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Inteligencia y adaptación biológica


Partes: 1, 2

    Toda explicación psicológica termina tarde o temprano por apoyarse en la biología o en la lógica (o en la sociología, aunque ésta también termina, a su vez, en la misma alternativa). Para unos, los fenómenos mentales no se hacen inteligibles si no se los relaciona con el organismo. Este criterio se impone, efectivamente, cuando se trata de las funciones elementales (percepción, motricidad, etc.), de las que la inteligencia depende en sus primeros movimientos. Pero nunca se ha visto que la neurología explique por qué dos y dos son cuatro, ni por qué las leyes de la deducción se imponen al espíritu con necesidad. Ahí se origina la segunda tendencia, que considera irreductibles las relaciones lógicas y matemáticas, y vincula al análisis de las mismas el de las funciones intelectuales superiores. La cuestión que se plantea consiste en saber si la lógica, concebida fuera de las tentativas de explicación de la psicología experimental, puede legítimamente explicar a su vez algo de la experiencia psicológica como tal.

    La lógica formal, o logística, constituye simplemente la axiomática de los estados de equilibrio del pensamiento, y la ciencia real que corresponde a esta axiomática no es otra que la psicología misma del pensamiento. Distribuidas así las tareas, la psicología de la inteligencia debe seguir teniendo en cuenta los descubrimientos logísticos, pero éstos no llegarán nunca a dictar al psicólogo sus propias soluciones: sólo se limitarán a plantearle problemas.

    Habremos de partir, por consecuencia, de esta doble naturaleza, biológica y lógica, de la inteligencia. Los dos capítulos que siguen tienen precisamente el fin de delimitar estas cuestiones previas y buscar, sobre todo, la reducción a la mayor unidad posible -dentro del actual estado de los conocimientos- de esos dos aspectos fundamentales, aunque aparentemente irreductibles, de la vida del pensamiento.

    Situación de la inteligencia en la organización mental. Toda conducta, trátese de un acto desplegado al exterior, o interiorizado en pensamiento, se presenta como una adaptación o, mejor dicho, como una readaptación.

    El individuo no actúa sino cuando experimenta una necesidad, es decir, cuando el equilibrio se halla momentáneamente roto entre el medio y el organismo: la acción tiende a restablecer ese equilibrio, es decir, precisamente, a readaptar el organismo (Claparède). Una "conducta" constituye, pues, un caso particular de intercambio entre el mundo exterior y el sujeto; pero, contrariamente a los intercambios fisiológicos, que son de orden material y suponen una transformación interna de los cuerpos que se enfrentan, las "conductas" que estudia la psicología son de orden funcional y operan a distancia cada vez mayor en el espacio (percepción, etc.) y en el tiempo (memoria, etc.), y siguen trayectorias cada vez más complejas (rodeos, retornos, etc.).

    Así concebida en términos de intercambios funcionales, la conducta supone dos aspectos esenciales y estrechamente interdependientes: uno afectivo, otro cognoscitivo.

    Diremos, pues, simplemente, que cada conducta supone un aspecto energético y afectivo, y un aspecto estructural o cognoscitivo.

    Pero si toda conducta, sin excepción, implica así una energética o una "economía" que constituye su aspecto afectivo, los intercambios que provoca con el medio comportan igualmente una forma o una estructura determinante de los diversos circuitos que se establecen entre el sujeto y los objetos. Es en esta estructuración de la conducta donde reside su aspecto cognoscitivo. Una percepción, un aprendizaje sensomotor (hábito, etc.), un acto de comprensión, un razonamiento, etc., vienen a estructurar todos, de una manera u otra, las relaciones entre el medio y el organismo. Allí es donde presentan ciertos parentescos entre sí: parentescos que los oponen a los fenómenos afectivos. Sobre este particular, hablaremos de las funciones cognoscitivas en sentido amplio, incluyendo las adaptaciones sensomotrices.

    La vida afectiva y la vida cognoscitiva, aunque distintas, son inseparables. Lo son porque todo intercambio con el medio supone a la vez una estructuración y una valorización, sin que por eso sean menos distintas, puesto que estos dos aspectos de la conducta no pueden reducirse el uno al otro. Es así como no se podría razonar, incluso en matemáticas puras, sin experimentar ciertos sentimientos, y como, a la inversa, no existen afecciones que no se hallen acompañadas de un mínimo de comprensión o de discriminación. Un acto de inteligencia supone, pues, una regulación energética interna (interés, esfuerzo, facilidad, etc.) y una externa (valor de las soluciones buscadas y de los objetos a los que se dirige la búsqueda), pero ambas regulaciones son de naturaleza afectiva y comparables a todas las demás regulaciones del mismo orden.

    Recíprocamente, los elementos perceptivos o intelectuales que se encuentran en todas las manifestaciones emocionales afectan a la vida cognoscitiva del mismo modo que cualquier otra reacción perceptiva o inteligente.

