VI
La operación había tenido un éxito completo. Pero no había terminado todo. En aquel fondeadero estaba expuesta al fuerte oleaje y a las tempestades del noroeste. En la época de las fuertes mareas del equinoccio no hubiera podido permanecer ni veinticuatro horas en la caleta.
Kongre no lo ignoraba, y su intención era abandonar el fondeadero al día siguiente.
Pero antes era necesario completar la visita del barco y verificar el estado de su casco en el interior. Aunque ya estaban convencidos que la goleta no haría agua, era necesario saber si tenía alguna reparación que hacer, en previsión de una travesía bastante larga.
Kongre puso enseguida sus hombres a la faena, a fin de trasladar el lastre que tenia en la cala de babor a estribor. No era menester desembarcarlo, lo que abreviaba el tiempo y la fatiga, sobre todo el tiempo que era lo que importaba en la situación poco segura en que la Maule se encontraba.
El hierro viejo que constituía el lastre fue primeramente transportado de proa a popa para poder examinar bien la cala.
Este examen fue cuidadosamente hecho por Kongre y Carcante, ayudados por un chileno, un tal Vargas, que había trabajado anteriormente en los astilleros de Valparaíso, y conocía bien el oficio.
No encontraron más que una avería de alguna importancia: una depresión del casco en una longitud de metro y medio. Esta abolladura debía provenir de un choque contra alguna roca, antes que la goleta embarrancase en el banco de arena.
Se imponía la reparación antes de hacerse a la mar, a menos que se tratara de una breve travesía con tiempo bonancible. Era probable que esta reparación exigiese una semana, suponiendo que se dispusiera de los materiales y útiles necesarios para el trabajo.
Cuando Kongre y sus compañeros supieron a qué atenerse, tremendas maldiciones sucedieron a los hurras con que habían saludado el salvamento de la Maule. ¿Es que la coleta no iba a poder navegar?… ¿Es que no iban a poder abandonar todavía la Isla de los Estados?… Kongre intervino diciendo: —Efectivamente, la avería es grave. En el estado en que está no hay que pretender navegar con la goleta. Hay cientos de millas que recorrer para ganar las islas del Pacifico. Sería correr un gran riesgo. Pero esta avería es reparable, y la repararemos.
—¿Dónde? —preguntó uno de los chilenos, que no ocultaba su inquietud.
—No será aquí —declaró otro de sus compañeros.
—No —contestó Kongre, con resuelto tono—. En la bahía de Elgor.
En cuarenta y ocho horas podría franquear la distancia que le separaba de la bahía. No tenían más que costear el litoral, bien fuera por el norte o por el sur de la isla. En la caverna donde hablan dejado todo lo procedente del pillaje, el carpintero tendría a su disposición la madera y los útiles necesarios para reparar la avería. Si era necesario estar dos, tres semanas allí, permanecerían. El buen tiempo duraría aún dos meses lo menos,
y cuando Kongre y sus compañeros abandonasen la Isla de los Estados, sería a bordo de un barco que ofrecería seguridad completa.
Además, Kongre habla tenido siempre el propósito de pasar algún tiempo en la bahía de Elgor. De ningún modo quería renunciar a los objetos almacenados en la caverna, cuando los trabajos del faro obligaron a la banda a refugiarse en el extremo opuesto dé la isla.
La confianza volvió de nuevo a los espíritus de aquellos bandidos, que hicieron sus preparativos para partir al día siguiente en cuanto subiese la marea.
La presencia de los torreros del faro no era cosa que pudiera inquietar a esta banda de piratas. En pocas palabras Kongre expuso sus proyectos.
—Antes que tuviéramos la suerte de hacer nuestra la goleta —dijo a Garante en cuanto estuvieron solos—, yo estaba decidido a posesionarme de la bahía de Elgor. Mis intenciones no han cambiado; únicamente que, en vez de llegar por el interior de la isla, evitando ser advertidos, llegaremos por mar abiertamente. La goleta irá a fondear en la caleta, se nos recibirá sin recelo… y…
Kongre acabó su pensamiento con un gesto muy significativo.
En verdad que todas las posibilidades de éxito estaban de parte del miserable. A menos que se operase un milagro, ¿cómo iban a escapar
Vázquez, Moriz y Felipe a la suerte que les esperaba?
La tarde fue consagrada a los preparativos de marcha. Kongre hizo que fuera colocado convenientemente el lastre y se ocupó del embarque de las provisiones, de las armas y de otros objetos llevados a la caverna del cabo San Bartolomé.
El cargamento se efectuó con rapidez. Desde su salida de la bahía de Elgor —y esto databa de más de un año—, Kongre y sus compañeros se habían alimentado principalmente con las provisiones de reserva, y quedaba ya muy exigua cantidad.
Púsose tal diligencia en la faena, que a las cuatro de la tarde estaba a bordo toda la carga. La goleta hubiera podido zarpar inmediatamente; pero Kongre no se aventuraba a navegar de noche, a lo largo de un litoral erizado de arrecifes. Aún no había decidido si tomaría o no el estrecho de Lemaire para remontarse a la altura del cabo San Juan. Esto dependería de la dirección del viento.
Cualquiera que fuese la ruta escogida, la travesía no debía durar más de treinta horas, comprendida la escala durante la noche.
Cuando se puso el sol ninguna modificación se había producido en el estado atmosférico. Ni la más ligera bruma emanaba la limpidez del cielo, y la línea del horizonte era de una pureza tal, que un rayo verde atravesó el espacio en el momento que el disco solar desaparecía detrás del horizonte.
Todo hacia esperar que la noche seria tranquila, y lo fue efectivamente. La mayor parte de los hombres la pasaron a bordo, los unos sobre cubierta, los otros en la cala. Kongre ocupaba el camarote del capitán Pailha, y Garante, el del segundo.
Varias veces subieron al puente para observar el mar y el cielo, para convencerse que la Maule no corría ningún riesgo y que nada retardaría su partida.
El amanecer fue verdaderamente soberbio. En aquella latitud se ve muy raramente salir el sol por encima de un horizonte tan limpio.
Kongre se embarcó en el bote hasta la extremidad del cabo. Allí, desde lo alto de una roca, observa un vastísimo espacio del mar. Únicamente al este su mirada se encontró con las masas montañosas que se elevan entre el cabo San Antonio y el cabo Kempe.
El mar, tranquilo por la parte sur, estaba bastante movido en la abertura del estrecho, porque el viento iba tomando fuerza y tendía a refrescar.
No se descubría ningún barco de vela ni de vapor, y era casi seguro que la goleta no se cruzaría con ninguna otra embarcación en su corta travesía hasta el cabo San Juan. Kongre decidlo partir. Deseoso ante todo de no fatigar la goleta, exponiéndola a las olas del estrecho, siempre duras en la marea, se decidió a tomar la ruta de la parte meridional de la isla y ganar la bahía de Elgor, doblando los cabos Kempe, Webster, Several y Diegos. Además, la distancia era aproximadamente igual por el sur y por el norte.
Kongre saltó a tierra y se dirigió hacia la caverna, comprobando que no se había olvidado ningún objeto.
Eran poco más de las siete. El reflujo, que comenzaba ya, favorecía la salida de la caleta.
