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La deformación de la representación

Enviado por ecrevari


    Capítulo 5

    1. El Clientelismo Político como fenómeno enraizado socialmente
    2. El contraclientelismo político
    3. El universo mediático y el clientelismo
    4. La falacia de las visiones "objetivas"
    5. Diferentes formas clientelares

    El Clientelismo Político como fenómeno enraizado socialmente

    En el capítulo anterior se planteaba algunas consideraciones vinculadas a ciertos desvíos que suelen producirse detrás de un incorrecto mecanismo de financiación de la actividad política. Se sugería que para garantizar transparencia, equidad y autonomía, el Estado debe oficiar de verdadero garante en materia de administración responsable para los fondos públicos y privados que se canalizan para el funcionamiento de los partidos políticos.

    No se trata de incurrir en argumentos funcionales a aquellos sectores que esgrimen de un modo exclusivo una defensa corporativa. Mucho menos de asignar desprejuiciadamente fondos a una actividad de carácter secundario. Se trata de generar condiciones competitivas igualitarias para que el juego electoral pueda desarrollarse despejado de gruesas distorsiones y que el funcionamiento democrático adquiera reales condiciones de pluralismo y libertad. Lamentablemente, las permanentes irregularidades producidas, junto a las urgencias más elementales en términos de una distribución más justa del ingreso, hacen que una cuestión de esta magnitud aparezca constantemente soslayada, planteándose de un modo irracional y frecuente que sin el costo de la política se podría vivir mejor. Y lo peor es que esa irracionalidad no proviene exclusivamente de expresiones sociales aisladas. Por el contrario, suele surgir de referentes y comunicadores sociales con gran capacidad de amplificación comunicacional.

    Es así como uno de los factores desde los cuales la esfera de lo mediático entra en colisión con los partidos políticos, se relaciona con la permanente información que desde los primeros se brinda a la sociedad civil, en referencia al funcionamiento interno de las estructuras partidarias.

    A partir de las permanentes denuncias e investigaciones periodísticas relacionadas con ciertos manejos discrecionales de lo público, los medios de comunicación adoptan una dinámica recursiva que, en última instancia, se asemeja a una profecía autocumplida: los líderes políticos utilizan al aparato estatal como una maquinaria destinada a satisfacer compromisos parapolíticos o personales y en donde la discrecionalidad frente a la administración de lo público parece ser la regla más que la excepción. El clientelismo, en forma análoga, aparece como la manifestación más frecuente y deplorable, acelerando aún más la espiral de descrédito del esquema de representación democrático. El clima subyacente presentado es la sospecha; la mayor parte de las conclusiones a las que se arriban apuntan a confirmar dicha posición.

    De esta manera, los líderes políticos, o todos aquellos que asumen como propia la actividad política, yacen de un modo permanente ante la opinión pública en el banquillo de los acusados: desde el más profundo escepticismo se alude a ellos como protagonistas activos o en potencia de los más graves niveles de corrupción institucional. Desde este punto de vista, el clientelismo político irrumpe como una consecuencia de la irresponsabilidad y los intereses egoístas de los líderes políticos, más que como una grave anomalía social.

    Toda forma directa o indirecta de prebenda se esquematiza como una relación unidireccional que vincula a líderes políticos o sociales con capacidad operativa para usufructuar diferentes bienes o recursos públicos, con una sociedad civil carente de determinadas oportunidades. Se produce así una relación de intercambio: favores por adhesiones electoralistas, inmersos en el seno de una sociedad pasiva.

    Las maquinarias electorales, juzgadas como virtuales asociaciones ilícitas, vigorizan su funcionamiento toda vez que disponen de recursos múltiples para la "compra" de votos, el chantaje social y la corruptela. Los caudillos políticos irrumpen, de este modo, como actores que articulan organizaciones políticas con alcance esencialmente regional o local. Cuentan con un séquito diseminado a lo largo y lo ancho de las administraciones gubernamentales, tutelado o administrado por "punteros" que, a cambio de un apoyo mercantilizado, resultan beneficiarios de determinados favores personales. De este manera, el caudillo se ramifica ostensiblemente para amplificar los márgenes de acción: el hospital de la zona, el registro civil, las licencias de automotor, el Juez de Faltas, la legislatura local, los planes sociales, el sindicato, la obra social y otras tantas áreas, son puntos estratégicos en donde se ubican ciertos operadores que reproducen a escala el mismo esquema organizacional del caudillo y los eventuales actos de peculado.

    Esta caracterización predominantemente mediática incurre en una excesiva simplificación. En efecto; la sociedad civil aquí adquiere un rol eminentemente pasivo, ya que son caracterizados como víctimas de un esquema perverso de dominación sin posibilidad de resolución, y sin responsabilidad alguna ante cada suceso de naturaleza clientelar.

