El texto, la recepción y la autoridad etnográfica. El antropólogo como autor y la producción científica
Enviado por César Agustín Flores
- Resumen
- Campos científicos, antropología y producción textual
- La antropología y sus textos (etnográficos)
- Una cuestión de ?estrategias?
- A modo de cierre
- Notas
- Referencias bibliográficas
Resumen
En este artículo se problematiza la dimensión autorial del texto etnográfico en un sentido amplio. De esa manera, se pone especial énfasis en el «producto» de la investigación científica que, más allá de su dimensión literaria, es abordada como un complejo proceso en el cual se producen estrategias retóricas y donde se pueden detectar marcas de autor. Ello implica que, por ejemplo, los textos científicos ?en este caso, los etnográficos sobre el pasado? también son el resultado de procesos de negociación y estrategias de inserción en un campo en que el autor se ve en la obligación de analizar cuidadosamente los modos en que se involucra en el «juego» de la ciencia.
Palabras clave: escritura científica; texto etnográfico; reflexividad
El simple acto de registrar cualquier cosa en el papel ya es una transformación inmensa que requiere tanta capacidad y tanto artificio como pintar un paisaje o producir una complicada reacción bioquímica. Ningún estudioso debe considerar humillante la tarea de descripción. Por el contrario, es el logro más consumado y menos frecuente.
Bruno Latour, Reensamblar lo social
Campos científicos, antropología y producción textual
Hacer etnografía implica, además del trabajo de campo, escribir informes etnográficos. Estas producciones textuales contienen, al menos en su concepción clásica, un marcado sesgo descriptivo, aunque lejos está de agotarse en ello, más allá de que se pueda lograr una «descripción densa». La producción textual en la actividad científica conlleva un complejo proceso en el que entran en juego diversos factores, tanto de los habitualmente considerados
«científicos» como de los también denominados «extracientíficos»1. Se trata además de una producción textual que no se agota en la elaboración de papers sino que se extiende a la redacción de informes susceptibles de evaluación, los pedidos de subsidios y demás formularios a completar, junto con las labores eventuales de evaluador que un académico suele llevar a cabo. Pero incluso en estas instancias, los papers son insoslayables, dado que los criterios de evaluación contemplan de manera prioritaria la cantidad y calidad de las publicaciones (además de otros factores, como el de impacto) de aquellos que, por ejemplo, se postulan para la obtención de financiamiento (Kreimer, 1998) o un ascenso de su estatus profesional en un organismo de investigación. Según Collins (2002), en todas esas situaciones en las que además se juegan roles diversos, intercambiables y hasta antagónicos, los registros de escritura obedecen a parámetros diferentes y, por supuesto, dan cuenta de posiciones de poder igualmente diversas. Tomadas todas estas situaciones en su conjunto, se advierte la existencia de una serie de reglas del campo científico que obligan a trabajar bajo ciertas presiones que, por lo general, no estimulan la creatividad. Precisamente este último término es de vital importancia cuando se analiza la actividad científica, sobre todo para comprender la grandeza intelectual, mensurable a partir del efecto que un determinado referente produce en la historia intelectual, influenciando a sus contemporáneos y a las generaciones siguientes (Ibid.). En efecto, el mundo intelectual puede concebirse como una conversación masiva, en la que circula el capi- tal cultural en intermitentes rituales de interacción (Ibid.). Esas interacciones rituales pueden concentrar mayor o menor densidad, y propician una gran
variedad de situaciones en los campos académicos, algunas de las cuales presentan el mayor atractivo de interacción.
La redacción (para su eventual publicación) de papers es una de esas situaciones en el campo científico que requiere una gran carga de energía emocional (Ibíd.). Además, esta clase de situaciones (los papers y las de- más instancias de producción textual) es propicia para la demostración de la creatividad, aunque a la par implique una serie de restricciones implícitas y explícitas propias de cada campo disciplinar. En ese sentido, las presiones impuestas por el campo científico en el llenado de los formularios son, con frecuencia, manifiestas, por ejemplo en aquellos que están destinados a rendir cuentas de las labores realizadas o solicitar financiamiento para actividades cotidianas de investigación, es decir, «el arte de escribir un pedido de subsidio» (Knorr-Cetina, 2005: 213). Comesaña (1994) se ha referido puntualmente al caso de los formularios destacando sus serias carencias epistemológicas, junto con la escasa posibilidad que ofrecen de captar con sensibilidad las diversas lógicas de investigación de las diferentes disciplinas y campos de conocimiento. Este autor considera que los formularios son el resultado de una «filosofía espontánea de la ciencia» que enseña una serie de recursos de simulación para permanecer o ingresar al sistema científico. Ello implica, de acuerdo con este enfoque, la paradoja de un sistema que fomenta la simulación cuando se supone que promueve la creatividad y, sobre todo, la honestidad intelectual.
