Los fundamentos de la libertad, de Friedrich Hayek
¿Cuál fue el camino seguido hasta alcanzar nuestra actual situación; cuál la forma de gobierno a cuyo calor creció nuestra grandeza; cuáles las costumbres nacionales de las que surgió?… Si miramos a las leyes, veremos que proporcionan a todos igual justicia en los litigios… La libertad de que disfrutamos en la esfera pública se extiende también a la vida ordinaria… Sin embargo, esas facilidades en las relaciones privadas no nos convierten en ciudadanos sin ley. La principal salvaguardia contra tal temor radica en obedecer a los magistrados y a las leyes -sobre todo, en orden a la protección de los ofendidos-, tanto si se hallan recopiladas como si pertenecen a ese código que, aun cuando no ha sido escrito, no se puede infringir sin incurrir en flagrante infamia.
Pericles(
Para que las viejas verdades mantengan su impronta en la mente humana deben reintroducirse en el lenguaje y conceptos de las nuevas generaciones. Las que en un tiempo fueron expresiones de máxima eficacia, con el uso se gastan gradualmente, de tal forma que cesan de arrastrar un significado definido. Las ideas fundamentales pueden tener el valor de siempre, pero las palabras, incluso cuando se refieren a problemas que coexisten con nosotros, ya no traen consigo la misma convicción; los argumentos no se mueven dentro de un contexto que nos sea familiar y raramente nos dan respuesta directa a los interrogantes que formulamos[1]
Esto quizá sea inevitable, porque no existe una declaración de ideas tan completa que satisfaga a todos los hombres. Tales declaraciones han de adaptarse a un determinado clima de opinión y presuponen mucho de lo que se acepta por todos los hombres de su tiempo e ilustran los principios generales con decisiones que les conciernen.
No ha transcurrido un tiempo excesivo desde que fue reinstaurado el ideal de libertad que inspiró a la moderna civilización occidental y cuya parcial realización hizo posible sus efectivos logros[2]
En realidad, durante casi un siglo los principios sobre los que la civilización fue edificada se han desmoronado entre crecientes negligencias y olvidos.
Los hombres, en vez de tratar de mejorar el conocimiento y aplicación de aquellos principios básicos, se han dado, más a menudo, a buscar órdenes sociales sustitutivos[3]
Sólo al enfrentarnos con otros sistemas diferentes descubrimos que hemos perdido el claro concepto del objetivo perseguido y que carecemos de inconmovibles principios que nos sirvan de apoyo al combatir los dogmas ideológicos de nuestros antagonistas.
En la lucha por la estructuración moral de los pueblos del mundo, la falta de creencias firmes coloca a Occidente en gran desventaja.
El estado de ánimo de los dirigentes intelectuales de Occidente se ha caracterizado largamente por la desilusión frente a sus principios, el menosprecio de sus logros y la exclusiva preocupación de crear «mundos mejores». Tal actitud no permite acariciar la esperanza de ganar prosélitos.
Para triunfar en la gran contienda ideológica de esta época, es preciso, sobre todo, que nos percatemos exactamente de cuál es nuestro credo; poner en claro dentro de nuestras propias mentes lo que queremos preservar y lo que debemos evitar. No es menos esencial, al relacionarnos con los demás países, que nuestros ideales sean fijados de manera inequívoca.
La política exterior queda prácticamente reducida, en la actualidad, a decidir cuál sea la filosofía social que deba imperar sobre cualquier otra, y nuestra propia supervivencia dependerá de la medida en que seamos capaces de aglutinar tras un ideal común a una parte del mundo lo suficientemente fuerte.
He ahí lo que hay que llevar a cabo enfrentándonos con condiciones muy desfavorables. Una gran parte de los pueblos del mundo ha imitado la civilización occidental y adoptado sus ideales en los momentos en que Occidente comenzaba a mostrarse inseguro de sí mismo y perdía la fe en las tradiciones que le dieron el ser.