Kongre tenia el timón, en tanto que Garante vigilaba en proa, y la salida se efectuó sin el menor tropiezo.
Los bandidos se dieron cuenta bien pronto que el barco navegaba perfectamente. Seguramente no habría riesgo alguno en aventurarle en los mares del Pacífico, después de dejar a popa las ultimas islas del archipiélago magallánico.
Tal vez se hubiera podido llegar a la bahía de Elgor al anochecer: pero Kongre prefería hacer escala en un punto cualquiera antes que el sol hubiera desaparecido detrás del horizonte.
No forzó, pues, la tela y se contentó con navegar a una media de cinco o seis millas por hora.
Durante la primera jornada, la Maule no encontró ningún barco, y la noche iba a caer cuando echó el ancla al este del cabo Webster, habiendo efectuado próximamente la mitad de su travesía.
Allí se amontonaban enorme rocas y se elevaban los más altos escarpados de la isla. La goleta fondeó a un cable de la costa, en una ensenada cubierta por la punta; un barco no hubiese estado más seguro en un puerto. Si el viento hubiera soplado del sur, la Maule hubiese estado más expuesta en este lugar, donde el mar es tan violento como en el cabo de Hornos cuando lo agitan las tempestades polares.
Pero el tiempo parecía sostenerse con brisa nordeste, y la suerte continuaba favoreciendo los proyectos de Kongre y los suyos.
La noche del 25 al 26 de diciembre fue la más tranquila. El viento, que había caído hacia las diez, se levantó a las cuatro de la madrugada.
Desde las primeras horas del alba, Kongre tomó sus disposiciones para zarpar. Se restableció el velamen; el cabestrante recogió el ancla, y la Maule se puso en marcha.
El cabo Webster se prolonga cuatro o cinco millas en el mar, de norte a sur. La goleta tuvo, pues, que remontar para encontrar la costa, que se desarrolla hacia el este hasta la punta Several, en una longitud de una veintena de millas.
La Maule reanudó su marcha en las mismas condiciones de la víspera, en cuanto encontró aguas apacibles al abrigo de los altos acantilados de la costa.
¡Y qué costa tan espantosa!… Ni una caleta que fuese abordable, ni un banco de arena sobre el que fuera posible poner el pie. Aquellos inabordables macizos, rocosos y negruzcos, eran como el monstruoso parapeto que la Isla de los Estados oponía a las terribles olas procedentes de los parajes antárticos.
La goleta se deslizaba a media vela, a menos de tres millas del litoral. Kongre no conocía esta costa, temiendo, con razón, aproximarse demasiado.
Hacia las diez de la mañana, al llegar a la altura de la bahía Blossom, no pudo, sin embargo, evitar completamente el oleaje. El viento levantaba en el mar algunas olas, que la Maule, gimiendo, recibía de través.
Kongre se puso al timón y se ciñó al viento todo lo posible.
A las cuatro de la tarde, la costa mostraba todo su desenvolvimiento hasta el cabo San Juan.
Al mismo tiempo, detrás de la punta Diegos aparecía la torre del faro del Fin del Mundo, que Kongre veía por primera vez. Con el anteojo de larga vista, encontrado en el camarote del capitán Pailha, pudo distinguir uno de los torreros, que desde la galería del faro observaba el mar. Como aún que no había duda que la Maule daban lo menos tres horas de luz, entraría en el fondeadero antes de anochecer.
Poco le importaba a Kongre que la goleta fuese vista desde el faro. Esto no modificaba en nada sus provectos.
Cuando la Maule estaba a dos millas de la bahía, uno de los tripulantes que había bajado a la bodega subió diciendo que el barco hacía agua.
Efectivamente, el casco se había abierto por la parte resentida por el choque contra la roca; pero solamente en una longitud de algunas pulgadas.
En suma, aquella avería no presentaba ninguna importancia. Retirado el lastre, Vargas consiguió sin ningún trabajo cegar la vía de agua por medio de un tapón de estopa.
Esto era una prueba más que había que repararla con cuidado. En el estado en que estaba, no hubiera podido afrontar los mares del Pacífico sin correr el riesgo de una pérdida cierta.
Serían las seis cuando la Maule se encontró a la entrada de la bahía de Elgor, a milla y media de distancia.
A los pocos momentos, un haz de rayos luminosos se proyectó sobre el mar. El taro acababa de ser encendido, y el primer barco, la marcha del cual iba a alumbrar a través de aquella bahía, era una goleta chilena, caída en manos de una banda de piratas.
Eran ya las siete, y el sol declinaba detrás de los altos picos de la Isla de los Estados, cuando la Maule dejó a estribor el cabo San Juan. La bahía se abría ante ella.
Kongre y Carcante, al pasar por delante de las cavernas, pudieron cerciorarse que sus orificios de entrada no habían sido descubiertos bajo el amontonamiento de piedras y de broza que los obstruía. Encontraban, pues, el producto de sus rapiñas en el mismo estado que lo dejaran.
—Esto va bien —dijo Carcante a Kongre, cerca del cual estaba a proa.
—Y luego irá mejor —respondió Kongre.
Felipe y Moriz prepararon la chalupa para ir a bordo de la goleta.
Vázquez estaba de servicio en la cámara de cuarto.
En el momento en que echaban el ancla, Moriz y Felipe sallaban sobre el puente de la goleta.
Inmediatamente, a una señal de Kongre, el primero recibía un hachazo en la cabeza. Simultáneamente, dos balas de revólver abatían a Felipe al lado de su camarada. En un momento los dos habían caído para no levantarse.
A través de una de las ventanas de la cámara de cuarto, Vázquez había oído los disparos y visto el trágico fin de sus camaradas. Ya sabía la suerte que le esperaba si caía en poder de aquellos criminales. No había que esperar nada de estos asesinos. ¡Pobre Felipe, pobre Moriz!… Nada había podido hacer para salvarlos… Y permanecía allí en lo alto, espantado del horrible crimen tan rápidamente perpetrado.
Después del primer momento de estupor, Vázquez recobró su sangre fría y se dio rápidamente cuenta de la situación. Necesitaba a toda costa no caer en manos de estos miserables. Tal vez ignorarían su existencia, pero era de suponer que una vez terminadas las maniobras de a bordo, algunos de ellos saltarían a tierra y se les ocurriría subir al faro, tal vez con la intención de apagarlo, para hacer la bahía impracticable durante la noche.
Sin titubear, Vázquez dejó la cámara de cuarto y se precipitó por la escalera en las habitaciones del piso bajo.
No había un instante que perder. Se oía ya el ruido de la chalupa, conduciendo a tierra algunos hombres de la tripulación.
Vázquez tomó dos revólveres, que puso en el cinto; metió algunas provisiones en un saco, que se echó a la espalda; salió del faro, descendió rápidamente por el talud, y sin haber sido advertida desapareció en la oscuridad.
VII
¡Qué horrible noche iba a pasar el desgraciado Vázquez en aquella situación! Sus infortunados camaradas asesinados, arrojados después por la borda, los cadáveres de los cuales arrastraría el reflujo hacia el mar. No pensaba que, si no hubiera estado de guardia en el faro, su suerte hubiera sido la misma. Pensaba únicamente en los amigos que acababa de perder.