Pero más allá de los formularios, las presiones de nuestros colegas, las diversas situaciones del campo científico y las instancias de evaluación (que suelen tener un peso institucional relevante) obligan habitualmente a producir y exponer borradores, algunos de los cuales pueden llegar a volverse en nuestra contra. Sin pretender ser exhaustivo en este punto, las presiones ejercidas por la cienciometría imponen no sólo la obligatoriedad de canalizar las producciones a través de órganos legitimados (revistas científicas con referato reconocidas) sino ciertas estrategias naturalizadas como la citas (eventualmente las autocitas), que conllevan operaciones conscientes acerca de los potenciales lectores (sobre todo los evaluadores) de los textos que el autor pretende enrolar (Callon y Law, 1998). De alguna manera, la necesidad de hacer «vendibles» los distintos productos de la ciencia lleva a definir una serie de procedimientos encarnados en el habitus científico que dan cuenta de constantes «interesamientos» (Callon y Law, 1998) que, por supuesto (y con frecuencia lo hacen), son susceptibles de fracasar. En el caso puntual de una de las actividades fundamentales del investigador científico, que es la producción de papers, es posible analizar en detalle las distintas estrategias que se ponen en juego para publicar esos textos, en torno a la noción clave de «interés». Según Callon y Law (1998), los científicos tienen una concepción de sus propios intereses pero también de los actores que forman parte del sistema, como por ejemplo los edito- res y evaluadores de los journals (y podría agregarse a los funcionarios y evaluadores de las agencias de financiamiento). Ello implica una exploración intuitiva de los intereses de otros actores en la que se establecen los límites de las opciones disponibles, a modo de representaciones que configuran un «mapa de interés» a través de los cuales se busca enrolar a otros actores del sistema en nuestra red. Es decir, se busca que los intereses sean identificados, atraídos y transformados de tal manera que sean utilizados por otros actores, aquellos a los que se planifica enrolar. Estamos entonces frente a simplificaciones reduccionistas de un mundo social en el que se les atribuyen intereses estables a actores cuyas complejas y cambiantes disposiciones desconocemos. Al elaborar estos
«mapas de trabajo», establecemos relaciones reflexivas en torno a los intereses recíprocos en un intento de determinar la «mercantibilidad» de nuestro trabajo. Este posicionamiento remite claramente a una analogía con las argumentaciones y la retórica del político, es decir, una actividad principalmente de persuasión en un contexto altamente competitivo con escaso margen de maniobra, en este caso puntual con poco espacio para publicar en los journals más prestigiosos. Por ende, si se pretende analizar una estrategia científica, la clave será determinar las razones por las que se enrolan los actores y por qué algunas de esas estrategias tienen éxito y otras fracasan. Al distinguir la imputación de intereses factibles de aquellos que no lo son, desciframos de qué modo se propone (y en ocasiones se logra) un orden provisional a partir del éxito que los actores tienen cuando intentan persuadir a los demás acerca de que determinado producto científico «es de su interés» (Ibíd.).
Como sostiene Van Mannen (1988) para las etnografías (pero es válido igualmente para cualquier estudio histórico-social), los textos científicos se escriben teniendo en mente audiencias específicas que se apoyan en las competencias, expectativas y actitudes que se supone que nuestros lectores tienen. En general, la audiencia principal de nuestros productos está formada por los expertos (colegas, profesores, referentes de la disciplina), lectores frecuentes de las respectivas disciplinas, lectores de ciencias sociales en general, los estudiantes, la audiencia masiva y, por supuesto, los sujetos de estudio que pueden estar en condiciones de acceder a ese material producido e, incluso, discutirlo. En ese sentido, favorecer una apertura textual de los textos en ciencias sociales coloca a los autores ante riesgos y severos controles por parte de su potencial audiencia. Junto con ello, crece la posibilidad de que aparezcan tergiversaciones, malos entendidos y hasta interpretaciones tendenciosas y malintencionadas (cuestión de la que no están exentas tampoco las lecturas académicas). Por ello, la popularización de los textos científicos, en su acepción no peyorativa, implica un verdadero desafío para el cientista social que entienda que la simplicidad en la exposición no se opone a la profundidad en el análisis. En ese sentido, Glazier (1993) sostiene que los textos (antropológicos) tienen la capacidad -como cualquier otro discurso– de alcanzar audiencias inesperadas y asumir significados no anticipados en lugares no planeados, por lo que aboga considerar a esos impactos en recepción como una parte integral del mismo proceso de investigación.
