Los recientes conflictos bélicos, en sus diversas expresiones, han mostrado algo más que la presencia de nuevas estrategias y tácticas de combate. Es un hecho que durante los últimos años en Occidente, y en particular en varios países desarrollados, se han presentado una serie de amenazas y acciones que como formas de lucha y combate, escapan a las lógicas convencionales. En este sentido, se aprecia claramente el surgimiento y permanencia de modelos más próximos a los conflictos locales, entre grupos e intra-estatales, los que proyectados ahora en una dimensión global, afectan también a las naciones en vías de desarrollo y subdesarrolladas.
En su conjunto, se puede decir que es un fenómeno cuyo origen es multicausal, que se expresa en dimensiones culturales, sociales, políticas y también militares. De hecho, con frecuencia sus fundamentos han sido relacionados con la globalización o mundialización. Pero lo cierto, es que hay un componente propio del ámbito de la sicología social que, observado desde el punto de vista estratégico, denota un cambio en la conducta de gran parte de los países.
Es el surgimiento de una relación distinta, en términos de poder y amenazas, entre quienes durante el siglo XX fueron reconocidos como los principales actores internacionales, los más poderosos; y aquellos que, sin contar con un poder militar de proporciones, han alterado el escenario político estratégico por medio de acciones no convencionales, y, por sobre todo, la utilización de formas de lucha extremas y letales, sólo comparables -en alguna medida- con el recurso también extremo que representa el empleo del arma atómica.
Desde un enfoque sociológico, esta nueva relación de poder es la expresión de una realidad política y social aún más compleja que la "lucha de civilizaciones" planteada por Huntington a nivel macrosociológico y en una dimensión global. En el fondo y en los hechos, hay un componente microsociológico, intra estatal e intra comunidades, que impone nuevas demandas para la seguridad y defensa de los Estados, en términos de nuevas formas de conflicto, criterios de lucha, medios que se emplean, y tipo de acciones que llevan a cabo. Es una realidad que se acerca más a los postulados de Amy Chua, en "World in Fire"; Thomas Sowelll en "A Conflict of Visions"; en el libro "China’s New Order" de Wang Hui, y en "Multitude", de Michael Hart y Antonio Negri.
Sin embargo, desde el punto de vista militar, esta suerte de trastorno o alteración en las relaciones de poder determina un desafío mayor. Es más, puede tener consecuencias negativas y de gran riesgo, si no se asume desde el nivel político una visión cada vez más integrada de la seguridad, la defensa y la función militar, teniendo siempre presente la especificidad propia de cada una de ellas. Un esfuerzo integrador de este tipo, lejos de promover la "securitización" o militarización de parte del quehacer político y social, apunta hacia un mejor aprovechamiento de los recursos para prevenir conflictos, o, en el caso de producirse, poder responder adecuadamente a formas de enfrentamiento cuyos objetivos, fuerzas, medios y escenarios empleados, superan los ámbitos de respuesta convencionales.
Al menos a modo de hipótesis, nos parece que cualquiera sea el origen de los conflictos que estamos presenciando, y que pueden mantener su vigencia por algunas décadas, lo que en definitiva les otorga una connotación distinta, y de alcances muy complejos en términos político-estratégicos y estratégicos, es su cualidad de haber deteriorado la capacidad efectiva de la disuasión nuclear o del poder militar convencional, frente a formas de lucha extremas y de un alcance global. Son conflictos no sólo asimétricos, en cuanto fuerzas y medios, sino que, además, en la mayoría de los casos al menos uno de los grupos beligerantes opera fuera de los usos y convenciones propios del "contrato social", el que, ampliado al espectro de la comunidad internacional, había logrado algún éxito al limitar el uso de la violencia, incluso en los casos de conflicto. En efecto, este ha sido el objetivo principal del Sistema de Naciones Unidas en su totalidad.