    Como respuesta a tal descripción extremadamente esquemática y parcializada, suele surgir, por parte de muchos ciudadanos, una profunda antipatía y rechazo. La actividad política pasa a ser considerada como el recurso más vil en materia de su asociación directa con la corrupción, al tiempo que todos aquellos que se abocan a ella son, como se sostenía anteriormente, corruptos activos o en potencia.

    Pese a que tal reacción social se sustenta sobre cuestiones que efectivamente llegan a ser verdaderamente aberrantes, el diagnóstico no deja de resultar falaz. Para demostrarlo, basta con llevar al argumento a su máxima expresión: si todos aquellos que actúan en política son la causa exclusiva de los alarmantes niveles de corrupción, con sólo apartarlos o segregarlos, el tema estaría resuelto. Una variante semejante de esta lógica, irrumpe frecuentemente toda vez que se plantea una profunda y drástica reducción de los cargos de representación reñida de todo enfoque que contemple de modo maduro y responsable aspectos estructurales y de equilibrio de poder.

    Sin embargo, no es preciso incursionar profundamente en el análisis comparado sobre las diferentes formas de gobierno, como para percibir que dicha cuestión lejos se encuentra de poder ser considerada resuelta si se procediese de ese modo. Los excesos en las funciones y los actos delictivos surgirían en el breve plazo, sólo que con nuevos actores. ¿Qué mejor escenario se presenta para el análisis planteado que el comportamiento discrecional de un dictador?.

    Un país "sin política" es un país "con política", sólo que ésta es ejercida por otros, con métodos y filosofía de naturaleza paternalista, autoritaria, excluyente y estrecha. Tarde o temprano y con mayor o menor intensidad la discrecionalidad vuelve a surgir, aunque sin los frenos y contrapesos propios de un esquema liberal, republicano y democrático.

    El clientelismo y la práctica prebendaria, tarde o temprano irrumpirán nuevamente como un fenómeno de carácter cíclico. Como otro ejemplo de ello, resulta oportuno analizar ciertos fundamentos esgrimidos desde el llamado "movimiento piquetero"; alternativa de movilización social con eje en los cortes de rutas y accesos de comunicación vehicular que se ha incentivado a partir del año 2000 en la República Argentina .

    Dicho movimiento, motorizado por actores que en principio esgrimen un profundo rechazo por toda forma de intermediación en materia de representación de intereses. Durante los sucesos de conflictividad social originados en la localidad argentina de Tartagal, el movimiento piquetero manifestaba que sólo levantarían la medida de protesta social, en tanto el Poder Ejecutivo les asignara una cierta cantidad de programas de subsidio por desempleo (Plan Trabajar) viables de ser administrados de un modo exclusivo por ellos, como protagonistas directos de la exclusión y la marginación social. Ningún dirigente político debía interceder en la acción de reparto, ya que se entendía a la gestión como de naturaleza eminentemente arbitraria y preferencial.

    Si bien el Poder Ejecutivo no atendió en forma absoluta dichos reclamos de adjudicación de planes de asistencia social, puso a disposición una parte considerable de los mismos a los que se destacaban como líderes naturales con capacidad de mando en la protesta social.

    El resultado de tal decisión resultó verdaderamente emblemático: los referentes ocasionales terminaron favoreciendo con los subsidios de desempleo a familiares y amigos, con lo cual es posible apreciar como las prácticas clientelares no tardaron en volver a reproducirse. Sólo cambiaron los protagonistas de la acción de reparto, aunque la discrecionalidad y el favoritismo no tardaron en ponerse de manifiesto.

    Conclusiones análogas pueden desprenderse del análisis del comportamiento electoral de muchas jurisdicciones. Pese a que los máximos dirigentes políticos suelen resultar objeto de las más profundas críticas, en muchos casos, éstos terminan imponiéndose ampliamente en los sucesivos actos electorales, sin sospecha cierta de fraude efectivo. De este modo, intendentes, legisladores o gobernadores, se entronizan legítimamente en términos electorales en los diferentes cargos electivos a lo largo del tiempo, independientemente de la coyuntura política. ¿La perpetuidad en el poder sólo es producto de las artimañas electorales?. ¿Puede deducirse falta de madurez política por parte del electorado?. Probablemente responder de un modo categóricamente afirmativo a tales interrogantes implicaría incurrir en una simplificación excesiva de dicha problemática.

    Aunque el clima de opinión que se intenta vertebrar desde diversos medios de comunicación, parecería indicar que la vigencia del caudillismo tiene los días contados, el comportamiento electoral de la sociedad civil parecería indicar otra situación diferente. Es como que el fenómeno del liderazgo carismático lejos se halla de ser superado, con lo cual es posible arribar a conclusiones análogas en términos de la perdurabilidad de las relaciones clientelares.