Esa dimensión en «recepción» que exige un análisis profundo está vinculada con aquellas lecturas que no están regidas necesariamente por las reglas del campo científico, en concreto cuando son los sujetos de estudio aquellos que se relacionan con los textos. En efecto, todo lo anterior se complejiza aún más cuando la recepción de etnografías por parte de los nativos cobra relevancia. Ello obliga a poner en escena una serie de herramientas reflexivas que den cuenta no sólo de la interacción estrecha del investigador con los sujetos de estudio, sino de los condicionamientos que ejercen las potenciales lecturas de esos nativos. Y todo se hace todavía más notorio y potencialmente conflictivo cuando el antropólogo estudia el pasado, es decir, cuando no puede hacer valer la autoridad etnográfica. Al no haber estado -corporalmente- allí, las descripciones del etnógrafo se vuelven más vulnerables ante las lecturas críticas o posiciones nihilistas que pretenden negar la legitimidad
–moral y epistemológica- para estudiar el pasado reciente de un investigador que «no la vivió»2. En concreto, la investigación etnográfica sobre el pasado plantea una serie adicional de desafíos teóricos y metodológicos que adquieren una mayor densidad cuando además el enfoque está dirigido hacia el pasado de la propia disciplina, lo que hace factible que los nativos, al formar parte del sistema científico, ejerzan elevadas cuotas de poder. La interacción con nativos que forman parte del mismo campo científico junto con el tratamiento de temáticas y problemáticas sensibles de la historia de una disciplina obliga a asumir los riesgos que implica «la divulgación de los secretos de la tribu» (Bourdieu, 2008: 16), lo que ya ha sido analizado en otros trabajos (Gil, 2010). Ello obliga entonces a una «objetivación de lo no objetivado» (Bourdieu, 2008: 21) en un campo disciplinar no precisamente muy tolerante a esas operaciones cuando no se aplican a sus naturalizados objetos de estudio (los pobres, los campesinos, los pueblos originarios, etc.). Porque como también destaca Bourdieu:
«los mismos que no dejarían de saludar como "valiente" o "lúcido" el trabajo de objetivación si se aplicara a grupos ajenos o adversos, sospecharán de los determinantes de la lucidez especial reivindicada por el analista de su propio grupo. El aprendiz de hechicero que se arriesga a interesarse en la hechicería nativa y en sus fetiches, en lugar de ir a buscar bajo lejanos trópicos los tranquilizadores sortilegios de una magia exótica, debe estar preparado para ver como se vuelve contra él la violencia que ha desencadenado» (Ibíd.: 15).
Visacovsky (2005) ha reflexionado acerca de los avatares en recepción cuando el investigador escribe sobre cuestiones que tocan profundamente la sensibilidad de las personas, sus «fibras íntimas». Esas «historias sagradas» por lo general contienen un alto grado de mistificación y al reabrirlas irrumpimos -en ocasiones violentamente- de tal modo que los nativos pueden percibirlo «como un cuestionamiento a sus vidas, sus trayectorias o sus instituciones» (Ibíd.: 278-9). Por ello, en este tipo de casos, el investigador se enfrenta al desafío de asumir con valentía estos potenciales conflictos que además pueden envolver pujas de poder con los nativos/expertos. Traducido ello al lenguaje del sistema científico, cuando los nativos actúan como pares/ evaluadores/superiores en el campo, los riesgos se amplifican, por lo que se hace necesario pensar cuidadosamente estrategias discursivas para, al me- nos, matizar los riesgos potenciales.