No obstante, con ello emerge por una parte, un fenómeno nuevo que por su naturaleza y extensión exige un cambio en los criterios de análisis que primaron durante gran parte del siglo XX; baste decir que en la actualidad, en todos los continentes se desarrollan conflictos que enfrentan a fuerzas muy dispares, donde mediante la guerrilla, la rebelión o el terrorismo -más allá de la magnitud y características de los medios- distintos grupos y facciones ponen en jaque a las fuerzas convencionales, extendiendo el conflicto en términos de tiempo y trasladándolo a los escenarios urbanos que más los favorecen. Así, el enfrentamiento clásico, en campos de batalla, donde las fuerzas militares luchaban tras objetivos muy definidos, y por cierto eminentemente militares, está siendo reemplazado por luchas de desgastes en pueblos y ciudades, combinadas con acciones de proyección que afectan más a civiles que militares. Por otra parte, se observa un incremento significativo en la participación civil en los frentes de combate, ya sea en la forma de empresas que brindan apoyo logístico a las operaciones militares, o bien como milicias que operan directamente en estos frentes, y también, otras que ejecutan acciones que buscan quebrar la voluntad de lucha y el apoyo de la población civil de los países. En suma, conflictos que cuando se desatan tienden a ampliarse, a retroalimentarse, y a persistir, y, lo que es más grave, a confundir formas de guerras internacional con conflictos civiles internos, todo lo cual dificulta su solución, a no ser que se enfrente en sus más amplias dimensiones, siendo la militar, sólo una de ellas.
Curiosamente, esta nueva realidad coincide más con el racionamiento que en el siglo IV AC hacía Eneas el Táctico, en su "Poliarcética", que con las "Guerras del futuro" de Alvin y Heidi Toffler. Eso no significa que se trate de una guerra total, ni menos de un enfrentamiento que se pueda explicar mediante la lógica de buenos y malos. Tampoco implica asumir que la disuasión nuclear entre Estados y la lucha convencional ha quedado totalmente desplazada. Lo nuevo y distinto es la expansión y uso frecuente de un nuevo modo estratégico altamente destructivo, y de gran impacto comunicacional, que altera la correlación de fuerzas en términos de poder, y que impone transformaciones y respuestas bastante más complejas que las utilizadas a partir de la concepción "clauseviana" que afirma que la guerra es la continuación de la política por otros medios.
Desde esta perspectiva, y por sobre una visión pesimista frente al futuro, la presente ponencia intenta analizar brevemente algunas facetas de lo que podríamos denominar la nueva situación político estratégica que enfrenta gran parte de Occidente, y a partir de algunos enunciados preliminares de carácter global, se trata de indagar sobre las repercusiones y apremios que son necesarios de enfrentar, en particular por los países en vías de desarrollo. Es importante señalar que se asume, también a modo de hipótesis, que son estos países los que en las próximas décadas podrían verse más directamente afectados por estos tipos de conflictos, entre estados y grupos armados. Esto último, por cuanto la diferencia o "gap" que se está produciendo en materias de seguridad y de defensa con los países desarrollados -que ya han asumido los cambios- es de grandes proporciones. Además, por cuanto en un escenario globalizado de tensión y conflicto, donde la información, la prevención y el control de los países desarrollados es más efectivo, el ámbito de enfrentamiento o de las acciones, bien puede desplazarse a territorios donde sea más fácil operar -en los que por lo demás existen graves problemas sociales-, para desde allí poder ejercer presión y coacción sobre la comunidad internacional, en el intento de alcanzar los objetivos que persiguen las "nuevas fuerzas" o nuevas amenazas, como también se las ha llamado.
El quiebre de los patrones de racionalidad
Cuando a fines de los ochenta cae el muro de Berlín, pocos repararon que junto con el condicionamiento del "gran poder soviético" en el marco de la Guerra Fría, lo que se estaba asentando era la posibilidad de que las minorías -en términos de poder- se pudiesen rebelar, alcanzando una victoria de grandes proporciones políticas. Era el surgimiento de una forma posmoderna de "rebelión de las masas", la que también se evidenció más tarde -aunque en este caso de manera distinta- en la desintegración de la Unión Soviética. Allí, ni los argumentos, ni las armas de Moscú, pudieron detener la fuerza de las distintas comunidades. Y más importante aún, poco a poco la lógica de la disuasión, que hasta entonces primaba, comienza a perder su eficacia, puesto que ni el poder atómico, ni el debilitado poder militar, tenían posibilidades de un éxito sustentable en el tiempo frente a esta nueva o renovada forma de acción.
