V
Fácil es imaginarse a qué grado de exasperación llegarían Kongre, Carcante y los otros. En el preciso momento en que iban a dejar la isla, les había detenido un obstáculo imposible de prever… Y en cuatro o cinco días, tal vez en menos, el "aviso" podría presentarse en la entrada de la bahía de Elgor. Seguramente, de haber sido menos graves las averías de la coleta, Kongre no hubiese dudado en buscas otro fondeadero. Hubiera ido, por ejemplo, a refugiarse en el abra de San Juan, que al doblar el cabo se encuentra en la costa septentrional de la isla. Pero en el estado en que se encontraba el barco, hubiera sido una locura pretender realizar semejante travesía; hubiérase ido al fondo antes de llegar a la altura de la punta. El recorrido había de hacerlo con viento de popa, y el agua no hubiese tardado en invadir la bodega; por lo menos la carga se hubiera perdido irremisiblemente.
Se imponía, por lo tanto, el regreso a la caleta del faro, y Kongre había obrado muy cuerdamente al acordarlo. Durante aquella noche nadie durmió a bordo, dedicándose todos a la vigilancia más estricta, en prevención de un nuevo ataque.
Era de temer que una tropa numerosa, superior a la banda Kongre, hubiera desembarcado en la isla. Tal vez se conociera ya en Buenos Aires la existencia de esta banda de piratas, y el gobierno argentino tratase de destruirla.
Sentados a popa Kongre y Carcante, hablaban de todo esto, mejor dicho, hablaba solamente el segundo, pues Kongre permanecía absorto y no contestaba más que por monosílabos.
Carcante fue el primero que expuso esta hipótesis: la llegada a la Isla de los Estados de soldados argentinos para perseguir a Kongre y sus compañeros. Pero aun admitiendo que su desembarco hubiese pasado inadvertido, no era aquel
procedimiento el de una tropa recular. Lo natural era el ataque inmediato a la plaza, o en caso que les hubiese faltado el tiempo para organizarlo, haber dispuesto a la entrada de la bahía varias embarcaciones para apoderarse de la goleta a su salida, o, cuando menos, para ponerla en la imposibilidad de continuar su ruta. En todo caso, era evidente que no se hubiesen limitado a la única escaramuza de aquellos desconocidos agresores, cuya prudencia demostraba su debilidad.
Carcante abandonó, pues, aquella hipótesis y volvió a la idea de Vargas.
Sí, era evidente que lo único que se proponían los que atacaron a la goleta era. impedir que saliera de la isla. Se trataba, indudablemente, algunos supervivientes del Century que se habían encontrado con el torrero, quien les pondría en autos de todo lo sucedido, previéndoles de la próxima llegada del "aviso"…
—¡Pero el "aviso" no está aquí todavía! —dijo Kongre con voz que la cólera hacía temblar—. Antes de su regreso, la goleta estará lejos de la isla.
Era muy improbable, aun admitiendo que el torrero del faro hubiera encontrado a los náufragos, que entre todos sumaran más de tres. ¿Cómo admitir que se hubiesen salvado más de tan violenta tempestad? ¿Y qué iba a poder este puñado
de hombres contra una tropa numerosa y bien armada?
La goleta, una vez reparada, ganaría alta mar, saliendo por medio de la bahía. Lo que había ocurrido una vez era preciso procurar que no se repitiera.
No era, pues, más que una cuestión de tiempo. ¿Cuántos días se emplearían en reparar la nueva avería?
Durante la noche no ocurrió incidente alguno, y en cuanto hubo amanecido, la tripulación puso manos a la obra.
El primer trabajo consistía en desplazar la parte de la carga correspondiente al flanco de babor. Se necesitaría lo menos medio día para subir hasta el puente aquella multitud de objetos. No sería necesario desembarcar el cargamento ni dejar en seco la goleta, porque encontrándose los agujeros un poco por encima de la línea de flotación, se conseguiría taparlos sin gran trabajo.
Kongre y el carpintero bajaron a la cala, y he aquí el resultado de su examen:
Los agujeros, situados a dos o tres pies el uno del otro, eran los dos de bordes limpios, como si hubiesen sido hechos con un taladrador. Podrían, por tanto, quedar herméticamente cerrados con trozos de madera.
En suma, no podía decirse que la goleta hubiera experimentado serias averías. No comprometían el buen estado del casco, y podrían ser rápidamente reparadas. —¿Cuándo? —preguntó Kongre. —Entre hoy y mañana todo quedará arreglado.
—; De suerte que podremos volver a colocar la carga durante la noche y aparejar pasado mañana?
—Seguramente— declaró el carpintero.
Sesenta horas bastarían para las reparaciones, y la partida de la Carcante no se habría al fin y al cabo retardado más que dos días.
Carcante preguntó a Kongre si no se proponía volver al cabo San Juan para, procurar saber qué había sucedido.
—¿Para qué? —contestó Kongre—. No sabemos con quién nos las tenemos que haber, y necesitaríamos ir diez o doce, no pudiendo quedar más que dos o tres al cuidado de la coleta.. ¡Y quién sabe lo que ocurriría durante nuestra ausencia!
—Es verdad —convino Carcante—; y luego, ¿qué ganaríamos con eso? Lo importante es dejar la isla lo antes posible.
—Pasado mañana, por la mañana, estaremos en alta mar —declaró terminantemente Kongre.
Había, pues, muchas probabilidades que el "aviso" no arribara antes de la partida de la goleta.
Además. Si Kongre y sus compañeros se hubiesen trasladado al cabo San Juan, no hubieran encontrado restos de Vázquez y John Davis.
He aquí lo que había sucedido. Durante la tarde de la víspera la proposición hecha por John Davis les ocupó por completo. El sitio escogido para emplazar el cañón fue el ángulo mismo de la escollera. Entre las rocas que se amontonaban en aquella punta, John Davis y Vázquez pudieron fácilmente acoplar el afuste; pero, en cambio, les costó un gran trabajo trasportar el cañón hasta el lugar elegido de antemano. Fue necesario atravesar un espacio erizado de puntas rocosas, por donde no era posible arrastrarlo. No había más remedio que levantar la pieza con palancas, lo que exigía mucho tiempo y mucha fatiga.
Serían las seis cuando el cañoncito quedó emplazado de manera que enfilara la entrada de la bahía. John Davis procedió a cargarlo, introduciendo una fuerte cantidad de pólvora que fue atascada con hojas secas, encima de las cuales se colocó el proyectil. Se puso el cebo y la pieza quedó en disposición de hacer fuego en el momento preciso.
John Davis dijo entonces a Vázquez:
—He pensado detenidamente en lo que nos conviene hacer. Es preciso no echar a pique la goleta, pues si así fuera, todos esos canallas podrían ganar la orilla, y tal vez no pudiéramos escapar. Lo esencial es que la goleta se vea precisada a volver a su fondeadero, y permanecer en él algún tiempo para reponer sus averías.
—Estamos conformes —dijo Vázquez—; pero la avería que produzca la bala del cañón puede quedar reparada en una mañana.
—No —contestó John Davis—, porque se verán obligados a desembarcar la carga. Estimo que invertirán lo menos cuarenta y ocho horas, y estamos a veintiocho.
—Y como el "aviso" puede no llegar en una semana —objetó Vázquez—, ¿no sería preferible tirar sobre la arboladura, mejor que sobre el casco?
—Evidentemente, Vázquez; una vez desamparada de su mástil de mesana o de su palo mayor —y no veo medio que pudieran reemplazarlos—, la goleta quedaría retenida por largo tiempo. Pero atinar a su mástil es más difícil que dar en el casco, y es necesario que nuestros proyectiles den en el blanco.