    Lo que el sentido común llama "sentimientos" e "inteligencia", considerándolos como dos "facultades" opuestas entre sí, son simplemente las conductas relativas a las personas y las que se refieren a las ideas o a las cosas: pero en cada una de esas conductas intervienen los mismos aspectos afectivos y cognoscitivos de la acción, aspectos siempre unidos que en ninguna forma caracterizan facultades independientes.

    Más aún, la inteligencia no consiste en una categoría aislable y discontinua de procesos cognoscitivos. Hablando con propiedad, no es una estructuración entre otras: es la forma de equilibrio hacia la cual tienden todas las estructuras cuya formación debe buscarse a través de la percepción, del hábito y de los mecanismos sensomotores elementales. Hay que comprender, en efecto, que, si la inteligencia no es una facultad, esta negación implica una continuidad funcional radical entre las formas superiores del pensamiento y el conjunto de los tipos inferiores de adaptación cognoscitiva o motriz: la inteligencia no sería, pues, más que la forma de equilibrio hacia la cual tienden estos últimos.

    Ello no significa, naturalmente, que un razonamiento consista en una coordinación de estructuras perceptivas, ni que percibir equivalga a razonar inconscientemente (aún cuando ambas tesis hayan sido sostenidas), pues la continuidad funcional no excluye en forma alguna la diversidad ni tampoco la heterogeneidad de las estructuras. Cada estructura debe concebirse como una forma particular de equilibrio, más o menos estable en su campo restringido y susceptible de ser inestable en los límites de éste. Pero esas estructuras, escalonadas por sectores, deben considerarse como sucediéndose según una ley de evolución tal que cada una asegure un equilibrio más amplio y más estable a los procesos que intervenían ya en el seno de la precedente. La inteligencia no es así más que un término genérico que designa las formas superiores de organización o de equilibrio de las estructuras cognoscitivas.

    Este modo de hablar implica primero una insistencia sobre el papel capital de la inteligencia en la vida del espíritu y del mismo organismo: equilibrio estructural de la conducta, más flexible y a la vez durable que ningún otro, la inteligencia es esencialmente un sistema de operaciones vivientes y actuantes. Es la adaptación mental más avanzada, es decir, el instrumento indispensable de los intercambios entre el sujeto y el universo, cuando sus circuitos sobrepasan los contactos inmediatos y momentáneos para alcanzar las relaciones extensas y estables. Por otra parte, este mismo lenguaje nos prohibe delimitar la inteligencia en cuanto a su punto de partida: ella es un punto de llegada, y sus fuentes se confunden con las de la adaptación sensomotriz en general, así como, más allá de ella, con las de la adaptación biológica misma.

    Naturaleza adaptativa de la inteligencia. Si la inteligencia es adaptación, convendrá que ante todo quede definida esta última. Ahora bien, salvo las dificultades del lenguaje finalista, la adaptación debe caracterizarse como un equilibrio entre las acciones del organismo sobre el medio y las acciones inversas. "Asimilación" puede llamarse, en el sentido más amplio del término, a la acción del organismo sobre los objetos que lo rodean, en tanto que esta acción depende de las conductas anteriores referidas a los mismos objetos o a otros análogos. En efecto, toda relación entre un ser viviente y su medio presenta ese carácter específico de que el primero, en lugar de someterse pasivamente al segundo, lo modifica imponiéndole cierta estructura propia. Así es cómo, fisiológicamente, el organismo absorbe substancias y las transforma en función de la suya. En el terreno de la psicología sucede lo mismo, salvo que las modificaciones de que se trata no son ya de orden substancial, sino únicamente funcional, y son determinadas por la motricidad, la percepción y el juego de las acciones reales o virtuales (operaciones conceptuales, etc.). La asimilación mental es, pues, la incorporación de los objetos en los esquemas de la conducta, no siendo tales esquemas más que la rama de las acciones susceptibles de repetirse activamente.

    Recíprocamente, el medio obra sobre el organismo, pudiendo designarse esta acción inversa, de acuerdo con el lenguaje de los biólogos, con el término de "acomodación", entendiéndose que el ser viviente no sufre nunca impasiblemente la reacción de los cuerpos que lo rodean, sino que esta reacción modifica el ciclo asimilador acomodándolo a ellos. Psicológicamente, encuéntrase de nuevo el mismo proceso, en el sentido de que la presión de las cosas concluye siempre, no en una sumisión pasiva, sino en una simple modificación de la acción que se refiere a ellas. Dicho esto, puede entonces definirse la adaptación como un equilibrio entre la asimilación y la acomodación, que es como decir un equilibrio de los intercambios entre el sujeto y los objetos.