—¡Pobre Moriz, pobre Felipe! —decía él—; habían ido a ofrecer, con toda confianza, sus servicios a los miserables que contestaron con tiros de revólver… ¡Ya no les volvería a ver… ya no volverían a contemplar su país ni su familia!… Y la mujer de Moriz, que le esperaba dentro de dos meses, ¡qué horrible dolor cuando supiera su muerte!…
Vázquez estaba aterrado. Era una sincera afección la que experimentaba por sus dos subordinados… ¡Les trataba hacia tantos años! Por sus consejos habían sido destinados al servicio del faro, y ahora se encontraba solo… ¡solo!…
¿Pero de dónde venía aquella goleta y qué tripulación de bandidos llevaba a bordo? ¿Bajo qué pabellón navegaba y por qué aquella escala en la bahía Elgor? ¿Por qué apenas desembarcados habían apagado el faro? ¿Querrían impedir el acceso a la bahía de algún barco que les fuera persiguiendo?
Estas preguntas embargaban el espíritu de Vázquez, sin que pudiera darles contestación. No le importaba el peligro que corría. Y, sin embargo, los malhechores no tardarían en comprobar que en el faro había tres torreros… ¿Se pondrían entonces en busca del tercero? ¿Acabarían por descubrirle?
Desde el lugar donde se había refugiado, a menos de doscientos pasos de la caleta, Vázquez veía moverse las luces de a bordo y los faroles de los bandidos, que iban de un lado a otro por el faro. Hasta oía a aquella gente hablar en alta voz en su propia lengua. ¿Eran, pues, compatriotas, chilenos, peruanos, bolivianos, mexicanos?…
A las diez, aproximadamente, se extinguieron las luces y ningún ruido turbó el silencio de la noche.
Sin embargo, Vázquez no podría permanecer en aquel sitio. Cuando amaneciese seria descubierto, y ya sabia la suerte que le esperaba si no lograba ponerse fuera del alcance de aquellos criminales.
¿Hacia qué lado dirigiría sus pasos? Tal vez en el interior de la isla se encontrara más en seguridad; pero si ganaba la entrada de la bahía, tal vez pudiera recogerle algún barco que pasara cercano a la costa. Pero bien fuera en el interior o en el litoral, ¿cómo asegurar su existencia hasta el día en que llegase el relevo? Sus provisiones se agotarían bien pronto, antes de cuarenta y ocho horas. ¿Cómo renovarlas? No tenía con qué pescar, ni medio alguno para encender lumbre. Se vería, por lo tanto, precisado a vivir exclusivamente de moluscos.
Su energía acabó por sobreponerse a la situación. Era necesario adoptar un partido, y lo adoptó inmediatamente. Este fue ganar el litoral del cabo San Juan para pasar allí la noche. Cuando amaneciera, ya vería qué resolución tomar.
Vázquez dejó el lugar desde donde observaba la goleta. No se oía ni el más leve ruido. Sin duda, los malhechores se consideraban completamente seguros en la caleta y no habían establecido guardia a bordo.
Vázquez siguió la orilla norte, a lo largo del acantilado. No se oía más que el rumor de la marea descendente, y de vez en cuando el grito de algún pájaro retrasado que se refugiaba en el nido.
Eran las once cuando Vázquez se detuvo en la extremidad del cabo. Allí, sobre la playa, no encontró otro abrigo que una estrecha concavidad, donde permaneció hasta el amanecer.
Antes que el sol hubiese iluminado el horizonte, Vázquez descendió hasta la orilla y miró si alguien venía de la parte del faro.
Todo el litoral estaba desierto. No se mostraba ninguna embarcación, aunque la tripulación de la Maule tuviera dos a su disposición: el bote de la goleta y la chalupa afecta al servicio del faro.
Ningún barco aparecía en alta mar.
Vázquez pensó cuan peligrosa sería la navegación en aquellos parajes, ahora que el faro no funcionaba. Los barcos no podrían fijar su posición. En la esperanza de la luz del faro harían rumbo al oeste con toda tranquilidad, sin sospechar el riesgo de estrellarse en la terrible costa comprendida entre el cabo San Juan y la punta Several.
—Esos miserables han apagado el faro —exclamó Vázquez—; y puesto que les interesa que no alumbre, seguramente no volverán a encenderlo más.
Era, efectivamente, una circunstancia muy grave la extinción del faro, y tendiente a provocar los siniestros, de los que los malhechores podrían aprovecharse todavía durante su escala.
Vázquez, sentado en una roca, reflexionaba todo lo que habla pasado la víspera. Miraba también si la corriente arrastraba los cuerpos de sus infortunados camaradas. No, el reflujo había hecho ya su obra, y los pobres cuerpos dormían ya su eterno sueño en las profundidades del mar.
La situación se le ofrecía en toda su espantosa realidad. ¿Qué podía hacer? Nada; nada más que esperar el regreso del Santa Fe. Pero faltaban todavía dos meses largos para que el "aviso" se presentara en la entrada de la bahía. Aun admitiendo que Vázquez lograse sustraerse a las investigaciones de los criminales, ¿cómo iba a proveer a su subsistencia? Un abrigo lo encontrarla en cualquier parte, puesto que el estío duraría hasta la época del relevo. Pero si hubiese sido en pleno invierno, Vázquez no hubiera podido resistir los rigores de la temperatura, que hacía descender el termómetro a 30 y 40 grados bajo cero. Hubiérase muerto de frío antes que de hambre.
Vázquez se puso inmediatamente en busca de un refugio. Los piratas sabían ya seguramente que eran tres los torreros del faro, y no había duda que tratarían de apoderarse a toda costa del que se les había escapado, y no tardarían en buscarle por los alrededores del cabo San Juan.
Vázquez fue absolutamente dueño de sí; la desesperación no había logrado apoderarse de su bien templado carácter.
Después de algunas pesquisas logró descubrir una estrecha concavidad cerca del ángulo que el acantilado formaba en la playa del cabo San Juan. Una arena fina cubría el suelo, que estaba fuera del alcance de las más altas mareas y no recibía directamente el azote del aire. Vázquez penetró en esta cavidad, donde depositó los objetos que había podido llevar consigo y las escasas provisiones contenidas en el saco. Un arroyo, alimentado por el deshielo, le aseguraba el agua necesaria para apagar la sed.
Vázquez comió un poco para reponer sus fuerzas, y cuando se disponía a salir para observar, oyó ruido a corta distancia. —Son ellos —se dijo. Acercándose a la pared de manera que pudiera ver sin ser visto, miró en dirección a la bahía.
Un bote, tripulado por cuatro hombres, descendía hacia donde él estaba. Dos remaban en proa. Los otros dos, uno de los cuales tenía el timón, iban a popa.
Era el bote de la goleta, y no la chalupa del faro.
—¿Qué vienen a hacer? —se preguntó Vázquez. ¿Estarán buscándome? Estos miserables conocen ya la bahía y no es la primera vez que ponen el pie en la isla. No es para visitar la costa para lo que vienen hacia aquí. ¿Qué objeto se proponen, si no es apoderarse de mí?
Vázquez observó a aquellos hombres. A su juicio, el que gobernaba el bote, el de más edad de los cuatro, debía ser el jefe, el capitán de la goleta. No hubiera podido asegurar cuál era su nacionalidad; pero, a Juzgar, por su tipo, le pareció que pertenecía a la raza española del sur América.