Pero este fenómeno no era propio, ni se restringía al escenario de la Europa Central. En Centroamérica, en esos mismos años, por primera vez los grupos revolucionarios hicieron caer a los gobiernos. En Nicaragua se tomaron el poder, y en El Salvador, el ejército y la subversión se enfrentaron a la par. No obstante, el análisis de estos acontecimientos, que ya adquirían una dimensión global, en muchos casos se orientó hacia lo que ocurría detrás de la cortina de hierro. Y su interpretación, más allá de sus distintas manifestaciones en diferentes áreas del mundo, quedó prácticamente limitada a factores políticos y económicos, como eran la expansión de la democracia que, potenciada por la globalización y el libre mercado, estaba ganando espacio y se asentaba en la conciencia de las mayorías. En cierto modo, fue la consolidación de una línea argumental que había tomado forma antes, a partir de los cambios ocurridos en Polonia, cuando el optimismo se mezclaba con el impacto causado por la fuerza y efectos de la globalización.
Mientras tanto, lo que en la práctica fue quedando de lado, o fuera de las consideraciones más frecuentes, era la presencia de un hecho real y concreto, aunque poco visible y llamativo, que al menos en el mediano plazo tendría un efecto que podría limitar las aspiraciones de paz y democracia que se cifraban en esos momentos. Y es que el proceso de cambios venía acompañado de una reacción de las mayorías; de las que siempre fueron minorías en términos de poder. Éstas, por primera vez, y fuera de la lógica revolucionaria de Marx, toman conciencia de que las formas de disuasión de las mismas potencias habían perdido en gran parte su efectividad frente a las formas más elementales de conflicto. Por tanto, la posibilidad de acceder al poder o de imponer sus demandas comienza a ser factible, ya sea bajo la presión de la violencia extrema, o llevando el combate a escenarios donde la fuerza de la disuasión no es posible de aplicar. A consecuencia de ello, en términos políticos y militares, las relaciones de poder entre los estados, y entre estados y grupos armados, se han visto alteradas produciendo -por lo menos transitoriamente- un notable incremento en el nivel de riesgo de enfrentamiento, entre grupos, comunidades, y entre Estados.
Esta situación en un marco donde no se puede eludir que están comprometidos factores políticos, sociales, culturales, y económicos, que si bien no justifican, al menos explican el surgimiento de tendencias y modos de acción extremos, se hace más confusa y difícil de enfrentar, tanto por los intereses en juego entre los países más desarrollados, cuanto por la influencia de la creciente universalización de los derechos humanos y el reconocimiento pleno del individuo como sujeto de derecho internacional. Así, frente al terrorismo, por ejemplo, se evidencia una falta de un consenso en la comunidad internacional e incluso al interior de los mismos Estados, respecto a la forma de afrontarlo. Otro caso son los enfrentamientos en Medio Oriente y en Israel, donde tampoco hay acuerdo sobre la legitimidad de los fines de las partes en conflicto. En medio de todo esto, para las fuerzas policiales, y también para la fuerza militar, el panorama se hace muy confuso y los límites de su accionar, tanto en la prevención como en la resolución de los conflictos, son difíciles de precisar. De alguna forma el poder coactivo de los Estados se debilita, y es cada vez más difícil actuar siguiendo las tácticas y técnicas convencionales. La respuesta por parte de los países desarrollados es rápida y a los sistemas de trabajo inter agencias se suman procesos de integración de información que morigeran los efectos de estos fenómenos y responden además con un nuevo marco legal que hace más efectiva su acción en el nuevo escenario, con los límites y prevenciones correspondientes.