    En el caso de la adaptación orgánica, tales intercambios, cuando son de naturaleza material, suponen una interpretación entre tal o cual parte del cuerpo viviente y tal o cual sector del medio exterior. En cambio, la vida psicológica comienza, como hemos visto, con los intercambios funcionales, es decir, en el punto en que la asimilación no altera ya de modo fisicoquímico los objetos asimilados, sino que los incorpora simplemente en las formas de actividad propia (y donde la acomodación modifica sólo esta actividad).

    Compréndese entonces que, a la interpenetración directa del organismo y del medio, se superponen, con la vida mental, intercambios mediatos entre el sujeto y los objetos, los que se efectúan a distancias espacio-temporales cada vez más grandes, y según trayectos cada vez más complejos. Todo el desarrollo de la actividad mental, desde la percepción y el hábito hasta la representación y la memoria, como las operaciones superiores del razonamiento y del pensamiento formal, es así función de esta distancia gradualmente creciente de los intercambios, o sea, del equilibrio entre una asimilación de realidades cada vez más alejadas de la acción propia y de una acomodación de ésta a aquéllas.

    En este sentido la inteligencia, cuyas operaciones lógicas constituyen un equilibrio a la vez móvil y permanente entre el universo y el pensamiento, prolonga y concluye el conjunto de los procesos adaptativos. La adaptación orgánica no asegura, en efecto, más que un equilibrio inmediato, y consecuentemente limitado, entre el ser viviente y el ambiente actual, Las funciones cognoscitivas elementales, tales como la percepción, el hábito y la memoria, la prolongan en el sentido de la extensión presente (contacto perceptivo con los objetos distantes) y de las anticipaciones o reconstituciones próximas. Unicamente la inteligencia, capaz de todas las sutilezas y de todos los subterfugios por la acción y por el pensamiento, tiende al equilibrio total, con vista a asimilar el conjunto de lo real y a acomodar a él la acción que ella desease de su sujeción al hic y al nunc iniciales.

    El desarrollo del niño es un proceso temporal por excelencia. Me esforzaré en ofrecer algunos datos necesarios para la comprensión de este problema.

    En particular me referiré a dos puntos. El primero es el papel necesario del tiempo en el ciclo vital. Todo desarrollo, tanto psicológico como biológico, supone una duración, y la infancia dura tanto más cuanto superior es la especie; la infancia de un gato, la infancia de un pollo, duran menos que la infancia del hombre, porque el niño tiene mucho más que aprender. Esto es lo que intentaré demostrar ahora.

    También desearía tratar un segundo punto, que se formula así: ¿El ciclo vital expresa acaso un ritmo biológico fundamental, una ley inexorable? ¿La civilización modifica este ritmo, y en qué medida? Dicho de otra manera, ¿existe la posibilidad de acelerar o de retardar este desarrollo temporal?

    Para tratar estos dos puntos me ocuparé únicamente del desarrollo del niño, en oposición a su desarrollo escolar o a su desarrollo familiar; es decir, insistiré en especial sobre el aspecto espontáneo de este desarrollo; más aun, me limitaré sólo al desarrollo propiamente intelectual o cognoscitivo.

    Se pueden distinguir, en efecto, dos aspectos en el desarrollo intelectual del niño. Por una parte, lo que se puede llamar el aspecto psicosocial, es decir, todo lo que el niño recibe desde afuera, aprende por transmisión familiar, escolar o educativa en general y, además, existe el desarrollo que se puede llamar espontáneo, que para resumir denominaré psicológico, que es el desarrollo de la inteligencia propiamente dicha: lo que el niño aprende o piensa, aquello que no se le ha enseñado pero que debe descubrir por sí solo, y es esto esencialmente lo que toma tiempo.

    Veamos en seguida dos ejemplos: en una colección de objetos, por ejemplo, un ramo de flores donde hay seis violetas y seis flores que no son violetas, se trata de descubrir que hay más flores que violetas, que el todo supera a la parte. Esto parece tan evidente que a nadie se le ocurriría enseñárselo al niño. Y sin embargo, como veremos, harán falta muchos años para descubrir leyes de este género.

    Otro ejemplo banal es el de la transitividad. Si una varilla comparada a otra es igual a ésta y si la segunda es igual a una tercera, ¿será la primera, que yo he escondido bajo la mesa, igual a la tercera? ¿Es verdad que A = C si A = B y B = C? De nuevo, se trata aquí de una evidencia completa para nosotros; no se nos ocurriría la idea de enseñársela a un niño. Sin embargo, a éste le hará falta llegar a los siete años, como veremos, para descubrir las leyes lógicas de esta forma.

    Trataré, entonces, de estudiar el aspecto espontáneo de la inteligencia y es del único sobre el que hablaré, porque soy psicólogo y no educador y, además, porque desde el punto de vista de la acción del tiempo es, precisamente, este desarrollo espontáneo lo que constituye la condición previa evidente y necesaria del desarrollo escolar, por ejemplo.