—Sí, es verdad —contestó Vázquez—; tanto más que, si estos miserables no salen hasta la marea de la tarde, que es lo más probable, habrá ya poca claridad. Haga usted, pues, lo que mejor le parezca, Davis.
Vázquez y su compañero no tenían más que esperar, y se apostaron cerca de la pieza, dispuestos a hacer fuego en cuanto la goleta pasara frente a ellos.
Ya se sabe cuál fue el resultado del ataque y en qué condiciones tuvo la Carcante que volver a su fondeadero. John Davis y Vázquez no
dejaron su puesto hasta ver que la goleta estaba de nuevo en el fondo ¿e la bahía.
Y ahora lo que les aconsejaba la prudencia era buscar otro refugio en cualquier otro punto de la isla.
Podía suceder, como Vázquez había dicho, que Kongre y una parte de los suyos fueran al cabo San Juan en persecución de los agresores.
Su decisión fue rápidamente adoptada. Dejar la gruta, buscar a una o dos millas de allí un nuevo refugio, situado de tal suerte que pudieran ver todo barco que llegase por el norte. Si el Santa Fe aparecía, se trasladarían al cabo San Juan, para desde allí hacerle señales. El comandante Lafayate les enviaría un bote para recogerlos a bordo, donde le pondrían al tanto de la situación; situación que al fin se desenlazaría, bien que la goleta permaneciera retenida en la caleta, o que, desgraciadamente, estuviera ya en alta mar.
—Dios quiera que esto no ocurra —repetía Vázquez.
A medianoche se pusieron en marcha llevándose las provisiones, las armas y la reserva de pólvora. Siguieron la orilla del mar durante seis millas, aproximadamente, dando la vuelta al abra de San Juan. Después de algunas pesquisas, acabaron, por descubrir una cavidad suficiente para poderse refugiar hasta la llegada del "aviso". Vázquez y John Davis estuvieron en observación. Sabían que la goleta no podía aparejar mientras estuviera subiendo la marea, y estaban tranquilos. Pero con el reflujo volvía la posibilidad que los bandidos se largaran si durante la noche lograban reparar las averías. Seguramente que Kongre no retardaría ni una hora su salida, ante el temor que el Santa Fe apareciera a la vista de la isla.
Ni uno solo de los de la banda apareció en el litoral. Ya se sabe que Kongre había decidido no perder tiempo en pesquisas, que habrían resultado inútiles. Activar el trabajo, terminar las reparaciones en el más breve plazo posible, era lo mejor que podían hacer.
Vázquez y John Davis no observaron novedad alguna durante todo el 1º de marzo. ¡Pero qué largo se les hacía el día!…
Al anochecer, después de observar la bahía y obtener la seguridad que la goleta no había levado anclas, se retiraron a su refugio en busca del reposo, que tanto necesitaban.
Se levantaron al lucir el sol, y sus primeras miradas fueron hacia el horizonte.
Ningún barco aparecía a la vista de la isla. El Santa Fe no se anunciaba por la columna de humo de su chimenea. ¿Estaría dispuesta la goleta para hacerse a la mar? Empezaba el reflujo, y si lo aprovechaban, en una hora habrían doblado el cabo San Juan.
Era inútil pensar en repetir la tentativa de la víspera, porque Kongre estaba ya sobre aviso y tendría muy buen cuidado en pasar fuera del alcance de la pieza.
Se comprende qué de angustiosas inquietudes pasarían Vázquez y John Davis durante todo el tiempo que duró la marea. Hacia las siete se hizo sentir la marea ascendente, y con ella la seguridad que Kongre no podría aparejar hasta por la tarde.
El tiempo estaba hermoso, el viento se mantenía al nordeste y en el mar no quedaban vestigios de la última tempestad. El sol brillaba entre ligeras nubes, muy elevadas, que la brisa no desvanecía.
Un día más de incertidumbre y de alerta para Vázquez y su compañero. La banda no había dejado las inmediaciones del faro y no era probable que ninguno de los piratas se alejase de allí en todo el día. —Esto prueba que esos canallas se afanan en la tarea —dijo Vázquez.
—Si, se dan prisa —contestó John Davis—. Dentro de poco las averías producidas por los proyectiles quedarán reparadas y nada les detendrá.
—Y tal vez… esta misma noche … aunque la marea sea tardía —añadió Vázquez—. No tienen necesidad de un faro que les alumbre, la conocen perfectamente. Así como la última noche la remontaron, esta noche descenderán por
ella al mar; la goleta se los llevará… ¡Qué desgracia que no la haya usted desmantelado!…
—¡Qué quiere usted, Vázquez! —contestó Davis
—. ¡Se ha hecho lo que se ha podido! ¡Dios hará lo demás!
—Nosotros le ayudaremos —dijo entre dientes Vázquez, que parecía haber tomado de pronto una enérgica resolución.
John Davis permanecía pensativo ; iba y venía por la playa, la vista fija en el norte. ¡Nada en el horizonte … ¡Nada!
Se detuvo bruscamente, y acercándose a su compañero, le dijo:
—¿Y si fuéramos a ver lo que pasa en el faro?
—¿Al fondo de la bahía, Davis?
—Sí, reconoceremos si la goleta está en disposición de hacerse a la mar.
—¿Y qué habremos adelantado con eso?
—¡Saber, Vázquez! —exclamó John Davis—. Me muero de impaciencia… ¡No puedo más! ¡Es más fuerte que yo!
Y verdaderamente, se veía que el segundo del Century no era dueño de SÍ.
—¿Cuánto hay de aquí al faro? —preguntó Davis.
—Tres millas, todo lo más, pasando por las colinas y yendo en línea recta hacia la bahía.
—Pues bien, yo iré, Vázquez… partiré a las cuatro… llegaré antes de las seis y me deslizaré hasta donde pueda. Aunque haya amanecido no me descubrirán, y yo podré observar…
Hubiera sido inútil tratar de disuadir a John Davis. Vázquez ni siquiera lo intentó, y cuando su compañero dijo: "Usted se quedará aquí vigilando el mar… Iré solo y estaré de vuelta ante de anochecer", contestó como hombre que tiene su plan:
—Le acompañaré a usted, Davis. .. Yo también quiero dar una vuelta por el faro. Estaba decidido y así se haría. Durante las horas que faltaban para ponerse /en camino, Vázquez dejó a su compañero en la playa y se aisló en la cavidad que les había servido de refugio, entregándose a una misteriosa tarea.
El segundo del Century le sorprendió una vez en disposición de. afilar cuidadosamente su largo cuchillo en la roca, y otra desgarrando una camisa en tiras que luego trenzaba haciendo una cuerda.
A las preguntas que le fueron hechas, Vázquez respondió de un modo evasivo, asegurando que se explicaría más claramente cuando llegara la noche. John Davis no insistió.
A las cuatro de la madrugada, después de comer un poco de galleta y un trozo de carne fiambre, los dos, armados de sus revólveres, se pusieron en marcha, escalando sin grandes dificultades las crestas de las colinas. Ante ellos se extendía una extensa llanura árida. Ni un solo árbol se divisaba en todo el alcance de la vista. Algunas aves de mar, chillonas y ensordecedoras, volaban por bandadas en dirección sur.
La ruta que habían de seguir para llegar al fondo de la bahía de Elgor estaba perfectamente indicada. —Allí — dijo Vázquez. Y con la mano señaló el faro, que se alzaba a menos de dos millas.
—Marchemos — respondió John Davis.
Los dos caminaban con paso rápido. Las precauciones no eran necesarias hasta que estuviesen cerca de la caleta.
Al cabo de media hora de marcha se detuvieron anhelantes, pero no sentían la fatiga. Quedaba todavía una media milla que franquear.