En este momento, el bote se encontraba casi a la entrada de la bahía, a cien pasos de la anfractuosidad en que se ocultaba Vázquez, que no le perdía de vista.
El jefe hizo un signo, y los recios se detuvieron, al mismo tiempo que un diestro golpe de barra hizo abordar el bote a la costa.
Enseguida desembarcaron los cuatro hombres, y uno de ellos introdujo el rezón en la arena.
Y entonces he aquí la conversación que llegó al oído de Vázquez: —¿Es aquí? —Sí, may está la caverna; veinte pasos antes de dar la vuelta a la punta.
—Es una suerte que esta gente del faro no la haya descubierto.
—Ni ninguno de los que han trabajado durante quince meses en la construcción del faro.
—Estaban muy ocupados, para andar en pesquisas.
—Y luego que la abertura está tan disimulada, que hubiera sido muy difícil dar con ella. —Vamos —dijo el Jefe. Dos de los compañeros y él remontaron oblicuamente, a través de la playa, hasta el pie del acantilado.
Desde su escondrijo, Vázquez seguía todos sus movimientos, aguzando el oído para no perder palabra. Bajo sus pies crujía la arena de la playa; pero bien pronto cesó el ruido de los pasos y Vázquez no vio más que un hombre yendo y viniendo cerca del bote.
—De modo que hay por aquí alguna caverna —se dijo Vázquez.
Ya no tenía duda que la goleta llevaba a bordo una banda de piratas, establecidos en la Isla de los Estados antes de los trabados.
¿Era allí donde tenían ocultas sus rapiñas? ¿Irán a transportarlas a bordo de la goleta?
De pronto le asaltó el pensamiento de que hubiese allí en reserva provisiones, de las que pudiera aprovecharse. Esto fue como un rayo de esperanza. En cuanto el bote regresara a la caleta, saldría de su escondite y buscaría la entrada de la caverna, donde tal vez encontrase víveres bastantes para subsistir hasta que llegase el "aviso".
Y lo que él desearía entonces, si se aseguraba la existencia por algunas semanas, es que los miserables no pudiesen abandonar la isla.
Sí, que estuviesen allí todavía cuando regresara el Santa Fe, y que el comandante Lafayate vengara el crimen.
¿Pero se realizarían estos deseos? Bien pensado, Vázquez se decía que la goleta no debía haber hecho allí escala más que para dos o tres días, el tiempo necesario para embarcar todo lo encerrado en la caverna. Luego abandonarían la Isla de los Estados, sin volver allí Jamás.
Después de pasar una hora próximamente en el interior de la caverna, los tres hombres reaparecieron y se pasearon por la playa. Vázquez pudo continuar oyendo la conversación, que mantenían en alta voz, y de la que muy pronto había de sacar provecho.
—Vamos, esa buena gente no nos ha desvalijado durante nuestra ausencia.
—Y cuando la Maule se haga a la mar tendrá todo su cargamento.
—Y las provisiones necesarias para la travesía.
—Efectivamente; lo que es con las de la goleta no hubiéramos podido asegurar la comida y la bebida hasta las islas del Pacífico.
—Los imbéciles no han sabido descubrir en quince meses nuestro escondrijo.
—Debemos estarles agradecidos. No hubiera valido la pena de atraer los barcos hacia los arrecifes de la isla para luego perder todo el beneficio.
Al oír esta conversación, que más de una vez había provocado las risotadas de aquellos miserables, Vázquez, con el corazón lleno de cólera, estuvo tentado más de una vez & arrojarse sobre ellos, con el revólver en la mano, para meterles una bala en la cabeza; pero se contuvo. Más valía no perder una silaba de esta conversación. Ya sabía el abominable cometido que estos malhechores habían desempeñado en aquella parte de la isla, y no pudo sorprenderle que añadieran:
—Ahora que los capitanes vengan a buscar el famoso faro del Fin del mundo… ¡Ya pueden abrir bien los ojos para verlo!…
—Algunos se estrellarán navegando a ciegas por estos parajes.
—Yo espero que antes de la partida de la Maule vengan uno o dos barcos a naufragar en las rocas del cabo San Juan. Es preciso que carguemos nuestra goleta hasta la borda, ya que el diablo nos la ha enviado.
—¡Y que el diablo hace bien las cosas!… Un buen barco que nos llega al cabo San Bartolomé, sin capitán ni marineros, de los que desde luego nos hubiéramos desembarazado. ..
—Y ahora, Kongre —preguntó uno de los hombres—, ¿qué vamos a hacer?
—Volver a la Maule, Carcante —contestó el jefe de la banda.
—¿No empezamos ya a desocupar la caverna?
—Antes es necesario reparar las averías de la goleta.
—Entonces —dijo Carcante—, llevemos en el bote algunos útiles.
—Vargas encontrará aquí todo lo que le haga falta.
—Oye, Kongre —añadió Carcante—. no hay que olvidar que eran tres los torreros del faro, y que uno de ellos se nos ha escapado.
—Eso no me preocupa. Antes de dos días se habrá muerto de hambre. .. Cerraremos la entrada de la caverna.
—Es fastidioso que tengamos que reparar averías. De no ser por esto, mañana mismo hubiéramos podido zarpar… También es verdad que durante la escala pudiera muy bien suceder que algún barco fuera a estrellarse contra la costa, sin que nos tomáramos el trabajo de atraerlo. Y lo que se perdiera para él, no sería perdido para nosotros.
Kongre y sus compañeros volvieron a entrar en la caverna, saliendo poco después con útiles de carpintero, cordajes y piezas de madera. Después de tomar la precaución de interceptar la entrada, se embarcaran en el bote, que a impulsos de sus remos no tardó en desaparecer detrás de la punta. Cuando no hubo peligro que le vieran, Vázquez volvió a la playa. Ahora sabia ya todo lo que necesitaba, entre ello dos cosas importantes, la primera, que podía proporcionarse provisiones en cantidad suficiente para algunas semanas; la segunda, que la goleta tenia averías, cuya reparación exigiría quince días, más tal vez pero no el tiempo suficiente par que estuviese allí todavía cuando regresara el "aviso".
En cuanto a retrasar su salida una vez listo para hacerse a la mar no había ni que soñarlo.
Si algún barco pasaba a corta distancia del cabo San Juan, él le haría señales, y si fuera preciso, se arrojaría al agua para llegar a bordo nadando. Luego pondría al capitán al corriente de la situación, y si el barco tenía una tripulación bastante numerosa, tal vez se decidiese a apoderarse de la goleta. SÍ los malhechores huían hacia él interior de la isla, abandonarla sería imposible pana ellos, y, al regreso ¿el Santa Fe, él comandante Lafayate sabría apoderarse de aquellos bandidos y destruirlos hasta que no quedase uno.
Pero aparecería algún barco por las proximidades del cabo San Juan?… Y, caso que así sucediera, ¿vería las señales que le hiciesen desde la costa?…
Respecto a su seguridad personal, aunque Kongre sabía la existencia de un tercer torrero. Vázquez no se preocupaba, convencido que sabría sustraerse a las pesquisas.