La continuidad cultural provoca además que muchos sujetos se consideren expertos a sí mismos y condenen cualquier pretensión ajena de hablar sobre ellos cuando no se reproducen los discursos de sentido común que se utilizan para explicar las acciones propias. Es por ello que los momentos de
«objeción» (Mosse, 2006) en el campo son instancias altamente significativas y hasta -en ocasiones- deseables en la producción de conocimiento antropológico, más allá de los potentes conflictos que ello pueda suscitar. Una «etnografía colaborativa» (Lassiter, 2006) se muestra entonces como un «mandamiento ético» (Pels, 2014) a partir del cual además podemos sumar argumentos para entender de un modo más profundo lo que investigamos y enseñamos. En ese sentido, lo que la «objeción revela son los efectos socia- les (y emocionales) de tales actos de descripción etnográfica que fragmentan el conocimiento socialmente constituido, particularmente cuando toman una forma similar (aquí, textual) y potencialmente existe dentro del mismo espacio público» (Mosse, 2006: 945). Además, se trata un proceso que le quita poder al investigador y que, en el peor de los casos, puede despertar serios reclamos con una elevada capacidad de daño de la reputación profesional. De allí la utilidad de compartir materiales, incluso borradores, con los nativos y otros potenciales objetores, antes de que el proceso de investigación alcance el estado de publicación. Frente a las capacidades (y el poder) del antropólogo para representar, los informantes acceden a «diferentes capacidades de objetar» (Ibíd.: 951). Como formas de desafiar la autoridad del investigador, las objeciones nos llevan a vislumbrar con mayor claridad que aquello que forma parte de la evidencia de campo está ligado de forma indisoluble a las relaciones que se establecen con los distintos interlocutores (Hastrup, 2004; Mosse, 2006).
La antropología y sus textos (etnográficos)
Al menos desde que Clifford Geertz (1997) publicó El antropólogo como au- tor, en lo que constituyó su tal vez más avanzada propuesta interpretativista, desconocer la importancia de la dimensión autorial en los textos científicos no parece ser la opción más honesta y fructífera. En aquel provocador conjunto de ensayos en los que el antropólogo norteamericano analiza las estrategias autoriales de algunos de los clásicos más importantes de la disciplina (Malinowski, Evans-Pritchard, Lévi-Strauss y Ruth Benedict), una de sus inquie- tudes más relevantes -al menos para los objetivos de este artículo- tiene que ver con el cuestionamiento de aquella idea que indica que un buen texto científico es un texto plano y sin desvíos literarios, a lo sumo sólo tolerables en figuras consagradas. Por el contrario, Geertz destaca la importancia que la dimensión literaria adquiere en todo trabajo científico, lo que se hace más evidente y necesario todavía en la descripción cultural, tanto de colectivos cercanos como lejanos. Ello conlleva, por supuesto, el riesgo implícito de extremar los relativismos que transformarían a la producción científica (y por ende a la ciencia misma) en meras fraseologías, es decir, en un conjunto de jergas en donde predominan la voz de autor y sus artificios retóricos en desmedro de la objetividad científica. El mismo Geertz señala que el temor a analizar estas dimensiones fue alimentado por los mitos disciplinares que, desde Malinowski, enfatizaban la sustantividad factual de las descripciones etnográficas. Por el contrario, el mismo Geertz pone bajo la mirada analítica la problemática de la persuasión y la pregunta acerca de cómo logramos convencer a los lectores de que nuestras descripciones son ciertas. Es decir, cómo se establece un consenso sobre la veracidad en nuestras etnografías. Precisamente, la noción de consenso para la aceptación de las diversas creencias en la ciencia es central en los postulados del programa fuerte de la Escuela de Edimburgo. Autores como Bloor (1998) realizaron una serie de planteos que destacan, por ejemplo, el carácter contextual de las observaciones en los que los presupuestos del investigador son determinantes, junto con el componente intrínsecamente social de todo conocimiento. De ese modo, las pruebas o evidencias son consideradas como fenómenos sociales que operan en contexto, lo que significa que se debe compartir un propósito y un esquema de ideas antes de que las pruebas puedan dar sentido a las actividades del científico3.
Al descartar que sea la fuerza de los argumentos teóricos los elementos que definen ese mencionado consenso, Geertz (1997) se concentra en la importancia de lograr la «ilusión» de haber estado allí, es decir, la tan tratada autoridad etnográfica. Estas reflexiones permiten entonces colocar un énfasis especial en dimensiones retóricas y enunciativas en el discurso que obligan a buscar un compromiso estrecho con la escritura etnográfica para descubrir de qué modo se logra la eficacia en la descripción y cuáles serán los criterios para juzgarla. De allí que uno de los aspectos fundamentales sea la manera en que aparece el autor, dado que de algún modo siempre está presente, aunque las marcas autoriales queden más o menos encubiertas, en ocasiones de forma deliberada. Eso nos lleva al complejo proceso de la identidad textual, de «autorización» de los textos etnográficos que remite inevitable- mente al tema -tantas veces mal conceptualizado- de la subjetividad en la ciencia. Y ello se complejiza aún más, cuando se admite la «rareza» de una disciplina como la antropología que produce textos «científicos» a partir de experiencias personales para las cuales existen tan pocas reglas sistematizables y fórmulas de aplicación. Por eso es que Geertz plantea la lógica paradojal -que está presente en las etnografías fundantes de Malinowski-, que implica el constante naufragar entre la insensibilidad de lidiar con «objetos» y, a la vez, el impresionismo propio de descripciones coloridas que llevan a enfrentarse a la antinomia -tan propia en la obra malinowskiana- entre el físico no-autorial y el novelista hiperautoral. En la misma línea, Geertz (Ibíd.) sostiene que Malinowski construyó dos grandes figuras en sus textos etnográficos para posicionarse como ese «etnógrafo competente y experimentado», como un «moderno explorador antropológico», es decir, un trabajador de campo «especializado» y plenamente profesional. De esa manera, por un lado tenemos al cosmopolita absoluto, «una figura de tan amplia capacidad adaptativa y social, insinuada en prácticamente cualquier situación, que lo hace capaz de ver como los salvajes piensan, hablar como los salvajes hablan, y en ocasiones sentir como ellos sienten y creer como ellos creen» (Ibíd.: 89). Y por otro lado, accedemos al perfecto investigador, «una figura tan rigurosamente objetiva, desapasionada, cabal, exacta y disciplinada, tan dedicada a congelar la verdad que Laplace a su lado parecía un pasional» (Ibíd.: 89).