    A la distancia, o desde determinados ámbitos académicos, el clientelismo político es considerado como un profundo flagelo social, que corroe progresivamente los márgenes de autonomía de la política y el pleno ejercicio de los derechos de los ciudadanos. Sin embargo, a escala reducida o específicamente en el espacio donde se producen las relaciones clientelares, probablemente ella no sea la opinión predominante; al menos en la profunda intimidad de los ocasionales beneficiarios, que frente a determinada vicisitud no dudan en recurrir a soluciones discrecionales, a pesar de que el discurso manifiesto suela afirmar lo contrario. Probablemente ello sea un indicador de la profunda brecha entre macro y micropolítica, en cuyo caso los profundos conflictos devenidos de la ineficiencia de ciertas agencias gubernamentales, pueden ser considerados como otro propulsor adicional de dicho problema social.

    Aunque en este proceso de intercambio se establece una relación social desigual entre favores por adhesión política o electoral, la cepa clientelar goza de gran fortaleza. Y tal vez ello obedezca a la cultura política vigente dentro de la cual no resulta preciso desembocar en discriminaciones por niveles socio-económicos. No sólo los más postergados económicamente son objeto y sujeto del clientelismo. Lo que puede variar es el producto del intercambio, no el proceso en sí.

    Durante mucho tiempo las relaciones clientelares constituyeron el recurso social por antonomasia, tanto desde la faena política, como para el logro de objetivos personales de los individuos. Quizás el desarrollo más desproporcionado pueda ser ubicado en la expansión colosal del sector público, propio de la decadencia del Estado de Bienestar. Desde el desarrollo de políticas básicamente asistencialistas, las relaciones de intercambio se erigieron como una práctica frecuente, sin mayores matices partidarios, tendiente a la obtención de empleo público u obtención de bienes básicos. Por dar un ejemplo, la práctica de obtener una licencia para conducir en forma discrecional se naturalizó de tal modo que en algunas jurisdicciones locales, tramitarla en términos lógicos no parece ser el mecanismo elegido por el gran conjunto de los individuos. Lo mismo puede apreciarse en la gestión de habilitaciones comerciales, documentos de identidad, licencias de habilitación de vehículos de alquiler, viviendas, líneas telefónicas, turnos hospitalarios, concesiones, etc. Aquellos que ostentan capacidades concretas para la resolución de determinados "favores", por su parte, especulan con dichos recursos con objetivos claros de acumulación política y/o beneficio económico.

    Por tal motivo, detrás de cada esquema funcional en los diferentes organismos oficiales, se establecen un conjunto de prácticas parainstitucionales que alcanzan las dimensiones de verdaderas organizaciones corruptas en las cuales ciertas expresiones gremiales no resultan excluidas, y en las que vastos sectores de la sociedad civil se encuentran inmersos, tanto por necesidad como por utilitarismo. Una vez más, y en contraposición a la clásica ley de Say, la demanda aquí es la que genera la oferta.

    En este sentido, la labor desarrollada por los medios masivos de comunicación generalmente se circunscribe a la presentación de una realidad extractada y por ende incompleta. La sociedad se conmueve ante determinados sucesos resonantes, a pesar de que en su comportamiento posterior vuelva a alimentar a los circuitos de la discrecionalidad clientelar.

    Desde el ámbito mediático se le adjudica al clientelismo y a las prácticas prebendarias la causa esencial desde donde se erige la crisis de representatividad. No obstante, muchos de los individuos que logran indignarse hasta el enfado frente a tales sucesos, acuden tarde o temprano a la solicitud prebendaria, engrosando la trama de las relaciones clientelares. Un caso elocuente de esta sutil asociación entre clientelismo político y sociedad, puede apreciarse en la participación electoral del caudillo Adhemar de Barros, líder brasileño de San Pablo durante los años ciencuenta y sesenta, y la utilización del tristemente célebre lema de campaña: "Roba pero hace".

    Consecuentemente es posible inferir que el clientelismo político constituye una sólida argamasa desde la cual se llevan a cabo profundas relaciones sociales. En estas prácticas, ser ganador o damnificado es de características circunstanciales: ¿cómo encuadrar de un modo preciso a aquel grupo familiar beneficiado parainstitucionalmente con la adjudicación de una vivienda?. La cuestión del clientelismo político se halla profundamente enraizada en la sociedad. Intentar aprehender dicho factor en una categoría conceptual, resulta así una tarea prácticamente infructuosa.