    En nuestras escuelas de Ginebra se comienza a enseñar la noción de proporción a los alumnos solamente alrededor de los once años. ¿Por qué no antes? Es evidente que si el niño pudiera comprenderla siendo más joven los programas escolares habrían comenzado la iniciación de las proporciones a la edad de nueve ó aun de siete años; si hace falta esperar once años, es debido a que esta noción supone todo tipo de operaciones complejas. Una proporción es una relación de relaciones. Para comprender una relación de relaciones es preciso, ante todo, comprender lo que es una relación, es necesario constituir previamente toda la lógica de relaciones y hace falta luego aplicar esta lógica de relaciones a la lógica de los números. Se encuentra aquí un conjunto amplio de operaciones que son implícitas, que no se distinguen desde un primer contacto y que se encuentran escondidas detrás de esta noción de proporción. Este ejemplo muestra, entre cien otros posibles, de qué manera el desarrollo psicosocial se subordina al desarrollo espontáneo y psicológico.

    Me voy a limitar, pues, a este último y utilizaré para comenzar un ejemplo concreto. Se trata de una experiencia que hemos hecho en Ginebra hace tiempo y que es la siguiente: se presentan al niño dos bolitas de plastilina de 3 ó 4 cm. de diámetro. El niño verifica que tienen el mismo volumen, el mismo peso, que son similares en todo, y luego se pide al niño que transforme una de las bolitas en una salchicha, o bien que las aplaste como una galleta, o que la seccione en trozos pequeños. Luego se le hacen tres preguntas.

    Primera pregunta: ¿Acaso ha quedado la misma cantidad de materia? Se entiende que se empleará el lenguaje del niño; se dirá, por ejemplo, ¿ha quedado la misma cantidad de plastilina una vez que la bola se convirtió en salchicha, o bien, hay más o menos plastilina que antes?

    Cantidad de materia, conservación de la materia … es extraordinario que sólo alrededor de los ocho años de promedio este problema se resuelve en el 75 % de los niños. No es más que una media. Si ustedes realizan esta experiencia con sus propios hijos naturalmente encontrarán una edad más precoz, puesto que sus niños, evidentemente, están más avanzados que el promedio. Pero para el promedio son ocho años …

    Segunda pregunta: ¿El peso sigue siendo el mismo? Se presenta a los niños una pequeña balanza: si pongo una bolita de plastilina sobre uno de los platillos y en el otro la salchicha, suponiendo que haya salido de la bolita por un simple cambio de forma, ¿acaso el peso seguirá siendo el mismo?

    La noción de conservación del peso no se adquiere sino alrededor de los nueve o diez años; alrededor de los diez años por el 75 % de los niños, es decir, dos años después de la adquisición de la noción de sustancia.

    Tercera pregunta: ¿El volumen sigue siendo el mismo? Para el volumen, como el lenguaje es un problema difícil, se empleará un procedimiento indirecto. Se sumerge la bolita de plastilina en un vaso de agua, se hace verificar que el agua sube porque la bolita ocupa su lugar. En seguida se pregunta si la salchicha sumergida en el vaso de agua tomara el mismo lugar, es decir, si hará subir el agua la misma cantidad. Este problema se resuelve únicamente a los doce años, es decir, que hay nuevamente un desfasaje de dos años en relación a la solución del problema de la conservación del peso.

    Veamos rápidamente cuáles son los argumentos de aquellos niños que no tienen la noción de conservación de sustancia, de peso o de volumen. El argumento es siempre el mismo. El niño dirá: "antes era redonda, después se estiró la plastilina, como ha sido estirada hay más". El niño mira una de las dimensiones pero olvida la otra. Lo que llama la atención en este razonamiento es que considera la configuración de la partida y la configuración de la llegada, pero no razona sobre la transformación propiamente dicha. El niño olvida que una cosa se transformó en otra y compara la bolita testigo del comienzo con su estado final y responde: "pero no, es más larga y por lo tanto hay más".

    Luego descubrirá que es la misma sustancia, la misma cantidad de materia pero dirá: "es más largo y es sin duda más pesado", con los dos años de desfasaje que mencionara antes y con los mismos argumentos.

    Veamos cuáles son los argumentos que permiten llegar a la noción de conservación. Son siempre los mismos y suman tres.

    Primer argumento, que llamaré argumento de identidad. El niño dice: "pero no se ha sacado nada ni agregado nada, por consiguiente es lo mismo, la misma cantidad de plastilina". Y alrededor de los ocho años encuentra tan extraordinario que se le pregunte algo tan fácil que sonríe, levanta los hombros, sin pensar que había dado una respuesta contraria el año anterior. Dirá entonces: "es lo mismo porque usted no ha sacado nada ni agregado nada", pero con respecto al peso: "es más largo y por consiguiente más pesado", y vuelve al argumento precedente.