Sin embargo, junto a este nuevo panorama estratégico, muy asociado a lo que se han denominado amenazas asimétricas, se ha producido un conjunto de fenómenos y hechos cuyas repercusiones directas e indirectas pueden afectar, aún más, la forma como se concibe y se proyecta la seguridad y la defensa. Porque estos fenómenos exceden largamente las denominadas nuevas amenazas, que centraron la atención de los especialistas a fines de los noventa. La expansión del mercado y el surgimiento de numerosos actores internacionales no gubernamentales han limitado el monopolio que poseían los estados en materias militares. A ello se suman los cada vez más frecuentes acuerdos internacionales, propios y necesarios en un mundo interrelacionado, y también las nuevas formas de asociaciones o la ampliación de algunas relacionadas con la seguridad. Así, el Estado se enfrenta a un mundo y a un ambiente internacional y nacional que le exige más, pero en el cual no cuenta con los instrumentos jurídicos, ni los medios, y en algunos casos con la claridad y voluntad suficiente, que le permita cumplir razonablemente con sus funciones de seguridad y defensa.
Por su parte, los escenarios donde se presentan o potencialmente se pueden desarrollar los conflictos superan ampliamente la idea de fronteras geográficas y se posesionan en torno a objetivos muy específicos, localizados, y de gran impacto mediático. Así, más que avanzar en un espacio geográfico y derrotar las unidades militares que allí se encuentren, se busca quebrar o al menos debilitar la voluntad de lucha del adversario, haciéndolo perder el necesario sustento político social que requiere de parte de los ciudadanos, cualquier esquema de seguridad y defensa.
Pero los cambios ocurridos no sólo han impactado en los objetivos, los escenarios, y los medios en que apoyan sus acciones. La situación hasta aquí descrita ha coincidido con otras realidades que la afectan de manera directa. En el caso de Europa y los Estados Unidos, la disminución de la natalidad de las últimas décadas, unida a los cambios en los modelos de reclutamiento de los ejércitos, ha determinado en algunos casos -por sobre los beneficios del modelo voluntario- el envejecimiento de la fuerza. En los países en vías de desarrollo, la dificultad ha sido mayor por las limitaciones económicas para competir en el mercado, con incentivos y compensaciones que hagan atractivo el incorporarse a determinados oficios militares. Por el momento, se han aplicado fórmulas de solución como la externalización de algunos servicios, especialmente administrativos y logísticos, a la vez que, empresas de seguridad han ampliado su actividad hacia zonas próximas al combate, brindando protección y apoyo a otras empresas que trabajan en tareas relacionadas con la estabilización y la reconstrucción. A consecuencia de ello, no es descartable que en un futuro próximo se incremente la participación de la empresa privada en actividades relacionadas con la función policial e incluso en algunos oficios militares. Ello, si bien complementa y refuerza en su conjunto la acción del Estado, no se puede desconocer que implica una forma de competencia en el reclutamiento. Para el caso de los países en vías de desarrollo esta competencia será mayor, cuando los más desarrollados amplíen su reclutamiento hacia ciudadanos extranjeros, como lo han hecho España y Estados Unidos, entre otros. Con todo, los cambios producidos ya no sólo muestran alteraciones en los objetivos y los escenarios, sino que también en las fuerzas.
En este contexto, la lógica tradicional que permitía explicar los cambios en materias militares, basada en la correlación entre la táctica y la técnica como factor de cambio en los procedimientos de combate, está siendo ampliamente superada por formas de lucha que alteran profundamente cualquier análisis. De manera similar, los referentes mínimos en que se basaba la seguridad de los Estados -como parte de la política-, y que garantizaban desde los derechos civiles hasta en el uso de la fuerza, han sido largamente traspasados por una lógica que no se reconoce un "contrato social", ni límite de humanidad frente a la necesidad de alcanzar sus objetivos.