Por todo ello, nos enfrentamos al gran dilema de cómo introducir ese yo testifical en el intento «sencillo» de describir a los otros. Y de allí que podamos elaborar variadas y complejas estrategias enunciativas que pueden navegar entre figuras tan disímiles como la de aquel etnógrafo competen- te y experimentado (Malinowski en Los argonautas) y el inexperto a tiempo completo (como Barley en El antropólogo inocente)4 pasando también por el extranjero que acompaña y ayuda, como aquel que «se las sabe todas», como «uno más» entre gentes extrañas o semejantes, o incluso aquel que se disculpa permanentemente por el acto de violencia que implicar «estar allí».
Todo discurso está sostenido en una estrategia enunciativa, sea elaborada conscientemente o no. Toda enunciación implica la puesta en funcionamiento de un enunciado (Benveniste, 1981), que no necesariamente debe ser de carácter lingüístico, ya que se trata de un «efecto de sentido» en el que a través de los textos enunciados se construye una situación comunicacional (Steimberg, 1993). En cada acto enunciativo -como puede ser una clase, pero en este caso las producciones textuales de un científico- se propone una situación de comunicación ideal, en la cual el que «habla» construye a través de lo que dice la relación con aquel a quien se dirige. El sujeto enunciador, en este caso, no es la «fuente» del sentido, sino un punto de pasaje en la circulación del sentido. Porque el sentido no es unívoco y depende de una serie de condicionamientos personales y sociales que hacen a la polisemia de cualquier discurso. Todo ello implica una construcción textual en la cual emerge un lector modelo, es decir, un enunciatario ideal a quien va dirigido el mensaje. Es una estrategia en emisión que no necesariamente se debe ratificar empíricamente en la lectura, ya que el lector modelo «es un conjunto de condiciones de felicidad, establecidas textualmente, que deben satisfacerse para que el contenido potencial de un texto quede plenamente actualizado» (Eco, 1993: 89).
Como hechos enunciativos deben considerarse las huellas que el locutor deja en el enunciado, lo que Benveniste llama «subjetividad» en el lenguaje, es decir, las marcas que a su paso, lo quiera o no, el enunciatario deposita en ese discurso que pone en circulación. De suma utilidad resulta encontrar estas huellas que se dejan implícita o explícitamente, por ejemplo los subjetivemas (términos con alta carga subjetiva, como las adjetivaciones) o el uso de los pronombres personales. Para el caso de los textos científicos, existen diversas posibilidades de uso de los pronombres personales. Por ejemplo, muchos autores -y esto es muy usual en la antropología dada la carga de la experiencia personal en el trabajo de campo- emplean la primera persona del singular. Es también frecuente la utilización de la primera persona del plural, mientras que otra estrategia menos subjetiva es el uso del impersonal, lo cual no es tan sencillo de implementar en los relatos de campo.
Si se insiste en definir la problemática enunciativa como la manera en la que «el que habla define su relación con lo que dice y, automáticamente, define también la relación del destinatario con lo dicho» (Sigal y Verón, 1988: 20), los conceptos de complicidad y distancia serán nodales para entender cómo opera una situación comunicativa (Manetti, 1998). En esa estrategia de la complicidad, se construye al destinatario como una suerte de coenunciador, ya sea interpelándolo (uso del imperativo), tomando la palabra (se lo hace
«hablar» al enunciatario representándolo como enunciador), elaborando la representación de un diálogo entre enunciador y enunciatario (postulando una comunidad de valores compartidos), o utilizando el «nosotros inclusivo» (el contenido se le atribuye tanto al enunciador como al enunciatario).