    Segundo argumento: la reversibilidad. El niño dirá: "usted ha estirado la plastilina, pero no tiene más que volverla a convertir en bolita y podrá ver que es lo mismo".

    Tercer argumento: la compensación. El niño dice: "se ha alargado, de acuerdo, hay más, pero al mismo tiempo es más delgada. La plastilina ha ganado por una parte pero ha perdido por otra y por eso se compensa y es lo mismo". Estos hechos sencillos permiten hacer inmediatamente dos verificaciones referentes al tiempo y distinguir en el tiempo dos aspectos fundamentales: la duración, por una parte, y el orden de sucesión de los eventos, por otra; la duración no es más que el intervalo entre los órdenes de sucesión.

    I) El tiempo es, ante todo, necesario como duración.

    Es necesario esperar ocho años para que se adquiera la noción de conservación de la sustancia, diez años para la noción de peso, y esto sólo para el 75 % de los sujetos. Y no todos los adultos han adquirido la noción de conservación del peso. Spencer, en su trabajo de sociología, cuenta la historia de una señora que viajaba con una valija alargada de preferencia a una valija cuadrada, ¡porque pensaba que los vestidos estirados pesaban menos que los vestidos doblados en la valija cuadrada! En cuanto al volumen nos hace falta esperar doce años, y esto no es un caso especial para Ginebra. Las experiencias que habíamos realizado ente 1937 y 1940 en Ginebra han sido retomadas en Francia, Polonia, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Irán y en Adén sobre el mar Rojo, y en todas partes se han encontrado estos mismos estadios. Pero en promedio no se ha encontrado ninguna ventaja en relación con los niños de Ginebra, que se mantienen en un rango honorable, como veremos en seguida. Es decir, se trata de una edad mínima, salvo, por supuesto, para algunos medios sociales seleccionados, por ejemplo, clases de niños bien dotados.

    ¿Se puede acelerar una evolución de este tipo por el aprendizaje? Esta pregunta fue postulada por uno de nuestros colaboradores, el psicólogo noruego Jan Smedslund, en nuestro Centro de Epistemología Genética. Se ocupó de calcular la adquisición de la noción de conservación del peso mediante un determinado aprendizaje, en el sentido americano del término, es decir, por refuerzo externo (lectura de los resultados sobre la balanza, por ejemplo. Hace falta, ante todo, comprender que esta adquisición de la noción de conservación supone toda una lógica, todo un razonamiento que se refiere a las transformaciones mismas y, por consiguiente, a la noción de reversibilidad, y esta reversibilidad es la que el mismo niño invoca cuando llega a la noción de conservación: un estado A de la bolita de plastilina es igual al estado B, el estado B es igual al estado C, entonces el estado A será igual al estado C. Hay una correlación entre estas diversas operaciones. Smedslund comenzó a verificar esta correlación y encontró que era muy significativa, en los sujetos estudiados, entre la noción de conservación por una parte y la de transitividad por otra. Se ocupó a continuación de sus experiencias de aprendizaje, es decir, mostraba al niño luego de cada respuesta el resultado en la balanza, haciéndole notar bien que el peso era el mismo. Después de 2 ó 3 veces, el niño constantemente repite: "será de nuevo el mismo peso", etcétera.

    De esta manera existiría un aprendizaje del resultado, pero lo que tiene interés es que este aprendizaje del resultado se limita a este resultado particular, es decir, que cuando Smedslund pasa del aprendizaje a la transitividad (lo que es una cosa totalmente distinta, porque la transitividad constituye una parte de la armadura lógica que lleva a este resultado) no pudo obtener un aprendizaje en lo que concierne a esta transitividad, a pesar de las repetidas verificaciones sobre la balanza, donde se ve que A = B, B = C y A = C. Una cosa es, pues, aprender un resultado y otra es formar el instrumento intelectual, es decir, una lógica necesaria para la construcción del resultado. No se forma un instrumento nuevo de razonamiento en pocos días, he aquí lo que prueba esta experiencia.

    II. La segunda constatación fundamental que vamos a obtener de este ejemplo de las bolitas de plastilina es que el tiempo es necesario también en tanto orden de sucesión. Hemos verificado que el descubrimiento de la noción de conservación de la materia precede en dos años a la de peso y que ésta precede en dos años a la de volumen. Este orden de sucesión se ha reencontrado en todas partes y no se ha invertido jamás, es decir, que no se encuentra un solo sujeto que haya descubierto la conservación del peso sin poseer previamente la noción de sustancia, mientras que se encuentra siempre lo inverso.