En tal período, precisamente, los intelectuales occidentales dejaron, en su gran mayoría, de creer en la libertad, cuando precisamente la libertad, al dar origen a aquellas fuerzas de que depende el desarrollo de toda civilización, hizo posible un crecimiento tan rápido y tan sin precedentes.
En consecuencia, los hombres pertenecientes a países menos adelantados, en su tarea de proveer de ideas a sus propios pueblos, no asimilaron, durante el período de aprendizaje en el mundo occidental, la manera en que Occidente edificó su civilización, sino más bien los utópicos sistemas que su propio éxito engendró a manera de alternativa.
Tal situación es particularmente trágica, pues aunque las creencias sobre las que dichos discípulos de Occidente están operando faciliten una más rápida copia de sus realizaciones, también les impiden alcanzar sus propias y personales contribuciones. No todo lo que es resultado del desarrollo histórico de Occidente puede o debería trasplantarse a otras creaciones culturales.
Toda civilización que, bajo la influencia de Occidente, surja en aquellos lugares alcanzará más rápidamente forma apropiada si se le permite desarrollarse que si viene impuesta desde arriba. Si es verdad, como a veces se alega, que falta la condición necesaria para una evolución libre -es decir, el espíritu de iniciativa individual-, hay que convenir que sin tal espíritu ninguna civilización arraigará en lugar alguno del planeta. En tanto que dicho espíritu falte realmente, el primer quehacer ha de ser despertarlo; lo que, sin duda, conseguirá un régimen de libertad, pero no un sistema de compulsión.
En los países de Occidente todavía parece que se registra amplia coincidencia sobre ciertos valores fundamentales. Ahora bien, tal acuerdo ya no es explícito; y si aquellos valores han de recuperar todo su vigor, es urgente e ineludible reinstaurarlos y reivindicarlos sin reservas. No parece que exista ningún trabajo que contenga la recopilación de toda la filosofía que sirva de base y sustentación a una coherente concepción liberal, es decir, un trabajo que pudiera servir de punto de referencia a cualquier persona deseosa de entender sus ideales.
Poseemos cierto número de admirables recopilaciones históricas sobre el desarrollo de «las tradiciones políticas de Occidente»; pero, aunque dichas obras nos dicen que «el objeto de la mayoría de los pensadores de Occidente ha sido establecer una sociedad en la cual cada individuo, con un mínimo de dependencia respecto de la autoridad discrecional rectora, disfrute el privilegio y la responsabilidad de determinar su propia conducta dentro de un previo y decidido esquema de derechos y deberes»[4], no sé de ninguna que explique lo que esto significa cuando se trata de aplicarlo a problemas concretos de nuestro tiempo o, lo que es más, cuáles son las últimas justificaciones sobre las que 'tal idea descansa.
Recientemente se han hecho enérgicos esfuerzos para desvanecer la confusión que largamente ha prevalecido sobre los principios de política económica en una sociedad libre. No quiero menospreciar los resultados alcanzados.
Ahora bien, aun cuando continúo pensando que principalmente soy economista, he llegado a la conclusión, para mí cada vez más evidente, de que las respuestas a muchos de los acuciantes problemas sociales de nuestro tiempo tienen su base de sustentación en principios que caen fuera del campo de la técnica económica o de cualquier otra disciplina aislada. Aun partiendo de mi preocupación original por los problemas de la política económica, he derivado lentamente a la tarea ambiciosa y quizá presuntuosa de abordarlos restableciendo con la mayor amplitud los principios básicos de la filosofía de la libertad.
No me excuso por aventurarme así mucho más allá de la disciplina cuyos detalles técnicos domino. Si hemos de recuperar una concepción coherente de nuestros objetivos, deberían hacerse intentos similares más a menudo.
De hecho, el presente trabajo me ha enseñado que la libertad se halla amenazada en muchos campos debido a nuestra excesiva tendencia a abandonar las decisiones en manos de los expertos o a aceptar sin demasiada crítica su opinión acerca de un problema del que íntimamente sólo conocen un pequeño aspecto.