Lo esencial era saber si podría asegurar su manutención hasta la llegada del "aviso", y se dirigió sin pérdida de tiempo a la caverna.
VIII
Kongre y sus compañeros se disponían, sin pérdida de momento, a reparar las averías de la goleta, dejándola en disposición para una larga travesía en el Pacífico, después de haber embarcado en ella, lo más pronto posible, toda la carga almacenada en la caverna.
Las reparaciones del casco de la Maule constituían una operación de bastante importancia. Pero Vargas, el carpintero, conocía bien su oficio, y no faltando útiles ni materiales, el trabajo se ejecutaría en buenas condiciones.
En primer lugar, era necesario dejar en seco la goleta; luego, echarla sobre estribor, para que las reparaciones pudieran hacerse al exterior.
La faena era algo pesada, pero tenían por delante todavía dos meses de buen tiempo.
En cuanto al relevo de los torreros, ya sabía Kongre a qué atenerse. En el libro del faro había hallado todo lo que le interesaba conocer: no debiéndose hacer el relevo más que cada tres meses, el aviso Santa Fe no llegaría a la bahía Elgor, antes de los primeros días de marzo, y aun estaban en los últimos de diciembre.
El libro indicaba también los nombres de tres torreros: Moriz, Felipe y Vázquez. Además, las camas indicaban que las habitaciones del faro habían estado ocupadas por tres personas.
Uno de los torreros había podido sustraerse a la muerte. ¿Dónde se había refugiado? Ya sabemos que a Kongre no le preocupaba este detalle. Solo, y sin recursos, el fugitivo habría sucumbido bien pronto a la miseria y al hambre.
No obstante que no escaseaba el tiempo hábil para las reparaciones de la goleta, había que contar con los retrasos posibles, y precisamente desde el principio se debió interrumpir el trabajo apenas comenzado.
La tierra estaba tan desierta como la bahía, sin que la animaran más que los gritos y el vuelo de los millares de pájaros que anidaban entre las rocas.
Hacia las once de la mañana, la chalupa atracó frente a la caverna.
Kongre y Carcante desembarcaron, dejando al cuidado de la barca a dos de sus hombres, y se dirigieron a la caverna, de la que no salieron hasta pasada media hora.
Las cosas les pareció encontrarlas en el mismo estado que ellos las dejaran. Por otra parte, había allí un montón de objetos heterogéneos, que hubiera sido muy difícil comprobar si faltaba alguno.
Kongre y su compañero sacaron dos cajas, cuidadosamente cerradas, procedentes del naufragio de un barco inglés, que encerraban una cantidad considerable en monedas de oro y piedras preciosas. Las depositaron en la chalupa, y disponíanse a partir cuando Kongre manifestó el deseo de ir hasta el cabo San Juan. Desde allí se podría observar el litoral en dirección norte y sur.
Carcante y él ganaron la cumbre del acantilado y descendieron hasta la extremidad del cabo.
Desde este sitio, la mirada extendíase, por un lado, hasta el estrecho de Lemaire, y por el otro, hasta la punta Several. —Acababa de terminarse la descarga de la Maule, cuando al día siguiente se produjo un brusco cambio atmosférico.
Durante la noche, densas masas de nubes negruzcas se acumularon en el horizonte. En tanto que la temperatura se elevaba hasta los 16 grados, el barómetro caía súbitamente, indicando tempestad. Numerosos relámpagos surcaron el cielo; el trueno estalló por todas partes; el viento se desencadenó con extraordinaria violencia; el mar, enfurecido, saltaba sobre los arrecifes para estrellarse contra el acantilado de la costa. Era una suerte que la Maule estuviese anclada en la bahía de Elgor, bien abrigada contra el viento del sudeste. Con un tiempo tan malo, un barco de mucho tonelaje, fuera velero o de vapor, hubiera corrido el riesgo de perecer estrellado contra las costas de la isla; con mayor razón un barco pequeño como la Maule.
Tal era la impetuosidad de la borrasca, que una verdadera gigantesca ola invadía toda la caleta. La marea subía hasta el alojamiento de los torreros, y los golpes de mar alcanzaban hasta el bosquecillo de hayas.
Todos los esfuerzos de Kongre y sus compañeros tendían a mantener la Maule en su fondeadero; varias veces estuvo a punto de desprenderse del ancla, amenazando estrellarse en la playa. Hubo momento en que se temió un desastre completo.
Aunque velando día y noche por la goleta, la banda se había instalado en los anexos del faro, donde no tenía nada que temer de la tormenta. Allí fueron transportadas las camas de a bordo, y hubo sitio suficiente para alojar a todos los hombres.
No habían tenido tan confortable alojamiento en todo el tiempo que llevaban en la Isla de los Estados.
En cuanto a las provisiones, no había para que preocuparse. Bastaban las que tenían los almacenes del faro, aunque hubiese sido preciso mantener doble número de bocas. Y en caso de necesidad, hubiérase podido recurrir a las reservas de la caverna. En suma, el aprovisionamiento de la goleta estaba asegurado para una larga travesía en los mares del Pacífico.
El mal tiempo duró hasta el 12 de enero.
Toda una semana perdida; pues había sido absolutamente imposible poder trabajar. Kongre creyó prudente meter una parte del lastre en la goleta, que daba vueltas como un bote.
El viento cambió durante la noche del 12 al 13 y saltó bruscamente de cuadrante.
Durante esta semana había pasado un barco a la vista de la Isla de los Estados. Como era de día, no pudo comprobar si el faro funcionaba. Navegaba con pabellón francés con dirección al estrecho de Lamaire.
Pasó a unas tres millas de la costa, y fue necesario emplear el larga vista para reconocer su nacionalidad. Si Vázquez le hizo señales desde el cabo San Juan, seguramente que no fueron advertidas a bordo, pues un capitán francés no hubiera vacilado en poner la proa a tierra para recoger un naufrago.
En la mañana del 13, el lastre de la goleta fue de nuevo desembarcado, y la visita a la cala pudo hacerse con más detenimiento que en el cabo San Bartolomé. El carpintero declaró que las averías eran más graves de lo que en un principio se supuso. Visiblemente, el barco no hubiera podido prolongar su navegación más allá de la bahía de Elgor; había necesidad, por lo tanto, de ponerlo en seco, a fin de proceder a la reparación.
El carpintero Vargas, auxiliado por sus compañeros, no dudaba en llevar a cabo su trabajo. SÍ no lo lograba, hubiera sido imposible a la Maule, incompletamente reparada, aventurarse a través del Pacífico.
La primera operación era acostar a la goleta en la playa, lo que no podía hacerse sin el auxilio de la marea. Era necesario esperar otros dos días para que llegase la gran marea de la nueva luna, que permitiría conducir la goleta bastante tierra adentro para que permaneciese en seco durante el tiempo necesario.
Kongre y Carcante aprovecharon este retraso para volver a la caverna: y esta ver lo hicieron con la chalupa del faro, más grande que el bote de la Maule. En ella conducirían una parte de los objetos cíe valor, oro y plata, procedentes del pillaje, alhajas y otras materias preciosas, que se depositarían en el almacén del faro.
La chalupa partió en la mañana del 14 de enero. El reflujo se hacía sentir intensamente.
El tiempo era bastante bueno. Los rayos del sol se filtraban entre las nubes, que una ligera brisa empujaba hacia el sur.