Otras de las modalidades enunciativas implica la construcción de una barrera, una relación de distancia entre enunciador y enunciatario. Si antes se igualaba a los actores ideales del acto comunicativo, aquí se establece alguna diferencia, sea por cuestiones de saber, poder, posición, entre distintas posibilidades. Una de las variantes es la distancia pedagógica, que consiste en un enunciador que se separa de su enunciatario porque guía, explica, aconseja, demuestra, frente a uno que escucha, asiente y aprovecha ese co- nocimiento impartido (Ibíd.). Por el contrario, la distancia no pedagógica con- siste en el enunciador objetivo, que «se limita a producir de las afirmaciones sobre el registro impersonal» (Ibíd.: 103). Algunos autores, aquellos que son grandes referentes de un campo, están en condiciones, en algún momento, de utilizar esa estrategia enunciativa en sus textos académicos, aunque es mucho más común en otras situaciones del campo científico, cuando existe un claro diferencial de poder, puntualmente en las instancias de evaluación del sistema científico. Ciertas situaciones de mayor informalidad, como las relaciones entre director-dirigido, constituyen un terreno fértil para este tipo de estrategia que si bien no se plasma directamente en los textos científicos, es una parte sustancial en el proceso de producción textual de la ciencia5.
Existe otra forma corriente en el campo científico de construir una distancia enunciativa, en concreto con los no iniciados, sean nativos o no. Ella consiste en buscar deliberadamente oscuridad en el lenguaje expositivo para generar un efecto de sentido de cientificidad. La estrategia de la jerga suele descansar en un ensayismo trivial que, entre diversas variantes, puede apelar a prenociones de un sentido común complejizado en su expresión y a explicaciones totalizadoras del mundo sin sustento empírico y que carecen de refutabilidad, y que habitualmente se apoyan en modas intelectuales. Cuando ese sentido común y la charlatanería intelectual proliferan, a partir de estas conceptualizaciones vacuas se genera una oposición entre la sensación de comprender y la comprensión genuina (Comesaña, 1996). La sensación de comprender es como un acostumbramiento a cierto tipo de textos, que no indica un progreso en el conocimiento sobre el mundo sino la posibilidad de manejar una serie de conceptos convencionalizados que operan como clichés de esas modas intelectuales. Las jergas, además, nos suelen llevar a los peligros del relativismo radical y del escepticismo, cuando no de una apropiación indebida de ciertas ideas filosóficas para contribuir a una oscuridad deliberada en el uso del lenguaje. Ello a veces es posible mediante la exhibición de una erudición superficial con términos altisonantes que nunca llegan a superar las mencionadas prenociones del sentido común. En ese marco, la manipulación de frases sin sentido que buscan más o menos deliberadamente generar un efecto de cientificidad sobrecargado, se opone a la claridad expositiva que, en determinados ambientes, puede ser tomado como señal de análisis superficial. Al apelar a las jergas, un importante caudal de académicos con- sigue superar uno de los riesgos más importantes que tiene el análisis social histórico: la trivialidad. En antropología, la posibilidad de que los textos sean considerados triviales es mucho más elevada que en otros casos, como lo destacara hace mucho tiempo Max Gluckman (1989), sobre todo cuando los nativos tienen acceso al producto de las investigaciones que los tienen como sujetos de estudio6. Las etnografías, en especial cuando se llevan a cabo en las mismas sociedades en donde se desempeña el investigador, enfrentan el desafío de la falsación emic, que obliga a desplegar una serie de recursos reflexivos en cuanto a las potenciales refutaciones y confirmaciones que los nativos pueden llevar a cabo. Este tipo de testeo emic puede colocar al investigador en una posición en la que los nativos no están dispuestos a cederle la voz legítima a ese otro, por diversas razones, que pueden ser epistemológicas, personales, corporativas.