La prudencia era ya necesaria en prevención de que Kongre o alguno de sus hombres estuviese en observación desde el faro. A esta distancia podían ya ser advertidos.
Como la atmósfera estaba diáfana, la galería era perfectamente visible. No había nadie en ella en aquel momento, pero acaso Carcante o algún otro se encontraran en la cámara de cuarto, desde donde por las estrechas ventanas, orientadas a todos los puntos cardinales, la mirada podía observar la isla en una vasta extensión. John Davis y Vázquez se deslizaron entre las rocas esparcidas por doquier en un desorden caótico. Pasaban de una a otra deslizándose cuidadosamente, a veces arrastrándose por el suelo para atravesar un espacio descubierto. Su marcha se retardó considerablemente durante esta última parte del camino.
Eran cerca de las seis cuando alcanzaron la última de las colinas que encuadraban la caleta.
No era posible que fuesen descubiertos, a menos que uno de los de la banda se hubiera destacado en dirección a ellos. Aun desde lo alto del faro no hubieran podido ser visibles en medio de las rocas, entre las que se confundían.
La Carcante estaba allí, flotando en la caleta. La tripulación se ocupaba en volver a la cala la parte de la carga que había sido preciso subir al puente durante las reparaciones. Todo indicaba que la reparación estaba concluida, que los agujeros producidos por los proyectiles quedaban completamente cerrados.
—¡Están en disposición de partir! — exclamó John Davis, comprimiendo su cólera, próxima a estallar.
—Quién sabe si zarparán antes de la marea, de aquí a dos o tres horas — decía Vázquez.
—¡Y no poder nada! ¡Nada! —repetía John Davis.
Efectivamente, el carpintero Vargas había cumplido su palabra. Su tarea había sido rápida y convenientemente ejecutada. No quedaba huella de la avería. Habían bastado los dos días. Colocada la carga en su sitio, cerradas las escotillas, la Carcante estaba en disposición de hacerse a la mar.
Sin embargo, transcurrió el día y desapareció el sol sin que a bordo se notasen señales de una próxima partida. Desde su abrigo, Vázquez y John Davis escuchaban los ruidos que llegaban hasta ellos desde la bahía. Eran gritos, risas, juramentos, el arrastrar de los fardos sobre el puente. A eso de las diez oyeron distintamente el ruido de una escotilla que se cerraba. Luego, el más completo silencio.
Davis y Vázquez sintieron que se les oprimía el corazón.
Sin duda, terminado el trabajo, había llegado el momento de partir…
Pero no, la goleta continuaba balanceándose en la caleta, sujeta a su ancla, que no había sido elevada del fondo de la bahía.
Pasó una hora. El segundo del Century y tomó la mano de Vázquez, diciendo: —La marea vuelve a subir. —¡No partirán!… —Hoy no; pero, ¿y mañana? —Ni mañana, ni nunca —afirmó Vázquez—. Venga usted — añadió, saliendo de la concavidad donde estaban emboscados.
Davis, muy intrigado, siguió a Vázquez, que avanzaba prudentemente hacia la playa. En pocos minutos estuvieron al pie del faro. Una vez allí, Vázquez, después de una ligera pesquisa, desplazó una roca, que hizo girar sin gran esfuerzo.
—Metase usted ahí dentro —dijo a Davis, designándole el hueco que había quedado al descubierto—. Este es un escondrijo que por casualidad descubrí cuando estaba en el faro. Estaba lejos de sospechar que podía serme útil. No es una caverna, es un agujero en el que apenas podremos estar los dos; pero pasarán mil veces a nuestro lado sin sospechar que la casa está habitada.
Davis se deslizó en la cavidad, donde inmediatamente entró Vázquez. Apretados el uno contra el otro, hasta el punto de no poderse mover, hablaban a media voz.
—He aquí mi plan —dijo Vázquez—. Usted me esperará aquí. —¿Esperarle a usted? —Sí; voy a la goleta. —¿A la goleta? — dio Davis estupefacto.
—He resuelto que los bandidos no salgan de la bahía — declaró Vázquez con firmeza.
Y sacó del bolsillo dos paquetes y un cuchillo.
—Este es un cartucho que he confeccionado con nuestra pólvora y un trozo de camisa. Con otro pedazo de tela y el resto de la pólvora he fabricado esta mecha. Voy a ponerlo todo encima de mi cabeza para ganar a nado la goleta. Con el cuchillo haré un agujero bajo la bóveda. En este agujero colocaré la carga de pólvora, y una vez encendida la mecha, volveré a tierra. Tal es mi proyecto, que por nada del mundo dejaré de poner en práctica.
—¡Es maravilloso! —exclamó John Davis entusiasmado—. Pero no permitiré que corra usted solo tan gran peligro. Le acompañaré a usted.
—¿Para qué? —replicó Vázquez—. Un hombre solo pasa más inadvertido, y para lo que quiero hacer, uno basta.
Davis creyó que debía insistir; pero Vázquez se mantuvo inflexible. La idea era suya, y a él le competía ponerla en ejecución. Davis no tuvo más remedio que ceder ante la firme resolución de su compañero.
De noche cerrada, Vázquez, después de despojarse de sus vestidos, salió del escondrijo y fue bajando la colina. Una vez en el mar, se echó al agua y nadó con brazo vigoroso hacia la goleta, que se balanceaba muellemente a un cable de la orilla.
A medida que se aproximaba, la masa del barco se hacía más negra y más imponente. Bien pronto advirtió el nadador la silueta del hombre de guardia. Sentado en la borda, con las piernas pendientes hacia el agua, el marinero silbaba una canción, cuyas notas se oían distintamente en el silencio de la noche.
Vázquez describió una curva y se aproximó a la popa del barco, ocultándose en la sombra. El timón se dibujaba por encima de él, y con sobrehumanos esfuerzos logró gatear hasta la parte superior, colocándose a horcajadas.
De esta suerte, con sus dos manos libres, pudo asir el saco que llevaba en la cabeza, y manteniéndolo entre los dientes, explorar su contenido. Sacando el cuchillo, se puso inmediatamente a la tarea. Poco a. poco, el agujero practicado en el codaste iba siendo más ancho y más profundo. Después de una hora de trabajo, la hoja del cuchillo salió por la parte opuesta. En este agujero metió Vázquez el cartucho que llevaba preparado, y le adaptó la mecha, buscando luego su mechero en el fondo del saco.
En aquel momento aflojó un instante las piernas, y sintió que se deslizaba. Aquello era el irremediable fracaso de su tentativa. Si se le mojaba la mecha, tenía que renunciar a hacer fuego.
En el involuntario movimiento que hizo para mantenerse en equilibrio, el barco osciló y el cuchillo cayó al agua produciendo un ligero ruido.
La canción del hombre de a bordo había cesado bruscamente. Vázquez le oyó marchar por el puente e inclinarse hacia el agua. Su sombra se dibujó en la superficie del mar. el marinero buscaba, sin duda, la causa del ruido insólito que había atraido su atencion. Permanenció largo tiempo en esta actitud, en tanto que Vázquez, las piernas agarrotadas, las uñas crispadas sobre la resbaladiza madera, sentía que le iba faltando la fueza tranquilizado por el sielencio el marinero se alejó hacia la proa, reanudando su interrumpida canción
Vázquez sacó del saco el mechero y batió el pedernal dándole golpecitos con el eslabón. Se desprendieron ligeras chispas y la mecha comenzó a chisporrotear.
Rápidamente, se deslizó a lo largo del timón y entrando de nuevo en el agua, se dirigió a la orilla a grandes brazadas silenciosas.
