violento para dificultar la reparación de la goleta. Además, en cuanto el barco estuviera en el estrecho encontraría la mar bella, y navegaría como por un río al abrigo de la tierra y con viento de popa.

En alta mar no apareció más que un barco, que navegaba hacia el océano Pacifico y no tardó en desaparecer.

Una hora más tarde, Carcante tuvo un momento de inquietud, que pensó comunicar a Kongre.

Una lejana columna de humo apareció hacia el nordeste. Era un vapor que se dirigía hacia la Isla de los Estados, o hacia el litoral de la Tierra del Fuego.

Las conciencias de los criminales se sobresaltan por cualquier cosa.

Bastó una humareda lejana para que Carcante experimentase serias emociones.

—¿Será el "aviso"? —se preguntó asustado.

Era el 25 de febrero, y el Santa Fe no debía arribar hasta los primeros días de marzo. ¿Habría adelantado el viaje? Si era él, antes de dos horas estaría a la altura del cabo San Juan… Entonces todo perdido… Era necesario renunciar a la libertad en el preciso momento de conquistarla, y volver a la espantosa existencia del cabo San Bartolomé.

A sus pies. Carcante veía la goleta que se balanceaba graciosamente. Todo estaba dispuesto. No tenia más que levar el ancla para zarpar… Pero no le hubiera sido posible hacerlo con viento contrario y marea ascendente, y era necesario esperar dos horas y media

Imposible, pues, hacerse a la mar antes de la llegada del "aviso", si era el Santa Fe aquel barco que estaba a la vista de la isla.

Carcante soltó un Juramento que le ahogaba. No quiso, sin embargo, alarmar a Kongre, muy ocupado en los últimos preparativos, antes de asegurarse por completo, y continuó en observación en la galería del faro.

El barco se aproximaba rápidamente, porque tenía a su favor la corriente y la brisa. El vapor forzaba la marcha, a Juzgar por la espesa humareda que despedía, y, de seguir aquella velocidad, no tardaría en llegar a la altura del cabo.

Carcante iba siguiendo con ansiedad la marcha del barco, y su inquietud aumentaba a medida que disminuía la distancia del vapor a la costa. Esta distancia quedó bien pronto reducida a pocas millas, y el casco del navío se hizo visible.

En el momento que los temores de Carcante eran más vivos, desaparecieron como por encanto. El vapor hizo una maniobra para ganar el estrecho, y el bandido pudo observar que se trataba de un barco de 1.200 a 1.500 toneladas, y que no era posible confundir con el Santa Fe.

Todos los de la banda conocían perfectamente el "aviso" por haberle visto varias veces durante su prolongada escala en la bahía de Elgor.

Carcante respiró tranquilo, y se alegró de no haber alarmado inútilmente a sus compañeros. El segundo de la banda permaneció todavía una hora en la galería, hasta que vio desaparecer el vapor hacia el norte de la isla, a una distancia excesiva para poder enviar su número al faro, señal que desde luego hubiera quedado sin correspondencia.

Cuarenta minutos después, el vapor, que navegaba con una velocidad de lo menos doce nudos por hora, desaparecía a la altura de la punta Colnett.

Carcante bajó a la playa, después de haberse asegurado que ningún otro barco aparecía en toda la extensión del mar.

Se acercaba la hora de la marea baja. Era el momento fijado para la salida de la goleta. Los preparativos estaban terminados; las velas prestas a ser izadas.

A las seis, Kongre y la mayor parte de sus compañeros estaban a bordo. Poco después, el bote conducía a los que aún estaban en tierra.

La marea empezaba a bajar lentamente. Ya se descubría el lugar donde la goleta había estado durante las reparaciones. Del otro lado de la caleta, las rocas mostraban sus cabezas puntiagudas. Una ligera resaca iba a morir en la arena de la playa.

Había llegado el momento de zarpar, y Kongre dio la orden de levar el ancla.

Las velas fueron orientadas, y la goleta comenzó lentamente su movimiento hacia el mar.

El viento soplaba de estesudeste, y la Carcante doblaría sin dificultad el cabo San Juan.

Kongre, que conocía perfectamente la bahía, estaba seguro que ningún peligro le amenazaba, y con la mano en el timón, dejaba que la goleta fuera aumentando su velocidad.

A las seis y media, la Carcante no estaba más que a una milla de la extrema punta. Kongre veía todo el mar, hasta el límite del horizonte. El sol iba descendiendo hacia su ocaso, y bien pronto las estrellas brillarían en el cenit, que se ensombrecía bajo el velo del crepúsculo.

Carcante se aproximó en aquel momento a su Jefe.

—¡Al fin vamos a vernos fuera de la bahía! —dijo con satisfacción.

—Dentro de veinte minutos doblaremos el cabo San Juan —contestó Kongre—. La estación está ya muy avanzada, y creo que podemos contar con la persistencia de estos vientos del este.

En aquel momento, el hombre de guardia, exclamó:

—¡Atención a proa!… —¿Qué ocurre? —preguntó Kongre.

Carcante acudió para ver lo que pasaba.

La goleta pasaba precisamente por frente a la caverna donde la banda había vivido tan largo tiempo.

En este lugar de la bahía derivaba parte de la quilla del Century, rechazada hacia el mar por el reflujo. Un choque hubiera podido tener lamentables consecuencias, y no había instante que perder para apartarse de este obstáculo. Kongre viró ligeramente. La maniobra produjo el efecto deseado, pues apenas si la quilla de la Carcante rozó aquel pedazo del casco del Century. En aquel preciso momento, un agudo silbido desgarró el aire, y un violento choque hizo estremecerse a la goleta, seguido inmediatamente por una detonación.