Antes de partir, siguiendo su cotidiana costumbre, Carcante había subido a la galería del faro para observar el horizonte. El mar estaba completamente desierto; no se descubría en toda la extensión del horizonte ningún navío, ni siquiera una de esas barcas de pescadores que se arriesgan a veces hasta las proximidades de los islotes New-Year.
Desierta estaba también la isla en toda la extensión que la vista podía abarcar.
En tanto que la chalupa descendía con la corriente, Kongre observaba atentamente las dos orillas de la bahía. ¿Dónde estaría el tercer torrero, que se había escapado de la muerte? Aunque no constituyese para él motivo de inquietud, era evidente que mejor hubiera sido desembarazarse de él.
Nadie —dijo Carcante. —Nadie —contestó Kongre.
A las tres estaban de regreso en la bahía.
Dos días después, el 16, Kongre y sus compañeros procedían a poner la Maule en condiciones de ser reparada. A las once sería la pleamar, y las disposiciones fueron tomadas en consecuencia.
Una amarra echada desde tierra permitiría remolcar la goleta, cuando el agua tuviese la altura suficiente.
En realidad, la operación no ofrecía ni dificultades ni riesgos, y era la marea la que se encargaba de verificarla.
A las tres, la Maule estaba completamente en seco, descansando sobre estribor.
Ya podían empezar el trabajo. Solamente que, como no había sido posible conducir la goleta hasta el pie del acantilado, el trabajo había de interrumpirle todos los días durante algunas horas, puesto que el barco flotaría al subir la marea. Pero, por otra parte, como a partir de aquel mismo día el mar iba perdiendo de su altura, la tarea podría proseguirse sin interrupción durante una quincena.
El carpintero Vargas se puso inmediatamente a la obra. Si no contaba con los pescadores de la bañada, al menos los otros, incluso Kongre y Carcante, le "echarían una mano", como vulgarmente se dice. La madera llevada de la caverna bastaría para la reparación, no habiendo necesidad de abatir un árbol del bosque de las hayas, ni de desbastarlo, lo que hubiera sido una obra de consideración.
Durante los quince siguientes días, Vargas y los otros trabajaron de firme.
La mayor dificultad fue levantar las piezas que habían de ser reemplazadas. Estaban muy bien ajustadas, y, decididamente, la Maule había salido de uno de los mejores astilleros de Valparaíso.
Dicho se está que durante los primeros días fue necesario suspender la tarea en el momento de pleamar. Luego, la marea fue tan débil que apenas alcanzaba los primeros declives de la playa. La quilla no estaba entonces en contacto con el agua, y podía trabajarse lo mismo en el interior que en el exterior.
Por prudencia, y sin llegar a levantar los remates de cobre, Kongre hizo que se reforzasen todas las Junturas por debajo de la línea de flotación.
Los trabajos continuaron casi sin interrupción hasta fin del mes de enero. El tiempo no cesaba de ser favorable. Hubo algunos días de violentas lluvias, que duraron muy poco.
Durante este tiempo pudieron señalarse dos barcos a la vista de la Isla de los Estados.
El primero era un vapor inglés procedente del Pacífico, que, después de haber remontado el estrecho de Lamaire, alejábase, proa al norte, probablemente con destino a un puerto de Europa. Pasó en pleno día, a la altura del cabo San Juan. Apareció después de la salida del sol y estaba fuera de la vista al anochecer; su capitán no tuvo ocasión de comprobar la extinción del faro.
El segundo barco no pudo saberse a qué nacionalidad pertenecía. Era ya de noche cuando se mostró a la altura del cabo San Juan, y Carcante, que estaba en la cámara de cuarto, pudo distinguir perfectamente su luz verde de estribor. Pero el capitán y la tripulación de este velero llevaban varios meses navegando, y debían ignorar que se hubiera concluido la construcción del faro.
Otros veleros y vapores pasaron a gran distancia, sin tener conocimiento, acaso, que existiese la Isla de los Estados.
El último día de enero, cuando las fuertes mareas de luna llena, el tiempo sufrió intensas modificaciones.
Afortunadamente, aunque las reparaciones no estaban concluidas, no había ya el temor que el agua pudiera entrar en la cala.
Durante cuarenta y ocho horas, la pleamar rodeó el casco de la Maule, que se enderezó sobre la quilla, sin acabar de desprenderse del fondo de arena.
Kongre y sus compañeros tuvieron que tomar grandes precauciones para evitar nuevas averías, que hubieran podido retardar mucho su partida. A partir del 12 de febrero, la marea empezó a perder intensidad, y la goleta se inmovilizó de nuevo sobre la arena. Entonces fue más fácil calafatear el casco en su parte alta.
Por otra parte, el embarque de la carga no había de retardar la salida de la Maule.
La chalupa se dirigía frecuentemente a la caverna con los hombres que no estaban empleados por Vargas.
A cada viaje, la chalupa llevaba objetos que debían ocupar su lugar en la cala de la goleta. Estos objetos eran depositados provisionalmente en el almacén del faro; así es que el cargamento se efectuaría con más facilidad, con más regularidad que si la Maule hubiera fondeado frente a la caverna, la entrada de la bahía, donde la operación hubiera podido ser contrariada por el mal tiempo. Sobre aquella costa, que prolongaba el cabo San Juan, no existía otro abrigo que la pequeña caleta, al pie del faro.
Unos días más, y las reparaciones estarían definitivamente acababas, y la Maule en disposición de hacerse a la mar, después de recibir a bordo el cargamento.
Efectivamente, el día 12 se daban a los trabajos los últimos toques de calafateo. Hasta se habla pintado el casco con unos tarros de pinturas encontrados en una caja procedente de un naufragio. Kongre aprovechó la ocasión para cambiar el nombre de la goleta, a la que bautizó con el de Carcante, en honor a su segundo.
Hubiérase podido proceder desde luego al cargamento si, con gran disgusto de Kongre y de sus compañeros, impacientes por abandonar la isla, no hubiera sido necesario esperar la próxima marea para poner la goleta a flote.
Esta marea se produjo el 14 de febrero. Aquel día, la quilla se desprendió de su lecho de arena y se deslizó sin esfuerzo, quedando a flote en la bahía.
No había más que ocuparse de la carga.
Salvo circunstancias imprevistas, la Carcante podría en breve plazo zarpar de la bahía de Elgor, descender hacia el estrecho de Lemaire y navegar a toda vela hacia los mares del Pacífico.
SEGUNDA PARTE
I
Desde la llegada de la goleta a la bahía de Elgor, Vázquez había vivido en el litoral del cabo de San Juan, de donde no quería alejarse. Si algún barco llegaba para hacer escala, al menos estaba allí para prevenir al capitán que la bahía estaba ocupada por una banda de malhechores; y en caso que el barco no contara con tripulación suficiente para apoderarse de ellos o arrojarlos hacia el interior de la isla, tendría el tiempo suficiente de ganar alta mar.
Pero, ¿por qué un barco, a me" «os de tener que hacerlo de arribada forzosa, iba a hacer escala en aquella bahía, apenas conocida de los navegantes?