En el escondrijo donde se había quedado solo, el tiempo se le hacía eterno a John Davis. Transcurrió media hora, tres cuartos, una hora… Davis no pudiendo dominar su impaciencia, se deslizó fuera del agujero, mirando ansiosamente hacia el mar.
¿Qué le ocurriría a Vázquez?, ¿Habría fracasado su tentativa?
De todos modos no debía haber sido descubierto puesto que continuaba reinando el silencio más absoluto.
De pronto, repercutida por el eco de la colina, estalló una explosión sorda, seguida de un clamoreo de lamentaciones y de gritos. Momentos después, un hombre, completamente mojado, llegaba a todo correr, y empujando a Davis, se deslizaba Junto a él en el escondrijo, haciendo girar el bloque que disimulaba la entrada.
Casi al mismo tiempo, un pelotón de hombres pasó gritando. Sus gruesos zapatones golpeando en las piedras no lograban apagar sus voces.
—¡Es nuestro! — Decía uno de ellos.
—Le he visto como te estoy viendo a ti — añadió otro. —Iba solo. —Seguramente que no está a cien metros de nosotros.
—¡Ah canalla! ¡Ya te cazaremos!…
El ruido se fue extinguiendo con la distancia.
—¿Está hecho? — preguntó Davis en voz baja. —Sí — contestó Vázquez. —¿Y cree usted que ha conseguido su propósito? —Espero que sí. Al lucir el alba, el martilleo de a bordo hizo desaparecer las dudas. Puesto que se trabajaba en la goleta es que tenía averías, y que la tentativa de Vázquez había tenido éxito.
Pero lo que ni uno ni otro podían saber era la importancia de estas averías.
—Puede ser que tengan que permanecer un mes en la bahía — exclamo Davis, olvidando que si tal cosa ocurriera, su compañero y él se morirían de hambre en el fondo de su escondite.
—¡Silencio! — dijo Vázquez, asiéndole una mano.
Se aproximaba un nuevo grupo de hombres, acaso el mismo que regresaba de la infructuosa caza. Los que lo constituían no pronunciaban una palabra. No se oía más que el ruido de las pisadas.
Toda la mañana estuvieron Vázquez y Davis oyendo patear alrededor de ellos. Los bandidos pasaban y repasaban en persecución del agresor de la goleta.
Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, esta persecución pareció disminuir. Hacía largo tiempo que no se oía ningún ruido del exterior, cuando a mediodía se detuvieron tres o cuatro hombres a dos pasos del agujero en que Davis y Vázquez estaban embutidos.
—Decididamente, no hay medio de dar con él — dijo uno de ellos, sentándose sobre la roca misma que obstruía el orificio.
—Más vale que renunciemos a ello —afirmó otro—; los camaradas están ya a bordo.
—Y nosotros vamos a hacer otro tanto. Después de todo, ese bribón ha dado un golpe en vago.
Vázquez y Davis se estremecieron, prestando gran atención a lo que decían sus enemigos.
—Si — aprobó un cuarto interlocutor. Lo que él quería era hacer saltar el timón.
—¡El alma y el corazón de un barco!…
—¡Bonita obra nos hubiera hecho ese pillo!…
—Afortunadamente, no lo ha conseguido. El mal se reduce a un agujero en la bóveda y a un herraje arrancado. El timón no ha sufrido nada, o casi nada.
—Hoy mismo quedará todo reparado —repuso el que había iniciado esta conversación, y esta tarde, antes que suba la marea, nos habremos largado y que se quede ese maldito en la isla muriéndose de hambre.
—Bueno, López, ¿has descansado ya bastante? —interrumpió bruscamente una voz ruda—. ¿A qué charlar tanto? Vamos a bordo.
—¡Vamos! — contestaron los otros tres, poniéndose en marcha.
En la reducidísima caverna donde se ocultaban Vázquez y Davis, aplanados por lo que acababan de oír, se miraron en silencio. Dos gruesas lágrimas aparecieron en los ojos de Vázquez, deslizándose por sus curtidas mejillas, sin que el rudo marino se preocupara de disimular este testimonio de su impotente desesperación.
He aquí a qué irrisorio resultado le había conducido su heroica tentativa. Doce horas de retraso suplementario; a esto se reducía todo el perjuicio sufrido por la banda de piratas.
Aquella misma tarde, con sus averías reparadas, la goleta se alejaría por el extenso mar, desapareciendo en el horizonte.
El ruido del martilleo que subía de la caleta probaba que Kongre hacía trabajar con ardor para poner a la Carcante en disposición de hacerse a la mar.
A las cinco y cuarto, este ruido cesó bruscamente, con gran desesperación de Vázquez y Davis, que comprendieran que había dado fin el trabajo de reparación.
Pocos minutos después, el chirrido de la cadena les comunicó que Kongre había mandado levar el ancla, disponiéndose para zarpar.
Vázquez no pudo contenerse y, haciendo girar la roca, se arriesgó a echar una ojeada al exterior.
Hacia el oeste, el sol declinaba detrás de las montañas que limitaban la vista por esta parte.
No transcurriría una hora sin que la luz solar se hubiera extinguido por completo.
La goleta continuaba en el fondo de la bahía sin que mostrase ninguna visible huella de sus recientes averías. A bordo todo parecía estar dispuesto. La cadena, vertical y rígida, indicaba que bastaría un último esfuerzo para levar el ancla en el momento deseado.
Vázquez, olvidando toda prudencia, había sacado la mitad del cuerpo fuera del agujero. Davis, detrás de él, estaba pegado a su espalda. Ambos miraban anhelantes.
La mayor parte de los piratas estaban ya a bordo. Sin embargo, algunos quedaban todavía en tierra. Entre éstos, Vázquez reconoció perfectamente a Kongre, que se paseaba con Carcante.
Poco después se separaron, y Carcante se dirigió hacia la puerta del faro.
—Cuidado —dijo Vázquez— ; sin duda ese bandido va a subir a la galería.
Los dos se deslizaron hasta el fondo de su escondrijo.
Efectivamente, Carcante subía por última vez al faro. La goleta, iba a partir enseguida, y quería inspeccionar el horizonte para ver si algún barco aparecía a la vista de la isla.
La noche prometía ser hermosa, el viento había amainado y seguramente tendrían buena navegación. Cuando Carcante hubo llegado a la galería del faro, John Davis y Vázquez le vieron muy distintamente que daba la vuelta, dirigiendo su larga vista sobre todos los puntos del horizonte.
De pronto se escapó de su boca un verdadero rugido. Kongre y los demás habían levantado la vista hacia él. Entonces, con una voz que todos oyeron perfectamente. Carcante gritó:
—¡El "aviso"!… ¡El "aviso"!…
VI
¿Cómo describir la agitación que se produjo entre los piratas?…
El grito de: "¡El aviso!… ¡El aviso!", había caído como una bomba, como una sentencia de muerte sobre la cabeza de Gatos miserables. El Santa Fe era la justicia que llegaba sobre la isla, era el castigo de tantos y tantos crímenes que no podían quedar impunes.
¿Pero se habría equivocado Carcante? ¿Aquel barco que se aproximaba era en realidad el "aviso" de la marina argentina?… ¿Navegaría con rumbo a la bahía de Elgor?… ¿No sería más bien otro vapor cualquiera que se dirigiera hacia el estrecho de Lemaire o hacia la punta Several, pasando al sur de la isla?
En cuanto Kongre hubo oído el grito de Carcante, echó a correr hacia el faro, precipitándose escalera arriba a unirse con su segundo.
—¿Dónde está el barco? — preguntó. —Allí, al nortenordeste.
—¿A qué distancia? —A unas diez millas. —¿De suerte que no puede llegar a la bahía antes de la noche? —No.