Ahora bien, como el problema relativo al siempre latente conflicto entre los economistas y otros especialistas aflorará reiteradamente en las páginas de este libro, quiero dejar desde ahora bien claro que el economista no pretende disponer de especial conocimiento que le cualifique para coordinar los esfuerzos del resto de los especialistas.
El economista tan sólo afirma que por haberse percatado, en razón de su oficio, de la disparidad de las aspiraciones humanas, le consta, con mayor certeza que a otros estudiosos, que la mente humana es incapaz de abarcar el conjunto de conocimientos que impulsan las acciones sociales y que, por tanto, precisa disponer -con independencia de los juicios de los seres humanos- de un mecanismo impersonal que coordine todos los esfuerzos individuales. Precisamente la relación que mantiene el economista en los procesos impersonales de la sociedad -a cuya investigación dedica un mayor esfuerzo intelectual que cualquier otro individuo o grupo organizado de seres humanos- le emplaza en constante oposición a las pretensiones de otros especialistas que reclaman poderes de control por estimar que no se reconoce suficiente trascendencia a su propia investigación.
En cierto aspecto esta obra es al mismo tiempo más y menos ambiciosa de lo que el lector pudiera esperar. No se ocupa básicamente de los problemas de un país específico o de los que atañen a determinado periodo histórico, sino que, al menos en su primera parte, se refiere a principios que reputa de validez universal. La concepción y el plan del libro presuponen que idénticas tendencias intelectuales -aunque bajo distintos nombres o disfraces- han minado en todo él planeta la fe en la libertad. Si en verdad se aspira a articular una eficaz oposición a dichas tendencias, habremos de aprehender exactamente la naturaleza y contenido de los elementos comunes que constituyen el sostén de todas sus manifestaciones.
También habremos de recordar que la tradición de libertad no es sustancial a un solo país y que ni siquiera en nuestros días existe nación alguna que pueda preciarse de poseer tal secreto de modo exclusivo. El objeto primordial de mi estudio no lo constituyen las instituciones ni los métodos políticos peculiares de los Estados Unidos o de Gran Bretaña, sino los principios desarrollados por dichos países y que tienen su origen en las normas que enunciaran la Grecia clásica; los italianos en los comienzo del Renacimiento y los pensadores de Holanda, y a cuyos principios aportaron también importante contribución franceses y alemanes. Tampoco aspiro a formular un detallado programa político, sino a dejar sentado el criterio que permitirá dilucidar si determinadas medidas son o no concordes con un régimen de libertad. Implicaría la negación del espíritu todo que informa esta obra, si me creyera competente para formular un amplio programa de acción política.
Tal programa, después de todo, ha de surgir de la aplicación de una común filosofía a los problemas del momento. Mi objetivo no es principalmente crítico, puesto que no cabe describir un ideal sin contrastarlo constantemente con la opinión de otros estudiosos[5]Pretendo abrir y no cerrar las puertas a futuras investigaciones, o, dicho de otra forma, impedir que tales puertas sean cerradas como invariablemente ocurre cuando el Estado se arroga el control de ciertas actividades. Insisto particularmente sobre la tarea positiva de perfeccionar nuestras instituciones, y aunque yo no puedo hacer más que indicar las direcciones deseables para su desarrollo, me preocupan menos los obstáculos a eliminar que los caminos a abrir.
Como ocurre con toda declaración de principios, mi obra trata de aspectos fundamentales de la filosofía política, aunque toque problemas más tangibles a medida que se va desarrollando. De sus tres partes, la primera intenta mostrar por qué queremos la libertad y lo que ésta trae consigo.
Ello implica cierto examen de los factores que determinan el progreso de las civilizaciones. En esta parte, la discusión es principalmente teórica y filosófica, si esta última palabra es la adecuada para describir un campo donde la teoría política, la ética y la antropología se entrelazan. Le sigue un examen de las instituciones que Occidente ha desarrollado para asegurar la libertad individual.
Entramos aquí en el ámbito del Derecho y abordamos sus problemas con sentido histórico. No vamos a proceder, sin embargo, al estudio de un desenvolvimiento con arreglo básicamente a los puntos de vista del jurisperito ni tampoco del historiador.