Independientemente del ya mencionado riesgo que se corre al revelar los «secretos de la tribu» no está de más recordar que «no cabe duda de que las razones inconscientes por las cuales se practica una costumbre o se comparte una creencia están muy alejadas de aquellas que se invocan para
justificarla» (Lévi-Strauss, 1968: 19). Si confiáramos plenamente en un análisis emic, cualquier etnografía estaría condenada a ser refutada ya que las descripciones y reflexiones del investigador (por ejemplo aquellas vinculadas con la identidad) suelen chocar de manera directa contra los criterios usados por los nativos. Sin embargo, aunque en ocasiones resulta deseable que los nativos se opongan a nuestras interpretaciones, la refutación emic (además de la consideración de trivialidad), puede ser demoledora para las pretensiones del investigador: cuando los nativos no consiguen verse incluidos en las descripciones de sus propios entornos culturales. Aplicado al pasado, la problemática del clima de época es precisamente uno de los puntos sensibles cuando exponemos nuestras producciones ante los sujetos de estudio. Las dificultades para lograr describir con precisión los contextos no experimen- tados directamente constituyen uno de los obstáculos más relevantes en la investigación antropológica del pasado.
En este artículo se ha buscado problematizar una parte central del proceso de producción científica en la antropología y en las ciencias sociales en general7. Al colocar el foco de análisis en el proceso de escritura, se ha intentado mostrar la complejidad y las diversas dimensiones que envuelve la práctica científica cotidiana. Al llevar a la etnografía a un proceso de cada vez mayor vinculación con los sujetos de estudio, el proceso solitario de escritura -y la distinción entre el campo y el escritorio- se funde con las relaciones construidas en el terreno. De ese modo, las posiciones de poder de aquel que interpreta y objetiva vidas ajenas se difuminan y se ingresa en un espacio de negociación en el que las objeciones de diversos posibles actores (nati- vos, evaluadores, funcionarios, periodistas, militantes sociales, entre muchas otras posibilidades) amenazan -en ocasiones públicamente- la propia inte- gridad del investigador.
Al tomar herramientas analíticas de la crítica posmoderna y de los estudios sociales de la ciencia, se ha pretendido ofrecer un análisis lo más amplio posible de la producción escrita en la actividad científica. En efecto, la dimensión literaria de la investigación que desemboca principalmente -aun- que no de modo excluyente- en papers, es una vía posible y fructífera para comprender la ciencia en general y la investigación antropológica en particular. Como consecuencia, se han puesto en suspenso los criterios epistemológicos tradicionales (contexto de descubrimiento, contexto de justificación, extracientífico, internalismo, etc.), postulando la importancia de considerar una serie de dimensiones que -habitualmente condenadas como subjetivas y extracientíficas- si son controladas a través de un uso productivo de la teoría, pueden ofrecer herramientas valiosas para la producción textual. Aunque por supuesto, «no esperaríamos que un artículo científico detalle los intereses personales y las negociaciones interpersonales que sostiene la fábrica de conocimiento» (Knorr-Cetina, 2005: 261). Y si bien la producción de papers implica «un ejercicio de despersonalización» (Ibíd.), se trata de una serie de variables que entran en juego en las diversas situaciones de la ciencia y cuyo eventual control puede permitir la elaboración de estrategias científicas exitosas que no necesariamente resignen honestidad intelectual. Claramente que un control instrumental extremo de estas dimensiones es un peligro sub- yacente, estigmatizado en la figura del carrerista, un término nativo de gran importancia en las disputas simbólicas en el campo científico.
En definitiva, resulta fundamental destacar que una de las tareas prioritarias de cualquier investigador, y mucho más en las ciencias sociales, es producir buenos textos. Claro que determinar qué es un buen texto no es una tarea sencilla, más allá de seguir el mandato de producir una forma de cono- cimiento sobre determinados objetos que sea «mejor» (Pels, 2014) que aquella que puedan producir otros. Según Latour (2008), un buen texto en ciencias sociales debería ser una narrativa o una descripción en la que los actores que aparecen en escena muestran su capacidad de agencia «y no se limitan a quedarse sentados. En vez de sólo transportar efectos sin transformarlos, cada uno de los puntos en el texto puede convertirse en una bifurcación, un evento, o el origen de una nueva traducción» (Ibíd.2008: 187). En definitiva, lo que un buen texto debería hacer es producir redes de actores, a diferencia de un «mal texto», en el que un escaso número de actores serían colocados
«como telón de fondo o retransmisores de los flujos de la eficacia causal» (Ibíd.: 189), que implicaría presentarlos como personajes fragmentados en el marco de una trama en la que no acceden a la posibilidad de ser los actores de la red. Para profundizar, y tomando ideas de Viveiros de Castro (2010), puede plantearse también que un buen texto antropológico debería captar
«la capacidad imaginativa de las sociedades» (Ibíd.: 14). Pero sobre todo, no convendría perder de vista que los textos nunca dejarán de ser partes activas de las «realidades» que se describen y que finalmente serán -cuando podemos publicarlos- formas de continuar relaciones en el terreno que no siempre estamos en condiciones de anticipar. En esa constante intersubjetividad del trabajo antropológico (Clifford, 1995; 1998), la posibilidad de desnaturalizar las relaciones de poder con nuestros sujetos de estudio (Gledhill, 2000) nos puede permitir producir un conocimiento reflexivo más profundo sobre los potenciales públicos de nuestras producciones textuales. El conocimiento de las competencias metacomunicacionales de esos interlocutores no sólo opera como una fructífera estrategia en el terreno sino que también puede permitir ampliar los procesos de enrolamiento que disminuyan el riesgo de las objeciones a las que habitualmente los académicos están expuestos, pero que si se desarrolla una «antropología pública» (Lassiter, 2005; Fassin, 2013) se hacen todavía más evidentes.