Kongre tomó el anteojo y observó el barco con extrema atención, sin pronunciar una palabra.
Nada más cierto que se trataba de un vapor. Distinguíase el humo, que se escapaba en volutas espesas; lo que demostraba que la máquina activaba sus fuegos.
Y que este vapor fuera el "aviso" era cosa indudable para Kongre y Carcante, que habían visto varias veces el barco argentino durante los trabajos de construcción del faro. Además, este navío se dirigía directamente sobre la bahía. Si la intención de su capitán hubiera sido dar en el estrecho de Lemaire, hubiera puesto la proa más al oeste, y más al sur si su intención era pasar a la altura de la punta Several.
—¡Sí! —dijo al fin Kongre—
¡Es el "aviso"!
—¡Maldita suerte, que nos ha retenido aquí tanto tiempo! —exclamó Carcante—. Sin la intervención de esos pillos, que por dos veces nos han retardado, ya estaríamos en pleno Pacífico.
—Bueno; la situación no se arregla con palabras —dijo Kongre—. Es necesario adoptar una resolución. —¿Cuál? —Zarpar —¿Cuándo? —Inmediatamente. —Pero antes que estemos lejos, el "aviso" estará en la entrada de la bahía. —Sí, pero no podrá entrar. —¿Y por qué? —Porque como no verá la luz del faro, no se arriesgará hacia la caleta en medio de la oscuridad.
Estas atinadas consideraciones que Kongre hacía, se les ocurrían también a Vázquez y Davis. No podían salir de su agujero porque se arriesgaban a ser vistos desde lo alto de la galería. En su estrecho escondrijo participaban del modo de pensar del jefe de los piratas. El faro debía ya lucir, puesto que el sol acababa de desaparecer. Aunque conociera la situación de la isla, lo natural era que el comandante Lafayate no se decidiera a continuar su ruta en medio de la oscuridad. No pudiendo explicarse esta extinción, lo lógico era que no entrara en la bahía hasta el amanecer. Verdad es que había entrado ya diez veces en aquel fondeadero, pero siempre de día y no teniendo el faro para indicarle la ruta no se aventuraría, seguramente, por entre los peligrosos arrecifes. Además, el comandante del "aviso" pensaría que la isla era teatro de graves acontecimientos, puesto que los torreros no estaban en su puesto.
—Pero si el comandante no ha divisado la isla —observó Vázquez—, si continúa marchando con la esperanza de descubrir la luz del faro, ¿no podrá ocurrirle lo que al Century? ¿No corre el peligro de perderse contra las rocas del cabo San Juan?
John Davis no contestó más que por un gesto evasivo. La eventualidad de la que hablaba Vázquez podía muy bien producirse. Desde luego, el viento no soplaba furioso para colocar al Santa Fe en la situación del Century; pero, no obstante, estaba en lo posible y aun en lo probable que le ocurriera algún grave accidente.
—Corramos al litoral — dijo Vázquez —. En dos horas podemos llegar a la punta del cabo y encender fuego para señalar la costa.
—No —contestó Davis—, sería demasiado tarde. Tal vez antes de una hora el "aviso" estará a la entrada de la bahía. —¿Qué hacer entonces? —¡Esperar! Eran más de las seis y el crepúsculo empezaba a envolver la isla.
Sin embargo, los preparativos de salida se hacían con la mayor actividad a bordo de la Carcante. Kongre quería zarpar a toda costa. Devorado por la inquietud, había resuelto dejar inmediatamente el fondeadero; si lo demoraba hasta la marea del siguiente día, se exponía a encontrar el "aviso", y el comandante Lafayete no la dejaría pasar sin interrogar al capitán de la goleta. Seguramente querría saber por qué el faro no había sido encendido. La presencia de la Carcante le parecería, con sobrada razón, sospechosa. Cuando la goleta se hubiera detenido iría a bordo, inspeccionarla la tripulación, y solamente la facha de sus hombres sería lo bastante para concebir las más legítimas sospechas, que obligarían al barco a virar en redondo y a seguirle hasta la caleta para tercer torrero del faro, Kongre y ampliar su información.
Y cuando el comandante del Santa Fe no encontrase los tres torreros, no podría explicar su ausencia más que por un atentado. ¿Y no creería que los autores de este crimen era precisamente la gente del navío que trataba de escapar?
Por último, tal vez se produjera otra complicación.
Así como los piratas habían divisado al Santa Fe a la vista de la isla, pudiera suceder que lo hubieran descubierto los que por dos veces atacaron s. la Carcante cuando se disponía a lanzarse a la mar. Si los incógnitos enemigos habían seguido todos los movimientos del "aviso", se presentarían al llegar el barco a la caleta; y si, como era de suponer, se encontraba entre ellos el tercer torrero del faro, Kongre y los suyos no escaparían, seguramente al castigo de sus crímenes.
Kongre había tenido en cuenta todas estas eventualidades y sus consecuencias. De aquí la decidida resolución que había adoptado: zarpar inmediatamente; y puesto que el viento que soplaba del norte le era favorable, aprovechar la noche para ganar alta mar a toda vela. La goleta tendría ante ella el vasto océano, y lo probable era que el "aviso", en la imposibilidad de descubrir la luz del faro, y no queriendo aproximarse a tierra en medio de las tinieblas, permaneciese bastante alejado de la Isla de los Estados. Si era preciso, extremando más la prudencia, en vez de dirigirse hacia el estrecho de Lemaire, Kongre pondría la proa al sur e iría a doblar la punta Several.
Después de hacerse todas estas consideraciones, el jefe de la banda dio las órdenes para apresurar los preparativos de marcha.
John Davis y Vázquez adivinaban el plan de los piratas: se preguntaban de qué manera se las arreglarían para frustrarlo, y sentían, desesperados, toda la magnitud de su impotencia.
A las siete y media, Carcante llamó a los hombres que aún quedaban en tierra. En cuanto la tripulación estuvo a bordo, se izó el bote, y Kongre ordenó levar el ancla.
John Davis y Vázquez oyeron el chirrido regular de la cadena recogida bajo la acción del molinete..
Al cabo de cinco minutos, el ancla estaba recogida al servirla. Inmediatamente, la goleta empezó su evolución, y desplegando las altas y bajas velas, con el fin de aprovechar toda la brisa que ya iba cayendo, empezó a navegar lentamente.
Bien pronto la navegación se le hizo muy difícil. La mar estaba baja, la corriente no le favorecía, y en estas condiciones poco podían avanzar en las dos horas que faltaban para la marea ascendente.
Poniendo las cosas muy favorablemente, podía asegurarse que no estaría a la altura del cabo San Juan antes de medianoche.
Sin embargo, poco importaba que así fuera. Desde el momento que el Santa Fe no entraba en la bahía de Elgor. Kongre no arriesgaba un encuentro con el "aviso". Aunque tuviese que esperar la marea siguiente, al amanecer estaría bien lejos de la isla.
La tripulación se esforzaba en apresurar la marcha de la Carcante. Aunque Kongre conocía esta orilla, sabía cuan peligrosa era por el sinnúmero de arrecifes que la desbordan. Una hora después de la partida se creyó tan cerca de las rocas, que le pareció prudente virar a fin de apartarse del peligro.
No sin trabajo podría ejecutarse este cambio de amarras con aquella brisa que caía más y más con la noche.
Sin embargo, la maniobra era urgente, y todos se pusieron presurosos a la faena. Pero, a falta de velocidad, la goleta no consiguió orzar, y continuó derivando hacia la costa.