Algunos imperativos políticos estratégicos
Como pocas veces en el pasado, se está viviendo una transformación radical en la realidad político estratégica que deben enfrentar los Estados, la cual exige revisar la visión de la seguridad y la defensa, especialmente en los países en vías de desarrollo. No se trata, por cierto, de afrontar la nueva situación desde una perspectiva basada en la relación dicotómica de más o menos seguridad. Menos aún, como se dijo, pretender securitizar todo, bajo el supuesto de que todo influye en la estabilidad y seguridad de las naciones. Lo que se impone, pareciera, es renovar la mirada político estratégica, para desde una visión más amplia, que integre la complejidad del conjunto de problemas y fenómenos que han surgido, permita que la seguridad y la defensa respondan de manera efectiva a estos nuevos desafíos. Y parte de las herramientas existentes para lograr este gran objetivo, es sin duda alguna, la cooperación internacional. En este sentido, la participación en operaciones de paz internacionales, permiten un intercambio de técnicas y perspectivas que ajustadas desde aquellas aplicadas principalmente por la Unión Europea, y los países más desarrollados, sirven como lineamientos fundamentales al momento de revisar las adaptaciones de defensa requeridas por las realidades y contextos de los países menos avanzados en estas materias.
Es imperativo asumir que en el futuro será muy difícil tomar una decisión de cualquier orden, por simple que ella parezca, sin tener presente el panorama global internacional, estatal y comunitario, y de los diferentes actores involucrados. Menos aún, si no se considera una visión y acción integrada entre la política exterior y la de defensa. Es la exigencia de una nueva relación político-militar, que entienda que las relaciones internacionales e incluso los conflictos tienen muchas facetas,- una de ellas la militar-, pero que oriente sus esfuerzos en forma eficiente y responsable, y fundamentalmente, prevenga y enfrente este tipo de conflictos. En este sentido, la interacción es cada vez más determinante.
Ya en las últimas décadas, y junto a los primeros cambios que se avizoraban, los principales centros de estudios estratégicos estaban reflexionando sobre la amplitud y características del futuro ambiente de seguridad internacional. Paralelamente, también se preguntaban por las características del futuro campo de batalla. Estas preocupaciones, derivadas del avance tecnológico y de una nueva configuración del mapa estratégico del mundo, anunciaban un cuadro complejo donde las "asimetrías" y la participación de actores no estatales adquirían mayor significación estratégica. Por lo anterior, no es de extrañar que se identifique la tendencia de lograr la incorporación de estos nuevos desafíos de una forma consensuada entre los países. En estos esfuerzos no se pueden dejar de apreciar los logros alcanzados en el plano de la regulación de la "no proliferación" de armas de destrucción masiva estipuladas principalmente en la declaración de Ottawa, o de los intentos por incorporar aspectos también internos de los ámbitos sociales y políticos al concepto de Seguridad Humana establecido durante las Cumbres de Seguridad Hemisférica a nivel Regional. Sin embargo, pareciera que los pronósticos han sido superados con creces. Para los países más desarrollados, el sentirse vulnerable y evidenciar limitaciones en la efectividad de su poder, ha demandado una revisión completa de sus doctrinas y, antes, de la lógica en que afirmaban los basamentos de su seguridad y defensa.
Este nuevo entorno, en el caso concreto de los países de América Latina, ha impuesto la necesidad de asumir los desafíos de la seguridad, además de las muchas demandas políticas, económicas y sociales, de cada Nación. Pese a todo, en materia de seguridad es imprescindible verificar cuán actualizadas están los criterios y medidas adoptadas, de acuerdo a los cambios que se constatan en procesos que por su naturaleza son muy dinámicos y donde en distintas áreas del mundo se han producido importantes variaciones durante los últimos meses. Esto, justamente para prevenir y limitar -con un margen aceptable de posibilidades de éxito- los riesgos que están presentes, con relación a las amenazas que se perciben y se proyectan, y que pueden variar de una realidad a otra.
Un proceso como éste, ya tiene como base una clara primacía de los regímenes democráticos, del estado de derecho y del respeto a los derechos humanos, así como también, la valoración de los procesos de entendimiento entre los países por sobre cualquier situación de conflicto. A partir de este sustento básico hay que replantearse metodologías y revisar los criterios que hasta ahora habían prevalecido. Ya que sin un esfuerzo innovador difícilmente se podrá lograr dar respuesta a los requerimientos que la nueva situación impone a los estados. Esta respuesta, no cabe duda, en su eventualidad será evaluada por los ciudadanos en ejercicio de sus derechos, sobre todo si se sienten vulnerados en su integridad de alguna u otra forma.