    El contraclientelismo político:

    Anteriormente se planteaba que el fenómeno del asistencialismo y la práctica del favoritismo y la discrecionalidad se constituyen como un recurso utilizado por ciertos líderes políticos, para desarrollar estrategias de aparato político, y por ende, de acumulación política y económica.

    Desde la lógica de la prebenda personal, la relación de intercambio abre las condiciones como para fijar, por parte de quien otorga, un neto vínculo de dependencia. El empleo público, por ejemplo, permite que el referente político disponga a gran escala, de la vida de quien resulta supuestamente beneficiado. Sus misiones y funciones en términos laborales pueden hallarse de este modo, relativizadas por los intereses y objetivos de quien se constituye en el otorgador de la prebenda. En tal sentido, el dador puede optar por convocar al receptor para que opere sobre ciertas actividades ajenas a sus funciones específicamente laborales, con el consiguiente perjuicio funcional del área donde éste revista laboralmente. En un esquema de máxima, dicha convocatoria puede llegar a verse fortalecida por una coerción manifiesta o latente, so riesgo de perder la fuente de ingresos o el beneficio de la prebenda.

    De este modo, estas relaciones de intercambio adquieren características netamente diferenciadas. En un proceso convencional, la relación de intercambio comienza y finaliza a partir de un bien o servicio y el precio que por él se fija para llevar a cabo el proceso de transferencia. En el caso en cuestión, el precio de intercambio deja de ser único, para transformarse en un aspecto a ser constantemente confirmado y posteriormente oblado. La supuesta lealtad que inicia a la relación clientelar, en este sentido, es reformulada constantemente aunque de un modo cada vez más unilateral, por parte del dador. Si se considera que la lealtad constituye una relación de ida y vuelta entre individuos libres, ella aquí padece una grave deformación que la asemeja mucho más a la obsecuencia o a la pura dominación.

    Desde los medios de comunicación es muy frecuente observar acciones de profundo cuestionamiento a las prácticas mencionadas. Sin embargo la cuestión se circunscribe a un proceso de tipo testimonial que no llega a afectar el plano medular de tal fenómeno. ¿Qué ocurre con el individuo que, en términos de espectador, recoge la imagen o denuncia y simultáneamente convive en el universo prebendario?. Puede que los efectos que en él se produzcan sean casi inocuos, con lo cual la esencia clientelar se mantiene vigente. Pero también puede ocurrir que dicha noticia provoque en el receptor sentimientos de indignación, frustración o incluso, rechazo visceral dirigidos al que con su capacidad de dominación subyuga al destinatario de la prebenda. Y es aquí donde surge el contraclientelismo político.

    En este caso, puede ocurrir que el receptor, imposibilitado materialmente de desligarse de dicha relación de dominación, opte por comportarse de un modo diferente, basándose principalmente en la simulación, e intentando combatir al fuego con el fuego. El contraclientelismo político se manifiesta toda vez que luego de un acto clientelar, éste genera una dinámica propia, más allá del propio proceso se intercambio. El receptor se comporta como si su apoyo fuera de características irrestrictas, a pesar de que la finalidad de su acción esté dirigida a lograr objetivos diferentes. Mientras continúa gozando del beneficio, o soportando la coerción, corroe subrepticiamente las bases mismas del dador. El caso más elocuente de ello probablemente se manifiesta en períodos electorales: se simula una incondicional adhesión o sumisión que permita la continuidad del beneficio, pero en el cuarto oscuro se sufraga de un modo opuesto al requerido por el dador. También el fenómeno se presenta de un modo inverso: se declama contra las prácticas prebendarias, y luego se sufraga conforme a una promesa concreta.

    Otro caso semejante, capaz de ser encuadrado en la figura del contraclientelismo político, se establece cuando el receptor de la prebenda apunta a emanciparse de la relación de dominación corriente, aunque que ello no implique apartarse del universo clientelar. Por el contrario, se encamina a reemplazar al dador por un sustituto que por lo general reúne condiciones más satisfactorias para la obtención de nuevas prebendas o favores. El mejor ejemplo de ello lo sintetiza aquel individuo que desempeña roles de "puntero político". En este caso, elige quién de los líderes puede llegar a ser el que "pague el mejor precio" por sus servicios o por su capacidad de traccionar votos.

    En el fondo de todas estas variantes se ubica el conjunto de la sociedad civil, la cual pese a compartir ciertas premisas esgrimidas desde ámbitos contestatarios, es parte y a la vez fortalece la ramificación de las redes clientelares en un mapa prácticamente inconmensurable.

    La crisis de representación, aquí, evidencia todas sus aristas. Ya no se trata de circunscribir a ello errores de percepción, comportamiento o mala ejecución de políticas por parte de los líderes políticos, frente a una sociedad inerme y pasiva. Por el contrario, dicha crisis es patrimonio común del seno social donde ésta se retroalimenta de un modo permanente.