Kongre comprendió el peligro. No le quedaba más que un recurso: echaron el bote al agua, se embarcaron en él seis hombres, y a fuerza de remos lograron hacer evolucionar la goleta, que tomó las amuras a estribor. Un cuarto de hora, después pudo navegar en su primitiva dirección, sin temor de ser arrojada contra los arrecifes del sur.
Desgraciadamente, no se sentía un soplo de viento: las velas batían contra los mástiles. El bote hubiera intentado en vano remolcar la Carcante hasta la entrada de la bahía. Todo lo más que podía conseguirse era resistir la marea ascendente que empezaba a hacerse sentir. Kongre no iba a tener más remedio que fondear en aquel sitio a menos de dos millas de distancia de la caleta.
Después que la Carcante hubo zarpado, John Davis y Vázquez descendieron hasta la orilla del mar, siguiendo anhelosos todos los movimientos de la goleta. Habiendo caído completamente la brisa, comprendieron que Kongre no tendría más remedio que mantenerse al pairo en espera del próximo reflujo. Pero tendría tiempo de ganar la salida de la bahía antes de amanecer, quedándole grandes probabilidades de partir sin ser advertido.
—¡No, no partirá!… ¡Le tenemos atrapado! — exclamó de pronto Vázquez. —¿Y cómo? — preguntó Davis. —¡Venga usted, venga usted!… Vázquez arrastró rápidamente a su compañero en la dirección del faro.
Era de parecer que el Santa Fe debía de cruzar ya delante de la isla. Hasta pudiera estar muy cerca; lo que, después de todo, no ofrecía un gran peligro, dada la tranquilidad del mar.
No había duda que el comandante Lafayete, muy sorprendido de la extinción del faro, estaría frente a la isla esperando que amaneciese.
Así pensaba también Kongre; pero al mismo tiempo veía grandes probabilidades de poder despistar al "aviso". En cuanto el reflujo empujara las aguas de la bahía hacia el mar, la Carcante, sin necesidad de viento, reanudaría su marcha, y en menos de una hora estaría en pleno océano.
Una vez fuera, Kongre no se alejaría hacia alta mar, sino que, al amparo de la brisa, que no falta ni aun en las noches más tranquilas, iría costeando hacia el sur en medio de la oscuridad de la noche. En cuanto lograse doblar la punta Several, distante de siete a ocho millas, la goleta quedaría al abrigo del acantilado y nada tendría que temer. El único peligro era ser advertidos por los vigías del Santa Fe; pues seguramente que el comandante Lafayate no dejaría alejarte a la Carcante sin interrogar a su capitán a propósito del faro.
Forzando la máquina, el "aviso" alcanzaría a la goleta antes que ésta pudiera desaparecer detrás de las alturas del sur.
Eran más de las nueve. Kongre tuvo que resignarse a fondear para resistir la marea, esperando el momento en que se hiciera sentir el reflujo. Era necesario esperar seis horas próximamente, porque antes de las tres no sería favorable la corriente. El bote se había izado nuevamente a bordo y Kongre permaneció vigilante para no perder un minuto en cuanto pudiera ponerse en marcha.
De pronto, la tripulación lanzó un grito que hubiera podido oírse desde las dos orillas de la bahía.
Un extenso haz luminoso acababa de alumbrar las tinieblas. La luz del faro brillaba en todo su esplendor iluminando el mar.
—¡Ah, canallas! ¡Han encendido el faro! —exclamó Carcante. —¡A tierra! — ordenó Kongre. Efectivamente, para escapar al apremiante peligro que les amenazaba, no había más que un recurso: desembarcar, dejando a bordo de la goleta un reducido número de hombres; correr hacia el faro, subir la escalera de la torre, arrojarse sobre el torrero y los que le acompañasen, desembarazarse de ellos y apagar aquella luz que era su perdición…
Si el "aviso" se había puesto en marcha para entrar en la bahía, se detendría seguramente al restablecerse la oscuridad… Si llegase a. rebasar la entrada, procuraría salir al ver que le faltaba la luz que le guiara hasta la caleta, o, a lo sumo, fondearía esperando el alba.
Kongre mandó echar al agua el bote, en el que se acomodaron el jefe, Carcante y diez de sus hombres, armados de fusiles, revólveres y cuchillos.
En un minuto atracaron a la orilla, precipitándose hacia el faro, que no distaba más que milla y media.
Este trayecto fue recorrido en un cuarto de hora caminando en compacto grupo. Toda la banda, menos los hombres dejados a bordo, se encontraba reunida al pie del faro.
Arriba estaban Vázquez y John Davis. A todo correr, sin tomar precauciones, puesto que sabían que nadie había de interponérseles, llegaron hasta la puerta del faro, que Vázquez quería encender para que el "aviso" pudiera ganar la caleta sin tener que esperar el día. Lo que él temía, temor que le devoraba, era que Kongre hubiese destruido las lentes, roto las lámparas y que el aparato no estuviese en disposición de funcionar. SÍ así era, la goleta tenía grandes probabilidades de huir sin ser advertida del Santa Fe.
Ambas se lanzaron hacia las habitaciones de los torreros, se introdujeron en el corredor, empujaron la puerta de la escalera, que cerraron tras de sí con todos los cerrojos, subieron la escalera y llegaron a la cámara de cuarto.
La linterna estaba en buen estado, las lámparas en su lugar, provistas de las mechas y el aceite con que las dejaron el día en que por última vez habían lucido. Kongre no había destruido el aparato de la linterna, no queriendo más que impedir el funcionamiento del faro durante el tiempo de su permanencia en la bahía de Elgor. ¿Y cómo iba a prever en qué circunstancias tendría que abandonarla?
El faro volvía a lucir de nuevo. El "aviso" podía, sin riesgo, entrar en su antiguo fondeadero.
Golpes violentos resonaron al pie de la torre. La banda entera trataba de forzar la puerta para subir a la galería y apagar el faro. Todos arriesgaban su vida por retardar la llegada del Santa Fe.
No habían encontrado a nadie ni a la entrada ni en las habitaciones de los torreros. Los que estaban en la cámara de cuarto no podían ser muchos y se les podría reducir fácilmente. Los matarían a todos, y el faro no proyectaría más en la noche sus temibles rayos.
Sabido es que la puerta que daba acceso a la escalera estaba recubierta con una gruesa capa de hierro. Era imposible quebrantar los cerrojos; imposible también hacerla saltar a golpes de hacha. Carcante, que quiso hacerlo, comprendió bien pronto lo estéril de su intento. Después de inútiles esfuerzos fue a unirse con Kongre y otros que se habían quedado fuera.
¿Qué hacer? ¿Habla algún medio de elevarse por el exterior hasta la linterna del faro?
Si este recurso no existía, la banda tendría que huir hacia el interior de la isla para evitar caer en manos del comandante Lafayate y de su tripulación.
En cuanto a regresar a bordo de la goleta, ¿para qué? Además el tiempo faltaba. No había dudas que el "aviso" estaría ya en marcha hacia la caleta.
Si, por el contrario, el faro se extinguía, el Santa Fe no solamente no podría continuar su marcha, sino que acaso tuviera que retroceder y tal vez la goleta pudiera pasar.
Existía un medio de llegar hasta la galería del faro.
—¡La cadena del pararrayos! —exclamó Kongre.
Efectivamente, a lo largo de la torre se tendía una cadena metálica, mantenida de tres en tres pies por garfios de hierro. Elevándose a pulso, a fuerza de puños, era posible ganar la galería, y acaso sorprender a los que ocupaban la cámara de cuarto.
Kongre iba a intentar este último medio de salvación. Carcante y Vargas le precedieron. Agarrados a la cadena, empezaron a gatear el uno cerca del otro, esperando pasar inadvertidos en la oscuridad de la noche.
Sus manos alcanzaban ya los barrotes de la galería, y sólo les faltaba escalarla para estar en la cámara del cuarto.