El desenvolvimiento de un ideal sólo parcialmente contemplado e imperfectamente realizado en la mayoría de los tiempos y sobre el que todavía es preciso proyectar torrentes de luz si ha de facilitar la solución de los problemas de nuestros días constituye en verdad la ambicionada meta.
En la tercera parte del libro se ensayará la aplicación práctica de aquellos principios a algunas de las críticas situaciones económicas y sociales de hoy. Las materias que he seleccionado corresponden a la esfera en que una falsa elección entre las distintas posibles soluciones daña más a la libertad. Su análisis ilustra deliberadamente sobre cuan a menudo la prosecución de idénticos ideales, aplicando métodos distintos, puede vigorizar o destruir la libertad.
En su mayoría son materias que, analizadas exclusivamente sobre la base de la metodología económica, proporcionan elementos insuficientes para formular una política, por lo que tan sólo pueden ser adecuadamente examinadas utilizando un esquema más amplio.
Sin embargo, las complejas decisiones que tal temática entraña no pueden ser exhaustivamente tratadas en este volumen. Sometidas a análisis y discusión, ilustran sobre el objetivo fundamental de este libro, o sea, aquel entramado de Filosofía, Derecho y Economía de la libertad que nos es indispensable.
Mi obra pretende facilitar la comprensión, no encender entusiasmos. Aun cuando al escribir acerca de la libertad la tentación a provocar estados emocionales es a menudo irresistible, me he propuesto, en la medida de lo posible, mantener la discusión con espíritu de sobriedad. Aunque no se puede negar que conceptos tales como «la dignidad humana» y «la belleza de la libertad» expresan sentimientos merecedores de encomio, no es menos cierto que son inadecuados para todo intento de persuasión racional.
Conozco los peligros de abordar fríamente y con métodos puramente intelectuales un ideal de tan honda raíz emotiva para muchos y por el que todavía más gentes lucharon bravamente sin que jamás lo sometieran a análisis lógico. Más todavía: estoy seguro de que la causa de la libertad no prevalecerá si no despierta motivaciones emocionales.
Ahora bien, aun cuando las reacciones instintivas que alimentaron siempre la lucha por la libertad son soporte indispensable, en modo alguno sirven de guía segura ni de protección bastante contra el error. Los mismos nobles sentimientos han sido movilizados en servicio de finalidades extremadamente perversas. Pero, sobre todo, la dialéctica que ha minado la libertad se basa principalmente en motivaciones lógicas, y hemos de hacerle frente con idénticas armas.
Quizá algunos lectores se sentirán turbados por la impresión de que no acepto la tesis de la libertad individual como indiscutible presupuesto ético, y que, al tratar de demostrar su valor, posiblemente hago hincapié en argumentos oportunistas. Tal actitud es equivocada. Verdad es que, si se pretende convencer a los que no participan de nuestros supuestos morales, no debemos darlos por demostrados.
Es preciso demostrar que la libertad no es meramente un valor singular, sino la fuente y condición necesaria de la mayoría de los valores morales[6]
Lo que una sociedad libre ofrece al individuo es mucho más de lo que podría conseguir si tan sólo él gozara de libertad. Por lo tanto, no cabe apreciar plenamente el valor de la libertad hasta conocer cuánto difiere una sociedad de hombres libres de otra en que prevalezca la ausencia de libertad.
Debo advertir al lector que no espere que la discusión se mantenga siempre en el plano de los ideales elevados o de los valores espirituales. La libertad, en la práctica, depende de muchas realidades prosaicas, y todos los que deseen preservarla deben probar su devoción prestando la debida atención a los problemas cotidianos de la vida pública y difundiendo aquellas soluciones que los idealistas a menudo se inclinan a considerar vulgares cuando no sórdidas. Los dirigentes intelectuales del movimiento en pro de la libertad han limitado su atención, con demasiada frecuencia, al uso de la libertad que les era más querido, esforzándose poco en abarcar aquellas otras limitaciones que directamente no les afectaban[7]
Si deseamos abordar el tema del modo más llano y frío posible, forzosamente habremos de partir de verdades harto conocidas.