En términos prácticos, desde un planteamiento de la seguridad en una dimensión general, conviene tener presente ciertas condiciones mínimas, elementales como criterios de acción. Entre éstas destacan: en primer lugar, la existencia de un sustento institucional que permita concebir y desarrollar las tareas de seguridad y defensa, dentro del marco democrático con un alto nivel de legitimidad. En esta línea es fundamental la participación del poder legislativo con instancias, tipo comisión, que visualice la seguridad desde una perspectiva global que exceda largamente la seguridad ciudadana, asunto muy sensible e importante, pero que se puede ver apoyada a partir, precisamente, de una mirada más amplia.
En segundo lugar, se hace necesario considerar un componente que otorgue una sustentabilidad operativa, y que más que estructuras, tenga la capacidad de integrar informaciones del ámbito nacional e internacional, y que pueda difundirlas oportunamente a los organismos de seguridad y prevención, entre ellos, servicios de aduanas, control de puertos, aeropuertos y fronteras, impuestos internos y policías. La difusión de la información ha sido una de las debilidades que ha afectado de manera importante a países como los Estado Unidos y España, de acuerdo a los estudios y publicaciones periodísticas recientes.
En tercer lugar, se requiere un esfuerzo de explicación y persuasión hacia la ciudadanía que permita comprender, aceptar y apoyar, para lograr su colaboración en las medidas que se deben adoptar para evitar riesgos. Este esfuerzo, a modo de un sustento ético funcional básico, incluye el compromiso y voluntad de los distintos actores que tienen responsabilidades en la función de seguridad.
Y por último, en un nivel más relacionado con los distintos organismos e instituciones que se vinculan a la prevención directa e indirecta en materias de seguridad, es indispensable una disposición permanente de integración en el trabajo. Es decir, el desarrollo de una capacidad de colaboración mutua, con procedimientos y marcos previamente establecidos. Tal vez, esta sea una de las condiciones que requiere de un control más sostenido de parte de los poderes del estado, para evitar tanto las interferencias y discrecionalidades, como el celo que pudiese llevar a deteriorar los esfuerzos conjuntos.
También en términos prácticos, cada vez se hace más necesario que el trabajo interministerial, en particular, entre los de Relaciones Exteriores y de Defensa, incluya instancias de interacción permanentes para las materias de seguridad y defensa, a partir de los riesgos, amenazas y también de las potencialidades que poseen los estados. Muchos de los escenarios que se puedan deducir, además de aprovechar las capacidades existentes, son claves para poder responder en lo debido, a las exigencias que los propios ciudadanos y especialistas demandan. Asimismo, crea condiciones para una mayor transparencia y comprensión, a la vez que limita alarmas y sobreestimaciones que surgen a veces producto de la falta de antecedentes.
Desde una mirada más amplia, esta profundización en el trabajo interministerial, contribuye a asegurar, con cierta previsión, que los esfuerzos de cooperación y asociación en seguridad y defensa entre países se concreten en acciones, especialmente, cuando se participa en tareas internacionales. Incluso, desde un punto de vista preventivo, a partir de un trabajo cada vez más integrado pueden surgir nuevas iniciativas de medidas de confianza mutua que aporten ya no sólo a reducir potenciales crisis entre estados, sino a limitar amenazas transnacionales.
Dentro de este mismo aspecto, es importante considerar que cuando las instituciones armadas están participando activamente en operaciones de paz, donde tienen que proyectar sus capacidades a distintos escenarios y donde están presentes algunas de las nuevas amenazas, el deber de apoyar la acción y seguridad de la fuerza, en las diversas y complejas misiones que las circunstancias les impone, requiere de resoluciones políticas previas que deben estar sustentadas en un enfoque conjunto de la diplomacia y la defensa. Al respecto, conviene enfatizar algo tan básico como el hecho que el soldado que se encuentra en cualquier misión, -sea como parte de una fuerza de paz o de combate-, siempre está obedeciendo un mandato que en su origen supera ampliamente una resolución militar. Es decir, lo que él haga o deje de hacer, debe responder al marco que el estado se ha fijado en materia de defensa y que, para el caso particular ha precisado muy concretamente los límites de la acción militar. La resolución militar, por su parte, lo que hace es cumplir los objetivos con el mínimo de bajas humanas y en la forma más eficiente desde el punto de vista económico.