En aquel preciso momento sonaron dos detonaciones.
John Davis y Vázquez, que estaban a la defensiva, habían disparado sus revólveres.
Los dos malvados cayeron heridos por las certeras balas.
Entonces se oyeron distintamente los silbidos del "aviso" que llegaba a la caleta, y los agudos mugidos que lanzaba la sirena del vapor. a través del espacio. Ya no era tiempo de huir. En
pocos minutos, el Santa Fe fondearía frente al faro.
Kongre y sus compañeros, comprendiendo que era ya inútil toda tentativa, se precipitaron al exterior, huyendo tierra adentro.
Un cuarto de hora después, en el momento en que el comandante
Lafayate echaba el ancla, la reconquistada chalupa de los torreros atracaba al costado del navío de guerra en unos cuantos golpes de remo. John Davis y Vázquez estaban a bordo del "aviso".
El "aviso" Santa Fe había salido de Buenos Aires el 19 de febrero, llevando a bordo el relevo del faro de la Isla de los Estados. Favorecida por el viento y el mar, la travesía fue muy rápida. La gran tempestad, que duró casi ocho días, no se había extendido más allá del estrecho de Magallanes. El comandante Lafayate no había sentido sus efectos, llegando a su destino con algunos días de anticipación.
Doce horas más tarde hubiera sido inútil perseguir a la banda Kongre, porque la goleta estaría en pleno océano.
El comandante Lafayate no dejó que pasara la noche sin ponerse al corriente de lo que había sucedido en la bahía de Elgor durante los tres pasados meses.
Si Vázquez estaba a bordo, sus camaradas Felipe y Moriz no le acompañaban. El otro, John Davis. era completamente desconocido.
El capitán del Santa Fe les hizo
entrar en su camarote, y dijo dirigiéndose a Vázquez: —El faro se ha encendido tarde. —Hace nueve semanas que no funciona — respondió Vázquez.
—¡Nueve semanas! ¿Qué significa esto? ¿Y sus dos compañeros?
—Felipe y Moriz no existen. Veintiún días después de la partida del Santa Fe, el faro no tenía más que un torrero, mi comandante.
Vázquez relató los acontecimientos que había sido teatro la Isla de los Estados. Una banda de piratas, bajo las órdenes de un tal Kongre, hacía varios años que estaba instalada en la bahía de Elgor, atrayendo los navíos hacia los arrecifes del cabo San Juan, recogiendo los restos de los naufragios y asesinando a los supervivientes. Nadie sospechó su presencia durante el tiempo que duró la construcción del faro, porque los bandidos se habían refugiado en el cabo San Bartolomé, extremo occidental de la isla. Cuando partió el
Santa Fe y los torreros quedaron solos, la banda Kongre remontó la bahía de Elgor en una goleta que por casualidad cayó en su poder.
Minutos después de fondear en la caleta, Moriz y Felipe caían muertos sobre la cubierta del barco pirata. SÍ Vázquez escapó a la catástrofe, fue por encontrarse en aquel momento en la cámara de cuarto. Huyendo de los bandidos, se refugió en el litoral del cabo San Juan, donde pudo sostenerse, gracias a las provisiones descubiertas en una caverna, donde los piratas almacenaban sus reservas.
Luego, Vázquez refirió el naufragio del Century y la suerte que tuvo de poder salvar al segundo de a bordo, y cómo vivieron los dos esperando la llegada del Santa Fe. Su más viva esperanza era que la goleta, retenida por importantes reparaciones, no pudiera hacerse a la mar para ganar los parajes del Pacifico antes del regreso del "aviso" en los primeros días de marzo. Pero seguramente hubiera podido abandonar la isla antes de esta fecha, si los dos proyectiles que John Davis le metió en el casco no la hubiesen detenido unos días más.
Vázquez concluyó su relato, guardando silencio acerca del último accidente que tanto decía en honor suyo. Entonces intervino John Davis diciendo:
—Lo que Vázquez olvida decir a usted, mi comandante, es que nuestros dos proyectiles no alcanzaron el éxito. A pesar de los agujeros que le hicimos en el casco, la Maule hubiera zarpado si Vázquez, con gran peligro de su vida, no hubiera llegado a nado hasta la goleta, colocando en ella un cartucho de pólvora. Verdad es que no se obtuvo todo el resultado apetecido. Las averías fueron ligeras, pudiendo ser reparadas en doce horas ; pero ese breve tiempo fue el suficiente para que pudiese usted encontrar la goleta en la bahía. Es a Vázquez, por lo tanto, a quien se debe este resultado, y a él también se le ocurrió la idea de correr hacia el faro y encenderle para que el "aviso" pudiera entrar en la bahía.
El comandante Lafayate estrechó afectuosamente las manos de Vázquez y John Davis, quienes por su valerosa intervención habían logrado que el Santa Fe llegase a la bahía de Elgor antes de la partida de la goleta.
El capitán del "aviso", a la hora en que el crepúsculo empezaba a oscurecer el cielo, había distinguido perfectamente, si no la costa este de la isla, al menos los elevados picos que se alzan en segundo término. Se encontraba entonces a unas diez millas, y contaba con estar en el fondeadero dos horas más tarde.
Era el momento en que el Santa Fe había sido divisado por John Davis y Vázquez.
Entonces fue también cuando Carcante, desde lo alto del faro, le señaló a Kongre, quien tomó sus disposiciones para aparejar a toda prisa, a fin de salir de la bahía antes que el Santa Fe entrase en ella.
Durante este tiempo, el Santa Fe continuaba navegando hacia el cabo San Juan. El mar estaba en calma, y apenas se sentían los últimos soplos de la brisa de alta mar.
Seguramente, antes de establecerse el Faro del Fin del Mundo, el comandante Lafayate no hubiese cometido la imprudencia de aproximarse tanto a tierra durante la noche, y menos de aventurarse en la bahía de Elgor para ganar la caleta. Pero ahora, la costa y la bahía estaban alumbradas, y no le pareció necesario esperar hasta el siguiente día. El "aviso" continuó, por lo tanto, su ruta hacia el sudoeste, y cuando la noche cayó por completo, se hallaba a menos de una milla de la bahía de Elgor.
El Santa Fe se mantuvo allí sobre la máquina, esperando a que luciera el faro.
Transcurrió una hora sin que se divisara ningún punto luminoso sobre la isla. El comandante Lafayate no podía equivocarse acerca de su posición; indudablemente allí estaba la bahía de Elgor. Seguramente estaba a la vista del faro… ¡y el faro no se encendía!…
Los del "aviso" pensaron que algún accidente había ocurrido al aparato. Tal vez durante la última tempestad, que tan violenta había sido. hablase roto la linterna, desmontadas las lentes y las lámparas puestas fuera de servicio. No se les pudo pasar por la mente que los terreros habían sido victimas del ataque de una banda de piratas; que dos de ellos hubiesen caído bajo los golpes de los asesinos, y que el tercero se hubiera visto obligado a huir para no sufrir la misma suerte.
—Yo no sabia qué hacer —dijo el comandante Lafayate—. La noche era muy oscura y no podía aventurarme en la bahía. No tenía más remedio que mantenerme a distancia hasta que amaneciera. Mis oficiales, mi tripulación, todos éramos presa de mortal ansiedad presintiendo alguna desgracia. Por último, a eso de las nueve, el faro brilló. El retraso debía depender de algún accidente. Entonces ordené aumentar la presión y puse la proa hacia la entrada de la bahía. Una hora después, el Santa Fe entraba en ella. A milla y media de la caleta encontré fondeado un barco que parecía abandonado… Iba a enviar unos cuantos hombres a bordo, cuando resonaron tiros, disparados desde la galería del faro… Comprendimos que los torreros eran atacados, y que se defendían, probablemente, contra la tripulación de aquella goleta. Hice mugir la sirena para asustar a los agresores. y un cuarto de hora después el Santa Fe echaba el ancla.