En torno a este tipo de rótulos, subyace la distinción entre internalismo y externalismo en el estudio de la ciencia. Se la menciona para hacer referencia a un marco conceptual preliminar, aclarando que la concepción de la ciencia que aquí se postula -como ya comenzó a demostrarlo el programa fuerte de la Escuela de Edimburgo en la década de 1970- desecha esas oposiciones y cualquier enfoque que intente establecer oposiciones tajantes entre lo «científico» y lo «extracientífico».
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En una investigación que se llevó adelante sobre la constitución del campo de las ciencias sociales argentinas en las décadas de 1960 y 1970, algunos nativos
-en ese caso colegas del mismo ámbito institucional del investigador- se dedicaron durante un tiempo a sabotear sistemáticamente la labor del etnógrafo con argumentos referidos a una supuesta imposibilidad de narrar una época para cual- quiera que «no la haya vivido» (Gil, 2010).
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Esta concepción epistemológica contempla la validez de un paradigma que define los términos en que se plantean los problemas y, a la vez, suministra un modelo para que se encuentren soluciones aceptables, como también los recursos cognitivos para lidiar con los problemas y las anomalías.
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Barley (2001) se concentra en este libro en derribar gran parte de los mitos que, con carácter dogmático, han dominado a la disciplina antropológica, al narrar detalladamente la infinidad de inconvenientes que sufrió mientras intentaba estudiar a los dowayo, una ignota tribu de Camerún. Allí advierte, en el mismo tono provocador y de tragicomedia de toda una obra destina- da a narrar las peripecias de un etnógrafo (él mismo) en el terreno, que «a veces se sugiere que un pueblo extraño puede considerar al visitante de distinta raza y cultu- ra muy similar a sus propios miembros en todos los aspectos. Ello, por desgracia, es poco probable. Seguramente lo más que uno puede esperar es ser tenido por un idiota inofensivo que aporta ciertos bene- ficios a la aldea: es una fuente de ingresos y crea empleo» (Ibíd.: 76). Volver al texto
En lo que hace estrictamente a los papers, Kreimer (1998) se ha detenido en los procesos de negociación que suelen producirse en los equipos de investigación cuando publican sus resultados, destacando además circunstancias en las cuales aquellos que se encuentran en una posición dominante imponen sus criterios y estrategias frente a sus subordinados, por ejemplo, frente a los tópicos tratados y las revistas escogidas para enviar los papers. Volver al texto
Gluckman formuló esos planteos en la introducción de The Village on the Border, una etnografía pionera en el trabajo antropológico «en casa», llevada adelante por su entonces discípulo Ronald Frankenberg en la década de 1950. Volver al texto
Muchos de los procesos y problemáticas que se han descripto para las ciencias sociales también han sido identificados en diversos estudios de laboratorio de las llamadas ciencias duras, ya desde las clásicas obras de Latour & Woolgar (1986) o Knorr-Cetina (2005), por lo que se ha conseguido «avanzar de un modo significativo en una comprensión más re- alista del papel desempeñado por la publicación en las prácticas de los laboratorios de investigación científica» (Kreimer, 1998: 52). Inclusive, Knorr-Cetina considera que «el resultado del proceso incluye distorsión, mutilación o, en términos generales, perversión. Comparado con el trabajo observado en el laboratorio, el artículo escrito es, como hemos visto, una primera perversión completa. Desde luego escribirse a sí mismo es un medio apto para esa perversión» (Knorr-Cetina, 2005: 289). En la misma línea, Latour y Woolgar (1986) destacan la relevancia de los factores materiales, como los distintos aparatos de inscripción (por ejemplo, los de medición), las semanas de trabajo del personal técnico o el dinero gastado en la investigación, que tienden a ser olvida- dos una vez que el proceso se inscribe en las hojas de papel. Volver al texto
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