El significado de algunas de las palabras indispensables se ha convertido en algo tan vago que es esencial que desde el comienzo nos pongamos de acuerdo sobre el sentido en que van a ser utilizadas.
Se ha abusado tanto de las mismas y su significado ha sido tan tergiversado, que se ha podido decir: «la palabra libertad no significa nada en tanto no se le asigne un contenido específico, y con un leve esfuerzo se le puede dar el contenido que uno desee»[8]. Así pues, hemos de comenzar por explicar de qué libertad vamos a ocuparnos.
La definición no adquirirá el necesario rigor mientras no hayamos examinado también algunos otros términos igualmente vagos, tales como «coacción», «arbitrariedad» y «ley», que son indispensables en un "estudio acerca de la libertad. Sin embargo, el análisis de dichos conceptos ha sido pospuesto hasta el comienzo de la segunda parte, a fin de que los áridos esfuerzos de aclaración de palabras no supongan obstáculos demasiado grandes antes de alcanzar las cuestiones fundamentales.
Mi pretensión de restablecer la filosofía de los hombres que viven en sociedad, filosofía que viene desarrollándose lentamente a lo largo de más de dos milenios, se ha visto fortalecida al advertir que ha sido capaz de superar, las más de las veces, la adversidad con fortaleza renovada. Uno de los periodos de decadencia de dicha filosofía ha coincidido precisamente con el transcurso de las últimas generaciones.
Si a algunos, especialmente a los que viven en Europa, se les antojase que mi obra es una especie de encuesta sobre lo racional de un sistema que ya no existe, les responderé que si nuestra civilización no ha de declinar, aquel ordenamiento debe revitalizarse. La filosofía que le sirve de base permaneció estacionaria cuando el sistema alcanzó el máximo de su influencia, de la misma forma que frecuentemente ha progresado cuando el sistema se mantenía a la defensiva.
También es verdad que durante los últimos cien años ha realizado escasos progresos, hallándose actualmente a la defensiva. Ello no obstante, los ata-es que se le han dirigido muestran cuáles son los puntos vulnerables que su forma tradicional, ofrece. .
No es necesario que uno supere en talla intelectual a los grandes pensadores del pasado para comprender mejor cuáles son las condiciones esenciales de la libertad individual. Las experiencia de la última centuria nos han aclarado misterios que ni un Madison, un Mill, un Tocqueville o un Humboldt fueron capaces de percibir.
El que haya llegado el momento de poder reavivar esta tradición dependerá no sólo de nuestro éxito en mejorarla, sino también del temple dé la actual generación. Fue abandonada en un momento en que las gentes no querían poner límite a su ambición por tratarse de un credo modesto e incluso humilde, basado en el reconocimiento de las limitaciones humanas, nacientes sus propugnadores de que, dada la capacidad del hombre, ni la sociedad mejor planificada satisfaría plenamente todos nuestros deseos.
La tradición que defendemos se halla tan alejada del perfeccionismo como de precipitación e impaciencia del apasionado reformador cuya indignación te determinados males le impide muchas veces percatarse del daño y la justicia que la realización de sus planes probablemente provocará.
Ambición, impaciencia y prisa son con frecuencia admirables en los individuos, pero perniciosas cuando guían e impulsan a quienes ejercen el poder coactivo y también cuando el logro de las mejoras depende de quienes, investidos de autoridad, llegan a presumir que el ejercicio de su misión les confiere superior sabiduría y, en su consecuencia, el derecho a imponer sus creencias a los demás.
Tengo la esperanza de que nuestra generación haya aprendido que el afán de perfección de esta clase o aquella ha provocado reiteradamente la destrucción del nivel de decencia alcanzado por nuestras sociedades[9]Con objetivos menos ambiciosos, armándonos de mayores dosis de ciencia y humildad, avanzaremos más rápidamente que a impulsos «de la "confianza, saturada de soberbia y alta presunción, en la trascendente sabiduría y clarividencia de esta época»[10]
Enviado por:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®
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