    Lamentablemente no es posible arribar a conclusiones optimistas. En todo caso, sólo podrán encontrarse ciertos paliativos aptos como para acotar los márgenes de las redes clientelares, aunque lo que sí resulta seguro es que en tanto y en cuanto la exclusión y la marginalidad social sigan siendo un fenómeno relevante de la realidad, el clientelismo político gozará de buena salud.

    El universo mediático y el clientelismo:

    La tarea básica de los medios de comunicación social frente al fenómeno del clientelismo, es básicamente la de persistir en la actitud de denuncia, a pesar de que ésta sea estrictamente superficial. En bambalinas, la geografía interna del mundo empresario mediático ofrece considerables prácticas que hacen suponer que el clientelismo político actúa y se desarrolla con gran virulencia e impunidad.

    Al igual que en el ámbito futbolístico, determinados personeros no dudan en recurrir a una permanente reivindicación y tutela de ciertos "códigos", como un modo elegante de preservar ciertas prácticas corporativas sustentadas en el silencio cómplice. El clientelismo vigente aquí ofrece una pura actividad de lobby. La información, la programación y el ámbito de cobertura mediático no escapa a un neto ejercicio de manipulación destinado a la preservación y al incremento de determinados intereses económicos y políticos.

    De esta manera es posible afirmar que lo que frecuentemente se conoce como relaciones clientelares es, en definitiva, un mero recorte de una conducta social de mayor envergadura, sólo que dicho recorte probablemente obedezca a las diversas acciones de manipulación y dominación de los sectores más desposeídos. Las miserias humanas puestas de manifiesto en el clientelismo convencional, son sólo una muestra de una conducta que degrada profundamente la condición humana, más allá de la situación socioeconómica de los individuos.

    Tal vez una réplica resultante a este concepto, se centralice en el hecho de que el clientelismo político revista mayor gravedad como consecuencia de que éste lucre y manipule a partir de los recursos públicos. Pero dicho argumento sólo vuelve a parcializar la situación. Porque la evasión impositiva, la publicidad oficial, o las prerrogativas que las empresas multimedias persiguen diariamente en su incansable faena de lobby, tarde o temprano terminan imputadas en la cuenta de la sociedad civil. Y ello adquiere mayor gravedad si además se considera la responsabilidad social que las empresas mediáticas tienen desde el punto de vista de la ética que profesan y les exige estar al servicio del gran público consumidor. Dicha ética no se circunscribe de ningún modo al ámbito empresarial. Por el contrario, proliferan periodistas o comunicadores sociales que mediante el soborno favorecen o incrementan las prácticas corruptas, actuando como un eslabón más de la cadena de desinformación e impunidad. Dicho de otro modo, ¿con qué frecuencia se mencionan a las multinacionales de la comunicación y a las operaciones que comúnmente llevan a cabo desde el punto de vista de la manipulación mercantilista que luego se ve reflejada en la información diaria que brindan?. Como lo señala Serge Halimi, "la exaltación de la libertad de prensa sirve a menudo para enmascarar la tiranía silenciosa que los medios y sus propietarios querrían hacer imperar sobre la vida política y cultural".

    Frente a todo lo planteado parecería que, como el clientelismo en sus distintas variantes constituye un fenómeno que involucra el conjunto de la sociedad, no es posible imaginar ninguna solución. Sin embargo un desmesurado pesimismo también resulta impreciso. Porque para todo ilícito, la respuesta que una sociedad moderna debe ofrecer, transita inexorablemente por el camino de un Poder Judicial eficiente e independientemente comprometido con la plena vigencia del espíritu republicano y el sostenimiento de la democracia. La alternativa superadora radica, de este modo, en la profundización y vigencia del accountability horizontal definida por Guillermo O´Donnell y desarrollada en el capítulo 4.

    El fenómeno del clientelismo, por lo tanto, es una cuestión extremadamente compleja por la cual es la sociedad en su conjunto la que debe dar cuenta para su superación; a partir de un profundo y amplio reconocimiento, carente de hipocresía.

    Es posible mejorar el funcionamiento de la política a través de mecanismos dotados de mayor transparencia y control social. Pero confiar en ello no puede implicar en absoluto considerar que sólo con líderes políticos con probada honestidad es posible desterrar al clientelismo definitivamente. Si cada ciudadano no advierte que la derrota de este fenómeno es una tarea para la cual tiene mucho que ofrecer, tal vez esos líderes honestos terminen perdiendo el trámite electoral y la lucha política, en manos de quienes perciben, sin equivocarse, que la veta para el favoritismo, la corruptela y la discrecionalidad aún sigue ofreciendo mucho para explotar y ofrecer.