    ¿Por qué este orden de sucesión? Porque para que el peso se conserve hace falta, evidentemente, un sustrato. Este sustrato, esta sustancia, será la materia. Es interesante notar que el niño comienza por la sustancia, puesto que esta sustancia sin peso ni volumen no es verificable empíricamente, perceptivamente es un mero concepto, pero un concepto necesario para llegar después a la noción de conservación del peso y del volumen. El niño comienza entonces por esta forma vacía que es la sustancia, pero comienza por ella puesto que, en su defecto, no habría conservación del peso. En cuanto a la conservación del volumen, se trata de un volumen físico y no geométrico que supone la incomprensibilidad y la indeforma-bilidad del cuerpo, lo que en la lógica del niño supondrá su resistencia, su masa y, por consiguiente, su peso, puesto que el niño no distingue entre el peso y la masa.

    Este orden de sucesión muestra que para construir un nuevo instrumento lógico son necesarios siempre instrumentos lógicos preexistentes, es decir, que la construcción de una nueva noción supondrá siempre sustratos, subestructuras anteriores, y por consiguiente, regresiones indefinidas, como veremos en seguida.

    Esto nos lleva a la teoría de los estadios del desarrollo. El desarrollo se hace por escalones sucesivos, por estadios y por etapas, y distinguiré cuatro grandes etapas en este desarrollo que me ocuparé de describir brevemente.

    Primero, una etapa que precede al lenguaje y que llamaremos de inteligencia sensorio-motriz, antes de los 18 meses, aproximadamente.

    Segundo, una etapa que comienza con el lenguaje y que llega hasta los 7 u 8 años, a la que llamaremos período de la representación preoperatoria, en un sentido que definiré en seguida. Luego, entre 7 y 12 años más o menos, distinguiremos un tercer período que llamaremos el de operaciones concretas, y finalmente, después de los 12 años el de las operaciones proposicionales o formales.

    Distinguiremos entonces etapas sucesivas. Estas etapas, estos estadios, debemos notar, se caracterizan precisamente por su orden fijo de sucesión. No se trata de etapas a las que se pueda asignar una fecha cronológica constante. Por el contrario, estas edades pueden variar de una sociedad a otra, como veremos luego, pero el orden de sucesión se mantiene constante. Es siempre el mismo y esto por las razones que acabamos de entrever, es decir, que para llegar a un cierto estadio es preciso haber pasado por procesos previos, hace falta concluir las preestructuras, las subestructuras previas que permitan avanzar más lejos. Llegamos así a una jerarquía de estructuras que se construyen con un cierto orden de integración que parecen además desintegrarse, lo que es interesante, en el orden inverso en el momento de la senectud, como lo demuestran los trabajos del Dr. Ajuriaguerra y sus colaboradores en el estado actual de sus investigaciones. Pasemos a describir muy rápidamente estos estadios con el fin de demostrar por qué el tiempo es necesario, y por qué se requiere tanto tiempo para llegar a nociones tan evidentes y tan simples como las que he tomado como ejemplo.

    Comencemos por el período de la inteligencia sensorio-motriz: existe una inteligencia anterior al lenguaje pero no hay pensamiento antes del lenguaje. A este respecto distinguimos inteligencia y pensamiento: la inteligencia es la solución de un problema nuevo por el sujeto, es la coordinación de los medios para llegar a un fin que no es accesible de manera inmediata, mientras que el pensamiento es la inteligencia interiorizada que no se apoya sobre la acción directa sino sobre un simbolismo, sobre la evocación simbólica por el lenguaje, por las imágenes mentales, etc., que permiten representar lo que la inteligencia sensorio-motriz, por el contrario, va a captar directamente.

    Hay, por lo tanto, una inteligencia antes del pensamiento, anterior al lenguaje. Tomemos un ejemplo: presento a un niño un trapo, pero sin que la haya visto, bajo éste también he escondido una boina vasca. Después, le presento al niño un objeto nuevo para él, un juguete cualquiera que no conoce, que desea tomar y que luego escondo debajo del trapo. Llegado a un cierto nivel de desarrollo va a levantar el trapo para encontrar el objeto, pero aunque no vea el objeto sino sólo la boina vasca, va inmediatamente a levantar la boina para encontrar el objeto en cuestión. Esto, que parece ser nada, es un acto de inteligencia muy complejo y supone, ante todo, la permanencia del objeto. Veremos en seguida que la noción de permanencia no es innata y que exige, por el contrario, varios meses para construirse. Supone la localización del objeto, lo que no se da inmediatamente puesto que esta localización, a su vez, supone la organización del espacio. Esto supone, por su parte, relaciones particulares del tipo arriba-abajo, etc. Hay, por lo tanto, toda una construcción en este acto de inteligencia que parece tan simple, pero que un acto de inteligencia de este tipo pueda construirse antes que el lenguaje no supone necesariamente la representación o el pensamiento.