Pero, es obvio que cualquier acción militar necesita de inteligencia e información previa, que permita preparar al soldado para que en el marco que se le ha fijado y con las normas de enfrentamiento dispuestas, pueda actuar sin someterlo a riesgos innecesarios y sin que caiga en excesos de ninguna clase. Esto impone, entonces, formar, entrenar, y mantener soldados motivados para actuar en distintos escenarios. Mas, responder a un desafío de esta naturaleza no se improvisa. Para ello es necesario integrar distintas visiones y realidades, lo que requiere necesariamente evitar también cualquier reduccionismo de lo militar, si se considera que lo fundamental en términos prácticos, es integrar en el ámbito de las decisiones de alto nivel todas las variables relacionadas con materias de seguridad y de defensa.
Es evidente que mucho de lo planteado puede quedar en el plano formal si no está presente un imperativo que es primordial en el hacer político estratégico. Es el compromiso de la política con la defensa, en coherencia con las demandas actuales. Y éste va más allá de la lógica preocupación del control político sobre lo militar, que por diversas circunstancias a veces prevalece, pero respecto del cual no hay duda en un estado democrático. Se trata de la responsabilidad y previsión política en materias de defensa, por cuanto, como se ha dicho y es conocido, una fuerza necesita de tiempo para formarse, entrenarse y lograr niveles que le den seguridad de éxito; es decir, evitar lamentar bajas en las tareas que deba cumplir. Esto nos remite al apoyo ciudadano, base de la motivación en la que se sustenta la vocación militar; similar al equipamiento, los incentivos y en las compensaciones que todo trabajo otorga, más aún en ambiente altamente competitivo.
Más importante aún, el compromiso de la política con la defensa, demanda acuerdo y voluntad de los poderes del Estado, ya que junto al marco que fijan las leyes, es necesario prever y sostener un esfuerzo que permita cristalizar -como lo dictamina la prudencia política-, un tipo de gestión político estratégica que responda a las nuevas y variadas caras del conflicto.
En suma, parece cada vez más indispensable ajustar la función de defensa y la seguridad a los nuevos desafíos, problemas y tendencias actuales. Por eso que la incorporación de este tipo de reflexiones, aunque limitada e incompleta, es cada vez más necesaria. Porque si bien la cooperación internacional y los esfuerzos políticos, económicos y sociales producen resultados efectivos en la prevención de las nuevas amenazas y conflictos transnacionales, siempre es necesario contar, como elemento de disuasión, con la acción preventiva de la fuerza del Estado. De otra manera, producidos los desastres, es muy fácil perder el horizonte, extremar posiciones, a veces adoptar líneas de acción que claudican frente a la amenaza, o bien ponen en riesgo innecesario a la fuerza militar, justamente por falta de previsión. Y por que, en todo caso, siempre hay que tener presente que la seguridad y la defensa, y dentro de ésta la función militar, son condiciones y a la vez medios, para alcanzar el verdadero fin que es la paz.
José Miguel Piuzzi Cabrera
General de División
Oficial de Estado Mayor, Profesor de Historia Militar y Estrategia, egresado del programa de magíster en Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica de Chile; Doctor en Sociología por la Universidad Pontificia de Salamanca. Se ha desempeñado en funciones de mando y asesoría en el Ejército de Chile, y fue observador de Naciones Unidas en el Medio Oriente. Desde el 2000 al 2003, fue director del Centro de Estudios e Investigaciones Militares (CESIM), y actualmente es el Agregado de Defensa y Militar a la Embajada de Chile en los Estados Unidos.