Si se produjera esta afortunada eventualidad, las autoridades inglesas podrían tener bien pronto noticia de los acontecimientos que acababan de ocurrir en la Isla de los Estados. Entonces se enviaría un barco de guerra antes que la Maule estuviera en disposición de
zarpar, se aniquilaría a aquellas bandidos y el faro sería puesto en condiciones de reanudar el servicio.
—¿Será preciso— repetíase Vázquez— esperar el regreso del Santa Fe?... ¡Dos meses!… De aquí a entonces, la goleta estará ya lejos; y ¿dónde encontrarla en medio de las islas del Pacifico?…
El bravo Vázquez, olvidándose de si mismo, pensaba siempre en sus compañeros despiadadamente asesinados; en la impunidad que gozarían estos criminales después de abandonar la isla, y en los graves peligros que amenazaban la navegación por estos parajes después de extinguirse el faro del Fin del Mundo.
Por otra parte, desde el punto de vista material, y a condición de que no se descubriera su refugio, su manutención estaba asegurada después de su visita a la caverna de los piratas.
Allí era donde la banda Kongre había vivido durante años enteros; allí era donde habían amontonado todo el producto de su infame pillaje. Kongre y los suyos subsistieron allí primeramente con las provisiones que llevaban al desembarcar; luego, de las que se procuraron por un gran número de naufragios, algunos por ellos mismos provocados.
De estas provisiones Vázquez no tomó más que las indispensables para que Kongre y los otros no advirtiesen la sustracción, más algunos efectos, entre ellos una camisa, un impermeable, dos revólveres, con una veintena de cartuchos, y un farol. También tomó dos libras de tabaco para su pipa. Además, a juzgar por la conversación que había oído, las reparaciones de la goleta debían durar varias semanas, y podría, por lo tanto, renovar sus provisiones.
Hay que advertir que, por precaución, encontrando que la estrecha gruta que ocupaba estaba demasiado próxima a la caverna, había buscado otro refugio un poco mas alejado y más seguro.
Lo encontró a la vuelta del cabo San Juan, entre dos altas rocas, y la entrada pasaba inadvertida para el mejor observador. Cuando subía la marea, el mar llegaba hasta la base de las rocas, pero no ascendía lo suficiente para llenar esta cavidad, a la que una finísima arena servia de alfombra blanda y seca.
Hubiérase pasado por delante de esta gruta a cien veces sin sospechar su existencia, y únicamente por casualidad la había descubierto Vázquez unos días antes.
Allí fue donde transportó los diversos objetos tomados en la caverna, y de los que iba a hacer uso.
Por otra parte, no era probable que Kongre, Carcante y sus compinches fueran por aquella parte de la isla. La única vez que pasaron por allí fue el día de su segunda visita a la caverna, y Vázquez los vio desde su escondrijo, sin que los bandidos pudieran imaginarse que estaban tan cerca del tercer torrero del faro.
Inútil es advertir que nunca se aventuraba al exterior sin adoptar las más minuciosas precauciones, prefiriendo la noche, sobre todo para dirigirse a la caverna.
Antes de doblar el ángulo del acantilado, a la entrada de la bahía, asegurábase de si el bote o la chalupa estaban atracados a la orilla.
Pero ¡qué interminable se le hacia el tiempo y qué dolorosos recuerdos acudían sin cesar a su mente!… De vez en cuando le acometía un irresistible deseo de ir en busca del jefe de aquella banda de criminales, y vengar con sus propias manos el asesinato de sus infelices camaradas.
—No, no —se respondía—; tarde o temprano serán castigados como se merecen. Dios no puede permitir que escapen al castigo. ¡Pagarán con ¡a vida sus crímenes!…
Olvidaba cuan en peligro estaba la suya mientras la goleta permaneciese en la bahía Elgor, y todos sus deseos eran que la Maule no pudiera zarpar antes que llegase el Santa Fe.
¿Se cumplirían sus anhelos? Era necesario que transcurriesen tres semanas antes que el "aviso" pudiera estar a la vista de la isla.
Por otra parte, la duración de esta escala tan prolongada no dejaba de sorprender a Vázquez. ¿Serian tan importantes tas averías de la goleta, que no había bastado un mes para su completa reparación?
El libro del faro debía haber informado a Kongre acerca de la fecha del relevo, y no podía ignorar el riesgo que corría si no se hacía a la mar antes de los primeros días de marzo.
Era el 16 de febrero. Vázquez, devorado por la impaciencia y la inquietud, quiso saber a qué atenerse. Así es que en cuanto hubo anochecido ganó la entrada de la bahía y remontó la orilla norte, dirigiéndose hacia el faro.
Aunque la oscuridad fuese profunda, corría el riesgo de encontrarse con alguno de la banda que caminase por aquel lado. Se deslizó, pues, a lo largo del acantilado con grandes precauciones, mirando a través de las tinieblas, deteniéndose y escuchando si se producía algún ruido sospechoso. Vázquez tenia que andar todavía tres millas para llegar al fondo de
la bahía. Era la dirección contraria de la que había seguido al huir del faro después del asesinato de sus camaradas.
A las nueve, próximamente, detúvose a unos doscientos pasos del faro y vio brillar algunas luces a través de las ventanas. Un movimiento de cólera, un gesto de amenaza se le escaparon al pensar que aquellos bandidos estaban ocupando las habitaciones de sus victimas.
Desde el sitio en que se encontraba Vázquez no podía ver la goleta, y avanzó cien pasos más, sin parar mientes en el peligro que corría al hacerlo. Toda la banda estaba encerrada en las habitaciones del faro.
Vázquez se aproximó más todavía, deslizándose hasta la playa de la pequeña caleta.
La última marea había levantado la goleta, que flotaba mantenida por el ancla.
¡Ah! Con qué placer hubiese desfondado aquel casco para verlo sumergirse en el mar.
De modo que las averías estaban reparadas. Sin embargo, aunque la goleta flotaba, Vázquez observó que lo hacía muy por debajo de su línea de agua. Esto indicaba que no se había metido a bordo todavía ni el lastre ni la carga, y era posible que la partida se retardase algunos días.
Pero esto era lo último que había que hacer, y una vez terminado, acaso en cuarenta y ocho horas, la Maule zarparía, doblando poco después el cabo San Juan, para desaparecer para siempre en el horizonte.
Vázquez no tenía ya más que una pequeña cantidad de víveres, así es que al día siguiente se dirigiría a la caverna a fin de renovar sus provisiones.
Teniendo en cuenta que la chalupa iría a recocerlo todo para trasladarlo a la goleta, se apresuró a regresar al cabo, no sin tomar las más grandes precauciones.
Apenas fue de día, y después de convencerse que la orilla estaba desierta, Vázquez entró en la caverna.
Encontró todavía numerosos objetos de poco valor, con los cuales, sin duda, no querían embarazar la cala de la Maule. Pero cuando Vázquez fue en busca de comestibles, qué desesperación!… Todos se los habían llevado los bandidos, y el infeliz torrero sólo tenía víveres para cuarenta y ocho horas.
Vázquez no tuvo tiempo de abandonarse a sus reflexiones. En aquel momento oyó ruido de remos. La chalupa llegaba con Carcante y dos de sus compañeros.