Al mismo tiempo se elevó del litoral una humareda blanquecina que el aire rechazó hacia el interior de la bahía,

—¿Qué es esto? —exclamó Kongre.

—¡Han disparado contra nosotros? —contestó Carcante.

—¡Toma la barra! —ordenó Kongre.

Y precipitándose a babor, se inclinó sobre la borda, advirtiendo un agujero en el casco, a medio pie de altura sobre la línea de flotación.

Toda la tripulación se agrupó inmediatamente en la proa de la goleta.

¡Era un ataque procedente de aquella parte del litoral!… Un proyectil que la Carcante recibía en su flanco en el momento de salir de la bahía, y que si le hubiera dado un poco más abajo seguramente la hubiese echado a pique.

Se comprenderá fácilmente la Sorpresa y el espanto que produjo a bordo tan inesperada agresión.

¿Qué podían hacer Kongre y sus compañeros?… ¿Echar el bote al agua remar hacia la orilla y apoderarse de los que habían disparado contra ellos?… Pero ¿no serían los enemigos superiores en número?

Lo más cuerdo era alejarse, a fin de reconocer la importancia de la avería.

Se imponía esta determinación, tanto más que los agresores persistían.

Se alzó otro fogonazo en el mismo sitio, y la goleta recibió un nuevo choque. Un segundo proyectil acababa de herirla un poco más a popa que el primero.

Kongre ordenó precipitadamente virar a estribor. En menos de cinco minutos empezó a alejarse de la orilla, y bien pronto estuvo fuera del alcance de la pieza de fuego.

Ninguna otra detonación volvió a oírse La orilla aparecía desierta liaste la punta del cabo, y era de creer que el ataque no se reproduciría.

Lo que más urgía era comprobar el estado del casco. Este examen no podía hacerse por el interior del barco, porque hubiera sido necesario desembarcar la carga. Pero lo que no dejaba lugar a duda era que los dos proyectiles habían atravesado el casco, alojándose en la cala.

Fue echado al agua el bote, desde el cual Kongre y el carpintero examinaron el casco de la goleta, a fin de ver si podían reparar allí mismo la avería.

Pronto pudieron cerciorarse que los proyectiles habían atravesado hasta la cala. Afortunadamente, no hablan interesado más que la obra muerta.

Los dos agujeros estaban cerca de la línea de flotación. Unos cuantos centímetros más abajo, y se hubiera producido una vía de agua que tal vez no hubiera habido tiempo de cegar antes que la cala se hubiera inundado, y hubiera sumergido la Carcante a la entrada de la bahía.

Seguramente, Kongre y los suyos se hubieran salvado en el bote, pero la goleta se habría perdido sin remisión.

En suma, la avería no era de extrema gravedad, pero de bastante importancia para impedir que la Carcante se aventurase en una larga navegación. Al menor bandazo que diese sobre babor, el agua penetraría en el interior.

Era necesario, por lo tanto, tapar los dos agujeros hechos por los proyectiles antes de continuar la marcha.

—¿Pero quién será el canalla que nos ha enviado esto? —preguntaba reiteradamente Carcante.

—Tal vez ese torrero que se nos ha escapado —contestó Vargas—. Acaso, acaso algún superviviente del Century a quien ese torrero habrá salvado. Pero, en fin, para disparar proyectiles hace falta un cañón, y ese cañón no habrá caído de la luna.

—Evidentemente —aprobó Carcante—. No hay duda que procede del barco náufrago. ¡Qué lástima que no hayamos dado con él entre los restos!…

—No se trata ahora de eso —interrumpió bruscamente Kongre—, sino de reparar lo antes posible la avería.

En efecto, no era cosa de entretenerse en discutir acerca del ataque contra la goleta, sino de proceder a las necesarias reparaciones.

En rigor, se la podría conducir a la orilla opuesta de la bahía, a la punta Diegos. Una hora bastaría para ello. Pero en este lugar la goleta hubiera estado muy expuesta a los vientos de alta mar, y hasta la punta Several la costa no ofrecía ningún seguro abrigo.

Kongre resolvió, por lo tanto, volver aquella misma noche al fondo de la bahía de Elgor, donde el trabajo podría llevarse a cabo con toda seguridad y lo más rápidamente posible.

Pero en aquel momento la marea descendía y la goleta no podía vencer el reflujo. Forzoso era esperar la marca ascendente, que no se haría sentir hasta las tres de la madrugada.

La Carcante se balanceaba vivamente por la acción del oleaje, y la corriente amenazaba arrastrarla hasta la punta Several. De vez en cuando se oía el ruido del agua precipitándose por los dos agujeros que los proyectiles habían hecho en el casco.

Kongre no tuvo más remedio que resignarse a echar el ancla a unos cuantos cables de la punta Diegos.

En resumen, la situación era poco tranquilizadora. La noche se echó encima, y bien pronto la oscuridad fue profunda.

Era necesario todo el conocimiento que Kongre tenía de aquellos parajes para no estrellarse contra alguno de los numerosos arrecifes que impiden el acceso a la costa.

Al fin se dejó sentir la marea ascendente. El ancla fue recogida a bordo, y la Carcante, no sin haber corrido serios peligros, fondeó de nuevo en la caleta de la bahía de Elgor.

Partes: 1, 2, 3, 4
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