    En función de lo expuesto, puede sostenerse que el clientelismo político no sólo es causa de dominación. Por el contrario es también un efecto, cuyas causas residen en las características inherentes a los esquemas de creencia y dominación social, las cuales no necesariamente reconocen como origen a las diferencias sociales o económicas, sino también en términos de identidad colectiva, de relaciones sociales y de poder.

    La falacia de las visiones "objetivas"

    Frecuentemente el clientelismo político es abordado desde perspectivas que se podrían rotular –no sin un dejo de ironía- como "objetivos; es decir, son supuestamente portadoras de una "neutralidad" valorativa plena en materia de defensa implícita de privilegios de sector. Para estos enfoques, el desarrollo económico ocupa un papel central. El clientelismo político es la causa de una población económicamente activa ligada esencialmente a la órbita del empleo público, o de la prebenda estatal.

    La formulación de programas de reforma en los ámbitos locales, suelen ser diseñados a partir de una matriz conceptual que subestima el relevamiento pormenorizado de las características de los factores de producción, y de la percepción de los actores locales, con lo cual el resultado es un conjunto de propuestas estandarizadas, aplicables tanto en una localidad como en otra. De este modo, se ignoran los aspectos históricos y sociológicos que de un modo disruptivo fueron moldeando las condiciones estructurales e institucionales de dichas sociedades locales, y en las cuales el clientelismo político adquirió características definitorias específicas.

    Los hechos demuestran que dichas concepciones terminan estableciendo como objetivos resultantes, a un conjunto de acciones que se circunscriben a una puja entre sectores con características diferenciales en materia de poder, con lo cual la supuesta neutralidad valorativa deja paso a la preservación y consolidación de determinados privilegios. Dicho enfoque ha alcanzado su máxima expresión a partir del mayor protagonismo alcanzado por el discurso neoliberal, a partir del a década del ’90.

    ¿O acaso el discurso que segmenta al país entre provincias o regiones viables e inviables, no reconoce como antecedente o premisa a dicha concepción?. Esta visión profundamente segmentada, que llevada a su máxima expresión no es otra cosa que una visión dicotómica entre ricos y pobres, o entre centro y periferia, incurre además en el error de establecer una cadena de relaciones causales extremadamente lineales e insuficientes para dar cuenta del fenómeno del clientelismo. De un modo análogo, se suele circunscribir analíticamente a dicha cuestión como una mera deformación de las políticas de base asistencialista, dado que éste se produciría a partir de las diferencias de poder político inmersas en el marco de la sociedad; es decir, el clientelismo es el resultado de las políticas distributivas y paternalistas, que desde la vigencia del Estado de Bienestar, se implementaron a costa de las reglas del mercado.

    De acuerdo a esta concepción, la descentralización, que de por sí proporcionaría mayores ámbitos formales de representación y canalización de demandas, contribuiría significativamente a una reducción de las prácticas clientelares, dado que al tornar más transparentes a los ámbitos de interacción política, el control social se haría presente de un modo más institucionalizado y por ende, efectivo. El mercado local, en estas circunstancias, quedaría liberado del "intervencionismo estatal", con lo cual se estaría en condiciones de tender a relaciones económicas sujetas al libre juego de la oferta y la demanda. Plantear al problema exclusivamente de este modo, ¿no resulta un ejercicio intelectual hipócrita e inmoral?.

    Diferentes formas clientelares

    El acápite anterior debe ser entendido como un intento que permita o sea capaz de despejar toda posibilidad de aceptar categóricamente la premisa "a mayor descentralización, menor clientelismo político". Frente a ello, la alternativa provisional podría orientarse en el orden del "puede darse, pero bajo determinadas condiciones". Y por cierto, en ello mucho tienen que ver los niveles de pobreza y exclusión de cada ámbito descentralizado.

    Ahora bien; si las particularidades históricas, culturales, sociales económicas y políticas constituyen el insumo básico para suponer la mayor ingerencia de la especificidad regional frente a la cuestión del clientelismo, probablemente sea posible intentar deducir ciertos tipos ideales de clientelismo político.

    Esta pretensión intelectual podría resultar contradictoria. Si cada sociedad local es consecuencia exclusiva de un conjunto de factores particulares, ¿desde qué ángulo resultaría posible arribar a un nivel de conceptos más homogéneo y, por ende, tipificable?.

    Se intentará responder a dicho interrogante. Si la pura primacía de la diversidad fuese lo que determinara la emergencia de las diferentes realidades locales en materia de clientelismo político, evidentemente la búsqueda de una tipología resultaría una tarea infructuosa.