Vázquez avanzó vivamente hacia la entrada de la caverna, y alargando el pescuezo miró al exterior. La chalupa atracaba en aquel mismo momento. No tuvo más que el tiempo necesario para volver al interior y acurrucarse en el rincón más oscuro, detrás de un montón de velas y aparejos que la goleta no habría de cargar y quedarían seguramente en la caverna.
Vázquez estaba decidido a vender cara su vida en caso de ser descubierto, y empuñó el revólver, que siempre llevaba al cinto. ¡Pero estaba solo contra tres!
Dos solamente franquearon el orificio. Carcante y el carpintera Vargas. Kongre no les había acompañado.
Carcante llevaba un farol, y seguido de Vargas iba escogiendo diferentes objetos que completarían el cargamento de la goleta. Mientras tanto hablaban, y el carpintero decía:
—Estamos a diecisiete de febrero y ya es hora de zarpar. —Zarparemos. —¿Mañana? —Yo creo que sí.—Si el tiempo lo permite. —Si, parece que está amenazador; pero despejará.
—Es que si tenemos que detenernos aquí ocho o diez días más…
—Correríamos el riesgo de encontrarnos con el relevo —le interrumpió Carcante.
—¡NÍ pensarlo! —exclamó Vargas—. No tenemos fuerza para llevarnos un barco de guerra.
—No, sería él quien nos llevase a nosotros, y probablemente colgados del extremo de mesana —repuso Carcante, añadiendo a. su respuesta un formidable Juramento. —En fin —repuso el otro—, que tengo muchas ganas de verme un centenar de millas mar adentro.
Vázquez oía esta conversación, inmóvil, conteniendo la respiración. Carcante y Vargas iban de un lado a otro con el farol en la mano, retirando los objetos y escogiendo algunos, que los colocaban aparte. A veces se aproximaban tanto al rincón donde estaba acurrucado Vázquez, que éste no hubiera tenido más que extender el brazo para aplicarles el cañón del revólver en el pecho.
Esta ocupación duró una media hora, y Carcante llamó al hombre de la chalupa. Este acudió al momento, ayudando al transporte de los bultos.
Carcante echó un último vistazo al interior de la caverna.
—¡Lástima que tengamos que dejar todo esto! —dijo Vargas.
—No hay más remedio —repuso Carcante. ¡Ah, si la goleta fuera de trescientas toneladas!… Pero, en fin, nos llevaremos todo lo mejor, y espero que hemos de hacer todavía muy buenos negocios.
La chalupa se separó de la orilla y bien pronto el viento de popa la empujó hacia la bahía.
Vázquez salió de la caverna, dirigiéndose a su refugio.
Dentro de cuarenta y ocho horas no tendría nada que comer y era inútil contar con las provisiones del faro, pues no había duda que se las llevarían aquellos bandidos. ¿Cómo se las iba a arreglar para subsistir hasta la llegada del "aviso", que, aun suponiendo no sufriera retraso, no arribaría liaste dos semanas después?
La situación era, pues, de las mas graves. La energía de Vázquez no conseguiría mejorarla, a menos que no se mantuviera de tubérculos desenterrados en el bosque de hayas, o de la pesca en la bahía. Mas para esto era preciso que la Maule hubiese dejado definitivamente la Isla de los Estados. SÍ alguna circunstancia la obligase a permanecer aún algunos días fondeada. Vázquez moriría inevitablemente de hambre en su gruta del cabo San Juan.
A medida que avanzaba el día, el cielo se tornaba amenazador. Masas de espesas nubes lívidas se acumulaban en el este. La fuerza del viento iba aumentando progresivamente. El rizado de la superficie del mar se cambió bien pronto en extensas olas, las crestas de las cuales se coronaban de espuma, y no tardarían en precipitarse con entrépito contra las rocas del cabo.
Si el tiempo continuaba así, la goleta no podría seguramente hacerse a la mar con la marca del siguiente día.
Al llegar la noche no se produjo ningún cambio favorable en el estado atmosférico. Al contrario, la situación empeoró. No se trataba de una borrasca cuya duración se hubiera podido limitar a unas cuantas horas.
El huracán estaba próximo. Lo anunciaba el color del cielo y del mar, las nubes que se amontonaban, el tumulto de las olas contrarias y el mugido del viento. Un marino como Vázquez no se podía equivocar. Seguramente la columna barométrica señalaba tempestad.
A pesar de la violencia del viento, Vázquez había salido de la gruta, recorriendo la playa y mirando atentamente al horizonte, que iba obscureciéndose gradualmente. Los últimos rayos del sol no se habían extinguido aún, cuando Vázquez advirtió una masa negra que se movía a lo lejos.
—¡Un barco! —exclamó—. ¡Un barco que parece dirigirse a la isla!
Era efectivamente un barco procedente del este, bien fuera para embocar el estrecho o para cruzar hacia el sur.
La borrasca se desataba entonces con extraordinaria violencia. Era uno de esos poderosos huracanes a los que nada resiste y que echan a pique a los más potentes navíos. Cuando no tienen "huida" —empleando una locución marina—, es decir, cuando están próximos a tierra y el viento los empuja hacia la costa, es muy raro que puedan escapar al naufragio.
—¡Y esos miserables que no encienden el faro!… —exclamó Vázquez—. Este barco, que lo busca seguramente, no lo percibirá. No sabrá que tiene la costa delante, a unas cuantas millas de distancia
solamente… El viento lo empuja hacia aquí, y acabará por estrellarse contra los arrecifes.
Un siniestro más que cargar a la cuenta de la banda Kongre. Sin duda, desde lo alto del faro los bandidos habían divisado aquel barco, que no podía mantenerse a la capa. Antes de media hora habría sido arrojado contra la costa, cuya existencia no sospechaba por faltarle la indicación del faro.
La tempestad había alcanzado toda su intensidad. La noche prometía ser terrible, y después de la noche, el siguiente día, pues no parecía posible que el huracán se calmase en veinticuatro horas.
Vázquez no pensaba en ganar su abrigo, y sus miradas no se apartaban del horizonte.
De vez en cuando veía las luces roja o verde que indicaban un barco de vela; un vapor hubiera mostrado la luz blanca. No tenía, por lo tanto, máquina que le permitiera luchar contra la tempestad.
Vázquez iba y venía por la playa, desesperado de su impotencia para impedir el naufragio. Su mano se tendía inútilmente hacia el faro apagado. En vano esperaba los destellos de la linterna, y el barco estaba destinado a perecer en las rocas del cabo San Juan.
Entonces se le ocurrió a Vázquez una idea que pudiera ser salvadora. Tenía a su disposición trozo? de madera, y si encendía con ellos una hoguera en la punta del cabo, tal
vez sirviera de indicación al barco para que se separara de la costa.
Vázquez puso manos a la obra amontonando varios pedazos de tabla. Cuando todo estuvo dispuesto trató de encenderlo.
Era ya tarde.
En medio de la oscuridad se destacó una masa enorme. Levantada por olas monstruosas, precipitóse en la costa con espantosa impetuosidad. Antes que Vázquez hubiera podido hacer un gesto, llegó como una tromba a la barrera de los arrecifes.
Produjese un espantoso estrépito y algunos gritos de angustia que bien pronto ahogaron los mugidos cíe la tempestad.
Después no se oyeron más que los silbidos del viento y el incesante bramar de las olas que se estrellaban contra la costa.
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