    ¿Por qué este período de inteligencia sensorio-motriz dura tanto tiempo, hasta los 18 meses? Dicho de otra manera, ¿por qué la adquisición del lenguaje es tan tardía en relación a los mecanismo invocados? Se ha querido reducir el lenguaje a un puro sistema de condicionamientos, de reflejos condicionados, pero si tal fuera el caso, existiría una adquisición del lenguaje desde el comienzo del primer mes, puesto que los primeros reflejos condicionados comienzan con el segundo mes. ¿Por qué entonces hace falta esperar 18 meses?

    Respondemos que el lenguaje es solidario del pensamiento y supone, en consecuencia, un sistema de acciones interiorizadas e incluso, tarde o temprano, un sistema de operaciones. Llamaremos operaciones a las acciones interiorizadas, es decir, ejecutadas no solamente en forma material sino interiormente, simbólicamente. Son acciones que pueden combinarse de muchas maneras, en particular que pueden invertirse, que son reversibles en el sentido que indicaré en seguida.

    Estas acciones constituyen el pensamiento; estas acciones interiorizadas, ante todo, hay que aprender a ejecutarlas materialmente y exigen al comienzo todo un sistema de acciones efectivas, de acciones materiales. Pensar es, por ejemplo, clasificar u ordenar o poner en correspondencia, reunir o disociar, etc. Es necesario que todas estas operaciones hayan sido ejecutadas materialmente como acciones para luego construirlas en pensamiento. Es por esta razón que existe un período sensorio-motriz tan prolongado antes del lenguaje y es por ello que el lenguaje es relativamente tan tardío en el desarrollo. Es preciso un largo y prolongado ejercicio de la acción pura para construir las subestructuras del pensamiento posterior.

    Además, durante este primer año se construyen, precisamente, todas las estructuras ulteriores: la noción de objeto, de espacio, de tiempo, bajo la forma de las secuencias temporales, la noción de causalidad; es decir, todas las grandes nociones que constituirán posteriormente el pensamiento y que se elaboran desde su nivel sensorio-motriz y se ponen en acción con la actividad material.

    Veamos dos ejemplos: primero, la noción del objeto permanente. Aparentemente no hay nada más simple. El filósofo Meyerson pensaba que la permanencia del objeto se daba junto con la percepción y que no hay manera de percibir un objeto sin creer a la vez que es permanente. El bebé nos corrige a este respecto: si se toma un bebé de 5 ó 6 meses después de la coordinación de la visión y de la aprehensión, es decir, cuando comienza a poder tomar los objetos que ve, y se le presenta un objeto que le interesa, por ejemplo un reloj, y se lo coloca delante de él sobre la mesa, el niño estira la mano para tomar el objeto. Pero si se recubre el objeto con una pantalla, con un trapo, por ejemplo, se verá entonces que el niño retira simplemente la mano si el objeto no es importante para él, o se disgustará si el objeto tiene un interés particular (por ejemplo, si se trata de su biberón), pero no tiene intención de levantar la pantalla y buscar el objeto debajo de ella. Y no es porque no sepa desplazar un trapo sobre un objeto, pues si se coloca el trapo sobre su cara sabrá muy bien sacárselo en seguida, sino que no sabe buscar debajo del trapo para encontrar el objeto. Todo pasa como si el objeto, una vez que desaparece del campo de la percepción, se ha reabsorbido, hubiera perdido su existencia, no hubiera encontrado todavía esta sustancialidad que, como hemos visto, necesita ocho años para alcanzar la propiedad de su conservación cuantitativa. El mundo exterior no es más que una serie de cuadros móviles que aparecen y desaparecen y donde los más interesantes pueden reaparecer si se sabe cómo hacerlo (por ejemplo, gritando con cierta continuidad si se trata de una persona que se quiere volver a ver), pero no son más que cuadros móviles sin sustancialidad, sin permanencia y, sobre todo, sin localización.

    En una segunda etapa se verá que el niño levanta la pantalla para encontrar el objeto escondido debajo de ella. Pero un control posterior demuestra que aún no está todo adquirido. Se coloca el objeto a la derecha del niño pero se lo esconde y el niño va a buscarlo; en seguida se lo vuelve a tomar y muy lentamente se lo pasa ante sus ojos y se lo coloca a su izquierda (se trata en este caso de un bebé de 9 a 10 meses); el bebé que ha visto desaparecer el objeto a su izquierda irá a buscarlo inmediatamente a su derecha, allí donde lo había encontrado una primera vez, por lo tanto se trata aquí sólo de una semipermanencia, sin localización; el niño buscará allí donde la acción de búsqueda tuvo éxito una primera vez, independientemente del desplazamiento del objeto.