—A tiempo, mi comandante — dijo Vázquez.
—Lo que no hubiera podido hacer si usted no hubiese arriesgado su vida para alumbrar el faro. Ahora la goleta estaría en alta mar. Nosotros no la hubiéramos visto salir de la bahía, y esos miserables se nos hubieran escapado.
Conocida bien pronto la historia ,. por todos los del "aviso", Vázquez y John Davis no cesaron de recibir entusiastas felicitaciones.
La noche se pasó tranquilamente, y al día siguiente, Vázquez conoció a los tres torreros que iban a relevar a sus compañeros en el servicio del faro.
No hay para qué decir que durante la noche se envió a la goleta un fuerte destacamento de marineros para tomar posesión del barco, a fin de evitar que Kongre intentase reembarcar y salir de la bahía aprovechando el reflujo.
El comandante Lafayate comprendió que era necesario, para garantir la seguridad de los torreros del faro, purgar la isla de los bandidos que la infestaban, y que, después de la muerte de Carcante y de Vargas, eran aún en número de trece, comprendido entre ellos su jefe Kongre.
Dada la extensión de la isla, la persecución sería larga y acaso no se tuvo todo el éxito deseado. ¿Cómo era posible que la tripulación del Santa Fe pudiera dar una batida en regla? Seguramente que Kongre y sus compañeros no cometerían la imprudencia de volver
al cabo San Bartolomé, en previsión de que hubiera sido descubierto el secreto de su retiro; pero disponían del resto de la isla, y tal vez transcurrieran semanas, y aun meses, antes que se capturara a todos los individuos de la banda. Y, sin embargo, el comandante Lafayate estaba en el deber de no abandonar la isla antes de dejar a los torreros al abrigo de toda agresión y de haber asegurado el funcionamiento regular del faro.
Lo que, en verdad, podía precipitar el resultado era la situación en que Kongre y los suyos iban a encontrarse. No les quedaban provisiones ni en la caverna del cabo San Bartolomé ni en la de la bahía de Elgor. El comandante Lafayate, guiado por Vázquez, pudo comprobar que, cuando menos en esta última, no existía ninguna reserva de galleta, salazón ni conservas de ninguna clase. Todo lo que quedaba de víveres había sido transportado a bordo de la goleta, que fue conducida a la caleta por los marineros del "aviso". La, caverna no conservaba más que restos de naufragios, telas, vestidos, utensilios, que también fueron transportados a los almacenes del faro. Aun admitiendo que Kongre fuese durante la noche a registrar su antiguo alojamiento, era seguro que nada había de encontrar provechoso para su subsistencia en la isla. Tampoco debían disponer de armas de caza, dada la cantidad de fusiles y municiones encontrados a bordo de la Carcante. Se verían forzados; por lo tanto, a no alimentarse más que de la pesca, y en tales condiciones no tardarían en rendirse o en morirse de hambre.
Empezaron inmediatamente las pesquisas. Destacamentos de marineros, a las órdenes de un oficial o de un contramaestre, se dirigieron, los unos hacia el interior de la isla y el resto hacia el litoral. El comandante Lafayate se trasladó al cabo San Bartolomé, donde no encontró vestigio alguno de la banda.
Transcurrieron varios días sin descubrir la presencia de ningún pirata, cuando en la mañana del 10 de marzo llegaron al faro siete miserables pescadores extenuados por el hambre. Recibidos a bordo del Santa Fe, donde se les dio alimento, quedaron bajo guardia, en la imposibilidad de huir.
Cuatro días después, el segundo, Riegal, que visitaba la costa meridional en los alrededores del cabo Webster, descubría cinco cadáveres, entre los cuales Vázquez pudo reconocer a dos de los chilenos de la banda. Los restos que se encontraron en sus inmediaciones atestiguaban que habían tratado de alimentarse de pescados y de crustáceos; pero por ninguna parte se descubrían carbones ni cenizas, siendo evidente que no se habían podido procurar lumbre.
En fin, en la tarde del siguiente día, un poco antes de ponerse el sol, un hombre apareció en medio de las rocas que bordean la caleta, a menos de quinientos metros del faro. Estaba casi en el mismo sitio desde donde Vázquez y John Davis habían estado en observación la víspera de la llegada del "aviso". Este hombre era Kongre. Vázquez que se paseaba con los nuevos torreros, le reconoció enseguida y exclamó: —¡allí está! ¡Allí esta! Al oír este grito acudió el comandante Lafayate con su segundo. John Davis y algunos marineros se habían lanzado en su persecución, y todos pudieron ver la silueta de aquel jefe, único superviviente de la banda que mandaba.
¿Qué venía a hacer en aquel lugar? ¿Por qué se mostraba tan sin reserva? ¿Era su intención rendirse?…
No debía forjarse ilusiones sobre la suerte que le esperaba. Sería conducido a Buenos Aires, donde pagaría con su cabeza toda una existencia de robos y de crímenes.
Kongre permanecía inmóvil sobre la roca más elevada, contra la cual rompía el mar dulcemente. Sus miradas recorrían la caleta. Cerca del "aviso" pudo ver aquella goleta que la suerte le había enviado tan oportunamente al cabo San Bartolomé y que un azar contrario se la había arrebatado.
¡Qué de pensamientos debían amontonarse en aquel cerebro! ¡Qué de amarguras!… De no haber llegado el Santa Fe, ya estaría en pleno Pacifico, donde le hubiera sido más fácil sustraerse a todas las persecuciones y asegurar su impunidad.
Se comprende el interés que el comandante Lafayate tenía en apoderarse de Kongre.
Dio sus órdenes, y el segundo, Riegal, seguido de media docena de marineros, se lanzó por la izquierda para flanquear las rocas, a fin de apoderarse del bandido.
Vázquez guiaba este grupo por el camino más corto.
No habían andado cien metros cuando se oyó una detonación, y se vio caer un cuerpo en el vacío y abismarse entre las aguas del mar.
Kongre había sacado un revólver de su cinto y se había disparado un tiro en la cabeza.
El miserable se había hecho justicia, y la marea descendente arrastraba su cadáver hacia alta mar.
Tal fue el desenlace de este drama de la Isla de los Estados.
Inútil es advertir que desde la noche del 3 de marzo, el faro no había dejado de funcionar. Los nuevos torreros fueron puestos al corriente del servicio por el valeroso Vázquez.
Ya no quedaba ni un solo hombre de la banda de piratas. John Davis y Vázquez embarcarían en el "aviso" con rumbo a Buenos Aires; de allí, el primero sería repatriado a Móbile, donde no tardaría en obtener el mando de un barco, al que le hacían acreedor su energía y su valor personal.
Vázquez iría a su pueblo natal a reposar de las rudas pruebas tan resueltamente soportadas… Pero iría solo, sin que sus pobres compañeros le pudieran acompañar.
En la tarde del 18 de marzo, completamente seguro de que ningún riesgo amenazaba ya a los torreros ni al faro, el comandante Lafayate dio la orden de zarpar.
Cuando el "aviso" dejaba la bahía de Elgor, se ocultaba el sol bajo el horizonte, y el Santa Fe se fue alejando sobre la mar ensombrecida, acompañado del haz luminoso que proyectaba de nuevo el Faro del Fin del Mundo.
FIN
Autor:
Alfredo Ramírez Puentes
Estudiante de Ingeniería aeronáutica.
Bogotá Colombia.
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