    Sin embargo la aporía no es total. La alternativa válida para salir de este atolladero analítico, parece provenir de un trabajo elaborado por Javier Auyero, que dota de ciertas pistas para avanzar, al menos provisionalmente, en el trabajo de construcción de la matriz conceptual. El autor entiende al clientelismo político desde la lógica de una doble vida; tanto cronológica como analítica. Y es a partir de este concepto como es posible comprender que el clientelismo se instituye como consecuencia de un proceso de articulación entre el Estado, el sistema político y la sociedad.

    Desde este punto de vista, la amalgama básica que hace posible el establecimiento de las redes clientelares, se constituye por factores esenciales como la desigualdad propia del tipo de relación, la reciprocidad en el intercambio de bienes y servicios, y la dominación implícita que en ellas se hace presente. De este modo, es posible advertir que detrás de cada relación clientelar se encuentra una diferenciación concreta en relación a la identidad de los agentes involucrados y al poder desigual que éstos cuentan.

    Esta relación desigual de poder y dominación, juntamente con el hecho de que los lazos clientelares se encuentran presentes en los esquemas racionales de los agentes involucrados, permite definir una relación entre los diferentes tipos de actores que interactúan en la sociedad, y la identidad que dichos actores poseen en términos de potencial efectivo. Para desarrollar la variable tipo de actores, se toma como referencia al esquema de actores que propone Pedro Pírez, a saber: actores sociales, económicos y políticos. Respecto a la variable identidad de los actores, se toma como referencia lo trazado por Gerardo Munck en relación a la identidad de los agentes sociales: masas, sectores intermedios y elites. Con el cruce de ambas es posible obtener una tipología en la que se puede observar el carácter general del clientelismo, en su relación con el poder político:

    TIPO DE ACTORES

    IDENTIDAD del AGENTE

     

    SOCIALES

    ECONÓMICOS

    POLÍTICOS

    MASAS

    PARROQUIALISTA

    (1)

    DE PATRONAZGO

    (2)

    DE APARATO LOCAL

    (3)

    MEDIOS

    COMUNITARIO

    (4)

    DE EXCEPCIÓN

    (5)

    DE DISTRITO

    (6)

    ELITES

    SECTORIAL

    (7)

    CORPORATIVO

    (8)

    DE CONTUBERNIO

    (9)