    Segundo: ¿qué pasa con el espacio? Aquí, nuevamente, se ve que nada es innato en las estructuras y que todo debe ser construido poco a poco y laboriosamente. En lo que concierne al espacio todo el desarrollo sensorio-motriz es particularmente importante e interesante desde el punto de vista de la psicología de la inteligencia. Al comienzo, en efecto, el recién nacido no posee un espacio en tanto "continente" puesto que no hay objeto (incluyendo al cuerpo propio, que no es naturalmente concebido como un objeto). Existe una serie de espacios heterogéneos unos con otros, y todos se centran sobre el cuerpo propio. Existe el espacio bucal descripto por Stern: la boca es el centro del mundo por mucho tiempo y Freud dijo muchas cosas al respecto. Después está el espacio visual, pero además del espacio visual está el espacio táctil y también el espacio auditivo. Estos espacios se centran todos sobre el cuerpo propio por una parte, la acción de mirar, de seguir con los ojos, la acción de llevar a la boca, etc., pero se encuentra incoordinados entre sí, de donde se sigue una multiplicidad de espacios egocéntricos, se podría decir, no coordinados y que no incluyen al cuerpo propio como elemento de un contenido.

    Sin embargo, dieciocho meses más tarde este mismo niño tendrá la noción de un espacio general que engloba a todas estas variedades particulares de espacios, comprendiendo a todos los objetos que se han convertido en sólidos permanentes, y que incluye al cuerpo propio a título de objeto entre los demás. Los desplazamientos de los objetos se coordinan y se pueden deducir y prever con respecto a los desplazamientos personales.

    Dicho de otra manera, durante estos dieciocho meses no sería exagerado hablar de una revolución copernicana, en el sentido kantiano del término. Hay una inversión total, una descentración total con respecto al espacio egocéntrico primitivo.

    He dicho lo suficiente para mostrar que dieciocho meses son bien poco para construir todo esto y que, en realidad, este desarrollo es extraordinariamente acelerado durante el primer año. Es posiblemente el período de la niñez donde las adquisiciones son más numerosas y más rápidas.

    Paso ahora al período de la representación preoperatoria. Alrededor del año y medio o dos años se produce un evento extraordinario en el desarrollo intelectual del niño. Es cuando aparece la capacidad de representar algo por medio de otra cosa. Es lo que se llama función simbólica. La función simbólica es el lenguaje que, por otra parte, es un sistema de signos sociales por oposición a los signos individuales. Pero al mismo tiempo que este lenguaje hay otras manifestaciones de la función simbólica. Existe el juego que se convierte en juego simbólico: representar una cosa por medio de un objeto o de un gesto. Hasta aquí el juego no era más que de ejercicios motrices, en tanto que alrededor del año y medio el niño comienza a jugar con símbolos. Uno de mis hijos movía un caracol sobre una caja de cartón diciendo "Miau", puesto que un momento antes había visto un gato caminando sobre una pared. El símbolo era evidente en este caso, puesto que el niño no tenía otra palabra a su disposición. Pero lo que es nuevo es representar alguna cosa mediante otra. Una tercera forma de simbolismo podría ser la simbólica gestual, por ejemplo: en la imitación diferida. Una cuarta forma será el comienzo de la imagen mental o la imitación interiorizada.

    Existe, por lo tanto, un conjunto de simbolizantes que aparecen en este nivel y que hacen posible el pensamiento. El pensamiento es, repito, un sistema de acción interiorizada, que conduce a estas acciones particulares que llamamos operaciones: acciones reversibles y acciones que se coordinan unas con otras en sistemas de conjunto, de los que diremos algo en seguida.

    Se presenta aquí una situación que plantea de la manera más aguda el problema del tiempo. ¿Por qué las estructuras lógicas, la operaciones reversibles, que acabamos de caracterizar, y la noción de conservación, de la cual hablamos, no aparecen juntamente con el lenguaje y desde el momento en que existe la función simbólica? ¿Por qué hace falta esperar ocho años para adquirir el invariante de la sustancia y más tiempo aún para las otras nociones, en lugar de aparecer desde que existe la función simbólica, es decir, la posibilidad de pensar y no ya sólo de actuar materialmente? Por esta razón fundamental: las acciones que han permitido algunos resultados en el terreno de la efectividad material no pueden interiorizarse sin más de manera inmediata y se trata de reaprender en el plano del pensamiento lo que ya ha sido aprendido en el plano de la acción. Esta interiorización es, en realidad, una nueva estructuración y no simplemente una traducción, sino una reestructuración con un desfasaje que toma un tiempo considerable.

    Voy a dar un ejemplo: el "grupo de los desplazamientos", que en la organización sensorio-motriz del espacio constituye un resultado final fundamental. Lo que los geómetras llaman un grupo de desplazamiento significa, por ejemplo, que el niño al circular en su departamento o en su jardín apenas comienza a marchar, es capaz de coordinar sus idas y venidas, de volver al punto de partida (ésta es la reversibilidad) o de hacer desvíos para llegar a algunos puntos por caminos diferentes (ésta es la asociatividad del grupo de desplazamientos). En resumen, el niño coordinará sus desplazamientos en un sistema total que permite retornar al punto de partida.

    Partes: 1, 2
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