    1. Clientelismo parroquialista: en esta categoría se incluyen los individuos que desde la esfera de lo social son sujeto a necesidades de carácter primarias. En este ámbito, el intercambio puede darse a través de votos por prebenda directa, como alimentos, vestimenta, materiales de construcción, etc. La exclusión social y la resolución de urgencias básicas oficia aquí como un poderoso alimentador de estas relaciones clientelares. Podría resultar ilustrativo, para ampliar esta definición, utilizar el concepto formulado por Almond y Powell en referencia a los individuos parroquiales: "aquellas personas que manifiestan poca o ninguna conciencia de los sistemas políticos nacionales"
    2. Clientelismo de patronazgo: las relaciones laborales y de consumo, constituyen aquí un insumo significativo para la reproducción de escenarios clientelares, que pueden darse entre caciques sindicales y trabajadores. También aquí pueden incluirse a los diferentes mecanismos informales de promoción de empleo público y favores personales, a cambio de votos, lealtad política y propensión a participar de actos de movilización asociados a la propia dinámica de la vida sindical. En relación a las relaciones comerciales y de consumo, como referencia familiar, la lógica del fiado y la libreta del almacén de ramos generales rural puede resultar un ejemplo elocuente de este tipo de clientelismo.
    3. Clientelismo de aparato local: en esta categoría se incluyen las relaciones clientelares que tienen por objeto la construcción de dispositivos políticos de influencia territorial o de base organizativa, orientados a la administración de caudales electorales. La figura predominante en esta categoría son los punteros; individuos que a través de una intermediación entre el electorado y los líderes territoriales, adquieren protagonismo en relación al poder político y económico. La adhesión política pretende ser el resultado de una acción prebendaria directa. Volviendo a Almond y Powell, podría tomarse como referencia la definición de súbditos. "son aquellos individuos que se orientan hacia el sistema político y el impacto que productos tales como el bienestar, los beneficios, las leyes, etc., pueden tener sobre una vida, pero que, en cambio, no tienen participación en las estructuras de insumo.". En este aspecto resulta frecuente la presentación de una situación híbrida: individuos que se comportan funcionalmente en el desarrollo del clientelismo local, y simultáneamente profesan un grado de mayor autonomía y conciencia crítica respecto al escenario político nacional, probablemente como consecuencia de la acción mediática.
    4. Clientelismo comunitario: en esta categoría se incluyen a organizaciones sociales como asociaciones civiles, clubes, organizaciones no gubernamentales, organizaciones eclesiásticas, profesionales, etc., que frente a la búsqueda de determinadas prerrogativas o beneficios comunitarios, acuden ante los líderes políticos como representantes de un poder social que emana del conjunto de socios, adherentes, fieles, miembros, afiliados, subordinados, colegas, etc. Si bien los supuestos que movilizan a la acción, por parte de estos actores, suelen ser de aparente altruismo, la relación por lo general se halla mancillada por intereses sectoriales que no necesariamente se compadecen con los intereses colectivos y fundacionales, como por ejemplo determinadas decisiones que subsidien política o económicamente a una organización comunitaria determinada y los "retornos" que consecuentemente son percibidos por ciertos individuos participantes en la relación de intercambio.
    5. Clientelismo de excepción: si bien posee ciertas similitudes con la categoría anterior, en este caso la acción se produce fundamentalmente a partir de la búsqueda de un beneficio económico, a cambio de una supuesta representación de actores económicos medios, como por ejemplo instituciones educativas, religiosas, culturales comerciales, industriales, de servicios, de fomento, etc. Se intenta aquí eximirse, o bien de encuadrarse en situaciones más favorables, de obligaciones tributarias, o bien, de disposiciones formales que favorezcan la producción de determinados bienes o servicios. Un caso elocuente lo constituye las excepciones a los Códigos de Planeamiento Urbano para favorecer la edificación irregular.
    6. Clientelismo de Distrito: similar al clientelismo de aparato local, éste tiene por objeto la construcción de dispositivos electorales de más amplio alcance. Se constituyen por lo general, a partir de necesidades de ascenso político a nivel de distrito o provincial. En este caso los punteros son reemplazados por la figura del referente; dirigentes territoriales que con base en circuitos o circunscripciones electorales ofrecen apoyo político a cambio de favores dentro de las diferentes estructuras funcionales de las administraciones gubernamentales.
    7. Clientelismo Sectorial: en este caso se incluyen a los cuerpos directivos de federaciones, cámaras profesionales, sindicatos, organizaciones religiosas, ambientales, de ciertas agencias gubernamentales, etc. El objetivo, en este caso, se vincula con la posibilidad concreta de influenciar directa o indirectamente en las políticas sectoriales que los líderes políticos adoptan como programa o acción de gobierno. El intercambio se produce a partir de la promesa de brindar apoyo electoral o de cuadros técnicos, en tanto los líderes políticos respondan efectivamente con políticas funcionales para el sector en consideración. Esta modalidad posee gran relevancia en el diseño de políticas gubernamentales que, por su envergadura, se extienden más allá de las jurisdicciones local o provincial. Ciertas operaciones entre empresas de infraestructura o servicios y gobiernos, constituyen un ejemplo de ello.
    8. Clientelismo corporativo: en esta categoría se incluyen al conjunto de relaciones clientelares entre los líderes políticos y representantes de las elites de grandes corporaciones nacionales o transnacionales financieras, industriales, de servicios, de medios de comunicación masivos, eclesiásticas, agropecuarias, etc, Al igual que en el caso del clientelismo de excepción, se persigue aquí un beneficio esencialmente económico a cambio de apoyo político y económico a los líderes políticos, que indirectamente se transforman en portavoces de demandas corporativas. En esta categoría se incluyen diferentes modalidades de financiación de la actividad política, en particular los aportes para campañas electorales de órbita nacional.
    9. Clientelismo de Contubernio: la denominación de esta categoría obedece al hecho de que se ponen en juego relaciones clientelares entre diferentes elites políticas discriminadas por su carácter territorial, como el caso de la relación entre gobernadores y Poder Ejecutivo Nacional. Del mismo modo, estas relaciones pueden darse en el seno parlamentario, o bien, entre determinados líderes políticos con elites de otras fuerzas políticas. También pueden incluirse aquí las relaciones entre líderes políticos y representantes diplomáticos, servicios de inteligencia, e incluso ciertas relaciones entre gobiernos.

    Podría suponerse que a partir de la magnitud que dicha categorización adquiere, se termina confundiendo a una enorme constelación de relaciones propias del proceso político con la práctica clientelista. Pero ello no es así. Porque lo que aquí se menciona, se circunscribe a las relaciones que se establecen independientemente de las estructuras normativas que rigen los destinos del país.

    En consecuencia, el clientelismo constituye una variedad muy singular de corrupción enraizada socialmente que, si bien no necesariamente implica delito expreso, utiiliza directa o indirectamente a los recursos públicos, a la capacidad de influencia o al chantaje, para satisfacer las ambiciones políticas, económicas o sociales de un individuo, grupo o sector con la anuencia tácita o expresa de individuos, grupos o sectores en búsqueda de ciertos bienes, favores, lobby, o intermediación con el Estado.

     

     

    Por Esteban Luis Crevari